2.–Inventa palabras

INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Si el Abuelo no hubiera sido como es, tampoco yo sería como soy, es decir que no habría inventado palabras como malincuente y otras. Pero él se inventaba palabras, conjugaba sustantivos como si fueran verbos y sostenía que toda mujer y todo hombre que se precien han de tener una palabra propia, un término genuino, ideado por su magín. Yo entonces contaba cinco años y hacía poco tiempo que había roto a leer y a escribir con letras mayúsculas. Puesto que ya antes llamaba a las cosas como mejor me sonaban, descubrí que poseía una colección de palabras como puchi, archibolín, bolichinil, el mencionado malincuente y otras inventadas por mí. También verbos. Si alguna vez oyen o leen vocablos derivados de la conjugación de escalumbrar y escaboñar, sepan que esos verbos son de mi invención, aunque se los regalé a T, quien tenía una palabra singular: ciribicundio. La utilizaba de vez en cuando en algún reportaje, alguna crónica. Cuando parecía que la había olvidado, la dejaba caer en algún texto. “¿Qué significa?”, le pregunté. “Si ponemos la tercera sílaba delante de la segunda, quiere decir lo mismo que cibiricundio”, me contestó. O sea, nada; la palabreja carecía de significado. Y si lo tenía, él lo desconocía. Me pareció un recurso literario poco honrado, pero enseguida me aclaró que el ciribicundio quería decir lo que a cada lector le diera la gana y que a él le servía para salir del paso. Estupendo –le dije–, pero me parece poco honrado». El reproche sobre la falta de honradez le llegó al alma. Y para darme a entender los ardides de los periodistas literarios (así les llamaban) en su lucha contra el tiempo y otros elementos, incluido su propio cerebro, me refirió el caso de un colega, maestro y buen amigo, llamado Federico Abascal Gasset, quien estando de corresponsal de un gran periódico catalán en Alemania Federal, llegó a utilizar el nombre de un jugador de fútbol como si fuera un miembro del Gobierno. Sabía lo que había dicho, reprodujo sus argumentos, entrecomilló su palabras, pero, en plena redacción contrarreloj, no consiguió recordar el nombre de aquel preboste y le calcó el primero que le vino a la mente: el de un futbolista. Di tu que entonces no había Internet y nadie se percató de la chapuza o si se enteró no protestó. La honradez del texto periodístico es la verdad, con independencia de que el libro de estilo te obligue a poner el nombre y la función o el cargo de la persona que hace una declaración noticiosa. Deduje que la precisión de los hechos y los dichos es la regla de oro del buen periodismo. Y también deduje que un poco de granujería bien administrada podía sacar de muchos apuros a los plumillas. Puestos a deducir, caí en la cuenta de que si toda mujer y todo hombre que se precien han de inventar una palabra propia, esto iba a ser un sin dios lingüístico y lenguaraz, un ciribicundio mayor que la Torre de Babel. T abrió mucho los ojos y soltó un jijí. ¿Tú crees? Claro que lo creo; nada más tienes que ver la cantidad de palabras del diccionario de la lengua española, unas noventa mil, y pensar lo que ocurriría si cada persona que habla español aportase una nueva palabra. Se volvió a reír, supongo que de mi ingenuidad, y me echó la historia de Curro. El onubense Francisco López del Real era dirigente y activista local de las Juventudes Socialistas, le capturaron y encarcelaron al final de la Guerra Civil, en 1939. Su destino era el paredón de fusilamiento pero, mientras tanto, le sometieron a trabajos forzados junto a otros presos políticos. Todas las mañanas les mandaban formar y los sacaban en dos filas indias a arreglar caminos y construir represas. Curro era bajito e iba de los últimos. Un día, al poco de salir por el portón de la cárcel, preguntó al compañero que iba a su lado si llevaba el ilurio imantado, a lo que éste, según el acuerdo previo, contestó que no. “¡Joder, Fulgencio, otra vez has olvidado el ilurio imantado!”, le gritó, irritado, para que lo oyera el guardia que iba detrás. Y acto seguido se volvió corriendo hacia la entrada de la prisión a buscarlo. Habían caminado treinta o cuarenta metros, una distancia suficiente para que el guardia, si se le ocurría disparar, no acertara a darle, y en vez de cruzar el portón, bordeó el caserón y desapareció. A saber lo que aquél guardián pensaría que era el ilurio imantado. Ya ves cómo una palabra inventada te puede salvar la vida, dijo. Asentí. Y él añadió que aquel Curro llegó a una estación ferroviaria y se sentó a esperar el tren, cualquier tren que le alejara de allí. En esas apareció una pareja de la Guardia Civil, se acercaron a él, le miraron con detalle y cara de mala leche. Él les dio los buenos días tengan ustedes y se mostró más sereno que un cuatro sentado en una silla. Entonces uno de los agentes le preguntó: “¿Tú te has escapado, verdad?” A lo que él contestó que sí. El guardia se sorprendido y se interesó: “¿Cómo lo has conseguido?” Él respondió: “Con mucho valor”. Los guardias se lo tomaron a broma, vieron que era inofensivo y le dejaron en paz. Curro consiguió llegar a Francia, resistió al nazismo y sobrevivió en el exilio en Bélgica hasta que acabó la dictadura en España y decidió regresar. T sostenía que era uno de los socialistas más buenos, ocurrentes, fundados en razón y con más gracia que había conocido.

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