De INTRODUCCIÓN AL ABUELO
Por cincuenta días fungió el Abuelo en un periódico almeriense recién adquirido por su amigo Flavio en la subasta pública de la cadena de prensa y propaganda de la extinta dictadura. Flavio (José Luis Martínez García) era un hombre bueno (lo sigue siendo) en el noble sentido de la palabra bueno (Machado dixit), una de esas personas cuya bonhomía resultaba cautivadora, de modo que T llegó a la capital de aquella provincia que pasaba por ser la más pobre, abandonada y olvidada de Andalucía un mes de julio de 1985, cuando ya no quedaban indios ni vaqueros ni Séptimo de Caballería ni sheriff ni cazadores de recompensas en aquel desierto de Tabernas donde rodaban western del Oeste americano. La vía de desarrollo era ya el cultivo bajo plástico en la comarca de El Ejido, una franja de terreno llano de más de doscientos kilómetros cuadrados desde la sierra de Gador hasta la orilla del mar. Gran parte de aquel territorio seco y agreste, paraíso de lagartos, había caído en manos de los nuevos forajidos, unos señores de cuello blanco, traje, corbata y sombrero que manejaban mucho dinero: petrodólares, decían. Aquellos tipos suministraron créditos para meter máquinas, rozar tierras, extraer arenas, pinchar acuíferos, tender tubos, implantar riegos por goteo. Hicieron el mayor negocio jamás soñado con la venta de parcelas, miles de parcelas de media, una y dos hectáreas a unos labriegos poco instruidos y siempre hambrientos de tierra. Los campos de Dalías, Almerimar, El Ejido… quedaron bajo control. A través de sus variadas sociedades anónimas, aquellos mercaderes controlaban todos los instrumentos de producción y los productos propiamente dichos: tierra, arena, semillas, agua, sulfatos, tubos para el goteo, aluminios, cuerdas, plásticos… Bajo aquellos cobertizos (El Mar de Plástico le llamaron desde un satélite de la NASA fotografió aquella comarca lindante con el Mediterráneo) familias enteras hipotecadas hasta los ojos se dejaban la piel tostada cultivando sus parcelas. De aquel Poniente Almeriense sacaban una producción enorme de tomates, pepinos, pimientos, calabazas, calabacines, berenjenas, judías, guisantes, melones, flores, gladiolos… tanto en verano como en invierno. Decenas de camiones cargados con miles de cajas de aquellos productos primorosos salían a diario hacia los mercados centrales de abasto de Londres, Dublín, Ámsterdam, Múnich, Berlín, Milán, Roma, París, Madrid… Con razón le llamaban la Huerta de Europa. Fluía el dinero. Pero los cultivadores, atrapados por las hipotecas y los costes de producción, desde el agua de la Alpujarra hasta las semillas y la arena, apenas sacaban para vivir. Muchos se desesperaban trabajando bajo aquellos plásticos a más de cuarenta grados de calor en verano y cortaban por lo sano. En las calles y tabernas se escuchaban cada día comentarios: “fulano se ha ahorcado, mengano se descerrajó anoche un tiro, zutano se fue del invernadero al otro barrio…” La cantidad de suicidios era impresionante. Pero los medios de comunicación los ignoraban. ¿Estaban sordos o ciegos? T ordenó: reportaje al canto. Gran escándalo. La hipoteca de la tierra con intereses usurarios insoportables: reportaje al canto. Los plásticos sin control de calidad ni resistencia para una campaña: reportaje al canto. Y así. Los de cuello blanco temían el despertar de los angustiados agricultores y enviaban avisos al periódico. Eran notificaciones amables: cajas de calas y gladiolos. De pronto aparecía un hombre en la redacción con un par de largas cajas de cartón al hombro, las depositaba en una mesa libre y se largaba sin decir palabra. Se ve que le pagaban por hacer recados, no por dar las buenas tardes. Enseguida Alfonso, el confeccionador, abría las cajas, examinaba aquella mercancía que impregnaba la sala de aroma vegetal, y, con el visto bueno del director Carlos Santos, un gran periodista, repartía los gladiolos al personal de la administración y los talleres, donde trabajaba Natalia, una chica muy guapa por la que el confeccionador Alfonso bebía los vientos. Los envíos o advertencia florales (también mandaban melones) terminarían la tarde en que T dispensó al operario de subir la escalera con la mercancía al hombro y le indicó que la devolviera al lugar de origen. Cierto es que convenía suavizar las informaciones sobre el Poniente de modo que no pareciesen tan tristes y negativas. Pero la realidad era insoslayable, y puesto que los intermediarios y especuladores financieros no podían soliviantarse por la publicación de los precios de los productos hortofrutícolas en los mercados centrales de las principales capitales europeas, se ideó la forma de publicarlos regularmente para ayudar a los pequeños agricultores a adquirir criterio. Aunque no era difícil (tampoco fácil) mejorar un periódico carcomido por la desidia, el empeño y la profesionalidad del buen Flavio (José Luis Martínez García) junto con la valía y el conocimiento de la tierra del director Santos, lo transformaron en un medio atractivo, un soplo matinal de aire fresco, un producto apetecible primero e imprescindible después. Enseguida se agotaba en los kioskos. Los repartidores pedían más ejemplares. Algunos vendedores acudían en motillos y bicicletas a media mañana a buscarlos. El diario funcionaba. Nada que ver con el viejo tabloide aburrido, mal escrito y peor confeccionado que se caía de las manos. El nivel informativo era tan bajo que ni siquiera del principal suceso acaecido en la ciudad, cual fue el incendio de una factoría francesa de perfumes y colonias, situada a trescientos metros de la sede del periódico, publicaron una fotografía. Con el título a tres columnas en primera (“Arde la fábrica de perfumes”) y un texto romo sin más detalles que la hora y el lugar del incidente despachaban la desgracia social y económica provocada por las llamas. El Abuelo recordaría las muchas horas invertidas en aquel periódico. Entraba a las diez de la mañana y salía cuando, a las doce de la noche, empezaba la rotativa a imprimir ejemplares. Había tantos asuntos, detalles y temáticas de las que ocuparse que se le iba el tiempo como el agua entre los dedos sin parar siquiera a la hora del almuerzo. Comía poco. Se alimentaba a base de bocatas que le subía Santi al mediodía, junto con un frasco de cerveza y una botella de agua de una taberna cercana. Le encantaba la morcilla de Almería, un producto de ley, un embutido exclusivo que procedía de las blancas aldeas de la Alpujarra, donde la gente pobre sobrevivía criando animalillos en casa. Tras los primeros días, Santi, que era un poco tartaja y tenía una pierna algo más larga que la otra y no se peinaba, ya no le preguntaba: “¿Je…jefé, ki…kiré aaalgó?” Se limitaba a acercarse a su mesa, mirarle y extender la mano para agarrar el dinero y salir cojeando a toda prisa a comprar su menú favorito. T le regalaba la vuelta y el recadero no ocultaba su satisfacción. Muchos le tomaban por tonto y no le escuchaban cuando intentaba decir algo, pero T se mostró amable y paciente desde el primer día y comprobó que poseía una extraordinaria capacidad de observación. Puesto que aquel Santi le confesó con cierta tristeza que si hubiera podido estudiar y recibir tratamiento contra el frenillo le habría gustado ser periodista, T le consoló diciéndole: “Si te enteras de algún suceso interesante y me lo cuentas y vale como noticia, yo te la escribo y te la firmo”. Y desde luego un tipo que se pasaba el día brujuleando en bicicleta por la ciudad, se enteraba de muchas cosas. En ese momento T estaba abriendo unas cartas con las crónicas de los corresponsales de los pueblos y para ilustrarle sobre lo que era una noticia le leyó una crónica del corresponsal Fines, titulada: “Fenómeno Ovni en Fines”, en la que contaba que unos vecinos la emprendieron a tiros contra un contenedor de basuras al creer que era un Ovni. Por lo visto, el alcalde había conseguido que la Diputación se ocupara de recoger los residuos sólidos urbanos de modo que los vecinos no los siguieran echando al barranco. Pero el regidor se olvidó de comunicárselo al pueblo. Y aquella noche pasó un camión de la Diputación y dejó un contenedor metálico en el lugar indicado. Al amanecer, al ver aquel extraño artefacto ovalado que reverberaba allí abajo en la curva de la carretera, cundió el grito de que era un Ovni, tocaron a rebato y echaron mano de rifles y escopetas, dejando el contenedor como un colador. El recadero aprendió tan bien la lección que no había día que no trajera alguna novedad antes de que la policía local o el Gobierno civil emitieran sus notas sobre reyertas, incendios, atropellos y, desgraciadamente también lo que entonces llamaban “crímenes pasionales”. Un domingo de agosto sin nada interesante que llevar al papel T resolvió la noticia de portada gracias a él. Apareció al mediodía por el periódico por si quería que le subiera la comida. T le preguntó si había alguna novedad. Ninguna. Santi había ido a misa con su madre, la ciudad estaba tranquila, las familias llenaban la playa del Zapillo, el calor apretaba de lo lindo. Pues estamos jodidos, dijo T pensando cómo iba a armar la portada sin fútbol ni nada extraordinario que ofrecer. ¿Otra vez la foto del Zapillo abarrotada de bañistas? En un instante, mientras hablaban de las creencias religiosas, Santi abrió mucho los ojos antes soltar su lengua de trapo para decir que la Virgen del Mar es blanca. “¿Era negra o qué?” Pues sí, la cara de la Virgen del Mar se había oscurecido con el paso del tiempo, pero tras llevarla a restaurar y reponerla en su hornacina resultó que era blanca color carne. ¡Por Júpiter olímpico! Ya había noticia y fotos de portada: Virgen sucia (de archivo) y Virgen restaurada. El párroco le explicó por teléfono que la talla tenía una pierna quebrada por el ajetreo marinero y que después de la restauración, la limpieza a fondo y el lavado del precioso manto de pedrería, lucía nueva, blanca y esplendorosa. El Abuelo decía que el periodismo de provincias era apasionante. Cierto es que la carencia de medios humanos para profundizar o investigar le obligaba a quedarse en lo superficial. Un sábado que iba con el fotógrafo Manzano a entrevistar al ministro de Trabajo don Joaquín Almunia, que veraneaba en Mojacar, vieron un corro de gente que se arremolinaba en la playa de Pueblo Indalo, junto a un coche de la Guardia Civil que se había metido en la arena. Se acercaron a ver qué estaba pasando. Unos bañistas habían sacado a un hombre ahogado. Aunque le practicaron masajes y le hicieron el boca a boca, no lograron resucitarlo, así que lo envolvieron en toallas y lo auparon a un espigón que allí había. Era el herrero de Lubrín, un hombre como de setenta años, ya jubilado, que había ido con su esposa a pasar el día en la playa. T y el fotógrafo Manzano siguieron camino. Habían quedado con el ministro a las once de la mañana en el Parador. Estuvieron dos horas con él. Le hicieron una larga entrevista sobre la situación política, económica y laboral del país. Se despidieron de él y decidieron llamar a Antonio Torres, que era de Turre, por si andaba por allí y le apetecía comer con ellos. Claro que sí. Quedaron en El Puntazo, un complejo hotelero con casitas bajas y un restaurante aceptable. Almorzaron, charlaron, libaron. Se entretuvieron hasta las seis de la tarde. Ya de regreso a la ciudad por la carretera de la costa volvieron a ver una escena chocante en la playa del Pueblo Indalo: una anciana sentada en una silla de lona junto a un cadáver tendido sobre el espigón de cemento, cubierto con una toalla y protegido con una sombrilla. ¿Pero qué es esto? Pararon, preguntaron en un chiringuito, anotaron el número de teléfono que les facilitó el dueño del establecimiento playero, dieron el pésame a la anciana y siguieron camino. Pasadas las ocho de la tarde, T llamó al chiringuito: el ahogado y la viuda seguían en el mismo sitio. Con irritación contenida colocó el papel en la máquina de escribir y tecleó a toda prisa: “Más de diez horas permaneció ayer el cuerpo sin vida del herrero de Lubrín en la playa de Pueblo Indalo antes de que el juez de guardia acudiera a levantar el cadáver o cursara la orden preceptiva a las autoridades para que actuaran con funciones judiciales y evacuaran al ahogado al tanatorio o a las dependencias de medicina legal correspondiente si había que realizar la autopsia”. La nota, ilustrada con una fotografía de Manzano, iba en la última página, en el rataplán de noticias breves a dos columnas dedicado a ofrecer informaciones de última hora. En la misma sección insertaría el Abuelo otra nota informando de que el gobernador civil utilizaba una finca del Instituto de Conservación de la Naturaleza (ICONA) para pasar las vacaciones. Este hombre seguía el ejemplo del presidente del Gobierno, quien elegía las instalaciones del parque natural de Doñana, para aislarse del mundanal ruido, descansar y disfrutar de la naturaleza con familiares y amigos. El gobernador agarró un enfado monumental y el juez le hizo llegar su solivianto a través del redactor de tribunales, con la advertencia de que sopesaba procesarle por desacato. Aquellos episodios en solo una jornada, sumados a los desvividos antes, llevaron al abuelo a reflexionar sobre el caciquismo provincial. Pero en vez de escribir un artículo sobre la costra enraizada, recogió sus escasas pertenencias, subió al R-5 y regresó a Madrid.