Por KEY GOOD
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Tenía Vera Veraz verdadera curiosidad por conocer a un personaje legendario, un trasterrado de vuelta a este país, del que había oído hablar en una tertulia de literatos y había leído un artículo en un periódico de papel. Le llamaban don Sabino y aseguraban que residía en una localidad llamada Ardón, no lejos de la capital de provincia a la que esperaban llegar al mediodía. Aunque se hablaba mucho de aquel don Sabino Ordás, pocos, muy pocos, le habían visto. Ni siquiera una licenciada de la Universidad de Salamanca, la más antigua y renombrada de España, que realizó su tesis doctoral sobre la vida y la obra literaria y filosófica de aquel eminente contemporáneo había podido hablar con él. Eso le parecía a Vera raro de verdad y estimulaba su curiosidad. ¿Quién, por importante que sea y ocupado que esté se puede negar a una una conversación con una estudiosa de su vida y obra? “Lo cierto es –le aseguró la doctorada– que durante medio año le llamé por teléfono cada semana para que me recibiera una hora con el fin de resolver algunas dudas y vadear algunas lagunas, y nunca accedió a una entrevista conmigo. Unas veces estaba constipado y otras indispuesto”.
–También le podías haber consultado por teléfono.
–Que te crees tu eso… Nunca se ponía al aparato.
–¿Y con quién hablabas?
–Con una mujer que decía ser su asistente y secretaria.
–Bueno, podías haber ido a verle sin aviso previo –sopesó Vera.
–Lo hice, pero no dio resultado; no le pude ver. La celosa secretaria, una mujer mayor que vestía de negro y se cubría la cabeza con un pañuelo negro atado al cuello, me dio con la puerta en las narices después de recomendarme con sus ladridos de mastín que me largara de allí y no volviera a molestar al señor ni en persona ni por teléfono… Figúrate las malas pulgas de la doña.
–Me hago cargo: no era molestable –dijo Vera.
–Le envié una invitación por si deseaba asistir a la exposición y defensa de mi tesis.
–¿Y?
–No apareció.
–Puede que tenga la cara o el cuerpo deforme como un monstruo.
–¡Qué va! Dicen que es un viejo de lo más normal, que sale a pasear con un cachorro de Berdulia, la perra más promiscua del lugar, y que gusta platicar con un guardia civil comunista y que se cura los constipados con unos suculentos asados de ancas de ranas rociadas con miel que le prepara una vecina muy religiosa a la que resolvió un dilema.
–¿Qué dilema? –se interesó Vera.
–De si las ranas son carne o pescado. Él le dijo que pescado, perfectamente comestible en Cuaresma sin contravenir las normas de la Santa Madre Iglesia ni perder las indulgencias plenarias.
–Por cierto, ¿cómo te salió la tesis?
–Muy bien: sobresaliente cum laude.
–Enhorabuena –la felicitó Vera.
Mientras recordaba la conversación con la especialista en el eminente personaje, el tren paró en una estación cuyo nombre podía ser Orejudo y entre los nuevos viajeros subieron dos mujeres tan gruesas que a duras penas cabían por el pasillo entre los escañiles. La de mayor edad era la más gorda y la más torpe. Las carnes se le derramaban por todas las partes del cuerpo. Se movía con gran dificultad y la joven la empujaba y gobernaba para que avanzase de costado. Se sentaron y en un instante prorrumpieron en un concierto de pedos que ahuyentó primero a los viajeros más cercanos y acabó vaciando el vagón. “¡Madre…, que cuescos!”, salió alarmada una muchacha. Leontief aprovechó la presencia del revisor para rogarle: “¿Podría usted, por favor, abrir alguna ventanilla del vagón para que no tengamos desgracia que lamentar por la acumulación de gas metano?” El revisor le contestó que no era posible en estos coches encapsulados de ahora, se asomó al vagón, dio media vuelta, cerró la portañuela, se encogió de hombros y regresó sobre sus pasos.
Antes de llegar a la villa de Ardón repasó Vera algunas referencias sobre el eminente desexiliado don Sabino Ordás. Unas aludían a su entorno actual y otras podían venir al caso para estimular la conversación que esperaba entablar con él. Para llegar a él y persuadirle de que la recibiera podía apelar a Saturnino Plata, agricultor y convecino, propietario de una cueva del vino. Este Plata era fácil de identificar por su corpulencia, que le valía el apodo de Platón. Luego estaba el vinatero Hilario, hombre amable y ameno; también, don Facundo Madruga, contertulio y buen amigo del filósofo y escritor; doña Chon Orallo, la piadosa vecina, excelente cocinera y cuyas ancas de rana, calificadas por Agustín García Calvo como “dignas del Altísimo”, le fortalecían y ayudaban contra gripes y constipados; Manuel Rodríguez, un cabo de la Guardia Civil con el que decían que el desexiliado echaba largos párrafos desde su regreso a España y que probablemente tuviera la misión de informar al gobernador sobre sus actividades, no fuera el diablo… Y también Filín, hijo del cantinero de Ardón. Y si había suerte, el maestro jubileta al que llamaban don Pedro. Digo “suerte” porque desvivía en una residencia de ancianos en la capital y aunque solía desplazarse a visitarle todas las tardes en un ciclomotor debidamente acondicionado con parabrisas, manguitos y gualdrapas contra las inclemencias meteorológicas, algunas veces le fallaba el motor.
Otras referencias le servirían, según pensó, para tirar del hilo de la conversación, comenzando por Hemingway: pescaron truchas y salmones a mano, en la primavera de 1947, durante unas vacaciones canadienses que fueron narradas por Steven Fitzpatrick en un artículo que le hizo ganar el Premio Pulitzer al año siguiente. Y siguiendo por Manuel Andujar, un hombre muy bueno, que ayudó desde su puesto de mando en un suplemento literario de un gran periódico mexicano a muchísimos literatos españoles trasterrados, y que profesó gran cariño y admiración a don Sabino, con el que cultivó una larguísima amistad marcada por los intermitentes desplazamientos de éste desde California al México DF. También le podía mencionar a Román Jakobson, el estructuralista al que el maestro de Ardón invitó a impartir un curso en Salt Lake, y a Bernard Malamud, el gran escritor del llamado “renacimiento judío” de la novela norteamericana, y a quien conoció en los Encuentros de la Universidad de Salt Lake. Malamud quedó muy impresionado por Ordás y le dedicó su libro “Idiots Fist”. Las referencias literarias, cinematográficas, científicas y hasta políticas de las que Vera Veraz iba pertrechada eran abundantísimas y tan auténticas como la amistad con Federico García Lorca, Luis Cernuda, Alejo Carpentier, Saul Bellow, Max Aub, Arturito Barea, Andrés Carranque de los Ríos, Arturo Morí, Ricardo Gullón, Anselmo Carretero y Jiménez, Luis Buñuel, Pompeu Fabra, Buenaventura Durruti, Pablo Picasso, María Zambrano, Gonzalo Sobejano y hasta Miguel de Unamuno, con el que hizo una excursión a Alba de Tormes, según las referencias que sobre la relación de don Sabino con el atormentado filósofo del dolor del alma había obtenido en una de esas revista de “gran impacto” científico que casi nadie conoce y muy pocos leen. En la relación de relaciones del eminente personaje no podía olvidar a Paulino Masip, cuya novela Diario de Hamlet García fue considerada uno de los mejores relatos en lengua castellana del segundo tercio del siglo XX,ni mucho menos a Truman Capote, con cuya hermana Leia mantenía don Sabino una larga relación epistolar. Capote iba diciendo a los amigos de Nueva York que Ordás había regresado a España y que vivía en “un lugar imaginario, jamás nombrado en ningún mapa”. Se nota que conocía el deseo de sabio de Ardón de no ser molestado.
La localidad de Ardón era un lugar tranquilo y llano, rodeado de arcillosas tierras de labranza en las que jaspeaban algunos viñedos con cepas de poca altura y se alzaban maizales, girasoles y cereales en parcelas de regadío. Leontief admiró un área de ondulados montículos. Bajo aquellos gibas del terreno, los lugareños conservaban unas cuevas excavadas por sus antepasados para fermentar el mosto de la uva y custodiar el vino en grandes cubas. Era como si las personas hubieran aprendido de los conejos, dijo el profesor. O de las hormigas, dijo Vera. Casi todas las familias con raíces en el pueblo tenían su “bodega”, pues así llamaban a aquellos agujeros en los que se guarecían de la canícula veraniega y de la friura invernal y celebraban largas meriendas a base de tomates, chorizo, jamón y vino de las cubas. El nombre le venía, al pueblo, de un rey visigodo que sucedió a Aguila II y reinó entre el 712 y el 720 de nuestra era. Leontief elogió ante Vera la arquitectura de adobe y consideró contrario a la armonía natural el zarpado de la fiera de la moderna construcción vertical. Ya en el casco urbano admiraron la rotunda firmeza del edificio más sólido y monumental, a prueba de inundaciones, o sea, la iglesia parroquial, y se encaminaron hacia la taberna de Hilario a tirar del hilo y degustar el vino. Les atendió un mozalbete con gesto de estar a disgusto en este mundo. Les puso dos copas de vino de la tierra. Vera le preguntó por don Sabino y él contestó sin mirarla siquiera: “Pregunten a mi padre”, y se sentó en lo alto de un arcón a seguir leyendo una novela de Coetzee. Vera dedujo en voz alta: “Tu debes ser Filín”, y el joven asintió sin levantar la vista del libro. Era como si aquel homínido –se dijo Vera– no hubiese alcanzado la capacidad del homo sapiens de mirar y admirar la belleza femenina. “Entonces –añadió– nos podrás indicar el domicilio de don Sabino”. El joven negó con la testa. “Este es más raro que las montañas de Holanda”, dijo el profesor con la copa de clarete en una mano, caminando hacia la puerta del establecimiento a ver la calle. Poco después entró un hombre con un saco de patatas y otro de cebollas a la espalda, cantando un aria de la Traviata de Verdi como un Alfredo Kraus cualquiera. Bajo el peso de los tubérculos miró de abajo arriba a Vera. “Enseguida estoy con ustedes”, dijo cuando ella le preguntó a modo de descubrimiento: “¿El señor Hilario, verdad?” Tomaron el vino a palo seco, sentados en unas sillas de plástico ante una de las mesas, también de plástico, que había en la entrada de la cantina, y cuando apareció aquel Hilario, le solicitaron más vino y unas porciones de tortilla de patatas, especialidad de la casa, a las que llamaban “pinchos”.
–Pues sí, ahí anda el hombre –dijo Hilario en alusión a don Sabino–. Que ¿qué tal marcha dicen ustedes? Pues como siempre, marchar marcha como siempre –añadió el tabernero antes de alzar la voz y ordenar a un vecino que se acercara: “¡Madruga, ven p’acá!” El vecino certificó que la salud del sabio era excelente y aseguró que disponía del último grito tecnológico, una computadora u ordenador o como le digan. Él mismo había visto con sus ojos cómo la descargaban de una furgoneta que venía de la capital y se la entraban en casa. “Se ve que con esos inventos modernos le sacan más rendimiento a la producción humana y tengo p’amí que hasta la fuerzan y todo esos pirañas de las editoriales”.
Madruga miró a la señorita y al cantinero y soltó una risita al despedirse y seguir camino de sus quehaceres. Vera se quiso cerciorar:
–Así pues, no está tan delicado de salud como tengo entendido.
–Pues no, lo que es delicado no está.
–Se ve que las ancas de rana hacen milagros.
–Ya lo creo.
–Tengo entendido que viene mucha gente a visitarle.
–Más de la que él quisiera –dijo Hilario.
–Gente ilustre –me refiero.
–Ya lo creo. Ayer, sin ir más lejos, anduvo por aquí un periodista muy nombrado, don Jorge Bezares, ¿le suena? –Vera asintió–; venía de Cádiz con su esposa, Mari Carmen, y tres mozos a cual más guapo. Y el día anterior vinieron unos extranjeros. De Holanda me parecieron a mí. Y ingleses también vienen muchos y hasta de los Estados Unidos y todo. Es lógico. Estuvo tantos años por allá.
El cantinero era hombre locuaz y agradable y sentía orgulloso del sabio o, como decían ahora, del “intelectual” de bien ganada fama, no solo en el mundo hispano sino también anglosajón y hasta germano, pues, aunque ese día él estaba de compras en la capital y no le pudo ver, hasta el mismísimo Gunter Grass había estado por allí.
–De mal carácter, nada –aseguró en respuesta a Vera–. Hombre, lo que pasa es que es crítico con la mugre. ¿Cómo no va a serlo? Usted considere que han sido décadas de mierda, de mucho estiércol, ¿no sé si me entienden? Ríanse ustedes de los establos de Aurgías… Ni con todo el agua del Sil, el Esla –que por ahí pasa–, el Duero, el Tajo, el Ebro, el Guadiana y el Guadalquivir limpiamos este país.
Dicho eso, añadió vino a su copa y a la de los visitantes y en respuesta a Vera Veraz negó que don Sabino rechazara las visitas:
–Hombre, lo que pasa es que le hacen perder mucho tiempo y claro, eso repercute en la producción del pensamiento, y quien dice pensamiento, dice también del estudio del chino, porque anda aprendiendo el chino mandarín.
–¿A sus años?
–Ya lo creo.
–¿Qué edad tiene? –se interesó el profesor.
–¡Uf..! Pongamos que es inmortal –dijo el cantinero.
–¿Entonces no rechaza las visitas? –le preguntó Vera.
–Quien haya dicho eso miente como un bellaco. ¿Cómo va a rechazar visitantes tan ilustres como los que por aquí se acercan? No digo yo que no se haya negado a conversar con algún mugroso de la vieja corte y el roñoso pesebre del dictador que se murió, tíos desalmados, plagiarios, aprovechados, censores, represores, mediocres y hasta chivatos sin escrúpulos. Pero quitando eso, todo el mundo es bienvenido y bien recibido. Pregunten si no a los buenos narradores de estas tierras, a sus amigos Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio… ¡Un trio de aupa! O a ese periodista gordito, Dámaso Santos, que aun siendo lo que su apellido dice, no deja de ser un buen enredador.
–¿Tendría usted inconveniente en acompañarnos a su domicilio y presentarnos a don Sabino?
Se quedó el cantinero en silencio como si tuviera que meditar la petición de la hermosa Vera, acercó la copa de vino a los labios, bebió, se aclaró la garganta con un leve carraspeo. A continuación miró con franqueza al profesor Leontief, esbozó una sonrisa y le preguntó:
–¿Usted también cree o está en el misterio?
–Cosas más raras se han visto –se justificó Leontief mirando a Vera Veraz. Ella sonrió como si quisiera disimular el escozor del anzuelo clavado en el cielo de la boca y a continuación dijo: “Aunque don Sabino no esté, para nosotros siempre existirá; tampoco somos quién para vulnerar su inmortalidad y, mucho menos perjudicar la afluencia de visitantes a esta tierra de vino y pan llevar”. El cantinero se lo agradeció: “Así me gusta” y enseguida entonó: “O sole mío…” “O sole, o sole mío –le acompañaron a duo–, sta ‘nfronte a te, sta ‘nfronte a te!”
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Al pasar por delante de una oficina bancaria, leyó Leontief el rótulo en lo alto de un cartel anunciador, celosamente pegado al grueso vidrio, y replicó en voz alta: “Un fantasma recorre Europa y el resto del planeta: es la usura”. Vera también leyó el letrero: ”Ahorradores del mundo, veníos”. Y constató la vigencia de Marx y Engels.
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En el apeadero de Villalibre subió al tren una pareja de jóvenes de apenas dieciocho años de edad, él con una gorra colocada del revés que ponía Laser, unos pantalones vaqueros muy anchos y mal ajustados a la cintura, camiseta cenicienta y una cazadora de cuero de decimoqinta mano, y ella con media cabeza rapada al cero y la otra media con el cabello teñido con los vivos colores de los pájaros tropicales. Auparon sus mochilas al portaequipajes, se quitaron las zapatillas y se acomodaron en los asientos mascando chicle. De vez en cuando se daban un pico en los labios como dos pajaritos. Quiso el descuido y la vibración ferroviaria que de una de las mochilas mal cerradas cayese un bote metálico de esos que llaman spray sobre la testa del revisor. El hombre puso mala cara. Lógico. Sin dejar de pasarse la mano por la cabeza con el pelo en retirada para palpar el brote del chincón, examinó el spray y comprobó que contenía pintura. Era un Mega Colors de alta presión de los que utilizan los grafitteros. El hombre hizo su lectura y sacó una conclusión. Se guardó el bote en el bolsillo de su pantalón de revisor, puso voz de mando militar y ordenó a los jóvenes: “¡Quietecitos ahí!” Después giró sobre sus tacones, cerró con llave la puerta del vagón, volvió a girar, recorrió el pasillo a paso ligero, salió por la otra puerta y la bloqueó también para que nadie pudiera salir. Por fin había atrapado (o eso creía él) al comando de graffiteros que en los últimos tiempos plasmaban su arte, identidad, señas y señales (o lo que fuera) en las carrocerías de los trenes, acaso para que su obra y su marca recorrieran la geografía y surtieran efecto, estimulando a otros a seguir con la protesta (o la competencia). El tren perdió velocidad en una sucesión de curvas y entró en la siguiente estación. Instantes después apareció el revisor en compañía de dos guardias civiles para arrestar a los jóvenes. Pero los jóvenes ya no estaban allí, habían desaparecido. El revisor hizo un gesto de decepción, se pasó la mano por la cabeza y enseguida una mujer le informó de que habían saltado por la ventana. Al oírla, un guardia dijo: “Esos se perniquebraron, no andarán lejos”. El revisor preguntó a la informante: “¿Y el material?”. Se refería a las mochilas. La mujer señaló a Leontief y dijo: “Se las tiró ese señor”. Los guardias miraron al profesor y uno de ellos se acercó: “Perdone caballero, ¿ha ayudado usted a dos delincuentes a huir?” El profesor levantó la vista del libro y contestó que no le constaba que los dos jóvenes fueran delincuentes. Y enseguida añadió: “Por lo que he podido averiguar, son hijos de Muelle”.
–Muelle murió –aseguró el guardia.
–Entonces, huérfanos de Muelle –precisó el profesor. Vera Veraz anotó el nombre de “Muelle” en el apartado de anónimos raros por su insistencia en dejar su marca, un simpático muelle, en las paredes de toda la geografía ibérica.
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Llegaron a unas tierras altas y verdes, salpicadas de robles, toxos, carballos y otros árboles que con el avance de la “sociedad del conocimiento” perdieron el nombre y ahora llaman “biomasa”. De las lecturas y conocimientos previos en contraste con aquel paisaje dedujo Vera que en dos o tres horas llegarían al punto de destino y podrian hallarse ante su objetivo, pues ya estaban en “tierra mágica”. El profesor asintió y añadió que además de mágica era “lírica” aquella tierra. Y a renglón seguido emprendió un monólogo sobre la afirmación de un histório intelectual de que España era “triuna”, con una zona lírica o galaico-portuguesa; una zona dramática o central, de norte a sur, y una zona plástica o mediterránea. El intelectual se llamaba Salvador de Madariaga y se había significado por su afán de europeizar España. “Tal era su talla política y pensativa –dijo el profesor– que salió elegido diputado de la II República por esta tierra sin pisarla una sola vez para pedir el voto a sus pobladores, gente inteligente, astuta y melancólica”.
El profesor se explayó sobre el citado Madariaga y lo elogió como un hombre de Estado que de la teoría juvenil tridimensional pasó a la observación más coincidente con la realidad de que España era en realidad una nacion de naciones y profesó el federalismo. Murió en el exilio, en Francia. Tan acendrado fue su patriotismo y su amor a España –característica común de la mayoría de los exiliados durante la dictadura que se alzó sobre una montaña de muertos y arruinó el país por cuarenta años en el siglo XX– que ni un solo día dejó de pensar en España y estando ya en la última curva del camino dejó escritas unas notas sobre lo que, a su entender, podía ser la articulación del Estado español mediante un sistema de “autonomías” que reconociendo la identidad histórica de las distintas naciones peninsulares e insulares evitara la desmembración del Estado como, según pronosticó, iba a ocurrir en Yugoslavia cuando el mariscal Josip Broz, Tito, desapareciera, lo que, en efecto, ocurrió después de un baño de sangre en las salvajes guerras civiles que asolaron los Balcanes en las dos últimas décadas del siglo XX. El Estado de las Autonomías –siguió explicando el profesor– fue un bodrio que no respetó la identidad histórica de Castilla y de León, un bodrio histórico desde el conocimiento y el sentimiento histórico, aunque un bodrio útil porque sirvió para evitar la separación de otras naciones históricas como Catalunya, Euskalerría y Galiza. Y también sirvió para evitar los recelos y agravios de los demás pobladores, sobre todo, andaluces, extremeños, manchegos, aragoneses y de otras zonas. ¿No sé si me entiendes? Vera asintió: “Te entiendo, Leo; entiendo que el bodrio aplastó a leoneses y castellanos”. El profesor movió levemente la cabeza y dijo: “Más o menos”. A continuación añadió: “Aquel intelectual, el federalista Madariaga dibujó en 1969 el mapa de lo que a su modo de ver debía ser el Estado autonomico en España. ¿Y sabes qué? Que al final su dibujo coincidió, extrañamente, con el mapa autonómico recogido en la Constitucion de 1978”.
–Rara coincidencia –dijo Vera.
–O inspiración de políticos –dijo el profesor.
–Supongo que tiene que haber gente así –dijo Vera.
–Si, ”hay gente pa tó”, que diría Belmonte cuando le presentaron al filósofo José Ortega y Gasset –dijo el profesor antes de recomendarle que leyera la biografía que del torero Belmonte escribió el periodista Manuel Chaves Nogales.
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Sin tiempo para reflexionar sobre los raros fenómenos providenciales, como el referido por el profesor, se halló Vera ante don Tancredo Muerto, personaje de luenga y guedeja barba, mirada de miope a través de unas antiparras con la montura de pasta, piel cobriza y oxidada, más flaco que Valle Inclán.
–Debemos entender que don Tancredo duró poco.
–Muy poco –dijo don Tancredo Muerto.
–¿Cuánto?
–Lo que duran los gorriones.
–¿Cuánto es eso?
–Una década, año arriba, año abajo.
–No está mal –afirmó Vera Veraz–. ¿Y de qué murió?
–Las mujeres…
–¿Lo dejó por las mujeres?
–Lo mataron las mujeres.
–¿Cómo fue eso?
–Terrible, fue terrible.
–¿Me lo puede contar?
–¿Y para qué quiere saberlo?
–Para escribirlo…
–¡Qué escribirlo ni escribirlo! Eso ya lo hizo un tal Hemingway.
–E incluirlo en el estudio sobre…
–Qué incluirlo…
–No me interrumpa, por favor. –le rogó Vera.
–No me interrumpa usted cuando la estoy interrumpiendo… ¡Ni incluirlo ni nada que se le parezca, ¿estamos?!
Vera asintió con un mohín de decepción y apagó la grabadora de imagen y sonido con la que solía recoger los testimonios de los humanes, dispuesta a dejar a aquel don Tancredo Muerto con sus malas pulgas y a salir cuanto antes de aquella casa alejada del último núcleo urbano y plantada junto a un acantilado. En ese momento, una voz que procedía del piso superior interpeló a su interlocutor: “¿A quién riñes, Tancredo?”
–Me están haciendo una interviú –contestó. Luego añadió en tono cordial–: Usted disculpe, señorita; ya comprenderá que soy inclasificable.
–Como algunos de su clase –dijo Vera para chincarle. El viejo aguantó el puyazo y Vera lo interpretó como un signo positivo y decidió explicarle su tarea científica relacionada con la verificación de las más singulares rarezar humanas como aquella de permanecer impávido…
Don Tancredo Muerto soltó una carcajada de las que espantan palomas.
–¿He dicho algo gracioso?
–Impávido… ¿Sabe usted, criatura, lo que es impávido?
–Dícese del que no expresa emoción ni responde a los estímulos sensitivos, según creo.
–Ya veo que no lo sabe; es un asqueroso juego de mafiosos; si quiere, se lo cuento.
–No lo hagas –dijo el viejo de arriba, bajando por la escalera de tablas gimientes. Don Tancredo se lo presentó como el amigo Johannes Tellefsen, un noruego grande con un cabezón enorme.
–Llámeme Super –dijo.
–¿Super… qué?
–Super Viviente.
–Tanto gusto, don Super Viviente. ¿Por no quiere que me cuente ese juego?
–Es asqueroso y machista –dijo el noruego elevando con dificultad su cabezota de girasol agostado.
–Tanto da –dijo Vera–. Cuéntemelo –añadio mirando a don Tancredo.
–Ya digo que lo practican mucho los mafiosos y algunos de esos que aquí llaman empresarios, individuos sin escrúpulos. Se juntan a cenar y a los postres de la cuchipanda llaman a las señoritas putas, las meten debajo la mesa y juegan al impávido propiamente dicho. Las chicas hacen su trabajo de fondo en las braguetas de esos cabrones, y el primero que rompe la impavidez, pierde y paga la comilona y las putas. ¿Qué le parece?
–Harto lamentable.
La conversación derivó hacia los abusos de palabra y obra sobre las mujeres. En la católica España caían asesinadas unas cincuenta mujeres al año. Las mataban los maridos, los novios, los compañeros sentimentales. ¿Qué sentimientos eran esos? Durante las décadas de dictadura, atraso y burricie predominó el lema: “La maté porque era mía”, y la justicia, aun siendo ciega, miró para otro lado. Y al no ser sorda, la justicia, escuchó el vocablo “pasional” de aquellos crímenes y atemperó el castigo de los criminales, equiparándolo en muchos casos con los correspondientes a las faltas leves. Todavía hoy el lenguaje sigue infestado de expresiones campanudas como “cojonudo” por bueno y valeroso y “coñazo” por negativo y empalagoso. La temática animó a Vera a volver a la carga.
–¿Y dice usted que a don Tancredo le mataron las mujeres?
–Más o menos –reafirmó éste.
–Las odiará, supongo.
–En absoluto.
–¿No les guarda rencor?
–Ni una chispa, nada. Yo las amo, son lo mejor de la vida, lo mejor del mundo, sin ellas no habría mundo.
–Pero lo mataron, ¿no?
–Correcto. ¿Por qué cree usted, criatura, que me llaman Muerto, don Tancredo Muerto?
–Porque lo mataron, claro.
–Correcto. Pero lo mismo que le digo eso, también le digo otra cosa: a lo mejor me libraron de la muerte.
–No le entiendo.
–Quiero decir que al quitarme de en medio, ¿quien sabe si no impidieron que un toro me atropellara, me corneara y me ultimara de mala manera?
–Entonces, ¿cómo debo interpretarlo? –insistió Vera.
–Yo diría que fue un crimen de lesa igualdad –terció don Super Viviente.
–Correcto. Anda, cuéntaselo tú –dijo don Tancredo.
El noruego no había dejado de mirar a Vera de reojo y depositó el lapicero y el cuaderno de láminas en una silla de culo de paja para poder hablar con las manos y la boca al mismo tiempo. Luego principió:
–Mi amigo Tancredo es el primero de España y del mundo entero en mantenerse quieto, clavado en el ruedo, desde que sale el toro bravo hasta que termina la lidia y lo arrastran las mulillas. Su éxito es grande, grandísimo. El público enloquece de temor y pavor. Su fama se expande por las ondas hertzianas y en todos los sitios reclaman su presencia.
–Correcto.
–Su cotización aumenta, gana mucho dinero, amasa una fortuna.
–Exacto.
–Pero ya sabe usted lo que pasa con estas cosas.
–¿Qué pasa?
–Que enseguida se despierta la jodida ambición y aparecen imitadores en todas partes. La inflación de don tancredos aumenta de un modo proporcional a la caída de la bolsa. Hay gente dispuesta a morir por cuatro duros, y lo que es peor, algunos mueren y raro es el que no acaba en la enfermería por no pintarse debidamente de cal, aunque lo más grave no es la competencia de los incompetentes; lo más grave es que algunos tancredos son mujeres disfrazadas de hombres. Ahí se jodió todo. Las autoridades dijeron que eso sí que no y cortaron por lo sano y prohibieron los tancredos.
–Correcto –dijo don Tancredo Muerto.