C13.-La confesión

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Mingus, según cuadro al óleo de G. Carpintero

Se pusieron en marcha. La rubia de los cloaqueros conducía el coche de alquiler, acompañada por Merche. Tilo iba detrás al volante del Golf.

–Botones, pon música –le ordenó.

–¿Qué disco quieres?

–Ese de Fito y Fitipaldis plagado de negaciones.

–Te pongo Me equivocaría otra vez.

–Si, es ese. Gracias.

Mientras se deleitaba con las estrofas tantas veces escuchadas: “No voy a despertarme porque salga el sol”, “no sé restar tu mitad a mi corazón”, etcétera, Tilo buscaba argumentos para evitar la detención de la rubia de glaucos ojos. La última decisión de aquella joven le había impresionado de tal modo que se dijo a sí mismo: “Una mujer así no merece prisión”. Merche estaba de acuerdo y, sin duda, la determinación de la hija del fraile de donar a los niños más necesitados de este jodido mundo la renta de los molinos de viento había reforzado su negativa a arrestarla. Sin embargo la comisaria, el jefe superior, el de la brigada de homicidios y otros mandos con poltronas exigían resultados, vivían de la estadística y se enfurecían ante los casos sin resolver.

El impertinente cobró vida de pronto y emitió una larga sucesión de pitidos. Los mensajes y las llamadas sin responder se acumulaban en sus tripas. Tilo lo sacó del bolsillo, aceleró, adelantó al coche de Gabriela y Merche, les mostró el teléfono por la ventanilla para que entendieran su acción, les sacó toda la ventaja que pudo y se orilló en un espacio ancho de tierra al margen del arcén. A la sombra de unos avellanos que allí crecían comprobó los avisos, vio tres llamadas a deshora de su inquilina y se apresuró a marcar.

–Mingus está intranquilo, ayer no quiso cenar, no para de junjurir y no hace más que ir y venir de tu habitación; te echa de menos –le informó Amalia.

–Pásame con él.

Ella puso el teléfono junto a una oreja del cocker y Tilo le saludó. Al oír la voz de su amo, el perro empezó a mover el rabo, loco de contento. Tilo le dijo que se portara bien y le prometió un regalo (huesos de pienso). El perro ladró como si quisiera corresponder a las palabras del humano. Amali se quedó más tranquila y él se disculpó por no haber podido llamarla antes, ya que la aldea remota donde había ido a atrapar a la líder de los cloaqueros carecía de cobertura para teléfonos móviles. En ese instante vio pasar el coche de Gabriela y Merche, pero antes de depositar el teléfono en la bandeja miró el correo electrónico. Tenía mensajes de facturas y del pequeño Oliveras, con un documento agregado, pero ni rastro de la orden de detención de la rubia de los cloaqueros, lo cual significaba tres cosas: que el nuevo juez del siete no había leído su informe, que lo había leído y no apreciada indicios delictivos o que había decidido que el caso era irrelevante y pretendía que se extinguiera por si solo como el fuego en un leño verde.

Estacionaron en una zona de carga y descarga de la calle del Obispo Guisasola y entraron en el Registro de la Propiedad de la capital astur unos minutos antes de que cerraran. Merche se quedó junto a la puerta mientras la proba funcionaria escaneaba los documentos de Gabriela que acreditaban su titularidad como nueva propietaria de aquellas tierras altas de Monteovo de escaso valor. El trámite se realizó sin contratiempo, la funcionaria le extendió un recibo de varios cientos de euros a ingresar en una entidad bancaria. Asunto resuelto. Al salir, Merche compró tres cupones de la Once al ciego de un kioskillo cilíndrico, de hierro, tan estrecho que parecía increíble que dentro se pudiera mover una persona, y regaló uno a Gabriela y otro a Tilo. Todo había salido bien y pensó que podía ser su día de suerte.

Gabriela Cabello se sentía agradecida a los policías por la protección que le habían brindado ante sus primos del monte, pero temía al mismo tiempo que la arrestaran, la llevaran a Madrid y frustraran sus compromisos profesionales. Sabía que había gente buena en los cuerpos policiales y aquella pareja lo había demostrado, aunque no dudaba de que habían actuado como ángeles custodios para preservar su presa.

Mientras callejeaban hasta el Llagar del Güelo, donde almorzar, Gabriela iba madurando el modo de no dejarse arrestar, es decir, la forma de darles esquinazo y desaparecer. La huida la obligaría a prescindir del avión para llegar a París, pues el aeropuerto era una ratonera. Largarse por carretera le parecía la única alternativa a su alcance. El coche de alquiler le serviría para alejarse. Pero la Guardia Civil de Tráfico recibiría la alerta y tendía que cambiar de vehículo, conseguir que alguien la llevara o buscar otro medio de transporte para salir por la tangente a Cantabria y cruzar el País Vasco hasta Irún.

Llegaron al restaurante, les ofrecieron varias mesas a elegir, se sentaron, leyeron la carta y eligieron de mutuo acuerdo una parrillada de carne variada para compartir, acompañada de ensalada de lechuga, cebolla y tomate y regada con sidra del llagar. Fue entonces cuando Gabriela se dio cuenta de que Merche no le había devuelto su cartera. La policía se las sabía todas. Mientras la agente tuviera en su poder el pasaporte, las acreditaciones profesionales, el carné de identidad y las tarjetas bancarias no podría escapar, de ahí que su primer cometido era recuperar la cartera sin que Merche se percatara.

La oportunidad llegó poco después de que un camarero con atuendo étnico les escanciara la primera ronda de sidra natural, fresca y ácida, y de que Merche se incorporase para ir al lavabo, dejando su bolso colgado del pico lateral del respaldo de la silla. Aprovechó la ocupación de Tilo, leyendo y escribiendo mensajes en el teléfono móvil, para meter la mano, empuñar su cartera, guardarla en el bolsillo derecho del pantalón vaquero y seguir tomando aquel jugo fermentado de manzanas machacadas. Después de la tranquila y consistente pitanza, mientras esperaban el café y les presentaran la cuenta, consideró llegado el momento de formular la pregunta principal:

–¿Me vais a detener?

Tilo y Merche se miraron, pero no se pusieron de acuerdo en quién debía contestar, así que se mantuvieron en silencio. La verdad es que ninguno de los dos albergaba el mínimo deseo de arrestar a la rubia de glaucos ojos.

–Si me vais a detener –añadió Gabriela– os pido por favor que esperéis a mañana y me permitáis cerrar el contrato de los molinos con la compañía eléctrica.

Los agentes cruzaron otra mirada.

–Lo consultaré al mando –dijo Tilo para salir del paso.

–¿Es decir que sí, que me vais a detener? –Coligió la rubia en voz baja.

–Eso depende de ti –le respondió el inspector.

–Me parece poco creíble que hayáis venido desde Madrid sólo para verme marchar.

–Tampoco es eso; hemos venido a interrogarte sobre un delito muy grave –precisó Tilo.

Unos minutos después de pagar la cuenta y apurar el café, el inspector informó a la rubia de que le concedían el margen temporal que necesitaba para realizar los trámites contractuales sobre los dichosos molinos y pagar la minuta del notario.

–Eso si no te escapas antes –agregó Tilo, mirándola con impostada inferioridad.

–No sé por qué me dices eso –le reprochó la rubia–; si no estoy detenida no entiendo a qué viene eso de escapar.

–Yo tampoco entiendo que hayas metido la mano en el bolso de Merche en vez de pedirle la cartera –le respondio Tilo.

La mirada de la rubia voló hacia las kupelas alineadas en un altillo del fondo del tabernario. Merche se apresuró a comprobar la afirmación del compañero y exclamó:

–Joer, perdona, olvidé devolvértela.

Sus disculpas redujeron la tensión entre Tilo y Gabriela.

Media hora después, en una salita del hotel SohoBoutique, donde la rubia tenía reservada habitación y Merche hizo valer su autoridad para contratar otra al lado, Gabriela recordaría con precisión sus movimientos y actividades del último domingo en Madrid, en particular, su cita con los amigos de Juanín Picatoste para ajustar las cuentas al tipo que le jodió la vida y desapareció.

–¿Me puedes decir dónde estabas el domingo pasado a las 20:00 horas?

–Sobre las ocho de la tarde –dijo la rubia en respuesta a Tilo– me había despedido de mis amigos de Toledo y estaba a punto de llegar al concierto para piano protagonizado por varias alumnas de una amiga mía profesora del Centro Superior de Música Nuestra Señora de Loreto.

–Qué bonito.

–Si, muy agradable –dijo la rubia.

–¿Ese centro está cerca de la plaza del Marqués de Salamanca?

–Sí, a cien metros de la plaza de Salamanca, bajando por Príncipe de Vergara hacia Alcalá.

–¿Cuántos eran esos amigos tuyos?

–Cuatro.

–¿Los conocías bien y tenías confianza con ellos?

–Si, los conozco desde hace años. Hacíamos rutas en bici e íbamos juntos a algunas fiestas cuando estudiaban en el Instituto.

–Ellos vienen a Madrid, te llaman, quedáis y ejecutáis vuestro plan vengativo.

–Dos vinieron por la mañana para ver al Rayo Vallecano y los otros dos decidieron venir a recogerlos con la furgoneta del padre de Juanín. Y sí, me llamaron y estuvimos un rato los cuatro.

–Pero en vez de quedar en tu barrio decides citarlos en la otra punta de la ciudad, la zona de los ricos. ¿Un poco extraño, verdad?

–Podría decir que no, teniendo en cuenta que mi amiga concertista me había invitado allí y no quería fallarle, pero admito que sí, que puede resultar extraño quedar con unos amigos de Toledo en la terraza de la Tierruca, una taberna de la calle Ortega y Gasset, en vez de hacerlo en Lavapiés, donde hay bares para aburrir y los precios son más bajos.

–¿Cómo se llaman tus amigos?

–No sé sus nombres completos; lo que si te puedo decir son sus motes.

–No puedo creer que sean amigos tuyos y no sepas cómo se llaman. Pero vale, suelta esos motes –dijo Tilo con tono disgustado, libreta en mano.

–¿Por qué crees que prefirieron robar la furgoneta a pedírsela al panadero?

–Para no molestarlo, supongo.

–Curiosos motes. ¿Sabes a qué responde cada uno?

–Jodas es porque no decía tres frases seguidas sin algún “jodas” de por medio. Imagino que otros motes obedecen a otras cosas parecidas.

–¿Masa?

–Creo que le llamaban así porque es muy fuerte.

–¿Tanto como para quitar la tapa de una alcantarilla, enganchar a un tipo por el brazo y tirarlo a las cloacas? Eso hicieron. ¿Lo sabías?

La rubia de glaucos ojos asintió con un gesto, sin palabras que pudieran ser grabadas por el teléfono que Tilo había depositado sobre la mesa baja de la saleta de lectura, juegos y conversación, dominada por un balcón al que se asomaba el reloj de la torre de la catedral gótica.

–¿Sabías quién era el tipo al que arrojaron al subsuelo? –Incidió Tilo.

La rubia contrajo los hombros e hizo un gesto con la nariz como si quisiera proteger la pituitaria del algún olor desagradable. Tilo interpretó la respuesta:

–¿Un cerdo?

La rubia guardó silencio.

–Si no quieres contestar estás en tu derecho –informó Tilo a Gabriela–, pero si quieres ayudarnos a aclarar los hechos, como testigo, nos vendría bien que respondieras a las preguntas. Otra cosa es que prefieras la calificación de sospechosa, te llevemos detenida y te interroguemos en las dependencias policiales, en cuyo caso puedes negarte a declarar o hacerlo con asistencia letrada. Tu decides.

–No es eso; no tengo inconveniente en contestar, pero no quiero ser injusta con el noble animal que has mencionado.

–Ni yo; retiro el cerdo –rectificó Tilo. Y para intentar congraciarse le contó que a las pocas semanas de la muerte del dictador conocido como “el enano asesino del Pardo” aparecieron en Madrid unas pintadas amenazantes contra el secretario general del Partido Comunista de España. “Vamos a matar al cerdo de Carrillo”, decían. Y a las pocas horas aparecieron otras debajo: “Carrillo, ten cuidado con el cerdo, que te lo quieren matar”.

La rubia le miró fugazmente y esbozó una sonrisa. Tilo miró el bloc de notas y se propuso corregir su precipitación con algunas preguntas genéricas.

–¿Recuerdas qué hiciste con tus amigos?

–Bueno, quedamos en la taberna que te he dicho, hicimos unas libaciones y después fuimos caminando hacia la plaza del Marqués de Salamanca.

–¿Iban vestidos de ciclistas?

–No, ellos dejaron la furgoneta del padre de Juanín en el parking público de la plaza y bajaron a ponerse los cascos, las gafas y las camisetas elásticas un poco antes de la hora señalada.

–¿Qué hora?

–Las 19:30, las siete y media de la tarde.

–¿Cómo sabíais que el objetivo, por decirlo de algún modo, llegaba a esa hora?

–Por las observaciones previas –dijo escuetamente la rubia.

–Es decir…

–Sí, lo teníamos localizado, identificado, estudiado y controlado. Sabíamos a qué horas llegaba los domingos en su motocicleta o en su todoterreno, qué plazas ocupaba en el aparcamiento subterráneo privado de la calle de Ortega y Gasset, por qué escalera salía, etcétera.

–Entiendo que también teníais estudiado el alcantarillado urbano.

La rubia asintió sin palabras.

–Me pregunto de quién sería la idea de arrojarlo a las cloacas.

La de glaucos ojos evitó responder.

–Supongo que como reza el responso, mierda era y a la mierda volviera. ¿Lo conocías?

–Lo que es conocer, no.

–¿Pero sabías quién era?

–Sí, un desalmado, sin alma –afirmó la rubia sin dejar de mirar a la torre de la catedral.

–En eso podemos estar de acuerdo –concedió Tilo.

Luego dio un paso atrás con la intención de saber a quién se le ocurrió la diabólica agresión o, por decirlo en lenguaje nada poético, quién fue el autor intelectual de la fechoría.

–Llevo muchos años investigando homicidios y la verdad es que jamás había visto una acción criminal sin armas tan rebuscada y estudiada como esa de tirar a un tipo por una alcantarilla. Se necesita mucha inspiración para realizar una obra así.

–Si, algunas veces las musas sorprenden a los poetas –dijo Gabriela alargando la mano hacia el vaso largo que le tendía la subinspectora.

Merche, hasta entonces ocupada en preparar unos gintonics, irrumpió con su aportación:

–Lo que no me explico –dijo– es cómo conseguisteis averiguar que ese tío fue el autor del atropello de Juanín Picatoste, algo que ni la Guardia Civil logró descubrir en un mes de pesquisas.

–Tampoco era tan difícil –le respondió Gabriela, evitando calificar la tarea de la verde institución policíaca.

–Sin testigos ni huellas ni pruebas… Ya me contarás cómo identificasteis al sujeto –dijo Merche.

La rubia dio un trago largo al digestónico y se tomó su tiempo antes de contestar a la subinspectora, cuya irrupción interrumpió la secuencia de preguntas de Tilo, algo que éste agradeció para sí, pues sus cuestiones se orientaban al momento en que interceptaron y empujaron a Perrote Poterna hacia la alcantarilla, y no quería dar el salto cualitativo de implicar a Gabriela en la agresión. Prefería guardar en la manga la carta del video que revelaba la participación directa de la rubia en el alcantarillazo y preservarla como testigo de la fechoría. Tilo sabía que su ardid bordeaba el reglamento, pero también sabía que a Merche le parecía correcto y, de hecho, atribuía su interferencia a la voluntad firme de su compañera de descartar la detención de aquella mujer. Por otra parte, y aunque no sirviera de justificación, el nuevo juez instructor del caso ni siquiera se había tomado la molestia de responder a su petición.

Así las cosas, el inspector decidió relajarse y disfrutar del gintonic mientras Gabriela hilaba una explicación detectivesca sobre el autor del atropello que truncó la carrera de ciclista y dejó sin piernas a su amigo Juanín. No era un relato fácil ni invitaba a la relajación precisamente, pero Tilo había dormido poco y mantenía la quietud corporal sobre el cómodo sillón a pesar del dolor impreso en la cara y las palabras de la rubia al referir las amputaciones de las extremidades inferiores del ciclista. Sólo después de oírla entendió cómo una joven tan dulce, generosa y bondadosa como ella pudo contribuir a mandar a la mierda a un desalmado, sin alma.

“Juanín recibió el alta médica dos meses después de que lo atropellaran y abandonaran malherido. Sobrevivió y resistió satisfactoriamente las operaciones quirúrgicas que le practicamos, cicatrizó bien, soportó con mucho temple los peores dolores, los de huesos, y fue asumiendo poco a poco el hecho de no volver a subir en la bicicleta nunca más. En ese tiempo le interrogaron varias veces sobre el accidente. Yo misma asistí a algunas visitas de los agentes encargados del caso y me esforcé en estimular sus recuerdos. Pero todo fue inútil; sesenta y un días después del fatídico amanecer de aquel domingo de octubre, los investigadores seguían sin obtener pista alguna sobre los posibles autores del atropello y abandono ciclista. Así nos lo confesaron. ¿Ya me diréis si no era lícito prometerle que no íbamos a parar hasta encontrar a los culpables y someterlos a la acción de la justicia? Y eso hicimos”.

C12.-Montaraces en acción

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Escopeta de caza de doble cañón como la que lleva uno de los primos montaraces de Gabriela

Desde el corredor de la pensión oyen el ruido de una motocicleta y observan las evoluciones del motorista. Lleva una escopeta doblada a la espalda. En lo que se apea, apaga el motor, se desprende del casco y comprueba la estabilidad de la máquina inclinada sobre la pata extensible, llega calle arriba un ruidoso Land Rover gris metalizado del que baja un hombre en mangas de camisa, pantalón de pana y alpargatas y una mujer de mediana edad, pelirroja, de pelo corto y cardado, con grandes gafas de ver que le ocupan media cara.

–Ahí tienes a tus primos –dice Merche a Gabriela.

–El de la moto debe de ser Laureano y el otro Florencio –dice la doctora.

–¿Y la mujer?

–A saber.

Tilo no duda de que vienen en plan de guerra y recomienda a Gabriela recluirse en su habitación. La pieza es amplia, con chimenea y cuarto de baño. Desde la ventana se ven los prados inclinados, y, más arriba, una espesa extensión de brezos, escobas y monte bajo entre peñascos.

–Os diré qué vamos a hacer –prorrumpe Tilo mirando a Merche y a Gabriela–: tú vas a ser tú por un rato, así que ya le estás dando la documentación y esa carpeta con la escritura notarial de tus propiedades para mostrársela a esos bestias.

Gabriela dibuja una mueca de extrañeza en su linda cara. Sabe que no es creíble. Merche le saca más de un lustro y tiene patas de gallo en las comisuras de los ojos. Pero ésta se desprende de la cazadora para pasar al baño a atusarse el cabello, lavarse la cara, pintarse los ojos y los labios y darse un poco de maquillaje. Al quitarse la cazadora deja al descubierto la reglamentaria. La de glaucos ojos entiende que para tratar con sus primos conviene colocarse a su nivel armado y acaba asumiendo la sustitución. Instantes después resuena la voz de Amandi en el corredor: “Señorita Gabriela, sus primos la esperan abajo”.

La subinspectora se apresura, recoge sus útiles de aseo, los guarda en el bolso, se recompone y empuña la carpeta. Tilo la sigue hasta la puerta. “Me quedaré en el pasillo”, dice a una y a otra antes de cerrar. Merche recorre el corredor y desaparece escalera abajo. Tilo hace lo propio, pero se mantiene al acecho, sentado en los escalones. Oye la presentación y los saludos de Merche a los primos de Gabriela. La agente supone que el de la moto-cabra con la escopeta al hombro es Laureano, el menor de los hermanos. Se trata de un joven fornido, de pelo oscuro y rostro curtido por los vientos. Está sentado con su hermano y la mujer de gafas ante la primera mesa del ventanal y ha dejado el arma en una silla vacía a su lado.

–Tú debes de ser Laureano –dice alargando la mano abierta para saludarle.

El primo emite un gruñido y permanece sentado.

–Yo soy Florencio –responde el otro.

–¿Y la señora? –Pregunta Merche.

–Ella es Pilar, abogada de Montexu y secretaria del Ayuntamiento de Pola.

–Encantada de conocerla –la saluda la subinspectora.

–Viene a ponerte las cosas en claro –añade Florencio antes de invitarla a sentarse.

Sobre la mesa, la cantinera Amandi ha depositado una botella de vino del Bierzo, una Coca-cola para la mujer, un platillo de olivas y una cazuela con trozos de chistorra frita. Merche percibe malas vibraciones. Ni siquiera le ofrecen una copa de tinto.

–¿Así que tú eres hija del tío Leo? –Dice Florencio con tono de reproche.

Merche asiente.

–¡Y una mierda vas a ser hija del fraile! –Exclama, agresivo.

–No sé a qué viene eso, primo.

–Viene a que tú eres una enteradilla, una impostora. Los frailes no tienen hijos, pero tú te enteraste a tiempo de la muerte del tío Leo en Puerto Rico, supiste que tenía posesiones en Monteovo, te informaste bien de lo del parque eólico y vienes a apropiarte de lo que no te corresponde, a sacar tajada de lo nuestro.

–Eso son suposiciones tuyas –le replica Merche–; ni soy impostora ni enteradilla ni vengo a quitaros nada que sea vuestro.

A continuación saca la cartera del bolso, extrae el carné de identidad y se lo muestra.

La mujer de leyes alarga la mano e intercepta la tarjeta. Lee los datos en voz alta: “Gabriela Cabello Llamas, nacida en Madrid el 14 de abril de 1993”. Lee el reverso: “Hija de Leopoldo y de Carmen…”

–¡Y una mierda! ¡Eso es falso! –La interrumpe Florencio.

La abogada se queda en suspenso y hace ademán de entregarle la tarjeta.

–Leelo tú mismo.

Pero Florencio rechaza la cartulina. Por suerte o por lo que sea no ha mirado la fotografía, si bien esas cámaras de las oficinas del carné sacan unas instantáneas tan malas que no sirven para identificar a los usuarios. Eso se debe al avance de las ciencias y las técnicas: ahora la identidad del DNI va en el ADN de la huella dactilar impresa con el sudor corporal del titular.

Para convencer a los primos de que ella es hija del fraile, que fuera hermano de su padre, fallecido hace años, les invita a mirar otras cartulinas de plástico: tarjetas bancarias, un carné profesional, el permiso de conducir. Pero el mayor no quiere verlas y el pequeño solo abre la boca para beber vino. Va por el segundo vaso. La abogada mira las cartulinas plastificadas por encima y se las devuelve.

Cuando Merche cree haber demostrado la falsedad de la imputación del primo mayor les hace saber con un silogismo que los frailes son hombres, los hombres pueden tener hijos, luego los frailes también pueden tenerlos. Y a continuación se refiere a la calidad de su padre.

–La diferencia está –dice– en que la mayoría de los religiosos, ya sean curas o frailes, no los reconocen legalmente a los hijos, pero mi padre, vuestro tío, era un hombre consecuente y honrado, y aunque no colgó los hábitos ni se casó con mi madre, aportó todo lo que pudo para que me sacara adelante, me asignó una renta mensual para que estudiara, compró un apartamento en un barrio popular y céntrico de Madrid y me lo regaló para que residiéramos sin el ahogo de tener que pagar alquiler y, desde luego, me ofreció su apellido, que mi madre aceptó.

–¿Dónde está su madre si se puede saber? –Inquiere la letrada.

Merche recuerda que la mamá de Gabriela es odontóloga y reside en Cádiz, pero se muestra precavida por si a la abogada se le ocurre ir más allá.

–¿Por qué no ha venido? –Añade el primo Florencio.

El otro, Laureano, se sirve el tercer vaso de vino. “Este majadero con cara de botijo va a pillar una melopea espantosa”, piensa Merche mientras contesta:

–Porque no es necesario.

El primo mayor escora la cabeza y mira de reojo al pequeño, quien parece haber entendido el mensaje y, sin soltar el vaso, se inclina y mueve el brazo izquierdo bajo la mesa hasta alcanzar la escopeta.

La subinspectora capta el movimiento mientras desprende las gomas de la carpeta con el doble fin de justificar su respuesta y de mostrarles el testamento de su padre. Mientras saca y reseña los documentos, comenzando por el mapa detallado de la partición de tierras que en su día hicieron el abuelo Claudio y la abuela Pacha entre sus dos hijos, se va haciendo una composición de lugar para entrar en acción.

–Estos son los recibos de los pagos de la contribución –va mostrando a la abogada–, ésta la escritura de propiedad mi padre, éste su testamento a favor mío, la compulsa del consulado, la convalidación que acaba de hacer el señor notario minutos antes de que ustedes llegaran. Y, en fin, aquí está la dolorosa –agrega mostrando el documento con la minuta que deberá ingresar en el banco al grueso y amable funcionario del arancel.

La letrada hojea los documentos con mucha atención. Da un sorbo a la Coca-cola, mueve la testa arriba y abajo en señal de aceptación. Merche sigue evaluando las herramientas a su alcance para no dejarse sorprender por el escopetero. Puede utilizar el frasco de Coca-cola como arma arrojadiza, seguida del platillo volador con aceitunas y, acto seguido, saltar sobre la mesa y partirle los dientes y desarmarlo de una patada. También podría esgrimir la pistola para inmovilizarlo y abrir fuego disuasorio si llega el caso. Incluso meterle un balazo en el hombro izquierdo si no levanta las manos. Sería una solución traumática e indeseable, la última ratio a la que no querría llegar, pero tendrá que aplicarla si cara botijo agarra la escopeta. Es consciente de que sentados a una mesa, seis o siete metros detrás de ella, están el cabrero y los jubilados de la mar y las minas, Elcano y Ramón, sin contar al marido de Amandi que trajina detrás de la barra y va y viene, de modo que un tiro de postas de ese majadero podría mandar a alguno al otro barrio.

La letrada mira a Florencio y proclama:

–Los documentos son auténticos y están en regla.

–El papel lo aguanta todo, eso no vale una mierda –responde él.

Merche guarda los documentos en la carpeta mientras argumenta sobre la validez y legalidad de la herencia. Está refiriéndose al uso de la braña y el aprovechamiento de los pastos todos estos años gratis et amore por parte de los primos cuando oye el chasquido del ensamblaje de la escopeta. Con un movimiento repentino agarra el borde de la mesa, la levanta sobre las dos patas de enfrente y la vuelca contra el primo Laureano. Luego se tira al suelo y le arrebata la escopeta de entre las piernas. Se incorpora rápidamente, da dos pasos atrás apuntándoles con el arma.

–¡Fuera! ¡Largo de aquí, rufianes!

Alertado por el estruendo, Tilo Dátil salta como un resorte y aparece en el escenario. Agarra de una oreja al pequeño y fornido Laureano, que se agacha, tratando de protegerse detrás de la mesa volcada, y le conmina a obedecer al tiempo que con la otra mano abre la puerta cascabelera. Su hermano Florencio mantiene las manos en alto pero se resiste a obedecer.

–¿Vas a disparar? –Pregunta, desafiante.

Merche no responde. Quita el cerrojo al arma. El primo se asusta, recula medio metro.

–¡Obedece a la señorita! –Le grita el cabrero.

–Venga, hombre, o eres célula muerta –le dice Tilo.

La letrada aprovecha la tensión para agacharse y agarrar la carpeta con los documentos de la heredera. Sin duda sabe que las escrituras notariales son parte esencial del proceso de adquisición de la propiedad pero no surten efecto hasta que son consignadas en el Catastro o Registro de Bienes Inmuebles a nombre del nuevo titular. La abogada se dispone a seguir al primo mayor hacia la puerta, pero el cabrero, al quite, le arrebata la carpeta.

–Esto no es suyo –le dice justificando su brusquedad. Luego exclama–: ¡Menuda garduña!

El pequeño Laureano ya ha atravesado los treinta metros del corral empedrado hacia a la calle. Tilo mantiene abierta la puerta de la taberna mientras salen Florencio y la letrada, seguidos a unos pasos por Merche, escopeta en ristre. El inspector les escolta hasta que cruzan la puerta. Se asoma a la calle y en ese instante recibe un estacazo en un hombro. Suelta un ¡ay! de dolor. Merche ha visto la agresión del primo mudo y bebedor y aprieta el gatillo. El tiro retumba en la montaña de enfrente. El disparo al aire de la subinspectora provoca ladridos de perros y cacareos de gallinas. Los parroquianos salen de la taberna, algunos vecinos se acercan a ver qué ha pasado. Pero lo más importante es que los primos han puesto en marcha la moto y el Land-Rover y han salido a toda mecha. Sabían que la escopeta es de repetición. Merche les despide con otro tiro a la atmósfera. Luego abre el arma, recoge las vainas de los cartuchos y entrega el material al marido de Amandi para que lo devuelva a los primos montaraces.

–Los llamaré por radio esta noche para que vengan a recogerla –acepta Arcadio.

Desde el corredor de La Casona, la rubia de glaucos ojos contempló el desenlace de la visita de sus primos y bajó a interesarse por Tilo. “Me duele un poco, pero no me ha roto ningún hueso”, la tranquilizó éste antes de indicar al cabrero que le entregara la carpeta y fuera a buscar dos buenos quesos semicurados para llevarse a Madrid y a Ginebra, es decir, “bien envueltos”. Al oír el nombre de la ciudad suiza, el cabrero se alegró de que prefirieran su queso al de los Alpes.

–Es que en Suiza no hay cabras –mintió Tilo, guiñando un ojo a Gabriela. Luego, para no frustrar el entusiasmo de Alipio, añadió–: además, el tratamiento fabril de la materia prima arroja un producto comparable con la pasta de patatas, nada que ver con tus quesos artesanales.

Acto seguido, el inspector ordenó a Gabriela que recogiera sus cosas y se parara para irse con él y con Merche cuanto antes.

–Tienes quince minutos –le dijo, mirando el reloj. Eran las 12:30.

–¿Por qué tanta prisa? –Protestó.

–Te conviene estar en Oviedo antes de que cierren el Registro de la Propiedad Rural –respondió Tilo, manifestando a continuación su sospecha de que la asesora legal de los montaraces intentase alguna maniobra en el Catastro.

Gabriela permaneció en silencio, miró a Amandi y a Merche, quien afirmó:

–Esa tía no tiene escrúpulos, es capaz de cualquier cosa; con decirte que arramblo la carpeta y si no llega a ser por Alipio se lleva tus documentos…

La rubia apretó contra sí el cartapacio. Amandi dijo:

–Me da pena que os perdáis el plato rico que voy a preparar para comer, aunque comrpendo que lo primero es lo primero.

–¿Qué plato es ese? –Se interesó Tilo.

–Una fidegua con trucha y migajas crujientes de jamón.

–Otra vez será –le prometió el inspector.

La rubia de los cloaqueros cayó en la cuenta de que sus primos carniceros tenían fama de adinerados y de que en el país de la corrupción sistémica podían comprar al jefe del registro para que bloquease la inscripción de las propiedades a su nombre, de modo que aceptó la urgencia policial, giró sobre sí misma y subió a la habitación.

Después de pagar sus gastos, la rubia entregó a Amandi una carta para sus primos. La había escrito mientras su sustituta Merche trataba con ellos sobre la herencia. En la misiva, que contó en voz alta, les concedía permiso permanente para seguir usando la braña, el chozo y aprovechando los pastos, la leña y los demás recursos naturales. Todo, menos la renta de los futuros molinos de viento, pues tenía la intención de asignarla a los niños necesitados de asistencia sanitaria y alimentaria a través de Unicef. Eso les decía.

C11.-Gabriela amenazada

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

(En los capítulos anteriores, los investigadores del homicidio (en grado de tentativa) que ha sufrido el adinerado ejecutivo Juan Pedro Perrote Poterna, habían localizado a la rubia que encabezó el grupo de vengadores del atropello y abandono del ciclista Juanín. Ahora llegan a la aldea sobre las nubes y se van a llevar varias sorpresas)

Molinos de viento para generar energía eléctrica

Cincuenta minutos después de desayunar, el inspector Tilo Dátil y su colega Merche llegaron a Monteovo, una treintena de casas, algunos corrales y dos hórreos. Tilo estaciona al pie de un tejo, junto al pilón de una fuente de piedra con un caño que vierte un hilo de agua. Se apean, estiran las piernas, se deleitan con la visión del mar de nubes a sus pies, respiran el aire puro del monte con alguna veta de olor prehistórico del ganado. El pueblo está silencioso. Todavía no se ha desperezado. Merche se adentra por una calle y Tilo prefiere caminar por la carretera, observando las verjas y los muros musgosos de las casas. Ladra un perro, le secunda otro.

Merche llega a la plaza, lee el único letrero visible sobre la entrada de una casa de piedra con un gran corredor de madera en el primer piso y un patio empedrado y protegido por una pétrea pared de dos metros. Supone que en esa “Fonda la Casona” se aloja la joven Gabriela Cabello, pues ha visto un Seat Ibiza aparcado en un camino lateral a la casa con la pegatina de una agencia de alquiler de coches.

Mientras la subinspectora callejea, su compañero sigue carretera arriba hasta la última casa de la aldea. Nada ha llamado su atención por el momento. Gira ciento ochenta grados y vuelve por la otra orilla de la carretera con la mirada en la ladera de prados salpicados de bosque, retamas de escoba, brezos, zarzas, acebos, matabueys… Si afina el oído escucha el rumor de un arroyo que fluye en la garganta bajo las nubes. Un sonido de esquilas le saca del ensimismamiento. Son cabras que salen de una calleja entre las casas, seguidas de un borrico cano, dos perros de carea y un hombre con boina negra, mono azul de labor, un cayado en una mano y un turullo en la otra. Es un tipo musculoso, barbado, de mediana edad. Nada más pisar el asfalto vuelve la cabeza hacia las casas, acerca el cuerno a la barba y emite un sonido oscuro y prolongado que recuerda el claxon de un viejo camión. Se oyen goznes, golpes de portones. Bajan más cabras y algunas ovejas y carneros. Los perros las encauzan hacia arriba. Un canelo se acerca a él y le huele el pantalón. Ha debido de olfatear las feromonas de Mingus y le mira con ojos de interrogación. El agente lo acaricia. El hombre se acerca.

–Buenos días –le saluda Tilo.

–Santos y buenos –responde el cabrero– ¿Ye usté el veterinariu nuevo?

–No señor.

–Ah, ¿visitante u esu?

–No señor, soy inspector.

–Muchu ha madrugao.

–Un poco, aunque aquí amanece antes.

–¡Nosajodido mayo con las flores¡ ¡Eso ye questemos la hostie de’altes!

El hombre se inclina, agarra una piedra pequeña, la da a oler al perro y la lanza al tiempo que exclama: “¡Tibiii, dale a las cabras!” El perrillo arrea a las que han quedado paradas, triscando en la orilla de la carretera.

–¿Así que inspector, eh..? Entós va saber que anduvieron pequí unos colegas suyos va faer cosa d’un añu, esaminaron tou, papeles, ganado… Sacaron fotografíes y está por ver si no quiten las cuatro perres que dan a la montaña. Dixeron que non, que solo inspeccionaban el pasto, pero el vicín, que tien vacas de lleiti, anda l’home esmolecíu (preocupado). Dígole yo tranquil, Onorio. Pero quia, nun se fía; esos de la UE son peores que un nuberu (nublado).

Las cabras, cabritillos, ovejas, corderos, carneros y el borriquillo se desvían por un camino entre las paredes de piedra de la cerca de los prados y se van perdiendo de vista.

–Se le va a escapar el rebaño –le dice Tilo.

–Quia, esas ya conocen el camín –responde el pastor. Luego golpea el asfalto con el cayado y señala a los de arriba, los de las brañas, indicando que “ye a esos a los que tienen que meter mano por tramposos, yá que declaren munches más cabeces de ganáu de les que tienen, con el fin de atropar más dineru de subvenciones”.

Tilo le sigue el juego. El hombre tiene ganas de hablar y le explica que las vacas y los caballos de carne andan sueltos por el monte y resulta imposible saber si hay ciento cincuenta, doscientas o más cabezas. Eso permite a los cuatro o cinco ganaderos de la zona hacer trampas y cobrar más subvención por las reses y los pastos de la que les corresponde. Claro que en viendo el dineral que se llevan el duque de Alba y otros terratenientes facciosos y asquerosos tampoco va a hacer él de abogado del diablo.

–A los que-yos salió un granu nel culu ye a los carniceros de Belmontexu –añade.

–¿Eso qué significa?

–Coñu, que mira’l to por onde apaeció la dueña del caserón del texu y d’unos cuantos praos na Guariza que los carniceros consideraben sos. Resulta que les Cabellu yeren trés hermanos: una moza vieya y dos varones; el menor metióse fraile misionero y coló para América y el mayor quedose aquí col ganáu, casóse y tuvo dos fíos. Al morrer quedó tou para los dos fíos, pero nun cuntaben con que’l tío fraile tuvo una fía y agora vieno inscribir el so parte nel rexistru. Asina que yá ve, se va armar la de San Quintín.

–¿Hija de un fraile? –Simula Tilo su extrañeza.

–Pos sí señor, fía habida y reconocida. Y bien guapa que ye; roxa (rubia), bona moza y heredera d’una bona estensión del pandu (meseta) y del caserón onde los sos primos tienen el matadero.

Luego el cabrero guiñó un ojo y adoptó un tono de complicidad.

–Nun sé de que s’estraña usté si los flaires y cures han fornicáu tola vida. Lo que pasa ye qu’equí nun reconocen a los fíos y, polo visto, n’América sí.

En ese momento, Merche salió a la carretera, se acercó y saludó al cabrero.

–Tienen un pueblo muy bonito –le dijo.

–Ye guapu sí, y bien duru cuando nieva –respondió el lugareño, que dijo llamarse Regino, como su padre y su abuelo, productores del mejor queso curado de cabra en muchos kilómetros a la redonda.

–¿Vienen turistas por aquí? –Se interesó Merche.

–Entre los que xuben a ensugase y alendar (secarse y respirar), los que s’asomen a ver les aves que branien (veranean) nos llagos del monte, los qu’anden a ver osus y los que van a la peña a escalar nunca falten visitantes.

–Desde luego, el paisaje es impresionante –abunda la subinspectora.

–Si siguen carretera enriba van ver a pocu más d’un kilómetru’l el mirador qu’equí llamamos del coño.

–¿Del coño…?

–Con perdón… Eso ye que cuando s’asomen dicen: “¡Coño, si que ta alto!” Desde ahí van poder contemplar los valles, la Peña Cortada y los escobios (desfiladeros). En díes claros pueden vese los osus, families enteres.

Tilo retoma el asunto de la hija del fraile, y el cabrero les cuenta que llegó ayer, se aloja en la fonda y, al parecer, ha convocado a sus primos esta mañana, “supongo que para conocelos ya informa-yos de les propiedaes qu’heredó del so padre”.

–Menuda sorpresa se habrán llevado –supone Tilo.

–Nos ha jodido; toda vida pensando que’l monte yera so y resulta qu’un terciu ye de la moza recién llegada. Yá lo dixo Carulla na Biblia en Versu: “Xesucristo nació nun preselbe y onde menos se espera salta la llebre”.

Con el fin de que Merche se haga una idea de dónde se han metido, Tilo le pregunta si de verdad cree que los primos van a venir en son de guerra, y el cabrero responde que sí, que esa moza es la “prima de riesgu” y que más le valdría salir cuanto antes para “Uviéu” y dejar las cosas como están. Al parecer, la conversación por radio con los del monte no fue muy amistosa. “Tengo entendíu que la amenaciaron y eso dame malu escayu (espina)”.

–¿Diría usted que se masca la tragedia?

–Nada bueno endeluego.

El aldeano califica de “brutos, egoístas y ambiciosos” a los grandes ganaderos de las brañas con residencia en Belmontexus y sostiene que los más incultos y fanfarrones, los más capaces de cometer cualquier barbaridad son los primos de la hija del fraile. Son pendencieros y padecen “acemilitis”, una variante de la “burricie” que les impide razonar como es debido. Eso dice. Merche mira a Tilo y se lleva una mano a la boca para contener la carcajada. El cabrero advierte:

–Con esos solu vale la fuerza. Capaces son de secuestrar y estazar (descuartizar) a la moza y faela sumir (hacerla desaparecer). Yo, por si acasu, güei d’equí nun muevo.

Se despidieron del cabrero Regino. Ahora sabían que la rubia de los cloaqueros se hallaba hospedada en los fonda y se encaminaron hacia allá. Deseaban conocerla, que les contara cómo había averiguado que el tal Perrote Poterna había atropellado a Juanín y cómo habían ideado la venganza. Entonces Tilo cayó en la cuenta de que ni siquiera habían preparado el interrogatorio. Ni él ni su compañera tenían la menor gana de detenerla. Si ella admitía haber cooperado en el alcantarillazo a Perrote sería asunto suyo.

Merche sabía que a Tilo no le hacía pizca de gracia tener que regresar a Madrid en el primer vuelo disponible con la rubia esposada a su muñeca izquierda. Con todo, le sorprendió que le preguntase si llevaba la herramienta. Ella le respondió que la había dejado en el coche y él le ordenó que fuera a recogerla.

–No creo que haga falta –dijo Merche.

–Nunca se sabe; si esa mujer está amenazada por los cafres de sus primos más vale prevenir que lamentar. Agarra también los grilletes.

–Sí, jefe.

Subieron calle arriba hasta la fonda. Encontraron abierta la cancela del patio, pasaron, saludaron a un hombre de edad mediana, que ponía grano en los comederos de lata de un pelotón de gallinas confinadas en una cerca de alambre. Empujaron la puerta de entrada al establecimiento, situada bajo el artesonado de madera del corredor, oyeron la esquila colgante que avisaba de las entradas y salidas. Un pequeño recibidor con un espejo al fondo, una estantería con libros y revistas y una mesa alta y estrecha a modo de mostrador daba paso a una escalera a la derecha y a una puerta abierta a la izquierda sobre la que se leía: “Taberna-comedor”. Pasaron. Una mujer joven se asomó al ventanal sin cristales que comunicaba el amplio salón alargado y poblado de mesas y sillas de madera con el culo de esparto con lo que debía de ser la cocina.

–Buenos días, enseguida estoy con ustedes –les dijo.

Esperaron junto a la barra de madera oscura, archibarnizada. Olía bien allí dentro, a tortilla de patatas con cebolla. Dos minutos después, la mujer se situó detrás del mostrador y se presentó:

–Soy Amandi, ¿en qué puedo servirles?

–La verdad es que ya hemos desayunado, pero dos cafés con leche nos vendrían bien.

–Siéntense donde les parezca, enseguida se los llevo.

Eligieron una mesa al pie del ventanal. Amandi, pelo castaño, cara redonda, nariz fina y ojos de avellana les sirvió y les preguntó si deseaban tortilla de patatas recién hecha, a lo que ambos respondieron afirmativamente. Luego Tilo le preguntó si la señorita Cabello se encontraba allí alojada, a lo que respondió afirmativamente.

–Han llegado muy temprano –añadió antes de afirmar que la señorita no se había incorporado todavía. A continuación comentó soriendo:

–Hay que ver cómo cambian los tiempos: antes tenías que ir tú a la notaría y siempre te tocaba esperar, y ahora viene el notario y le toca a él esperar.

Merche miró a Tilo con la burlesca seriedad de los payasos hacia las autoridades (autoridad fiduciaria en este caso) y dejó correr la creencia de la patrona sin abrir la boca más que para meter un trozo de tortilla y elogiar su sabor.

En ese instante, un niño y una niña de entre ocho y diez años asomaron a la puerta con sus mochilas al hombro. La mujer les acompañó hasta la cancela del corral, sonó el claxon del microbús escolar, les besó y salieron corriendo hacia la carretera junto con otros chavales del vecindario.

–Vaya si hay niños en la aldea –le dijo Merche cuando regresó.

–Monteovo aporta siete guajes a la unidad escolar de Pola –respondió Amali.

–Señal de que el pueblo tiene futuro –terció Tilo antes de preguntarle cuántos vecinos son. –En activo somos cinco familias con hijos.

–¿Y en pasivo?

–Algunos más; están Elcano…

–¿Canoso?

–Eso también, pero le llamamos Elcano porque ha dado la vuelta al mundo. Y no una ni dos, sino muchas veces.

–¡Carajo!

–Fue marino mercante –aclaró Amandi–. Tenemos también al ingeniero Ramón, Juanón el papa, la Farrina y su primo Paco, Regino el cabrero, Onorino… Todos jubilados.

–¿Como es que tienen papa si no hay iglesia? –Se interesó Merche.

–Ni falta que hace; a Juanón le llamamos el papa porque solo dice mentiras. Si están un rato por aquí los irán viendo subir; enseguida van cayendo por el café y el lingotazo de orujo. No les extrañe si el cabrero quiere venderles queso o el Onorio les ofrece varas para el camino o madreñas cinceladas; es muy mañoso con la madera.

–Vaya si tienen un pueblo interesante –repuso Merche.

–Pues si, paz y concordia no faltan y lo esencial, tampoco. Tenemos luz del salto de Riomalo y agua corriente del depósito de allí arriba. Lo que más falta nos hace es la antena para los teléfonos móviles y el acceso a Internet para no tener que bajar a Pola. A lo mejor ahora, con eso de los molinos, se acuerdan de nosotros. Por cierto, se me olvidaba el Ina, un esquilador de primera y un internauta superior, se anuncia en la Internet y lo llaman de todos los lados para esquilar. Después de todo los pueblos son los conocimientos y las habilidades de sus gentes. Y de aquí, de este Monteovo tan pequeño, ha salido mucha, pero mucha materia gris.

Se notaba que aquella Amandi tenía ganas de hablar, así que Merche no dudó en darle cuerda:

–¡Ah, sí!

–Claro que sí. A bote pronto, que yo recuerde, de aquí salió uno que llegó a ser catedrático en Salamanca, una ingeniera nuclear de mucha nombradía, un aviador, otro que conduce trenes de alta velocidad. Y eso sin contar a don Manuel Álvarez, que dicen que allá a primeros del siglo pasado fue mediador entre los estadounidenses y los mexicanos en la guerra de anexión de Nuevo México y se ganó el respeto de las dos partes, imponiendo la paz.

–¡Jobar… eso si que es!

–Pues ya lo ven. Y era un simple pastor, un conductor de ovejas a California. Aquí nadie se acuerda de él, pero allí le pusieron una estatua en San José y dieron su nombre a parque nacional. Bueno, y aunque no nació aquí, ahí tienen a la hija del fraile, una cirujana hecha y derecha –añadió Amandi, señalando con el pulgar hacia el techo–. Si les parece, le doy un toque, que ya casi van siendo las diez.

–Déjela estar, que ya bajará –dijo Tilo–. Por cierto, ¿qué es eso de los molinos?

–Que van a poner molinos de viento en lo alto del monte.

–Pues habrá lío.

–Ya lo ha habido, pero al final los ecologistas han admitido que no afecta a los patos de las lagunas ni a los osos ni al ganado y han dado el brazo a torcer. Aunque afean el paisaje, no dañan la fauna ni la flora y además los de las eléctricas se han comprometido a entonar las aspas para no dañar a las aves migratorias. La gente está mayormente de acuerdo porque no es solo luz, sino ingresos por el uso del terreno. La mayor parte del altiplano es de los brañeros, que tienen ganado suelto, vacas y caballos por ahí arriba, y van a recibir un buen dinero por el parque eólico.

–¿Como cuánto? –Inquirió Merche.

–Dicen que en Galicia pagan el alquiler del terreno a tres mil euros anuales por cada mil megawatios, con que si tenemos en cuenta que cada aerogenerador rinde un promedio de dos mil megawatios, aunque luego saquen el triple, es un dinero. Aquí los más beneficiados van a ser los belmontexus, pero también a algunos de Monteovo les va a caer un pellizco. Sin ir más lejos, la señorita Gabriela va a tener media docena de molinos en los pastos de allí arriba.

–Una buena renta –dijo Merche.

–De no conocer el pueblo siquiera a recibir la herencia de su padre, una braña, un chozo, pastos y peñascos…, nada que valga la pena para una mujer de ciudad, bien situada y con carrera…, ya les digo.

Las explicaciones de Amandi, sumadas a la opinión del cabrero Alipio sobre la brutalidad de los primos montaraces de Gabriela, acaban por poner en guardia a Merche y a Tilo. Se miran, se entienden con la mirada. Merche tuerce los ojos hacia un lado, confirmando el acierto de llevar la reglamentaria en la sobaquera bajo la cazadora. Saben que Gabriela está en peligro, que el viento trae el dinero y el dinero puede nublar la razón de esos bestias.

Unos minutos después oyen sonido de suelas sobre las escaleras de madera. Es la rubia de los cloaqueros que baja y entra en el salón. Saluda a Amandi, que trajina tras la barra, les mira fugazmente y les da los buenos días. Los agentes responden al unísono y Tilo añade:

–¿Es usted Gabriela Cabello?

–La misma que viste y calza –dice ella.

–La estábamos esperando –dice Tilo.

La mujer asiente y pide a Amali café con leche y una rebanada de pan tostado con aceite. Se acerca a la mesa y Tilo y Merche se incorporan para saludarla. El inspector se deja imantar por los glaucos ojos de la rubia. Es guapa, muy guapa, se dice. Medirá uno sesenta, frisará los treinta años de edad y no debe pesar más de cincuenta kilos. La percepción formal de Tilo se completa con el aroma fresco del pelo húmedo de la joven y la ojeada a su atuendo consistente en una camisa arremangada con cuadros rojos y blancos, un pantalón vaquero de color azul desteñido y unas alpargatas deportivas de tela negra y goma blanca. El contenido requiere más tiempo. Tilo la invita a sentarse a la mesa. Ella acepta y deposita en una silla la gruesa carpeta que trae bajo el brazo. Sabe que no son el notario y su ayudante porque ha quedado con ellos una hora más tarde, a las once de la mañana.

–Ustedes dirán.

–Vamos a tutearnos si te parece –propone Merche.

–Perfecto –repone Gabriela.

–Si no estoy equivocada tú eres la doctora Cabello, del Hospital General de Toledo, y has dejado tu puesto para alistarte en una misión de Médicos Sin Fronteras en algún lugar de África, un campo de refugiados o donde te envíen, ¿verdad?

–Es cierto. ¿Cómo lo sabes?

–Me lo ha dicho tu vecina, una mujer encantadora. Te cuento: somos policías y estamos investigando un homicidio en grado de tentativa de un tipo digamos que importante en términos políticos y económicos, un hombre rico, con propiedades inmobiliarias y rurales en Madrid y La Rioja y con un tío carnal que le considera su hijo y es nada menos que diputado y tesorero del partido conservador. Y tiene muy malas pugas, por cierto. El caso es que a ese hombre, el señor Perrote Poterna, lo arrojaron a las cloacas por la boca de una alcantarilla y estuvo a punto de perecer. Además parece ser que no fue el único que sufrió una agresión tan grave, ya que tres días antes, en plena procesión del Corpus Chisti se registró en Toledo un hecho muy similar.

Merche guardó silencio mientas Amandi se acercaba con el café con leche y la tostada y la aceitera y la sal para Gabriela. Tilo aprovechó y le solicitó otro café y un vaso de agua. Cuando la patrona se alejó, la agente retomó su relato y le contó las pesquisas que los empujaron a viajar desde Madrid para interceptarla antes de que se fuera de España.

–¿Cuándo tenías previsto viajar a Suiza? –Le preguntó Merche.

–Tengo un vuelo el sábado a París y otro el lunes a primera hora a Ginebra.

–No estés tan segura.

La rubia sonrió.

Tenía una sonrisa preciosa, o al menos eso le pareció a Tilo, que terció después de que Amandi le sirviera el café:

–Merche dice eso porque tus primos del monte son capaces de secuestrarte y despeñarte por un desfiladero si no dejas las propiedades como están. No sé si eres consciente del riego.

–Yo pensé que veníais a detenerme –dijo Gabriela.

Tilo se acordó de que la última vez que miró su teléfono todavía no había recibido el correo electrónico de aquel juez tan “competente” con la orden de detención de la sospechosa Gabriela Cabello. Y ya no la podía recibir por falta de cobertura.

–Luego hablaremos de eso –dijo–; lo preocupante ahora es la amenaza de esos montaraces.

–Bueno, anoche hablé por radio con uno de ellos, Laureano, el pequeño, y si, se llevó una gran sorpresa al saber que tiene una prima y que he heredado la braña y un tercio de los terrenos del monte. Le noté un poco extraño. Yo esperaba que se alegrara de mi existencia, pero tengo la impresión de que fue incapaz de digerir la sorpresa.

–Lógico: los frailes no suelen tener hijos reconocidos –dijo Tilo.

–¿Te dijo algo que sonara a amenaza? –Inquirió Merche.

–Masculló algunas frases que no entendí muy bien, habla muy cerrado. Supongo que no le gustó que le dijera que había venido a conocer e inscribir mis posesiones. Traigo aquí el mapa de la partición de mis abuelo y la escritura de la herencia de mi padre ante un notario de San Juan de Puerto Rico, debidamente compulsada por el secretario de la embajada española allá y estoy dispuesta a hacerla valer, que para eso he quedado con el notario, y a consignarla en el registro de la propiedad y en el catastro de Oviedo.

–Pues cuanto antes lo hagas, tanto mejor –afirmó Merche.

–Bueno, tampoco creo que puedan hacerme nada malo y si van por la tremenda, no les tengo ningún miedo. Manejo técnicas de defensa personal y poseo suficiente preparación física para dejarlos fuera de combate a las primeras de cambio. Un poco oscos puede que sean, pero Amandi dice que van a lo suyo y no se meten con nadie. Incluso pagaron el arreglo de la ermita del Cristu del Ovo y la construcción de un refugio en Peñaoscura para los escaladores.

La irrupción del hombre que daba de comer a las gallinas y que resultó ser el marido de Amandi, un vaquero llamado Arcadio, dejó en suspenso la conversación.

–Buenos días, señores –saludó– ¿Ha descansado bien la señorita? –Añadió en referencia a Gabriela.

–Estupendamente –dijo ella.

Tilo vio la oportunidad de salir airoso de la situación. No quería arrestar, de momento, a la rubia de glaucos ojos, pero necesitaba mantenerla bajo control, y la mejor forma de hacerlo, pensó, era hacerla sentir la necesidad de protección.

–Señor Arcadio –dijo alzando la voz–, tómese un café con nosotros, quiero preguntarle algo.

–Mejor un chupito de pacharán –dijo el hombre desprendiéndose de los guantes de latex que prolongaban el azul de su buzo de trabajo hasta las extremidades superiores.

–Bueno, pues usted dirá –añadió tras acercar una silla y sentarse junto a la rubia.

–Vamos a tutearnos si te parece. Quería preguntarte: ¿sabes si los primos de Gabriela tienen armas de fuego?

–Escopetas si, desde luego; casi todo el mundo las tiene y ahí en la braña, con mayor motivo. Date cuenta de que en invierno nieva bastante allí arriba y no siempre tienen despojos para echar de comer a los lobos, así que tienen que ahuyentarlos a tiros hasta que trasponen para el otro lado, para la parte de León.

–¿Y los osos?

–Esos solo tienen peligroso hacia finales de marzo o primeros de abril, cuando salen del letargo invernal y bajan hambrientos de entre las peñas y los árboles hasta los prados en busca de comida. Algunos ganaderos de Belmontexu tienen reses sueltas por ahí arriba y, especialmente los Cabello, que disponen de matadero y secadero de cecina en el monte, así que procuran dejarles comida y mantenerlos contentos para evitar que ataquen al ganado. Así vamos. Desde la hospedería también contribuimos, no creáis que no, con una buena cuota dineraria al mantenimiento de la especie, una riqueza natural única y preciosa que atrae mucho turismo.

–¿Les afectarán los molinos?

–Los expertos aseguran que el sonido de las aspas y los generadores, al estar tan altos, ni les asusta ni los espanta, así que habrá que fiarse. Ya veremos.

–Pero volviendo a las armas…

–Por cierto, tus primos –dijo Arcadio, tocando el brazo de Gabriela–, dejaron recado anoche por radio de que vendrán esta misma mañana a conocerte.

El cascabel de la puerta atrae la atención de los reunidos. Entran dos hombres, uno mayor y otro joven. Amandi sale de la cocina, se coloca detrás de la barra, les da los buenos días y les pregunta qué desean tomar. El tipo de más edad, pelo entrecano, nariz gruesa y cintura de obispo le pregunta a su vez por la señora Gabriela Cabello, a lo que Amandi señala la mesa junto al ventanal. “Allí la tiene usted”, le indica. El hombre, que viste un traje oscuro con rayas blancas, se acerca a la mesa y Gabriela se incorpora a saludarlo. Es el notario que estaba esperando.

El joven larguilucho que le acompaña ha solicitados dos cafés con leche y se dirige con un maletín negro al fondo del establecimiento, donde toma posesión de una mesa para que puedan trabajar sin ser molestados. Gabriela coge su carpeta y Tilo, preocupado por la supuesta amenaza de los primos de riesgo, pregunta al fornido notario si van a tardar mucho, a lo que el fiduciario responde: “Media hora a lo sumo”, y se desplaza, seguido de la clienta, a la mesa del larguilucho.

Tilo aprovecha la pausa para pagar las consumiciones. Luego sigue a Merche a la calle. El cielo está limpio y azul, el sol reina en lo alto y la temperatura, ya por encima de los veinte grados, invita a desprenderse de la cazadora. Cruzan el corral. En la calle, el inspector se fija en el pulcro Mercedes Benz todo-terreno estacionado junto al muro de la fonda. Se acerca, lo observa, se inclina sobre el posa pies exterior del lado del conductor, da la vuelta, mira el otro reposa pies, saca el teléfono del bolsillo del pantalón y toma unas instantáneas. El coche del notario es un modelo idéntico al del señor Perrote Poterna que vio en el parking subterráneo de Ortega y Gasset, aunque con una diferencia: sin la muesca o arruga en el reposapie lateral derecho de aquel.

El señor Arcadio ha ido a asomarse a ver sus vacas, que pastan las lindes de un prado recién segado detrás de la hospedería. El cabrero debería hacer lo propio con sus chivas, pero le ven conversando con dos aldeanos en la bajera de la calle, junto a la carretera. Merche y Tilo bajan hacia ellos, les saludan.

–Buen día para los pájaros –dice Tilo.

–Y las lagartijas –repone el hombre canoso que debe de ser Elcano y apoya el trasero en uno de los cuatro cántaros metálicos vacíos que ha dejado el furgón de la recogida de la leche.

Contemplan las nubes del valle, que se van deshilachando, evaporando. El cabrero pregunta al inspector qué dice la jefatura de Bruselas sobre esos molinotes de viento que van a plantar en las cumbres. Tilo no sabe qué responder y se encoje de hombros. El señor Elcano mira a Merche con mucho interés. Más que mirar se diría que la está examinando por partes con una expresión entre la admiración y el deseo. Merche es linda, un poco huesuda, de piernas largas y culo alto. Representa menos edad de la que tiene. El cabrero insiste en la materia de los molinacos, no le gustan, afirma que tarde o temprano afectarán al ganado y sostiene que los mandos de la Unión Europea, que se meten en todo y lo regulan todo, tendrían que prohibir esas plantaciones en montes como este, porque no es solo el ganado, sino también los osos y los patos migratorios los que van a verse afectados.

El tercer hombre, Ramón, que debe de ser el ingeniero jubilado del que habló Amandi, sale en defensa de los avances tecnológicos y las energías limpias. Aclara al cabrero Regino, al parecer, por enésima vez, que no, que la UE no tiene competencias sobre los parque eólicos, que eso es un asunto propio de cada Estado miembro. Y en lo atinente al ruido, las vibraciones y todas esas garambainas que afectan a los animales, hay mucho de leyenda, dice, y muy poco de verdad. Alipio mueve la cabeza en señal de incredulidad y el ingeniero se esmera en explicarle que el ruido de los molinos resulta imperceptible para los osos, los burros, las cabras y el ganado suelto por el monte y el altiplano.

Sobre si las aspas afectan a los patos, los charranes, las espátulas, grullas y otras avefrías migratorias de las lagunas, afirma lo elemental: “Ninguna es ciega” y añade lo visible: “Las aspas se mueven despacio y las pueden sortear con facilidad”. El ingeniero se esmera en demostrar su honradez frente a la testarudez del cabrero, y en tal sentido explica que él tampoco cree que las compañías eléctricas ralenticen el giro de las aspas por preservar la avifauna, sino por que no necesitan más velocidad.

–¿Y si sopla mucho viento? –Inquiere Merche.

–Tanto da –responde el ingeniero Ramón–; los aerogeneradores llevan un eje rápido que multiplica por mil las vueltas del eje lento de las aspas, llegando a alcanzar mil quinientas revoluciones por minuto y produciendo un sonido similar al ruido del motor de un coche, aunque con la ventaja de que está alto y no afecta a los animales.

–Y al girar despacio no matan a los pájaros.

–Correcto –ratifica el ingeniero.

–Bueno, bueno…, pero atraen los rayos de las tormentas –aduce el cabrero.

El ingeniero evita afirmar o negar.

–Eso habrá que estudiarlo todavía –dice.

–Hombre, yo supongo que lo tendrán bien estudiado –razona Elcano al tiempo que levanta el trasero del cántaro de zinc–; no van a colocar esos armatostes tan altos para que les caigan rayos y los fundan a las primeras de cambio. ¿O sí?

El cabrero Regino masculla algo ininteligible, dando a entender que no le convencen y se aleja del grupo para asomarse a la orilla de la carretera y otear las cabras que pastan donde terminan las paredes de los prados. Unos minutos después llega Arcadio a recoger las cántaras de la leche. Elcano le ayuda agarrando dos. El ingeniero dice: “Vamos a ver qué menú nos está preparando Amandi hoy”. Ella les da de comer y los jubilados le pagan. Merche y Tilo ven salir al notario y su ayudante y se encaminan hacia la casona. El fiduciario hace sonar el claxon de su magnífico vehículo en señal de despedida. Los paisanos les dicen adiós alzando la barbilla.

Apenas han recorrido los cincuenta metros que les separan de la fonda cuando el cabrero les silva desde la carretera. Vuelven la cabeza y Regino les grita: “¡Los montunos!” Se refiere a los primos de Gabriela. Tilo y Merche se apresuran a entrar al estadero e instan a la doctora a recoger sus papeles y acompañarles a la planta superior.

C10.-Viaje al Norte, sueño al Sureste

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Tilo Dátil pulsó el timbre del departamento de Merche y volvió a meterse en el coche, aparcado en doble fila, con el motor encendido. Había hecho un termo de café antes de salir de su casa y llenado el depósito de gasolina antes de recoger a su compañera. Pasaban unos minutos de la hora acordada, las cuatro de la madrugada, cuando ella apareció enfundada en un chándal con sudadera de capucha y ojos de sueño. Llevaba una pequeña maleta rodante y un bolso grande. Tilo le abrió el portón trasero para que depositara el equipaje.

–Buenos días.

–Buenas noches.

–Si quieres seguir durmiendo, atrás tienes una almohada y una manta aviónica –le dijo Tilo.

Merche prefirió el asiento delantero. Puesto que no deseaba dormir, él señaló el termo con café recién hecho y ella se sirvió cuatro dedos en la taza enroscable que cubría el cilindro. Cinco minutos después, ya despabilada, observó el cuadro de mandos de Botones y se ofreció a conducir.

–Por mí, encantado –dijo Tilo antes de explicarle las dos aplicaciones del coche que no figuraban en el cuadro de mandos.

–Si quieres que ponga música, sólo tienes que decirle: “Botones, pon música” y cuando te pregunte le contestas a tu gusto, Bruce Springsteen, Mozart, Dilan… La otra aplicación está aquí, pulsas, la sacas y te las pones –dijo invitándola a ponerse las gafas de visión nocturna.

–¡Joder, qué maravilla! –Exclamó Merche.

–Llevan una pequeña batería como los teléfonos móviles. Sólo tienes que tener cuidado de volverlas a colocar en su sitio para que se recarguen.

–Botones, pon música –probó ella.

–Qué música deseas.

–Algo de Serrat.

Comenzó a sonar Mediterráneo.

Gracias, Botones, eres muy obediente.

Pararon un instante, Merche se colocó a volante y Tilo ocupó los asientos traseros. Antes de tenderse boca arriba sobre la manta volvió a comprobar con el localizador geográfico de su teléfono que el objetivo seguía en el mismo sitio y, a continuación envió un mensaje a la comisaria doña Emilia Sáez haciéndole saber que salían por carretera en busca de la interfecta. Se refería a la médico Gabriela Cabello, la rubia de los cloaqueros. Merche mantenía la música a poco volumen y en lo que Tilo deploraba el compromiso de sustituir a la jefa en la reunión del Observatorio de la Delincuencia Emergente y en detrimento de la excursión programada con Fiol a los vestigios de la prehistoria, se fue quedando dormido.

***

Los sueños son caprichosos. Tilo va subiendo por un sendero en compañía del amigo Fiol y de Mingus. Van hacia la Peña Escrita. Mingus se siente feliz, suelto, a su bola, oliendo las piedras, dejando su huella urinaria aquí y allá, persiguiendo a los gorriones. Es incansable. Fiol y él caminan despacio. Tampoco hay prisa. Ya en lo alto del cerro, las pinturas rupestres del murallón de paredes quebradas le parecen palotes hechos por niños que hubieran mojado los dedos en barro de arcilla roja y óxido de hierro. Son pictogramas de la Edad del Bronce (entre 2.500 y 800 años antes de Cristo, según los especialistas), dibujos muy simples, protegidos por unas verjas metálicas. Fiol identifica osos lanudos y cabras. Él ve toros, parejas de figuras humanas con una bolita por cabeza y cuatro rayas por tronco y extremidades. Siguiendo las estribaciones de la montaña hay más paneles. Fiol dice que los descubrió el cura párroco de Montoro Fernando José López de Cárdenas en la primavera de 1783, cuando recorría estas sierras recogiendo minerales por encargo del conde de Floridablanca. Fueron las primeras pinturas rupestres esquemáticas conocidas en la Península Ibérica y en el continente europeo. Y su difusión estimuló la búsqueda de vestigios ancestrales, hallando otras cuevas y roquedales con pinturas similares en toda esta comarca encumbrada sobre el valle de Alcudia, refugio invernal de churras y merinas de la Mesta. Se advierte en estos mensajes el talante pacífico de los tatarabuelos de aquellos iberos oretanos que poblaron estos campos. Se ve que en vez de cazar animales salvajes para alimentarse y cubrirse el cuerpo con sus pieles preferían hacerse amigos de ellos, domesticarlos, aprovechar su fuerza, su leche y sus huevos y, sólo en último último extremo, en el caso de los más bravos y de los ya viejos y gastados, cortar por lo sano y aprovechar sus carnes y pellejos. Se nota que eran listos. Fiol busca en los dibujos una lanza, un arpón, un hacha, un cuchillo, una flecha arrojadiza, pero no encuentra nada que se parezca, de lo que colige el pacifismo rampante de aquellos oretanos. Interpreta la disposición de algunas figurillas como si bailaran en parejas, de lo que deduce el carácter amoroso, gozoso, de aquellas gente encantada de la vida. No tienen duda de que ese carácter pacífico y amable llevó a aquellos aborígenes a mezclarse con otras tribus en vez de guerrear contra ellas. Osease que se celtificaron, se fusionaron y convivieron en amor y compaña no solo con los celtas, sino también con los túrdulos, bastetanos, vetones, lusitanos, carpetanos y otras tribus que por allí andaban pastoreando, pescando, cazando, cultivando la tierra y comerciando.

El toro bravo con teas en las astas fue idea de Orisón como arma de defensa contra los despiadados invasores cartagineses

Pero las buenas maneras no duran siempre. De pronto, llegan unos elementos hostiles a joderte la vida y te obligan a emplear la fuerza. En este caso fueron los guerreros cartagineses los que intentaron romperles las pelotas y acabaron quebrando el buen talante de aquellas gentes. Llegaron los norteafricanos en unas naves entamadas con troncos sin sangrar y se entregaron al vandalismo, es decir, a matar, saquear, aterrorizar, apresar y esclavizar a las gentes, comenzando por las más cercanas a la costa. Cundió la alarma. Al frente de aquellos hijos de Cartago andaba un cabecilla que llamaba Amilcar Barca, cuyo comportamiento cruel reclamaba una respuesta. A Oretania acudieron emisarios de otras tribus hermanas pidiendo ayuda. ¿Pero qué socorro podían prestar ellos si eran gente de paz, carente de otras armas que no fueran las herramientas de labor, machucas, estacas y piedras? Con todo, comprendieron que Amilcar y sus huestes invasoras eran el principio del fin, el ser o no ser, y maldita la gracia que les hacía someterse al yugo de aquel desalmado (sin alma). Eso de ninguna manera: había que pararlo, plantarle cara y luchar. ¿Cómo, a pedradas? Muerte segura. ¿A estacazos? Lo mismo. No eran gente preparada para la guerra. ¿Qué hacer? Entonces un mozo llamado Orisón tuvo una idea que luego se llamó estratagema. Consistía en agarrar algunos de aquellos animales bravíos que no se dejaban domesticar, atarlos, cargarlos en carretas empalizadas y llevarlos en son de paz al taimado Amilcar como regalo suculento para que él y sus tropas se dieran un festín. A todos les pareció estupendo. Se pusieron manos a la obra. Orisón y su cuadrilla atraparon a lazo a media docena de toros bravos, les amanearon, los subieron en las carretas enjauladas y emprendieron la marcha. Después de varias jornadas llegaron a Heliké (hoy Elche), donde Amilcar y sus guerreros se hallaban acampados. En lo que los cartagineses se acercaban a las carretas y el propio Amilcar acudía a caballo a recibir el presente, Orisón y los suyos prendieron fuego a la paja embadurnada en sebo y aceite con la que habían adornado los cuernos de los toros bravos, los desataron, abrieron las jaulas… Los morlacos saltaron de las carretas y, nerviosos y enfurecidos por el fuego de sus astas, se lanzaron contra el campamento de los cartagineses, corneando, incendiando y persiguiendo a cuanto bicho viviente encontraban a su paso. El pasmo y el pánico de los hijos de Cartago fue tal que el propio Amilcar salió huyendo hacia el río, perseguido por un novillo embolado, se cayó del caballo y no se sabe si se desnucó al caer o se ahogó en el agua del río, pero murió. Tampoco se sabe si era el río Vinalopó o el Segura. Entonces Asdrubal se puso al frente de los guerreros cartagineses hasta que llegó Anibal, hijo de Amilcar Barca, de gran parecido físico y más astuto que su padre. Puesto que estaban en guerra contra los romanos por el dominio del Mediterráneo, aquel Anibal, al ver cómo las gastaban los celtíberos, procuró hacerse amigo de ellos. ¿Cómo? Primero parlamentando y luego pidiendo la mano (y el resto del cuerpo) de una moza de la que se había enamorado en la colina de Auringis (ahora Jaén). La joven se llamaba Himilce y era hija de un jerarca local llamado Mucro, quien aceptó el pacto de sangre y protegió así a las gentes de su tribu, con capital en Cástulo (ahora Linares). Anibal e Himilce se casaron en Cartagena (Cartago Nova), donde los cartagineses tenían su puerto principal y su campamento militar. Aquella boda equivalía a una alianza en toda regla entre Oretania y Cartago. Para los cástulos era una garantía de paz y para el astuto Anibal constituía una fuente de hombres, provisiones y armas para seguir la lucha contra Roma, a la que había jurado odio eterno. La bella Himilce quedó preñada, dio a luz un hijo al que pusieron el nombre de Aspar. El poeta Silio Itálico narra en el capítulo tercero de su libro Púnica la boda de Himilce con Aníbal, dice que ella quiso evitar la guerra con Roma y, una vez declarada, quiso acompañar a su marido a Italia, pero Aníbal se negó y la dejó en Cartago, donde murió, víctima de una epidemia. Tito Livio se refiere a ella, aunque no menciona su nombre, al relatar cómo Cástulo (hoy Linares), fuerte y célebre ciudad de Hispania, se alinea con los romanos tras la derrota de Anibal. Los restos de Himilce fueron trasladados a Cástulo, donde le erigieron la estatua funeraria que, según la creencia más arraigada es la que hoy se erige en la plaza del Pópulo de Baeza, aunque no faltan quienes dicen que representa a la Virgen María. Fiol la considera una especie de Dama de Elche e insiste en darse una vuelta por allí para verla…

***

Tilo oye la voz de Merche. Se despierta.

–¿Qué está pasando?

–Estabas estabas silbando –dice ella.

El inspector hace una composición de lugar, se incorpora.

–¿Hemos pasado Benavente?

–¡Ja, Benavente! Acabamos de dejar Oviedo a la derecha.

“Esta mujer va como un tiro”.

–Estaba soñando, creo que silbaba a Mingus –aclara él mientras estira los músculos.

–¿Hablas en sueños?

–No sé, aunque si silbo puede que sí.

–Para espía no vales –dice ella.

La oscuridad va dejando paso a la luz lechosa del amanecer. El reloj del coche marca las 7:20 horas, lo que significa que Merche lleva tres horas al volante, de modo que en vez de servirse café del termo, Tilo le pide que pare donde vea un bar abierto, con gasolinera o sin ella. Acto seguido comprueba si el objetivo se ha movido. El teléfono móvil tarda en conectar más de lo habitual, el buscador geográfico está renuente, pasa medio minuto y no encuentra el punto rojo. ¿Qué está pasando? Tilo descubre que la cobertura telefónica no es buena en esa zona. Circulan por una carretera general hacia las verdes montañas del noroeste de Asturias.

–Merche, ¿y si nuestra excursión fuera infructuosa?

–Ya lo he pensado, pero tampoco pasa nada. Si quieres que te diga la verdad, solo me fastidiaría no encontrar a la doctora Gabriela por una cosa.

–¿Qué cosa?

–Me gustaría conocer cómo averiguaron quién fue el autor del atropello de Juanín Picatoste y como idearon la venganza.

–Los autores –la corrigió Tilo.

–¿Qué..?

–En el coche iban dos personas, el señor Perrote y otro individuo.

–¿Cómo lo sabes?

–Te lo dijo a ti la vecina de la rubia de los cloaqueros.

–No me consta.

–Quizá no prestaste atención porque ya te estabas despidiendo, pero hacia el final de la grabación ella dice que Gabriela es una mujer fuerte y sabe defenderse, y si no que le pregunten al tío que tiró al subsuelo en la procesión del Corpus.

–No lo recuerdo.

Tilo busca el audio y se lo pone.

–Joder, es verdad, dijo “subsuelo” y no caí.

Tilo se ríe.

–Si te caes, te estróncias. ¿Y qué haría yo sin ti? –Bromea.

Poco después paran a desayunar en bar restaurante. La mujer que regenta el establecimiento les orienta:

–Monteovo queda a unos veinte kilómetros de Pola, todo hacia arriba, por encima de los nublos.

–Vamos a Montoso, no a Monteovo –aclara Merche.

–Ye igual, le llaman de las dos maneras, pero es la misma aldea. ¿Tienen familia allí o van al oteo del osu?

–Lo segundo –afirma Merche.

–Lleven cuidado, que la carretera es pindia y serpentea como una culebra.

Agradecieron el consejo.

C9.-Al quinto sin ascensor

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Pulsan el timbre del portero automático, pero el 5B no responde. Mala señal, piensa Tilo. Merche insiste. Esperan. No hay respuesta. Entonces llaman al 5A. “Suba”, dice una voz femenina antes de que Merche alcance a abrir la boca. Oyen el gruñido del electroimán del cerrojo, empujan la puerta y entran en un portal fresco y oscuro. La escalera de baldosa blanca sobre viguetas de hierro forjado desanima a Tilo, que esperaba encontrar un ascensor y siente la tentación de ahorrarse el sofocón, indicando a su compañera que suba sola. Pero ella le anima:

Un gesto original

–Venga, tira.

A sus cuarenta y pocos años, la subinspectora, delgada, dura y correosa, se mantiene en forma y acepta el esfuerzo físico como quien bebe un vaso de agua. Cuando llega al quinto piso, su compañero acaba de alcanzar el descansillo del cuarto. La mujer que les abrió la puerta está esperando, apoyada en la barandilla horizontal de la escalera. Tilo la oye decir a Merche:

–Si viene de los dominicos no se preocupe: Gabriela ya recibió los papeles de la herencia de su padre y renuncia a su biblioteca y los efectos personales de valor. Aquí tengo el escrito.

–¿Dónde está ella?

–¿Ella? Huy Dios hija…

La mujer hace un gesto extendiendo la mano hacia allá.

–Necesito hablar con ella –le dice Merche.

La mujer, que debe contar más de setenta años de edad, se toma su tiempo antes de contestar.

Tilo se mantiene a la escucha, escalera abajo.

–A ver si me acuerdo como se llama el pueblo ese… Se me van los nombres. Pero, pase –dice indicando la puerta abierta de su apartamento.

Merche la sigue, la anciana cierra la puerta y Tilo se queda a dos velas. Duda entre subir o bajar y esperar en la calle haciendo gestiones. Después de todo, se dice, su compañera es hábil y de lo que no se estere ella no va a enterarse él, así que decide bajar sin prisa y esperarla a la fresca del portal. En la calle aprieta el calor y los mercurios ya deben andar por los treinta grados. Se sienta en el tercer escalón, saca la pequeña libreta de notas del bolsillo lateral de la americana, extrae el teléfono del bolsillo interior, mira el número de la rubia de glaucos ojos, lo marca y activa el geolocalizador. En veinte segundos detecta la señal, la ubica sobre el mapa peninsular: la doctora Cabello está en el norte, en un punto remoto y montañoso entre Asturias y León. Bueno, al menos no ha salido de España, se consuela.

En ese instante se abre la puerta de fuera y Tilo se incorpora. Entra una mujer empujando un carrito de la compra. El inspector la saluda y le pregunta si conoce a la señorita Gabriela, del quinto be, y la mujer contesta que claro que la conoce, “aquí nos conocemos todos”. Le mira de arriba abajo. No hace falta que le diga que es policía.

–¿Para qué la busca? –Le pregunta.

–Soy tío suyo.

–¡Y un huevo!

–¿Qué..?

–Que si tu eres tío suyo yo soy la reina de Hungría, no te jode…

–Bueno, bueno, no se ponga usted así, que no es para tanto, señora.

–¿Que no..? Ustedes, los maderos siempre se equivocan; en este edificio no se vende droga, conque ya puede largarse.

–¿Entonces no sabe dónde puedo encontrar a la doctora Cabello? –Insiste Tilo.

–No señor, y te va a ser difícil encontrarla porque se iba de viaje al extranjero –contesta la mujer, escalera arriba.

Ya en la calle, el inspector sopesa la situación. Tienen dos opciones: ir a por ella en persona o solicitar su detención. Ninguna le gusta. La primera requiere un desplazamiento largo, un esfuerzo suplementario de al menos un día fuera de casa, y la segunda implica encomendar el cometido a esa verde institución cuyo trato deja mucho que desear. En los dos casos ha de consultar a la jefa. Llama a la comisaria y le cuenta las pesquisas y la localización de la interfecta para que decida. Doña Emilia tampoco es partidaria de meter a los verdes en danza, así que tú mismo con tu mecanismo, le dice. Nunca ayuda, sólo da órdenes y pide favores.

Llama a Merche para que abrevie, pero debe de tener el teléfono insonorizado y no contesta. Le envía un mensaje por wasap: “Estoy en el café de la esquina”. Lee el letrero y añade: “El Santa Isabel”. Por un instante se acuerda de Evencio Lanza, un buen tío, ateo hasta la médula, hasta el punto de que se negaba a entrar en establecimientos con nombres de santos y asuntos religiosos. Se apropincua a la barra, solicita una cerveza bien fría y acerca un taburete al trasero. Sonríe al recordar las discusiones de aquel Evencio con el profesor Vintila Horia, un rumano reaccionario exiliado en la dictadura española que trataba de inculcar su dogma teocéntrico en las clases de literatura contemporánea (selectiva) que impartía. “¿Por qué tengo yo que creer en tu dios, habiendo tantos en los que creer?”, le dijo Evencio el segundo día de clase, a lo que aquel Vintila apeló a la escolástica tomista para afirmar que sólo hay un dios verdadero, su dios, porque si hubiera más, consideraríamos dios al mejor y si hubiere dos o más y fueran iguales en grandeza y atributos se confundirían en uno. “¿Y eso cómo se demuestra?”, inquirió Lanza. “Eso se cree”, contestó Horia. Ante lo que Evencio apeló al argumentario de Sexto Empírico y el profesor literato, aquel meapilas acicalado y presumido, argumentó que había más literatura en los santos, los mártires y la religión que en los demás órdenes de la vida. Ya, pero sus clases se fueron quedando sin alumnos y acabó hablando a las paredes. Seguro que aquellos tabiques creen en dios.

Da otro tiento largo a la copa de cerveza. Vuelve a la materia. Mantiene abierto el buscador geográfico de su teléfono móvil y comprueba que el punto rojo, el objetivo, no se ha movido del sitio. ¿Por qué diablos no pueden disponer ellos, los de homicidios, de un helicóptero, un super-puma, incluso un tiger del Ejército..? No hace falta que sea artillado. En una hora caerían sobre el objetivo y asunto resuelto.

Pero no, no disponen de helicóptero, de ninguno de esos cacharros que cuestan un dineral a los ciudadanos. Son máquinas para la guerra, para los altos mandos del Estado, artefactos fuera del alcance de los encargados de preservar la seguridad de los ciudadanos. Así que comienza a sopesar la forma de llegar cuanto antes al punto donde el geolocalizador ha detectado a la rubia de los cloaqueros.

Está consultando los horarios de trenes y aviones cuando el teléfono comienza a temblar. Número desconocido. Lo empuña, toca el símbolo de respuesta, lo acerca a la oreja y oye su nombre en boca de un desconocido.

–Soy el letrado Sonseca, abogado del señor Perrote. Le llamo de su parte.

–Bueno, pues usted dirá.

–¿Sería tan amable de pasar por mi despacho a firmar un documento? Está cerca de la jefatura, en la calle de Santa Engracia.

Tendrá cara el tío, piensa Tilo.

–Oiga ¿no será una reclamación sobre una reunión informativa informal con su tío, el político don Álvaro Poterna Perrote?

–No, en absoluto.

–¿De qué se trata?

El letrado aduce un formulismo sobe la confidencialidad. Se cree muy listo.

–Ya, señor Sonseca, ¿pero puede concretar?

El letrado le dice que el señor Perrote ha decidido demandar por la vía civil al Ayuntamiento por daños y perjuicios a su persona al no garantizar el cierre adecuado de las tapas de alcantarilla y bla, bla, bla.

“A esos tipos sólo les importa la pasta”

–Pues mire, no, ni debo ni quiero ni puedo pasarme por su despacho para aportar ningún testimonio. Ya sabe que hay una investigación judicial abierta sobre la agresión a su cliente, de modo que puede corroborarlo en sede judicial.

El letrado insiste y Tilo le manda a freír espárragos.

Después de colgar sigue con sus cálculos horarios y kilométricos. Pide otra cerveza y se sienta en una mesa esquinada. Unos minutos después aparece Merche con semblante festivo.

–¿Hace una cerveza?

–Vale: un botellín de Mahou y unas aceitunas si es posible.

La vecina septuagenaria de la doctora Cabello se llama Susana Peñuelas y, según Merche, se enrolla como las persianas. Por esa razón y porque le contó algunas cosas interesantes se demoró tanto. La señora Peñuelas recordó el nombre del pueblo en cuanto cerró la puerta de casa. Es una aldea llamada Montoso que ni siquiera viene en los mapas. Resulta que Gabriela recibió una herencia de su padre, que nació y se crio allí entre vacas y murió en Puerto Rico el mes pasado, y quería conocer la aldea, sus propiedades –un chozo, una braña y algunos pastizales de alta montaña– y registrarlos a su nombre antes de marchar a Suiza.

Merche activa la grabación y su colega escucha:

–¿A Suiza nada menos?

–Si, hija si. Y después a África.

–¿Qué se le ha perdido en el martirizado continente?

–Es que es muy buena, muy buena –afirma la señora Peñuelas. Y a continuación se deshace en elogios hacia la joven cirujana que siempre, siempre la ayudaba, le hacía la compra, se la subía, le tomaba la tensión y le vigilaba las constantes vitales…– ¿Qué voy a hacer sin ella? –Se pregunta visiblemente apenada.

Merche intenta reconfortarla:

–Tampoco es usted tan mayor para no valerse por sí misma y bajar a la calle.

–¡Ay dios hija! No son los años, es la artrosis, la patata y otras goteras… Bajar bajo, pero subir los cinco pisos por esa escalera con cuatro o seis kilos de peso en la mano me agota, me canso muchísimo y tardo una hora.

–También puede hacer la compra por teléfono y que se la suban ¿no?

–Si, eso me dijo Gabriela, me anotó los teléfonos de la tienda de ultramarinos de Faustino y del Corte Inglés, pero esos cochinos son careros y encima te exigen un gasto mínimo de cincuenta euros para traerte las cajas a casa. Para qué te voy a contar…

Merche vuelve a la cuestión y la señora Peñuelas le cuenta el plan de Gabriela de viajar a Ginebra desde Oviedo, acreditar su especialidad médica en la sede central de Médicos sin Fronteras y suscribir el contrato, compromiso o como le digan, por dos años prorrogables.

–¿Le dijo a qué país africano la van a mandar?

–Creo que a Sudán del Sur o algo así; aunque hay tantas guerras y tantos refugiados que sólo ellos saben dónde acabará. Ella me dijo que no descartaba el Congo, el Chad, la República Centroafricana, Kenia…, donde más la necesiten. Como dijo Anguita: malditas sean las guerras y los que las provocan.

–¿Es usted comunista?

–¿Tengo cara de fracasada?

–De sufridora tal vez –repuso Merche.

–Debe de ser por la suerte de Gabriela. Una mujer tan instruida y valiosa como ella podría tener una vida cómoda, tranquila, sin incertidumbres, sobresaltos, riesgos ni penalidades. Y sin embargo, ya ves…

–Tiene que haber gente así, gente entregada a los más necesitados.

–A Gabriela la puede el corazón; se ve que en ella pesa más el cromosoma de su padre.

–¿Lo conoció usted?

–No tuve el gusto, pero sé que era dominico y pidió ser destinado a una misión en América Latina. Lo enviaron a El Salvador, donde las pasó canutas y tuvo enfrentamientos muy duros con los militares en el poder. Salió hacia Venezuela, donde también sufrieron la pobreza severa y la represión. Finalmente se asentó en Puerto Rico y se entregó de lleno a la enseñanza superior en la Universidad Central de San Juan.

–¿Me está diciendo que siendo sacerdote tuvo una hija?

–Pues si, como lo oye. Le he dicho fraile, pero no capado.

–¡Joder con los dominicos! –Exclamó Merche.

–Si, hija, con hábitos o sin ellos, todos follan.

Por primera vez durante la conversación Susana Peñuelas esboza una sonrisa. Luego prosigue:

–Se ve que conoció a la madre de Gabriela, una gaditana de bandera, alta y guapa, se prendaron, tuvieron un idilio y la dejó preñada. No colgó los hábitos ni nada parecido porque se ve que en América es frecuente que los dominicos y otras órdenes religiosas puedan tener familia sin desvincularse de la orden aunque no puedan decir misa, pero se comportó como un buen hombre, ayudó a la madre, que se negó a ir a América, reconoció y dio apellido a su hija, cargó con todos los gastos, le dio estudios… Al parecer, era un profesor magnífico, un erudito sobresaliente que tenía un buen sueldo en la Universidad, escribía en los periódicos y disfrutaba de una renta particular gracias a sus libros y artículos. Él compró el apartamento para su hija y ahora, al morir, ya ve, le ha dejado prados y un caserón –ellos le llaman brañas– en su pueblo natal, el Montoso ese.

Tilo dejó a Merche en la puerta de su casa y se orientó hacia el barrio para almorzar con Amali. La noche anterior había preparado un estofado de carne de choto que ahora, después de sacar a Mingus a hacer sus necesidades, se disponía a acompañar con hilos de patatas y zanahorias fritas. De postre se sirvieron helado de yogur con canela, de elaboración propia. Le habría gustado echar una cabezada en el sofá hasta que la música de la telenovela le obligara a ponerse en marcha, pero los trámites pendientes lo impedían. Se despidió de Amali y salió deprisa a coger el autobús. En la parada conectó el teléfono a la oreja y siguió escuchando la grabación que Merche le había pasado de su conversación con la señora Peñuelas.

En un momento de la conversación, ya en plan despedida, Merche manifestó su esperanza en que no le ocurriera nada a Gabriela en esas tierras lejanas.

–Sabe defenderse: maneja técnicas de autodefensa y artes marciales –dijo la vecina–, y si no que le pregunten al sinvergüenza que tiró al subsuelo en plena procesión del Corpus en Toledo.

Tilo reprochó mentalmente a Merche que no le hubiera informado de aquel alcantarillazo, previo al infligido al ejecutivo Perrote, pero se ve que se estaba despidiendo y no se enteró del final de la frase de la señora Peñuelas.

Ya en las dependencias policiales, Tilo se dirigió al gabinete tecnico. El director Verdú no había regresado del almuerzo, pero el pequeño Oliveras, que era, en realidad, a quien buscaba, se hallaba en su sitio, ante una gran pantalla de ordenador, con los cascos puestos. Al verle, retiró los cascos y le saludó.

–Oli, necesito tu ayuda y la necesito ya. ¿Podrías mirar si llegó a algún juzgado de Toledo un atestado de los verdes sobre el atropello de un ciclista en octubre del año pasado? El atestado incluiría una denuncia de parte de la familia del joven atropellado. No me preguntes qué día porque sólo sé que ocurrió un domingo por la mañana temprano. Mira a ver si lo consigues.

–Dame media hora y te digo algo.

El pequeño Oliveras es un haker capaz de colarse en bases de datos con protección al cuadrado. Lo que no consiga él no lo consigue nadie.

Ya en su despacho, Tilo activa el ordenador y redacta a toda mecha el informe de hechos de la mañana, así como la petición de la orden de detención de la ciudadana Gabriela Cabello. Coloca ambos textos en la bandeja de salida del correo electrónico de su señoría doña Gregoria y nada más enviarlos mira el reloj y la llama al juzgado.

–Dudo que venga esta tarde –le dice.

Entonces marca el móvil particular de la juez, que responde al tercer timbrazo.

–Buenas tardes, Goyi, ¿cómo se encuentra?

–Estupendamente. ¿Qué desea, inspector?

–Me alegro; le he remitido un informe sucinto con las pesquisas que nos han llevado a conocer el paradero de la principal sospechosa de la agresión al señor Perrote. La interfecta se halla en un lugar remoto de Asturias y tiene previsto abandonar España, así que vamos a ir a por ella y necesitamos la orden de detención, cuya petición formal también le he enviado por correo electrónico.

–Muy bien, muchas gracias inspector Dátil; me ocuparé de mencionar el caso al nuevo titular del Siete.

–¿Cómo es eso, ya no está usted?

–Por suerte han decidido descargarme de trabajo.

–Me alegro por usted, Goyi, aunque me temo que el nuevo…

Iba a soltar un perjuicio.

–Es un magistrado competente –dijo Goyi–. Por lo demás ya sabe donde estoy –añadió.

Tilo agradeció la ayuda, se despidió y digirió la sorpresa, la segunda de la tarde. Luego trasladó las grabaciones del señor Picatoste y la señora Peñuelas a la carpeta electrónica de pruebas del caso Perrote. A continuación abrió la carpeta del ordenador que había titulado CP y escribió sus observaciones, comenzando por la eventual relación entre la deformación apenas perceptible del reposapies del Mercedes todo-terreno del señor Perrote con el manillar quebrado y el cuadro hecho un garabato de la bicicleta de Juanín y siguiendo por la confirmación de que el señor Perrore era usuario de un coto de caza en los Montes, según había podido confirmar mientras su compañera recibía el jarabe de pico de la vecina de Gabriela.

Se entretuvo después hojeando el informe que le había entregado la comisaria para la reunión del próximo domingo del Observatorio de la Delincuencia. Le tocaba mucho los pies aquella prosa burocrática, de apariencia neutra, insustancial, objetiva, pero rematadamente cínica. Y ya se sabe que “cínico” viene de can, canelo, perruno, que mea y caga en público sin ningún pudor. Conocía aquella técnica. El que manda y paga con el dinero del pueblo dicta lo que le conviene, y luego los llamados especialistas se entregan a la tarea de acumular premisas con las situaciones y los datos convenientes de aquí y de allá (los inconvenientes no) para avalar el resultado deseado que el jefe desea y ordena arropar.

Alzó la vista hacia el correo electrónico. Sin movimiento. El pequeño Oliveras necesitaba más tiempo. Llamó a Merche, concertaron la hora de salida y se largó a casa.

C8.-En busca de la rubia

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

(En el capítulo anterior Tilo y Merche han encontrado al propietario de la furgoneta utilizada por los malincuentes. Es de un panadero de un pueblo de Toledo. Ahora van a recabar su testimonio).

Horno de pan

A las ocho en punto de la mañana, el inspector Tilo Dátil recogió en su Golf (le llamaba Botones) a la subinspectora Mercedes Tascón y pusieron rumbo a Toledo. Al pasar por la plaza Elíptica vio a numerosos braceros esperando que algún contratista se los llevara a trabajar. Pararon en una gasolinera a repostar y cafetearse. Tilo preguntó a Merche si llevaba la herramienta. Afirmativo. Una hora después llegaban a Navahermosa, capital de una próspera comarca vinícola, olivarera, montañosa y cazadora. Circularon por la sinuosa carretera comarcal entre grandes formaciones de robledal. Cruzaron una garganta por la que fluía un arroyo flanqueado por prunos y zarzales, y enseguida llegaron a La Nava, localidad presidida por la vistosa torre mudéjar del Ayuntamiento, en competencia con la más severa, de similar altura, de la iglesia parroquial de la iglesia de San Miguel Arcángel. Pararon, se apearon. Olía a leña quemada. Enseguida vieron el humo de una chimenea cercana y dedujeron que procedía del horno de la tahona del señor Picatoste.

Un joven sentado en un taburete giratorio ante la caja registradora cobraba la bolsa de pastas y la hogaza de pan que se llevaba una mujer. Esperaron a que saliera y le preguntaron por don Juan Picatoste.

–¿Padre o hijo? –Preguntó a su vez el joven.

–El dueño de la furgoneta aparcada ahí afuera –respondió Tilo.

–Entonces, senior –dijo el joven antes de girar el taburete hacia la izquierda de la encimera de tabla barnizada y anunciar a voz en grito–: padre, unos señores preguntan por usted.

El movimiento del joven dejó al descubierto su realidad: no tenía piernas.

A punto de preguntarle qué ocurrió con sus zapatos, asomó un hombre detrás de la gualdrapa de la trastienda. Les saludó. Se identificaron y le preguntaron si podía dedicarles unos minutos.

–Estoy con la hornada, así que pasen si tienen a bien y hablamos dentro.

Le siguieron a un patio interior grande, parcialmente cubierto, un corral en forma de L con un gran horno de cerámica en el centro, coronado por la chimenea de ladrillo que perfumaba la localidad con el aroma prehistórico de sarmientos y troncos secos de olivo ardiendo.

–¿Qué le ocurrió al chico? –Se interesó Merche para romper el hielo.

–Ya lo ha visto, me lo desgraciaron –dijo el hombre, mirando de reojo la boca del horno.

Era un hombre fornido, de más de sesenta años de edad, la cara juanetuda y larga, los ojos de color avellana, grandes y acuosos, la frente adornada por una verruga gris y el pelo tan blanco como la harina pegada a su mandil con peto.

–¿Cómo fue eso? –Incidió Merche.

–Lo atropellaron cuando iba en bicicleta, en octubre hará un año –dijo el panadero con la pala del pan en las manos.

–Vaya por Dios, bien que lo siento –le compareció Merche.

–Gracias, pero deje en paz a Dios; no sé si existe ni me interesa, pero si existe y es todo lo bueno que pregonan, no permitiría que unos desalmados, sin alma, jodieran la vida a un chaval de diecisiete años, una promesa del ciclismo como Juanín.

–¿Es su único hijo?

–Tengo una hija mayor que él –dijo el panadero sin desatender el horno.

–Bueno, ahora hay prótesis avanzadas que facilitan una movilidad aceptable –intervino Tilo.

El tahonero le miró fijamente.

–En ello estamos, pero ¿sabe usted lo que cuestan? Un ojo de la cara. Pregunte, pregunte en Ibor ortopedia o en cualquier otra clínica acreditada y verá.

Tilo evitó interrumpir las explicaciones de don Juan Picatoste sobre rodillas electrónicas, pies con almacenamiento de energía, prótesis de fibra de vidrio y de carbono, nexos de unión del muñón con las piernas artificiales, copolímeros flexibles y sistemas de ajuste variable, pruebas de las prótesis expresamente fabricadas en función del peso, la edad y otros parámetros del usuario, sesiones de reeducación y entrenamiento para caminar, eso que los técnicos llaman kinesioterapia.

–No me negarán que estoy hecho un experto –concluyó el panadero como quien espanta la pena.

A Tilo le gustó.

–En fin, perdonen el rollo –se disculpó–, supongo que no han venido a hablar de esto.

–En la vida, como en el boxeo, no pierde quien cae sino quien no se levanta –dijo Tilo–; hay que seguir peleando a pesar de esos golpes tan duros.

–En esos estamos –afirmó el tahonero sin dejar de sacar hogazas del horno.

–Queremos que nos diga si utilizó su furgoneta para ir a Madrid el domingo –terció Merche–, y si fue así, a qué hora regresó al pueblo.

–¿Así que vienen por el robo de la furgoneta?

–¿Se la robaron?

–Ya le digo. La tenía ahí aparcada al lado de la tienda, como siempre, y cuando fui a echar mano para hacer un recado había desaparecido. Ya es mala sombra.

–Pero usted vive encima del despacho de pan ¿verdad?

Picatoste asintió.

–¿Y no oyó nada? El motor de la furgoneta, me refiero.

–A determinada edad ya no oye uno como antes.

–¿En qué consistía el recado? –Intervino Tilo.

–Llamaron del camping pidiendo más pan, así que llené la cesta y cuando salí a llevarlo me encontré el sitio de Matilde, pero sin Matilde.

–¿Y qué hizo entonces? –Incidió Merche.

–Dos cosas: una, pedir el coche a mi cuñado, que vive ahí a la vuelta, y llevar el pan. Los clientes son lo primero. Y dos: denunciar el robo en el cuartelillo de la guardia civil.

–¿Puede mostrarnos la denuncia?

–Sin problema, la tengo en la chaqueta, ahí atrás; deme un minuto para que acabe de sacar el pan y se enseño.

–Por lo visto, localizaron la furgoneta –añadió Merche.

–Qué va, esos son unos mataos. Sólo mueven el culo por los ricos –repuso el panadero.

–Hombreee –musitó Tilo.

–Claro que la culpa no es suya, sino del teniente coronel de la zona, un corrupto de mucho cuidado que los dedica a poner multas y cuidar la caza de los potentados contra los furtivos. Osease, lo de siempre: proteger a los ricos y joder a los pobres.

–No debería hablar tan mal de los guardias delante de unos policías –sugirió Tilo.

–Hablo de lo que conozco de cerca. Te atropellan al hijo ciclista cuando está entrenando en una carretera comarcal, lo dejan malherido y huyen, escapan como alma que lleva el diablo en vez de parar a socorrerlo; se sabe que a esa hora pasan pocos coches por esa carretera y que la mayor parte de ellos son vehículos semipesados, todo terrenos de cazadores que van escopetados para no llegar tarde a los repartos de puestos en los cotos, y también se saben otras cosas, pero en fin. ¿Y qué hacen los guardias de la zona cuando reciben el encargo de investigar los hechos y localizar a los canallas? Nada, no buscan testimonios, no preguntan en los cotos, no se molestan en revisar los videos de las gasolineras… Por contra, asaetean a preguntas a Juanín en cuanto sale de la anestesia –hasta cuatro interrogatorios de distintos guardias soportó la criatura durante las primera semana de convalecencia– para ver si se contradecía. Que si iba por el centro, que si por la orilla derecha, por la izquierda, que si llevaba señal luminosa detrás, que si delante, que si pedaleaba o dejaba de pedalear. Se ve que no les bastó con el primero ni el segundo interrogatorio, que no tuvieron suficiente con el testimonio del vecino que lo encontró desangrándose en la cuneta ni con las respuestas mías y de su madre.

Tilo miró a Merche sin encontrar palabras.

–¿Y saben qué..?

Los agentes mantuvieron el suspense.

–Tanto se esmeraron en la investigación que ni siquiera quisieron examinar la bicicleta. Ahí la conservo, tal como quedó –añadió señalando a una esquina donde se veía un objeto tapado con una lona verdosa–. Pueden verla si quieren.

Tilo se acercó, desató la cuerda que rodeaba el áspero cobertor, lo levantó y observó el cuadro arrugado, el manillar doblado y la rueda trasera retorcida y enredada en el sillín.

–Apostaría cualquier cosa –dijo el señor Picatoste– a que la luz trasera, la señal luminosa roja todavía funciona.

Tilo accionó el dispositivo valiéndose de la manga de la camisa para no dejar ni estropear ninguna huella.

–Así es –dijo.

–Bueno pues los picoletos encargados de las pesquisas y que tanta lata dieron con las señales luminosas del ciclista ni siquiera examinaron la bicicleta, así que ustedes consideren qué investigación habrán hecho.

El señor Picatoste terminó de sacar la hornada.

–Para mí que esos canallas iban ciegos y escopetados –reiteró empujando hacia la tienda el carro metálico con las cestas de mimbre llenas de barras y hogazas de varios tamaños.

El calor de la boca del horno perlaba la frente del panadero con un sirimiri sudoroso. Instantes después regresó con el papel de la denuncia en la mano y se lo entregó a Tilo, quien lo leyó y dijo:

–Pero hombre, ¿cómo deja las llaves de la furgoneta puestas?

–La costumbre… Pero sí, tiene razón, la culpa es mía por ser tan confiado. La cosa es que quienes se llevaron la Matilda no debían ser mala gente porque la devolvieron sin abolladuras ni signos de maltrato y, cosa extraña, con más gasolina de la que tenía. La dejaron donde la cogieron, así que la madrugada del lunes, cuando me levanté a amasar, ahí estaba aparcada, delante de la tahona. Pensé que estaba soñando, pero estaba despierto y bien despierto. La arranqué, di una vuelta por la plaza a ver cómo funcionaba y comprobé que la habían tratado correctamente, así que llamé a la guardia civil para decirles que no la buscaran, que ya había aparecido.

–¿Y si yo le dijera que utilizaron su furgoneta para cometer un delito muy grave en Madrid?

–¡No me joda!

Merche abrió la cremallera del bolso, dejando visible la cacha de la HK reglamentaria, lo que sorprendió al interlocutor.

–¿No me irán a detener, verdad?

–Eso depende de su colaboración –le hizo saber Tilo.

Merche sacó del bolso la fotografía de la rubia que dirigió el ataque contra el señor Perrote y se la mostró.

–¿Conoce a esta mujer?

–Ondia, claro que la conozco.

–¿Quién es?

El panadero miró atentamente la fotografía.

–Es la doctora Cabello, estoy seguro, aunque la foto no es muy buena.

–¿De qué la conoce? –inquirió la agente.

–Es una de las doctoras que operó a Juanín, una chica estupenda, buenísima. ¿Ha hecho algo malo?

Tilo y Merche cruzaron una mirada.

–En principio solo queremos hablar con ella –afirmó Merche.

–Aparte de la operación de su hijo, ¿tiene alguna razón para decir que es una buenísima persona? –Incidió Tilo.

–La conozco desde hace muchos años, agente. Ella y su madre, una gaditana muy guapa, compraron una casita ahí abajo, junto a las huertas, y venían casi todos los fines de semana y pasaban aquí los tres meses de verano. Gabriela, la doctora, estudiaba Medicina en Madrid y se hizo muy amiga de mi hija, que estudiaba odontología y ahora ejerce en Barcelona. Así que vaya si la conozco y puedo decir lo que he dicho.

–¿Sabe donde podemos encontrarla? –Le preguntó Merche.

–Aquí ya no; vendieron la casa años atrás. Lo que les puedo decir es que trabaja en el Hospital Universitario de Toledo.

–¿Tiene su teléfono particular?

–No. A lo mejor Juanín… Aunque ella le saca casi diez años eran muy amigos, casi casi medio novios. Ella se apuntaba con él y otros chavales a hacer rutas ciclistas. Vamos a preguntarle.

El señor Picatoste giró como un tornillo sobre sí mismo y se dirigió al pasillo que conducía al despacho de pan, seguido por los agentes. Se acercó a Juanín, le mostró la foto de la doctora Gabriela Cabello y le preguntó si tenía su teléfono.

El joven sin piernas apartó el libro que estaba leyendo y se quedó con la mirada clavada en la fotografía, sus ojos se humedecieron y permaneció en silencio.

–No llores, Juanín, no pasa nada –le dijo el padre. Luego, volviéndose hacia los agentes, añadió–: está muy sensible.

El panadero repitió la pregunta y el joven respondió que no.

–Tendrán que localizarla en el hospital –concluyó el señor Picatoste.

Nada más subir al Golf comentaron el hallazgo. Convencidos de que habían localizado el núcleo y origen de la agresión al señor Perrote Poterna, pusieron rumbo a Toledo. Media hora después entraban en el Hospital Clínico Universitario, un moderno complejo sanitario, mezcla de aeropuerto y factoría industrial. Recorrieron los largos pasillos de aquel galimatías arquitectónico hasta las dependencias de la dirección de personal. Cuando llegaron y se identificaron y pidieron ver al director, una funcionaria les informó de que se hallaba reunido y les indicó una saleta donde podían esperar y tomar un refresco o un café de máquina. Veinte minutos más tarde asomó un joven barbado con traje de Emidio Tucci y les invitó a seguirle a su despacho, donde, entre dudas legales sobre si la entrega de los datos requería o no mandamiento judicial, resolvió que para hablar con un testigo de un homicidio en grado de tentativa no era menester el permiso judicial y acabó llamando a la funcionaria y para que les facilitara la localización de la doctora Cabello y cuantos datos fueran necesarios.

Agradecieron la ayuda de aquel director resolutivo y siguieron a la funcionaria hasta su mesa. Ella tecleó en el ordenador y al cabo de un minuto alzó la vista sobre la pantalla.

–No está en el centro –dijo.

Abrió otro documento y añadió:

–De hecho terminó las prácticas en junio pasado y no se ha quedado en el Hospital.

–Ya suponíamos que no la íbamos a encontrar, por eso queremos su dirección y teléfono, si figura en su expediente –le indicó Merche.

La funcionaria pulsó enérgicamente un botón del teclado y la impresora que tenía a un lado expectoró un folio. La mujer comprobó la calidad de la impresión, empuñó un rotulador fosforescente, subrayó por encima la dirección y el teléfono de la filiación de la médico y se lo entregó a Merche.

Agradecieron su ayuda y, ya en el ascensor, Tilo comentó a su compañera que la calle del Salmorejo le sonaba por la zona de Lavapies y sopesó su opinión sobre una acción por sorpresa. Ella estuvo de acuerdo. Antes de ponerse en marcha, el inspector buscó en el ordenador de Botones la calle y el número de la malincuente. Estaba, en efecto, en el barrio señalado. Era una calleja recta y estrecha donde, según la panorámica de GoogleMap resultaba difícil encontrar sitio para aparcar, de modo que buscó algún parking cercano y vio uno con entrada por la calle de Atocha antes de llegar al Abrazo de Juan Genovés, el monumento erigido en memoria de los abogados laboralistas del PCE y Comisiones Obreras asesinados por los fascistas en enero de 1977.

Con esa composición de lugar en mente, Tilo aceleró para llegar a Madrid cuanto antes. Su compañera releyó atentamente los datos del folio que había doblado y guardado en el bolsillo de su chaqueta y en el que figuraba un dato que la sorprendió:

–¿Cómo es posible que una cirujana de huesos haya solicitado un puesto en Médicos sin Fronteras?

–Bueno, además de la malaria, el tifus, el sida…, esa organización se despliega en zonas de catástrofes y guerras. Las minas antipersona, las balas y las esquirlas de las bombas rompen hueso. ¿Lo sabías? –respondió Tilo irónicamente.

–Claro, claro.

–Esa gente es cojonuda.

–Y ovariuda… –añadió Merche con ironía.

–Perdón. Quiero decir que me parecen unos sanitarios admirables. ¿Y sabes qué?

–¿Qué?

–Que esa tía me empieza a caer bien.

–Y a mí también –admitió Tilo.

C7.-La buena pista

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Busto de Pablo Iglesias, obra de Emiliano Barral, desenterrado en El Retiro después de la dictadura

Después de la pausa matinal en la cafetería de Luci Bombón, Tilo Dátil sentía la necesidad de orearse y se quedó en la parada del autobús cercana a la sede policial.

–Ve tu, yo no subo –le dijo a Merche.

Ella no se extrañó; conocía las rarezas del colega.

–¿Dónde vas a estar?

–No lo sé, rulando por ahí.

–Vale, voy catalogando y ordenando las pruebas.

–Ah, sería bueno que comentaras con tu fuente esa reacción airada del tesorero Poterna cuando le mencioné la posibilidad de que algún gran donante contrariado sea el autor del ataque a su sobrino.

–Vale, a ver cómo respira.

En cuanto Tilo puso el pie en el estribo del autobús vibró el inoportuno en su bolsillo. Ocurría siempre. Miró la pantalla y leyó el mensaje: la jefa quería hablar con él. A esa hora intermedia de la mañana los transportes colectivos van medio vacíos. Para no molestar a los cuatro jubilados de mirada cansada y a los turistas de ávidos ojos, avanzó hasta la trasera del autobús y llamó a la comisaria.

–Buenos días, Emilia, usted dirá.

–Buen día Dátil, ¿por dónde andas?

–En el autobús; voy a visitar a un cliente –era su modo de hablar.

–¿Cómo llevamos el caso de ese chico, Perrote?

–Algunas zancadas hemos dado. Merche le contará –dijo Tilo antes de preguntarle si había alguna novedad por su parte.

–Nada, sólo preocupación en las altas esferas, ya lo sabes.

–Sí, creen que puede ser terrorismo.

–¿Tú que crees?

–Se equivocan.

–Bueno, nos vemos. Pásate por mi despacho cuando vuelvas –zanjó la comisaria.

–¿Es urgente? –Se interesó.

–No, es un tema personal, me tienes que hacer un favor, ya te contaré –dijo la comisaria.

Nada más colgar, el inspector marcó el número de su inquilina. Amali contestó al tercer timbrazo y aceptó la propuesta de comer juntos en los arribes del Retiro.

–Agarras el Golf y te traes a Mingus. Os espero en la terraza de La Parisienne, en Mariano de Cavia, sobre las dos de la tarde –propuso Tilo.

Tilo hizo trasbordo en Atocha a otro autobús de la línea 47, se apeó en la vía Lusitana, a un paso de la plaza Elíptica, examinó el poste telefónico desde el que los malos avisaron al servicio de emergencias del alcantarillazo al ejecutivo Perrote. Se hizo una composición, recorrió con la mirada al por menor las fachadas y farolas en busca de alguna cámara de video-vigilancia, pero no vio chivato alguno. Tampoco tuvo suerte con un camarero de la cafetería Yakarta, situada en frente de la cabina, quien aseguró no haber visto a ningún joven con casco de ciclista bajar de una furgoneta y hablar por teléfono. Después se asomó a la calle de la Vía, preguntó en vano en una tienda de alquiler de bicicletas situada en la esquina, volvió a repasar con la mirada la puerta del colegio San Viator en busca de alguna cámara de seguridad, cruzó la avenida de Oporto y la vía Lusitana hasta el intercambiador de transportes al que llegaban los autobuses interurbanos procedentes de Toledo y cogió el Metro de regreso al centro.

En lo que Tilo se oreaba a su manera, elucubrando dentro del estrepitoso vagón si aquellos pájaros habrían volado hacia los Carabancheles o hacia las ciudades de aluvión del sudoeste, Merche realizaba su trabajo con el confidente Santiago Bellotas en las cercanías del Senado.

–No van por ahí los tiros –afirmó Bellotas ante la hipótesis de algún contratista desairado.

–¿Por qué no? –Insistió Merche.

–En primer lugar porque acabaría siendo descubierto. En segundo lugar porque ningún ejecutivo de esas grandes empresas aceptaría un encargo criminal. Y en tercer lugar porque los grandes donantes nunca se van con las manos vacías.

–¿Ah, no?

–Aunque no obtengan las contratas, reciben compensaciones fiscales. En fin, no lo veo.

En respuesta a Merche el confidente aseguró que su correligionario y amigo Poterna y su sobrino Juanpe eran gente seria, de palabra y de una lealtad inquebrantable al partido. Aunque manejaban cifras tentadoras, de seis y siete números, en la contabilidad B, mantenían una vigilancia muy estricta sobre los miembros del Gore para evitar desviaciones o contribuciones particulares de los donantes.

–¿El Gore, como ese cine sanguinario?

–Son las siglas del Grupo de Operaciones Rentables Extraordinarias –aclaró Bellotas, quien se apresuró a calificar de “secreto” al mencionado comité, compuesto por media docena de tesoreros y dirigentes regionales, además de Álvaro, el presidente del partido y el jefe de organización. Ni siquiera algunos miembros de la dirección del partido conocen la existencia de ese grupo. Todos se limitan a aprobar el presupuesto formal de cada año en el Consejo Nacional y nadie osa preguntar sobre los ingresos y la contabilidad paralela. Los líderes autonómicos saben de donde sale el dinero para las campañas electorales y los sobresueldos –ninguno cobra menos del millón anual, incluido el sueldo oficial–, pero como buenos políticos prefieren no preguntar.

–¿Pero nuestro hombre…?

–El administrador Seña Ruiz-Platero y su equipo de burócratas conocen la contabilidad, lo que entra, lo que sale, las empresas… digamos que “familiares”, los holding amigos, las sociedades decorativas. Álvaro no le traga, pero el nuevo presidente tiene buen trato con él.

–¿De verdad crees que sería capaz de eliminar físicamente a su contrincante para despejar el camino de su nombramiento como tesorero?

–Algunas cosas he visto. Estamos hablando de un sinvergüeza, un tipo sin escrúpulos, capaz de hacer la peineta a María Santísima. Yo en tu lugar me centraría en ese sujeto.

–¿Por qué crees que Álvaro se irritó tanto cuando mi compañero mencionó la tangentópolis?

–Bueno, Álvaro nunca ha sido muy dialéctico. Tiene sangre de jabalí, pero es buena persona y Juanpe también, así que dile a tu compañero que no se preocupe por lo que le hayan podido decir. De algún modo tenían que defender la honorabilidad, ¿verdad? Y no sólo eso, sino también la profesionalidad en sus cometidos. El Gore no comete fallos, no incumple la palabra dada ni burla a ningún pagano. ¿No sé si me entiendes?

–Claro que te entiendo, y te lo agradezco, Santiago.

Tilo salió del Metro en la estación de Atocha, subió despacio la Cuesta de Moyano, entreteniéndose en la lectura, al paso, de los títulos de algunos libros de lance y ocasión colocados o amontonados en los mostradores de las casetas de la verja del Botánico. No vio a su amigo Nemesio Quintana. La joven que lo sustituía le informó de que se hallaba compareciente de una operación intestinal por comer poco y mal.

–Vaya, espero que se mejore; dele recuerdos de mi parte.

–¿De quién?

–Dátil, Tilo Dátil.

Nequin era un buen tipo, siempre se las ingeniaba para conseguirle el libro que le pedía aunque fuese un tomo técnico-jurídico. Sólo tenía un defecto: muchos años.

Ya junto al monumento al Ángel Caído le formuló la pregunta de rigor: “¿Por qué carajo has caído en Madrid y no en Los Ángeles como tu nombre indica?” Y la respuesta, también de broma, fue que de haber caído en aquella ciudad del Pacífico habría sido arrestado por el detective Harri Bosch y enviado al corredor de la muerte por un jurado. A continuación le pidió ayuda para identificar y detener a sus taimados colegas.

Miró el reloj: las 13:30. Le quedaba media hora para reunirse con Amali. Se acercó a un kiosko de helados y compró uno de cucurucho con crema y chocolate para aliviar el calor y la sequedad en la boca. Luego siguió caminando despacio bajo los grandes pinos, acacias y castaños de indias. Le gustaba esta parte del Retiro. Le parecía solitaria, amorosa, de izquierdas, en contraste con los senderos centrales y las inmediaciones del lago, siempre llenas de gente. Su subconsciente consideraba de izquierdas esa parte del parque acaso por la rebeldía del ángel caído, la situación geográfica (el sudeste) y, sin duda, porque allí, en los jardines de Cecilio Rodríguez, los socialistas habían descubierto y desenterrado la cabeza del Abuelo.

Le parecía una síntesis simbólica y una historia emotiva del final de los cuarenta años de criminal dictadura. Lo primero que hicieron los fascistas tras la sublevación militar de 1936 contra el orden democrático de la II República fue destruir el monumento al Abuelo, Pablo Iglesias Pose, fundador del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. El escultor Emilio Barral, muerto en el frente de Usera por la esquirla de una bomba enemiga, había cincelado en granito la figura del gran dirigente de los trabajadores españoles. Plantaron el monumento en el Parque del Oeste, como un homenaje permanente del pueblo de Madrid a la figura del Abuelo. Los facciosos lo dinamitaron, pero no consiguieron romperle la cabeza, así que, ya de noche, unos obreros municipales la cargaron en un camión y la trasladaron al Retiro para ocultarla bajo un metro de tierra. De ahí la sacaron una mañana Máximo Rodríguez Valverde y otros veteranos socialistas cuando murió el dictador.

Tilo terminó el helado, miró la hora, llamó a Merche.

–¿Qué está pasando?

–Nada especial: he estado con el confidente e insiste en su tesis. ¿Vienes hacia acá?

–Iré después de comer.

–Vale, sobre las cuatro nos vemos.

A pocos metros de la Parisienne, Mingus se lanzó a la carrera hacia él, arrastrando la silla de plástico de la terraza a la que le había atado Amali. Ella se incorporó, corrió y alcanzó una pata de la silla. Forcejearon. El personal se rio. El cocker estaba en forma. Tilo se inclinó, se dejó lamer, zarandeó al canelo, lo acarició y, ya sosegado, ocuparon la mesa. El veterano camarero, un hombre amigable, les tendió las cartas plastificadas. Amali pidió ensalada y bistec con patatas fritas y Tilo optó por los macarrones con tomate y pollo asado, mas un plato vacío para compartir su menú con Mingus.

–¿Cómo va el caso? –Se interesó Amali.

–Algo hemos avanzado; he localizado un video de la agresión, aunque sólo se ve la cara de una mujer que se acerca a la víctima con un cigarrillo en la mano para pedirle fuego. El tipo busca el mechero en el bolsillo y en ese momento dos individuos altos y fuertes le inmovilizan por los brazos y un tercero le mete una bolsa en la cabeza y le ata las muñecas por detrás con cinta aislante. Los malos iban disfrazados de ciclistas, con cascos, gafas y camisetas lisas. La secuencia dura muy poco. En menos de dos minutos, esos marcianos tiraron al hombre por la boca de la alcantarilla.

–¡Hay que tener mala leche!

–Y buena planificación.

–Al menos tienes una cara –dijo Amali.

–Si, una de esas jóvenes de cara ovalada y cabellos rubios de bote como hay miles.

–¿Y los otros?

–Se protegían con cascos y gafas de ciclistas. Poco podremos sacar de ahí.

–Al menos servirá como prueba –dijo la futura juez.

–Más bien creo que irá al archivo de casos pendientes –auguró el inspector.

La conversación derivó hacia asuntos de actualidad política y social. Los arañazos de la crisis bancaria sobre el empleo eran sangrantes, el desempleo y los desahucios entristecían el alma. Al mencionar las chabolas de los arribes del Manzanares y la Cañada como residencia forzosa de cientos de familias trabajadoras que habían quedado en paro y no podían pagar las hipotecas de sus viviendas, Amali se refirió al aumento de furgonetas estacionadas en el alfoz del barrio (Villaverde Bajo), junto al río maloliente, como “solución residencial” de decenas de familias con niños.

–A propósito de furgonetas, al final del video sobre los malos se ve un trozo de la puerta trasera de un furgón paquetero con una inscripción de la que solo se leen dos sílabas finales de dos palabras superpuestas y dos números de la terminación de lo que debe ser un teléfono. Llevo toda la mañana dándole vueltas…

–¿Qué sílabas? –Se interesó Amali.

–Una es “toste”.

Su mnemotécnica agilidad de opositora la empujó a prorrumpir:

–Capitoste, pegatoste, papatoste, armatoste, picatoste…

Guardó silencio.

–No se me ocurren más –añadió.

–Es “picatoste” –afirmó Tilo.

–¿Cómo lo sabes?

–Nadie pondría “capitoste” en la puerta de su furgón, ni mucho menos “pegatoste” ni “papatoste” o papanatas. Y tampoco veo yo “armatoste” ahí, en letras de molde. En cambio, “pica” en una puerta y “toste” a continuación, en la otra, osease “Picatoste” me parece más probable.

–Si, podría ser un apellido –dijo Amali– ¿Y la otra?

–La otra terminación es “ería”.

–Uf… albañilería, zapatería, frutería… hay muchísimas –dijo Amali–. Apuesto cualquier cosa a que con ese apellido es “panadería” –añadió con una sonrisa.

Tilo aceptó la apuesta:

–Una comida en un estrella Michelín –dijo.

Pagaron, pasearon con Mingus, tomaron un café con hielo en un kiosko del Retiro, Tilo contó a Amali la historia de la cabeza de Pablo Iglesias que el abuelo Venancio le había contado a él y regresaron a sus quehaceres.

Ya en las dependencias, la comisaria Sáez llamó a Tilo a su despacho.

–Buenas tardes, jefa.

–Buenas, Dátil, quiero pedirte algo –disparó Sáenz, a quien por detrás llamaban Gordimer.

–Soy todo oídos doña Emilia.

–Necesito que me sustituyas en una reunión del Observatorio de la Delincuencia que han convocado para el sábado a las diez de la mañana en el Ministerio. Ya sé que es una faena, pero viene mi hija de Estados Unidos y quiero ir a esperarla y estar con ella; hace dos años que no la veo.

–La entiendo.

–¿No te importa, verdad?

–Lo que es importar… Pero lo haré con mucho gusto.

La comisaria le entregó una carpeta con un dossier grapado y le instruyó sobre el tono y el contenido de las reuniones del órgano consultivo.

–Recibido, jefa –afirmó Tilo– ¿Alguna cosa más?

El inspector esperaba una admonición, por no decir bronca, ante la queja anunciada por el señor Perrote, pero la superiora no dijo nada al respecto, de lo que dedujo que la víctima se habría dirigido a instancias más elevadas y su reclamación no había llegado a la jefa inmediata.

Poco después, Merche le trasladó el mensaje de su confidente Bellotas: “Dile que no se preocupe de la queja de Álvaro” y le comentó el detalle de la “sangre de jabalí”. Le explicó a continuación la insistencia del veterano empleado senatorial y amigo del tesorero y su sobrino en que mantuvieran la lupa sobre el administrador, señor Seña Ruiz-Platero, al que definió como “un sinverguenza sin escrúpulos”.

–Demasiado concreto, ¿no crees? –desconfió Tilo.

–Y demasiado cruel; liquidar físicamente a un tipo por un cargo…

–Tengo la impresión de ese confidente está jugando al despiste por alguna razón poderosa. ¿Ha salido algo de la escucha?

–Nada, ni mu. Oliveras dice que ese teléfono está muerto: desconectado y sin batería.

Tilo tuvo una intuición, llamó al partido y pidió que le pasaran con administración, donde una voz femenina le informó de que el señor Seña se hallaba de viaje fuera de España y no regresaría hasta el jueves o viernes de la semana entrante. El inspector le preguntó cuándo y dónde había ido, y la amable interlocutora le dijo que había volado a Canadá el lunes pasado. “Eso es encargar el crimen y poner agua de por medio”, se dijo Tilo agradeciendo la información.

–Ya lo has oído. ¿Se puede ir más lejos a esperar el resultado de un encargo?

Merche aceptó la pregunta.

–No parece –respondió.

–Bueno, dejemos las sospechas ajenas y vayamos a nuestros datos.

Merche asumió la afirmación de Tilo sobre el “toste” de la puerta de la furgoneta y uno y otra se entregaron a buscar Picatostes reseñados en Internet. Compartían mesa. Merche buscaba en las redes sociales con su iPad y Tilo utilizaba el ordenador de la oficina. La sociedad del conocimiento, ese barrendero global que llamamos Google, emitió suficientes datos de interés para mantenerlos entretenidos más de media hora hasta que, reduciendo el ámbito de la búsqueda y descartando apellidos Picatoste correspondientes a personas ajenas a la actividad comercial y a residentes en zonas distintas a la ruta seguida por la furgoneta, encontraron a un panadero con ese apellido en una localidad de la provincia de Toledo.

Merche constató que el número de teléfono de la Panadería Picatoste, en La Nava, terminaba en catorce, los mismos números que aparecían impresos en la portañuela de la furgoneta. Sin pensarlo dos veces empuñó el auricular y marcó. Le respondió una voz masculina.

–¿Don Juan Picatoste?

–Si, ese soy yo, ¿qué se le ofrece?

–Desearía hablar con usted en persona si no tiene inconveniente.

–Por supuesto que no, siempre y cuando sea antes de las diez de la mañana o después de que termine el reparto del pan con la furgoneta por los pueblos y el camping de la zona, sobre la una del mediodía.

La mención de la furgoneta ahorró a Merche la pregunta consiguiente.

–Entonces iré a verle a primera hora; no le entretendré más de quince minutos –dijo la subinspectora antes de agradecer la amabilidad del panadero y despedirse.

–¡Hecho! –Exclamó satisfecha.

En el autobús, de vuelta a casa, Tilo envió un mensaje a Amali: “Te debo una comida”. La opositora respondió: “Increíble”. Ya en el domicilio, urgido por Mingus, se enfundó el chándal y volvió a la calle. Vio al amigo Fiol en la terraza del Dulce, soltó al cocker y se sentó con él a tomar la cerveza de costumbre. Aunque casi nunca hablaban del trabajo, Tilo sentía la nube de la frustración ante la eventual pérdida del caso Perrote cuando ya tenía medio encarrilada la investigación. El amigo le repitió lo que había oído en las alturas sobre la sospecha de que la agresión al joven ejecutivo fuera obra de yihadistas.

–De terrorismo nasti de plasti –afirmó Tilo.

–Será lo que ellos digan y punto. Ya sabes que cuando los cerdos se suben a los árboles es mejor apartarse.

Tilo aceptó el consejo del arabista injubilable y le informó de que el domingo tenía que sustituir a su jefa en una reunión del Observatorio de la Delincuencia, lo que les obligaba a aplazar la excursión prevista a la Peña Escrita.

–Qué le vamos a hacer… Primero la obligación y después la devoción –se resignó Fiol. Luego, como buen estudioso de la historia hacia atrás (prehistoria) comenzó a relatar las hazañas bélicas de los oretanos en la defensa de sus tierras contra los salvajes invasores cartagineses.

C6.-La rubia de los cloaqueros

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

(En los capítulos anteriores, Tilo Dátil y Merche Tascón han seguido una pista interesada y nada productiva, la pista de la lucha política por el control del dinero del partido conservador. Un video sobre el alcantarillazo los orienta en otra dirección).

Los yihadistas no utilizaban mujeres ni reivindicaban los atentados desde teléfonos públicos

El inspector Tilo Dátil llegó temprano a las dependencias policiales, abrió su buzón, recogió el pendrive que había dejado el documentalista Oliveras, lo guardó en el bolsillo y contuvo su curiosidad. Prefería esperar a que llegara su compañera Merche Tascón para ver las imágenes al mismo tiempo. Aunque no se les vieran las caras, según le había dicho Oliveras, se veía la agresión y, sobre todo, se veía a una mujer, algo muy extraño en las acciones criminales de la yihad islámica en occidente. Miró el reloj: todavía era temprano para consultar a Fiol.

Después de colocar la chaqueta en el respaldo de la silla y de poner sobre la mesa sus principales herramientas (libreta, bolígrafo y teléfono), se aplicó a la tarea. Lo primero, el servicio de emergencias. Se identificó y pidió hablar con información. Según el interlocutor que le atendió, todas las llamadas de socorro quedaban grabadas. El informante parecía amable y servicial, cosa extraña, pues generalmente sonaban cabreados porque les pagaban poco. Incluso le facilitó el número directo de la persona con la que podía hablar para conseguir lo que deseaba: los avisos registrados el domingo pasado después del alcantarillazo.

Había cuatro en media hora: una llamada de socorro a las 20:10, otra diez minutos más tarde y otras dos a las 20:25 y 20:32.

Tilo probó suerte:

–¿Puede facilitarme los números?

La tuvo.

Anotó los dígitos de los cuatro teléfonos. El primero era portátil, el segundo correspondía a una cabina telefónica, el tercero era fijo y el cuarto, móvil.

Siguió probando suerte:

–¿Puedo acceder al contenido de esas llamadas?

–De ninguna manera, agente –afirmó la voz femenina.

–¿No las guardan?

–Si, las grabaciones se archivan por un tiempo, pero dese cuenta de que contienen datos personales y sólo podemos facilitarlas con un mandamiento judicial.

La suerte se acabó.

Salió a buscar un café de máquina, saludó a dos estupas (de estupefacientes), regresó a la pecera y siguió con la tarea. El titular del primer número de teléfono que había anotado le dijo que había llamado a emergencias desde la entrada a la estación del metro de Nuevos Ministerios para pedir una ambulancia.

–¿Qué ocurrió?

–Ya testifiqué ante la policía, pero se lo repito: dos gorilas de la seguridad del metro pegaron una paliza de muerte a un chico de color que vendía gorras y calcetines en una esquina. Lo dejaron malherido y se largaron.

Tilo agradeció la información y marcó el número siguiente: un incendio en un piso del barrio de Chamberí. El siguiente: un anciano discapacitado que debía ser trasladado en ambulancia al hospital. Sólo le quedaba un número, el de la cabina telefónica. Dedujo que la llamada de aviso al servicio de emergencias, alertando del alcantarillazo a Juan Pedro Perrote Poterna, había sido hecha por los malincuentes desde ese teléfono público veinte minutos después de haber perpetrado la fechoría. Llamó al servicio de información telefónica y le pasaron con el departamento geográfico de terminales públicas, del que al cabo de varios minutos amenizados por un disco rayado con una sinfonía de Beethoven, surgió la voz de un operador que le indicó la ubicación del número referido: una cabina situada en la plaza Elíptica, esquina con vía Lusitana.

Calculó a vuelapluma y estimó aceptable el tiempo que tardaron los malos en recorrer en coche la distancia entre el lugar de la agresión y la cabina desde la que dieron el aviso. Mientras se activaba el ordenador recordó las palabras de la víctima –“eran terroristas e iban a matarme, inspector”– y se volvió a preguntar el por qué de aquel interés en calificar de atentado terrorista lo que a simple vista parecía una represalia.

Si estaba en lo cierto, los matones habían dejado el aviso del alcantarillazo antes de abandonar la ciudad por la carretera de Toledo. El contenido del mensaje, el acento y otras evidencias del análisis de voz podían resultar determinantes. Abrió un documento pautado y escribió la petición a la instructora doña Gregoria para recabar el contenido de la llamada realizada desde aquella cabina. Miró el reloj y envió la solicitud por correo electrónico. Cuando alzó la vista vio a Merche acercarse por el pasillo entre las mesas.

La subinspectora entró directamente en la pecera y cerró la puerta. Mala señal, pensó Tilo.

–Buenos días, jefe, tenemos que hablar –dijo.

–¿Alguna novedad?

–Nada nuevo por mi parte. A ver si Verdú nos aporta alguna pista –contestó en referencia al gabinete de escuchas.

–Pues ya me dirás.

–Quería comentar que no estuviste muy acertado que digamos en la entrevista con el tesorero. Te cerraste la puerta con la hipótesis cruda y dura de las mordidas por las contratas y tengo la impresión de que en vez de un colaborador de buena voluntad te ganaste un enemigo.

–Lo sé, Merche, metí la pata y obstaculicé tu línea de investigación. Lo siento de veras.

–No obstaculizaste nada en absoluto, Tilo. Si el administrador veía en el sobrino un serio competidor al puesto de tesorero e intentó eliminarlo acabará saliendo de algún modo en sus contactos telefónicos. Sólo es cuestión de paciencia.

–Gracias por tu confianza. Es que esos felones me sacan de quicio y hay veces que no me puedo contener. ¿A quién pretenden engañar? Ya sé que quemé las naves, pero la verdad es que me sentí satisfecho de hacerle saber que no nos chupamos el dedo. Y ¿Quién sabe? A lo mejor le interesa aprovechar mi hipótesis para incordiar a algún pagano molesto.

Merche le miró con expresión de escepticismo.

–Son mafia, Tilo, pura mafia –dijo.

–Si, perro no come perro. ¿Sabes qué? El capullo del sobrino me llamó media hora después de que saliéramos del garito y me amenazó con presentar una denuncia por haber tratado mal a su tío. Y poco después me llamó la jefa para que me presente esta mañana en su despacho. Supongo que el muy capullo se ha quejado y me va a caer una reprimenda o algo peor; con un poco de suerte me dan vacaciones sin sueldo y te ponen con Leo.

–Me harían la puñeta, te prefiero a ti, Tilo.

–Entonces esperemos que no llegue la sangre al río… Bueno, vamos a ver cine –dijo Tilo mostrándole el lapicero electrónico. Lo conectó al ordenador y contemplaron por primera vez las secuencias de la agresión al ciudadano Juan Pedro Perrore Poterna. En la esquina inferior de la grabación de las escenas violentas aparecía la hora local: las 20:03. Las escenas duraban dos minutos y dos segundos. Las imágenes eran poco nítidas, pero mostraban a la víctima saliendo de la escalera del parking subterráneo, la mujer que interrumpía su trayectoria con un pitillo en la mano para pedirle fuego y a dos individuos que se lanzaban sobre él y lo apresaban con los brazos atrás en un movimiento rápido, calcado de una acción policial. Rápidamente, un tercer individuo le colocó una bolsa negra en la cabeza y le pinchó el trasero con un alfiler. Lo empujaron hacia la calzada y despareció de escena.

Tilo pasó la secuencia a cámara lenta.

–Son ahorrativos –dijo Merche.

–¿Por qué lo dices?

–Por los cascos de ciclista, más baratos que los de motorista.

–Si, un buen camuflaje –admitió Tilo.

Volvieron a repasar las imágenes.

–¿Dirías que esa es una mujer? –Le preguntó Tilo, congelando la imagen.

–¿Qué va a ser si no, un travesti?

Tilo amplió la imagen. Merche afirmó, casi sin dudar, que era una tía de unos treinta años, sin disfraz ni maquillaje. Llevaba el cabello recogido en una coleta de color trigueño. La imagen tenía bastante grano, pero era suficiente para emprender la búsqueda, comenzando por los archivos del documento de identidad. Tilo movió la imagen, buscó el mejor enfoque facial, pulsó el botón de la impresora sobre varios fotogramas. Se guardó una copia para sí, dio otra a Merche y reservó el resto para el gabinete técnico.

Se centraron en los detalles de la dama. En primer lugar no entendían su falta de precaución por actuar a cara descubierta.

–Serán muy ahorrativos, pero no tan listos como parecen –dijo Tilo.

–Igual la interfecta cree que no la vamos a relacionar con la agresión –razonó Merche.

–¿Dirías que es la líder del grupo? –Le preguntó Tilo.

–Esa impresión da –respondió Merche.

–La verdad es que no tiene pinta de macarra; fíjate en el anillo –observó Tilo, señalando la sortija de brillantes que adornaba el dedo corazón izquierdo de la mujer.

–Bisutería.

–¿Tu crees?

–Salvo que sea muy, pero que muy estúpida, no se arriesgaría a ser detenida con un anillo de oro y diamantes…

Tilo era lego en joyas y precios de ropa femenina, así que también aceptó sin replicar la información de Merche sobre el coste asequible de la blusa de seda rosa y los tejanos ceñidos de la mujer. La imágenes no recogían el calzado de la malincuente.

Para el inspector, la grabación de la sucursal bancaria era una evidencia más que suficiente para descartar la acción terrorista. Alzó la vista de la pantalla y recorrió la sala, medio poblada de agentes como garbanzos detrás de los ordenadores. Ya está la molienda en marcha, se dijo. Iba a incorporarse para recoger la respuesta de la juez doña Gregoria a la petición de voz de la llamada desde la cabina de la plaza Elíptica cuando Merche formuló una conjetura interesante:

–Quizá sea de algún país del Este de Europa, de ahí su desparpajo –dijo en referencia a la falta de disfraz de la rubia.

–Por Júpiter, Merche, tienes razón.

–Esta tía se está riendo de nosotros.

–Aristóteles dijo puede que sí, puede que no… Sigue con esto, voy a ver al Profesor.

Recogió la orden de su señoría y las copias de los fotogramas elegidos y recorrió el pasillo lateral de la sala hasta el gabinete de análisis técnicos. Verdú ya estaba en su puesto. Era un colega flaco, siempre vestido con traje negro a rayas, siempre con chaleco y reloj de leontina, siempre con corbata beige lisa y camisa blanca o azulada y siempre irónico y sagaz. Lo cuestionaba todo, le gustaba debatir, discutir las dos caras de cada detalle. Podía ser pesado, cargante, interminable, sobre todo si notaba que tenías prisa, pero resultaba imprescindible. Le llamaban Pájaro Loco por el mechón de cabello negro azabache que se alzaba rebelde sobre su frente. También le llamaban Profesor.

–¿Qué se te ofrece, Dátil?

Tilo depositó en su mesa las copias fotográficas y la orden judicial. Verdú leyó las dos líneas firmadas por su señoría y alzó la vista hacia él:

–¿Supongo que sabes que esto no sirve como prueba?

–Supones bien, sólo quiero oír el contenido de ese mensaje y saber si es voz masculina o femenina –dijo Tilo–. Es urgente.

–Acuciante, Dátil, todo es acuciante. Y supongo que la ficha de esta pájara también es apremiante, ¿verdad?

–Si es que eres adivino, Profesor.

–Gracias, Tilo. Veré lo que puedo hacer para espolear a esos mandrias.

Al salir de las dependencias de los técnicos, en su mayoría mujeres, capitaneadas por Verdú, se fijó en la puerta del despacho de la comisaria: seguía cerrada y sin signos de vida en su interior. Miró el reloj y supuso que después del ejercicio físico y la ducha en el gimnasio se merecía un café con alguna compañera o compañero de ejercicio. De algo servía ser jefa. No tenía que fichar.

–Hay algo que no hemos valorado –le dijo Merche sin esperar a que Tilo apoyara su trasero.

–Si, ¿qué has visto?

–No es la mujer, sino el pequeñajo que va por detrás quien le mete la bolsa por la cabeza. Mira. El grandote de la izquierda le agarra el brazo con su mano derecha, se lo dobla hacia atrás y le golpea en la cerviz, lo ves, con el canto de la mano izquierda. La víctima agacha la cabeza y aparecen los brazos enfundándole la bolsa de basura, pero no son los brazos ni las manos de la rubia, sino de otro, del tercer agresor, el mismo que inmediatamente le ata las muñecas con la cinta americana y le pincha el trasero.

Tilo rectificó las notas de su libreta después de ver dos veces las escenas a cámara lenta. En términos estrictamente probatorios, la filmación dejaría a la mujer al margen de la agresión. Aunque eso habría que verlo en el momento procesal oportuno. En todo caso había pocas dudas de que participó como colaboradora necesaria del ataque al señor Perrote Poterna. Incluso, con un poco de suerte, ni siquiera fuma, pensó para sí mismo.

–Eres formidable, Merche.

–No, lo que pasa es que cuatro ojos ven más que dos.

–¿Qué más han visto esos clarividentes ojos de avellana?

–Fíjate en la esquina superior derecha y dime si no parece un coche –dice Merche.

La subinspectora agota los dos minutos de la grabación y, en efecto, unos segundos antes de que termine el video, cuando ya los personajes han desaparecido de la escena, pueden ver la rueda trasera y un trozo de chapa de un vehículo.

–Por el tamaño de la rueda es una furgoneta –apunta Tilo–. Parece parada y de pronto se pone en marcha, ¿verdad?

–Afirmativo.

Merche detiene y amplía la imagen.

–Tiene letras –dice.

Tardan poco en descubrir que una de las dos puertas de la parte trasera de un furgón ha quedado abierta mientras arranca y desaparece, pero lleva un letrero que termina en “dería” y debajo “toste” y más abajo “14”, como si se tratase de los dos últimos dígitos de un número de teléfono. Tilo apunta los datos en su libreta. No cree que sirvan para nada, pues “dería” puede ser la terminación de cualquier comercio y “toste” la desinencia de cualquier calle, nombre, lema o vaya usted a saber. Vuelve a mirar el video completo. Permanece en silencio, con la barbilla apoyada en el puño izquierdo, tratando de buscar una interpretación.

–¿Cuál es tu hipótesis? –Le pregunta Merche.

–O mucho me equivoco o los agresores utilizan esa furgoneta para dos cosas: primero, para cubrir la boca de la alcantarilla después de abrirla, y segundo para salir pitando después de arrojar a la víctima y colocar la tapa en su sitio.

–Eso quiere decir que son cuatro y la mujer.

–Correcto. Llegan, destapan la cloaca desde el furgón, luego dan marcha atrás para cubrir el hueco y cuando los agresores agarran al tipo, el conductor mueve el vehículo dos o tres metros hacia adelante para que lo arrojen y completen la operación. Después se suben al vehículo y adiós muy buenas. El trocito que vemos aquí indica que ya han cometido la fechoría y subido al furgón, aunque todavía no han cerrado una puerta trasera.

–Vale, ¿pero de que nos sirve?

–De nada. Son pruebas circunstanciales; lo importante es el morro de la dama.

El inspector se incorpora de la silla, se asoma a otear la puerta del despacho de doña Emilia. Nada, ni la lámpara encendida ni otra señal de presencia de la comisaria. En ese momento Verdú sale de sus dependencias, le ve y le hace una señal para que se acerque. Avisa a Merche y acuden al gabinete de análisis. Sortean el mostrador de peticiones del oyente y siguen a Verdú hasta una mesa donde una agente del servicio de escuchas les entrega sendos auriculares y activa la grabación recibida por vía telemática. “Emergencias, ¿en qué podemos ayudarle?”

Una voz clara, juvenil, explica:

–Un tipo se ha ido a la mierda por la boca de una alcantarilla situada a la altura del número treinta y tres de la calle José Ortega y Gasset. Rescátenlo si pueden.

–No le entiendo bien, ¿puede repetirme, por favor?

–Pues está claro: el menda ha sido arrojado a las cloacas por la boca de una alcantarilla. Ya se lo he dicho.

La operadora intentó decir algo pero el comunicante cortó y la dejó con la palabra en la boca. Tilo apuntó unas notas en su libreta y agradeció la ayuda de Verdú.

–Si que han sido rápidos –le dijo.

–Si, parece que los de emergencias todavía funcionan en este país –respondió Verdú.

–Pásame el corte de voz por email para la caja de indicios y pruebas.

–A la orden.

–¿Tenemos algo nuevo de lo de ayer? –Se interesó Merche.

–Todavía nada, monada; ya sabes que tardan veinticuatro horas en enganchar.

–Gracias, Profesor.

Regresaron al despacho, Tilo se dejó caer en la poltrona. No le gustaba alisar la culera del pantalón, pero algunas veces no le quedaba más remedio que rozar el trasero con el cuero. Merche era de su cuerda, también prefería la calle, la acción.

–Rebobinemos –dijo Tilo– ¿Qué tenemos?

–Tenemos a la jicha, el video con las pruebas de la agresión, el entorno inmediato de la víctima, el supuesto objetivo del asesino intelectual y una cagada catedralicia. Bastante para un día de trabajo.

–Correcto. Sobre la catedralicia cagada ya te he dicho que algo tenía que hacer para corregir el tiro. Estabas apuntando a los enemigos internos del preboste y sí, me precipité porque temí que levantaras la liebre.

Merche se sacudió el rizo que le caía sobre el ojo izquierdo y guardó silencio. Sabía que a Tilo le parecía poco creíble la hipótesis manifestada por su fuente, el veterano Bellotas, pero también sabía que en ese momento era el único clavo al que agarrarse y optó por preservarlo acometiendo al tío por la tangente.

–Tenemos más –dijo–, tenemos la certeza de que los malos no eran terroristas islamistas como quieren hacernos creer. ¿Cuándo se ha visto una mujer al frente de un comando yihadista?

–Nunca se ha visto –afirmó Merche.

–Tampoco recuerdo ningún atentado de esos criminales, seguido de una llamada a los servicios de emergencia –añadió Tilo.

–Si al menos hubieran terminado el mensaje con el Alá es grande…

Pese a todo, el inspector quería saber si las mujeres tenían algún papel en las acciones criminales de la yihad. Se escoró hacia un lado y marcó el número de teléfono del amigo Fiol.

–No, Tilo, ellas no suelen participar en los atentados de las células durmientes o los comandos infiltrados en las capitales europeas. No, por el momento. Ellas permanecen en segundo plano, en misiones de financiación, logística, sanidad, etcétera.

–Pero se han dado casos de mujeres-bomba, ¿cierto?

–Si, en Palestina, Irak, Siria… Hamas y Al Qaeda las han utilizado o no han impedido que mueran matando en situaciones desesperadas. La doctrina rigorista reza que la yihad no las obliga, excepto en casos de necesidad, por ejemplo, si los ejércitos enemigos atacan una tierra musulmana. En ese caso, la yihad se vuelve obligatoria también para ellas, según sus capacidades. Alá no carga a nadie más allá de su alcance. Pero por el momento en Europa occidental están cumpliendo el Khishshaaf al-Qinaa (3/26).

–¿Eso qué quiere decir?

–Te traduzco casi textualmente su doctrina: “A las mujeres no se les permite (participar en la yihad) porque son una fuente de tentación, además de no estar capacitadas para luchar, debido a su natural tendencia a ser débiles y cobardes, y porque no hay garantía de que el enemigo no vaya a capturarlas y considerar que está permitido hacerles lo que Alá ha prohibido”.

Después de escuchar al especialista, Tilo se sintió pertrechado para enfrentarse a la comisaria doña Emilia y, puesto que no había llegado a su despacho e iban a dar las once de la mañana, le preguntó a Merche si hacía un café en el Luzi Bombón.

C5.-El tesorero se indigna

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Un cigarro habano y un whisky de doce años para deleite del tesorero

Merche y Tilo agradecieron la información y se despidieron del confidente Bellotas con el compromiso renovado de mantener la confidencialidad hasta que, llegado el caso, acudiera a declarar ante el juez si don Álvaro o su sobrino lo pedían. Merche se mostró animada:

–Tenemos a un sospechoso, y un sospechoso sólido.

Tilo asintió pro forma. “Demasiado fácil y demasiado rápido”, se dijo. Mientras caminaban hacia la Gran Vía en busca de un taxi, telefoneó a su señoría, le participó a grandes rasgos la información obtenida y le pidió una orden de intervención de los teléfonos del sospechoso, nada menos que el administrador del partido conservador.

–Me resisto a creer que el asesinato político sea algo más que una metáfora –dijo la juez.

–Eso mismo pensamos nosotros –respondió Tilo–, pero ya lo ve, doña Goyi: la ambición, el ansia de poder no se para en barras. Necesitamos intervenir los teléfonos del sospechoso –añadió.

La magistrada dudó un instante.

–Supongo que sus fuentes son fiables –dijo.

–Creemos que sí, aunque errar es humano. De todos modos tenga la certeza de que no la molestaríamos si no fuera imprescindible.

–Lo sé, inspector. Pero tenga en cuenta que nos vamos a meter en un jardín muy peligroso.

–Somos conscientes de ello, doña Goyi, y esperamos que los resultados sean suficientes para no llegar a pedirle permiso para pinchar el teléfono del jefe máximo del partido.

Su señoría mantuvo el suspense varios segundos antes de dar su conformidad.

–Está bien, les daré una intervención de una semana.

–¿Podrían ser dos? Andamos mal de personal –alegó Tilo,

–Una. Mándeme la petición por escrito.

–Siempre a sus órdenes, doña Goyi.

En marcha hacia las dependencias policiales, Merche llamó desde el taxi al tesorero don Álvaro, pero no consiguió hablar con él: se encontraba reunido. Era la forma de encontrarse de la mayoría de los altos cargos, de modo que la subinspectora indicó con tono enérgico a la persona del otro lado de la línea que tuviera a bien hacerle llegar el recado de parte de la policía. “Es urgente”, remarcó.

Ya en la oficina cursaron la petición de intervención telefónica, de los videos de la entidad financiera y confiaron en que los ojos fijos de las cámaras de la sucursal bancaria de la esquina de la calle del filósofo con Castelló, médico de cámara del Rey felón, hubieran registrado los hechos a la luz de las farolas y les permitieran ver las fauces de aquellos salvajes. Cinco minutos después recibieron el visto bueno de su señoría, la diligente doña Goyita.

Quien no respondía al recado de Merche era el tío de la víctima. El tesorero Álvaro Poterna debía de estar muy ocupado, velando por el tesoro. Tal vez no había recibido el aviso policial. Merche volvió a llamar, pero la secretaria ya no estaba, había salido a almorzar. En lo que Tilo cumplimentaba a la comisaria, la subinspectora se pasó por el gabinete de escuchas (Servicio Técnico, según el letrero de la puerta), entregó al jefe Verdú las órdenes de intervención, pidió al pequeño Oliveras el número de teléfono móvil del preboste conservador, esperó a Tilo en el pasillo y salieron a almorzar.

De camino hacia el restaurante Santa Engracia, en la calle del mismo nombre, Tilo participó a su compañera la preocupación de la comisaria por encontrar cuanto antes alguna pista sobre los malos. Más que una preocupación propia, le venía inyectada por el jefe superior, confesó. Era lógico que al jefazo Angulo le preocupara la seguridad de los poderosos correligionarios que le habían aupado al cargo. Además de ordenarle que espoleara a los investigadores, el superior le había transmitido la posibilidad de que se tratara de un atentado terrorista.

–¿Terro…qué? –Se extrañó Merche.

–Lo que has oído.

–¡Anda ya!

Tilo guardó silencio. Su intuición apuntaba a una venganza personal. Estafa, cuernos, alguna denuncia judicial con petición de encierro en el hotel rejas… Pero la hipótesis de que el “alcantarillazo” del brillante ejecutivo Juanpe Perrote Poterna fuera obra de una célula de islamistas fanáticos, manejados por alguna rama de Al Qaeda, le parecía muy extraña.

A Merche también le resultaba increíble, aunque lo pensó un poco y admitió que era una hipótesis factible.

–Si tenemos en cuenta –dijo– que esos hijos del demonio han cometido atentados con machetes y empleado furgonetas, bombonas de gas butano… ¿Por qué no pueden utilizar las alcantarillas? El término “infierno” significa zona inferior y, después de todo, las alcantarillas son el conducto más evidente y directo para enviar infieles al infierno.

Mientras caminaban, Merche volvió a llamar al señor Poterna. El número de teléfono portatil que le había proporcionado el documentalista Oliveras era bueno. El tesorero respondió enseguida y, por supuesto, se mostró dispuesto a colaborar en la investigación de la intentona fallida de asesinar a su sobrino, con el que almorzaba en ese momento en el restaurante del hospital. El veterano político correspondió al interés de Merche sobre la salud de su sobrino diciendo que esperaban el alta médica a primera hora de la tarde. De hecho ya le había equipado con un par de muletas y sólo le faltaba el papel del médico para llevarle a casa. A partir de ahí quedaba libre para la entrevista con la investigadora. Puesto que no se trataba de una declaración formal, el tesorero le dio el nombre de un pub cercano a la sede del partido, sin apenas clientes a media tarde.

Tilo consideró innecesario acudir a la entrevista con el preboste político. Sabía por el amigo Fiol que no había alerta interna por terrorismo islamista, pero si los jefes decidían que el ataque al sobrino del tesorero del partido gubernamental era obra de una célula durmiente, sería terrorismo. Y si la decisión era firme, entonces el caso pasaría a los especialistas en información e investigación antiterrorista, que para eso estaban y disponían de muchos más medios. Los atentados provocan gran alarma social, los homicidios, no. Sin embargo, Merche quería que Tilo la acompañara. “Cuatro oídos oyen más que dos y además quiero que analices su actitud y las expresiones no verbales”, afirmó como quien obliga a un niño a comerse el potaje. Tilo cedió.

Llegaron al pub a la hora acordada. Estaba vacío. Un sonido de fichas de dominó, procedente de una de las mesas protegidas por biombos emplomados con cristales de colores les avisó de que no estaban solos. Merche lanzó un “hola” y apareció un camarero alto y joven, los músculos marcados en una ajustada camiseta negra con el anagrama de la casa. Pidieron dos tónicas y apoyaron sus traseros en sendos taburetes ante la barra. Músculos les miró con aparente desinterés. “Estamos esperando a alguien”, le informó Merche. El joven asintió y regresó a su partida de dominó. Cinco minutos después entró un hombre de edad mediana, echó una ojeada al local, se apostó en una esquina de la barra, pidió un chupito de whisky y tecleó en su teléfono móvil. Se le notaba el bulto de la pistola bajo el sobaco izquierdo a pesar de su holgada chaqueta. No tuvieron duda de que era la avanzadilla protectora del tesorero, quien apareció poco después.

Merche y Tilo se incorporaron, le saludaron y le mostraron la placa para que no tuviera duda de que eran agentes policiales. El tesorero Poterna, traje gris de verano, corbata azul clara sobre una camisa blanca, pertenecía a la especie de los biotipos que se mantienen estables a partir de los sesenta años. Músculos le preguntó con la vista y él respondió:

–Si, lo de siempre, Wences.

–¿Otra tónica? –Inquirió Músculos mirando por encima del hombro a la pareja.

–Dos vasos de agua fría si es posible –dijo Merche.

El señor Poterna condujo a los agentes a un altillo situado tras un tabique detrás de la barra, una especie de reservado en el que había un sofá de cuero marrón con forma de labios y un tresillo de tela de saco con forma de ele. El centro estaba ocupado por una mesa baja, alargada y cubierta por un latón con forma de pequeño femenino que descendía desde el pezón. “Una horterada mayúscula”, se dijo Tilo.

–Bueno pues vosotros diréis en qué puedo ayudaros –dijo el tesorero tras sentarse en el sofá de labios y sacar del bolsillo superior de su americana una petaca de habanos. Eligió uno de media duración. Merche disparó:

–Como le comenté por teléfono, cualquier detalle, por insignificante que le parezca, puede resultar vital para echar el guante a los agresores de su sobrio Juanpe. ¿Le vio preocupado o inquieto en los últimos días?

–No especialmente.

–Tengo entendido que residen en el mismo domicilio…

–Si, en la misma casa; aunque yo en el primer piso y él en la segunda planta, donde tiene su vivienda y un apartamento dedicado a su oficina.

–¿Le veía a diario?

–Sí, solemos cenar juntos en mi casa todos los días menos los fines de semana, en que él suele ir al campo o a Logroño a ver a su madre. Bueno, y lógicamente no nos vemos si él o yo estamos de viaje. Pero sí, hablamos todos los días.

–¿Tenían gran confianza mutua, entiendo?

–Plena. Date cuenta que era un crío cuando murió su padre y yo lo adopté, lo eduqué y lo trato como si fuera hijo mío. De manera que sí, no hay secretos entre nosotros.

–¿Le comentó si había recibido alguna amenaza?

–No, y no creo que le hayan amenazado; me lo habría dicho.

–Quizá no quería preocuparle. Es usted un hombre mayor y a determinada edad hemos de cuidar la patata –argumentó Merche en referencia al corazón.

–Mi querida amiga, esa posibilidad existe, pero debo decirte que mi patata funciona como un caballo de carreras, así que puede descartarla.

Músculos depositó una bandeja en la parte llana de mesa de teta con una botella de whisky, jarrita y dos vasos con de agua, una cubitera con bolas de hielo y un vidrio fino y ancho para el Black Label de doce años. Dejó asimismo una cesta de alambre provista de tacitas redondas con almendras, avellanas, pistachos, chufas y otros frutos secos. Merche esperó a que el señor Poterna se sirviera su dosis y saboreara el trago.

–Don Álvaro, ¿se ha preguntado quién puede querer tan mal a su sobrino para intentar asesinarlo de una manera tan horrible? ¿Qué explicación encuentra usted a tamaña atrocidad?

El tesorero depositó el vaso en la bandeja y mantuvo un largo silencio. Merche aprovechó para beber un sorbo de agua y llevar un trozo de nuez a la boca. Finalmente el tesorero dio una poderosa calada a su puro y dijo entre humo:

–La verdad es que no me consta que Juanpe tuviera algún enemigo que pudiera llegar a ese extremo. De hecho, dudo que tenga enemigos. Es un hombre íntegro, con una ética profesional en su trabajo y una transparencia extraordinaria. Los clientes le aprecian, le estiman… Se puede decir que no podrían vivir sin él. ¿Por qué entonces querrían hacerle desaparecer? No, no tiene ningún sentido. Y eso que la administración de capitales y las inversiones son una tarea compleja, en la que unas veces se gana y otras se pierde, aunque, creame, mi querida amiga, Juan Pedro es un experto extraordinario y rara es la inversión de la que no obtenga rentabilidad.

–Muchas gracias, don Álvaro, por su firme apreciación. Damos por supuesto que es una persona horada, un profesional incapaz de trampear a cliente alguno. Sin embargo los enemigos no se manifiestan de frente, van por detrás y, por otra parte, hemos de tener en cuenta que este es el país de la envidia y cualquier agravio puede tener consecuencias. Le ruego que repase con su hijo/sobrino esa eventualidad.

El tesorero dio otra enérgica chupada al habano. Iba a decir algo cuando una mujer madura, de pelo rubio, adornada como un pino de navidad, subió los seis escalones del altillo y saludó al tesorero:

–¿Qué tal, Álvaro?

–Bien, Esterín, aunque podría estar mejor –respondió el tesorero.

La mujer se interesó por María Jesús y los policías supusieron que se trataba de una novia del preboste.

–Bien también. Me ha dicho que no va a venir. Con este calor, uf, luego te cuento.

La mujer era la dueña del establecimiento. Incumplía la ley y permitía fumar. Cruzó dos palabras más con el cliente habitual y se retiró escalera abajo. Merche retomó la cuestión y el señor Poterna se encogió de hombros al reiterar que su pupilo carecía de enemigos y no se le alcanzaba quien diablos quería atentar contra él ni por qué.

–Él mismo le ha explicado a su compañero –añadió mirando a Tilo– que los atacantes se equivocaron de persona y son terroristas y les da igual una persona u otra. El caso es atemorizar a la sociedad.

–Antes de seguir adelante me gustaría que reflexionase sobre si algún adversario interno, de su partido, puede estar detrás de la agresión a la persona que considera su hijo para dañarle a usted. En política y con un cargo tan importante como el suyo no faltan enemigos. ¿Cierto?

–He pensado en eso y puedo decirle que se equivoca; yo dejo el cargo de tesorero en el próximo congreso del partido, en un mes, más o menos, y el presidente, que renovará el mandato, nombrará a otra persona. Yo no soy importante ni tengo enemigos tan malvados y feroces, créame. La impresión, ya se lo he dicho, es que los autores eran terroristas –reiteró, mirando al inspector.

En ese instante Tilo rompió su silencio, aceptó la hipótesis del interlocutor (también de la víctima), pero se refirió a los preparativos y las vigilancias, dando a entender que los malos habían elegido de antemano al hombre contra el que atentaron con una acción sorprendente y bien calculada. Las palabras de Tilo disgustaron al tesorero. Tanto daba, pues el preboste había dado signos evidentes de su negativa a colaborar con la investigación.

–Comprenda, señor Poterna, que hemos de considerar todos los ángulos de una cuestión tan poliédrica como la que nos ocupa –se justificó Tilo–, comenzando por la más verosímil, sin descartar otras. Y comprenda también que mi entrevista con su sobrino fue muy liviana. Acababa de sufrir un trauma y toda la delicadeza de trato es poca. Si nos puede ayudar, estoy seguro que lo hará.

El tesorero inclinó el torso hacia adelante para alcanzar el vaso, movió los cubitos de hielo y bebió un sorbo largo de whisky. Se limpió las fauces con una servilleta de papel blando y floreado, y pegó varias chupadas al Partagás. A continuación dijo:

–Me temo, amigo Dátil, que no voy a ser de mucha utilidad para vuestras pesquisas.

–Desde luego que sí; su disposición a ayudarnos ya nos es útil. Antes ha dicho a mi compañera que su relación con Juanpe es de confianza plena y que se ven y hablan todos los días. Incluso su sobrino colabora con usted en alguna misión relacionada con la financiación del partido.

–¿Quién le ha dicho eso? –Reaccionó el tesorero.

–Me lo insinuó él durante nuestra entrevista.

–Hombre, tanto como misiones no, pero alguna vez me ha ayudado.

–De qué modo –incidió Tilo.

–Digamos que me ha hecho alguna gestión, algún recado de poca importancia cuando se lo he pedido y sí, me ha ayudado gratis et amore cuando me ha visto desbordado.

–¿Podríamos decir que se ha ocupado de pasar la minuta del partido o el maletín para que lo llenen de billetes verdes esos empresarios y representantes de las grandes corporaciones a los que el Gobierno favorece con contratos de obras y servicios multimillonarios?

–Oiga, Dátil, eso es una insolencia, una afirmación inaceptable.

–Ya sé, señor Poterna, que los partidos políticos tienen financiación oficial del Estado, o sea, de todos los ciudadanos. Pero también reciben donativos, ¿verdad? Y donativos millonarios e interesados.

–Le repito que sus afirmaciones son insolentes y falsas. Los donativos, los pocos que hay, son legales y transparentes. La ley es muy estricta en esta materia.

–¿Me está diciendo que no funcionan por detrás?

–En absoluto –afirmó el tesorero en tono cortante.

–Bueno, usted sabe igual que nosotros que los países más corruptos suelen ser los que más leyes tienen y que en materia de adjudicaciones de obras, contratas y servicios, la corrupción es sistémica en este Reino. Desconozco la dimensión y el alcance de los manejos ocultos, pero de antemano sabemos que quien funciona por detrás puede morir por la espalda.

–Mire, Dátil, no me toque los cojones; no sé adonde quiere llegar, pero le aseguro que se equivoca. Si no fuera usted policía, le partía la cara ahora mismo.

El tesorero había enrojecido de ira. Merche le pidió que no se enojara, pues su compañero siempre se situaba en los extremos. Tilo la interrumpió:

–Señor Poterna, estamos investigando la agresión a su sobrino, de modo que seria bueno que considerase la posible autoría inducida por algún pagano agraviado. Usted me entiende. Tiene nuestras tarjetas y si puede hacernos llegar alguna sospecha fundada en lo dicho, sería de gran ayuda. Es posible que la agresión a su ser querido haya sido perpetrada por alguien que pretendía darle un aviso a usted.

Tilo se incorporó, Merche le secundó y agradeció la atención del tesorero, quien hizo ademán de incorporarse, aunque permaneció sentado y les despidió agitando el brazo a mano vuelta como quien lanza un sopapo.

Comentaron la jugada mientras caminaban con la vista puesta en la calzada por si pasaba algún taxi libre. Tilo era pesimista. Poco o nada cabía esperar de aquel tipo. Merche, en cambio, funcionaba con la esperanza de obtener algún resultado de la brusca aproximación al sujeto.

–Has conseguido soliviantarlo, pero has dejado el anzuelo.

–No picará, son gente falsaria y hábil –afirmó Tilo.

–Ya veremos –confió Merche.

Tilo se despidió de su compañera en Cibeles, se apeó del taxi y cruzó hacia la parada de autobuses. Tuvo la impresión de que la jornada había sido tan intensa como improductiva. Miró los edificios de la calle de Alcalá y se acordó de León Trotski, quien escribió unas notas en 1909, cuando llegó huyendo de Francia, en las que afirmaba que la banca está edificando grandes catedrales en Madrid. Catedrales del capitalismo, una religión que al paso del tiempo demostró más resistencia y mayor eficiencia que el credo comunista presentado por Carlos Marx y Federico Engels como aquel fantasma que recorría Europa y ya sabemos como acabó.

Al hilo de su divagación sobre la habilidad del capitalismo para manejar el Estado y la torpeza del comunismo al apoderarse de él para manejar a la población, Tilo no tuvo más remedio que reconocer que el primer y casi único sistema económico y social convertía en una estupidez la hipótesis proferida ante el tesorero. Desde luego, si algún gran donante, por no decir corruptor, se sentía agraviado o frustrado por las decisiones de los dirigentes del partido gubernamental no iba a morder la mano del amo que le daba de comer. Si el agraviado no recibía hoy la adjudicación de alguna contrata de obras o servicios, la recibiría mañana o pasado mañana.

Tilo bajó del autobús, miró los mensajes y llamadas perdidas. Había sentido las vibraciones del inoportuno en su bolsillo, pero no solía hablar por teléfono en los transportes públicos. Mientras se acercaba al supermercado respondió al titular del número desconocido. Era Juanpe Perrote Poterna. Le llamó para quejarse del trato a su tío Álvaro y para desmentir la insinuación de que realizaba misiones para él relacionadas con la financiación del partido.

–Nos ha tratado como si fuésemos delincuentes –afirmó Juanpe.

–Nada más lejos de mi intención –respondió Tilo.

–Mi tío se ha sentido muy mal con sus preguntas. Y además le ha mentido sobre mí, así que no tengo más remedio que elevar una queja por su comportamiento poco decoroso, por no decir insultante e indecente.

Tilo reconoció para sí la razón que asistía al superviviente del alcantarillazo y, consciente de que mañana ya no habría caso, encajó las descalificaciones y se limitó a contestar que estaba en su derecho, si bien, ya había advertido a su tío que los investigadores debían de considerar todos los ángulos del poliedro, incluidas las supuestas actividades nom sanctas. Se despidió de Juanpe no sin antes preguntarle si había recordado algún detalle nuevo sobre los momentos de la agresión. “No, nada nuevo”, respondió.

Tilo entró en el supermercado, compró cerezas, naranjas, patatas, cebollas, tomates, pimientos, lechuga, zanahorias, macarrones, pollo y una bandeja de chuletas de cordero. Prepararía una tortilla de huevos con patatas y migas de atún para cenar y cocería medio pollo y varios puñados de macarrones para dar de comer a Mingus dos o tres días. Era lunes y evitó pasar por la pescadería. Añadió dos cartones de leche desnatada a la cesta rodante, pagó y se dirigió a casa. Antes de llegar al tercer piso (sin ascensor), oyó a Mingus ladrar y gemir de contento. Amali salió de su cuarto de estudio, le saludó y le preguntó cómo le había ido.

–Ni fu ni fa; por lo demás, como siempre –dijo el–; coloco las cosas en el frigorífico, pongo a hervir el pollo con macarrones para Mingus y nos vamos a dar un paseo.

–Vale –aceptó Amali–, me cambio de ropa.

Mingus estaba impaciente por regar los árboles de parque. Bajó la escalera a toda mecha, con riesgo de atropellar a algún vecino. En ese momento, Tilo recibió un mensaje por wasap de la comisaria: “Pásate por mi despacho a primera hora”. Dedujo la reprimenda y respondió: “A sus órdenes, jefa”.

Aquel atardecer Amali se abstuvo de utilizarle de sparring de sus memorizaciones de derecho procesal; en vez de eso, pidió a Tilo que le contara cómo había abordado el caso. Dieron dos vueltas al parque y se sentaron en la terraza de El Dulce a tomar un refresco. Amali se hallaba impresionada por la malvada ocurrencia de los agresores. Coincidió con Tilo en el descarte de una acción terrorista. Por el contrario, le pareció una venganza en toda regla, bien estudiada, calculada y ejecutada. Una vendetta de libro.

Tilo reconoció reconoció sus fallos: había quedado corto en la entrevista con el sobrino y se había pasado de la raya con el tío. Pero Amali le concedió el beneficio de la duda, pues los corruptores forman parte de la realidad y lo que es peor, cada vez son más y se extienden por todos los sectores. Y si hay corruptores quiere decirse que hay corruptos en los ámbitos del poder político y las administraciones públicas.

–Al tío ese no debería extrañarle que los investigadores de una agresión tan fuerte contemplaran la hipótesis de una represalia –dijo Amali.

–Son políticos, o sea cínicos –dijo Tilo.

–Ya, pero dónde se ha visto que en vez de colaborar con la investigación, un tío tan recto e importante como el tesorero se muestre capilingue y amenace y denuncie al investigador.

–¿Qué quieres decir con capilingue?

–Con capilli linguae, con pelos en la lengua –aclaró el latinajo–; lo lógico sería que hubiera hablado con vosotros sine mincing verba.

–¿Qué?

–Sin pelos en la lengua.

–Ah, ya… Mi impresión es que no les interesa que se investiguen los hechos ni que localicemos a los autores. Prefieren tapar el tema y oscurecerlo como cuadro medieval.

Quince minutos después, cuando subieron a casa, Tilo, que había dejado enchufado el teléfono para recargar la batería, comprobó que tenía una llamada del pequeño Oliveras.

–¿Qué está pasando?

–Han traído el video de la sucursal bancaria del “caso Perrote” –le informó Oliveras.

–¿Lo has visto?

–Muy por encima. Se ve a una tía acercarse a la víctima y a unos tíos que le agarran por los brazos, lo inmovilizan, le meten una bolsa negra por la cabeza y lo empujan hacia la calzada hasta que desaparecen de la escena.

“¿Dónde se ha visto a una mujer en un comando yihadista?”, se preguntó Tilo.

–¿Estás seguro de que hay una mujer?

–Si, es una joven rubia… Se la ve acercándose a la víctima como para pedirle fuego.

–¿Podría ser un hombre disfrazado?

–No parece, jefe.

–Gracias, Oli, eres estupendo.

–Eso decía mi abuela. De todos modos no te hagas ilusiones, no se les ve la cara –añadió el documentalista.

C4.-Un confidente de parte

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Edificio del Senado, aparcamiento de lujo para políticos en desuso

El sol de junio caldeaba los adoquines cuando Tilo Dátil entró en las dependencias policiales. Agradeció el ingenio del inventor del aire acondicionado, fuera quien fuese, saludó a Merche, se instaló en su pecera y se puso a redactar el escueto informe de los hechos para su señoría judicial. Una hora después conectó el tubo oficial. Le tocó el juzgado de instrucción número siete. Cargó el texto, activó la firma electrónica y lo envió automáticamente. A continuación remitió una copia a la comisaria Sáez. Después llamó por teléfono a la secretaría del juzgado y pidió que le pasaran con su señoría. Se sorprendió al reconocer su voz: era doña Goyita, a la que conocía de algunas causas anteriores.

–En el documento de reparto me ha tocado el siete –le dijo después de identificarse y saludarla respetuosamente–; si mal no recuerdo, usted está en el catorce.

–Y sigo estando, pero no se preocupe, no hay ningún error. Con los recortes y la falta de personal me toca ocuparme también del siete.

–¡Por Júpiter, doña Goyi, no va a dar abasto!

–Pues no, pero a los que mandan les importa un rábano. Ya ve que están jibarizando los servicios públicos y sólo cubren el diez por ciento de las plazas vacantes por jubilación. En fin, usted dirá.

Tilo le explicó sucintamente el caso y le solicitó verbalmente un mandamiento para poder acceder a las grabaciones de las cámaras de la sucursal bancaria del 33 de Ortega y Gasset. La magistrada no puso objeción. Era una buena instructora y siempre facilitaba la labor. Aunque mantenía un tono de voz neutro, Tilo advirtió un toque de enojo contra los autores del alcantarillazo.

–¡No me diga que han hecho eso!

–Se lo detallo en el informe.

Merche le observaba de reojo desde el otro lado de la mampara de cristal del despacho y entró en cuanto colgó el teléfono. Había realizado algunas pesquisas, tenía varias hipótesis y había conseguido un contacto. También a ella le había metido prisa la comisaria. Lógico. No todos los días tiran a una persona por una alcantarilla. Y al parecer, una persona influyente.

–Permíteme un minuto –pidió a Merche.

Redactó la petición formal de los videos y la envió a su señoría. Acto seguido llamó a Amali para darle ánimos y recordarle que sacara a Mingus antes del almuerzo. Definitivamente no iría a comer con ella.

–Soy todo oídos.

–Mejor salimos a tomar un café –propuso Merche.

Se encaminaron hacia el Luzi Bombón. La avalancha de oficinistas de las once de la mañana había pasado y el local se hallaba despejado. Se sentaron en su mesa preferida y Luzi les sirvió café con leche y una galleta grande de chocolate para Merche. Le manchaba los dientes, pero no estaba obligada a sonreír y sostenía que el cacao le activaba el cerebro.

Entraron en la materia. La subinspectora valoró el parentesco de la víctima con don Álvaro Poterna, diputado por Logroño y tesorero desde hacía quince años del partido liberal-conservador en el poder. El veterano político era considerado una pieza esencial de la formación conservadora. Manejaba los caudales (subvenciones y donaciones) y ya se sabe que el dinero es la leche materna de la política. Hombre silente y discreto (apenas intervenía en el Parlamento), poseía fama de recaudador eficaz. Mantenía saneadas las finanzas del partido y acumulaba superávit, año tras año, como correspondía al partido de los ricos. Tilo lo había visto alguna vez por televisión: un tipo voluminoso, un poco atorado, de nariz ancha y aire cansado… Un factotum de confianza del presidente del partido al que ningún coordinador, secretario general ni vicesecretario se atrevía a cuestionar.

–Quince años de tesorero es una buena temporada.

–El tal Álvaro Poterna atesora los secretos de los dirigentes y ahí sigue, cónclave tras cónclave, sin que le muevan la silla –añadió Merche antes de desgranar una parte de la espiga familiar del tesorero y tío carnal de la víctima. Resulta que el padre de don Álvaro y doña Constanza Poterna amasó una fortuna durante la dictadura con la compra-venta de petróleo. El dictador generalísimo lo nombró presidente de la Campsa en pago de los servicios prestados en la guerra, lo que le permitió forrarse, comprar más tierras de viñedo y, sobre todo, parcelas rústicas que pasaron a ser urbanizables, con gran provecho del viejo Poterna, quien adquirió y relanzó el periódico provincial, una herramienta propagandística del régimen y publicitaria de sus negocios inmobiliarios que puso en manos del hijo. Su hija Constanza casó con un Perrote navarro de buena familia, también dedicada a la construcción. Sin embargo, el marido murió en un accidente de avión en Perú. Entonces el hermano de la viuda prohijó al niño pequeño, nuestro Juan Pedro Perrote Poterna. Y desde entonces, el tesorero don Álvaro, soltero y sin descendencia, ha actuado como si fuera su padre. Y como tal le asigna misiones muy provechosas para sí, relacionadas con la financiación del partido. Misiones discretas e inconfesables, se entiende, precisó Merche.

Aunque conocía la eficacia de la subinspectora, Tilo se sintió impresionado: en dos horas había obtenido más pistas sobre el ojo del huracán de la venganza de las que conseguir él hablando con la víctima y pateando el lugar de los hechos. Por si fuera poco, Merche había realizado un contacto del que esperaba buen resultado.

–Es un tipo que conoce los intríngulis del partido –dijo sin que le preguntase de quién se trataba–, un antiguo jefe de prensa al que orillaron en el Senado.

Tilo era escéptico por naturaleza y por experiencia. Sabía que nada es lo que parece y lo que parece no es hasta que se demuestra. Pero Merche llevaba en la sangre la cultura del esfuerzo y poseía una intuición superlativa. Su punto de vista solía ser certero y, en este caso, la hipótesis del daño al sobrino para vengarse del tío, el tesorero del partido, le pareció del todo aceptable.

–He quedado con esa fuente a las doce en su despacho del Senado. ¿Te vienes?

Tilo asintió.

Pagaron las consumiciones y se pusieron en marcha.

El exjefe de prensa les esperaba en la puerta del Palacio de la Marina Española, la zona noble del Senado. Era un hombre de unos sesenta años, con cabello cano en retirada hasta la mitad del cráneo y caída libre sobre el cuello. Les saludó con un apretón de manos y los condujo por un laberinto de escaleras hasta la zona moderna, compuesta por un edificio semicircular que albergaba un hemiciclo grande y otro más pequeño debajo y por un enorme bloque de hormigón, forrado con baldosas de granito rosa y gris, donde se hallaban los despachos de sus señorías y los servicios administrativos. Don Santiago Bellotas quiso dejar claro la confidencialidad del encuentro. Se hallaba bien informado de lo ocurrido al sobrino del señor Poterna y se prestaba a colaborar en la investigación porque apreciaba a Juanpe y profesaba un gran afecto hacia su tío. Eso les dijo.

–Tanto Álvaro como yo pertenecemos al núcleo de “viejos roqueros” del partido –precisó.

Aunque el confidente era más joven que el tesorero, los dos habían trabajado intensamente por el partido desde la extinción de la dictadura. Siempre leales al presidente fundador, habían superado las fugas y deserciones de ultras y franquistas y predicado la civilización democrática hasta convertir al partido en la gran formación política de los conservadores, liberales y democrata-cristianos que ahora era.

–Corren malos tiempos de puertas adentro –dijo en un momento de su breve exposición–. A Álvaro se lo quieren cargar.

–La cuestión –inquirió Merche– es por qué quieren acabar con él si su gestión mantiene al partido en una situación boyante, en contraste con los socialistas (socialdemócratas), que acumulan mucha deuda.

–El dinero crea tantos amigos como enemigos –respondió Bellotas–, pero, en este caso, le consideran un elemento de la vieja guardia afecto al expresidente y, por consiguiente, indeseable.

–Si no entiendo mal –terció Tilo–, la nueva guardia o como se diga ha adoptado los métodos estalinistas de amenazar a la familia… ¡Qué nivel!

–No seré yo quien te contradiga –afirmó Bellotas.

A Tilo empezaba a caerle bien aquel tipo. Lanzó un señuelo para medir su credibilidad:

–Don Álvaro debería de haber tomado más en serio el aviso mortal de esos… llamémosles mafiosos.

–Álvaro es confiado por naturaleza o, dicho de otra manera, la naturaleza que lo configuró un tiarrón como un castillo inexpugnable, lo hizo también confiado. Y si, algunos manejan la cultura de la mafia, del clan para saltar al poder –admitió Bellotas.

–Al parecer, también manejan los procedimientos –añadió Merche.

–Los procedimientos son cultura –afirmó Bellotas.

Tilo empuñó uno de los botellines de agua fresca que el interlocutor había sacado de un pequeño frigorífico incrustado en un armario, la destapó y dio un trago largo. A continuación dijo:

–Amigo Santiago, la cuestión es a quién beneficia el crimen.

El veterano periodista y publicista sonrió. La pregunta, ya formulada por Merche, era bien sencilla, pero el hombre quería hacerse entender y emprendiendo una larga explicación sobre la forma de hacer las cosas en el partido desde los tiempos del presidente fundador. Describió con mucho detalle y varios ejemplos el estilo de mando del patrón, sus métodos unipersonales de decidir y su juego de dedos para nombrar y destituir a los cargos orgánicos. El gran jefe perseveró durante años en su ejercicio dactilar, conocido como “dedazo”, hasta que las deserciones y los fracasos electorales le obligaron a admitir los procedimientos democráticos y se echó a un lado. Entonces el partido eligió a su sucesor en un congreso donde los delegados escucharon a los candidatos y votaron al de más florida oratoria. Pero enseguida se alborotó el gallinero: el elegido era demasiado avanzado en derechos individuales y sociales para una formación conservadora apegada a la santa tradición. El descontento de los jichos y gerentes provinciales era superlativo. Alcaldes y dirigentes regionales elevaban su voz contra el líder nacional. El riesgo de banderías amenazaba la unidad del partido. Y eso sí que no. El patrón dio un puñetazo sobre la mesa, obligó a su sucesor a dimitir y desaparecer de la escena política al tiempo que, dedazo en mano, señaló al sucesor. Era éste un joven de poca estatura, bigote negro, cabello negro y largo cual cantante de orquestina, de apariencia enérgica, afirmaciones rotundas y voz tonitronante, como le gustaba al gran patrón, quien lo entronizó en un cónclave que bautizaron “de refundación”. El nuevo líder ya había acreditado con anterioridad su valía pactando con a algunas oligarquías provinciales y atrayendo hacia su causa a un mandarín tribal con el fin de ocupar la presidencia de la autonomía con mayor extensión territorial del Reino. Lo interesante del caso era que el nuevo dirigente conocía y apreciaba a Álvaro Poterna, pues le había acogido en Logroño, a donde fue destinado después de aprobar las oposiciones de inspector de Hacienda. Don Álvaro le abrió de par en par las puertas del partido, del que era gerente y dirigente provincial, le promocionó entre la militancia, le confió el secreto mejor guardado, es decir, la lista de grandes donantes de dinero para financiar la extensión, el sostenimiento y las campañas de la formación política y, en fin, puso a su disposición las páginas de su periódico para que se prodigara en cuantas materias considerase oportuno. Era como si el señor Poterna hubiese adivinado que aquel joven valor llegaría lejos. Y mira, acertó. En cuanto el patrón lo designó presidente del partido, el nuevo líder recordó la eficacia recaudadora de Álvaro y lo nombró tesorero nacional. Esto ocurrió hacía más de tres lustros, concretamente dieciséis años, tiempo más que suficiente para que su sobrino Juanpe, que reside en el mismo edificio que él en Madrid, acabara los estudios de Derecho y Economía y él comenzara a asignarle tareas relacionadas con la financiación del partido.

Aprovechando una pausa del señor Bellotas para beber agua, Tilo y Merche se miraron de reojo y entendieron que no era momento de interrumpirle ni desviar su exposición con preguntas sobre las tareas del sobrino, quien ya había mencionado ante el inspector su profesión de asesor financiero y administrador de capitales. Bellotas pasó la lengua por los labios y prosiguió. Dos minutos después se acercó al desenlace: “Álvaro está dispuesto a renunciar al cargo antes del congreso nacional, pero quiere nombrar a su sucesor, un hombre leal al partido, conocedor de los intríngulis financieros y, sobre todo, de plena confianza suya, no vaya a ser que lo empapelen y lo cuelguen de las horcas caudinas”.

–Y el sucesor sería su sobrino –dedujo Merche.

–Correcto. De ahí viene el conflicto con el administrador, un hombre ambicioso, de la cuerda del actual presidente del partido, y que, lógicamente, quiere ascender al cargo de tesorero.

–¿Le cree tan desalmado como para liquidar al sobrino? –Inquirió Tilo.

–El poder y el dinero no tienen alma, amigo.

C3.-Maldad sin límites

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

NOTA: Aprovechando las jornadas de asueto de Semana Santa adjuntaré un capítulo cada día. Gracias por leer.

Tapa de alcantarilla similar a la que abrieron para arrojar al joven ejecutivo y administrador de capitales Juanpe Perrote Poterna

El inspector Tilo Dátil salió del hospital y activó su teléfono para dar los buenos días a su inquilina Amalia. Una sucesión de pitidos le informó de las llamadas y mensajes pendientes. Caminó hacia la parada del autobús, pero siguió adelante al comprobar en la pantalla de la marquesina que el próximo coche tardaría diez minutos.

La opositora Amalia ya estaba acodada, metida en faena.

–Dudo que pueda ir a comer contigo –le dijo.

–¿Otro homicidio?

–Si señoría; en grado de tentativa, pero raro de narices.

–¿Puedes contarme algo? Y no me llames señoría –le corrigió Amalia.

–Quisieron matar a un hombre arrojándolo por una alcantarilla.

–¡Queee!

–Lo que has oído.

Improbitas nescere limes.

–En cristiano, Amali, por favor.

–Que la maldad no conoce límites.

–Cierto y verdad. Bueno, después hablamos.

La primera llamada perdida era de un afinador del pianos. La segunda, de Merche.

–¿Alguna novedad? –Le preguntó Tilo.

–Nada especial; sólo quería pedirte disculpas por mi brusquedad matinal.

–Ya te conozco. Y no puedo dar de lo que carezco, jeje.

–¿Qué tal la víctima?

–Dice que no tiene enemigos y descarta que sea una venganza.

–¿Que no tiene enemigos el sobrino y colaborador del tesorero del principal partido de la derecha en el Gobierno? Anda ya…

–No sabía que era pariente del tesorero…

–Poterna. Pariente y colaborador.

–Eso explica alguna cosa, como la prisa de la comisaria en ocuparnos del asunto.

–Lógico. Es un tío importante.

–Si, por parte de tío, jeje.

–No seas frívolo.

–Me río por no llorar; se me ha escapado crudo.

–Ya lo veo; ni siquiera los datos parentales, inspector.

–Estoy perdiendo reflejos.

–¿No te ha dado alguna pista, una sospecha de por dónde pueden ir los tiros?

–Nada de nada… Voy a echar una ojeada al escenario del crimen y luego nos vemos.

Tilo aflojó el paso en la plaza de Manuel Becerra y comprobó la siguiente llamada perdida. Era el número largo de la centralita de la Jefatura. Alguien quería algo, pero al desconocer quien era lo dejó correr. La siguiente llamada era del amigo y compañero Fiol, un izquierdista aficionado a la historia a la inversa (de adelante hacia atrás) al que los mandos, casi todos derechistas cuando no fachas redomados, no permitían la jubilación completa porque sabía árabe. Le trasladaron al grupo especial contra el terrorismo islámico con funciones de escucha y traducción.

–Buenos días Fiol ¿qué se te ofrece? –Le saludó Tilo.

–Antes de nada: ¿Vamos el sábado a ver la Peña Escrita?

–Por mí no hay inconveniente. Y a Mingus le vendrá bien orearse.

–Correcto, entonces quedamos. Otrosí: me han informado que llevas el caso del tío que sacaron de las cloacas esta madrugada junto a la plaza de Colón.

–Cierto.

–¿Tienes algo que huela a terrorismo yihadista?

–Nada; tiene toda la pinta de una venganza. Pero me parece curioso que la víctima, un ejecutivo de las finanzas, sostenga que nunca ha hecho mal a nadie y afirme que los agresores eran terroristas. Acabo de hablar con él y está convencido de que fue un atentado. ¿Quién te ha dicho eso, si no es indiscreción?

–Lo he oído arriba –dijo Fiol.

–Pues tengo la impresión de que han intoxicado a los de arriba.

Tras despedirse de Fiol no tuvo duda de que aquel Perrote Poterna era un tío importante y deseó que el comisario general y la víctima llevasen razón y le quitaran el caso de encima.

Siguió caminando a paso ligero por Francisco Silvela hasta enlazar con Ortega y Gasset. Aprovechó la pausa ante un semáforo para llamar a Maricopa, del servicio de video vigilancia del centro de la ciudad. Era una buena amiga, Maricopa.

–¿Tenéis cámara a la altura del número 33 de Ortega y Gasset, nada más pasar la plaza de Salamanca, en la confluencia con Castelló?

–Llegas tarde, Dátil. Es la segunda vez que me lo preguntan hoy, y no son las diez.

–¿Ah, si? ¿Puedo saber quien se me anticipó? No me gusta duplicar esfuerzos.

–Un tío que dijo ser de la brigada de información antiterrorista. No apunté el nombre.

–Mal hecho, jeje… Es broma.

–Ni broma ni leches: me debes una copa. No apunté el nombre porque no hay cámara que registre el tráfico en esa zona de la calle hasta La Castellana. Las que tenemos en Marqués de Salamanca están orientadas hacia Príncipe de Vergara. O sea que nada, monada. Lo siento. Y no te pregunto qué ha pasado porque no me lo vas a contar, ¿verdad?

–En eso tienes razón, muchas gracias, Mari y que tengas buen día.

Ya en la zona del suceso realizó una composición de lugar: imaginó a los dos agresores acechando a la víctima cuando llegó en su coche y se desvió hacia la rampa del aparcamiento subterráneo exclusivo para residentes. Acto seguido se habrían desplazado sin prisa hasta los muretes de hormigón, de metro y medio de alto, que flanquean la escalera de salida del parking y habrían esperado a que asomara la cabeza, momento en que habrían hecho una señal a la rubia para que se moviera desde la esquina de la calle Castelló, donde hay una sucursal bancaria, y se dirigiera a su encuentro con un pitillo en la mano con el fin de pedirle fuego. En ese instante los matones cayeron sobre Perrote, lo inmovilizaron y lo condujeron a empellones y pinchazos hasta la boca de la alcantarilla, situada en la calzada, a poco más de dos metros del bordillo de la acera. Es muy probable, se dijo, que los malotes tuvieran uno o dos compinches encargados de quitar la tapa y controlar la alcantarilla, desviando a los coches que circularan en ese momento, hasta consumar la fechoría y reponer la chapa en su lugar. Examinó al detalle la tapa, cuatro agujeros –dos a cada lado– de ventilación, una orla con la inscripción del ayuntamiento, seguida de siete estrellas, la palabra “saneamiento” en el centro y nada más. No parecía muy pesada. Con meter uno o dos ganchos de hierro por los agujeros y tirar fuerte hacia arriba se abriría una ranura suficiente para arrastrarla sesenta centímetros y dejar la cloaca al descubierto. “¡Qué cabrónides!”, exclamó.

El portero del edificio 33, pegado al parking subterráneo, tenía cara de buena persona y edad suficiente para dejar de trabajar. “De hecho –le dijo–, ya estoy jubilado, pero la paga es tan magra que he tenido que agarrar la jubilación activa para ayudar un poco a los hijos: tengo dos en el paro obrero”. El señor Gregorio no vio nada y no pudo ver nada porque los domingos libraba y se quedaba en casa, en la antigua barriada de Pilar. Ni siquiera estaba enterado del suceso. “No he sentido nada por la radio”, dijo. Desde luego, conocía al señor Perrote, le parecía un tipo engolado y distante, y su trato con él se limitaba al saludo habitual de hola y adiós.

–¿Qué ha hecho, si se puede saber?

–Más bien se lo han hecho a él –dijo Tilo.

–¿Qué ha sido, pues?

–Se lo puedo decir, pero si se va de la lengua lo meto en la cárcel.

–Soy una tumba –respondió Gregorio.

–Lo tiraron por esa boca de alcantarilla.

–¡No fastidie! Hay que tener mala sombra para hacer eso.

–Pues sí, muy mala leche.

–Diga usted que conmigo no podrían hacerlo –dijo, tocándose el vientre atonelado.

–Su dinero le habrá costado.

–Nos ha jodido mayo con las flores. Pero lo que yo digo: mejor echarlo aquí que en drogas, putas y juego.

En respuesta a las preguntas del inspector, el portero dijo que con la madre del señor Perrote había tenido buen trato.

–Doña Constanza Poterna era una buena señora. Y muy rica. Cuando hicieron el agujero ahí al pie se quedó con media docena de plazas: tres para la familia y otras tantas para alquilar. Era farmacéutica y regentaba varias oficinas de farmacia, una aquí, en el distrito de Salamanca, otra en Carabanchel alto y creo que otra en Alcorcón. Lo cierto es que se podía hablar con ella, se interesaba por ti y dejaba buenas propinas.

–Habla en pasado, ¿quiere decir que ya no las deja?

–Se jubiló hará cosa de tres años y se largó a vivir a La Rioja, donde, al parecer tiene un edificio de pisos en Logroño y una extensión de viñedos que quitan el hipo. Ya le digo que es una mujer muy rica, una señora estupenda. En cambio, el hijo… Bueno, eso de tirarle por la alcantarilla significa que algo muy malo habrá hecho.

–¿Cree que algún vecino quería vengarse de él por alguna fechoría?

–Ese no vive aquí, sino ahí abajo, en el edificio que hace esquina con Núñez de Balboa, frente al palacete del Gallo. Tengo entendido que él y su tío tienen un piso cada uno en esa finca. Así que si alguien de aquí le tenía tirria, no le puedo decir. Desde luego el hijo, al contrario que la madre, una bellísima persona, no tenía trato con ningún vecino. Ya le digo, un señorito estirado al que parecía que le habían metido un palo por el culo. Y usted perdone. Pero oiga, es que más de una vez y más de dos, sobre todo cuando venía en moto, me llamaba por el interfono para que bajara a abrir el portón del parking porque se le había olvidado el mando. Y no digo yo una propina, que eso, para los ricos, son palabras mayores y, encima, nunca llevan dinero suelto, pero si las gracias, que no cuestan nada. Pues no.

–Gregorio ¿le importa que eche una ojeada al parking?

–En absoluto, le acompaño.

Mientras recorrían la primera planta del aparcamiento subterráneo –tenía dos– el portero se refirió a la fiera de la construcción: “Desde que la fiebre de la especulación inmobiliaria llegó al subsuelo, han dejado las calles como un queso gruyer; Ortega, Príncipe de Vergara, Velázquez, Goya, Juan Bravo, Narvaez…, en todas las que tienen amplitud han hecho ratoneras para meter los coches. ¡Menudo negocio para el Ayuntamiento y las constructoras! Pero no para ahí la cosa porque el alcalde Gallardón –yo le llamo Gasradón– se ha seguido forrando con esa operación de quitar las baldosas y poner granito en las aceras. Se ve que como ya no tenían de donde sacar petróleo, pues venga granito Granilouro de Pontevedra por doquier. De algún modo había que seguir embolsando pasta y ganando elecciones. Y al final ¿qué? Al final resulta que ese tío tan listo y ambicioso nos va a matar con gas inerte el gas radón que desprende el granito y se acumula en estos subterráneos y es cien por cien cancerígeno.

–Le veo muy bien informado –dijo Tilo.

–Algunas cosas estudio. Bueno, usted perdone el mitin.

–Perdonado.

–Si es que le tengo tal asco a ese Gasradón que me disparo.

–Le entiendo; hay gente que abusa del poder.

–Abusar es poco: lo usan para forrarse y hacer daño a los de siempre, los de abajo.

–También hay políticos buenos –adujo Tilo.

–Lástima que duren poco. Mire, esas son las tres plazas de los Perrote.

Una estaba ocupada por un Mercedes azul oscuro todo-terreno, otra por una moto Honda RC2113V de mucha categoría, y la tercera por un Smart eléctrico enchufado a la corriente. Tilo miró el Mercedes detenidamente, se inclinó como si quisiera ver la marca de los neumáticos, pero era el reposapies lateral derecho lo que atraía su atención, ya el metal plastificado o el plástico metalizado tenía una arruga, una especie de pico sobresaliente como si hubiera sido golpeado por debajo con un martillo. En cambio, el apósito del lado del conductor estaba plano y recto.

El portero le azuzó:

–No conviene estar mucho tiempo aquí abajo.

–Ya, por el gas radón. ¿De modo que este es el coche del señor Perrote?

–Éste, el renacuajo y la moto –afirmó Gregorio,

C2 .-Arrojado a las cloacas

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

A primera hora de la mañana de aquel caluroso lunes de junio, el inspector Tilo Dátil recibió el encargo urgente de investigar una agresión muy grave. Según la describió por teléfono la comisaria doña Emilia Sáez, aquella acción criminal era una obra siniestra, una diablura del mismísimo Belcebú prevaliéndose de la infraestructura urbana.

(En el capítulo anterior, C1, los amigos de Juanín, el ciclista atropellado, se comprometen a identificar al autor del atropello que se dio a la fuga y a que se haga justicia)

–Déjalo todo y ponte a ello –le ordenó.

–Si, señora.

El sol empezaba a iluminar esta cara del planeta, eran las siete de la mañana, y el inspector, un tipo al borde de los cincuenta años de edad, con veinte de experiencia en homicidios, sabía que la prisa y el error son dos huevos pasados por el infundíbulo de la misma gallina, así que se tomó con tranquilidad el encargo y siguió pastoreando a Mingus, un cocker blanco y negro, con mirada de asombro, que se esmeraba en regar cada plátano de sombra del parque como si fuera el jardinero. En el Dulce, el primer bar del barrio en levantar la persiana, se tomó el café de costumbre. “Hay que tener mala leche para quitar la tapa de una alcantarilla, arrojar por ella a una persona y volver a ponerla como si no hubiera ocurrido nada”, pensó.

Esperó a que Mingus culminara sus necesidades intestinales (las olfativas y enredadoras con sus congéneres no tenían fin), pagó el café, recogió el marrón con el trozo de papel de cocina que llevaba en el bolsillo, lo depositó en la papelera, enganchó la correa al collar del canelo y subieron a casa. Con cuidado de no hacer ruido con las puertas para no despertar a la inquilina, Tilo siguió dando vueltas al caso mientras se duchaba y afeitaba.

La utilización de una alcantarilla para arrojar a una persona al subsuelo y acabar con ella le parecía, además de diabólica, una agresión rara y novedosa. No recordaba haber visto, leído u oído un caso similar en los años que llevaba combatiendo el crimen. ¿Quién diablos podría haber ideado una fechoría de ese nivel? Además del ideólogo hacían falta varios brazos ejecutores, pues no es fácil inmovilizar a individuo en plena calle, colocarlo sobre un agujero de un metro de diámetro y dejarlo caer a plomo en la cloaca. Se requiere una buena inspección previa, un estudio de la zona, una planificación de la agresión…

Tilo llenó la cazuela de Mingus de bolas de pienso, le acarició la frente y el hocico, como hacía siempre al despedirse, le susurro: “Se bueno con Amalia”, y salió de casa procurando no hacer ruido. La inquilina estudiaba hasta altas horas de la noche y merecía no ser molestada. Él solía llamarla pasadas las diez de la mañana, le daba los buenos días y la animaba si notaba su voz alicaída. Era una buena chica y se esforzaba a conciencia en preparar la oposición.

Mientras esperaba el autobús se fijó en una tapa de alcantarilla. Tal vez había exagerado su dimensión. Vista de cerca no tendría más de sesenta centímetros de diámetro, lo cual significa que la víctima no podía ser muy gruesa. La conclusión de Perogrullo descartaba a esos hombres panzudos de apariencia gestante y contrastaba con el apellido superlativo del superviviente martirizado, señor Perrote.

Durante el trayecto hasta la glorieta de Atocha se esforzó en meterse en los zapatos del agredido. El pobre hombre lo tuvo que pasar fatal en las tenebrosas conducciones de aguas fecales. Intentó imaginar su angustia, aunque enseguida comprendió que era un ejercicio inútil, pues cada cual se desespera a su manera. Después de todo, se dijo, el martirizado había tenido una suerte de mil rayos al poder salir vivo del lance. Según la sucinta referencia de la comisaria, sólo había sufrido magulladuras y heridas menos graves. Cuando le rescataron los poceros, con la ayuda de los bomberos y la presencia de la policía municipal, se hallaba dolorido y congestionado, pero tenía las constantes vitales en perfecto estado.

Por un instante Tilo se preguntó qué daño habría hecho el ciudadano Perrote para provocar una arremetida de aquellas características. Un furgón que pasaba al lado del autobús confirmó su hipótesis de trabajo de que se trataba de una venganza o, cuando menos, de un escarmiento con intención homicida. El furgón lucía un letrero verde: “Tratamiento de aves” y llevaba el capó y la cubierta superior plagada de excrementos de palomas y otros volátiles. El inspector sonrió y siguió pensando en la venganza de los pájaros, los que fueran.

Ya en el intercambiador de Atocha, aprovechó la espera del autobús de la línea que le dejaría junto al hospital Gregorio Marañón para llamar a su colaboradora Merche. Faltaban quince minutos para las nueve, hora del comienzo de la jornada laboral, pero la subinspectora, una auténtica máquina de precisión, respondió con un bufido a su saludo matinal. Poseía un riguroso sentido del tiempo y le fastidiaba que un superior, fuera quien fuese, interfiriera en sus periodos de asueto. “Tenemos poco tiempo para nosotros y no estoy dispuesta a regalarle ni un minuto a la empresa”, solía decir. En eso (y en casi todo) tenía razón. Después de templar gaitas con ella, aprovechando la clamorosa victoria de su equipo, el Rayo Vallecano, frente al poderoso Real Madrid, quedaron en distribuirse la tarea en función de los datos que la víctima pudiera y quisiera aportarles.

En una pequeña sala de espera del departamento de urgencias del Gregorio Marañón el inspector Tilo Dátil se distrajo divagando sobre la ductilidad humana a partir del cambio de chaqueta del eminente médico que daba nombre al hospital. Recordaba la historia del ilustre endocrino quien, según le contó el abuelo Venancio, pasó de ser un liberal republicano, fundador de la Agrupación al Servicio de la República con José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala a pactar con la dictadura militar del despiadado general Francisco Franco. El eminente endocrinólogo obtuvo a cambio de su regreso a España después de la sublevación militar y la Guerra Civil en la que triunfo el nazi-fascismo, la construcción de este hospital universitario, bueno y positivo para el noble pueblo de Madrid.

Enseguida apareció un auxiliar de enfermería empujando una silla de ruedas con un hombre joven al que habían enyesado una pierna y colocado un collarín en el pescuezo. Era la víctima, don Juan Pedro Perrote Poterna.

Se saludaron, se presentaron, el auxiliar anunció que volvería en media hora y les dejó solos.

–Pese haber regresado del infierno tiene usted un aspecto estupendo –dijo Tilo con ánimo de agradar y romper el hielo.

La verdad es que la víctima presentaba la apariencia saludable de un señorito que no hubiera trabajado nunca. Tenía el rostro bronceado, las manos finas y suaves, el cabello negro, corto y domado hacia atrás. Si no conociera la causa de sus lesiones, habría dicho que se trataba de un deportista de élite.

–Iban a matarme, inspector.

–Pero no lo han conseguido y me alegro por usted y su familia.

–Vamos a tutearnos si le parece bien –propuso Juan Pedro.

–Claro que sí.

–Puede llamarme Juanpe, como los amigos.

–Desde luego, Juanpe –respondió Tilo mientras le echaba unos treinta y cinco años de edad y calculaba que andaría por el metro setenta de altura y unos setenta kilos de peso, es decir, un mueble perfectamente manejable por dos malos corrientes.

–¿Cuántos eran los agresores, amigo Juanpe? –Le preguntó, sacando su libretilla del bolsillo de la americana para darle a entender el comienzo de las pesquisas.

–Los que me pusieron la mano encima eran tres, una tía y dos tíos.

–¿Una mujer? –Se extrañó Tilo.

–Si, una bruja rubia que se me acercó a pedirme fuego.

–¿Te intimidaron con algún arma blanca o de fuego?

–No, inspector.

–Te quitaron la cartera, el teléfono, el reloj…

–No, no.

–¿Entonces descartamos que los agresores fueran delincuentes comunes?

–Yo no les llamaría agresores, inspector: eran terroristas.

–Bueno, eso lo dirá el juez cuando les echamos el guante –puntualizó Tilo.

–¡Joder, Dátil! Esos tipos iban a matarme. Me aterraron, me tiraron a una alcantarilla para que me asfixiara o me ahogara y me comieran las ratas… ¿Ya me dirá usted si eso no es terrorismo puro y duro?

Tilo constató la facilidad de algunas personas para tildar de terroristas a otras y calificar de atentado cualquier incidente violento. Desde luego la derecha política nacional abusaba de aquel calificativo y no hacía falta preguntar la ideología de aquel hombre.

–De acuerdo, amigo Juanpe, te has librado de morir malherido y ahogado o asfixiado en la mierda ahí abajo, pero no me corresponde a mí discutir contigo si los autores de un acto criminal tan vil y cobarde como el que has sufrido te atacaron por motivos patrióticos, religiosos o de otra índole. Lo que queremos es atraparlos cuanto antes ¿verdad? Así que vamos a los hechos.

El interlocutor asintió con el mínimo movimiento de cabeza que le permitía el collarín, aunque insistió:

–Pero yo también quiero que conste que eran terroristas e iban a matarme.

–Constará, pierde cuidado –respondió Tilo, anotando dos palabras en su pequeña libreta: “Homicidio frustrado”.

A continuación aquel Juanpe Perrote Poterna movió el trasero a un lado y otro sobre el asiento de la silla rodante, como si estuviera a disgusto.

–¿Quieres que te ayude?

–¿Llevas tabaco?

Tilo asintió.

–Tengo unas ganas locas de fumar –dijo el perniquebrado.

Tilo abrió la puerta, oteó el panorama, empujó la silla por un largo pasillo hasta el hall de la entrada, intercambió unas palabras con el celador, que hizo la vista gorda y les permitió salir. Ya fuera del edificio, le dio de fumar y siguió empujando la silla de ruedas por la acera hacia la esquina, donde unos setos de romero anuncian la existencia de un parque de tierra con algunos árboles de sombra. No pudo evitar el chiste al ver reflejada en los cristales la imagen del madero transportando al tronco. Doblaron la esquina. Tres jóvenes sanitarias revoloteaban por el pequeño parque. Apuraron sus cigarrillos y les dejaron el banco que ocupaban a la sombra de un pino piñonero. Se lo agradecieron.

–¿Vamos a los hechos?

La nicotina parecía haber estimulado las neuronas de la víctima.

–Te cuento: yo acababa de salir del párking subterráneo de la plaza del Marqués de Salamanca, esquina con Ortega y Gasset, cuando se me acercó una joven rubia, muy guapa y me preguntó si llevaba fuego. Claro que sí. Iba a meter la mano en el bolsillo para sacar el mechero cuando sentí que me agarraban los brazos por detrás. Eran dos tipos. Me retorcieron los brazos y me amarraron las muñecas con cinta adhesiva. En ese momento la tía me metió una bolsa por la cabeza, una de esas bolsas negras de plástico fino que se utilizan para la basura, y ya no pude ver más. Me quedé sin aire para gritar y forcejear. Uno de los tipos me dijo: “Camina, cabrón” y me pinchó con una jeringuilla o un alfiler, no sé. Di ocho o diez pasos. Me llevaban cogido de las axilas, casi en volandas. De repente pisé aire y noté que caía, aunque no de bruces, sino en vertical porque los tipos no me soltaron hasta que vieron que ya tenía casi medio cuerpo dentro de la alcantarilla. La conducción de aguas grises no tiene ahí mucha profundidad –tres o cuatro metros, calculo–, pero el golpe fue bastante fuerte. Oí el chasquido de la pierna y sentí un dolor agudo. Estoy jodido, me dije, a punto de desvanecerme. Pero fíjate tú lo que son las cosas: la punzada de dolor evitó que perdiera el conocimiento. Ésta me salvó –dijo poniendo la mano sobre el yeso.

Tilo evocó para sí el cuento de Valle Inclán sobre la pérdida del brazo. El atacado prosiguió:

–Enseguida conseguí enganchar la bolsa con los labios, mordí el plástico e hice un agujero para poder respirar. Luego seguí mordiendo con fuerza para agrandar la abertura y poder ver donde demonios estaba, aunque ya era consciente de que me habían arrojado por una alcantarilla. La fetidez era insoportable. Caía agua sucia por todos los tubos laterales y me iba deslizando hacia abajo. Aunque intenté sujetarme con los hombros a los lados de la alcantarilla, el lodo y la inclinación me hicieron resbalar hasta un colector de cemento, más grande, por el que seguí resbalando sobre el trasero hasta caer en una especie de riachuelo. Supuse que sería el arroyo del Abronigal, en las profundidades del Paseo de la Castellana. Entonces noté el borde rugoso de una una tubería y me puse a frotar las ataduras de los brazos hasta que la cinta cedió y me pude soltar. Me quité la bolsa y vomité varias veces. La oscuridad era total. Apenas había aire y la pestilencia era horrorosa.

Tilo le dio de fumar y le desvió de la angustia con varias preguntas superficiales, de cuyas respuestas anotó que la agresión se produjo sobre las veinte horas del domingo, 5 de junio; que el señor Perrote no supo si lo estaban esperando, aunque tiene la impresión de que el ataque no iba dirigido contra él, sino contra cualquier persona que a esa hora pasase por ese lugar; que no encuentra motivos para que alguien quisiese liquidarle, pues nunca ha hecho mal a nadie.

–Sin embargo, alguien te quiere muy mal.

–Te repito que no tengo enemigos, sólo amigos.

El inspector anotó: “Sin enemigos declarados”.

–Pero siendo abogado, vale sopesar si algún cliente descontento, algún damnificado…

–¡Imposible! No me he puesto la toga en mi vida. Me licencié en Derecho, pero me he dedicado a la economía financiera como administrador e inversor de capitales privados.

–¿Y el dinero no crea enemigos?

–Sobre todo crea deudores tentados a salir huyendo. Pero debo decir que no he arruinado a nadie –aseguró Juanpe.

Tilo le miró fijamente, afirmó que “la venganza existe” y le invitó a revisar sus relaciones sociales y profesionales. Era su segunda invitación. La primera consistió en animarle a repasar mentalmente una y otra vez los momentos previos a la agresión a ver si además del rostro de la mujer rubia que le tendió la emboscada encontraba algún detalle significativo para la investigación.

–Casi siempre funcionamos automáticamente –le dijo con énfasis persuasivo–, pasamos a diario por delante de la Cibeles, dando por hecho que sigue ahí petrificada en su carro. Ni siquiera la miramos ni, por supuesto, sospechamos que haya sido decapitada. Y de pronto la encontramos sin cabeza en la foto del periódico.

Mientras le entregaba una pequeña libreta de su colección particular para que anotara los datos que pudieran derivarse de la tarea encomendada, apareció el auxiliar de enfermería en la esquina del edificio y les gritó para que regresaran inmediatamente.

–¡Pero cómo se les ocurre! ¿No saben que está prohibido salir del hospital? –Les conminó.

Tilo le pidió disculpas y puso cara de circunstancias.

–Me juego una sanción de aúpa –añadió el sanitario.

–He salido a fumar porque sin tabaco no termino de funcionar –se justificó Juanpe.

Tilo dejó la silla rodante en manos del empleado, anotó el número de teléfono de la víctima en la contraportada de la libretita y se despidió.

C1.- Juanín tenía un sueño

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

La cirujana auxiliar Gabriela Cabello corrió detrás de su jefa hacia la entrada de urgencias. La alarma concentró en la sala de curas a todo el personal sanitario operativo en aquellos momentos. Enfermeras, auxiliares y especialistas cayeron sobre la camilla rodante del herido, evacuado en helicóptero, como un grupo de ángeles dispuestos a impedir que las parcas se llevaran consigo a aquel muchacho. Había perdido mucha sangre, se hallaba inconsciente, pero seguía vivo. Lo rodearon por ambos costados, le realizaron análisis de los órganos vitales, evaluaron con sus sofisticados instrumentos las carencias inmediatas, le aplicaron oxígeno, le practicaron una transfusión sanguínea, le suministraron suero, sedantes, antibióticos y otros fármacos en vena.

La cirujana y su ayudante se mantuvieron en un ángulo de la sala, procurando no estorbar mientras los especialistas se esforzaban en que el herido recuperase las constantes vitales y adoptaban las decisiones más convenientes. Enseguida entraron en acción sobre el área de su competencia: los huesos. Se distribuyeron la tarea: Gabriela la pierna izquierda y su profesora la derecha. Asistida por un enfermero y dos auxiliares, la joven cirujana palideció ante el horror de la extremidad desnuda y sanguinolenta. La tibia astillada asomaba por la piel como si fuera un cuchillo; el pie, destrozado, se mantenía unido a la pierna por la piel rasgada y los tendones.

Al ver la calza de ciclista, Gabriela sintió un palpito extraño, se incorporó, separó un instante el lienzo que protegía la cabeza del herido. “¡Oh Dios, es Juanín! ¡No, Juanín, nooo!” Clavada ante el herido recién intubado, estalló en sollozos. Juanín era amigo suyo, un chaval formidable, un ciclista prometedor. Las lágrimas se apoderaron de su rostro. El enfermero y la cirujana senior la separaron de la camilla y la condujeron a la sala de descanso. “Estas cosas ocurren, cariño, no podemos evitarlas”, dijo la superior con afán de serenarla. Las dos sabían que el herido se quedaría sin piernas, aunque lo importante ahora era salvarle la vida. La cirujana jefe le dio un vaso de agua fría, la obligó a beber y permaneció sentada con ella unos minutos. Luego se incorporó. “Ánimo, Gabi, cariño”, reiteró. Y regresó al quirófano.

A solas, la joven doctora lloró la nube que le oscurecía su cerebro hasta que, poco a poco, se fue serenando. Media hora después comenzó a racionalizar la emoción y a comprender la desgracia como algo irreversible. Su profesora tenía razón, siempre la tenía: “No podemos hacer nada para evitar lo sucedido, sólo curarle y que conserve la vida”. Se incorporó, se lavó la cara, vio la larga y laboriosa cura de las piernas destrozadas de Juanín a través de la claraboya de cristal de la puerta que separaba la sala de descanso del área séptica.

Mientras contemplaba las evoluciones de los médicos y enfermeros en torno al herido, Gabriela pensó en las injusticias de la vida y en la fatalidad del destino. Un chaval como Juanín puede tener un sueño: convertirse en ciclista profesional sin dejar de ayudar a su padre en el horno de la panadería de La Nava y en las tareas de distribución del pan; puede tener las condiciones físicas y mentales para llegar a ser un buen corredor, un líder en la montaña, un campeón; puede sacrificarse al máximo en la persecución de su sueño, robar horas al asueto y la diversión para entrenar, recorrer rutas por carreteras sinuosas, evaluarse; se puede imponer una dieta alimentaria estricta, sin desviaciones, sin grasas, sin una gota de alcohol. Juanín era disciplinado y hacía todo esto. Si algún viernes quedaba con sus amigos para ir al cine o a la discoteca de Navahermosa, se tomaba un agua tónica y se largaba a las dos horas. Ella lo conocía y admiraba. Bailó con él muchas veces. Aunque era nueve años mayor que él, sentía atracción por aquel muchacho de poco más de diecisiete. Más que imán físico, experimentaba una mezcla de fascinación y suspense hacia él; fascinación por su capacidad de sacrificio y suspense por saber hasta donde podía llegar.

Si, Juanín, el hijo del panadero de La Nava, tenía un sueño. Y ahora… ¡Maldita sea!

Gabriela volvió a sollozar. Sus ojos se humedecieron de nuevo al recordar los recortes de los periódicos deportivos que siempre guardaba en el bolsillo. El último que le mostró era el calendario de la copa de España en Ruta Sub-18. Tenía ilusión en participar. Le mostró las fechas: etapas salteadas en fines de semana aquí y allá que no obstaculizaban su trabajo en la panadería. Costaban dinero porque había que desplazarse: el 8 de abril, Torredonjimeno; el 22, Villanueva de Castelón; el 25 de febrero, Badajoz; el 10 de marzo, Eibar; el 13 de mayo, Alcalá de Henares.

Lo conocía desde que era un niño, un mocoso inquieto que revolvía los cajones en busca de algo interesante, hojeaba los libros por si tenían algo más que letras. Una vez encontró dinero, billetes de curso legal que había guardado el abuelo para alguna emergencia. Llegaba acompañado de su hermana Raquel y no paraba ni para merendar aquellas tostas de pan con aceite de oliva, tomate y anchoas que tanto le gustaban. Las tardes de verano en que ella estaba de vacaciones en La Nava y su amiga Raquel venía a verla con el pequeño Juanín, él ya sabía lo que quería ser: ciclista. Ella contribuyó incluso con un buen pellizco a la compra de su primera bicicleta de carreras, “la bicicletina” le llamó.

Unos años después, cuando pegó el estirón y empezó a hacerse mozo, ella también se aficionó al ciclismo y le acompañó, junto a otros amigos de La Nava, Espinoso, Los Lucillos y San Pablo en sus rutas dominicales. Se hicieron camisetas de la peña ciclista y le dieron duro al pedal. Él despuntaba entre los mejores. Aprovechaba los repechos de las estrechas carreteras entre pinos y chaparros para colocarse en cabeza. Subía las lomas y los cerros sin perder ritmo. La montaña era su elemento, descolgaba a todos los compañeros y pronto le reconocieron como líder, el mejor escalador. El solía esperarles en la cima. El camino de los Arrieros era la ruta preferida. Tenía cinco kilómetros de pedaleo fácil, con algunos badenes y ondulaciones divertidas hasta llegar al cruce del camino de las Viñas, donde empezaba la cuesta arriba, una pendiente de ocho kilómetros con un cinco por ciento de elevación que alcanzaba el once a dos kilómetros en la cima. Los que se sentían con fuerza seguían a Juanín hasta agotarla y los que andaban flojos o rehuían el sufrimiento, torcían hacia el camino de las Viñas y les esperaban en la venta de la Chana al frescor del arroyo Amargo.

Juanín era el mejor cuesta arriba, un escalador explosivo y constante, el mejor ciclista en varios pueblos a la redonda. Federico Martín Bahamontes era su ídolo histórico y su ejemplo cercano. En La Nava, donde la gente se hacía lenguas sobre el hijo del panadero y cultivaba la esperanza de que pusiera a la aldea, a la capital comarcal (Navahermosa) y provincial (Toledo) en el mapa del pabellón de la fama, le consideraban un joven de gran calidad humana; no había querido estudiar más allá del bachillerato, pero había cursado un módulo de panadería y bollería y perfeccionado las técnicas de su padre, diversificando los productos. Aunque su hermana se había casado y emigrado a Barcelona, el panadero tenía la suerte de contar con un hijo admirable y un ciclista prometedor que con dieciséis años ya había ganado la clásica para aficionados Illescas-Toro de Osborne-Illescas y demostrado que no sólo era buen escalador, sino también bueno contra el crono.

Dos horas después de la estabilización y las curas urgentes pasaron al joven Juanín a la Unidad de Cuidados Intensivos. Seguía dormido, pero la transfusión de sangre y de oxígeno había atenuado el peligro. Los especialistas afirmaron que el descenso del riego sanguíneo no había dañado el cerebro. La saturación en sangre era aceptable, el corazón bombeaba satisfactoriamente y las demás constantes vitales permitían una intervención quirúrgica inmediata. Sin embargo, la cirujana jefa decidió esperar a que recuperara la consciencia. Quería informarle de la gravedad de las lesiones antes de anestesiarle y serrarle los huesos. Sería una intervención larga.

La cirujana pidió a su ayudante que la acompañara. Salieron a la sala de espera, Gabriela vio a los padres de Juanín, se aproximó a ellos, saludó al padre y besó a la madre. El señor Picatoste y su esposa habían sido informados por la Guardia Civil de que su hijo había sufrido un accidente muy grave: lo atropelló un vehículo semipesado y había sido trasladado en helicóptero al servicio de urgencias del hospital provincial, le dijeron. La ansiedad del señor Picatoste y de su esposa, una mujer muy delgada en contraste con su marido, se leía en sus ojos:

–¿Qué le ha pasado, cómo está?

–Yo se lo explico, vengan con nosotras –dijo la cirujana jefe.

Les condujo a su despacho, los invitó a sentarse. Gabriela les sirvió dos botellines de agua. La iban a necesitar, se dijo. La jefa de cirugía movió varias carpetas como si estuviera buscando el expediente del herido, aunque, en realidad, se limitaba a hacer tiempo para facilitar la relajación de los progenitores. Tenía experiencia en estas lides y procuraba atemperar el impacto de la pérdida. Gabriela se mantuvo de pie detrás don Juan Picatoste, un hombre fuerte, calvo, con cara de buena persona, de unos sesenta años, y de su compañera, doña Encarnita Sotera, otoñal, muy pálida pero guapa a pesar de su delgadez, quien enseguida demostró su fervorosa religiosidad. Gabriela confiaba en que ese acendrado catolicismo le ayudase a encajar la desgracia. Su jefa levantó la vista de los papeles, les miró con aire apacible y les informó:

–Su hijo Juanín Picatoste, de 17 años, vecino de La Nava, ingresó a las 7:58 horas de hoy, domingo, 27 de octubre, en el servicio de urgencias en una situación muy crítica, con pérdida de conciencia y de una tercera parte del flujo sanguíneo, provocado por heridas muy graves en ambas extremidades inferiores. Su diagnóstico es muy grave. Se le ha practicado transfusión de sangre y plasma suplementario, oxígeno, medicamentos y sedantes, así como varias curas urgentes en ambas piernas, el costado y los hombros. Por suerte no ha sufrido daños en la columna vertebral. Tras recuperar las constantes vitales, ha pasado a la UCI, donde esperamos que recobre la conciencia para operarlo.

–¿Qué quiere decir con heridas muy graves en las extremidades inferiores? –Preguntó el señor Picatoste.

–Conservará la vida, aunque perderá las piernas –dijo la doctora.

–Pero…

–La izquierda por debajo de la rodilla y la derecha por encima –añadió.

Doña Encarnita sollozó, miró a su marido.

–Lo sabía, oh Dios mío… Sabía que esa pasión suya por la bicicleta… –alcanzó a decir antes de estallar en un fuerte llanto.

El señor Picatoste apretó los puños y agachó la cabeza hacia el suelo como si quisiera que lo tragara la tierra. Gabriela se acercó a la mujer, le puso ambas manos en los hombros y le susurró palabras de consuelo. Las mismas que su jefa le había dicho cuando reconoció al herido.

–Doctora, ¿me está diciendo que no podrá andar nunca más? –Preguntó el señor Picatoste elevando la cabeza después de medio minuto.

La cirujana jefe le explicó la gravedad de las fracturas de huesos de ambas piernas. Era como si le hubiera estallado una mina en una zona de guerra y al mismo tiempo le hubiera pasado un camión por encima. El pie y los huesos de la pierna izquierda estaban quebrados, astillados, inservibles, y la rodilla derecha había quedado destrozada. «Eso no significa –añadió mirándole fijamente– que haya perdido la posibilidad de andar, pues las prótesis han alcanzado un nivel de perfección muy alto».

El señor Picatoste extendió el brazo sobre los hombros de su esposa y la atrajo hacia su pecho al tiempo que Gabriela le suministraba otro pañuelo de papel para que se limpiara las lágrimas y su jefa le abría el botellín de agua.

–Bebe agua, cariño. Ya has oído a la doctora: podrá andar –intentó animarla el señor Picatoste– ¿Podemos verle?

–Todavía no. Tal vez mañana si la operación sale como esperamos –le decepcionó la directora de cirugía ósea.

El panadero dirigió una mirada interrogante a Gabriela, como si esperara una respuesta sobre su influencia. Ella captó el mensaje.

–Quizá les podamos permitir –dijo, mirando a la superiora– que se acerquen a la claraboya de la puerta de la UCI para verle. No pueden pasar porque es una zona séptica, pero…

La superiora asintió.

–Desde luego, pero no se asusten si le ven cubierto por una telaraña de tubos –les advirtió.

La joven cirujana Gabriela Cabello recordaría toda su vida la tarde de octubre en que serró los huesos de las piernas de su muy querido Juanín Picatoste. Fue una operación compleja y larga en la que intervinieron otros especialistas en cardiología, sistema nervioso y neurología, al cabo de la cual el joven que corría detrás de un sueño –llegar a ser un gran ciclista, el mejor, digno sucesor de Federico Martín Bahamontes, el Águila de Toledo– despertaría a la decepción y el desconsuelo. Recordaría también las horas de abatimiento de Juanín en aquella habitación de hospital durante su larga convalecencia. El adolescente lloraba cada media hora, se negaba a comer y sólo quería una cosa: morir. Como si eso fuera tan fácil.

El paciente recibía terapia de una psicóloga que le torturaba repitiendo cada día el mismo mensaje: “El ciclismo no es lo más importante de la vida, es una afición que dura poco tiempo”. Eso le decía. “En cambio, la práctica de la vida dura siempre”, añadía. Sus palabras eran frías, distantes y cargadas de razón. Le formulaba preguntas sencillas sobre el día de ayer, el capítulo de la serie de televisión, la actualidad política, deportiva… Trataba de entretenerlo durante la media hora de duración de su consulta y siempre se despedía con aquel mensaje que pronto comenzó a completar con la recomendación de que buscarse otra afición. “El ajedrez sería la mejor”.

Juanín no quería ver a aquella psicóloga ni en pintura. Pidió a Gabriela que se la quitara de encima. La médica hizo gestiones y consiguió que le pusieran otra. En cambio no pudo evitar que el cura del pueblo, que solía acompañar a su madre en las visitas diarias, se abstuviera de venir a torturarle con el mensaje de que estamos en manos de Dios. “Si Dios todopoderoso no ha querido llevarte consigo es porque quiere verte salir adelante”, le repetía un día tras otro con esas o con distintas palabras. Tampoco en las frases de fingido interés del sacerdote había calor ni cercanía. Sólo el cariño de Juanín hacia su madre frenaba su impulso de mandar al sacerdote al infierno.

Tanto la psicóloga como el cura se hallaban en esa edad intermedia, entre los treinta y los sesenta años, en la que predomina la eficacia, la frialdad y el rigor profesional sobre los afectos. La edad sin piedad en una sociedad despiadada los convertía en detestables, cencerriles ante Juanín.

–¿Es que no entienden que el ciclismo no es un hobby, es mi vida? –Se quejaba ante Gabriela, quien se esforzaba en consolarle y hacía lo posible por que recuperara las ganas de vivir. No era fácil porque al no poder ponerse de pie –ya no tenía piernas– se equiparaba a una escoria cada vez que le ayudaba a incorporarse en la cama y le trasladaba a una silla ergonómica con ruedas.

Con todo, la joven cirujana perseveraba en el esfuerzo de subirle la moral. Aprovechaba sus pausas y descansos en el hospital para acudir a la habitación a entretenerle. Hablaban. Ella le llevaba libros. Entonces descubrió las novelas de intriga e investigación policial y a partir del interés que suscitó en Juanín un relato de Domingo Villar, buscó y encontró en ediciones de bolsillo otras dos novelas de aquel autor gallego. Juanín las leyó, pero no pudo leer más. Lástima que el autor muriera y dejara de escribir antes de tiempo. Fue un punto de inflexión para Juanín.

Un mes después del atropello, las pesquisas de la Guardia Civil seguían sin aportar indicio alguno sobre el autor de la desgracia. El tipo o tipa, lo que fuera, había arrollado al ciclista y seguido adelante sin parar a socorrerlo. Eran poco más de las 7:30 de la mañana de aquel domingo de octubre sin actividad laboral, pasaban pocos coches a aquella hora y no había testigos del incidente. Juanín habría muerto desangrado si unos minutos después de ser arrollado no acierta a aparecer en su motillo un campesino que iba a una granja cercana a cebar al ganado. Vio la bicicleta destrozada junto al cuerpo de Juanín en la cuneta, paró, reconoció al chaval, se percató de las heridas en las piernas, le rasgó el pantalón, le hizo torniquetes con los perniles para frenar la hemorragia. Acto seguido se quitó la camisa, la rompió y lo vendó. Rápidamente empuñó el teléfono móvil, llamó a emergencias e informó de la situación y del punto donde se encontraba. Luego, tal como le indicaron, hizo un fuego con un puñado paja rastrojera, hojas secas y palos de chaparros para orientar con el humo a los tripulantes del helicóptero. Quince minutos después, el pájaro de hierro se elevaba llevando a Juanín en una camilla al hospital provincial.

El joven entrenaba todos los días por las carreteras comarcales de siete a nueve de la mañana. Ayudaba a su padre con la hornada de pan y luego salía con la bicicleta. Los domingos eran distintos. Se citaba con los colegas y amigos del grupo en la Venta de la Chana, al pie de Navahermosa, y hacían rutas largas, de hasta sesenta kilómetros. Cuando regresaban al punto de partida ya las chicas que iban y no iban a misa revoloteaban por el patio floreado del establecimiento, conversaban con ellos y se dejaban invitar a cerveza. Casi todas eran de familias de agricultores y ganaderos pudientes. Serían enviadas a la Universidad en Toledo o en Madrid cuando acabaran la enseñanza media obligatoria, por lo que sus temas de conversación eran, además de la música, el cine y las redes sociales, el futuro que les esperaba como estudiantes lejos de casa, es decir, en semilibertad. Juanín se entretenía un poco con ellas y sus amigos, pero no se demoraba; aún le faltaban veinte kilómetros para llegar a casa y relevar a su madre en la tahona con el fin de que tuviera a punto el almuerzo cuando su padre regresara del reparto.

El día que lo arrollaron, ellos le esperaron, le llamaron por teléfono, telefonearon a su casa y tras saber por boca de su madre que había salido a las siete de la mañana para correr con ellos, siguieron esperando un tiempo prudencial por si había pinchado o sufrido una avería. Le llamaron al móvil varias veces y al ver que no contestaba, intuyeron lo peor. Y lo peor fue pésimo para el joven campeón: jamás podría volver a correr en bicicleta y estaba por ver que pudiese caminar.

La noticia del atropello y la fuga fue publicada en la prensa provincial y regional. Las emisoras de radio de la comarca se hicieron eco de la desgracia. El corresponsal local, un hombre mayor que había sido cartero hasta la jubilación, accedió, a instancia de los amigos de Juanín, a publicar una segunda crónica sobre la falta de resultados de la investigación de la Guardia Civil sobre el fatídico suceso. Pero ni los detalles de la pérdida de ambas piernas ni la buena fama del muchacho y su familia estimularon a los responsables de la verde institución policíaca a aportar más medios y proseguir la búsqueda del canalla o los canallas que lo desgraciaron de por vida. El asunto se fue apagando como un tronco de encina cubierto de ceniza en la chimenea y al cabo de un mes pasó a la carpeta de materias sin resolver.

Fue entonces cuando los amigos del grupo de ciclistas aficionados, que se turnaban para ir a visitarlo al hospital, se conjuraron para investigar el atropello con la doctora Gabriela y con Raquel, la hermana de Juanín, quien se había casado y fijado su residencia en Barcelona. Trazarían un plan, formarían parejas, se repartirían las pesquisas, mantendrían la comunicación entre sí, removerían Roma con Santiago y no pararían hasta averiguar quién o quiénes le habían jodido la vida y ponerlos a disposición de la Justicia para que recibieran su merecido. Eso prometieron a Juanín.

Juegos de ‘guasap’

Cuentos y descuentos del sábado (9-02-2024).— Luis Díez

Los alumnos se aburrían y comenzaron a jugar a las palabras por WhtsaApp. Uno escribía “Bar-celona” y otro u otra replicaba “Bar-co” y otro (siempre inclusivo) añadía “Bar-tolo” y agregaba otro “Bar-ein” y se sumaba otro “Bar-lovento” y otro arrimaba “Bar-quero” y así sucesivamente hasta acabar con los bares y, por cambiar, se enredaban con las erratas y uno escribía “Ibertrola” y otro aumentaba “Endosa” y otro sumaba “Toydiota” y otro añadía “Bebeuva” y asestaba otro: “Hay untamiento”.

Luego, cuando alguno se aburría de las erratas proponía: “No es lo mismo Cipriano que el ano de Cipri” y enseguida el aludido replicaba: “Ni Ramón Eximio que el exsimio Ramón”, y terciaba otro: “Ni un conejo de indias que unas indias en conejo” y aportaba el siguiente: “No es lo mismo Nikita ni pon que el nipón Nikita” y prorrumpía otro (u otra, entiéndase el inclusivo): “Ni el profesor en bolas que las bolas del profesor”.

Los juegos de las erratas y de no es lo mismo seguían su curso durante días y días al tiempo que iban apareciendo otros entretenimientos un poco más sugerentes, pues los alumnos, ya crecidos, pertenecían a un centro de bachillerato superior. Uno lanzaba “el juego de los principios” y detrás de la pregunta: “¿Qué libro empieza con esta frase?” escribía: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre…” Demasiado fácil. Al instante se acumulaban los Quijotes.

Otro añadió: “Ve y diles que no me maten”. El cuento de Juan Rulfo ya era harina de otro costal y los jugadores tardaban en contestar. Otro aportó: “En aquellos tiempos (y muy buenos tiempos que eran) había una vaquita (mu)»… Pasaron horas hasta que alguno respondió que era el comienzo del Retrato del artista adolescente del muy, pero que muy pesado James Joyce. En cambio, el comienzo de Cien Años de Soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”) acumuló respuestas al momento. Sin duda a Gabo (Gabriel García Márquez) le habría gustado vivir para verlo.

Así las cosas, quien más quien menos se esmeró en hacer su apuesta. Y por allí fueron desfilando los comienzos de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín, de Platero y yo, de las novelas de Coetzee (John Maxwell) y, cabe suponer, que de muchos más autores sobresalientes cuyos libros andaban rodando por casa. Uno escribió: “Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados”. No tardaron mucho en descubrir que era el comienzo de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón.

Al paso de los días, algunos profesores descubrieron que los alumnos se lo pasaban chupendi (o como se diga) comunicándose por guasap (o como se diga). Entonces decidieron que en vez de explicar las temáticas lenta y laboriosamente para que todos las entendieran bastaba con apuntar en la pizarra las direcciones de Internet donde unos expertos en la materia las exponían divinamente. De este modo se ahorraban trabajo y los estudiantes, que manejaban la red de redes como los dedos de sus manos, sólo tenían que buscar, clicar y prestar atención para aprender la lógica matemática, el álgebra, la trigonometría, los valores y las valencias de las mezclas y combinaciones físicas y químicas de los materiales.

Sin embargo, otros profesores advirtieron el riesgo de ser suplantados por colegas virtuales y de quedar reducidos a jarrones chinos tan bonitos como inútiles. Y unos y otros acordaron pedir a las autoridades competentes que decretaran la prohibición de los teléfonos móviles en todos los centros de enseñanza. Así lo hicieron. Pero eso no quita para que los muy golfos, engolfados en las lenguas y literaturas, mantuvieran en la clandestinidad aquellos juegos, incluido el de los principios, que les llevaban a consultar y leer libros, muchos libros.

Y el discurso era el insulto

Cuentos y descuentos del sábado (2-02-2024).Luis Díez

En el trayecto del metro Fiol relató a Marisa la sorpresa de su amiga hispanista de almendrados ojos Yoko Miri por el trato que aquí, en el Reino de España, se dispensaban los políticos. “Siente una perplejidad de doble filo”, le dijo. “Por un lado le sorprende que insulten al presidente del gobierno, algo impensable en Japón, y por otro se extraña de que en la tierra de Francisco de Quevedo y Villegas carezcan de chispa, ironía, una micra de arte”.

–¿Le habrás dicho que somos gente de sangre caliente, pero que perro no come perro?

–Si, y también que le llaman “perro”. Pero la verdad es que está muy impresionada. Eso de ver a una dirigente política tildar de “hijo de puta” al presidente del gobierno desde la tribuna de invitados del Congreso y luego pedir que no se tergiversen sus palabras, pues dijo: “Me gusta la fruta”, impresiona casi tanto como las llamadas de otro opositor de ultraderecha a ultimarlo: “Hay que colgarlo cabeza abajo” (como al fascista Mussolini).

–Comprendo que alucine en colores.

–No sólo eso: se ha puesto a estudiar el discurso del insulto.

–El insulto como discurso, querrás decir –puntualizó Marisa.

–O el insulto como arma política –añadió Fiol.

–De las derechas –precisó Marisa.

–Si, las del mal perder. Bueno, pues ahí me tienes de anfitrión y documentalista de nuestra imperial visitante del sol naciente sobre los dicterios de aquel jefe de la oposición de derechas contra el presidente socialdemócrata de mejor talante que haya habido en España.

–Lo recuerdo, le acusó de “traicionar a los muertos”, es decir, a las víctimas del terrorismo, que es lo peor que le podían llamar por buscar la paz y el final del terrorismo etarra. Incluso se manifestaron contra él y al grito de “con Zapatero como con su abuelo” pedían su fusilamiento. Al abuelo lo eliminaron los golpistas facciosos del 18 de julio de 1936.

–Si, el opositor Mariano era tremendo. Llevaba un saco de improperios y en cada debate, ala, “traidor, bobo, grotesco, frívolo, cobarde, veleidoso, confuso, acomplejado, inestable, insensato, chisgarabís, taimado, batasuno, radical, débil, maniobrero…

–Para, para.

–…hooligan, descerebrado o sin criterio… Aquel Rajoy lanzaba coces por la laringe como si fueran confetti de colores. ¡Qué tío! Y hay que ver cómo se enfadó cuando, unos años después, siendo presidente del Gobierno, el nuevo dirigente socialista en la oposición, Pedro Sánchez, le dijo en un debate electoral: “Yo soy un político honrado y usted no”. Le tildó de “ruin, mezquino, deleznable”. Al final, aquel Mariano de Pontevedra cayó por la corrupción, la caja B del partido, la tangentópolis, la pasta en Suiza, los sobresueldos… Y de nuevo, vuelta al insulto.

–Vamos que tu amiga hispanista tiene materia para un artículo largo –dijo Marisa.

–¿Largo..? En cuanto la documente sobre otros detalles de la dialéctica política del Reino de España como esa tendencia al motejo tendrá tela para escribir un ensayo.

–No sé a qué te refieres.

–¿No has oído hablar del Guerra, Alfonso Guerra, todo un personaje político del Partido Socialista que al comienzo de la transición empezó a poner motes a sus colegas? Al entonces presidente del Gobierno Adolfo Suárez, le llamó “tahúr del Missisipi”, al ministro de Exteriores José Pedro Pérez Llorca lo motejó “Zorro Plateado”, al mencionado Mariano Rajoy le calcó “Mariposón” y al también citado Zapatero, aunque era de su partido, le puso el mote de “Bambi”. Algunos le atribuían mala leche, pero lo cierto es que tenía arte. Y caracterizaba con mucho fundamento. Suárez guardaba un as en la manga, Pérez Llorca alisaba su melena de pelo blanco, Rajoy iba de ministerio a ministerio como las mariposas de flor en flor, Zapatero era de apariencia tierna, delicada… Y así sucesivamente.

–Joer, Fiol, mi estación. Que tengas buen día.

–Igualmente, adiós hermosa.

Urgencias

Cuentos y descuentos del sábado (24-02-2024).–Luis Díez

“Uno gritaba: ¡Sacadme de aquí! Otro vociferaba: ¡Enfermero, socorro! Una mujer lanzaba un ay cada veinte segundos. Otra clamaba: ¡Hacedme las uñas! Otra pedía a gritos que le dieran de comer… Sobre la una de la noche, cuando me dejaron aparcada, aquello se parecía más a la casa de los orates que al Servicio de Urgencias de un hospital”.

Tía Inés era dulce, buena, entrañable, pero en cuanto te descuidabas te echaba unas parrafadas a lo Marcelino Camacho que te obligaban a acordarte de Séneca y aceptar el estoicismo a tiempo parcial para no desairarla. Le gustaba contar cosas y hablaba a su ritmo tranquilo, lento, pausado, sin desaprovechar minucias descriptivas ni dejar de mirarte a intervalos.

“Lo más curioso –siguió contando– era que los vocingleros de aquella sala donde se contaban diez o doce muertos vivos o vivos moribundos respetaban el turno de palabra como si lo hubieran acordado de antemano. No se solapaban ni pisaban. Uno tras otro soltaban su discurso… bueno, su lema, que por algo es la síntesis del discurso, y esperaban a que les tocara el turno para repetirlo, repetirlo, repetirlo”.

“Puesto que no les hacían caso, algún vocinglero decidía modificar su lema y entonces los otros –menos la mujer que decía ay— también lo cambiaban. Así, la anciana que pedía que le hicieran las uñas reclamaba ahora que le pusieran la cuña; el tipo que pedía que lo sacaran de allí y aullaba como si fuera el presidente en funciones del Consejo del Poder Judicial, clamaba de pronto: ¡Dejadme libre, me quiero ir! El que llamaba al enfermero ya no pedía socorro, ahora gritaba: ¡Mozo, me he cagado!”

Con tía Inés había que tener paciencia, que por algo es la palabra favorita de los pacíficos y los científicos, pero algunas veces sus pláticas adolecían de pasajes interesantes y otras veces, por no decir casi siempre, se esforzaba en ponerles semillas de incertidumbre a ver si brotaba el suspense.

“Para entonces ya me habían sacado sangre para los análisis, conectado a las máquinas que miden las constantes vitales, implantado una vía para meterme fármacos líquidos en vena, insuflado aerosoles y aplicado un respirador de oxígeno. Me sentía mejor, deseaba dormir. Le pregunté a una auxiliar de enfermería si toda la noche era así y me contestó que sí. Pues hagan algo, atiendan a esos quejosos, le dije. No me respondió. Pero unos minutos después se acercó una enfermera a hacerme saber que les ponían calmantes, sedantes y estaban bien atendidos, y me preguntó quién coño era yo para afirmar que aquello era peor que Gaza. Perpleja me dejó. Y como jamás se me habría ocurrido tan desatinada y cruel comparación, evité mejorar el silencio”.

“Di tu que al paso de las horas te ibas acostumbrando a las quejas y lamentos del que clamaba al fondo de la sala: ¡Socorro, enfermera, me he tragado la polla! (Quizá se refería a la ampolla), del que llamaba: ¡Mamá ven! De la que emitía a tu lado un ay cada veinte segundos y, desde luego, del que reclamaba su liberación como si fuera rehén del consejo del poder judicial. Éste, por cierto, iba bajando el volumen de sus bramidos, señal de que las ínfulas también se agotan».

«Hubo un momento en que estuve a pique de agarrar el sueño, pero entonces sonaron las alarmas del techo y el personal sanitario se apresuró a atender a los heridos o enfermos graves que llegaban. Al mismo tiempo los auxiliares, camilleros, celadores… llevaban y traían máquinas, movían a los pacientes de un lado a otro, trasladaban a planta a algunos que parecían vegetales… Un sindiós. Como para pegar ojo…”

«De pronto, sobre las cinco o las seis de la madrugada, enmudecieron los orates. Era como si los corticoides les hubieran cortado la voz. Sólo la mujer que decía ay seguía con su rítmico lamento de baja intensidad. Los demás ni mu. ¿Qué esta pasando? Le pregunté a la enfermera que se acercó a retirar el frasco del goteo y, en respuesta, me subió la camilla unos centímetros y señaló a un paciente alineado allí enfrente. Me fijé en él, pálido como la cera, y dije: parece muerto, a lo que la enfermera asintió: sí, ha muerto. ¿Por eso los vocingleros..? Sí, por eso se han callado”.

–Joer tita, cuánto me alegro de ya estés bien –dije sin prever su siguiente plática sobre el excelente trato sanitario recibido.

–Si hijo sí, sigo viva, qué remedio.

¡Más sandeces, es la guerra!

Cuentos y descuentos del sábado (10-02-2024).–Luis Díez

Fiol encontró al profesor Meodias bastante decepcionado. El docente, un tipo ameno, buen conversador, iba hacia el Madueño, taberna con historia, en la que jugaba ajedrez a media tarde con otros colegas jubilados.

–Voy con usted y le invito a un gin-tonic –le dijo Fiol.

–Mejor un mosto; a determinada edad conviene tener cuidado con los destilados.

Echaron unos párrafos sobre la actualidad política y enseguida el profesor manifestó su disgusto “con ese líder que tenemos”.

–Lo tendrá usted, yo no –se apresuró Fiol antes de interesarse por la queja–: ¿Qué ha hecho ahora?

–Mira que confundir los pedos y el estiércol del ganado (gas metano) con el metanol, un disolvente combustible…

–Bueno, eso no tiene mayor importancia; también dijo que Pablo Picasso era catalán y todos sabemos que era andaluz de Málaga.

–Ya, pero esos errores fastidian, deterioran el discurso. De un dirigente de derechas esperábamos mayor nivel cultural.

–No se amargue, profesor; acuérdese del tautológico seguidor de la señora Merkel o, sin ir tan lejos, de la lideresa Aguirre sobre la “gran pintora Sara Mago”.

–De la Guarri ni me hables. Pero me da pena que a nivel de nivel sigamos bajando de nivel.

–Pierda cuidado, profesor; verá usted como enseguida cambian al líder; la de los coches de carreras viene pisando fuerte, respaldada por ese señor Ánsar, que diría su amigo Bush Jr, que, al menos, hablaba catalán en la intimidad y leía poesía.

–Si nos ponen a la Abuso estamos aviados.

–No se yo, profesor; tenga en cuenta que la sandez cotiza al alza en la bolsa electoral.

–Cierto y verdad, amigo Fiol. Toda la vida desasnando muchachos ¿y para qué? Para llegar a este teatrillo de morcilleros y algún que otro chorizo –musitó Meodias.

–Si hubiera hecho caso de Unamuno, quien dejó escrito: “Ignorancia, cantidad positiva”, no agarraría estos berrinches.

–Eso lo dejo para aquel ministro franquista que se tomó en serio la ironía de don Miguel y llegó a proclamar: “¡Más balón y menos Latín!”

Ya ante la barra de Casa Madueño, Fiol se interesó por otros asuntos de la vida y su viejo profesor de lengua y literatura maldijo las guerras y a los que las provocan y, bajando al terreno de la carestía, se sintió atracado por las facturas de Ibertrola, a lo que en vez de aconsejarle que cambiase de compañía de suministro energético, a Endosa, por ejemplo, Fiol le dijo: “Pues cambie de líder, profesor. ¿No ve usted que ese defiende el latrocinio de los oligopolios y rechaza los impuestos suplementarios a los beneficios espurios de las eléctricas y la banca?” Se quedó pensando el profesor y respondió: “Si, algo habrá que hacer”.


La puta y el líder

Cuentos y descuentos del sábado (3-02-2024).– Luis Díez

Algunas –¿a qué negarlo?– le parecían hermosas, saludables, atractivas. Y si por el instinto fuese, perfectamente abrochables. No olvidemos que somos animales y que ya Epicuro dejó escrito en De rerum naturae (Sobre la naturaleza de las cosas) que todos los animales tienden al placer y rechazan el dolor. Aquellas mujeres tenían su negocio entre las piernas y mercaban placer sexual a tanto el rato. Su filiación y procedencia tanto daban, pues como en la rumba de Manu Chao, se llamaban “calle”. Calle Peligros, calle Ballesta, calle Valverde, Red de San Luis…

Muchas noches, cuando el líder pasaba por allí camino de casa, algunas le alargaban una pierna como si fueran a ponerle la zancadila, otras le decían “vente”, otras le susurraban sus tarifas. Él sonreía y les contestaba moviendo la cabeza a derecha e izquierda. En ocasiones, alguna insistía y él la disuadía: “No, guapa, no gasto”.

El líder era un hombre peripatético, le gustaba pasear y meditar por la noche. Solía trabar la reglamentaria en el cinto por si los fachas o algún indeseable intentaban atacarle, y salir a caminar después de cenar, cuando la ciudad se sosegaba. Téngase en cuenta que el líder era carismático, había salido por televisión casi tantas veces como días tienen los años y predicado en cientos de pueblos y ciudades: desenvainaba la mayeútica de Platón y a fuer de preguntas intentaba enseñar a la gente a pensar.

Una de aquellas noches en que el líder del “movimiento político y social transformador de la realidad” pasaba por allí se vio sorprendido por una mujer tan ligerita de ropa que daba frío. Ella no le alargó la pierna ni le susurró la tarifa, sino que se enganchó a su brazo como un candado.

–Que no, hermosa, que no gasto –le dijo.

Pero turris burris, la mujer no le soltaba.

–Tiene que ayudarme –decía.

–No llevo dinero –respondía él.

–No es eso, tiene que subir conmigo a ayudarme –imploraba ella.

–Bueno, bueno –aceptó él un poco intrigado.

Entraron en el portal del viejo edificio sin ascensor y él la siguió escalera arriba hasta la tercera planta. Ella abrió la puerta del piso y le condujo hasta una habitación donde había un hombre tendido en la cama.

–Tiene que ayudarme a bajarlo –le pidió ella al tiempo que le recomponía el pantalón y le ponía los zapatos.

–Bueno, pues vamos allá –dijo el líder, agarrando el brazo izquierdo del hombre y metiéndole el otro brazo por la entrepierna para cargarlo al hombro como a un herido en el campo de batalla. Pero no estaba herido ni sufría daño ni trastorno alguno; simplemente era un anciano que había quedado tan satisfecho y se hallaba tan a gusto que se negaba a moverse.

El líder carismático lo evacuó con toda la delicadeza de que fue capaz y lo depositó en la puerta de la calle después de mirar a un lado y otro para no ser visto por algún mirón noctivago dispuesto a infligir mala fama. La mujer bajó detrás y le agradeció el favor que le permitía seguir trabajando o como se diga. Y pues se hizo lenguas entre sus compañeras de oficio, aquella noche, sin necesidad de prédicas ni garambainas, el líder ganó un buen puñado de votos.

Le llamaban IA

Cuentos y descuentos del sábado (27-01-2024).–Luis Díez

Marisa y Fiol se volvieron a encontrar en el andén del metro tras las vacaciones de Navidad y Año Nuevo que él había dedicado a visitar a la familia en Cataluña y ella a estar con su compañero y sus hijos y a repasar expedientes atrasados. Después de saludarse y comprobarse mutuamente de una ojeada, ella dijo:

–¿A qué dedicas la jornada de hoy?

–A las adivinanzas –dijo él.

–¿En serio?

–Ya te digo; según mi agenda, he de prepararme para el banquete que por voluntad de mi difunto abuelo damos cada año a su adivina favorita, la señorita Xeni, y a sus amigas magas, brujas y hechiceras, en un hotel de Barcelona.

–Tiene que ser divertido o, por lo menos, ameno.

–Si, esa es mi obligación, que disfruten y lo pasen bien. Mi abuelito dejó dicho que Xeni merecía al menos un homenaje alegre y feliz cada año, al que podía invitar a sus amigas del gremio de las pitonisas en pago por aliviar tantos males, hablarnos del futuro, predecirnos lo que nos puede ocurrir, canalizar nuestra energía de forma positiva y, sobre todo, elevar nuestro estado de ánimo. Él se confesaba con su brujita, la quería mucho y mira.

–Supongo que las adivinanzas forman parte del programa –dedujo Marisa.

–Si, a Xeni le gusta que la aplaudan; creo que es lo que más le gusta, así que voy a preparar un buen ramillete de adivinanzas y como estoy seguro de que acertará casi todas, recibirá repetidas palmas y vítores.

–Y algún “¡Oh!” de decepción.

–Me gustaría, aunque he de trabajarlo bien porque resulta difícil sorprenderla.

–Bueno, ahí donde paras, en la Biblioteca Nacional no han de faltar libros sobre la materia.

–Y que lo digas –respondió Fiol–; desde Montse Gisbert para niños a Nuria Ubiergo, pasando por Miguel Capó y sus treinta enigmas y juegos de lógica, los acertijos podrían ser un subgénero literario. Con todo, me gustaría introducir alguno de mi invención.

–¿Por ejemplo?

–Pues mira, me has inspirado uno.

–A ver.

–¿Adonde vuelven Rut y Tina después de las vacaciones?

–Demasiado fácil: “A la rutina”. Ahora me toca a mí: “Está siempre delante de nosotros pero no lo vemos, ¿qué es?”

El futuro –respondió Fiol.

–Muy bien –dijo Marisa.

–¿Tú crees que esta adivinanza será adecuada para la fiesta de las adivinas? –dudó Fiol.

–¡Claro que sí! Ellas no ven el futuro, lo adivinan. Pero a poco que miren verán el acabose, sabrán que sus días están contados por la irrupción de esa inteligencia artificial, la IA, que nos dirá qué será de nosotros, cuanto tiempo vamos a vivir y demás. Así que trátalas bien y disfrutad.

–Joer, Marisa, tienes razón, lo intentaré… Tu estación.

La corista fea

Cuentos y descuentos del sábado (16-12-2023).–Luis Díez

Era ya tarde cuando me encontré al amigo Joaquín. Subía calle arriba con pausado andar. Le saludé y acompasé el paso. Venía de la zarzuela y traía una pena, me dijo.

–¿Qué pena es esa?

–Pena por la corista fea.

–¿Qué le ocurrió?

Supuse que me iba a contestar que sufrió una bajada de tensión o algo peor y se desvaneció, pero me sorprendió su respuesta:

–Eso mismo me pregunto yo.

Incidí y me contó que de no haber sido por el amigo Zozoya, quien, hace ya tiempo, le instó a fijarse en aquella mujer, la corista fea habría pasado tan desapercibida para él como para tantos capullos que sólo se fijan en las jóvenes lindas y peripuestas. Él enseguida descubrió que la corista entrada en años y carnes figuraba a la cabeza de las mejores del coro y comenzó a apreciar su fina voz, bien timbrada y dicción clara.

Con un conocimiento perfecto del repertorio, era la corista fea quien sostenía el ‘do’ agudo cuando la protagonista terminaba su aria acompañada del coro. Pero no era a ella, sino la otra quien recibía los vítores y aplausos cuando se adelantaba al proscenio, sonriente y triunfadora.

El amigo se imaginaba el sufrimiento de aquella mujer al comprobar que siendo mejor artista, más inteligente y con una voz superior, le arrebataban los primeros papeles porque el físico no la acompañaba. “Si hubiera podido cambiar la cara habría triunfado en Milán, París, Nueva York”, me dijo.

La pena del culto y pulcro Joaquín no sólo se debía a la injusticia, sino también, según me confesó, al hecho de que por primera vez en muchas temporadas la corista fea no hubiera salido al escenario con sus compañeras a cantar a la vida, el amor, la juventud, el valor, el placer… “¿Qué le habrá ocurrido, habrá perdido la voz y la habrán retirado? ¿Qué será de ella?”

–Así es la vida –le dije a modo de consuelo mediante la resignación–: gente extraordinaria que vemos y que un día dejamos de ver sin saber por qué.

La aldea ante el genocidio

Cuentos y descuentos del sábado (9-12-2023).–Luis Díez

El pueblo era pequeño, con categoría de aldea. Tenía iglesia (y un cura itinerante), aunque carecía de escuela. “Y eso que en tiempos –dijo la cantinera Amandi– llegó a haber más de veinte niñas y niños; ahora quedan cinco y los llevan a la unidad escolar en un microbús de la diputación”, les explicó antes de señalar por la ventana los muñones de piedra de la antigua escuela, encumbrados sobre una pequeña loma y utilizados por un cabrero local como establo de su rebaño. “Por cierto, hace un queso superior”, les informó.

El amigo Anselmo Citero, siempre sentencioso, repuso: “O sea, no hay futuro”. A lo que Amandi, sin dejar de hacer una tortilla de patatas que olía estupendamente, negó con la cabeza y la laringe: “Se equivoca, amigo, claro que hay futuro”. Pero Citero, buen dialéctico, optó por la mayéutica: “¿Cuántos son en el pueblo?” Amandi echó cuentas y dijo: “Unos veinte vecinos”. “¿Y cuantas familias productivas hay?” A lo que la cantinera, ya entrada en años, respondió que tres parejas de vaqueros tienen cinco hijos pequeños y hay otras dos con ganado bobino y caprino que todavía tienen edad de traer hijos al mundo. Y luego están ella y su marido, que tienen dos mozos. Citero le preguntó: “¿Viven fuera, verdad?” Y la mujer respondió: “Estudian en la ciudad; uno hace Veterinaria y el otro trabaja de albañil y estudia Magisterio en horario nocturno”. Citero los elogió e incidió: “¿Y el resto de los aldeanos son viejos, verdad?” Amandi le corrigió: “Jubilados más bien”. Viendo el triunfo en sus manos, Citero inquirió: “¿Pues ya me dirá usted qué va a pasar cuando los cinco niños se hagan mayores y vayan fuera a estudiar, igual que sus hijos?”

La cantinera reconoció el peso geriátrico de la pequeña aldea, pero adujo que los años nos hacen mejores y por eso este pueblo no va a desaparecer sino a tomar resuello y cobrar vitalidad. “Los pueblos no solo son cantidad, sino también calidad –dijo–. Y de este, con lo pequeño que es, ha salido mucha, pero que mucha materia gris. De aquí ha salido nada menos que un catedrático en Salamanca, un ingeniero agrícola, otro de minas, un aviador, un físico nuclear muy apreciado en los Estados Unidos, una médico muy buena, cirujana de huesos… Qué se yo… También un maestro, una profesora de segunda enseñanza, un abogado que llegó a juez del Tribunal Supremo… Usted considere. Y eso por no hablar del siglo pasado. Así que ya le digo: la grandeza de los pueblos es la inteligencia que aportan y el conocimiento que esparcen a los demás para la libertad y el progreso de las naciones. Lo que no tenemos, quitando a mi marido, son albañiles”.

Se quedó el amigo Citero un tanto sorprendido, pero enseguida reaccionó argumentando que él se refería al futuro y no al pasado de la aldea. Pero Amandi replicó: “A quienes han cerrado el futuro es a los niños supervivientes de Gaza. Han asesinado a su padres, destruido sus casas a bombazos, una bomba por cada doscientos habitantes, usted considere… ¿Qué pueden hacer? ¿Dónde van a vivir? ¿Qué alimentación y educación van a recibir?” La mujer siguió haciendo preguntas en voz alta mientras daba la vuelta a la tortilla y preparaba la bandeja para servirla.

El amigo Citero se quedó sin palabras, impresionado. Y Amandi contó que una misión formada por el aviador jubilado, el catedrático, el marino mercante al que llaman Elcano (no por canoso sino por haber dado muchas veces la vuelta al mundo), la doctora Amalia y la profesora Pilar se hallaba en esos momentos en la frontera del sur de Gaza para prohijar y traer niños palestinos, cuantos más mejor. “¿Y sabe por qué, señor? Porque en este pueblo y en este país no vivimos con miedo (con miedo no se puede vivir) sino con ilusión y confianza en el futuro, más allá de las politiquerías de los nacionales facciosos y furiosos y los nacionalistas insolidarios”. Eso le dijo.

Día de suerte

Cuentos y descuentos del sábado (2-12-2023).– Luis Díez

Nada más salir de casa encontró un gorro en el suelo. Se agachó, lo recogió. Era de lana azul celeste con rayas blancas, muy bonito. Supuso que lo había perdido algún madrugador o trasnochador, nunca se sabe, y cómo no sabía qué hacer con él, se lo guardó en el bolsillo del abrigo. Bien lavado y perfumado podía utilizarlo en días fríos y también envolverlo en papel de regalo para algún cumpleaños de invierno. Nunca se sabe lo que una prenda de cabeza puede dar de sí. Siguió caminando en dirección a unos contenedores y antes de depositar la bolsa de residuos orgánicos vio un paraguas con el mango colgado de la boca rectangular del recipiente para papel. Lo agarró, lo examinó, lo abrió. Funcionaba como si fuera nuevo. Era además bien bonito: un paisaje estampado de Van Gogh en el que se veía la campiña verde y amarilla, unas casas y unas montañas blancas al fondo. Lo cerró, lo abrochó, se lo colocó en el brazo izquierdo y siguió hasta la parada del catorce. A fin de cuentas, pensó, las cosas son para quien las encuentra.

Todavía era muy temprano y el autobús venía casi vacío. El trayecto duraba entre veinte minutos y media hora, según la densidad del tráfico y la cantidad de usuarios en las paradas, así que decidió sentarse en la parte trasera y entonces vio un asiento ocupado por una billetera de cuero negro. ¡Carajo!, exclamó para sí mismo. La agarró, se sentó, la examinó: documento de identidad, tarjeta sanitaria, tarjetas bancarias (de “crédito” les llaman) y… un billete de veinte euros. Recordó que cerca del taller donde fungía había un buzón de Correos, de modo que en vez de molestar al conductor se la guardó en el bolsillo del abrigo junto al gorro azul con el fin de meterla por la ranura para devolverla al perdulario.

Lo mismo que hay días que no funciona nada, que saltas de la cama con la hora pegada al culo y, maldita sea, han cortado el agua sin avisar y no puedes ni lavarte la cara; que agarras el teléfono y, joder, está sin batería; que llegas a la fábrica y el puñetero motor de la envasadora se ha vuelto a gripar…, días aciagos en los que las cosas conspiran contra ti y te sientes impotente, ridículo y malhumorado, hay días como este de objetos perdidos que vuelven encontradizos.

En esas y otras consideraciones llegó a la parada del curre, se apeó, miró el reloj: le sobraban diez minutos antes de fichar, así que decidió tomar un café en el Miró. Faltaba más de un mes para Navidad, pero la Bombón ya había colocado el cartel de la Lotería junto a la fotografía del periódico de los equipos locales, masculino y femenino. Sacó la cartera encontrada, extrajo el billete de veinte euros y además del café pidió un décimo a la camarera (todos le llamaban así, “la Bombón”). Ella puso cara de pianista, lo tecleó con las yemas de los dedos. “Este va a sonar”, dijo.

¿Y sabéis qué? Que sí, que sonó el gordo, lo cantaron los niños del colegio San Ildefondo, a los que dios (si existe) bendiga. A él le tocó una cuarta parte porque había regalado cinco euros a cada uno de los tres compañeros de su sección fabril. Fue un buen pellizco, dijeron, se motorizaron con propulsión eléctrica y desde entonces en vez de Satur, decidieron llamarle por la segunda parte del nombre, Nino, más cariñosa. Él siguió yendo a trabajar en autobús, pero no hubo segunda parte. Y además no podía haberla porque iba y venía tan embebido en las investigaciones de los detectives, inspectores y comisarios Carballo, Leo Caldas, Adamsberg, Montalvano, Wallander, Jack McEvoy… que ni miraba los asientos antes de sentarse.

Insidia

Cuentos y descuentos del sábado (25-11-2023).–Luis Díez

Después de un tiempo sin coincidir, Marisa y Fiol volvieron a verse en el metro. “¿Dónde has estado?” Le preguntó ella. “En Insidia”, contestó él antes de aclarar que no es una isla del Egeo ni un islote del Mar de China, sino un país democrático, avanzado en derechos y libertades, pacífico, plural, igualitario, moderno, con servicios públicos de calidad, enseñanza pública obligatoria hasta los 16 años, asistencia sanitaria gratuita y universal… Una potencia media en términos de renta per cápita donde la mayoría de los ciudadanos viven de su trabajo y no son ricos ni pobres, sino clase media laboral que desvive feliz y preocupada por día a día, el mes a mes y por las cuestiones que a todos los humanes nos conciernen como la emergencia climática por la destrucción de la atmósfera, las pandemias, la guerra de Rusia contra Ucrania, la masacre de los palestinos encerrados en Gaza y la emigración y la pobreza de gran parte de los humanes de este planeta.

A Marisa la descripción le sonaba. “O sea que has estado en Francia”, dijo. Fiol negó con la cabeza y añadió: “He estado en un país plural y diverso que tiene un Gobierno digno y quiere vivir en paz y concordia, pero un puñado de políticos de la derecha emberrechinada emplean sus energías en lo contrario, la agitación de las masas, la incitación a la violencia, la promoción del odio y la difusión de bulos, falsedades, insultos y maldades contra quienes piensan de otra manera y no les votan a ellos”.

Entonces Marisa cayó en la cuenta: “¿Te refieres a un país donde el jefe de organización del partido mayoritario de la derecha, un gallego con techo, Tellado, que parece un saco de patatas con patas, ofrece uno de sus tres coches para que se lleven en el maletero al presidente del Gobierno fuera del país?” Fiol movió la cabeza arriba y abajo. “¿Un país donde ese Tellado de ojos pequeños, acerados, tilda de “matón de colegio” al exalcalde de Valladolid, diputado y ministro socialista cuando es amenazado e increpado en el AVE por un delincuente?” Fiol asintió. “¿Un país donde algunos cargos públicos de la derecha animan a pegar un tiro en la nuca al presidente del Gobierno?” Fiol afirmó con la testa. “¿Donde una presidenta autonómica, famosa por beneficiar a su familia con contratos públicos directos, como el de las mascarillas, acude al balcón del Congreso de los Diputados e insulta, “hijo de puta”, al presidente del Gobierno?” Fiol asintió. “¿Un país en el que el jefe de la oposición de derechas, aliado y corroído por la ultraderecha, incurre en una contradicción palmaria en la tribuna del Congreso cuando dice que también él podía amnistiar a los separatistas catalanes para obtener sus votos y luego afirma que el presidente del Gobierno progresista sufre una “patología” mental porque le ríe la gracia?”

–Sí a todo –dijo Fiol.

–Entonces ese país no es Insidia, sino España –concluyó Marisa.

–Ya, pero quizá por prestar atención a esa derecha me he sentido más desubicado que un atracador en un banco de niebla –se disculpó Fiol.

–Vale, ahora sin bromas: ¿crees que a esos emberrechinados, como les llamas, se les pasará pronto el berrinche?

–Me temo que la insidia, la acechanza, la acción y el discurso que envuelven mala intención va a ser duradera.

–¿Y qué remedio recomiendas? –Se interesó Marisa.

–La derecha no tiene remedio, así que rigor contra las algaradas y los desmanes callejeros, mucha pedagogía de la democracia y los derechos humanos, unidad, honradez y buen hacer.

–¡Por Júpiter, mi estación! A ver si nos vemos más a menudo, amigo Fiol.

Sin motivos para la alegría

Cuentos y descuentos del sábado (28-10-2023).–Luis Díez

El amigo Fiol carecía de motivos para la tristeza. Era rico de familia, tenía más millones que pesaba, desvivía una vida regalada sin horarios laborales ni obligaciones apremiantes. Dedicaba algunas jornadas a cultivar su afición por la historia; se metía en la Biblioteca Nacional y se sentía como un arqueólogo submarino en busca de pecios y tesoros sumergidos. Le apasionaba la historia hacia atrás y, por Júpiter que encontraba satisfacciones intelectuales y perlería para divulgar y repartir, ya fueran anécdotas, paradojas, usos, vicios y desmesuras de reyes, papas, banqueros y otros poderosos personajes que en el mundo han sido, ya enumeraciones, comparaciones e interpretaciones sobre tribus y organizaciones humanas sumergidas en el secular olvido. Llevaba compuestos dos libros al respecto y un próspero editor (aunque parezca una contradicción) se apropincuaba a él y se llevaba sus notas y apuntes de tanto en tanto.

Siempre alegre y buen conversador (no confundir con conservador), Marisa le consideraba una fuente inagotable de anécdotas y curiosidades bien traídas, un observador feliz e instructivo, con el que parecía imposible aburrirse y emburrecer. Sin embargo, cuando aquella mañana coincidieron en el vagón del metro, ella le vio alicaído y triste, y así se lo dijo.

–¿Cómo no voy a estar triste con lo que está ocurriendo en este jodido mundo? Miras hacia arriba y no ves motivos para la alegría en la destrucción de la atmósfera por la ambición, el egoísmo y la crueldad de esa minoría que circula en la cómoda diligencia del capitalismo desbocado. Han herido de muerte al planeta y no hay manera de vencerles ni convencerles para que dejen de chupar su sangre. Miras el entorno, con ese virus nuevo y mortal, el coronavirus al que llaman Covid como si fuera alguien de la familia (y lo es, aunque no el perro), y sientes una profunda amargura por los mayores y no tan mayores que se ha llevado al otro barrio. Miras a un lado y ves al cara de víbora, el venal y codicioso presidente ruso Vladimir Putin atacando a Ucrania por tierra, mar y aire, lanzando misiles contra la población civil de las ciudades ucranianas y provocando decenas de miles de muertos y un dolor y un éxodo nunca visto en Europa desde el depravado Adolfo Hitler. Sigues mirando ahí al lado y ves al cara de cemento, el sanguinario Netanyahu, asesinando a bombazos a la población palestina, sobre todo niños, recluidos en la franja de Gaza. Esos genocidas te dejan sin palabras, hacen que se te salten las lágrimas. ¿Cómo no voy a estar triste si, además, los mandatarios de la Unión Europea no consiguen parar el exterminio que están perpetrando los israelíes contra los palestinos? Y, por supuesto, esos canallas se ciscan en la ONU. ¿Quién podrá juzgarles y condenarles como se merecen? Luego te encuentras paradojas como el reciente Informe Mundial de la Felicidad, publicado por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, que coloca a Israel en el cuarto puesto de los países más felices del mundo. ¿De verdad? ¿Tu serías feliz si fueras israelí?

–Hombre, como dicen que son el pueblo elegido de Dios –respondió Marisa.

–Entonces ese no es el dios que interesa a los hombres.

Expertos en la totalidad

Cuentos y descuentos del sábado (21-10-2023).–Luis Díez

El rector era un hombre introvertido y despistado. Se le veía abstraído por los pasillos y los senderos del campus, siempre inmerso en sus meditaciones. Miraba sin ver y escuchaba sin oír. Quienes le conocían ni siquiera abrían la boca para saludarle, pues de antemano sabían que no correspondía a los saludos. Con todo, cumplía con diligencia y acierto las obligaciones gestoras y representativas del cargo. Firmaba lo que había que firmar y acudía puntual y aseado a los actos académicos y sociales a los que era llamado, que no eran pocos. Se podía decir que no pasaba día sin que fuera reclamado a introducir a los conferenciantes, presidir “honoris causa”, dictar lecciones magistrales, inaugurar jornadas y congresos, dar pregones, presentar libros, etcétera. Baqueteado en tales lides, ponía el piloto automático y realizaba el trayecto sin mayor esfuerzo. En una de esas le tocó presentar a un profesor invitado, un reputado especialista en tecnología biológica. Para facilitarle el cometido le proporcionaron una ficha con la filiación y aportación científica del conferenciante. Pero como era tan despistado la dejó en alguna parte y, ya en el atril, echó mano al bolsillo de la chaqueta y no la encontró.

–Presentamos hoy –dijo– a don…

–Marina, profesor Ángel Marina –le sopló el moderador.

–Ah, si, al profesor don Mariano.

–Marina –le corrigió el conferenciante.

–Bien, el profesor Marino es un grandísimo especialista en … ¿En qué es usted especialista, profesor?

–¡En la totalidad! –exclamó, molesto, el conferenciante.

–Muy bien. Como han oído, es un honor presentarles a un especialista en su conjunto y por partes, una persona que sabe de todo y, como esos señores y señoras piriodistas que lo saben todo y salen en las televisiones y se denominan tertulianos, puede enriquecernos con su enciclopédica sabiduría. Tiene usted la palabra, profesor Marinero.

–¡Marina! –Le corrigió, muy molesto, el confrenciante.

Uno de los plumillas que asistían al acto reflejó en su crónica la tortuosa presentación del despistado rector y éste le llamó para negar que le hubiera fallado la memoria.

–¿Pero no te acordabas del nombre ni la especialidad del científico, no es cierto? –Argumentó el periodista.

–Un poco de perspicacia, amigo Rabanal. Y ten en cuenta que yo no necesito acordarme de nada porque no olvido nada.

–Recibido, tronco. Me quedo con el aforismo –repuso el plumilla.

Amnistía o sucedáneo

Cuentos y descuentos del sábado (14-10-2023).–Luis Díez

–Buenas, ¿tiene amnistía?

–¿La quiere fiscal?

–No, de la otra.

–¿Parcial o total?

–Parcial de momento, a ver cómo sale.

–Le va a costar un huevo… ¡Perdón! Un riñón.

–Ya lo supongo. Con los petroleros y los gremios pegando patadones para arriba a la inflación, vivir se ha puesto al rojo vivo.

–¿Cuánta le pongo?

El comprador se toma su tiempo, medita la respuesta, cuenta para sí del dedo meñique al pulgar: Carles Puigdemont Cascamajó, Antoni Comín Oliveres, Lluís Puig, Clara Ponsatí… Cuando llega al quinto se da cuenta de que le faltan dedos para incluir a los de Suiza, Marta Vilalta y Anna Gabriel, pero vuelve a empezar por el meñique.

El expendedor tiene cara de pocos amigos, viste de negro cuervo y comienza a impacientarse.

–Bueno, pues usted diráa” –le urge con tilde a lo Feijóo.

–Tranquilo, tronco, que estoy calculando –contesta mientras sigue pensando: en total hay unas mil personas empapeladas por el procés. Demasiada gente. Hay 44 cargos de la Generalitat ya condenados (además de los seis huídos), 56 investigados por el Tribunal de Cuentas por el gasto del procés, 18 por promover el referendum independentista a través de webs, decenas de profesores y directores de colegios encausados por facilitar las votaciones, 712 alcaldes implicados en la organización del referendo…, la intemerata.

–¿Cree usted que con cuarto y mitad de amnistía alcanzará? –Pregunta por fin.

–¡Qué va! Con eso no tocan ni a medio gramo por cabeza.

–Por su mala cabeza, querrá decir.

–Y la del mando en Madrid, no lo olvide.

–Tiene razón. Rajoy fue un desastre… Pero los condenados fueron indultados después. Yo mismo firmé el indulto en 2021.

–Ya, pero dese cuenta de que son muchos delitos: desobediencia, prevaricación, malversación de fondos, falsedad documental… Y los condenados siguen inhabilitados para ocupar cargos públicos.

–Lo sé. ¿Acaso ignora que hicimos una ley para que la prevaricación y la malversación de fondos públicos tuviera penas menores cuando no fueran a beneficio de los infractores, parientes y demás familia? O sea, latrocinio pro domo suo. Pero a lo que vamos: ¿A cuanto saldría el kilo de amnistía?

–Uf, en términos de voto… Prefiero no calcular, carísimo.

–¿Y un sucedáneo, una “regularización”?

–¿A lo Solchaguez o a lo Montorus?

–No, ya le digo que en general, a ver cómo sale.

–Espero que le salga bien para la investidura, el Presupuesto, el PIB, las elecciones gallegas, vascas, andaluzas… Sobre todo, las andaluzas. Y también para los comicios europeos, que se celebran a mitad de 2024, antes de que el Tribunal Europeo de Justicia resuelva los recursos contra la extradición del hombre que no se peina y que podrá concurrir de nuevo a su escaño en el Parlamento Europeo sin moverse de Waterloo. Usted es un político valiente, pero sea paciente, que ya la justicia europea resolverá el problema creado por las derechas catalana y española, una contra otra y viceversa. Y tenga en cuenta que con amnistía o sucedáneo, la inquina siempre quedará.

–Gracias eminencia, lo someteré al Comité Federal y acaso a la militancia, a ver cómo sale.

Angelina y los poemas presos

Cuentos y descuentos del sábado (7-10-2023).–Luis Díez

Salía del colmado del chino de comprar pan, huevos y patatas para cenar cuando me encontré al paso con mi vecino Citero.

–¿De dónde viene don Saulo a tan buena hora? –le pregunté.

–De un acto poético, ahí abajo, en el Instituto Cervantes –dijo él.

–No sabía que le gustase la poesía. ¿Quién recitaba?

–Fue un homenaje sencillo y muy emotivo a Angelina Gatell, poetisa catalana y española de la Generación del 50, una referente fundamental en la memoria histórica de nuestra cultura, según dijo Luis García Montero. Una luchadora con la pluma, no con el plomo, de la resistencia a la dictadura.

–Qué tiempos aquellos en los que la poesía era un arma cargada de futuro.

–Celaya dixit. Si, entonces la poesía decía más de lo tolerado por la censura en otros géneros. Y sí, me gusta aquella poesía. Gabriel Celaya, Amparo Gastón, Blas de Otero, Angelina Gatell, José Agustín Goytisolo, su hermano Luis (Juan no escribía entonces poesía), José Manuel Caballero Bonald, Félix Grande, Margarit… Ya van quedando pocos.

–Bueno, al menos muchos de ellos, incluidos Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, José Hierro… tuvieron la satisfacción de ver entrar en caja al dictador que a tantos encarceló.

–A Angelina le encarcelaron a un hijo (Eduardo). Por cierto, esto me recuerda un presidio del que nada se habla.

–¿Cuál, amigo Citero?

–La dictadura franquista encarceló poemas.

–¡Por Júpiter, Saulo!

–Ya te digo. La propia Angelina podría dar fe de lo que digo si viviera (murió en 2017). El Congreso Cultural celebrado en La Habana del 4 al 11 de enero de 1968 y al que asistieron algunos de los poetas que te he citado junto con Valente, Gil de Biezma, Castellet, García Hortelano, Moreno Galván, Juan Antonio Bardem… Y los exiliados en México, Adolfo Sánchez Vázquez, José Bergamín… Y en Francia, José Martínez (editor de Ruedo Ibérico), Jorge Semprún…, decidió hacer un homenaje al pueblo vietnamita por sus décadas de lucha contra el imperialismo (primero francés y estadounidense entonces). El partido (PCE) entendió que Angelina Gatell, por sus excelentes relaciones, era la persona ideal para recopilar poemas de todos ellos y más, con el fin de lanzar un libro contra la guerra del Vietnam, al modo del España canta a Cuba de 1962. Angelina hizo su labor, pero las editoriales de renombre Aguilar y Alfaguara evitaron publicar el libro, que reunía a poetas de todas las generaciones, desde Gerardo Diego y Rafael Alberti hasta Carlos Álvarez…

–El que dijo: “Para estar peor de lo que estamos ahora habrá que remontarse a los tiempos venideros”.

–Sí, un optimista. El caso es que al final aceptó publicar Con Vietnam la editorial Ciencia Nueva, cuyos socios y gestores militaban en el PCE o estaban muy próximos al partido. Según el profesor Julio Neira, la solicitud fue presentada en el Ministerio de Información y Turismo el 14 de septiembre de 1968. Iba firmada por Vicenta Fernández Montesinos, sobrina de Federico García Lorca y la menos identificable con el PCE de todos los socios de la empresa. Los censores hicieron su trabajo, tracharon en rojo lo que consideraron el uso de los nombres de Dios en vano y, sobre todo, las alusiones a la represión en Cataluña, Galicia y Euskadi por parte del Estado franquista, que no eran pocas, a semejanza de la ocupación de Vietnam a sangre y fuego por las tropas Usa. Con todo, los censores no se mostraron muy estrictos con las críticas al imperialismo violento y cruel, pues si en EEUU se publicaban poemas contra la ocupación de Vietnam, tampoco ellos iban a ser más papistas que el Papa. Pero la agitación política, las huelgas y manifestaciones se extendían por toda España y el dictador decretó el estado de excepción en enero de 1969. La censura se endureció, la antología fue prohibida y la editorial cerrada poco después. Di tu que muchos años después, el profesor Neira rescató de la cárcel…, digo de la caja 21/19216, expediente 7620/68 de la sección Censura del Ministerio de Información y Turismo, del que era titular Manuel Fraga Iribarne, futuro democratadetodalavida y fundador del PP, aquellos poemas. Y con las cartas enviadas por sus autores a la antóloga Angelina Gatell vieron al fin la luz (Visor 2016).

Entramos en el portal y ya en el ascensor me despedí agradeciendo la sabiduría del querido vecino: “Con usted siempre se aprende, amigo Saulo”. Sonrió.

La ruta de Cayo

Cuentos y descuentos del sábado (30-09-2023).–Luis Díez

Aquel día iba a Granada a cargar cervezas. A la altura de Puerto Lápice suena el teléfono. La compañera le dice: “Hola, mi amor, estoy en urgencias; el niño se ha caído de la bicicleta y se ha roto un brazo”. Vaya por Dios, qué mala suerte. “Le he curado las heridas, unos rasponazos, y lo van a escayolar enseguida. Quiere hablar contigo, te lo paso”.

El camionero escucha a su pequeño hijo, le dice le van a arreglar el brazo para que no le duela, le explica que le van a poner una escayola blanca para que se le cure. «No podrás moverlo, pero, a cambio, puedes hacer dibujos en el yeso y dejar que tus amigos escriban su nombre en tu brazo. Ya verás qué bonito te va a quedar». Y le promete llevarle un regalo cuando vuelva. Luego piensa: «Ni un día sin avería».

Apenas ha soltado el inoportuno en la bandeja sobre el salpicadero y enfilado la curva de Villarta de San Juan cuando vuelve a sonar el Himno de la Alegría. ¿Quién es ahora? La hermana:

–Hola Cayo, ya noto que vas conduciendo…

–Si, Mari, como siempre. ¿Qué está pasando?

–Esperemos que no sea nada, pero a madre le ha dado un infarto.

–¡Nada!

–Le ha dado mientras estaba en la diálisis. Me acaban de llamar del hospital, se han dado cuenta enseguida y le han inyectado los trobolíticos y otros fármacos a ver cómo reacciona.

–Joer, vaya por Dios…

–¿Cuándo vienes?

–Voy a cargar hoy, salgo hacia Valencia y no vuelvo hasta el martes por la tarde, pero si madre empeora suelto la carga donde sea.

–Bueno, te mantengo informado.

Hay días que no vale la pena madrugar, se dice depositando el impertinente en la bandejilla del salpicadero. La recta hasta Manzanares es un peligro. Lleva cajas de frascos vacíos y la cabeza del Volvo va como un caballo desbocado. Solo jodería que me pillara el radar de la DGT, se dice, levantando la alpargata y accionando el botón limitador. “Tu a noventa, Volvi”. A continuación conecta una emisora musical. Bob Dylan está llamando a las puertas del cielo con su guitarra.

Pasado Valdepeñas, a la altura de la ciudad íbera del Cerro de las Cabezas, se ilumina la pantalla del teléfono. Es la compañera, que al niño ya le han puesto la escayola. Habla con él: “¿Te ha dolido, verdad que no? Ahora no puedes mover el brazo durante unos días hasta que el hueso se suelde y te la quiten. Un beso, cariño mío”.

Ya en Despeñaperros, a la altura de la Cueva de los Muñecos, vuelve a sonar el inoportuno. Lo agarra. Es la prima Margarita con el mensaje de que su tío Leo se ha ido. Hacía algo más de un mes que lo habían metido en la residencia de ancianos y mira qué poco ha durado la criatura. De todos modos ya era mayorcito: 92 años, los diez últimos viudo, en casa de su hija, que le atendía de maravilla a pesar de tener que ir a trabajar. Se contagió con el maldito coronavirus y adiós muy buenas.

Lo sabía, sabía que no hay dos sin tres. Se despidió con toda la pena del mundo de su prima Margarita, hija única, soltera, generosa y cariñosa como hay otra. Se le empañaron los ojos, pero contuvo el llanto. No podía permitirse llorar conduciendo por Despeñaperros. Ni siquiera por el tío Leopoldo, el hermano de su padre al que tanto quería. Golpeó el volante con la fuerza de su brazo, se sintió triste, cabreado, derrotado. Abrió la ventanilla, tomó un sorbo de aire y lanzó un “¡Ay!” agudo y prolongado, seguido de otro y otro… Entonces se dio cuenta de que todavía llevaba el teléfono en la mano, lo depositó en la bandeja y le retiró la palabra hasta llegar a Granada. Eso le dijo.

Tres horas después, pasados Los Arenales, cerca del embalse del río Cubillas, un temblor de tierra arrugó el asfalto, inclinó el firme a derecha e izquierda, abrió grietas en el suelo, desvió el agua del río hacia la carretera general, paralizó el tráfico rodado y sorprendió a tirios y troyanos. Antes de que la tierra volviera a temblar, Cayo, ya cerca del polígono industrial de Granada, tuvo que rectificar sus palabras, empuñar el impertinente y avisar a la empresa de que llegaría tarde, si llegaba, debido a causas de fuerza mayor.

El tío Dionisio

Cuentos y descuentos del sábado (23-09-2023).–Luis Díez

El tío Dionisio no tenía mujer ni hijos ni dinero, pero libró al pueblo del peligro. La falta de hablidad para conquistar de palabra a la chica que le gustaba y una morfología debilucha y de corta estatura le dejaron soltero de por vida. Al ser canijo y endeble, pocas veces los capataces y manijeros de los dueños de las tierras le reclutaban para la zafra, la vendimia, la aceituna y otras tareas que le permitieran ganarse el jornal. Por esa razón carecía de dinero. Pero se las arreglaba y además sacaba pecho: “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”, solía decir.

El hecho de que no le reclutaran para el tajo no significaba que se quedara en la plaza, maldiciendo, quieto parado, ya que echaba a andar y lo mismo se encaminaba hacia el río que se daba un garbeo hasta la laguna salobre o se orientaba hacia el encinar y seguía más allá por el monte de carrascos y pinos piñoneros con su mochila a la espalda. Y nunca volvía de vacío. De la orilla del río, a seis kilómetros del pueblo, solía regresar con un puñado de cangrejos y un atillo de mimbres al hombro; del monte volvía con la mochila provista de bellotas, ajetes, piñones, cebolletas… Según la temporada, también recolectaba espárragos trigueros, cardos blancos y marianos, boletus, setas…

Poca gente en el pueblo conocía el campo y el monte como el tío Dionisio. Sus caminatas de quince y veinte kilómetros cada día le permitían observar la naturaleza y acumular sabiduría muy útil para vivir. De la laguna se traía limo salado. En la rebusca, al paso por las fincas cosechadas, obtenía uvas para hacer su propio vino y olivas que prensaba para tener su aceite. En la cueva o silo donde vivía, situada en un cerro de la cimera del pueblo, debajo de un viñedo, poseía una habitación grande con tinajas para el vino y el aceite y con cestas de mimbre para otros frutos.

El tío Dionisio, siempre con su boina pegada a la cabeza y su mochila a la espalda, era asequible y apreciado por los niños. ¿Cómo no le iban a querer si les traía palulú, les tostaba almendras, les dejaba comer pasas dulces y, sobre todo, les permitía enredar con los pájaros? A un lado del tejadillo de la entrada a la cueva había entamado un palomar donde criaba palomas campestres y se beneficiaba de los huevos y los capones. En el otro lado tenía jaulas grandes, siempre limpias y con grano y agua para las perdices rojas. Las ocho o diez hembras ponedoras le proporcionaban huevos para dar y tomar y dos polladas de cuarenta o cincuenta ejemplares al año. La salida del cascarón y el correteo de los perdigones por una habitación acotada del silo hacían las delicias de los niños que, naturalmente, elegían su polluelo. El tío Donisio se los regalaba a condición de que los alimentaran y no les faltara agua.

La ceremonia de entrega requería un bautizo previo: el niño agarraba el perdigón que le gustaba, le ponía un nombre, le acariciaba el plumón y lo depositaba en una de las pequeñas jaulas de mimbre y albardín que el tío Dionisio confeccionaba en los días de mal tiempo. Dicho sea de paso, también tejía cestas que trocaba por hogazas de pan en la tahona. Cuando el valor de las cestas quedaba saldado, la panadera admitía huevos de palomas y de perdices. Eran pequeños, pero poseían unas proteínas tan alimenticias como los de las gallinas. El tendero Saturnino también los aceptaba como pago de cartones de leche y latas de sardinas.

Un día llegó la noticia de que gran parte del monte y sus estribaciones hacia el oeste iban a ser declaradas de interés para la defensa nacional y se convertirían en campo de tiro para los aviones de combate de las fuerzas aéreas propias y aliadas. Para entonces el tío Dionisio ya tenía algo de dinero, pues a raíz de la gran huelga general que dejó al reino sin televisión y a los capitalistas sin respiración, paralizando todas las empresas y actividades, el gobierno abrió la mano y concedió unas pensiones mínimas, no contributivas, a las personas mayores que habían cotizado poco y nada al seguro social por no tener trabajo. El tío Dionisio era una de ellas.

Ahora, con la tranquilidad de aquel ingreso regular, podía incluso subir al tren y llegarse a la capital, cosa que hizo para visitar a unos primos, a los que llevó productos del campo. Se compró además una pequeña grabadora, se llegó a la base aérea militar y desde el otro lado de las vallas de alambre que protegían las pistas de despegue y aterrizaje de los cazabombarderos, con mucho cuidado de que nadie lo viera, estuvo grabando el sonido brutal, ensordecedor de aquellos artefactos bélicos. Llenó de estridencias lejanas y cercanas dos cintas de una hora.

Ya en casa, enjauló palomas bravías (llegó a tener más de cuarenta), puso algunas trampas para cazar cuervos (también cayeron arrendajos) y los enjauló aparte. Durante días y días los adiestró a conveniencia: unos segundos antes de ponerles el grano y el agua hacía sonar por los altavoces del radiocasete el ruido de los motores de los aviones. Las palomas relacionaron enseguida el sonido con los suculentos granos molidos de maíz, los cuervos se mostraron más renuentes, pero al cabo de una semana ambas especies realizaban la sinapsis automática entre las estridencias y el condumio.

Un mes después, cuando apareció el primer caza en vuelo de reconocimiento a baja cota, el tío Dionisio dejó libres a los cuervos y soltó una docena de bravías, sin cesar por ello de adiestrar a más ejemplares. Los vuelos de observación se sucedieron durante un tiempo, para mayor enfado de los vecinos e irritación de sus representantes políticos municipales y regionales. Mientras tanto, las palomas, tordos y cuervos liberados en el monte por el tío Dionisio obedecían a su instinto, estrellándose contra las carlingas, radiadores y fuselajes de los aviones que aparecían a baja altura. El fenómeno preocupó a los aviadores y, finalmente, los técnicos determinaron que el riesgo de sufrir un accidente era elevado. Puesto que el reino disponía de zonas desérticas y tierras yermas para acotarlas como campo de tiro, el gobierno anunció que buscaría un emplazamiento mejor, pues se trataba de entrenarse para matar, no para morir en accidente por culpa de los pájaros. Después el presidente regional se colgó la medalla de haber salvado al pueblo, la comarca y la región del peligroso campo militar. ¡Qué tío!

Carabina

Cuentos y descuentos del sábado (16-09-2023).–Luis Díez

Las personas mayores se sentaban en unos poyos en la Traviesa, a la sombra del caserón de los sindicatos, y dejaban pasar el tiempo mano sobre mano como si ya lo hubieran hecho todo en la vida y no pudieran o quisieran hacer más. Su función era durar. ¿Para qué? Para seguir leyendo el periódico (los que aún tenían buena vista) y para contemplar las novedades. Una era la llegada del Galleguín. Estacionaba su Land-Rover en un lado de la Traviesa (le llamaban así porque era un espacio ancho, atravesado por cuatro calles de tierra), tocaba varias veces el claxon para avisar al vecindario de su presencia, se apeaba o, más bien, se descolgaba de su potente vehículo, pues era de corta estatura. A continuación abría el portón trasero y esperaba a la clientela, en su mayoría mujeres deseosas de contemplar los rodillos de telas de los más variados colores y texturas, perfectamente ordenados en los anaqueles del furgón. El Galleguín era simpático y listo, le gustaba regatear, ponía un precio alto y luego, según viera el percal, iba bajando hasta cerrar el trato con beneficio y unos botones, una cremallera o una bobina de hilo de regalo. La aparición del pequeño hombre del Land-Rover se registraba siempre dos o tres semanas antes de las fiestas del pueblo, pues como buen vendedor sabía que ninguna moza con algún posible renunciaba a estrenar vestido el día de San Roque. Las mujeres más habilidosas copiaban los patrones de Burda Moden y se confeccionaban unas prendas primorosas. Las menos mañosas recibían ayuda de las otras. Lógico.

Otras novedades de La Traviesa eran la llegada de maleteros, hombres curtidos que recorrían los caminos en bicicleta (y en burro) con una o dos maletas en el portabultos. Las colocaban sobre unas lastras, las abrían y mostraban su contenido: maquinillas de afeitar, cajitas con cuchillas, tijeras, navajas, corta uñas, sacacorchos, rollos de tanza, anzuelos de pescar, abrelatas, naipes, jabones aromáticos, frascos de perfume, tarritos de rímel, lapiceros de carmín, bisutería variada para alegrar la cara. Los hojalateros o estañadores llegaban también en bicicleta, el vehículo por antonomasia de los afiladores, que anunciaban con sus trinos y a voz en grito sus servicios.

Aquella gente mercantil era entretenida, aunque no tanto como los niños que aparecían el pueblo en los meses de verano y correteaban por La Traviesa detrás de un balón. Los ancianos solían llamar a alguno: “¡Guaje, ven acá!” El niño se acercaba y el anciano o la anciana le preguntaban: “¿Tú de quién eres?” Casi ningún crío entendía la pregunta y se quedaba en suspenso. Entonces un abuelo decía: “Tú eres de los Bartolos”. Y otro añadía: “Qué va, hombre, este tiene pinta de ser los Carabinas”. Algunas veces se acumulaban cinco opiniones distintas, como si los de mayor edad fueran aficionados a los acertijos o disfrutaran compitiendo a fisonomistas. El chaval casi nunca sabía el mote de sus ancestros. Era un niño de ciudad y las segundas y terceras generaciones de urbanitas olvidan para siempre los apodos familiares de los pueblos.

El asunto del mote era en mi pueblo menos complicado que Vigàta (Sicilia), donde traía de cabeza a la policía y a la administración judicial. Contaba Andrea Camilleri que en la isla italiana un tal Filippo Nuara, por ejemplo, será llamado por todos, empezando por sus padres y parientes, Nicola Nuara, nombre que, a su vez, será cambiado por el diminutivo de Cola Nuara, de modo que comenzarán a coexistir dos personas distintas, la de los documentos legales y la otra. Y si el tal Nuara habla poco, enseguida recibirá el mote: Cola Zoppo (aburrido) o como cojee un poco será llamado Cola Ticche Tacche (garrapata). No, mi pueblo no era la Vigàta del comisario Montalbano, pero allí cada familia tenía su marca registrada de acuerdo con alguna característica o algún acontecimiento: los habaneros, los criaturas, los albardines, los chopos y por ahí para allá. Finalmente preguntaban al niño el nombre y los apellidos de sus padres y resolvían el acertijo: “Entonces eres un Carabina”. Y le daban un caramelo.

Violadores y canallas

Cuentos y descuentos del sábado (8-09-2023).–Luis Díez

Sentado en el sillón ergonómico de su antepasado, el juez Alberite sudaba la camiseta hilvanando dictámenes. Después de leer despacio las sentencias y de analizar los argumentos y los fundamentos de los recursos, anotaba sus impresiones con letra deshilachada en una pequeña libreta de las que su secretaria le agenciaba en el chino. Al juez le gustaba hacer bien su trabajo, se esforzaba en cimentar sus formulaciones de forma que parecieran irrefutables y aplicaba los preceptos con austeridad y precisión. Sus propuestas de resolución casi siempre obtenían la unanimidad de los restantes catorce miembros de la Sala. A sus cincuenta y seis años había alcanzado la cima de la pirámide judicial del reino (la justicia se seguía administrando en nombre del Rey), y ahora, con cincuenta y nueve, acababa de cumplir su primer trienio sentando jurisprudencia. Desde que lo eligieron miembro de la Sala de lo Penal del Supremo laboraba a un ritmo constante, percibía a final de año las gratificaciones por productividad, igualaba el salario bruto del presidente del Gobierno (90.000 euros) y disfrutaba de unas prestaciones extraordinarias de las que sólo un puñado de magistrados y fiscales jefe podían gozar.

Realizó algunas anotaciones en su libreta, alargó el brazo, empuñó el vaso de plástico, dio un tiento al carajillo (café sólo de máquina con un chorro de orujo de su cosecha), paladeó el mejunje, depositó el vaso junto al áspero tapete del ratón, acarició el artefacto, movió la flecha de la pantalla del ordenador. “¿A ver qué tenemos aquí?”, se dijo. El documento venía de la Audiencia Provincial. Leyó los hechos probados: “Que sobre las 00.10 horas del día 10 de marzo de 2008, el procesado, Balbino, mayor de edad, sin antecedentes penales, en compañía de otros dos individuos que no han sido identificados, abordaron a Ángela cuando se hallaba en las cercanías de la estación de la estación ferroviaria, procediendo el procesado a cogerla fuertemente del brazo, ayudado por otro de los intervinientes, llevándola a un parque cercano por la fuerza. Una vez allí, Balbino intentó quitar a Ángela los pantalones, oponiendo ella gran resistencia, por lo que la agarró por el pelo y ley dio un puñetazo en la nuca que provocó que cayera al suelo, momento que aprovechó el procesado para tirarse encima de ella, quitarle los pantalones y penetrarla vaginalmente, sin llegar a eyacular, mientras los otros dos individuos agarraban a Ángela de las manos y las piernas para facilitar la actuación del procesado. Cuando Balbino finalizó su agresión y Ángela intentaba marcharse se abalanzó sobre ella otro de los individuos y la penetró vaginalmente mientras era sujetada de las manos y las piernas por el procesado y el otro interviniente, si bien no eyaculó en su interior sino en el suelo. Tras esta nueva agresión, y cuando Ángela se incorporó intentando abandonar el lugar, el tercero de los individuos le propinó un fuerte empujón, cayendo sobre el semen del segundo de los agresores y manchándose el pantalón, procediendo a continuación, mientras le profería frases obscenas, a agarrarla por la cabeza, obligándola a realizarle una felación, aunque no llegó a eyacular, siendo sujetada de las manos y las piernas por el procesado Balbino y segundo de los agresores referido”.

El juez Alberite contuvo una explosión de ira y asco, dio otro tiento al carajillo, leyó la condena: doce años de prisión en concepto de autor de un delito de violación, con su accesoria de inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena, más seis años de prisión, como cooperador necesario, en cada una de las otras dos violaciones, con su accesoria de inhabilitación. Masculló algo para sus adentros y sumo a la repugnancia por las violaciones perpetradas por los tres salvajes machistas, de los que sólo uno había sido capturado y condenado, la pena inmensa de tener que admitir la petición de rebaja de condena por mor de unos capullos metidos a legisladores. Anotó unas consideraciones en su libreta y aceptó parcialmente el recurso, sólo parcialmente, pues ya la suma de veinticuatro años de prisión al condenado violador topaba con los veinte como máximo, consignados en el Código Penal.

El magistrado Alberite alargó el brazo hacia el ratón, clicó, leyó: “El 24 de diciembre de 2014, a las 23:30 horas, Arturo, mayor de edad y sin antecedentes penales, estaba en casa de su prima para la celebración familiar de la Nochebuena y entre los asistentes se hallaba el menor Roberto, hijo de su prima y con el que mantenía una relación cercana, pues coincidían varias veces al año en reuniones familiares en las que los padres del menor dejaban que éste jugase y estuviese la mayor parte del tiempo con él. Los padres confiaban en la relación de amistad y familiaridad del menor con el tío Arturo y le permitían estar a solas con él. Arturo sabía que el pequeño Roberto tenía 12 años. El referido 24 de diciembre se quedó a solas con el menor en un dormitorio situado en la planta superior de la vivienda, situación que aprovechó para bajarse los pantalones y masturbarse, a la vez que con la otra mano empujaba la cabeza del menor en dirección a su pene, pero sin que llegase a contactar con la boca del menor, pues fue sorprendido antes por el padre del menor, que impidió que Arturo continuase su acción. Durante todo el año 2014 el mencionado Arturo había estado con el menor en varias reuniones familiares que aprovechó para quedar a solas con el menor y realizar sobre el mismo actos de tipo sexual para satisfacer sus apetitos. Antes del 24 de diciembre intentó en más de una ocasión penetrar analmente al pequeño, sin que conste que llegase a conseguir la penetración. Como consecuencia de las dificultades para la penetración anal, en más de una de esas ocasiones optó por chupar el pene del menor y por hacer posteriormente que el menor le chupase a él su pene y también consiguió que el menor cogiese su pene con la mano y le masturbase, mientras que en otras ocasiones Arturo restregaba su pene con el pie del menor”.

El juez Alberite dio otro tiento al carajillo como si tratara de eliminar el mal sabor de aquel delito castigado, cinco años después, con una pena inferior a la mitad de los once años de cárcel que contemplaba el Código Penal. En realidad el agresor sólo había cumplido un día de prisión preventiva desde que se descubrieron y denunciaron los hechos. Fue el 27 de diciembre de 2015, quedando después en libertad con la prohibición de acercarse a menos de quinientos metros del menor, quien recibió tratamiento psicológico, sin duración acreditada y sin que tampoco se hayan diagnosticado y evaluado las secuelas que le quedaron como consecuencia de lo sucedido. En cambio, la defensa del condenado pudo acreditar el “retraso madurativo” del agresor por causas “psicosociales”, así como “conductas impulsivas y cuadros de ansiedad”. La defensa del acusado Arturo alegó que sufría “impulsos intermitentes y difíciles de controlar” al existir “una alteración en los frenos inhibitorios, con una menor reflexión sobre las consecuencias que su conducta podía tener”. El tribunal condenó finalmente al agresor el 31 de mayo de 2019 como autor de un delito continuado de abuso sexual, consumado, con acceso carnal y prevalimiento, sobre menor de 13 años, a una pena de 11 años de prisión y el pago de una indemnización de 15.000 euros a la familia de la víctima. La sentencia disponía el cumplimiento de la pena en régimen de “libertad vigilada”, de manera que no tendría que entrar en prisión. Con todo, la defensa recurrió y el tribunal admitió la casación y reconoció la atenuante cualificada de “alteración psíquica”, reduciendo la pena a 5 años y seis meses.

Visto lo visto, el juez Alberite, miró el nombre del letrado defensor, un picapleitos anunciado en Google como “especialista en Económico matrimonial” (¿?), masculló una palabra ininteligible, apuró el carajillo y anotó en su libreta la decisión de rechazar el recurso, con imposición de las cargas judiciales al demandante, un majadero que ni siquiera se ha leído, se dijo, la reforma penal del delito de violación y desconoce que la pena aplicable es muy superior a la condena aplicada. No hay in dúbito pro reo, sino incompetencia con seguidismo y mala fe, pensó. Y a continuación sintió el deseo de dirigirse a la Ilustre Fregona solicitando a los académicos que recomienden a quienes usan la lengua castellana que no utilicen tan a la ligera el verbo “violar”. Si por sinónimos fuere ahí tienen, se dijo, violentar, quebrantar, infringir, vulnerar, atropellar, conculcar, quebrar, transgredir… Y no, las leyes no están para violarlas, como dijo un político nefasto. Pero eso quedaba fuera de sus funciones, así que acarició el ratón, clicó y pasó al siguiente recurso.

No jodamos

Cuentos y descuentos del sábado (2-09-2023).–Luis Díez

Don Nicasio era un buen jefe. Aprovechaba correctamente las circunstancias personales de las autoridades competentes y evitaba joder a los trabajadores. Dos cualidades de las que otros jefes carecían. Para aprovechar las circunstancias obtenía información previa, veraz y fidedigna, de los que podían joderle a él del modo más oneroso para la empresa, es decir, elevando los costes y reduciendo los beneficios. Téngase en cuenta que vivíamos en una sociedad capitalista gobernada por las leyes del mercado.

Si, por ejemplo, don Nicasio tenía que conseguir la certificación sobre el correcto acabado de una obra pública no dudaba en invitar al perito de la agencia revisora o de la administración, según los casos, a almorzar en un buen restaurante con los ingenieros, aparejadores y arquitectos del equipo. Tras los postres y el café, cuando los espirituosos digestónicos surtían efecto, don Nicasio comentaba algo sobre los hijos, sabedor de que el perito certificador tenía uno a punto de contraer matrimonio. La conversación fluía. Y, tal como suponía don Nicasio, el certificador se quejaba de la carestía de la vida, sobre todo, de la vivienda del hijo que abandonaba la casa familiar para crear su propio hogar. Don Nicasio asentía y le preguntaba al oído dónde iba su hijo a celebrar el convite, y cuando el perito respondía, él reponía: “Pues dile que no se preocupe de la factura, que está pagada”. Ya de vuelta a la oficina se ocupaban del papeleo y el certificador firmaba el conforme, todo correcto.

Eso no quiere decir que no hubiera peritos con el colmillo retorcido, individuos puntillosos que escrutaban hasta el último grano de grava, el último kilo de cemento y, calculadora en mano, la última tonelada de arena; medían las vigas, evaluaban la calidad del acero corrugado de la ferralla, computaban por procedimientos infalibles la masa de los taludes y movimientos de tierras. Vale, pero incluso esos tenían un punto débil, y don Nicasio lo sabía y conseguía embozarlos y evitar sus mordiscos. Se las ingeniaba para saber a quién le gustaba viajar, quién sentía debilidad por los juegos de azar, quiénes tenían esposas, novias y amantes caprichosas. Y no escatimaba detalles agradables hacia ellos. Si, por ejemplo, a uno le gustaba el juego se las ingeniaba para organizar una partida de póker de la que invariablemente salía victorioso con varios cientos de euros, incluso miles, en el bolsillo.

Aparte sus costosas (en apariencia) emboscadas a quienes podían obligarle a rectificar una obra, ya he dicho que don Nicasio evitaba fastidiar a los trabajadores. Incluso les ayudaba si no costaba dinero. En una contrata que dirigía en República Dominicana, donde los empleados cobraban en efectivo cada viernes, uno le pidió que le acompañara a la caseta de pago. Don Nicasio accedió, entró detrás de él, se fijó en dos tipos que aguardaban junto a la puerta abierta de par en par. Tras recibir su paga, el obrero empezó a gritarle: “¡Esto es muy poco, jefe! ¡Han contado mal! ¡No me han puesto todas las horas!” Don Nicasio, sorprendido, no sabía qué decir. El operario seguía gritando: “¡Usted quiere matar de hambre a mi familia!” Los dos tipos que esperaban junto a la puerta se percataron de la magra paga y largaron. El trabajador le agradeció efusivamente la ayuda para espantar a sus acreedores. Otro empleado que acababa de cobrar fue detenido a putan de pistola en la puerta de la caseta por dos soldados en función de agentes de la ley. Se lo llevaron. Apenas habían caminado cincuenta metros, el supuesto detenido vio que su acreedor se daba el piro, les guiñó un ojo y les entregó un billete de diez pesos a cada uno. Las tretas de los deudores eran el pan de cada día entre aquellas gentes que sólo tenían hambre y deudas.

Don Nicasio respetaba la ley sin dejar por ello de respetar, apreciar y proteger a los trabajadores a su cargo. “¿Por qué no viniste ayer?”, le preguntó a uno de aquellos dominicanos. “Es qué tenía una diligencia muy urgente”, respondió éste. “¿En qué consistía?”, se interesó. “Pues verá, jefe, yo tenía un papito, sabe usted, y ya no lo tengo”, dijo el joven trabajador. Don Nicasio entendió que había fallecido y le dio el pésame. Y claro que había muerto, pero hacía varios años. “Lo mató uno que salió ayer de la cárcel”, le explicó el empleado. Don Nicasio entendió “la diligencia” y se calló. Después de todo hay ocasiones y materias que es mejor ignorar.

Batiendo récords

Cuentos y descuentos del sábado (26-08-2023).–Luis Díez

Marisa y Fiol volvieron a coincidir en el metro. Se conocían desde los tiempos de la universidad, aunque Fiol, rico de familia, seguía estudiando por libre lo que quería y viajando a donde le daba la gana. Cursaba “mundología”, solía decir.

–¿En qué andas? –Le preguntó ella después de saludarse.

–Estoy elaborando una lista de récords –dijo él.

–¿Deportivos?

–No, esos ya los anotan los jueces de las competiciones; a mí me interesan los sociológicos.

–¿Por ejemplo?

–La mujer más alta del Reino de España, la famosa que más veces se ha casado…

–Esa te la digo yo, jeje… Me parece un ejercicio curioso, pero no se me alcanza el sentido y la utilidad de esos conocimientos.

–Cosas de los anglosajones, que conciben la vida como una competición. De hecho, si estudio esta materia se debe a que una revista estadounidense de mucho éxito me encarga listas de recorman españoles y me paga estupendamente.

–Lo llevas bien, supongo.

–Muy bien. Me voy a la hemeroteca, hojeo los periódicos de provincias, tomo nota de lo que me interesa y, de paso, me entero de lo que ocurre en el mundo. No es por presumir, pero ya les he enviado cuatro listados con diez o doce récords cada uno.

–Joer, Fiol, me empieza a picar la curiosidad.

–Bueno, siempre hay alguien que es el primero o el más en algo, en peso, en tamaño de la cabeza, en resistencia bailando, tocando el piano o subiendo escaleras. Siempre tendremos al cocinero de la mayor paella del reino y a los aspirantes a batir el récord. Y quien dice paella puede decir tortilla de patatas, etcétera. Hay récords para todos los gustos: una mujer se pasa cincuenta horas seguidas tocando el piano, un tipo empuja su furgoneta de 2,5 toneladas de peso y consigue desplazarla 50 metros en llano, en menos de un minuto. La variedad de esfuerzos extravagantes y bizarros es muy amplia. Y puesto que siempre hay gente tentada a ser la primera en algo, a conseguir el récord, la cantidad de tonterías es incontable y, además, irremediable. Pero también debo decir que al lado de los que dan vueltas a una farola o tocan las castañuelas o andan kilómetros a la patacoja, he registrado actividades intelectuales y estéticas de cierto mérito.

Marisa mostró un gesto de complacencia como si estuviera pensando: “Pues menos mal, si no nos van a tomar como un país de zopencos”. Y se interesó:

–¿Por ejemplo?

–Así, a bote pronto, la persona que más libros ha leído, y no es don Quijote.

–Una mujer –dijo Marisa.

–Afirmativo –le contestó Fiol antes de añadir–: La persona que más concursos de pintura rápida ha ganado.

–Otra mujer.

–Afirmativo: la alicantina María Dura.

–Mi estación, adiós Fiol y a ver si nos vemos más de vez en cuando.

–Adiós, Marisa.

El cuerpo del Presidente

Cuentos y descuentos del sábado (19-08-2023).–Luis Díez

«A mí me sacó de dudas el Presidente», dijo Juanito Alarcón en referencia al debate de mil demonios que se había entablado en aquellos tiempos entre los creacionistas y los darwinistas sobre el origen de la especie humana. Él no era de unos ni de otros. Le traía sin cuidado si el hombre y la mujer salieron de la nada o llegaron a ser como somos por la evolución natural y la selección de las especies. Él no practicaba religión alguna, no creía a curas y predicadores ni, por otra parte, entendía el lenguaje de los científicos y expertos. Además, carecía de tiempo para leer y entender aquella historia de Adán, Eva, la Serpiente y todo lo demás, y tampoco tenía capacidad, suponía, para meterse en el laberinto del genoma humano. Y eso que algunos lo consideraban un intelectual, asesor y amigo del Presidente mucho antes de que llegara a ser Presidente y durara década y media en la presidencia por mandato popular. Amigo y correligionario claro que era. Y si por “asesor” entendemos que lo mismo conducía el coche del amigo Isidoro (nombre del Presidente en la clandestinidad), que arreglaba grifos, pintaba, cocinaba o contaba anécdotas, chistes e ironizaba sobre señoritos y prebostes campanudos de derechas, entonces sí, también era “asesor”. Pero, sobre todo, Juanito era buena gente, un tipo sencillo y trabajador que, como la gran mayoría, aspiraba a una sociedad de mujeres y hombres libres e iguales en derechos y deberes, y hacía lo que podía para conseguir una justicia social y unas mejoras salariales con las que dar estudios a sus hijos y desvivir sin tantos ahogos. La historia enseñaba que esa justicia sólo podía llegar de la mano del socialismo democrático y por eso él se confesaba rojo.

–¿Juan, cómo fue eso de que el Presidente te sacara de dudas en un asunto tan complejo como el origen del ser humano? –le preguntó el amigo Fiol.

–Muy sencillo –respondió–; ya sabéis que al Presidente le gustaba la naturaleza. Incluso en la sede palatina se relajaba plantando, regando y podando aquellos arboliyos…

–Bonsais.

–Correcto. Encinas, olivos, naranjos, acebuches, olmos…, un bosque variado en miniatura. En una ocasión también plantó un árbol grande, un champa junto a la tumba del gran Mahama Gandhi en la India. Ya te digo, amaba la naturaleza, deseaba estar en contacto con ella, perderse en el monte. Y siempre que podía se escapaba a Doñana. Una vez hicimos una marcha desde Malanda hasta las dunas de la playa del Inglesito; hacía bastante calor, así que me desnudé y me lancé al agua. Después de mucho insistir conseguí que venciera su pudor, se alejara un poco de los escoltas y me secundara. Nos bañamos en pelotas. Dicho sea de paso, le daba mucha vergüenza que lo vieran desnudo. Pero no por lo que estáis pensando, sino porque tenía el cuerpo, todo el cuerpo cubierto de pelos.

–¿Como los monos?

–Correcto.

–Ahora entiendo que te sacara de dudas.

La conversación prosiguió con críticas a aquel presidente peludo por no emplear su prestigio y reputación en concienciar a los ciudadanos de esta desaforada sociedad de consumo para que reduzcamos la emisión de gases contaminantes y no sigamos matando la vida en este planeta.

La baronesa cultivada

Cuentos y descuentos del sábado (12-08-2023).–Luis Díez

Desconocía la existencia de la baronesa de Pinopar hasta que el vecino de arriba, señor Sipero, elogió la sabiduría vegetal de aquella mujer que, al parecer, mantuvo una gran amistad con la marquesa de Pompadour, quien daría nombre a las infusiones que tomaba el enfermizo François Marie Arouet, más conocido como Voltaire. Según un librito de aquella baronesa, ilustrado como si fuera un catálogo, que el señor Sipero me permitió hojear en la cafetería del pie de casa, aquella aristócrata mallorquina por obra y gracia del archiduque Carlos de Austria sostenía que quienes comen con método son más dados a la meditación que a la vehemencia.

La patata, decía, es un buen alimento para los dirigentes políticos y los magistrados porque desarrolla el raciocinio y produce gran nivelación mental. Así que coman muchas patatas.

La zanahoria es estupenda para las personas que siempre andan disgustadas, malhumoradas y biliosas, pues su ingestión cura la melancolía, los celos, la ira y el deseo de venganza.

Las espinacas son muy recomandables para las personas pusilánimes, ya que aportan los minerales necesarios para fortalecer la voluntad. Todos los generales han consumido espinacas en abundancia. Y ya sabemos que después se convirtió en el vegetal favorito del Popeye de los dibujos animados.

Las aceitunas pequeñas, arbequinas, son extraordinarias para los banqueros, financieros y mercaderes, pues estimulan la minuciosidad, es decir, el aprecio de los peniques, los céntimos y otras fracciones menores de la unidad monetaria. Si se toman con vermú de Reus provocan entusiasmo.

Las calabazas, en cambio, poseen unos aminoácidos muy favorables para los estudiantes cuando las consumen sus profesores, pues desarrollan la comprensión y estimulan la vista gorda.

Entre las coles, la lechuga induce a las caricias y es excelente para los enamorados. Por cierto que al eminente ciclista Federico Martín Bahamontes, fallecido hace unos días –esto no lo decía la baronesa–, no sólo le llamaban el Águila de Toledo, sino también el Lechuga porque, como dice el dicho, entre col y col, lechuga. Y coll en francés significa puerto de montaña, de modo que entre puerto y puerto, allí estaba él. Seis veces quedó campeón de la montaña en el Tour. Honor y gloria. Descanse en paz.

En cuanto a las berzas, repollos y grelos en puré proporcionan tantas calorías a los niños pequeños que si quedan al cuidado de militares les dan mucha guerra y acaban por derrotarlos. Sobre los calabacines y las berenjenas decía la baronesa que suavizan el carácter y son muy recomendables para los alcaldes y gobernantes.

Quienes aspiren a tener ideas poéticas y artísticas, coman judías verdes a todo pasto, porque ellas proporcionan inspiración y armonía. Pero son las judías blancas, al decir de la baronesa, las reinas de los vegetales. Si se comen con manteca o aceite son más vigorizadoras que la carne de res y de pez, reponen el sistema nervioso y aunque parezca feo y resulte fétido, nos ayudan a realizar una función esencial del intestino grueso.

La baronesa refería a continuación las propiedades saludables de otros muchos vegetales, incluyendo las ortigas, que son diuréticas. Y dedicaba varias páginas a las plantas aromáticas: la albahaca, el tomillo, la canela en rama… Sobre las preciadas trufas, favoritas de miles, millones de paladares, sostenía que avivaban el sexo adormecido de las personas de cierta edad.

Luego ya, para demostrar que no carecía de espíritu crítico, ponía de vuelta y media a los guisantes verdes, pues desarrollan la frivolidad y hacen a la gente, especialmente a las mujeres, caprichosas y descuidadas. Eso decía.

Antes de devolver el librillo al señor Sipero eché en falta una referencia a las cebollas, tan habituales en nuestra cocina como las patatas, los tomates y los pimientos. Él me señaló un texto breve, sin ilustración, a modo de apéndice. Lo leí enseguida. “Las cebollas son excelentes para combatir la calvicie. Se frota bien con cebolla la parte de la cabeza donde empieza a clarear el pelo. Esto ocurre porque la piel del cráneo se endurece y se vuelve escamosa, impidiendo el crecimiento del cabello. Tras encebollar la zona enseguida notamos que el jugo ablanda el cuero cabelludo, eliminamos las escamas y el cabello vuelve a brotar”. Eso decía antes de añadir: “Dado que el olor a cebolla puede resultar molesto, podemos atemperar su efecto pasando varias veces medio limón por el área afectada”. Si que era cultivada la baronesa.

Meada regia

Cuentos y descuentos del sábado (05-08-2023).–Luis Díez

Cuentan lenguas de doble filo que hallándose un día en el palco presidencial de la plaza de toros de Las Ventas sintió Su Majestad una gana irresistible de mear y no hallando dónde poder hacerlo se desabrochó la bragueta y dirigió el miembro viril hacia el bolsillo del pantalón del tipo que tenía al lado, que no era otro que el comisario encargado de dirigir la lidia. Al notar éste el calorcillo húmedo del orín que fluía desde su bolsillo y le empapaba el pernil y le encharcaba el zapato se volvió hacia el Rey y le dijo respetuosamente:

–Majestad, se le ha calentado el champan.

–Jajajá –respondió éste, apurando la micción.

Luego, mientras Su Enormidad replegaba la chorra y cerraba la petrina, añadió a modo de disculpa:

–A determinada edad ya no te puedes fiar de la próstata.

–Si señor, por eso a los toros hay que venir meado –le recomendó el comisario.

Miles de amílcares muertos

Cuentos y descuentos del sábado (29-07-2023).–Luis Díez

Los oretanos eran gente pacífica y acogedora. Preferían mezclarse a guerrear. Se llevaban bien con los vetones, los carpetanos, los lobetanos y las demás tribus vecinas. Procreaban sin mayor reparo con sus semejantes de otras tierras y otros valles hasta el punto de tejer estrechos lazos de sangre con los bastetanos y los contestanos del sudeste peninsular. Solían extraer de la tierra algunos minerales y arcillas para realizar utensilios, conocían el valor alimenticio de algunas frutas y vegetales, y en vez de matar a los animales intentaban domesticarlos. Pero entonces llegaron a la costa mediterránea unos tipos armados en unas embarcaciones toscas que nada tenían que ver con las naves de los fenicios, que se dedicaban al comercio de la sal y de otros minerales y metales útiles, y tampoco se parecían a los barcos de pesca de los bastetanos ni de sus hermanos contestanos y edetanos.

Los recién llegados eran gente feroz y mal encarada. Asaltaban, saqueaban y arrasaban los poblados. Su crueldad carecía de límite. Mataban, apresaban y esclavizaban a los aborígenes, de cuyas despensas y tierras se apropiaban a sangre y fuego. Se hacían llamar cartagineses y estaban en guerra contra los romanos. Gran parte de ellos eran nubios del norte de África. Su cabecilla jefe respondía al nombre de Amilcar Barca.

Los estragos de los despiadados invasores llegaron enseguida a oídos de los oretanos. Y también las peticiones de ayuda de sus hermanos de la costa. Pero qué socorro podían prestarles si ellos eran gente de paz, carente de otras armas que no fueran las herramientas de labor, machucas, estacas y piedras. Según documentó el párroco de Montoro, Fernando José López de Cárdenas, en la primavera de 1783, cuando recorría las sierras sobre el valle de Alcudia recogiendo minerales por encargo del conde de Floridablanca, aquellos iberos oretanos dejaron huellas de su pacifismo en los palotes que halló aquel cura en la Peña Escrita, a unos pocos kilómetros de la actual Fuencaliente (Ciudad Real): figurillas bailando en parejas, gente gozosa, encantada de la vida. Las cuevas y roquedales con vestigios ancestrales revelan su carácter pacífico. Ni espadas ni arcos ni flechas ni hachas siquiera. Se celtificaron e incluso se mezclaron con los lusitanos, pero no guerrearon.

Sin embargo, las peticiones de socorro y los avisos de que venían aquellos guerreros sanguinarios (los cartagineses), arrasándolo y quemándolo todo, les colocó en la tesitura de defenderse. Entonces un mozo llamado Orisón tuvo una idea que luego se llamó “estratagema”. Consistía en echar el lazo a algunos animales que no se dejaban domesticar (toros bravos), atarles las patas, cargarlos en carretas empalizadas y llevarlos como donativo, en son de paz, al campamento de los cartagineses. Orisón y los oretanos más fuertes se pusieron manos a la obra. No dudaban de que Amilcar Barca aceptaría el regalo y de que sus guerreros se pondrían muy contentos con tanta y tan buena materia prima para sus festines y cuchipandas.

Guiados por sus amigos y aliados de las tribus ribereñas, Orisón y sus hermanos emplearon varios días en recorrer con sus carretas cargadas con media docena de toros bravos la distancia que los separaba del campamento de Amilcar y sus feroces guerreros. El lugar se llamaba Heliké (después Elche). Además de procurar que los toros no flojearan, los oretanos adornaron sus cuernos con juncos y retamas embadurnadas con sebo y aceite. Cuando llegaron al campamento salió Amilcar en su caballo a recibir el regalo. Entonces prendieron fuego a las testuces de los morlacos y abrieron las jaulas de los carros. Los toros saltaron, azuzados por el fuego, y los guerreros huyeron despavoridos, perseguidos por aquellos animales enfurecidos que los corneaban y desgraciaban a los caballos. Tal fue el pasmo y el pánico de los cartagineses que el propio Amilcar salió huyendo hacia el río, perseguido por un toro embolado, cayo del caballo y murió. No se sabe si se desnucó o se ahogó, pero apareció muerto.

La estratagema había funcionado. Los feroces cartagineses se quedaron sin jefe. Desde Cartago, en la orilla del sur del Mediterráneo, nombraron a Asdrubal hasta que llegó Anibal, que era hijo de Amilcar Barca y había jurado odio eterno a los romanos. Anibal se parecía mucho a su padre, pero era más astuto que él. Viendo cómo las gastaban los celtíberos, procuró hacerse amigo de ellos. ¿Cómo? Primero parlamentando y luego pidiendo la mano (y el resto del cuerpo) de una moza de la que se había enamorado en la colina de Auringis (ahora Jaén). La joven se llamaba Himilce y era hija de un jefe local llamado Mucro, quien aceptó el pacto de sangre y protegió así a las gentes de su tribu. Anibal e Himilce se casaron en Cartagena, donde los de Cartago tenían sus navíos atracados y un gran campamento. Su enlace constituyó una alianza que perduró hasta la invasión romana de lo que llamaron Hispania. Previamente, Anibal compuso un gran ejército que incluía toros bravos y elefantes y marchó contra Roma. Himilce murió mientras su belicoso marido cruzaba los Alpes para guerrear contra los romanos.

La historia jamás se detiene; de aquellos oretanos y demás tribus que habitaron la Península Ibérica en la edad del cobre y sufrieron las invasiones cartaginesa y romana, ochocientos años antes de nuestra era, quedaron muchos vestigios que nos permiten una interpretación cabal de la evolución humana. Hoy, por ejemplo, nadie utilizaría los toros bravos, con teas o sin ellas en la testuz, para combatir, ahuyentar o dar estopa a los enemigos. Pero eso no quiere decir que los Amilcar no sigan cayendo como moscas. Miles han muerto desde entonces. Sin ir más lejos, el verano pasado (2022) murieron ocho personas en los correbous o bous al carrer (suelta de toros por las calles) de las distintas localidades de la Comunidad Valenciana y más de trescientas resultaron heridas. ¿Cuántos más tendrán que sufrir y morir para poner coto a la barbaridad? Las derechas políticas se niegan por sistema a abrir un debate. Que cada ayuntamiento se las averigüe, dicen. Y ahora, con un torero de vicepresidente y consejero de Cultura del gobierno autonómico, sólo se admitirá un argumento: “¡Eh, bou!” «¡Eh, toro!»

Lisonjeros y aduladores

Cuentos y descuentos del sábado (22-07-2023).--Luis Díez

Un día más, Marisa y Fiol se encontraron en el Metro. Hablaron.

–¿En qué andas? –se interesó ella.

–Preparo un pequeño ensayo sobre adulaciones y lisonjas.

–Supongo que no te faltará material –dijo ella. Y a continuación le refirió el caso de una presentadora de televisión tan ávida de agradar al aspirante de las derechas a la jefatura del Gobierno que le llamó “Presidente” aunque sólo era candidato.

–Lo vi –dijo Fiol–, vi al entrevistado mover los labios a modo de sonrisa, señal de que le gustó el tratamiento. La adulación de los poderosos sigue siendo una moneda común.

–Incluso de los prepoderosos –puntualizó ella.

Fiol citó a continuación una expresión tan rastroja como “arrójeme a sus pies”, se refirió a los genuflexos por exceso y no por gimnasia, y comentó la acepción más usual del sustantivo “pelotas”. Marisa desvió la atención de su interlocutor explicado que, en contraste con la lisonja, la periodista de otra televisora que entrevistó al mismo candidato le ofreció la oportunidad de rectificar unas afirmaciones falsas sobre la subida anual de la paga a los pensionistas conforme al incremento del índice de precios al consumo (IPC). Pero el candidato mantuvo su aserto como si fuera una verdad del Evangelio. La periodista paró la bola, evitó que los espectadores comulgaran con ruedas de molino y citó los tres años que los gobernantes de su partido no equipararon las pagas de los pensionistas con el incremento de los precios. Y no sólo eso; a renglón seguido le preguntó en qué se basaba para acusar a su adversario socialista de negarse a colaborar con la Justicia en un caso de espionaje telefónico a mandatarios y dirigentes políticos. El candidato contestó que lo había leído en un teletipo. “¿De qué agencia de noticias?”, le preguntó la entrevistadora. El candidato no se acordaba. Lógico. La verdad es que diez horas antes de aquella grave imputación, los jueces del Tribunal Supremo habían publicado su decisión de cancelar la investigación del caso Pegasus (así se llamaba el asunto) ante la negativa de las autoridades del Estado de Israel a colaborar. Los servicios secretos israelíes había ingeniado aquel dispositivo con el que los espías habían accedido incluso al teléfono del contrincante socialista y presidente del Gobierno de España.

–¿Qué sabemos de ese teletipo? –se interesó Fiol.

–Nada, ninguna agencia de noticias conocida ratificó su existencia.

–Observo, amiga Marisa, un gran declive de la honradez intelectual.

–Debe de ser porque la verdad no interesa, no proporciona cargos, rentas ni ascensos. En cambio, la lisonja y la adulación tienen premio.

–Razón no te falta, amiga Marisa: hoy se adula por un plato de lentejas. Y además se halaga sin el arte de un Polignac, quien, al ser preguntado por la duquesa de Maine qué hora era, contestó que todos los relojes se habían parado ante su belleza y elocuencia. También se cuenta del califa Almanzor que habiendo consultado a dos astrólogos acerca de su destino, uno le contestó que los aspirantes al califato morirían antes que él, y el otro que viviría mucho tiempo más que los que pretendiesen el califato. Con adularle ambos igual, sólo fue recompensado el segundo por su habilidad de preferir el verbo vivir al de morir, que siempre produce mala impresión. Quiere decirse que para adular se necesita arte.

–Me pregunto, amigo Fiol, si sería viable una factoría de lisonjas.

–Desde luego, Marisa. Y de vituperios también.

–Bueno, me bajo en esta. Hasta la próxima.

–Adiós, Marisa.

Candi-datos

Cuentos y descuentos del sábado (15-07-2023 ).–Luis Díez

El candidato ordenó a sus escoltas: “Dejad que las gentes se acerquen a mí”. Estaban en campaña y quería ser apreciado por los electores como un hombre cercano y preocupado por los problemas del pueblo. En un momento de su paseo electoral se le acercó una mujer y le dijo: “Me acuerdo mucho de usted”. El candidato la miró con mucho interés, aunque juraría que no la conocía de nada. “¿Y eso a qué se debe?”, le preguntó. Entonces la mujer señaló un letrero que colgaba en un balcón y dijo: “Cada vez que paso por aquí y leo eso, me acuerdo de usted”. A lo que el candidato le aclaró: “Pero ahí pone ‘vendido’ y yo soy Bendodo”. Ante lo que replicó la mujer: “Ve cómo está usted equivocado”.

La mujer era nuestra amiga Rosa, una malagueña muy salada. Cuando venían elecciones, como ahora, Rosa deleitaba a los amigos con los resultados de sus exploraciones de las listas de aspirantes al Congreso y al Senado que aparecen en el BOE. “La número uno del PP por Huelva se llama Bella Verano…, en invierno no sabemos si seguirá siendo lo que su nombre indica. Y en primavera y otoño, tampoco. Como el PSOE no va a ser menos, también lleva su Bella, Bella Mercedes, aunque la ha puesto de suplente”, nos informaba. “Claro que para hermosa, Hermosinda, esa suplente del PP en Baleares”, añadía.

Algunas veces encontraba la coherencia. “Mira, la candidata del Partido Animalista por Almería es nada menos que María Sol Lechón”. Idéntica coherencia podría darse con la candidata Caballo Perruca si no fuera que va por Resistencia Popular. Esta formación lleva en cabeza al señor Garrote –nos informaba–, de modo que el garrote ya no es vil, ahora es candidato. Y otro tanto ocurre con el señor Gas, que ya no es cámara, sino aspirante a diputado por los autónomos de Alicante.

Como no sabíamos si reírnos o echar monedas y las monedas cuestan dinero, nos limitábamos a sorprendernos de sus hallazgos. Caso curioso en la lista del PP por Barcelona al Congreso. Los dos primeros candidatos, dos hombres, llevan sus diminutivos entre paréntesis. ¿Qué trata Ignacio (Nacho) Martín Blanco de conseguir con ese diminutivo a los 41 años? ¿Y Santiago (Santi) Rodríguez Serra con el suyo a los 59 años? ¿Por qué a la número tres, Cristina Agüera, uña y carne de García Albiol en el Ayuntamiento y las empresas municipales de Badalona no le han puesto (Cris)? El primero de la lista es un chaquetero que pasó de Ciudadanos (Cs) al PP. Hay muchos cambiachaquetas, por ejemplo, la segunda de la lista de la ultraderecha Vox en Huelva, María Ponce Gallardo, que era de Cs. O el cabeza de lista por Barcelona de esos sembradores del miedo y del odio, Juan José Aizcorbe Torra, un faccioso reaccionario que transitó por Fuerza Nueva y el Frente Nacional de Blas Piñar, se metió en el PP de Vidal Quadras como jefe de estudios y programas y ahora es concejal de Vox en Pozuelo de Alarcón (Madrid) y cabeza de la lista voxida de Barcelona al Congreso de los Diputados. ¿Para qué querrá ese Aizcorbe Torra, un abogado liquidador de empresas, antiguo jefe máximo del grupo de Intereconomía, volver a ser diputado si en los cuatro años que ha ocupado escaño sólo ha hecho tres preguntas por escrito y en comisión?, se pregunta Rosa. Y se responde a sí misma: “A esos cara duras los ponía yo a lijar pirisulina”.

La justicia del vulgo

Cuentos y descuentos del sábado (08-07-2023 ) .–Luis Díez

Mi vecino don Amadeo Citero lleva una vida cultural envidiable. Va a los conciertos del auditorio nacional y asiste a conferencias, recitales de poesía y presentaciones de novedades científicas y literarias en el paraninfo, el ateneo, el círculo mercantil o el de bellas artes. Rara es la tarde sin algún evento cultural en su agenda. Anoche coincidimos al pie de casa, nos saludamos y le pregunté cómo veía la cosa.

–Peor.

–¿Y eso?

–El vulgo empeora: cada vez es más injusto con los mejores y perjudicial consigo mismo.

–No seré yo quien le niegue la razón –dije.

Hablamos un rato, aprovechando el frescor del anochecer. Venía, me dijo, del auditorio de la antigua facultad de Medicina de oír una disertación del eminente Zozaya sobre el bicentenario de Louis Pasteur. Al gran científico francés y universal, padre de la microbiología, debemos avances tan decisivos para la vida como las vacunas, los antibióticos y, entre otros, esa fórmula para evitar la propagación de las enfermedades infecciosas que llamamos esterilización.

–¿Y qué más dijo nuestro Zozaya sobre el gran Pasteur?

–Glosó sus descubrimientos, comenzando por lo que su nombre indica, la pasteurización, vital para la conservación de los alimentos, y terminando por la demostración de la existencia de bacterias y virus nocivos que se cuelan en los distintos organismos y provocan enfermedades contagiosas. En fin, que demostró que los microorganismos no se forman por generación espontánea en el interior de un caldo, del organismo de un pollo, un gusano de seda, un conejo, un ser humano… como creían hasta entonces, sino que omne vivum ex vivo (toda vida sale de vida).

Don Amadeo parecía entusiasmado con la figura del científico. “Pasteur lo pasó mal –dijo en referencia a su vida–; se burlaron de él. ¿Cómo el hijo de un curtidor, un estudiante mediocre de ciencias naturales, física y química, iba a saber más que los mejores médicos? Sin embargo, el cirujano inglés Joshep Lister aceptó y desarrolló sus teorías sobre la esterilización. Este Lister es considerado hoy en día el padre de la antisepsia moderna. Di tu que Pasteur aguantó las befas y perseveró en sus experimentos y mantuvo su lucha contra el daño de los patógenos y acabó obteniendo el reconocimiento de la Universidad de la Sorbona”.

Ya en el ascensor, mi cultivado vecino se refirió a la reflexión de Zozaya sobre si Pasteur era consciente de que sus esfuerzos iban a suponer la transformación de toda la medicina contemporánea. Bueno, sus experimentos acerca de la rabia, que han acabado por curarla, demuestran que sí. Eso no quita para que el vulgo glorifique antes a quienes lo esclavizan que a los que le ayudan a avanzar. Y añadió nuestro Zozaya: “Ved por qué no se ha concedido a Pasteur la glorificación que a Bonaparte, olvidando que no es lo mismo hacer rabiar que curar la rabia, ni investigar las causas de la vida que aniquilarla, para conquistar un laurel”.

–Pues sí, el vulgo empeora –tuve que admitir.

Quedas derogado

Cuentos y descuentos del sábado (01-07-2023).–Luis Díez

–¡Hombre, Fiol! ¿Cuánto tiempo sin verte? –Le saludó ella al verle subir al vagón.

–Pues sí, un poco.

–¿Has estado de viaje?

–Podría decir que sí, pero en realidad he estado unos días en una Casa de Salud.

–Vaya por dios… Dicen que la tuberculosis está repuntando.

–Me refiero a una casa de salud mental, un manicomio o centro psiquiátrico. Pero no es nada grave, te lo aseguro. Me sentía un poco pasado de rosca y aprovechando la cercanía con mi domicilio decidí someterme a una revisión. Me dieron fecha enseguida. Aunque las constantes mentales estaban bien, me detectaron patinazos neuronales preocupantes y decidieron dejarme ingresado en observación.

–¿Y qué tal la convivencia con los internos?

–Los aguanté como pude, qué remedio. Había un gigantón, un Hércules que engullía todo lo que se podía masticar, incluidas las peladuras de naranjas, de plátanos… ¡Qué tío! Siempre estaba buscando algo comestible.

–Vamos, que para ese no había yogures caducados.

–Le llamaban Vientre de Acero. Después del almuerzo se sentaba a reposar y solía decir: “Ya sólo me faltan cinco años para la metamorfosis”. Le pregunté en qué se quería convertir y me dijo: “En el ejemplar de la raza porcina más prominente de Rebelión en la Granja”.

–Je, je. Bueno, al menos había leído a Orwell.

–El problema de aquel hombre era otro, un enemigo de mirada fría, musculoso y barbado, que se creía jefe permanente y supremo de la extrema derecha nacional y le llamaba “maldito cerdo marxista” y lo quería fusilar. “Hombre, don Jefe, no sabe que eso de fusilar ya no se lleva”, le dije yo. “Bueno, bueno, igual se vuelve a llevar; entre tanto ya se ocupará mi socio y correligionario de la derechita cobarde de derogarlo”.

–Por Júpiter, Fiol, qué nivel político.

–Si, muy alto. Había una señora que exigía trato de alteza y otra más joven que decía ser su hija, aunque no eran parientes lejanos siquiera. La junior aseguraba haber sido la mejor amante del rey, prestado un gran servicio a la Patria y preservando la buena reputación de su majestad al impedir que hozara con pelanduscas de poca monta. La sénior se sentía muy orgullosa de la hija y las dos reclamaban los honores que les correspondían. Otro ejemplar bastante curioso decía ser presidenta de la mejor autonomía del reino y después de haber privatizado los grifos del agua caliente y de salir victoriosa de las elecciones quería privatizar los del agua fría y todos los servicios públicos. Me esforcé en explicarle que no se puede privatizar el patrimonio común en beneficio de unos pocos, por mucho dinero que paguen, y que hay bienes como el sol, el agua, el aire, los árboles, las calles… que son de todos, pero la mandataria no se movía de la famosa frase: “Pues el que quiera (esto, lo otro, lo de más allá) que lo pague, y punto pelota”. Privatizar e implantar tarifas era su objetivo.

–Ya veo que no te ha faltado tarea.

–Y que lo digas. El más astuto se hacía llamar futuro presidente del gobierno. Era un tipo de mirada dudosa, nariz aquilina y apariencia de mozo viejo que siempre andaba de cabildeos con unos y con otros. Con el mayor sigilo repartía embajadas, carteras ministeriales, credenciales de altos cargos, delegaciones y subdelegaciones de gobierno y demás prebendas entre amigos, parientes y correligionarios del partido. Le pregunté si tenía programa para España y me contestó: «Si, claro, y la prioridad es vivir mejor». No dijo quién. Le pregunté: “¿Y si no gana?” Y contestó: “Ganaremos, seguro”. “Ya, pero si no suman”, objeté. “En ese caso derogamos al que gane”, respondió. A lo que su correligionaria privatizadora y tarifaria añadió: “O si no, impugnamos los comicios hasta que los jueces nos den la razón, y punto pelota”.

–Joer, qué gente. ¿Cuántos días estuviste ahí?

–Al cabo de una semana sospeché que querían volverme loco, así que les dije lo de Trías y añadí: “Que os folle un diplodocus”. Y me largué.

–Bien hecho. Yo me bajo en esta.

–Bueno pues adiós Marisa.

–Hasta la próxima, Fiol.

La mató porque era suya

Cuentos y descuentos del sábado (24/06/2023).–Luis Díez

–En España no hay violencia machista.

–¿Eso quién lo dice?

–Lo digo yo.

–¿Y quién es usted para decir eso?

–¿Es que no lo ve? ¡El frutero, coño!

–¿De Vox, claro?

–Pues sí, ¿qué pasa?

–¡Ah…cabaramos! Otro negacionista.

–¡Negacionista ni hostias!

La mujer se ahorró el esfuerzo de ilustrar al necio con algunos datos de la sangrante realidad y lamentó en galego: “Mexan sobre nós e temos que dicir que chove” (Mean sobre nosotros y hemos de decir que llueve).

Luego, mientras se alejaba, se preguntó cuánto tardaríamos en llegar a los “crímenes pasionales” del pasado, al “la mató porque era suya”, a las doctrinas del psiquiatra militar Vallejo-Nájera Lobón (el Menguele de Franco) que negaban “el honor” a la mujer y se lo atribuían al marido, de modo que si ella mancillaba su honor (se iba con otro, por ejemplo), él podía matarla y quedar exonerado de condena por su acción criminal, invocando la llamada “venganza de la sangre”. Este precepto fue rescatado por la dictadura de la legislación penal del siglo XIX, se aplicó a discreción para imponer una moralidad férrea a las mujeres en aquella “España una, grande y libre”, y se mantuvo en el Código Penal español hasta finales de los años sesenta, ya muerto y bien muerto el leal consejero y amigo del enano asesino de El Pardo. Diez años después, en 1977, las nuevas Cortes democráticas eliminaron “el adulterio”, otro precepto incorporado también contra la libertad de las mujeres por aquel franquismo que ahora sirve de guía al rollizo jefe de Vox y no repugna a su aliado y colega Feijóo.

DOÑANA y 5/ Del robo del agua al ‘gran pelotazo’

Madrid, 26-05-2023.– Luis Díez

Según la evidencia de Sexto Empírico, Doñana es una joya de Andalucía, de España, de Europa y de la Humanidad. Es el humedal más importante del Viejo Continente. Cientos de miles de aves dependen de sus marismas para criar, pasar el invierno o para descansar durante su migración anual a África. En la marisma de Hinojos se posan a comer y descansar en su largo peregrinar. En invierno se refugian aquí los ánsares y las grullas procedentes de los países del norte de Europa. Más tarde, en primavera, pasan miles de aves migratorias procedentes de África como los moritos, las garzas imperiales… Vale recordar que el Parque Nacional se funda en 1969 por su especial importancia para la avifauna y por tener dos especies en peligro de extinción como son el lince ibérico y el águila imperial ibérica. También por la combinación de ecosistemas tan dispares –bosque y matorral, dunas y playa, marismas y vera– en un área tan pequeña.

Estampa de la marisma en una laguna del parque

Todo esto que cualquier profano puede leer en la reseña de Wikipedia sobre el municipio de Hinojos se puede completar con otros datos igualmente ciertos: 365 especies de aves (más de 500.000 de invernada todos los años), 21 especies de reptiles, 11 de anfibios, 20 de peces de agua dulce, 37 de mamíferos no marinos (entre ellas el lince ibérico) y unas 900 especies de plantas. Los científicos del CSIC que trabajan en la Estación Biológica aportan conocimientos fundamentales para la preservación de la fauna y la flora, pero también para el desarrollo y el progreso de los humanos en todos los campos, desde el bioquímico al de la salud, pasando por el técnico y el de la ingeniería aplicada. Quizá sea necesario formular algunas preguntas en boca del apicultor de origen gallego Beni Casqueiro (la polinización natural de los campos de fresas requiere una colmena por hectárea): “¿Imaginas un país un poco más grande que Luxemburgo donde los animales campen a sus anchas? ¿Un país donde la armonía y la belleza te sorprende todos los días? ¿Un país donde 450 especies animales viven en armonía? ¿Un país con más de 900 especies de plantas en el que uno de cada tres pasos lo das por un espacio protegido? Ese país que representa el 0,58% del territorio de la amada patria y es Doñana?”

Flamencos en la laguna de El Rocío, hace tres años.
Marisma de El Rocío en la actualidad

Beni enfatiza el término “patria” y el observador intuye su intención de apelar a la derecha política, esos dirigentes del PP y sus aliados de la ultraderecha oxida y “voxida” más patriotas que nadie, pero cuya única ley viene dictada por la avaricia y el afán de engrosar la cartera. Saben que Doñana se muere de sed debido al cambio climático, pero no renuncian al asedio del parque natural y se disponen a aprobar en el Parlamento de Andalucía una ley presentada por el PP con el apoyo de Vox para legalizar cientos de hectáreas de regadío ilegal para la producción de los frutos rojos bajo plástico y los más de mil pozos clandestinos existentes. La organización WWF (siglas en inglés de Fondo Mundial para la Naturaleza) nació precisamente en Doñana, donde mantiene un observatorio permanente, y ha aportado a las autoridades españolas y europeas unos informes que cifran la sustracción anual de agua entre siete y nueve hectómetros cúbicos (cada Hm3 equivale a un millón de metros cúbicos) al parque nacional por parte de los cultivadores sin derecho a riego. Con los arroyos secos y el agua superficial menguante, esos pinchazos permiten mantener 1903,7 hectáreas de cultivo con regadío ilegal en detrimento de la flora y la fauna del parque.

El “asedio” denunciado desde hace diez años por WWF ante los organismos internacionales ha servido de base a las inspecciones y advertencias reiteradas de la Comisión Europea, que, finalmente, interpuso una demanda judicial contra el Estado español. El resultado fue la condena del Tribunal Europeo de Justicia, publicada hace casi dos años (junio de 2021) por ignorar las extracciones ilegales y no adoptar las medidas necesarias para mantener los hábitats protegidos. La condena puede suponer una multa mil millonaria por parte de la Comisión Europea si el Estado español no clausura los pozos ilegales que aguijonean el acuífero, una masa de agua subterránea bajo los 2.400 kilómetros cuadrados del parque, cuya extracción requiere perforaciones cada vez más profundas. Y ya rebasan los 180 metros en vertical.

La Confederación Hidrográfica del Guadalquivir (CHG) instó al cierre de los pozos ilegales y comenzó el año pasado a supervisar el sellado que siete titulares de tierras acometieron voluntariamente. La ejecución forzosa por la captación ilegal de agua afectaba entonces a 71 pozos, la mayoría en el término municipal de Almonte, el más extenso, pero también a Lucena del Puerto y Rociana del Campo. Los inspectores de la CHG, organismo dependiente del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, del que es titular la vicepresidenta Teresa Ribera, han documentado unas setecientas perforaciones ilegales, de obligada supresión y sellado.

Para entender la problemática del latrocinio del agua hay que tener en cuenta el Plan Especial de ordenación de las zonas de regadío ubicadas al norte de la corona forestal de Doñana, que fue aprobado en 2014 por la Junta de Andalucía con el apoyo del sector agrícola después de siete años de siete años de trabajo. Según el WWF, el plan es manifiestamente mejorable, pero es el único instrumento para poner orden en el “caos de cultivos existe alrededor de Doñana”, para dar seguridad jurídica a los agricultores y para asegurar la conservación del acuífero. Sobre los criterios del Plan, los expertos de WWF elaboraron en 2020 un informe para determinar qué superficie de regadíos tendría que ser eliminada por su puesta en riego con posterioridad a 2004 y a 1992 (leyes forestales) para las situadas en Monte Público, por encontrarse en zona protegida (Zona A, de especial protección de los recursos naturales) o por no haberse regado durante más de tres años consecutivos, tal y como establecía el Plan Especial. Y los cálculos determinaron que “al menos 1.653 hectáreas de las 10.000 existentes deberían ser eliminadas”. Posteriormente WWF actualizó y elevó esta superficie a las ya citadas 1.903,7 hectáreas de regadío con agua robada al acuífero del parque nacional.

A pesar de la sentencia del Tribunal Europeo de Justicia, el gobierno del PP en la Junta de Andalucía ya intentó en 2022 legalizar el latrocinio del agua, aunque la quiebra de su coalición con Ciudadanos, provocó nuevas elecciones generales y retrasó la legalización de las tierras que iban a ser declaradas de regadío y en las que, de hecho, hay cientos de parcelas de cultivo del oro rojo bajo túneles de plástico. Después de los comicios, la derecha volvió a la carga con su proposición de ley. La iniciativa de la formación política de Moreno y Feijóo contó con el respaldo de la ultraderecha en el Parlamento andaluz, que la tomó en consideración el 12 de abril de este año 2023 y emprendió su tramitación sin atender las advertencias de las autoridades de la UE sobre la protección medioambiental del parque, Patrimonio de la Humanidad, y las multas millonarias para España. A pesar del estado crítico de los humedales, el argumento principal del presidente de la Junta consiste en que se necesita esa regulación “por el impacto económico” de la agricultura en la zona.

Moreno Bonilla y la patronal del oro carmesí no se cansan de repetir que el sector “da empleo a 100.000 trabajadores”. En los terrenos afectados conviven agricultores legales e ilegales. Con el proyecto de ley, cuya tramitación parlamentaria “por vía de urgencia” ha quedado en suspenso hasta después de las elecciones locales del domingo, 28 de mayo, se trata de legalizar los cultivos en unas 1.600 hectáreas (la derecha dice que 800), según la extensión reconocida por la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir (CHG). Las explotaciones sin permiso de extracción que serían legalizadas se encuentran en los municipios de Almonte, Bonares, Lucena del Puerto, Moguer y Rociana del Condado. Aunque los autores del texto han introducido una modificación básica respecto al de 2022 –“el agua procederá de forma prioritaria de la superficie”– la recalificación parcelaria de secano a regadío y la falta de agua en la superficie contradice, de hecho, esa previsión y augura la legalización del expolio del menguado acuífero Almonte-Marisma.

El presidente de la Junta invoca la ley de 2018 que preveía la transferencia de 19,99 hectómetros cúbicos desde la demarcación hidrográfica de los ríos Tinto, Odiel y Piedras a la del Guadalquivir. Dice que con ese trasvase (19,99 millones de metros cúbicos, es decir, 199.900.000.000 litros) se mantendría el equilibrio hídrico de la zona sin afectar al área de especial protección. En tal sentido ha enviado documentos a Bruselas y a Madrid, atribuyendo a las confederaciones hidrográficas, dependientes del Gobierno central, el incumplido la norma. Sin embargo, pocos trasvases para el riego se pueden hacer desde los cauces cada vez más exiguos de los ríos mencionados y cuando la demanda prioritaria de los ayuntamientos pasa por cubrir las necesidades (crecientes en verano) de la población. Esto que entienden y asumen las comunidades de regantes legales del Marco de Doñana es esgrimido por los líderes del PP (incluido su presidente Feijóo) para mantener la tramitación de la proposición de ley. Y culpar, de paso, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de “secar Doñana”. Lógico. “Non piove ¡Porco Governo!” Cualquier argumento vale para esconder la mano después de tirar la piedra

Sin embargo, el problema es poliédrico: la Comisión Europea tilda la norma que la derecha pretende sacar adelante de “violación flagrante” de la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE. El director del Consejo de Participación de Doñana, el CSIC, las asociaciones ecologistas y el Ejecutivo estatal rechazan la iniciativa. En una carta de la vicepresidenta tercera, Teresa Ribera al presidente andaluz, Moreno Bonilla, le pedía que no siguiera adelante con la iniciativa porque “la protección de Doñana es un asunto del máximo interés ambiental, social y legal, tanto de los españoles como de las instituciones europeas como de los amantes de la naturaleza a nivel mundial”. Tras la toma en consideración de la iniciativa (70 votos del PP y Vox), Ribera afirmó que el Gobierno interpondrá recurso ante el Tribunal Constitucional y reafirmó la decisión en una carta a la Comisión Europea. El presidente Sánchez fue tajante: “Doñana no se toca”. Y a todo ese rechazo se suma una cara más del poliedro: el daño a la reputación de los frutos rojos onubenses en los mercados europeos y los primeros síntomas de los consumidores del rechazo a las “fresas ilegales”.

El presidente andaluz Moreno Bonilla, premiado por los empresarios de los frutos rojos una semana después de impulsar en el pleno del Parlamento de Andalucía la ley que viene a legalizar las tierras de regadío ilegal. Foto de Freshuelva.

Pero nada de eso importa a la derecha y sus mentores. Nueve días después de que el PP y Vox ratificaran en el pleno del Parlamento Andaluz la decisión de legalizar las tierras de regadío no calificadas como tales, la entidad Freshuelva, creada a finales de los años ochenta, que presta asesoramiento y contribuye a las investigaciones sobre la mejora de los frutos rojos, concedió a Moreno Bonilla el premio “fresa de oro”. Esta asociación agrupa a más del 90% de los productores de fresas. En una gala en la que se entregaron premios a otros destacados personajes (empresarios, comercializadores, el presidente de una comunidad de regantes, el de una empresas transportista con centros logísticos en varios países de la UE y el representante de un grupo periodístico), el presidente andaluz enfatizó: “Somos la primera potencia agroalimentaria de España. Tenemos que tomar decisiones. De ahí que estemos apostando decididamente por más y mejores infraestructuras hídricas”.

El ministro de Agricultura, Luis Planas, al que también premiaron, no acudió a una gala en la que el monólogo de Moreno Bonilla cosechó largos aplausos. Elogió el esfuerzo de los agricultores desde hace cuarenta años y, sobre todo, dijo lo que algunos querían oír al exigir “más y mejores infraestructuras hídricas”. ¿Qué significa esto? Que quiere trasvases como sea. Pero hay más. El secretario general de WWF, Juan Carlos del Olmo, llama la atención sobre otro hecho fundamental: los agricultores con tierras de secano que riegan ilegalmente van a ver reconocidos unos derechos de regadío basados en la hipótesis del trasvase de los ríos Tinto-Odiel-Piedras. Y ese reconocimiento supone, de pronto, una revalorización de cada hectárea de secano, que multiplica un cien por cien su valor, pasando de entre 6.000 a 10.000 euros por hectárea a 60.000 y 100.000 euros, según las tasaciones actuales. “Además del acoso a Doñana, está en juego un gran pelotazo”, concluye Del Olmo.

DOÑANA 4/ La crueldad del mercado

Madrid, 25-05-2023.– Luis Díez

Algunos datos. En el año 2000 el profesor de la Universidad de Vechta (Alemania) e investigador en la Universidad de Sevilla Andreas Voth aportó una comunicación al III Congreso de Ciencia Regional de Andalucía sobre “el desarrollo comercial de la fresa de Huelva”, según la cual esta provincia producía 340.000 toneladas del preciado fruto rojo, el 90% de la producción en el conjunto de España, y exportaba 150.000 toneladas, mayormente a los países europeos. Hoy Huelva produce el 98% de los frutos rojos del país, el 30% de la producción europea, y exporta a la Unión Europea y al resto del mundo las apreciadas frutas por valor de 1.392 millones de euros, según los datos oficiales correspondientes a la campaña 2021-22. Una riqueza inmensa y creciente que los onubenses han obtenido a pulso, con investigación y tecnología, esfuerzo, asociación y pasión. También con el apoyo político e institucional de los diferentes gobiernos de la Junta de Andalucía.

Pronosticaba el profesor Voth cómo desde su centro pionero en Palos de la Frontera y Moguer (ya entonces el delicioso fresón de Palos había dado la vuelta al mundo como Juan Sebastián Elcano hace 500 años) los cultivos de fresas se irían extendiendo hacia el entorno del Parque Nacional de Doñana, aunque estimaba que el mercado regularía la dinámica de transformación en regadío de aquellas tierras. Con datos de Juan Manuel Jurado, el municipio de Almonte, el más extenso de Doñana, tenía entonces 950 hectáreas de regadío dedicadas al cultivo de fresas. En la actualidad, según cifras de la Junta de Andalucía, Almonte posee 3.356 hectáreas de cultivo bajo plásticos, de las que más de 2.900 están dedicadas a los frutos rojos.

Desde la celebración de aquel congreso, bajo el lema “Identidad regional y globalización”, hasta el día de hoy ha cambiado el paisaje y el uso del suelo a una velocidad impresionante, directamente proporcional a la ambición (y avaricia) de los propietarios de la tierra, los intermediarios y la demanda de los consumidores en todo el mundo. La sustitución de pinares y cultivos de secano por campos de fresa bajo túneles de plástico con riego localizado no sólo en la superficie, sino, sobre todo, en los acuíferos del subsuelo que aportan el líquido elemento a las lagunas y humedales del Parque Nacional de Doñana, no han parado de crecer hasta hoy. Simultáneamente, el Instituto Geológico y Minero comenzó a realizar estudios sobre el impacto en el acuífero principal del Parque Nacional de Doñana y a finales de la década pasada ya cifraba en más de cincuenta hectómetros cúbicos el uso del agua para regadíos. Los cierres de pozos por parte de la Confederación Hidrográfica del Guadiana (Administración Central) se cifraron en más de 1.200 antes de la polémica sobre el robo del agua y la proposición de ley autonómica del PP y Vox que pretende legalizar las tierras de regadío con agua robada al acuífero.

Dice el último informe de la Consejería de Agricultura, Ganadería, Pesca y Desarrollo Sostenible de la Junta que “los municipios productores de frutos rojos han duplicado o triplicado su superficie de cultivo bajo plásticos en la última década y media”. El informe aporta datos de 2019 y cita a Lucena del Puerto, Rociana del Condado, Bonares y Almonte, en la corona hidráulica del norte de Doñana, como los municipios donde mayor fuerza ha tenido este fenómeno, junto con Moguer. De modo que, como decía hace veintitrés años aquel alemán de fisonomía escueta, pelo blanco y rostro pálido (el profesor Voth) el mercado (el éxito de la exportación) ha incrementado los cultivos extra tempranos de primor. Y ese éxito ha incidido en los cambios sociales y económicos por la fuerte demanda de mano de obra, las altas inversiones realizadas y por los servicios relacionados con el sector fresero. El auge tuvo efectos hasta en Castilla y León (Segovia, Ávila y Valladolid), donde se estableció el subsector de viveros de la fresa vinculados con la producción onubense.

Sobre el factor humano, también objeto de varios estudios, las profesoras de Economía Aplicada de la Universidad de Huelva Blanca Miedes y Dolores Redondo explican: “La especificidad y la intensidad de la producción necesita un volumen importante de mano de obra eventual durante los meses de recolección (de enero a junio). Las estimaciones del sector cifran esas necesidades en siete trabajadores por hectárea en producción”. En las campañas entre los años 2004 y 2010, los jornaleros necesarios oscilaron entre 50.000 y 70.000. Hoy las organizaciones empresariales hablan de 100.000 trabajadores, de los que 90.000 son temporeros y el resto fijos.

A las necesidades laborales en los túneles de plástico y las naves de manipulación y envasado se añade la producción de cítricos, que necesitan mano de obra todo el año, y cuya campaña de recogida coincide con la de los frutos rojos. Puesto que los trabajadores locales son insuficientes, los productores han de recurrir a inmigrantes, principalmente mujeres. Primero fueron las polacas y después las rumanas y las búlgaras. En la campaña 2006-07, el 90% de los contratos en origen se realizaron en Rumanía. Las profesoras Miedes y Redondo dijeron en un congreso feminista en Zaragoza que la preferencia de los empresarios agrícolas por la mano de obra femenina se debía a sus cualidades y comportamiento. Citaron las declaraciones de un patrón fresero en la prensa local: “Las manos de las mujeres son más adecuadas para la recolección de la fresa, que es muy delicada. Además, la convivencia en el campo es muy estrecha, y ellas generan menos conflictos. Y no van a la discoteca, no fuman, no beben. Se concentran mucho más en trabajar y ahorrar”.

A partir del acuerdo con Marruecos (2001) comenzaron a llegar mujeres del país vecino. Aunque inicialmente suponían el uno por cien de la inmigración empleada en los campos, poco a poco fueron creciendo hasta rebasar la cifra de 10.000 mujeres prevista en el cupo de 2019 hasta convertirse en la actualidad, con un cupo de 15.000 inmigrantes anuales, en el principal colectivo de temporeras. Además de mantener la contratación de trabajadoras rumanas, los cultivadores han extendido las ofertas laborales para traer personal de Ecuador y Honduras, pero la respuesta ha sido muy baja, con apenas 800 trabajadoras en la penúltima campaña. Los empresarios pagan el viaje para venir, pero no para volver. Y lógicamente, les trae a cuenta la cercanía de (Marruecos). “Algunos productores –dice el colmenero Beni en lo que se asoman a la Catedral efímera que están elevando en el paseo central de Almonte– echan mano de los inmigrantes de los asentamientos. Muchos carecen de papeles porque han llegado clandestinamente o se han jugado la vida en las pateras y otros se han quedado después de los primeros contratos en origen. Durante el Ramadán no faltan empresarios que los meten a trabajar por la noche”.

Los asentamientos son parte del paisaje cambiante en las últimas décadas. Dice un informe del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, del que es titular Ione Belarra: “Los asentamientos rurales, a partir de la década del 90, tienen una relación directa con la transformación de la agricultura intensiva en invernaderos, y las necesidades habitacionales de la mano de obra que acude a esas zonas”. El informe es de abril de 2022 y está realizado con el trabajo de campo que realizan varias ONG, entidades humanitarias, sindicatos y organizaciones empresariales. En Huelva, donde el 22% del empleo es rural (la media estatal se sitúa en el 4,4%), se contabilizan 16 núcleos chabolistas rurales a pocos kilómetros de los pueblos freseros. Curiosamente en el municipio de Almonte, el tercero en número de habitantes, con El Rocío y el creciente núcleo turístico de Matalascañas, gran consumidor de agua, no hay chabolas de inmigrantes. Cierto es que el informe ya advierte que sólo se han incluido asentamientos con más de 20 personas residentes.

Según esos datos oficiales en Lepe se cuentan cinco barriadas de infraviviendas, cuatro de ellas situadas en el núcleo urbano y la quinta a medio kilómetro. La mayoría de sus habitantes son trabajadores de Senegal, Mali y Guinea, de los que algo más del 30% carecen de documentación. Los marroquíes prefieren crear núcleos propios, aunque admiten la vecindad de senegaleses y ghanenses. De esos cinco núcleos consignados en Lepe (segunda localidad de Huelva en número de habitantes) sólo hay uno con mayoría de mujeres (45 frente a 15 varones) y dos en los que el número de indocumentados se cifra en el 80%.

En Lucena se cuentan siete núcleos chabolistas en el campo, el más cercano, a 6 kilómetros del pueblo. En uno, situado a 10 kilómetros del pueblo y habitado por marroquíes y rumanos, desvivían en condiciones penosas 17 niños y 13 niñas. Según el informe había 45 niños en el conjunto de los campamentos. Los tres núcleos chabolistas registrados en Moguer están también fuera del pueblo, a cuatro, cinco y seis kilómetros. Como en los demás municipios freseros, sus moradores proceden de Ghana, Guinea Ecuatorial, Mali, Marruecos y Rumanía.

Incendio de un asentamiento de inmigrantes en Palos de la Frontera el 13 de mayo pasado. El alcalde y diputado del PP se negó a prestar un albergue provisional a las personas que lo perdieron todo. Foto de ‘La Mar de Onuba’

Pero es en Palos de la Frontera donde se registra el mayor campamento de infraviviendas de los inmigrantes temporeros, con unos mil habitantes: 820 hombres y 130 mujeres de las nacionalidades citadas. Como en los demás casos, construyen sus chabolas con materiales de desecho procedentes de los invernaderos, tales como plásticos, cartones, palés de madera, cuerdas y tubos de riego. Los incendios, casi siempre atribuidos a causas accidentales y casi nunca investigados a fondo, han vuelto a arrasar de nuevo (13 de mayo) un asentamiento en Palos. Unos cuatrocientos inmigrantes lo perdieron todo, incluidos sus coches. Y lo más sorprendente: el alcalde y diputado nacional del PP Carmelo Romero Hernández, un tipo al que le tocó el gordo de la Lotería de Navidad (400.000 euros, según declaró en el Registro de Intereses del Congreso) se desentendió de las víctimas y se negó a que fueran acogidas en instalaciones municipales.

Desde Andalucía Acoge dicen: “Da igual que sean grandes comunas chabolistas, edificios abandonados, casetas de luz o de aperos reutilizadas como vivienda, campamentos con vehículos de personas nómadas… Todos comparten el hecho de estar vinculados al trabajo en explotaciones agrícolas y de ser una población claramente racializada que no es reconocida como vecina”. Esta ONG ha estudiado el caso de las mujeres marroquíes “sin derecho de vecindad” y explica cómo las que deciden no retornar tras agotar el contrato quedan en una situación administrativa irregular en España. “Se inicia entonces un proceso de exclusión que se agrava con la necesidad de mantener los ingresos mínimos para la subsistencia. Así, muchas de estas mujeres optan por pasar de trabajar irregularmente en los campos de Huelva a trasladarse a otros territorios como Almería o los Llanos de Zafarraya en la provincia de Granada”. Algunas acaban siendo captadas por proxenetas y redes de trata que las explotan en burdeles, cuando no en los propios asentamientos, denuncia esta ONG.

DOÑANA 3/ Vejaciones y abusos sexuales

Madrid, 24-05-2023.–Luis Díez

El ABC de Sevilla les dedicó un reportaje el domingo 14 de mayo del corriente. El periódico de la derecha política y de los señoritos decía que son “una mano de obra invisible pero imprescindible para el sector de los frutos rojos”. La periodista Soraya Fernández aportaba el dato de que en esta campaña de la fresa trabajan 14.479 mujeres marroquíes exactamente. Los cupos de temporeras han ido subiendo desde 10.000 hace unos años hasta las 15.000 aceptadas en esta campaña que termina en junio, lo que da idea del aumento de las explotaciones, sobre todo en la corona forestal del norte del acuífero del Parque Nacional de Doñana.

Jornaleras marroquíes en el tajo/ FOTO Freshuelva

Ellas se inscriben en el servicio de empleo del país vecino y las empresas las contratan en origen. Las reclutan en Marrakech, Kenitra y Fez. Muchas ya conocen las condiciones salariales, de vida y trabajo que les esperan durante los cuatro meses que dura su estancia en España, pero son muy pobres, carecen de ingresos y aceptan con docilidad y resignación las duras jornadas bajo los túneles de plástico para obtener un dinero que les permita subvenir las las necesidades de sus hijos.

En la primera semana de enero embarca en Tánger el primer contingente. Son unas 400 mujeres. Llegan en ferry a Tarifa (Cádiz). Desde allí se desplazan en autocares a las explotaciones freseras. Las siguen otras, en grupos similares. Su llegada es noticia en la prensa local. A finales de enero de este año habían llegado 4000 trabajadoras. Las asociaciones agrarias, empresas y cooperativas, agrupadas en la Freshuelva y en la patronal Asaja hacen sus previsiones de mano de obra en función del clima, ya que la temperatura determina la maduración de la fruta. Lo normal es que para mediados de marzo unas 10.000 trabajadoras estén ya en los tajos. La campaña se prolonga hasta junio, aunque el momento álgido de maduración y recogida de los frutos rojos suele suceder en abril.

¿Por qué sólo mujeres y no hombres también, cuando, además, cientos de jóvenes marroquíes y subsaharinos se juegan la vida en frágiles embarcaciones para alcanzar la Peninsula Ibérica en busca de una vida mejor? La respuesta hay que buscarla en los intereses de los patrones y las autoridades de Marruecos que quedaron plasmados en los acuerdos gubernamentales de 2001. Sólo se permite contratar a mujeres casadas y con hijos o viudas y divorciadas con niños y cargas familiares para garantizar que regresan. Los contratistas dan prioridad a las que proceden de los pueblos y están acostumbradas a trabajar en el campo.

Una orden ministerial regula las obligaciones salariales y de alojamiento y transporte de los contratistas. La disposición es conocida como GECCO (Gestión Colectiva de Contrataciones en Origen) y obliga a los empresarios a pagar el salario mínimo interprofesional por 39 horas semanales de trabajo, a sufragar los traslados de ida (no de vuelta) y a proporcionar alojamientos dignos a las temporeras. En la práctica es la patronal agraria Asaja la que impone sus criterios en materia salarial por más que los sindicatos pelean por conseguir convenios con mejoras retributivas. Así, Comisiones Obreras ha tenido que aceptar un convenio para este año que si reconoce el SMI también reduce el tiempo de descanso (el bocadillo) de media hora a 15 minutos y rebaja a seis euros la primera hora extraordinaria. Aunque la Unión de Pequeños Agricultores (UPA), vinculada a la UGT, y la organización de productores Freshuelva han pedido participar en la negociación del convenio, la patronal Asaja se niega a admitir su presencia.

Dice Manuel Matos, copropietario y director comercial de Doñana 1998, empresa almonteña con cien hectáreas dedicadas a los frutos rojos, entre los que destaca la fresa Calinda (variedad premium de su producción), que las temporeras cobran aquí lo que ni soñando percibirían en Marruecos. “Nosotros pagamos 60 euros y todo son derechos y gastos, mientras allí, en Marruecos, trabajan de sol a sol y cobran menos de diez euros al día”. Matos añade que la competencia marroquí les obliga a renunciar al cultivo de los arándanos porque pierden dinero. “Aquí coger un kilo de arándanos nos cuesta entre 2,5 y 3 euros y allí (en Marruecos), 20 céntimos; sin embargo, ellos los venden en Alemania al mismo precio que nosotros, unos 3 euros, lo que implica que nosotros perdemos dinero y ellos lo ganan”. Este empresario que exporta el 80% de la producción de fresas a los países europeos, Emiratos Árabes, Shangai y Hong Kong reclama: “Hay que poner aranceles a la fruta que Marruecos exporta a Europa. ¡Que tengan que pasar por caja!”

Ya se sabe que, según los empresarios, las temporeras de la fresa ganan “mucho dinero”. Pueden superar los 1.600 euros (17.500 dihams) mensuales si las necesidades de la campaña las obligan a hacer horas extra. Esta cantidad, comparada con los 300 euros (3.000 dirhams) de salario medio en Marruecos es ciertamente “mucho dinero”. En cuatro meses de trabajo pueden duplicar lo que ganarían en un año de trabajo en su país.

Pero no todo es salario en los campos del oro carmesí. La empresa de los hermanos Matos, una de las más prósperas de las veintiuna domiciliadas en Almonte, saltó a la fama en 2019 cuando el New York Times se hizo eco de las vejaciones, el acoso y los abusos sexuales sufridos por las temporeras, cuya principal característica es la sumisión y el silencio por miedo a ser despedidas, devueltas y rechazadas por sus maridos y demás familia. A pesar del silencio sobre las violaciones y los abortos, en ocasiones se deciden a denunciar los abusos.

Ya en 2010 El País publicó un reportaje documentando la violencia sexual denunciada por trabajadoras marroquíes y polacas. Y en 2014 un tribunal de Huelva declaró a tres individuos culpables de “ofensa contra la integridad moral y de hostigamiento sexual” a las trabajadoras inmigrantes. Pero el reportaje de Aida Alami, con la colaboración de Rachel Chaundler, en el diario estadounidense, ha supuesto un aldabonazo para las autoridades de los reinos de España y Marruecos. La publicación (19 de julio de 2019) de los testimonios de las temporeras llevó a los gobiernos a desplazar una delegación especial para visitar algunas explotaciones y comprobar que, en efecto, todo estaba en orden. Lógicamente, no hablaron con las denunciantes.

La empresa Doñana 1998 ya las había despedido.

También los patrones tomaron nota de su aparición en la prensa internacional y crearon un instrumento para corregir comportamientos y evitar la mala fama, perjudicial para todos. Así, la poderosa asociación de productores Freshuelva ha premiado este año al presidente de la Federación Onubense de Empresarios, José Luis García-Palacios Álvarez, por “su incansable labor a favor del sector” y “por materializar una iniciativa como el Prelsi” (Plan de Responsabilidad Ético, Laboral, Social y de Igualdad) para garantizar la dignidad de las temporeras y el cumplimiento de la orden oficial Gecco. Por siglas que no quede. En la gala de Freshuelva también recibió el premio fresa de oro el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla.

Sobre lo que sucede en los campos, la trabajadora marroquí L.H. contó cómo su jefe comenzó a hostigarla sexualmente poco después de su llegada a las explotaciones de la empresa Doñana 1998. Le prometió unas condiciones de trabajo y una vida mejor si tenía sexo con él. Incluso la llevó en su coche e intentó forzarla en un paraje solitario. Ella lo rechazó. Entonces “comenzó a obligarme a trabajar más arduamente”, declaró. “Las otras chicas me ayudaban cuando el trabajo se volvía demasiado difícil para mí”. L.H. tenía entonces 37 años, era madre de dos hijos y se encontraba embarazada.

Cuando la presión y el hostigamiento llegó al límite de lo soportable, esta trabajadora y otras nueve compañeras decidieron arriesgarse a perderlo todo, incluido el respeto, el apoyo y la comprensión de sus familias conservadoras en Marruecos (el marido de L.H. pidió el divorcio), se escaparon de los alojamientos pasando por encima y por debajo de las cercas porque la puerta principal, de metal, estaba cerrada, y corrieron campo a través hasta encontrar el camino hacia Almonte. Ya en el pueblo se pusieron en contacto con sindicatos y abogados y formularon varias demandas contra la empresa, incluyendo acusaciones de hostigamiento y abuso sexual, violación, trata de personas y transgresiones de derechos laborales. Conscientes de la gravedad de los hechos, letrados y dirigentes sindicales organizaron un encuentro con las demás trabajadoras. El resultado fue que noventa y una de ellas fueron despedidas y devueltas a Marruecos sin recibir el dinero de los días trabajados.

Terminaba Aida Alami en NYT: “Ahora H.L. se encuentra varada en España con su hijo recién nacido, a la espera de que salga el juicio”.

El observador pregunta cuál ha sido el resultado de la acción judicial.

De las tres causas del caso Doñana 1998, una se dirimía en los juzgados de lo social por vulneración de derechos fundamentales. La propia Inspección de Trabajo reconoció la veracidad de las denuncias sobre las condiciones de habitabilidad de los alojamientos y el cobro de una cantidad diaria a las temporeras por luz, gas y agua potable. Sólo por la luz les quitaban 59 euros al mes a cada una. Los módulos prefabricados, con tres literas para seis trabajadoras, no cumplían los mínimos para evitar el hacinamiento. Una ducha por cada 12 personas, un retrete para seis y una cocina-comedor por cada diez. La empresa Quirón Prevención reconoció en un informe previo a la denuncia de la letrada Belén Lujan ante la Inspección de Trabajo en nombre de las diez temporeras contra la esclavitud (así decidieron llamarse) y de otras 91 mujeres (despedidas inmediatamente por los dueños de Doñana 1998) que los módulos de 15 metros cuadrados incumplían la Ordenanza de Seguridad e Higiene, que establece ese mínimo de cuatro metros por persona, y señalaba que tampoco las literas poseían las dimensiones mínimas requeridas para el descanso. Con todo, la magistrada de lo social, Virgina Sesma, dio carpetazo:

“Sobreseimiento provisional”

Las causas penales por Delitos contra la Libertad Sexual y por Trata de Seres Humanos y Lesa Humanidad se hallaban documentadas con testimonios y grabaciones. El periodista Perico Echevarría reprodujo algunas en el periódico La Mar de Onuba. Una trabajadora dice que sufrió “episodios de violencia en los que Antonio Matos (copropietario de la empresa) intentó por la fuerza el contacto sexual”. Esta mujer dijo que el citado jefe la llevó “engañada” en su coche, “buscando una zona apartada donde consiguió penetrarla con los dedos”. Y aseguró que la situación de “absoluta necesidad” y “extrema vulnerabilidad” hizo que “algunas sucumbieran a la coacción”.

El relato fue refrendado por la psicóloga Esther Sanguiao, quien dijo al juez instructor de La Palma del Condado que la víctima le había confesado la agresión después de cuatro sesiones muy difíciles. Ésta profesional concedió “una veracidad total” a la víctima y expuso también a su señoría sus valoraciones sobre otras mujeres que dijeron haber sufrido acoso sexual y violaciones. “Una de ellas llegó incluso a prostituirse”, dijo. La psicóloga se extrañó de que ni el fiscal ni el juez mostraran interés en oír a la primera denunciante, después de mentalizarla para que declarase.

También los abogados se sorprendieron por la negativa reiterada del titular del juzgado a admitir como pruebas las más de nueve horas de audios y videos grabados por las temporeras durante su estancia en la finca de los hermanos Matos. Asimismo se rechazó el recurso para proteger la identidad de las presuntas víctimas. No hacían falta muchas luces para vislumbrar el resultado de la instrucción:

“Sobreseimiento provisional”.

El magistrado afirma en su auto: “No parece debidamente justificada la perpetración del delito”.

Respecto al presunto delito de trata de blancas, los abogados elevaron el tema a la Audiencia Nacional, que lo examinó y lo remitió al juzgado correspondiente de la Palma del Condado. Los letrados recurrieron la decisión al Tribunal Supremo. Al parecer, la principal prueba eran unas declaraciones del empresario acusado, afirmando que poseía videos (se filmaba a las temporeras) que demostrarían que algunas ejercían la prostitución en el recinto residencial dispuesto por la empresa. Según el relato periodístico de Perico Echevarría, Matos advirtió en tono amenazante: “Los videos van para Marruecos, para las familias”.

El observador pregunta qué pasó a continuación.

“Nada que sepamos”, contesta un letrado conocedor del recurso.

¿Impunidad o eso?

“Aristóteles dijo que un burro voló, puede que sí, puede que no”, tercia el colmenero Beni. “En todo caso –añade un interlocutor bien informado, que prefiere omitir su nombre para evitar represalias–, las autoridades marroquíes que visitaron los campos y el propio ministro de Trabajo del reino alauí dijeron que sus emigrantes temporeras no han sufrido violaciones”.

DOÑANA 2/ Chupópteros subvencionados por Moreno y Feijóo

Madrid, 23-05-2023.– Luis Díez

Las temporeras marroquíes de los frutos rojos que cayeron heridas el Primero de Mayo en el accidente de autobús que costó la vida a su compañera Sarah fueron aisladas por la empresa Surexport en el antiguo Hostal San Diego de San Juan del Puerto. Manijeros y empleados de seguridad las mantuvieron encapsuladas tras salir de los hospitales y los centros de salud y les impidieron recibir visitas de los representantes de varias entidades sociales. Algunas asociaciones han pedido la intervención del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, quien también puede actuar de oficio por iniciativa propia.

El periodista Perico Echevarría, director de la revista La Mar de Onuba, acompañó a los activistas de la Asociación Multicultural de Mazagón, La Carpa de Sevilla, Jornaleras de Huelva en Lucha y Mujer 24 H en su visita a las heridas tres días después del accidente. Querían saber cómo estaban, expresarles su apoyo, asesorarlas y ponerse a su disposición para cuantos trámites relacionados con las bajas laborales, las indemnizaciones por el accidente in itinere y otras materias necesitasen. Téngase en cuenta que ninguna de estas mujeres maneja el castellano y muy pocas se defienden en francés.

No pudieron hablar con ellas.

Echevarría, un periodista correoso que ha sobrevivido a mucha mala leche, cuenta que se encontraron la cancela cerrada por fuera con una cadena y un candado. Protestaron: “¿Por que las tienen encerradas?” Entonces un empleado quitó la cadena y colocó un letrero de “prohibido el paso”. Cuenta Echevarría que aparecieron otras personas supuestamente relacionadas con la compañía agrícola que parecían actuar como mediadores y les dijeron que no podían pasar al recinto por ser de “propiedad privada”.

Dentro, las temporeras convalecientes –huesos escayolados, collarines, vendajes– ni siquiera tuvieron opción de decidir si querían hablar con los visitantes. Y añade el director de La Mar de Onuba que ya el 2 de mayo, al día siguiente del accidente, los responsables de la empresa impidieron el acceso a Fátima Ezzohayry, representante de la Asociación de Mujeres Inmigrantes en Acción (AMIA), que había sido llamada algunas trabajadoras afectadas por el siniestro.

Del oscuro y ruin comportamiento de los jefes de Surexport, una de las compañías más potentes de la fresa, traen causa sus dificultades para encontrar trabajadores españoles. Ángel Méndez, un joven almonteño, ayudante en un taller mecánico, conoce el percal: “Son tipos de mala calidad, negreros. Pagan una mierda y alargan la jornada según les conviene”. En muchas explotaciones de esta (y otras empresas) los manijeros miden el rendimiento de cada bracero. “Si lo recolectas las cajas que ellos piensan que puedes recoger, te despiden”..

Miguel Benjumea, director adjunto de Surexport, no habla con periodistas. Como mucho emite comunicados si lo considera oportuno. Sobre el trato a las temporeras del país vecino no ha considerado oportuno pronunciarse. Sobre el aislamiento de las que resultaron heridas, tampoco. Es lógico. Pero en un publireportaje para la revista del sector FreshPlaza dice que “los trabajadores locales no se ven atraídos por el campo y prefieren otros trabajos, lo que nos lleva a buscar mano de obra extranjera, con las dificultades que esto supone”. Lógico.

Esta empresa cultiva unas mil hectáreas de frutos rojos en Huelva (400 en la zona del Rocío, corazón y devoción de Doñana, donde posee una nave de almacenaje y manipulación de la fresa), factura unos 200 millones de euros al año, con un beneficio neto del 10% y se sirve de mano de obra inmigrante en su mayoría. A través de los servicios de inmigración y empleo españoles transmite sus necesidades y condiciones a la administración marroquí, que se encarga de realizar las convocatorias para la contratación en origen.

Benjumea dice que también dispone de oficinas en Rumanía y Bulgaria para contratar personal. Necesitan un promedio de mil trabajadores durante la campaña de la fresa (febrero a mayo), aunque, según explicó a la revista de los supermercados, el año pasado alcanzaron 4.000 jornaleros en la época álgida de la campaña. “Es muy complicado contratar a tanta gente todos los años –añade–; hay que dar muchos pasos, desde la obtención de permisos de trabajo en España hasta la apertura de cuentas bancarias. Disponemos de alojamientos perfectamente acondicionados, pero también hemos de gestionar la convivencia de muchas personas de distintas nacionalidades y costumbres muy diferentes”. Lógico.

La falta de mano de obra local no es privativa de Huelva. Un fenómeno similar sufre esa compañía agraria en Galicia, donde se instaló en 2013 para cultivar los frutos rojos (fresas, frambuesas, moras y arándanos) bajo plástico en unas setenta hectáreas alquiladas a la Comunidad de Montes de Palacios, en los municipios de Cospeito y Begonte, en Terra Chá (Tierra Llana), en Lugo. Las largas jornadas laborales –de “abusivas” las han tachado los sindicatos–, los bajos salarios –“por debajo de lo estipulado en convenio”– y otras circunstancias desaniman a los trabajadores galegos a aceptar el empleo que ofrecen “los negreros”. De ahí que hayan tenido que buscar jornaleros en Centroamérica (Honduras y Nicaragua). Con poco éxito, por cierto, y que según testimonios de algunas trabajadoras, estén trasladando temporeras marroquíes desde Huelva.

La Voz de Galicia se hizo eco en agosto de 2021 de la denuncia de varios sindicatos y colectivos agrarios sobre las condiciones de trabajo de Surexport: jornadas laborales de más de doce horas diarias, sueldos inferiores a lo estipulado en el convenio y malas condiciones de higiene y salubridad, con el añadido de la pandemia del coronavirus Covid-19 en aquella campaña. Eso sin contar que las entidades sociales y de defensa del medio natural (Comisiones Obreras (C.OO), el Sindicato Labrego Galego (SLG), la Federación Rural Galega (Fruga), la Central Unitaria de Traballadoras (CUT), Adega, A Estruga, Madia Leva, Ecoloxistas en Acción y Terra Chá Sostible) han elevado su protesta a las autoridades contra los procedimientos de cultivo intensivo que aplica Surexport.

Los afiliados a las organizaciones mencionadas han repartido pasquines entre los vecinos y visitantes de la feria de Castro de Ribeiras del río Lea (afluente del Miño), y se han manifestado ante el almacén que Surexport posee en esa localidad para alertar sobre el abuso del agua y el uso elevado de productos químicos en los cultivos. Los activistas entienden que el modelo productivo de esa empresa esquilma la tierra, contamina las aguas y acaba por destruir a medio plazo más empleo del que crea con la contratación temporal de personal. Los directivos de la empresa cifran su plantilla en 300 empleados. Con todo, la Xunta de Galicia se comprometió, bajo la presidencia del actual líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, a comunicar las denuncias a la Inspección de Trabajo. El 70% de las inspecciones agrarias acabaron en sanciones en 2021. Sin embargo no existe constancia oficial de que las autoridades autonómicas galegas hayan actuado en las materias de su competencia sobre “la acaparación y la contaminación del suelo y el agua” par una agricultura intensiva que las entidades sociales han calificado de “ofensiva contra nuestro medio rural”.

En lugar de eso, la conselleira de Feijóo, Ángeles Vázquez Mejuto, bendijo la ampliación de las explotaciones de Surexport en O Arneiro, donde esa compañía agenció 30 hectáreas más de terreno labrantío para producir fresas, frambuesas y arándanos. Vázquez citó las partidas de dinero público en beneficio de esta empresa y se mostró dispuesta a crear y concederle el sello Horta de Galicia. Los directivos Miguel Benjumea y José Ángel Roca le dijeron que iban a crear 150 nuevos puestos de trabajo con 1,5 millones de euros de inversión.

La compañía Surexport ha recibido también cuantiosas ayudas de dinero público de la Junta de Andalucía. Decenas de miles de euros han sido para alojamientos de sus trabajadoras temporeras. El Ejecutivo de Moreno Bonilla incluyó además a esta sociedad en el último reparto de 20 millones de euros entre ocho empresas grandes con proyectos de mejora y ampliación de sus instalaciones. Las ayudas fueron directas a las empresas elegidas, mientras otras de gran tamaño, que también solicitaron dinero público para complementar su inversión, quedaron fuera por falta de fondos. ¿Favoritismo o eso?, se pregunta el observador.

¿Han llegado los fondos buitre a las explotaciones del agro en Doñana? Detrás de la compañía agraria que mayor riqueza carmesí extra del parque y anteparque natural más importante de Europa –con tierras agenciadas en Galicia, Portugal, Marruecos y Kenia para producir y esportar frutos rojos todo el año figura la familia de origen valenciano Morales Vilar. Tres hermanos, Cristian, Oscar y Andrés, ocupaban la presidencia y los cargos de consejeros de Surexport hasta enero de 2021 en que ampliaron el capital social de 69.000 a 945.000 euros. Pero desde hace dos años, su consejo de administración se amplió y pasó a manos de sociedades inversoras de capital foráneo, de modo que solo una de ellas, Becrisan Brands, de la que Andrés Morales Vilar es administrador único, figura como consejera delegada. El resto del consejo está ocupado por Mideslonia, Partilonia, Paulonia y Flenox.

¿Quién hay detrás? Las tres tienen su sede social en la calle José Ortega y Gasset, 29, de Madrid (Barrio de Salamanca). Mideslonia está representada por Gonzalo de Rivera García de Leaniz y su administrador único es Mercacapital Private Equity Sgecr SA, del que Rivera es consejero delegado. Partilonia, Paulonia y Flenox son instrumentos societarios de Mercacapital y Alantra Partners SA. Son los encargados de canalizar inversiones y repartir los beneficios de los rentables frutos rojos. Luego ya el vicesecretario del consejo de administración de Surexport, Carlos Beltrán de Tárrega, se anuncia como experto en fusiones y adquisiciones mercantiles. “El tipo posee intereses en Galicia como apoderado de la concesionaria Novo Hospital de Vigo”, dice el apicultor Benito Casqueiro, mostrando datos profesionales del citado ejecutivo en Internet.

DOÑANA 1/ Sangre, sudor y fresas

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Y 30.–La vuelta a Irak: sangre por petróleo

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

En aquel entonces, el autócrata Sadam Husein negociaba con algunos gobiernos europeos la venta del oro negro del subsuelo de Iraq en la moneda común recién estrenada por la mayoría de los países socios de la Unión Europea, el Euro. Era una operación beneficiosa para las petroleras del Viejo Continente, pero suponía un fuerte contratiempo para las voraces extractoras estadounidenses, el patrón dólar y el llamado “modelo de vida americano”, así que, metidos, como estaban, en el zafarrancho militar de Afganistán, los mandatarios de Estados Unidos echaron cuentas y concluyeron que les salía rentable extender la guerra a Iraq y apoderarse de sus grandes reservas de petróleo. El presidente George Bush junior, un petrolero al fin y al cabo, junto con su subordinado en el Pentágono, el multimillonario de Chicago Donald Rumsfeld, y el bien mandado secretario de Estado, general de cuatro estrellas Colin Powell, resolvieron completar la obra pendiente de Bush senior de liquidar a Sadam y apoderarse de Iraq, algo que los europeos habían rechazado hacía doce años. Para ejecutar sus planes contaban con el apoyo del primer ministro británico, un kikirigallo laborista llamado Tony Blair, pero necesitaban sortear (burlar) la legalidad internacional, de modo que pusieron en marcha un mecanismo de propaganda del más puro estilo goebeliano. Si no podían evitar los vetos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, poseían capacidad de sobra para hacer creer a la opinión pública occidental que Sadam era un peligro para la humanidad, de modo que empezaron a difundir informaciones sobre el armamento, impresionante y letal, del régimen de Bagdad. Fue un proceso creciente, escalonado. Primero lanzaron “la gran mentira”: Sadam poseía “armas de destrucción masiva”. Todos los grandes medios de comunicación occidentales, libres e independientes, desde luego, la repitieron ad nauseam. El concepto resultaba atractivo, era muy periodístico, acojonaba. Alcanzó tal popularidad que ni siquiera se esforzaron en concretar a qué armas de destrucción masiva se referían. ¿Nucleares, químicas, bacterianas? Tanto daba. Cierto es que los observadores de la ONU iban de Nueva York a Bagdad, se personaban por sorpresa en los cuarteles militares iraquís, inspeccionaban los arsenales, regresaban y emitían sus informes: nada, ni armas de destrucción masiva ni leches en vinagre. Los gobernantes iraquíes estaban molestos con las idas y venidas de aquellos inspectores. Lógico. A nadie le gusta que le registren su casa. Eran unos auténticos hideputa con su pueblo, pero no eran tontos y, tras manifestar su disgusto, dejaban pasar a los funcionarios de Naciones Unidas a cuantos lugares e instalaciones civiles y militares decidieran acceder y revisar. Los inspectores entraban, buscaban, analizaban, salían y se marchaban sin haber hallado las malditas armas de destrucción masiva. Eso era porque el malvado Sadam las tenía bien escondida, aseguraban los norteamericanos. ¿Cómo lo saben? Nadie sabía cómo, pero lo sabían. Y lo que es peor: decían que algún grupo, alguna célula terrorista, podía apoderarse de ellas y cometer atentados terribles, matanzas como las perpetradas con los aviones. La hipótesis era horrorosa, insoportable para cualquier ser humano con dos dedos de frente y, desde luego, para los gobernantes que tenían el mandato democrático de garantizar la seguridad y protección de los ciudadanos. En este punto el Abuelo se preguntaba quién nos protegía de los protectores. Y exclamaba: “Fifla, pura fifla”. Recuerdo que me mostró una fotografía en la que aparecía un tipo asomado a la torreta de un carro de combate. Una gorra verde con visera le cubría la cabeza. Tenía los ojos pequeños y un bigote espeso y negro bajo la nariz. “Este es el encargado de protegernos”, dijo T. Era el jefe del Gobierno. “Mintió como un bellaco para que le dejaran exento o escusado del Servicio Militar, y ahora ahí le tienes, haciendo el imbécil”, añadió antes de afirmar que quien engaña una vez engañá siempre. Para sorpresa de todos, incluidos algunos ministros del Gabinete, el tipo decidió separarse de la política común europea y alinearse con los mandatarios estadounidense y británico a favor de la invasión de Iraq. De inmediato asumió el mensaje de que Sadam poseía armas de destrucción masiva, podía cargarlas en misiles de largo alcance y atacar las principales ciudades del planeta. Los informes secretos de los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, los mejores del mundo, no dejaban margen de duda. Uno podía preguntarse si aquellos informes eran reales, decían la verdad y habían sido sometidos a contraste, pero antes de que eso ocurriese ya la CIA, el FBI, el Pentágono, el Foreing Office… habían realizado las oportunas filtraciones a los potentes medios de comunicación de masas. Uno podía preguntarse cómo carajo un régimen vigilado por la comunidad internacional, sometido al embargo de armas y a una exclusión aérea que afectaba a gran parte del territorio iraquí podía contar con misiles intercontinentales, capaces de golpear poblaciones situadas a diez, doce o quince mil kilómetros. Pero eso, los expertos y opinadores de los grandes periódicos y cadenas audiovisuales no se lo preguntaban y tampoco los enjundiosos e intrépidos reporteros lo investigaban. El Abuelo se sentía decepcionado. Los mayores referentes del periodismo contemporáneo miraban hacia otro lado. Desde un periódico regional, con gran impacto nacional, es cierto, pero regional al fin y al cabo, solo podían hacer lo que hicieron: demostrar que la principal petrolera patria negociaba con el régimen de Sadam, con el permiso y apoyo del vicepresidente económico, la explotación de un campo de petróleo en Nasiriya, en el sudeste de Iraq. De este modo, mientras el vicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato, un hombre muy listo (decían), respaldaba las negociaciones en Bagdad sobre la concesión de aquel campo petrolífero, la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, abogaba en Nueva York, ante el Consejo de Seguridad, por la invasión militar de Iraq. Y defendía con tal énfasis la conveniencia de democratizar a cañonazos el país asiático y de liquidar al malvado Sadam para evitar que lanzara sus armas de destrucción masiva contra Occidente, que, a su lado, el secretario de Estado Colin Powell, parecía un palomo cojo, un blando. Cierto es que aquella Palacio (su malograda hermana Loyola había sido portavoz parlamentaria de la derecha nacional y ministra de Agricultura) poseía una morfología capilar y facial que recordaba a Harpo, el mudo de los hermanos Marx, y nadie la tomaba muy en serio. Pero de la noche a la mañana, su superior, el presidente del Gobierno, acudió a las Azores a reunirse con Bush y Blair para lanzar la invasión. La respuesta de los ciudadanos españoles fue inmediata. Cientos de miles de personas salieron a la calle al grito de “¡No a la guerra!” Se registraron marchas y concentraciones masivas en casi todas las ciudades españolas. La inmensa mayoría de los ciudadanos rechazaba la decisión del jefe del gobierno, señor Aznar López, de participar en aquella guerra ilegal, injusta y criminal (como todas las guerras), pero el tipo fue al Parlamento,e tildó de indocumentados a los ciudadanos, proclamó: “¡Créanme, Iraq tiene armas de destrucción masiva!” E impuso su voluntad. Tampoco aquel tipo de poca estatura, el pequeño del “trío de las Azores”, iba a desaprovechar la ocasión de sacar la cabeza al margen de la Unión Europea y de alardear de su amistad con el norteamericano Bush. La participación española en aquella guerra de ocupación tenía mayor importancia política que militar, pues cuarteaba la unidad europea y, por otra parte, servía de banderín de enganche en América Latina, donde España mantenía una indudable influencia cultural. En el plano militar, los angloamericanos se sobraban y bastaban para liquidar al Ejército iraquí. Desprovisto de aviones bombarderos y cazas de combate, los carros de combate y las demás fuerzas terrestres de Sadam Husein eran pan comido para las divisiones blindadas estadounidenses, apoyadas por sus “fortalezas volantes”, sus cazabombarderos con misiles de precisión y sus helicópteros Apache. En ese sentido, la primera aportación del Gobierno español consistió en el permiso para el uso a discreción de las bases militares que Estados Unidos mantenía (y mantiene) en Rota (Cádiz) y Morón (Sevilla), y la segunda fue el envío de varios contingentes militares para controlar algunas zonas de la retaguardia cuando las fuerzas de ocupación fueran avanzando. Aunque el halcón Aznar López disponía de mayoría absoluta, no se dignó a someter al Parlamento sus compromisos bélicos con Bush y Blair, como, en buena lógica, correspondía a una democracia parlamentaria. “¿Esos van a enseñar democracia a los iraquís? ¡Anda ya!”, decía T. El primer contingente navegó a bordo del buque Galicia, el barco más moderno de la Armada española en aquellos momentos. Lo componían quinientos soldados y marineros profesionales de ambos sexos. Arribaron al puerto de Um Kasar el mismo día que los blindados estadounidenses entraban en Bagdad sin encontrar la feroz resistencia de la Guardia Nacional augurada y propalada por los grandísimos expertos en el potencial bélico iraquí a través de los potentes medios de comunicación. De hecho, los zafarranchos de combate en el desierto y las carreteras desde Kuwait a Bagdad demostraron una superioridad demoledora de los invasores. En diez días dejaron un reguero de cadáveres de militares y civiles y convirtieron en chatarra humeante la maquinaria bélica de Sadam. Los británicos se hicieron cargo de Basora, la segunda ciudad más poblada del país, y asignaron “la estabilización” (y el control) de la localidad y el puerto (petrolero y de mercancías) de Um Kasar, el único del Iraq, a los militares españoles, que llegaron en son de paz y en “misión humanitaria”, según proclamó el belicoso Aznar López. Unos días después, T viajó a aquel lugar.

Hacia Um Kasar entre bombas y mentiras

La función del Abuelo en aquel viaje a la retaguardia del Iraq ocupado por la fuerza bruta de los Estados Unidos de América y del Reino Unido de la Gran Bretaña junto con un contingente de polacos consistía en hablar (escribir) bien de los militares españoles. Eso iba de suyo. Su obligación era la de siempre: contar la verdad sin escatimar esfuerzos en documentar y difundir las violaciones de derechos humanos. El ministro de Defensa, un político muy católico, miembro de la Obra de Dios, y su director de comunicación, un periodista de Radio Nacional, amable y cercano, facilitaron el viaje o, mejor dicho, montaron una excursión a Um Kasar para que los distintos medios de comunicación difundieran la estupenda “misión humanitaria” de las tropas españolas que operaban desde el buque Galicia, en el extremo sur del país. El Gobierno deseaba celebrar la victoriosa ocupación, aunque solo fuera “enseñando el pabellón” del Reino de España. Ansiaba, además, el favor de la opinión pública, abrumadoramente contraria a la implicación de nuestro país en aquella guerra injusta, criminal e ilegal, y suponía que la información sobre los soldados españoles atendiendo a heridos y enfermos iraquís, repartiendo agua y alimentos a la gente y caramelos a los niños era la mejor propaganda para contrarrestar el enfado superlativo de los ciudadanos por la fechoría del belicoso de las Azores. El objetivo gubernamental pasaba por mostrar a los expedicionarios armados en son de paz, aliviando el sufrimiento y proporcionando seguridad a la población. “Téngase en cuenta –añadía el Abuelo– que los carros blindados estadounidenses, color mierda, habían entrado unos días antes en Bagdad sin la feroz resistencia de la Guardia Nacional, cuyos mandos habían sido comprados y abandonaron el país con maletines llenos de dólares, pero sin el recibimiento popular que esperaban aquellos ‘democratizadores’ de pacotilla. Y como no querían testigos de la limpieza de los afectos al régimen de Sadam (basistas del partido Bas) escupieron fuego, granadas de mortero, contra los periodistas llegados de fuera que se alojaban en el Hotel Palestina y grababan sus movimientos desde las terrazas. Los pepinazos lanzados por un tanque M1 Abrams mataron al reportero español José Couso, que trabajaba para Telecinco, al ucraniano con residencia en Varsovia (Polonia) Taras Protsyuk, que trabajaba para la Agencia Reuters, y dejaron malheridos a otros tres. Los gobiernos de los países de procedencia de los periodistas heridos y asesinados elevaron sus más enérgicas protestas al mandatario estadounidense. El español, no. Tampoco iba el pequeño de las Azores a amargar un éxito del que se sentía partícipe, o sea, el triunfo de su colega y nuevo amigo, el matón Bush junior”. Ni que decir tiene que el asesinato de Couso y la actitud genuflexa del Gobierno español acentuó más todavía el “no a la guerra”, de modo que si, cualquier iniciativa que permitiera disfrazar de palomas los halcones era bien venida. ¿Y qué mejor que mostrar la pacífica y esforzada “misión humanitaria” de las mujeres y hombres de las Fuerzas Armadas españolas para demostrar el gran corazón del jefe de gobierno, aunque solo fuera a los ojos de sus partidarios democristianos, liberales y conservadores? T y sus colegas subieron de madrugada a un Hércules que despegó de la base militar de Torrejón de Ardoz (Madrid) y aterrizaron cinco horas después en el aeropuerto de Kuwait. El Abuelo se reencontró en aquel viaje con un antiguo compañero de los tiempos de El Socialista, Ernesto Carratalá, un tipo pasional y apasionado del periodismo. El amigo Ernesto fungía en Radio Nacional de España (RNE, R1) cubriendo información laboral, huelgas, luchas obreras por la mejora de las condiciones de vida y trabajo, negociaciones entre sindicatos y patronales, debates de leyes sociales y otras noticias dimanadas de la actividad interna de las organizaciones sociales. Aunque el área de sus desvelos distaba bastante de la actividad militar y sus cada vez más sofisticadas herramientas, el apellido Carratalá venía marcado por la guerra, figuraba en los libros de historia y aparecía vinculado a la defensa del Madrid republicano y demócrata frente a las tropas del generalísimo Franco y los generales facciosos que se sublevaron con él. En efecto, el teniente Carratalá, que también se llamaba Ernesto, se encargó de suministrar las armas del cuartel de Carabanchel a las milicias socialistas para la defensa de Madrid. Cayó asesinado una noche, mientras cargaban fusiles en un camión. Ahora su nieto se apuntaba a aquella excursión al culo del desierto iraquí, a la retaguardia de aquella asquerosa guerra imperial. Llevaba un buen fajo de dólares y un equipaje más abultado que los demás, pues, según dijo, tenía intención de rular una temporada por el país ocupado haciendo reportajes. Lo putearon y tuvo que volver a Madrid para obtener el visado y otros permisos. Según el Abuelo, el panorama que ofrecía el aeropuerto kuwaití era acojonante: superbombarderos B-52 allí alineados, Galaxy y Huron de carga, auténticas fortalezas volantes, color ciénaga, ocupaban la gran explanada y aterrizaban y despegaban constantemente, despidiendo ruido y humo de dinosaurios furiosos con aerofagia. A su lado, el Hércules español parecía un pequeño mosquito. Toda la ferretería de la guerra estaba en marcha. Cientos de carros de combate, blindados medios, vehículos de transmisiones, transportes oruga y decenas de camiones con armas pesadas, alambradas, miles de contenedores con municiones, materiales y alimentos desbordaban los límites de aquel aeropuerto y se extendían por el desierto hasta perderse de vista. Mientras esperaban al pie del avión el permiso (un sello en el pasaporte) para alejarse del ruido ensordecedor y la contaminación de aquel lugar al que llegaba el Séptimo de Caballería para relevar a la Tercera División de Infantería, un reportero de una televisión privada española se puso a examinar su cámara Betacam para comprobar las condiciones lumínicas y atmosféricas. Apenas la puso al hombro y realizó algunos movimientos de filmación, cuatro soldados estadounidenses, grandes como armarios, salieron gritando de un apostadero de sacos terreros cubiertos con una malla de camuflaje. Dos hincaron la rodilla y apuntaron al con sus metralletas al periodista. Los otros dos corrieron hacia él, le arrebataron la cámara, lo empujaron y, sin dejar de gritar, lo condujeron a un hangar. Según aquellos tipos, nada de lo que veían nuestros ojos se podía filmar. “Todo es secreto”, dijo uno de aquellos homínidos en su idioma. “¡Por Júpiter!”, exclamó T, que había corrido tras ellos, seguido de Carratalá y otros colegas, a defender al compañero. Por más que el reportero les explicó que no había realizado filmación alguna y sólo estaba midiendo la luz, los tipos querían incautarse de la cámara. “De eso nasti de plasti”, les dijo T. Tras una dura porfía a la puerta de aquel hangar atestado de torres de palieres con miles de botellas de plástico llenas de agua para las tropas del desierto, aquellos tarugos pusieron el asunto en manos de su superior, pero el superior no estaba configurado para ver y entender el contenido de la cinta de una cámara, sólo para mandar y matar, así que llamó a un especialista. El experto apareció al cabo de una hora y se demoró treinta minutos en visionar la cinta y constatar que, en efecto, no tenía imágenes. Devolvieron la cámara al reportero sin pedirle disculpas. El percance retrasó la salida de los excursionistas, que ahora iban en un autobús sobre el que ondeaban banderas blancas, pero permitió a T saber que los invasores eran el primer y principal enemigo de los periodistas y constatar que aquellos matones funcionaban con la orden de anular e incluso liquidar a los testigos de sus fechorías. ¿Si los jefes de la barbarie no habían impartido la consigna de mantener a raya a los periodistas, cuyos documentos y testimonios poseían valor probatorio, según la Convención de Viena, ante un eventual tribunal internacional de crímenes de guerra, por qué rayos habían atacado el “hotel de los periodistas”, matando a Couso? ¿Por qué, a primera hora del mismo día, destruyeron con dos misiles las oficinas de la televisión Al Jazeera en la capital iraquí, matando al reportero palestino Tareq Ayyoub e hiriendo a su colega Zouhair al Iraqi? ¿Por qué ese día bombardearon la sede en Bagdad de la televisión de Abu Dhabi (Emiratos Árabes) al tiempo que cortocircuitaban la señal de todas las televisoras, excepto las estadounidenses? ¿Por qué, en fin, el secretario estadounidense Powell mintió cual bellaco al informar por escrito, veinte días después, a las autoridades españolas de que el ataque al Hotel Palestina se hizo en respuesta a unos disparos contra el tanque, efectuados por “terroristas” desde la terraza del edificio, algo totalmente falso? Cierto es que los profesionales estadounidenses de la guerra disparaban ante cualquier movimiento ajeno a sus esquemas, pero, en materia informativa, eran menos chuscos que los militares españoles. Si éstos aplicaban a los periodistas la “política del champiñón”, consistente en mantenerles a oscuras y darles mierda, aquellos ideaban formas de control y sujección de los informadores. Unas fechas de que el Trío de las Azores desencadenara aquella maldita guerra de “sangre por petróleo” apareció el concepto de periodista “empotrado”. Los mandatarios de Washington consideraron que sería positivo para sus intereses propagandísticos llevar periodistas de los principales medios de comunicación en sus unidades expedicionarias. Ofrecieron algunas plazas a los europeos y les llamaron así, “empotrados”. Uno de los que se enroló fue el colaborador de El Mundo del Siglo XXI Julio Anguita Parrado, quien compartía residencia en Nueva York con Idoia Noaín, colaboradora del periódico para el que fungía T. El entusiasta reportero recibió un cursillo de instrucción en un cuartel de Virginia, se empotró en la Tercera División de Infantería y fue trasladado a Iraq. Murió el 7 de abril de 2003, unas horas antes de que mataran a Couso. Julio llamó tres veces a la redacción de su periódico para alertar de que los atacantes se disponían a entrar en Bagdad. Sería la gran noticia del día. Él se aprestaba a ir en primera línea, aunque, finalmente, la falta de un chaleco antibalas adecuado le obligó a permanecer en el Centro de Mando junto con el reportero alemán Chistian Liebig, que también murió. Un misil lanzado por los iraquís desde la retaguardia los alcanzó de lleno. La explosión mató también a dos soldados e hirió a otros quince. La perra suerte de Anguita se vio acompañada por el hecho, silenciado por los medios de comunicación de que el director del periódico en el que firmaba sus crónicas como “enviado especial”, el famoso “justiciero” Pedro J. Ramírez, le mantuviera sin contrato a pesar del dineral que la empresa ganaba con aquella guerra y en contraste con los enviados especiales de otros medios de comunicación, en su mayoría protegidos, además, con seguros de vida. El padre de Anguita era el carismático líder de Izquierda Unida, la formación política surgida de la fractura del histórico PCE, y mantenía unas excelentes relaciones con aquel Pedro J, lo que explica que no le hiciera un solo reproche público sobre la indecencia laboral de su empresa. El dirigente de la “izquierda transformadora” Julio Anguita González cultivaba también sus buenas relaciones con el belicoso Aznar López, pero ahora, al recibir la noticia de la muerte del hijo (32 años) al que tanto quería, exclamaba en el Teatro Federico García Lorca de Getafe (Madrid), donde participaba en un acto republicano: “¡Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen!”. También para él, ya enfermo del corazón, quedaba claro quién era el enemigo.

Letizia, Camp Bucca y censura

Los invasores angloamericanos obtuvieron carta blanca de las autoridades kuwaitís sobre sus infraestructuras y utilizaban en exclusiva la autopista que conduce a Iraq. Eran los putos amos y negaron el permiso para que el autobús con los periodistas españoles pudiera circular por aquella vía de gran capacidad, así que tuvieron que utilizar carreteras secundarias del desierto, con tramos mal asfaltados o sin asfalto, y tardaron más de cuatro horas para llegar a Um Kasar bajo un calor asfixiante. El puerto distaba tres o cuatro kilómetros del pueblo y tenía un solo barco: el buque de desembarco anfibio Galicia. Aunque parezca increíble, desde aquella nave se veía el mundo, o por lo menos eso decía T para referirse al hecho de que la colega Letizia Ortiz presentara desde allí el principal noticiario de Televisión Española. Las comunicaciones con Torre España (el Pirulí) debían de ser estupendas, pues Ortiz contaba el sumario, introducía las noticias, daba paso a los corresponsales y refería los contenidos nacionales como si estuviera en Madrid, en el foco emisor, el Pirulí propiamente dicho. Lo venía haciendo desde una semana antes, cuando embarcó y el buque navegaba por el Mar Rojo. Y, por supuesto, nada de interés en el barco pasaba desapercibido a su competente equipo, de modo que todo o casi todo estaba contado sobre aquella fuerza expedicionaria cuando los excursionistas llegaron al barco. Los mandos les recibieron a bordo, les asignaron literas en las bodegas junto a la tropa y les ofrecieron comida y bebida. La visita duraba dos días. La primera jornada acompañaron a las tropas en el reparto de agua y raciones de comidas en las barriadas de aquella localidad y visitaron un centro de salud del que se había hecho cargo un equipo de sanitarios militares españoles. Eso les permitió hablar con la gente que esperaba fuera del consultorio ser auscultada y medicada. Echaban pestes del malvado Sadam Husein, que todavía no había sido capturado por los invasores, pero detestaban la ocupación a sangre y fuego y rogaban a Alá que aquellos matones despiadados e impíos se largaran cuanto antes. Lógico. Téngase en cuenta que la guerra había destrozado el sistema administrativo, los servicios públicos esenciales, las cadenas de suministros de agua, alimentos y, paradójicamente en un país productor de gas y petróleo, de combustible hasta para cocinar. Nada funcionaba. Los niños vagaban sin escuela desde hacía dos meses, los empleados públicos no recibían su paga desde hacía tres, los policías, médicos, maestros… que habían desobedecido la orden de reclutamiento estaban huidos o escondidos. Los obedientes se hallaban desaparecidos, presos o muertos. Sus familias no tenían noticia de ellos. Las mujeres preguntaban a los imanes, y los imanes, que tampoco recibían información sobre los prisioneros, se irritaban y maldecían a los invasores. T recogió en sus crónicas escritas a cuarenta grados aquel triste estado de cosas. Lo otro, la esforzada “acción humanitaria” (tapadera de la información y el control de la retaguardia), era narrado en tiempo real por la radio y difundido por las televisiones muchas horas antes de que los periódicos llegaran a los kioskos. Además, la presentadora del Telediario de TVE, Letizia Ortíz, contaba con dos equipos a su disposición. Y lo que es más importante, recibía los avisos de las acciones noticiosas de los milicos antes que los demás medios, de manera que no había primicia que rascar. El trato de los mandos a la representante de la televisión pública (de gubernamental obediencia) era tan esmerado que se rumoreaba que el comandante del barco había cedido su camarote a Letizia. Era inútil intentar confirmar el rumor por cuanto esa cesión estaba prohibida y suponía una fuerte sanción al almirante. ¿A qué preguntar, si la respuesta iba a ser la negación? Pero al margen del más cómodo aposento, todas las primicias eran para ella. T constató el enfado superlativo (cabreo) de algunos colegas ante el hecho de que sólo avisaran a TVE del nacimiento de una bebé iraquí en el barco. El buque llevaba un pequeño hospital con quirófanos, instrumental y capacidad para atender a seis u ocho pacientes a bordo. Varios cirujanos militares (médicos que daban su carrera civil a las Fuerzas Armadas) y sus correspondientes equipos de anestesistas y enfermeros realizaban a bordo las intervenciones y curas más urgentes y complejas de las personas enviadas desde el consultorio del pueblo. El ingreso de una mujer que requería una cesárea para dar a luz y el feliz desenlace eran la mejor noticia que se podía dar por TVE para demostrar que las tropas españolas no sólo no iban a matar sino a ayudar a nacer. El reportaje es enternecedor. La joven madre ingresando en la zona medicalizada del barco, la espera de su marido, su nerviosismo. Poco después, su alegría ante el desenlace positivo de la intervención. Más tarde, la mamá compareciente con su bebé, una preciosa niña a la que su padre dice que pondrán el nombre de Galicia, como el barco donde ha nacido. Esa noche, en la cubierta del buque, T revisa sus notas sobre la distribución y los cometidos del contingente expedicionario, contrasta los datos oficiales con otros colegas y resulta que les salen más médicos y enfermeros que los destinados al centro de salud de Um Kasar y al hospital embarcado. ¿Dónde está el personal sanitario que falta? La respuesta es que quince facultativos realizan su tarea en un hospital de campaña que han desplegado en un lugar del desierto. Están en una zona alejada del pueblo, pero no tan alejada (20 ó 30 kilómetros) que les impida ir allá e informar de su “labor humanitaria”, así que se ponen en marcha a la mañana siguiente y los localizan en las estribaciones de un pequeño cerro terroso, protegido por alambradas de espiral y vigilado por varios marines a bordo de un Hummer con dos ametralladoras montadas. Los vigilantes les permiten pasar. El lugar ha sido bautizado con el nombre de Camp Bucca y está protegido por elementos de la 800ª brigada de la policía militar estadounidense y dirigido por oficiales en la reserva del Cuerpo de Bomberos de Nueva York. De hecho el nombre elegido pretende ser un homenaje a la memoria de Ronald Bucca, jefe de los bomberos de Nueva York que falleció en los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. T se pregunta qué tendrán que ver los iraquís con el 11-S. Nada. Pero ya se ve que al imperialismo de Washington le vale todo para disfrazar su rapiña criminal. T y otros compañeros entra en la enorme tienda de campaña que alberga el hospital español. Están hablando con un capitán enfermero cuando oyen unos alaridos de dolor que vienen de fuera. “Ya empieza el baile”, dice el capitán, un hombre fuerte, grande, la frente perlada de gotas de sudor. Todavía no son las diez de la mañana y el calor comienza a ser sofocante. “¿El baile?”, pregunta un colega. El capitán enfermero de instrucciones –“por aquí”– a dos soldados que traen cogido por las axilas al tipo que grita de dolor. Lo tienden en una camilla, el enfermero le pide por señas que se tranquilice, le limpia un pie con alcohol, le inyecta un antídoto en vena y le suministra un calmante vía oral con un vaso de agua. A continuación le hace una pequeña incisión en forma de aspa en el lateral del pie para que salga el veneno, se la venda con algodón y esparadrapo y empuja la camilla rodante hacia el compartimento trasero. El paciente, un tipo joven, cubierto con un mandilón grisaceo, ha dejado de quejarse. En sus ojos tristes, llenos de lágrimas, hay una mirada de gratitud hacia el enfermero, que ahora empuja la camilla hasta la habitación contigua y le ayuda a trasladarse a una de las cuatro pequeñas camas allí instaladas. “Quizá me expresado mal –dice a los periodistas– y en vez del ‘baile’ debería decir el ‘desfile’ de prisioneros asaeteados por los escorpiones”. Los reporteros han contemplado la cura a un lado de la tienda de campaña, con la espalda pegada a la lona para no estorbar. “¿Escorpiones?”, dice uno. “Si, alacranes del desierto –dice el capitán enfermero–; hay muchísimos; son marones, arcillosos, la hostia de venenosos; se confunden con el terreno y a la que esos pobres desgraciados se descuidan, zasca, aguijonazo que dios te crió”. El capitán enfermero sigue sudando. El cañón de aire refrigerado permite obtener una temperatura aceptable, en torno a treinta grados en la parte trasera del hospital de campaña, pero resulta insuficiente para refrescar la zona delantera, donde se encuentran. El capitán enfermero tiene ganas de hablar, posee un ligero acento sevillano, muy agradable. Aun así, a T le parece que este hombre suda de indignación. “Todos los días atiendo a diez o doce prisioneros con esas picaduras de alacrán que duelen que rabian. ¿Cómo no les van a picar, si los tienen descalzos en esas jaulas entre alambradas? Descalzos y desnudos, sin más atuendo que esos batones raídos por el sol. ¿Cómo no les van a picar si los mantienen a la intemperie bajo un sol abrasador que los atonta, los ciega y adormece? Hay que ser muy, pero que muy canalla para tratar a la gente, a los prisioneros, como si fueran perros rabiosos”. El capitán enfermero se desahoga ante ellos, maldice a los yankis, critica, por cómplice, al Gobierno español. Sabe que se juega los galones, pero no le importa y pide a los periodistas que recojan y difundan sus palabras. Le parece poco creíble (rotundamente increíble) que los invasores victoriosos carezcan de personal sanitario suficiente y hayan recurrido a los españoles. En este punto T recuerda el afán del ministro de Defensa de “enseñar el pabellón”. Cuando salen, el capitán enfermero señala hacia un banderín rojo y gualda prendido en una esquina de la parda lona del hospital. “Mira, el pabellón español; es todo cuanto nos han permitido poner”, dice, en contraste con la gran bandera estadounidense que ondea en la entrada de Camp Bucca. “¿Cuántos han muerto bajo el pabellín español?”, le pregunta T. El militar sanitario responde: “No hemos podido salvar a cuatro, tres con heridas de balas y uno por fallo de la patata”. Y le cuenta que los marines de la policía militar tienen licencia para disparar a los prisioneros cuando se insurreccionan. “¿Cómo es eso?”, inquiere T. “Muchos se desesperan, pierden los nervios, se vuelven locos… Cuando pasan los patrulleros en los Hummer por delante de las jaulas, les insultan y les tiran arena y alguna piedra que encuentran escarbando en el suelo. Aunque ni les alcanzan ni les dan, de vez en cuando algún soldado responde con una ráfaga. Casi todos los días nos traen algún herido de bala”. A T le gustaría seguir escuchando a este hombre, pero los colegas ya se alejan montículo arriba hacia una casucha erizada de antenas, la única construcción existente en la zona, donde les han dicho que pueden encontrar al jefe del campo de prisioneros, y T se despide del capitán y corre para alcanzarlos. El responsable del campo se aviene a saludarlos y acepta algunas preguntas. En ese momento contabilizan unos dos mil iraquís (él dice “enemigos”) cautivos y encerrados tras las altas cercas de alambre, coronadas con espirales de concertinas y espinos. Pero los castramentadores están ampliando el campo para duplicar la capacidad de acogida. Los prisioneros son clasificados según su peligrosidad y destinados a la sección correspondiente, donde quedan confinados en los “alojamientos” (por no decir “jaulas”) convenientemente preparados para acogerlos. Cada alojamiento posee capacidad para albergar hasta cincuenta individuos de entre dieciséis y sesenta años. Los periodistas le preguntan por qué los tienen descalzos y con esos sayones por toda indumentaria, dada la peligrosidad de los escorpiones, y el director del campo, un sesentón grande como una mole, gafas oscuras, gorra de visera, camisa caqui con el emblema del cuerpo de bomberos de Nueva York, calzón corto y botas recias, afirma que están acostumbrados a ir descalzos y son inmunes a los escorpiones. Los informadores le interpelan sobre la falta de sombra o protección de los prisioneros frente a este sol abrasador y se interesan sobre el trato alimentario. Al hombre empiezan a fastidiarle las preguntas y se escuda en que cumplen la Convención de Ginebra sobre los prisioneros y, si, claro que les dan de comer y de beber. “Miren –dice señalando a un camión-cisterna que pasa a lo lejos–, agua para que beban”. Ellos inciden en sus preguntas y él invoca una y otra vez la Convención de Ginebra. “Somos demócratas y respetamos los derechos humanos”, afirma con gran aplomo. T interviene: “¿Cómo se entiende el hecho de que los soldados les disparen?”, pero el jefe de Camp Bucca da por no oída la pregunta y les suelta un breve discurso de agradecimiento a su país (España) y a las autoridades de su país por la magnífica colaboración y extraordinaria labor sanitaria que prestan. Luego se vuelve hacia la puerta de la casucha, la abre, entra y cierra. Pese a la rapidez de movimientos T y otros colegas han podido ver una escalera de bajada y deducen que la casucha alberga un silo subterráneo, aunque aunque ahora les interesa más el tejado, es decir, las imágenes que algunos reporteros gráficos que se han encaramado allí arriba por la parte trasera de la casucha mientras hablaban con el jefe hayan podido obtener de la sucesión de jaulas con prisioneros que se pierde a lo lejos. Les silban, les ayudan a bajar de la techumbre bereber, plana, de apenas dos metros y medio sobre el nivel del suelo, y emprenden la retirada cerro abajo. Ya a la sombra, en la parte trasera del hospital de campaña español, están visionando las secuencias de los prisioneros, obtenidas con teleobjetivo, cuando el capitán enfermero se asoma y les indica que escondan rápidamente las cámaras y les señala un retrete. ¿Qué está pasando? El jefe del campo, aquella mole humana, ha salido de su agujero, bajado el montículo y les está buscando en el interior del hospital. Un reportero se hace cargo del material y se encierra en el lavabo. T y algunos colegas acuden a ver qué quiere ese baranda. Los demás ya han subido al autobús. El tronco humano (por no decir inhumano) parece bastante excitado, ha recorrido la instalación sanitaria en compañía de dos soldados a modo de escolta y no ha encontrado lo que buscaba: las cámaras. Con voz enérgica les impreca: “Sabemos que ustedes han filmado y han hecho fotografías. Se han saltado una prohibición tajante y han burlado nuestra confianza. Eso es muy grave. Quiero advertirles que no pueden difundir ese material y que la imagen de los prisioneros está protegida por la Convención de Ginebra. Tengan mucho cuidado con los que hacen y ni se les ocurra publicarlas”. Luego sube a Jeep y se larga. T y otros colegas agradecen al capitán enfermero su gesto de ayuda. “Ya lo habéis oído –dice–, se les puede disparar balas, no fotos”. Regresan al barco, T se apresura a redactar y enviar su crónica, se cerciora de que los compañeros de las agencias gráficas transmiten las fotos sobre las condiciones inhumanas de los prisioneros en Camp Bucca y alerta al redactor jefe al respecto. La excursión toca a su fin. A la una de la tarde están de nuevo en el autobús hacia Kuwait. Desde el aeropuerto T contesta a las llamadas perdidas del periódico. El redactor jefe le dice que ha reclamado las fotografías y que las dos agencias le han dicho lo mismo: que no van a distribuirlas. T ya lo sabe. Ha visto a un cámara amigo llorar de rabia por la censura y el desprecio de su reportaje. El redactor jefe le anima a añadir a su crónica el miserable comportamiento del Gobierno español que, al recibir la queja del mando estadounidense del campo de prisioneros, se ha apresurado a ordenar a las dos agencias que no transmitan ese material. Una agencia es estatal y la otra come de su mano y ya sabemos que no hay que morder la mano que te da de comer. T acepta la propuesta del redactor jefe, pero le pide unos minutos. Ha de verificar el conducto censor. Llama al gabinete telegráfico del Ministerio de Defensa y pide que le pasen con el ministro, pero los del gabinete ya conocen su voz y le ponen al habla con el jefe de prensa. El Abuelo tiene confianza con él y le explica la situación, es decir, un trato tan brutal y criminal a los presos iraquís que haría brincar de su asiento a una persona tan católica y piadosa como el ministro. Al director del gabinete de prensa no le consta instrucción alguna de su señorito de prohibir la distribución y publicación de esas fotografías. T le cree y piensa que la orden o presión ha salido de Moncloa, residencia del jefe del Gobierno y sede del portavoz del Ejecutivo, pero le pide que pregunte expresamente a su ministro, algo que el amable colega Alberto Martínez Arias considera innecesario: “Mira tío, es tarde –le dice–, y te puedo asegurar que al ministro no le preocupan unas fotos; lo único que le preocupa es lo delgada que está Letizia” (en referencia a la colega de TVE). T encaja la frivolidad, la interpreta como si al ministro le gustara esa chica y se muerde la lengua para no mandarle a la mierda. Llama al redactor jefe y le dice que el portavoz de Defensa niega presiones de su jefe a las agencias para que no distribuyan las fotos de los prisioneros iraquís enjaulados en el desierto. Todos saben que, pixelando los rasgos faciales, la publicación de esas instantáneas no vulnera convención alguna y, en cambio, puede contribuir a mejorar el trato y que los liberen cuanto antes, pero ya se ve que los deseos del mando estadounidense son órdenes para el pequeño de las Azores. Puesto que, por otra parte, la trivialidad del titular de Defensa tampoco merece categoría impresa, T y su redactor jefe dejan correr el asunto. “¡Craso error!”, exclamaba el Abuelo. Y se flagelaba a sí mismo por haber incumplido el sagrado precepto periodístico de no despreciar los detalles. ¿Por qué en plena ocupación bélica, con muertos y heridos cada día, todo un ministro de Defensa del Reino de España iba a estar preocupado por la flacura o gordura de una presentadora de televisión? ¿Acaso no eran las armas de destrucción masiva (nunca encontradas por los invasores) lo que debía de preocuparle? “Fallé como un imbécil –decía–; tenía que haber seguido el hilo del comentario de Alberto, y si no llegaba al ovillo, debía de haber destacado la futilidad del ministro. Imagina el titular en aquel contexto de masiva protesta social contra la guerra: ‘El ministro de Defensa, muy preocupado por la delgadez de enviada de TVE abordo del buque Galicia”. Dos semanas después los españoles supieron que aquella periodista era la novia oficial del príncipe Felipe de Borbón y Grecia, ahora rey Felipe VI.

FIN