Archivo por meses: enero 2023

16.–La desgracia es su algoritmo

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El sufrimiento, la desgracia y el engaño eran los signos del algoritmo que guiaba al Abuelo en los reportajes sobre el terreno de los que sobrevivía. Su correcta combinación abocaba a la pena y la irritación de los lectores, dos sensaciones fuertes, como exigían los editores. El infortunio humano era una fuente inagotable. Y estaba tan extendido que algunas veces llegaba al buzón de su casa en forma de boletín epidemiológico. Un día, vivamente impresionado por los datos de uno de aquellos boletines, se entregó a verificar la información y a recabar cuantos detalles le fue posible obtener de medios oficiales y oficiosos. Y si, en España había lepra, todavía. Lo noticioso (y preocupante) era el crecimiento de la enfermedad bíblica que se creía erradicada; cada año se registraban varias decenas de nuevos casos en la variante “lepromatosa” y aumentaban los contagios de la llamada “lepra tuberculoide”. Movió algunos hilos y se puso en marcha. Llegó a la localidad de Trillo, en el corazón de la Alcarria, más famosa por la instalación de una central nuclear que por sus históricos edificios, su cascada, su balneario de aguas termales de la época de los romanos, y pulsó el sentir del vecindario sobre los dos peligros que les acechaban: el atómico y el ancestral. Les preocupaba más el primero que el segundo, es decir, una fuga radiactiva que el escape de leprosos de una finca cercana donde los tenían recluídos. ¿Por qué? Estaba claro: la primera la ocultarían, y como la radiactividad no se ve, no se enterarían hasta que sintieran sus efectos dizque mortales; en cambio, si los enfermos contagiosos cruzaban la alambrada del campo donde se hallaban orillados a kilómetro y medio del pueblo y se acercaban a la plaza o entraban en algún establecimiento, enseguida la Guardia Civil los capturaba y devolvía al redil. Eso sin contar que nunca, desde que la memoria alcanza, habían infestado a vecino alguno. Acto seguido, el Abuelo y el reportero gráfico de Interviu, Carlos Corcho, que le acompañaba en su viaje a la situación, pusieron rumbo hacia el llamado “hospital leprológico”. Dentro de aquella finca vallada había dos edificios de planta baja, a modo de granja. Allí les esperaba el doctor Javier Yuste Grijalba, una autoridad sanitaria de alto nivel que se ocupaba de la salud de los españoles desde el Centro Nacional de Epidemiología y el Instituto Carlos III. Él les facilitó la tarea. Dialogaron largo y tendido con los residentes. También con unas monjas de la caridad que les practicaban las curas y atendían. Algunos, los de mayor edad, sufrían discapacidad por atrofias musculares progresivas. Otros llevaban la cara y las orejas vendadas. La enfermedad de Hansen afectaba también a los jóvenes, según pudieron comprobar. Conscientes de su confinamiento, acaso de por vida, algunos de aquellos hombres y mujeres se casaban allí dentro para que las monjitas les permitieran cohabitar y copular. Allí se veía, decía T, la fuerza del instinto y cómo el amor mitiga el dolor. De administrarles los preservativos contra la procreación ya se ocupaban aquellas religiosas. Los confinados, solos o en parejas, ocupaban las habitaciones de aquellos pabellones alargados, cada una con su ventanuco y su puerta a un patio común, empedrado con piedra arenisca y sombreado por altos pinos piñoneros, al cabo del cual se extendían unos huertos bien trabajados en los que, gracias al agua del Cifuentes y el Tajo, cultivaban coles, patatas, tomates, cebollas, fresas… y se ocupaban de varias higueras y de una hilera de rosales y otra de árboles frutales. Entretenimiento no faltaba a los que podían manejar la azada. Aparte del aumento anual del número de personas afectadas por la maldita enfermedad medieval, se trataba de contar a los lectores cómo desvivían los leprosos. Después de dos horas de diálogo con aquellas personas desgraciadas y confinadas por vida a causa del estigma social de una enfermedad mucho menos contagiosa que la gripe, T ya sabía que no sólo al huerto, los rezos y los naipes se entregaban los leprosos. Tal vez por la empatía hacia ellos, sin el menor asomo de temor al contagio, se ganó su confianza y algunos le manifestaron su esperanza de poder salir a trabajar, como hacían cada día quince residentes en buen uso. ¿En qué trabajan? ¿Dónde trabajan? Los recogía un microbús a las siete de la mañana, los llevaba a Madrid a laborar en una gran lavandería y los devolvían a media tarde. Así, todos los días, menos los domingos y fiestas de guardar. ¿Y qué hacían? Se ocupaban de meter la ropa sucia en unas grandes lavadoras, de sacarla limpia y seca, plancharla, doblarla y empaquetarla en bolsas de plástico para ser devuelta a los clientes, mayormente hoteles, residencias, hospitales y restaurantes. Además de lavar, secar y planchar sábanas, manteles, batas, servilletas, uniformes y mandiles, limpiaban alfombras con lejía, amoniaco rebajado y otros productos químicos mareantes. Era la parte más penosa de su labor. Les pagaban algo, poco. ¿Quiere decir que les explotaban de mala manera? Puede que sí, pero les daban una comida aceptable, leche y refrescos cuando querían, y, sobre todo, les permitían salir, realizarse, sentirse útiles, ayudar a sus familias. T escribió el relato sobre aquella gente y cuando, a la mañana siguiente fue a la revista a entregar los folios, ya el magnífico reportero Corcho había depositado sobre la mesa del redactor jefe las fotografías de los confinados, la factoría lavandera e, incluso, del microbús que transportaba al tajo, pero teniendo buen cuidado de que no se les viera la cara ni apareciera el nombre de la gran lavandería, pues tampoco se trataba de joder más a los proscritos.

15.–Periodismo de brega provincial

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Por cincuenta días fungió el Abuelo en un periódico almeriense recién adquirido por su amigo Flavio en la subasta pública de la cadena de prensa y propaganda de la extinta dictadura. Flavio (José Luis Martínez García) era un hombre bueno (lo sigue siendo) en el noble sentido de la palabra bueno (Machado dixit), una de esas personas cuya bonhomía resultaba cautivadora, de modo que T llegó a la capital de aquella provincia que pasaba por ser la más pobre, abandonada y olvidada de Andalucía un mes de julio de 1985, cuando ya no quedaban indios ni vaqueros ni Séptimo de Caballería ni sheriff ni cazadores de recompensas en aquel desierto de Tabernas donde rodaban western del Oeste americano. La vía de desarrollo era ya el cultivo bajo plástico en la comarca de El Ejido, una franja de terreno llano de más de doscientos kilómetros cuadrados desde la sierra de Gador hasta la orilla del mar. Gran parte de aquel territorio seco y agreste, paraíso de lagartos, había caído en manos de los nuevos forajidos, unos señores de cuello blanco, traje, corbata y sombrero que manejaban mucho dinero: petrodólares, decían. Aquellos tipos suministraron créditos para meter máquinas, rozar tierras, extraer arenas, pinchar acuíferos, tender tubos, implantar riegos por goteo. Hicieron el mayor negocio jamás soñado con la venta de parcelas, miles de parcelas de media, una y dos hectáreas a unos labriegos poco instruidos y siempre hambrientos de tierra. Los campos de Dalías, Almerimar, El Ejido… quedaron bajo control. A través de sus variadas sociedades anónimas, aquellos mercaderes controlaban todos los instrumentos de producción y los productos propiamente dichos: tierra, arena, semillas, agua, sulfatos, tubos para el goteo, aluminios, cuerdas, plásticos… Bajo aquellos cobertizos (El Mar de Plástico le llamaron desde un satélite de la NASA fotografió aquella comarca lindante con el Mediterráneo) familias enteras hipotecadas hasta los ojos se dejaban la piel tostada cultivando sus parcelas. De aquel Poniente Almeriense sacaban una producción enorme de tomates, pepinos, pimientos, calabazas, calabacines, berenjenas, judías, guisantes, melones, flores, gladiolos… tanto en verano como en invierno. Decenas de camiones cargados con miles de cajas de aquellos productos primorosos salían a diario hacia los mercados centrales de abasto de Londres, Dublín, Ámsterdam, Múnich, Berlín, Milán, Roma, París, Madrid… Con razón le llamaban la Huerta de Europa. Fluía el dinero. Pero los cultivadores, atrapados por las hipotecas y los costes de producción, desde el agua de la Alpujarra hasta las semillas y la arena, apenas sacaban para vivir. Muchos se desesperaban trabajando bajo aquellos plásticos a más de cuarenta grados de calor en verano y cortaban por lo sano. En las calles y tabernas se escuchaban cada día comentarios: “fulano se ha ahorcado, mengano se descerrajó anoche un tiro, zutano se fue del invernadero al otro barrio…” La cantidad de suicidios era impresionante. Pero los medios de comunicación los ignoraban. ¿Estaban sordos o ciegos? T ordenó: reportaje al canto. Gran escándalo. La hipoteca de la tierra con intereses usurarios insoportables: reportaje al canto. Los plásticos sin control de calidad ni resistencia para una campaña: reportaje al canto. Y así. Los de cuello blanco temían el despertar de los angustiados agricultores y enviaban avisos al periódico. Eran notificaciones amables: cajas de calas y gladiolos. De pronto aparecía un hombre en la redacción con un par de largas cajas de cartón al hombro, las depositaba en una mesa libre y se largaba sin decir palabra. Se ve que le pagaban por hacer recados, no por dar las buenas tardes. Enseguida Alfonso, el confeccionador, abría las cajas, examinaba aquella mercancía que impregnaba la sala de aroma vegetal, y, con el visto bueno del director Carlos Santos, un gran periodista, repartía los gladiolos al personal de la administración y los talleres, donde trabajaba Natalia, una chica muy guapa por la que el confeccionador Alfonso bebía los vientos. Los envíos o advertencia florales (también mandaban melones) terminarían la tarde en que T dispensó al operario de subir la escalera con la mercancía al hombro y le indicó que la devolviera al lugar de origen. Cierto es que convenía suavizar las informaciones sobre el Poniente de modo que no pareciesen tan tristes y negativas. Pero la realidad era insoslayable, y puesto que los intermediarios y especuladores financieros no podían soliviantarse por la publicación de los precios de los productos hortofrutícolas en los mercados centrales de las principales capitales europeas, se ideó la forma de publicarlos regularmente para ayudar a los pequeños agricultores a adquirir criterio. Aunque no era difícil (tampoco fácil) mejorar un periódico carcomido por la desidia, el empeño y la profesionalidad del buen Flavio (José Luis Martínez García) junto con la valía y el conocimiento de la tierra del director Santos, lo transformaron en un medio atractivo, un soplo matinal de aire fresco, un producto apetecible primero e imprescindible después. Enseguida se agotaba en los kioskos. Los repartidores pedían más ejemplares. Algunos vendedores acudían en motillos y bicicletas a media mañana a buscarlos. El diario funcionaba. Nada que ver con el viejo tabloide aburrido, mal escrito y peor confeccionado que se caía de las manos. El nivel informativo era tan bajo que ni siquiera del principal suceso acaecido en la ciudad, cual fue el incendio de una factoría francesa de perfumes y colonias, situada a trescientos metros de la sede del periódico, publicaron una fotografía. Con el título a tres columnas en primera (“Arde la fábrica de perfumes”) y un texto romo sin más detalles que la hora y el lugar del incidente despachaban la desgracia social y económica provocada por las llamas. El Abuelo recordaría las muchas horas invertidas en aquel periódico. Entraba a las diez de la mañana y salía cuando, a las doce de la noche, empezaba la rotativa a imprimir ejemplares. Había tantos asuntos, detalles y temáticas de las que ocuparse que se le iba el tiempo como el agua entre los dedos sin parar siquiera a la hora del almuerzo. Comía poco. Se alimentaba a base de bocatas que le subía Santi al mediodía, junto con un frasco de cerveza y una botella de agua de una taberna cercana. Le encantaba la morcilla de Almería, un producto de ley, un embutido exclusivo que procedía de las blancas aldeas de la Alpujarra, donde la gente pobre sobrevivía criando animalillos en casa. Tras los primeros días, Santi, que era un poco tartaja y tenía una pierna algo más larga que la otra y no se peinaba, ya no le preguntaba: “¿Je…jefé, ki…kiré aaalgó?” Se limitaba a acercarse a su mesa, mirarle y extender la mano para agarrar el dinero y salir cojeando a toda prisa a comprar su menú favorito. T le regalaba la vuelta y el recadero no ocultaba su satisfacción. Muchos le tomaban por tonto y no le escuchaban cuando intentaba decir algo, pero T se mostró amable y paciente desde el primer día y comprobó que poseía una extraordinaria capacidad de observación. Puesto que aquel Santi le confesó con cierta tristeza que si hubiera podido estudiar y recibir tratamiento contra el frenillo le habría gustado ser periodista, T le consoló diciéndole: “Si te enteras de algún suceso interesante y me lo cuentas y vale como noticia, yo te la escribo y te la firmo”. Y desde luego un tipo que se pasaba el día brujuleando en bicicleta por la ciudad, se enteraba de muchas cosas. En ese momento T estaba abriendo unas cartas con las crónicas de los corresponsales de los pueblos y para ilustrarle sobre lo que era una noticia le leyó una crónica del corresponsal Fines, titulada: “Fenómeno Ovni en Fines”, en la que contaba que unos vecinos la emprendieron a tiros contra un contenedor de basuras al creer que era un Ovni. Por lo visto, el alcalde había conseguido que la Diputación se ocupara de recoger los residuos sólidos urbanos de modo que los vecinos no los siguieran echando al barranco. Pero el regidor se olvidó de comunicárselo al pueblo. Y aquella noche pasó un camión de la Diputación y dejó un contenedor metálico en el lugar indicado. Al amanecer, al ver aquel extraño artefacto ovalado que reverberaba allí abajo en la curva de la carretera, cundió el grito de que era un Ovni, tocaron a rebato y echaron mano de rifles y escopetas, dejando el contenedor como un colador. El recadero aprendió tan bien la lección que no había día que no trajera alguna novedad antes de que la policía local o el Gobierno civil emitieran sus notas sobre reyertas, incendios, atropellos y, desgraciadamente también lo que entonces llamaban “crímenes pasionales”. Un domingo de agosto sin nada interesante que llevar al papel T resolvió la noticia de portada gracias a él. Apareció al mediodía por el periódico por si quería que le subiera la comida. T le preguntó si había alguna novedad. Ninguna. Santi había ido a misa con su madre, la ciudad estaba tranquila, las familias llenaban la playa del Zapillo, el calor apretaba de lo lindo. Pues estamos jodidos, dijo T pensando cómo iba a armar la portada sin fútbol ni nada extraordinario que ofrecer. ¿Otra vez la foto del Zapillo abarrotada de bañistas? En un instante, mientras hablaban de las creencias religiosas, Santi abrió mucho los ojos antes soltar su lengua de trapo para decir que la Virgen del Mar es blanca. “¿Era negra o qué?” Pues sí, la cara de la Virgen del Mar se había oscurecido con el paso del tiempo, pero tras llevarla a restaurar y reponerla en su hornacina resultó que era blanca color carne. ¡Por Júpiter olímpico! Ya había noticia y fotos de portada: Virgen sucia (de archivo) y Virgen restaurada. El párroco le explicó por teléfono que la talla tenía una pierna quebrada por el ajetreo marinero y que después de la restauración, la limpieza a fondo y el lavado del precioso manto de pedrería, lucía nueva, blanca y esplendorosa. El Abuelo decía que el periodismo de provincias era apasionante. Cierto es que la carencia de medios humanos para profundizar o investigar le obligaba a quedarse en lo superficial. Un sábado que iba con el fotógrafo Manzano a entrevistar al ministro de Trabajo don Joaquín Almunia, que veraneaba en Mojacar, vieron un corro de gente que se arremolinaba en la playa de Pueblo Indalo, junto a un coche de la Guardia Civil que se había metido en la arena. Se acercaron a ver qué estaba pasando. Unos bañistas habían sacado a un hombre ahogado. Aunque le practicaron masajes y le hicieron el boca a boca, no lograron resucitarlo, así que lo envolvieron en toallas y lo auparon a un espigón que allí había. Era el herrero de Lubrín, un hombre como de setenta años, ya jubilado, que había ido con su esposa a pasar el día en la playa. T y el fotógrafo Manzano siguieron camino. Habían quedado con el ministro a las once de la mañana en el Parador. Estuvieron dos horas con él. Le hicieron una larga entrevista sobre la situación política, económica y laboral del país. Se despidieron de él y decidieron llamar a Antonio Torres, que era de Turre, por si andaba por allí y le apetecía comer con ellos. Claro que sí. Quedaron en El Puntazo, un complejo hotelero con casitas bajas y un restaurante aceptable. Almorzaron, charlaron, libaron. Se entretuvieron hasta las seis de la tarde. Ya de regreso a la ciudad por la carretera de la costa volvieron a ver una escena chocante en la playa del Pueblo Indalo: una anciana sentada en una silla de lona junto a un cadáver tendido sobre el espigón de cemento, cubierto con una toalla y protegido con una sombrilla. ¿Pero qué es esto? Pararon, preguntaron en un chiringuito, anotaron el número de teléfono que les facilitó el dueño del establecimiento playero, dieron el pésame a la anciana y siguieron camino. Pasadas las ocho de la tarde, T llamó al chiringuito: el ahogado y la viuda seguían en el mismo sitio. Con irritación contenida colocó el papel en la máquina de escribir y tecleó a toda prisa: “Más de diez horas permaneció ayer el cuerpo sin vida del herrero de Lubrín en la playa de Pueblo Indalo antes de que el juez de guardia acudiera a levantar el cadáver o cursara la orden preceptiva a las autoridades para que actuaran con funciones judiciales y evacuaran al ahogado al tanatorio o a las dependencias de medicina legal correspondiente si había que realizar la autopsia”. La nota, ilustrada con una fotografía de Manzano, iba en la última página, en el rataplán de noticias breves a dos columnas dedicado a ofrecer informaciones de última hora. En la misma sección insertaría el Abuelo otra nota informando de que el gobernador civil utilizaba una finca del Instituto de Conservación de la Naturaleza (ICONA) para pasar las vacaciones. Este hombre seguía el ejemplo del presidente del Gobierno, quien elegía las instalaciones del parque natural de Doñana, para aislarse del mundanal ruido, descansar y disfrutar de la naturaleza con familiares y amigos. El gobernador agarró un enfado monumental y el juez le hizo llegar su solivianto a través del redactor de tribunales, con la advertencia de que sopesaba procesarle por desacato. Aquellos episodios en solo una jornada, sumados a los desvividos antes, llevaron al abuelo a reflexionar sobre el caciquismo provincial. Pero en vez de escribir un artículo sobre la costra enraizada, recogió sus escasas pertenencias, subió al R-5 y regresó a Madrid.

14.–Va a la Torre

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Más de un día y menos de noventa permaneció el Abuelo en un semanario económico que aparecía los lunes. Llevaba un tiempo escribiendo la crónica política en aquel tabloide de orientación progresista cuando el editor le ofreció un contrato fijo. Era un buen tipo, un gran periodista, un hombre tranquilo que mantenía la costumbre de la clandestinidad política de hablar muy bajito y al que la vida le sonrió con un hijo extraordinario, muy bien educado, seguidor del oficio de su padre. T aceptó la oferta y se incorporó a la redacción del semanario económico, ciertamente escasa de personal, pues se hallaba compuesta por dos aguerridas periodistas, a cual más laboriosa y amable, y por el hijo del director y editor. Durante un tiempo T dejó de ir a tomar el pulso de la calle: iba a la Torre. “Creo que le hacía ilusión –decía la abuela– trabajar en lo más alto de la ciudad, ya que Industrias Pepe tenía la redacción en el último piso, planta 33, de la Torre de Madrid, el edificio de hormigón más alto de la capital durante mucho tiempo”. Nunca le pregunté si la altura le proporcionaba sensación de superioridad. Me parecía una pregunta absurda para un tipo que sólo quería ser libre. En cambio, la Torre le proporcionaba una visión diferente, más alta y más pequeña, de la gente y de las cosas. Era como desvivir en otra dimensión. Junto a la amplia oficina de la pequeña redacción había una cafetería con divanes y ventanales orientados hacia la Gran Vía. Era un mirador estupendo al que subían decenas de turistas a contemplar la ciudad y muchos vecinos a cafetearse. Para T era además un buen observatorio de los motivos de preocupación del personal. Allí pasaba el rato, ejercitando el oído periférico e ideando comienzos irresistibles de informaciones romas. En el fondo y en la forma su principal reto consistía en amenizar los textos grises, dar brillantez a lo opaco y dotar de agilidad al plúmbeo lenguaje burocrático de las notas de prensa de las entidades financieras y de las grandes y medianas empresas, las referencias de los Consejo de Ministros, las directivas europeas, los comunicados de los distintos organismos reguladores y, en fin, los despachos de agencias noticiosas y las resoluciones de los tribunales de la señora de la balanza y el velo en los ojos que llaman Justicia. La tarea, aunque cansina, le resultaba cómoda. El periódico iba bien. El editor se mostraba contento con la aportación de T. Aquel Pepe tenía bien medida y ajustada la tirada: unos 10.000 ejemplares a la semana, de los que más de 4.000 se vendían en los kioskos de Madrid y Barcelona y el resto a los suscriptores y en otras capitales autonómicas y provinciales. Industrias Pepe iba bien, vendía, tenía buenos ingresos por publicidad, ganaba dinero. Lanzó después una revista semanal a todo color de información política, pero el mercado publicitario fue menguando por la competencia de las televisiones autonómicas y anuló las perspectivas de negocio. Un viernes, con el periódico compuesto y las últimas páginas a punto de salir hacia la imprenta, el director y editor le llamó a su despacho, donde se estaba fumando un habano, plenamente satisfecho de sí mismo, y le pidió amablemente en voz baja que se abstuviera de criticar a los ministros fulano y zutano, pues eran “redactores de esta casa”. T se sorprendió. Acababa de entregar a la jefa de redacción sus breves notas confidenciales para la segunda página, una “espuma de los días”, que dijera el surrealista Boris Vian, cuyo tono irónico, cortante y acerado podía escocer no a uno o a otro ministro, sino, por paradojas de la política, a los dos a la vez. “¡Por Júpiter, don José! No sabía yo que tenía ministros redactores”, dijo el Abuelo. Se despidió y no volvió a la Torre nunca más.

13.–Hasta nunca

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Más allá de su deseo de instruirme sobre la honradez humana y el secreto profesional del periodista, es verdad que el Abuelo se autodespedía con bastante frecuencia de los empleos que conseguía. En la agencia de noticias Efe, la más potente del mundo de habla hispana, tan sólo trabajó un día. Llegó puntual, entregó en la administración los documentos que le pidieron, bajó a la redacción y se incorporó al puesto asignado en la sección de Economía, donde se iba a ocupar del área de Industria. Para empezar redactó y “metió por el tubo” la reseña con las novedades del Boletín Oficial del Estado (BOE) y realizó otras tareas menores. La jornada iba a ser larga, ya que el ministro del ramo iba a pronunciar una conferencia, seguía de una cena con preguntas, a las 20:00 horas en un rancio y conservador club de opinión. En un determinado momento, antes del mediodía, le avisaron para que subiera a firmar su contrato laboral. Pero al comprobar que la jornada de seis horas y la poca retribución distaban un huevo de las condiciones acordadas con el jefazo de la entidad, se negó a firmar, recogió sus documentos y se largó. ¿Adónde iba él con un sueldo que no alcanzaba para alimentar a su familia y pagar la letra de la humilde vivienda (noventa metros en vertical) que había comprado a una cooperativa en el extrarradio de la capital? Desde luego en casa no se podía presentar con tan magra cifra salarial; bastantes sacrificios había sufrido la abuela Goyi para someterla a renovadas angustias y privaciones. Con todo y para no fastidiar a compañero alguno de trabajo, cumplió la agenda prevista, reportó la información noticiosa del ministro de marras y adiós muy buenas.