Archivo por meses: agosto 2015

Ensayo sobre la Rareza (Del 26 al 30)

Torre romántica y digna residencia de personajes como Sabino Ordás y don  Tancredo Muerto
Torre romántica y digna residencia de personajes como Sabino Ordás y don Tancredo Muerto

Por KEY GOOD

26

Tenía Vera Veraz verdadera curiosidad por conocer a un personaje legendario, un trasterrado de vuelta a este país, del que había oído hablar en una tertulia de literatos y había leído un artículo en un periódico de papel. Le llamaban don Sabino y aseguraban que residía en una localidad llamada Ardón, no lejos de la capital de provincia a la que esperaban llegar al mediodía. Aunque se hablaba mucho de aquel don Sabino Ordás, pocos, muy pocos, le habían visto. Ni siquiera una licenciada de la Universidad de Salamanca, la más antigua y renombrada de España, que realizó su tesis doctoral sobre la vida y la obra literaria y filosófica de aquel eminente contemporáneo había podido hablar con él. Eso le parecía a Vera raro de verdad y estimulaba su curiosidad. ¿Quién, por importante que sea y ocupado que esté se puede negar a una una conversación con una estudiosa de su vida y obra? “Lo cierto es –le aseguró la doctorada– que durante medio año le llamé por teléfono cada semana para que me recibiera una hora con el fin de resolver algunas dudas y vadear algunas lagunas, y nunca accedió a una entrevista conmigo. Unas veces estaba constipado y otras indispuesto”.

–También le podías haber consultado por teléfono.

–Que te crees tu eso… Nunca se ponía al aparato.

–¿Y con quién hablabas?

–Con una mujer que decía ser su asistente y secretaria.

–Bueno, podías haber ido a verle sin aviso previo –sopesó Vera.

–Lo hice, pero no dio resultado; no le pude ver. La celosa secretaria, una mujer mayor que vestía de negro y se cubría la cabeza con un pañuelo negro atado al cuello, me dio con la puerta en las narices después de recomendarme con sus ladridos de mastín que me largara de allí y no volviera a molestar al señor ni en persona ni por teléfono… Figúrate las malas pulgas de la doña.

–Me hago cargo: no era molestable –dijo Vera.

–Le envié una invitación por si deseaba asistir a la exposición y defensa de mi tesis.

–¿Y?

–No apareció.

–Puede que tenga la cara o el cuerpo deforme como un monstruo.

–¡Qué va! Dicen que es un viejo de lo más normal, que sale a pasear con un cachorro de Berdulia, la perra más promiscua del lugar, y que gusta platicar con un guardia civil comunista y que se cura los constipados con unos suculentos asados de ancas de ranas rociadas con miel que le prepara una vecina muy religiosa a la que resolvió un dilema.

–¿Qué dilema? –se interesó Vera.

–De si las ranas son carne o pescado. Él le dijo que pescado, perfectamente comestible en Cuaresma sin contravenir las normas de la Santa Madre Iglesia ni perder las indulgencias plenarias.

–Por cierto, ¿cómo te salió la tesis?

–Muy bien: sobresaliente cum laude.

–Enhorabuena –la felicitó Vera.

Mientras recordaba la conversación con la especialista en el eminente personaje, el tren paró en una estación cuyo nombre podía ser Orejudo y entre los nuevos viajeros subieron dos mujeres tan gruesas que a duras penas cabían por el pasillo entre los escañiles. La de mayor edad era la más gorda y la más torpe. Las carnes se le derramaban por todas las partes del cuerpo. Se movía con gran dificultad y la joven la empujaba y gobernaba para que avanzase de costado. Se sentaron y en un instante prorrumpieron en un concierto de pedos que ahuyentó primero a los viajeros más cercanos y acabó vaciando el vagón. “¡Madre…, que cuescos!”, salió alarmada una muchacha. Leontief aprovechó la presencia del revisor para rogarle: “¿Podría usted, por favor, abrir alguna ventanilla del vagón para que no tengamos desgracia que lamentar por la acumulación de gas metano?” El revisor le contestó que no era posible en estos coches encapsulados de ahora, se asomó al vagón, dio media vuelta, cerró la portañuela, se encogió de hombros y regresó sobre sus pasos.

Antes de llegar a la villa de Ardón repasó Vera algunas referencias sobre el eminente desexiliado don Sabino Ordás. Unas aludían a su entorno actual y otras podían venir al caso para estimular la conversación que esperaba entablar con él. Para llegar a él y persuadirle de que la recibiera podía apelar a Saturnino Plata, agricultor y convecino, propietario de una cueva del vino. Este Plata era fácil de identificar por su corpulencia, que le valía el apodo de Platón. Luego estaba el vinatero Hilario, hombre amable y ameno; también, don Facundo Madruga, contertulio y buen amigo del filósofo y escritor; doña Chon Orallo, la piadosa vecina, excelente cocinera y cuyas ancas de rana, calificadas por Agustín García Calvo como “dignas del Altísimo”, le fortalecían y ayudaban contra gripes y constipados; Manuel Rodríguez, un cabo de la Guardia Civil con el que decían que el desexiliado echaba largos párrafos desde su regreso a España y que probablemente tuviera la misión de informar al gobernador sobre sus actividades, no fuera el diablo… Y también Filín, hijo del cantinero de Ardón. Y si había suerte, el maestro jubileta al que llamaban don Pedro. Digo “suerte” porque desvivía en una residencia de ancianos en la capital y aunque solía desplazarse a visitarle todas las tardes en un ciclomotor debidamente acondicionado con parabrisas, manguitos y gualdrapas contra las inclemencias meteorológicas, algunas veces le fallaba el motor.

Otras referencias le servirían, según pensó, para tirar del hilo de la conversación, comenzando por Hemingway: pescaron truchas y salmones a mano, en la primavera de 1947, durante unas vacaciones canadienses que fueron narradas por Steven Fitzpatrick en un artículo que le hizo ganar el Premio Pulitzer al año siguiente. Y siguiendo por Manuel Andujar, un hombre muy bueno, que ayudó desde su puesto de mando en un suplemento literario de un gran periódico mexicano a muchísimos literatos españoles trasterrados, y que profesó gran cariño y admiración a don Sabino, con el que cultivó una larguísima amistad marcada por los intermitentes desplazamientos de éste desde California al México DF. También le podía mencionar a Román Jakobson, el estructuralista al que el maestro de Ardón invitó a impartir un curso en Salt Lake, y a Bernard Malamud, el gran escritor del llamado “renacimiento judío” de la novela norteamericana, y a quien conoció en los Encuentros de la Universidad de Salt Lake. Malamud quedó muy impresionado por Ordás y le dedicó su libro “Idiots Fist”. Las referencias literarias, cinematográficas, científicas y hasta políticas de las que Vera Veraz iba pertrechada eran abundantísimas y tan auténticas como la amistad con Federico García Lorca, Luis Cernuda, Alejo Carpentier, Saul Bellow, Max Aub, Arturito Barea, Andrés Carranque de los Ríos, Arturo Morí, Ricardo Gullón, Anselmo Carretero y Jiménez, Luis Buñuel, Pompeu Fabra, Buenaventura Durruti, Pablo Picasso, María Zambrano, Gonzalo Sobejano y hasta Miguel de Unamuno, con el que hizo una excursión a Alba de Tormes, según las referencias que sobre la relación de don Sabino con el atormentado filósofo del dolor del alma había obtenido en una de esas revista de “gran impacto” científico que casi nadie conoce y muy pocos leen. En la relación de relaciones del eminente personaje no podía olvidar a Paulino Masip, cuya novela Diario de Hamlet García fue considerada uno de los mejores relatos en lengua castellana del segundo tercio del siglo XX,ni mucho menos a Truman Capote, con cuya hermana Leia mantenía don Sabino una larga relación epistolar. Capote iba diciendo a los amigos de Nueva York que Ordás había regresado a España y que vivía en “un lugar imaginario, jamás nombrado en ningún mapa”. Se nota que conocía el deseo de sabio de Ardón de no ser molestado.

La localidad de Ardón era un lugar tranquilo y llano, rodeado de arcillosas tierras de labranza en las que jaspeaban algunos viñedos con cepas de poca altura y se alzaban maizales, girasoles y cereales en parcelas de regadío. Leontief admiró un área de ondulados montículos. Bajo aquellos gibas del terreno, los lugareños conservaban unas cuevas excavadas por sus antepasados para fermentar el mosto de la uva y custodiar el vino en grandes cubas. Era como si las personas hubieran aprendido de los conejos, dijo el profesor. O de las hormigas, dijo Vera. Casi todas las familias con raíces en el pueblo tenían su “bodega”, pues así llamaban a aquellos agujeros en los que se guarecían de la canícula veraniega y de la friura invernal y celebraban largas meriendas a base de tomates, chorizo, jamón y vino de las cubas. El nombre le venía, al pueblo, de un rey visigodo que sucedió a Aguila II y reinó entre el 712 y el 720 de nuestra era. Leontief elogió ante Vera la arquitectura de adobe y consideró contrario a la armonía natural el zarpado de la fiera de la moderna construcción vertical. Ya en el casco urbano admiraron la rotunda firmeza del edificio más sólido y monumental, a prueba de inundaciones, o sea, la iglesia parroquial, y se encaminaron hacia la taberna de Hilario a tirar del hilo y degustar el vino. Les atendió un mozalbete con gesto de estar a disgusto en este mundo. Les puso dos copas de vino de la tierra. Vera le preguntó por don Sabino y él contestó sin mirarla siquiera: “Pregunten a mi padre”, y se sentó en lo alto de un arcón a seguir leyendo una novela de Coetzee. Vera dedujo en voz alta: “Tu debes ser Filín”, y el joven asintió sin levantar la vista del libro. Era como si aquel homínido –se dijo Vera– no hubiese alcanzado la capacidad del homo sapiens de mirar y admirar la belleza femenina. “Entonces –añadió– nos podrás indicar el domicilio de don Sabino”. El joven negó con la testa. “Este es más raro que las montañas de Holanda”, dijo el profesor con la copa de clarete en una mano, caminando hacia la puerta del establecimiento a ver la calle. Poco después entró un hombre con un saco de patatas y otro de cebollas a la espalda, cantando un aria de la Traviata de Verdi como un Alfredo Kraus cualquiera. Bajo el peso de los tubérculos miró de abajo arriba a Vera. “Enseguida estoy con ustedes”, dijo cuando ella le preguntó a modo de descubrimiento: “¿El señor Hilario, verdad?” Tomaron el vino a palo seco, sentados en unas sillas de plástico ante una de las mesas, también de plástico, que había en la entrada de la cantina, y cuando apareció aquel Hilario, le solicitaron más vino y unas porciones de tortilla de patatas, especialidad de la casa, a las que llamaban “pinchos”.

–Pues sí, ahí anda el hombre –dijo Hilario en alusión a don Sabino–. Que ¿qué tal marcha dicen ustedes? Pues como siempre, marchar marcha como siempre –añadió el tabernero antes de alzar la voz y ordenar a un vecino que se acercara: “¡Madruga, ven p’acá!” El vecino certificó que la salud del sabio era excelente y aseguró que disponía del último grito tecnológico, una computadora u ordenador o como le digan. Él mismo había visto con sus ojos cómo la descargaban de una furgoneta que venía de la capital y se la entraban en casa. “Se ve que con esos inventos modernos le sacan más rendimiento a la producción humana y tengo p’amí que hasta la fuerzan y todo esos pirañas de las editoriales”.

Madruga miró a la señorita y al cantinero y soltó una risita al despedirse y seguir camino de sus quehaceres. Vera se quiso cerciorar:

–Así pues, no está tan delicado de salud como tengo entendido.

–Pues no, lo que es delicado no está.

–Se ve que las ancas de rana hacen milagros.

–Ya lo creo.

–Tengo entendido que viene mucha gente a visitarle.

–Más de la que él quisiera –dijo Hilario.

–Gente ilustre –me refiero.

–Ya lo creo. Ayer, sin ir más lejos, anduvo por aquí un periodista muy nombrado, don Jorge Bezares, ¿le suena? –Vera asintió–; venía de Cádiz con su esposa, Mari Carmen, y tres mozos a cual más guapo. Y el día anterior vinieron unos extranjeros. De Holanda me parecieron a mí. Y ingleses también vienen muchos y hasta de los Estados Unidos y todo. Es lógico. Estuvo tantos años por allá.

El cantinero era hombre locuaz y agradable y sentía orgulloso del sabio o, como decían ahora, del “intelectual” de bien ganada fama, no solo en el mundo hispano sino también anglosajón y hasta germano, pues, aunque ese día él estaba de compras en la capital y no le pudo ver, hasta el mismísimo Gunter Grass había estado por allí.

–De mal carácter, nada –aseguró en respuesta a Vera–. Hombre, lo que pasa es que es crítico con la mugre. ¿Cómo no va a serlo? Usted considere que han sido décadas de mierda, de mucho estiércol, ¿no sé si me entienden? Ríanse ustedes de los establos de Aurgías… Ni con todo el agua del Sil, el Esla –que por ahí pasa–, el Duero, el Tajo, el Ebro, el Guadiana y el Guadalquivir limpiamos este país.

Dicho eso, añadió vino a su copa y a la de los visitantes y en respuesta a Vera Veraz negó que don Sabino rechazara las visitas:

–Hombre, lo que pasa es que le hacen perder mucho tiempo y claro, eso repercute en la producción del pensamiento, y quien dice pensamiento, dice también del estudio del chino, porque anda aprendiendo el chino mandarín.

–¿A sus años?

–Ya lo creo.

–¿Qué edad tiene? –se interesó el profesor.

–¡Uf..! Pongamos que es inmortal –dijo el cantinero.

–¿Entonces no rechaza las visitas? –le preguntó Vera.

–Quien haya dicho eso miente como un bellaco. ¿Cómo va a rechazar visitantes tan ilustres como los que por aquí se acercan? No digo yo que no se haya negado a conversar con algún mugroso de la vieja corte y el roñoso pesebre del dictador que se murió, tíos desalmados, plagiarios, aprovechados, censores, represores, mediocres y hasta chivatos sin escrúpulos. Pero quitando eso, todo el mundo es bienvenido y bien recibido. Pregunten si no a los buenos narradores de estas tierras, a sus amigos Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio… ¡Un trio de aupa! O a ese periodista gordito, Dámaso Santos, que aun siendo lo que su apellido dice, no deja de ser un buen enredador.

–¿Tendría usted inconveniente en acompañarnos a su domicilio y presentarnos a don Sabino?

Se quedó el cantinero en silencio como si tuviera que meditar la petición de la hermosa Vera, acercó la copa de vino a los labios, bebió, se aclaró la garganta con un leve carraspeo. A continuación miró con franqueza al profesor Leontief, esbozó una sonrisa y le preguntó:

–¿Usted también cree o está en el misterio?

–Cosas más raras se han visto –se justificó Leontief mirando a Vera Veraz. Ella sonrió como si quisiera disimular el escozor del anzuelo clavado en el cielo de la boca y a continuación dijo: “Aunque don Sabino no esté, para nosotros siempre existirá; tampoco somos quién para vulnerar su inmortalidad y, mucho menos perjudicar la afluencia de visitantes a esta tierra de vino y pan llevar”. El cantinero se lo agradeció: “Así me gusta” y enseguida entonó: “O sole mío…” “O sole, o sole mío –le acompañaron a duo–, sta ‘nfronte a te, sta ‘nfronte a te!”

27

Al pasar por delante de una oficina bancaria, leyó Leontief el rótulo en lo alto de un cartel anunciador, celosamente pegado al grueso vidrio, y replicó en voz alta: “Un fantasma recorre Europa y el resto del planeta: es la usura”. Vera también leyó el letrero: ”Ahorradores del mundo, veníos”. Y constató la vigencia de Marx y Engels.

28

En el apeadero de Villalibre subió al tren una pareja de jóvenes de apenas dieciocho años de edad, él con una gorra colocada del revés que ponía Laser, unos pantalones vaqueros muy anchos y mal ajustados a la cintura, camiseta cenicienta y una cazadora de cuero de decimoqinta mano, y ella con media cabeza rapada al cero y la otra media con el cabello teñido con los vivos colores de los pájaros tropicales. Auparon sus mochilas al portaequipajes, se quitaron las zapatillas y se acomodaron en los asientos mascando chicle. De vez en cuando se daban un pico en los labios como dos pajaritos. Quiso el descuido y la vibración ferroviaria que de una de las mochilas mal cerradas cayese un bote metálico de esos que llaman spray sobre la testa del revisor. El hombre puso mala cara. Lógico. Sin dejar de pasarse la mano por la cabeza con el pelo en retirada para palpar el brote del chincón, examinó el spray y comprobó que contenía pintura. Era un Mega Colors de alta presión de los que utilizan los grafitteros. El hombre hizo su lectura y sacó una conclusión. Se guardó el bote en el bolsillo de su pantalón de revisor, puso voz de mando militar y ordenó a los jóvenes: “¡Quietecitos ahí!” Después giró sobre sus tacones, cerró con llave la puerta del vagón, volvió a girar, recorrió el pasillo a paso ligero, salió por la otra puerta y la bloqueó también para que nadie pudiera salir. Por fin había atrapado (o eso creía él) al comando de graffiteros que en los últimos tiempos plasmaban su arte, identidad, señas y señales (o lo que fuera) en las carrocerías de los trenes, acaso para que su obra y su marca recorrieran la geografía y surtieran efecto, estimulando a otros a seguir con la protesta (o la competencia). El tren perdió velocidad en una sucesión de curvas y entró en la siguiente estación. Instantes después apareció el revisor en compañía de dos guardias civiles para arrestar a los jóvenes. Pero los jóvenes ya no estaban allí, habían desaparecido. El revisor hizo un gesto de decepción, se pasó la mano por la cabeza y enseguida una mujer le informó de que habían saltado por la ventana. Al oírla, un guardia dijo: “Esos se perniquebraron, no andarán lejos”. El revisor preguntó a la informante: “¿Y el material?”. Se refería a las mochilas. La mujer señaló a Leontief y dijo: “Se las tiró ese señor”. Los guardias miraron al profesor y uno de ellos se acercó: “Perdone caballero, ¿ha ayudado usted a dos delincuentes a huir?” El profesor levantó la vista del libro y contestó que no le constaba que los dos jóvenes fueran delincuentes. Y enseguida añadió: “Por lo que he podido averiguar, son hijos de Muelle”.

–Muelle murió –aseguró el guardia.

–Entonces, huérfanos de Muelle –precisó el profesor. Vera Veraz anotó el nombre de “Muelle” en el apartado de anónimos raros por su insistencia en dejar su marca, un simpático muelle, en las paredes de toda la geografía ibérica.

29

Llegaron a unas tierras altas y verdes, salpicadas de robles, toxos, carballos y otros árboles que con el avance de la “sociedad del conocimiento” perdieron el nombre y ahora llaman “biomasa”. De las lecturas y conocimientos previos en contraste con aquel paisaje dedujo Vera que en dos o tres horas llegarían al punto de destino y podrian hallarse ante su objetivo, pues ya estaban en “tierra mágica”. El profesor asintió y añadió que además de mágica era “lírica” aquella tierra. Y a renglón seguido emprendió un monólogo sobre la afirmación de un histório intelectual de que España era “triuna”, con una zona lírica o galaico-portuguesa; una zona dramática o central, de norte a sur, y una zona plástica o mediterránea. El intelectual se llamaba Salvador de Madariaga y se había significado por su afán de europeizar España. “Tal era su talla política y pensativa –dijo el profesor– que salió elegido diputado de la II República por esta tierra sin pisarla una sola vez para pedir el voto a sus pobladores, gente inteligente, astuta y melancólica”.

El profesor se explayó sobre el citado Madariaga y lo elogió como un hombre de Estado que de la teoría juvenil tridimensional pasó a la observación más coincidente con la realidad de que España era en realidad una nacion de naciones y profesó el federalismo. Murió en el exilio, en Francia. Tan acendrado fue su patriotismo y su amor a España –característica común de la mayoría de los exiliados durante la dictadura que se alzó sobre una montaña de muertos y arruinó el país por cuarenta años en el siglo XX– que ni un solo día dejó de pensar en España y estando ya en la última curva del camino dejó escritas unas notas sobre lo que, a su entender, podía ser la articulación del Estado español mediante un sistema de “autonomías” que reconociendo la identidad histórica de las distintas naciones peninsulares e insulares evitara la desmembración del Estado como, según pronosticó, iba a ocurrir en Yugoslavia cuando el mariscal Josip Broz, Tito, desapareciera, lo que, en efecto, ocurrió después de un baño de sangre en las salvajes guerras civiles que asolaron los Balcanes en las dos últimas décadas del siglo XX. El Estado de las Autonomías –siguió explicando el profesor– fue un bodrio que no respetó la identidad histórica de Castilla y de León, un bodrio histórico desde el conocimiento y el sentimiento histórico, aunque un bodrio útil porque sirvió para evitar la separación de otras naciones históricas como Catalunya, Euskalerría y Galiza. Y también sirvió para evitar los recelos y agravios de los demás pobladores, sobre todo, andaluces, extremeños, manchegos, aragoneses y de otras zonas. ¿No sé si me entiendes? Vera asintió: “Te entiendo, Leo; entiendo que el bodrio aplastó a leoneses y castellanos”. El profesor movió levemente la cabeza y dijo: “Más o menos”. A continuación añadió: “Aquel intelectual, el federalista Madariaga dibujó en 1969 el mapa de lo que a su modo de ver debía ser el Estado autonomico en España. ¿Y sabes qué? Que al final su dibujo coincidió, extrañamente, con el mapa autonómico recogido en la Constitucion de 1978”.

–Rara coincidencia –dijo Vera.

–O inspiración de políticos –dijo el profesor.

–Supongo que tiene que haber gente así –dijo Vera.

–Si, ”hay gente pa tó”, que diría Belmonte cuando le presentaron al filósofo José Ortega y Gasset –dijo el profesor antes de recomendarle que leyera la biografía que del torero Belmonte escribió el periodista Manuel Chaves Nogales.

30

Sin tiempo para reflexionar sobre los raros fenómenos providenciales, como el referido por el profesor, se halló Vera ante don Tancredo Muerto, personaje de luenga y guedeja barba, mirada de miope a través de unas antiparras con la montura de pasta, piel cobriza y oxidada, más flaco que Valle Inclán.

–Debemos entender que don Tancredo duró poco.

–Muy poco –dijo don Tancredo Muerto.

–¿Cuánto?

–Lo que duran los gorriones.

–¿Cuánto es eso?

–Una década, año arriba, año abajo.

–No está mal –afirmó Vera Veraz–. ¿Y de qué murió?

–Las mujeres…

–¿Lo dejó por las mujeres?

–Lo mataron las mujeres.

–¿Cómo fue eso?

–Terrible, fue terrible.

–¿Me lo puede contar?

–¿Y para qué quiere saberlo?

–Para escribirlo…

–¡Qué escribirlo ni escribirlo! Eso ya lo hizo un tal Hemingway.

–E incluirlo en el estudio sobre…

–Qué incluirlo…

–No me interrumpa, por favor. –le rogó Vera.

–No me interrumpa usted cuando la estoy interrumpiendo… ¡Ni incluirlo ni nada que se le parezca, ¿estamos?!

Vera asintió con un mohín de decepción y apagó la grabadora de imagen y sonido con la que solía recoger los testimonios de los humanes, dispuesta a dejar a aquel don Tancredo Muerto con sus malas pulgas y a salir cuanto antes de aquella casa alejada del último núcleo urbano y plantada junto a un acantilado. En ese momento, una voz que procedía del piso superior interpeló a su interlocutor: “¿A quién riñes, Tancredo?”

–Me están haciendo una interviú –contestó. Luego añadió en tono cordial–: Usted disculpe, señorita; ya comprenderá que soy inclasificable.

–Como algunos de su clase –dijo Vera para chincarle. El viejo aguantó el puyazo y Vera lo interpretó como un signo positivo y decidió explicarle su tarea científica relacionada con la verificación de las más singulares rarezar humanas como aquella de permanecer impávido…

Don Tancredo Muerto soltó una carcajada de las que espantan palomas.

–¿He dicho algo gracioso?

–Impávido… ¿Sabe usted, criatura, lo que es impávido?

–Dícese del que no expresa emoción ni responde a los estímulos sensitivos, según creo.

–Ya veo que no lo sabe; es un asqueroso juego de mafiosos; si quiere, se lo cuento.

–No lo hagas –dijo el viejo de arriba, bajando por la escalera de tablas gimientes. Don Tancredo se lo presentó como el amigo Johannes Tellefsen, un noruego grande con un cabezón enorme.

–Llámeme Super –dijo.

–¿Super… qué?

–Super Viviente.

–Tanto gusto, don Super Viviente. ¿Por no quiere que me cuente ese juego?

–Es asqueroso y machista –dijo el noruego elevando con dificultad su cabezota de girasol agostado.

–Tanto da –dijo Vera–. Cuéntemelo –añadio mirando a don Tancredo.

–Ya digo que lo practican mucho los mafiosos y algunos de esos que aquí llaman empresarios, individuos sin escrúpulos. Se juntan a cenar y a los postres de la cuchipanda llaman a las señoritas putas, las meten debajo la mesa y juegan al impávido propiamente dicho. Las chicas hacen su trabajo de fondo en las braguetas de esos cabrones, y el primero que rompe la impavidez, pierde y paga la comilona y las putas. ¿Qué le parece?

–Harto lamentable.

La conversación derivó hacia los abusos de palabra y obra sobre las mujeres. En la católica España caían asesinadas unas cincuenta mujeres al año. Las mataban los maridos, los novios, los compañeros sentimentales. ¿Qué sentimientos eran esos? Durante las décadas de dictadura, atraso y burricie predominó el lema: “La maté porque era mía”, y la justicia, aun siendo ciega, miró para otro lado. Y al no ser sorda, la justicia, escuchó el vocablo “pasional” de aquellos crímenes y atemperó el castigo de los criminales, equiparándolo en muchos casos con los correspondientes a las faltas leves. Todavía hoy el lenguaje sigue infestado de expresiones campanudas como “cojonudo” por bueno y valeroso y “coñazo” por negativo y empalagoso. La temática animó a Vera a volver a la carga.

–¿Y dice usted que a don Tancredo le mataron las mujeres?

–Más o menos –reafirmó éste.

–Las odiará, supongo.

–En absoluto.

–¿No les guarda rencor?

–Ni una chispa, nada. Yo las amo, son lo mejor de la vida, lo mejor del mundo, sin ellas no habría mundo.

–Pero lo mataron, ¿no?

–Correcto. ¿Por qué cree usted, criatura, que me llaman Muerto, don Tancredo Muerto?

–Porque lo mataron, claro.

–Correcto. Pero lo mismo que le digo eso, también le digo otra cosa: a lo mejor me libraron de la muerte.

–No le entiendo.

–Quiero decir que al quitarme de en medio, ¿quien sabe si no impidieron que un toro me atropellara, me corneara y me ultimara de mala manera?

–Entonces, ¿cómo debo interpretarlo? –insistió Vera.

–Yo diría que fue un crimen de lesa igualdad –terció don Super Viviente.

–Correcto. Anda, cuéntaselo tú –dijo don Tancredo.

El noruego no había dejado de mirar a Vera de reojo y depositó el lapicero y el cuaderno de láminas en una silla de culo de paja para poder hablar con las manos y la boca al mismo tiempo. Luego principió:

–Mi amigo Tancredo es el primero de España y del mundo entero en mantenerse quieto, clavado en el ruedo, desde que sale el toro bravo hasta que termina la lidia y lo arrastran las mulillas. Su éxito es grande, grandísimo. El público enloquece de temor y pavor. Su fama se expande por las ondas hertzianas y en todos los sitios reclaman su presencia.

–Correcto.

–Su cotización aumenta, gana mucho dinero, amasa una fortuna.

–Exacto.

–Pero ya sabe usted lo que pasa con estas cosas.

–¿Qué pasa?

–Que enseguida se despierta la jodida ambición y aparecen imitadores en todas partes. La inflación de don tancredos aumenta de un modo proporcional a la caída de la bolsa. Hay gente dispuesta a morir por cuatro duros, y lo que es peor, algunos mueren y raro es el que no acaba en la enfermería por no pintarse debidamente de cal, aunque lo más grave no es la competencia de los incompetentes; lo más grave es que algunos tancredos son mujeres disfrazadas de hombres. Ahí se jodió todo. Las autoridades dijeron que eso sí que no y cortaron por lo sano y prohibieron los tancredos.

–Correcto –dijo don Tancredo Muerto.

 

 

Ensayo sobre la Rareza (Del 21 al 25)

 

Acampada 15M en la Puerta del Sol
Acampada 15M en la Puerta del Sol

Por KEY GOOD

21

Muchas, varias y variadas razones de admiración halló Vera Veraz en la lectura de los libros que el jugador conjugador le regaló. Aquel tipo sentía pasión por los lemas comerciales y políticos. Se diría que era un cazador de lemas. De la eclosión de Mayo del 68, cuando en París y en muchas otras ciudades de Francia, y también de México, los jóvenes salieron del cascarón y ocuparon las calles contra la guerra y la mierda del capital, volaron consignas como la imaginación al poder, bajo los adoquines está la playa y muchas otras sobre la utopía al alcance de la mano. Revolotearon libres como mariposas, pero enseguida fueron atrapadas por un ejército de cazadores con munición a cuenta de la industria, el comercio y la política.

Pasó el tiempo y se registraron otras revueltas. De la explosión de indignación contra los sátrapas de varios países del norte de África, Siria y la Península Arábiga, en la primera década del siglo XXI, quedó la sangre derramada por las decenas de miles personas y la asociación de dos sustantivos, primavera árabe, en competencia con el lema de unos grandes almacenes.

Pasó el tiempo, poco tiempo, y en la primavera de 2011 estalló en España la ola de indignación de la juventud por la falta de empleo, pan, techo y futuro, debido a la supeditación de los políticos y gobernantes a los intereses de los especuladores financieros que arramblaban con todo lo que tenía algún valor, incluida el agua que bajaba por las ramblas, el viento que soplaba y el sol que calentaba. Los jovenes españoles eran listos, habían estudiado, estaban bien preparados y en vez de bautizar la protesta con una asociación de palabras que pudiera ser explotada por el sistema económico dominante, utilizaron dos números y una letra: “15M”. Todos conocían su significado: 15 de mayo, fiesta del Isidro y día de la decisión de acampar en la Puerta del Sol, la plaza principal de la capital del Reino y kilómetro cero de España. Ningún publicista osó utilizar aquel 15M como hicieron con la foto del Che Guevara que tomó en 1960 Alberto Díaz Korda durante el entierro de las víctimas de la explosión de un buque fondeado en La Habana. La foto «no fue concebida, sino intuida», dijo una vez Korda.

En este punto se quedó Vera pensando y al comprobar que el profesor seguía el vuelo de una avispa que insistía en cruzar la ventanilla del tren, le preguntó si algún lema de los que iba a enunciar serviría de gancho comercial. Leontief aceptó el juego y dijo: “Dispara”.

–No estamos de paseo, estamos de cabreo.

–Zapatillas duras que provocan rozadoras –dijo el profesor.

–No es una crisis, es una estafa

–Con una flecha hacia la tienda de al lado.

–De norte a sur, de este a oeste, la lucha sigue cueste lo que cueste.

–Para la OTAN o su palíndromo NATO.

–Parados, moveos.

–Para una discoteca.

–Pienso, luego estorbo.

–Para la fábrica.

–Perroflauta peligroso.

–Para la puerta de casa.

–Dormíamos y despertamos.

–Para un centro de rehabilitación de comatosos.

–Únete, a ti también te roban.

–Para quitarle clientes a las compañías eléctricas, telefónicas, etcétera, mediante la organización de cooperativas.

–Manos arriba, esto es un contrato.

Se quedó el profesor pensando y contestó después de un minuto: “Para ladrones sin imaginación”.

22

Una pareja de la Guardia Civil con sus acharoladas prendas de cabeza, uniforme de gala y armas reglamentarias al cinto, subió al tren en el apeadero de Laska. Uno miró al profesor y saludó con aire superior:

–¿Qué tal todo?

–Todo es mucho –correspondió el profesor.

Los agentes de la ley se disponían a sentarse junto a ellos, aunque optaron por depositar sus traseros en los asientos contiguos, donde viajaba un hombre de aire cansado que enseguida arrojó por la ventana el pitillo que acababa de encender. Los guardias se percataron.

–¿No sabe usted que está prohibido fumar?

–En cuanto les he visto he caído en la cuenta.

–¿Adonde va?

–Más bien vengo. Del tajo vengo. El cabrón del encargado me ha puesto turno de noche… ¿Adonde se dirigen ustedes, tan elegantes en día de diario?

Los guardias no contestaron. “Ya caigo –añadió el hombre–; seguro que van al desfile del nuevo gobernador”. Uno asintió con el tricornio.

–¿Desfilan muchos efectivos? –se interesó el trabajador.

–Todos –dijo un guardia.

–Buen día para los atracadores.

–Ya te digo –asintió el guardia.

23

Vera Veraz escuchó la antedicha conversación y comentó después con el profesor la fabulosa capacidad de los medios de comunicación social de producir frases hechas y modismos raros.

–Cierto –dijo Leontief–, raro es que al interesarse por uno no añade todo, como si uno fuera la totalidad o de uno le interesara nada en realidad. Y raro, también, ¡vive Dios!, que no llamen efectivos a los guardias, aunque de efectivos tengan poco. En fin, los modismos pasan. Lo que permanece en este reino es la Guardia Civil con su tricornio, su lema…

–¿Qué lema?

–Son dos. Uno para la casa-cuartel: “Todo por la patria”…

–¡Claro!

–¿Qué claro?

–El “todo”; por eso preguntan “todo” –aclaró Vera.

–Podría ser.

–¿Y el otro lema?

–El otro es de comportamiento: “Paso corto, vista larga y mala leche”.

24

Después de la interrupción de los guardias prosiguió Vera Veraz la lectura de las obras del jugador de palabras y alcanzó varias conclusiones. Fue la primera y principal que aquel hombre al que la Guerra Civil de 1936 impidió realizar más estudios que los de la escuela de Ferrer Guardia en la ciudad de Santander y más aprendizaje del que se derivó de sus tardes en el periódico local del que su padre era tipógrafo, alcanzó nombradía como conjugador de palabras gracias a la lectura, una y otra vez, de aquel libro que Gringo Viejo, Ambrose Bierce, nunca había sido capaz de leer: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Extraño y admirable le parecía a ella que un joven que tuvo que abandonar su país con lo puesto obtuviera fama y fortuna con perlas y lemas cervantinos mucho antes de aquella eclosión de mayo del 68 que llenó el mundo de mariposas, y que lo hiciera en norteamérica, donde la influencia de la lengua del prolijo William era abrumadora. El propio John Fitzgerald Kennedy tuvo noticia de las perlerías del tipo y le llamó para que, con otros creativos, elaborara su campaña sobre la nueva frontera. A Kennedy lo mataron poco despúes. A él pudieron haberlo liquidado mucho antes, en la Batalla del Ebro, en la que, con 18 años, había alcanzado el grado de capitán del Ejército de la República. Fueron derrotados por los que se hacían llamar “nacionales”, que muy nacionales no eran si tenemos en cuenta el masivo reclutamiento de combatientes oriundos del norte de África, a los que llamaban “moros”, y la enorme ayuda de hombres y máquinas de guerra que recibieron de los jerarcas nazis de Alemania y de los jefes fascistas de Italia. Fueron derrotados, pero él salvó el pellejo. Salian de retirada hacia Francia por la frontera de Port Bou cuando un soldado que llevaba un libro le pidió tabaco y él le entregó el paquete entero a cambio de aquel ajado volumen. El soldado accedió encantado. Era El Quijote. Ni remotamente podía imaginar que aquel libro marcaría y cambiaría su vida.

En este punto prorrumpió Vera en una letanía interior del tenor de “con la iglesia hemos topado, amigo Sancho; libre nací y en libertad me fundo; no existe oficio de mucha ganancia que no se obtenga sin comprar a alguien; eso que llaman necesidad se extiende por todas partes; la libertad, amigo Sancho, es el mayor don que a los hombres dieron los cielos; errar es de hombres y ser herrado de bestias…” Y por ahí para allá.

Después de pasar la noche del 5 de febrero de 1939 en el túnel ferroviario de aquella localidad de Port Bou, donde se hermanó con el también capitán Luis Cilla, que tenía galletas y carne enlatada, el jugador de palabras llegó a Banyuls, donde aquel Cilla reconoció al gran poeta Antonio Machado, sentado con su madre en un banco de la plaza del pueblo, a la espera de un transporte que les llevara a París. Hacía un frío de cojones y temiendo que don Antonio y su madre agarraran una pulmonía, les entregó su capote militar. Pocos días después, el poeta murió en la cercana localidad de Collioure, y al jugador, todavía en ciernes, le ocurrió lo que decía el poeta: «Leyendo El Quijote me parece comprenderlo todo. ¿Será cierto que don Quijote habla a cada uno con su propia voz?»

A mucha necesidad, hambre, desgracia y desventura sobrevivió el jugador en los campos de refugiados a los que fueron conducidos en Francia –aquellos arenales al pie del mar donde tantos se ahogaron voluntariamente con su dolor– y en la tierra mexicana a la que finalmente pudo llegar. La observación de la cultura y los usos de las gentes de por allá y la quijotil lección fueron para él una herramienta tan polivalente como esas navajas que además de cortar, abrir latas, descorchar botellas, también sirven para abrir puertas. Entró por la puerta de la publicidad, sus ideas tuvieron éxito, su esfuerzo obtuvo recompensa. Creció, creó su propia marca, construyó su edificio, se relacionó con los mejores y mayores publicistas, inventó palabras –por ejemplo, mercadotécnia en lugar del marketing inglés–, descubrió y lanzó músicos y cantantes que alcanzaron fama y favor popular. Un día, ya “doctor honoris causa” por varias universidades, el escritor mexicano Jorge Megía Prieto lo comparó con un “pescador de perlas” y lo calificó de “cincelador de laconismos magistrales”. Para demostrarlo, el Megía aquel, tuvo la ocurrencia de apelar al acertijo. Escribió cuatro frases –una: la caridad con los pobres es la propaganda de los ricos; dos: la política es un conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios; tres: el cretinismo electoral es, seguramente, el producto más importante de la propaganda, y cuatro: un elector es la persona que goza del sagrado privilegio de votar por un candidato elegido por otros– y a continuación preguntó: “¿Qué frases son de Eulalio Ferrer y qué frases de Maurice Bierce?”

Otra cualidad de aquel personaje, el jugador y conjugador de palabras, impresionó a Vera Veraz. Fue su rara gratitud. Rara en el sentido de que si es de bien nacido ser agradecido, no tenía por qué mostrar su agradecimiento a un personaje de ficción como el ingenioso hidalgo manchego. Sin embargo, antes de que en Memphis surgiera el museo del rey del rock, Elvis Presley, y de que la Unión de Estados Americanos, USA, se llenase de salones de la fama, había él instalado en Guanajuato el Museo Cervantino que, en agradecido homenaje, iba acumulando cuantos motivos artísticos (plásticos, literarios y musicales) hallaba al alcance de la mano y la billetera aquel Ferrer. El Museo Iconográfico del Quijote, MIQ, situado junto al famoso monumento al Pípila, alcanzó una relevancia internacional extraordinaria y contribuyó mucho al reconocimiento de Guanajuato como ciudad patrimonio de la humanidad por parte de la Unesco. Es hoy un foco cultural que ilumina la ciudad de un modo permanente, incesante y continuado. La potencia de la gratitud impelió al jugador de palabras a organizar en esta ciudad el Festival Internacional Cervantino, considerado el festival más famoso del Estado y probablemente el evento artístico mexicano más conocido a nivel mundial. Desde 1972 se celebra cada año a finales de octubre e incluye decenas de representaciones musicales y teatrales, así como manifestaciones artísticas y literarias que se desarrollan en calles, plazas y edificios públicos. Atrae a artistas de primer nivel e invitados de todo el mundo.

25

En la estación de Gado subió al vagón un hombre de pelo negro, frente escasa, rostro ancho y bigote negro y espeso con las puntas hacia abajo, cual corchetes de los labios. Vera le echó entre cincuenta y sesenta años. Sus manos no tenían signos de trabajar en el campo. Saludó con la cabeza y se sentó frente al profesor, quien le observó a intervalos y después le preguntó:

–¿Es usted méxicano?

–Si, pues… ¿Y en qué lo ha notado güey?

–Se parece mucho al Chapo Guzmán –dijo el profesor.

–Ya me lo dijeron pues… Vaya tranquilo cuate, que no soy el pendejo que se fugó de la cárcel de alta seguridad del Altiplano por un túnel iluminado, bien ventilado y con raíles… ¿Qué opina usted señorita?

–Que de alta seguridad, nada de nada–dijo Vera.

El tren frenó, el viajero se despidió: “Con Dios”, y se apeó en la estación, dejando tras de sí el mosqueo y la duda.

–¿Crees que era el Chapo? –preguntó Vera al profesor.

–Desde luego parecía un fantasma –dijo el profesor antes de añadir que hay gente así, descerebrados que emulan a los famosos, aunque sean de la calaña del diablo–. En una ocasión, visitando el Parque Disney, en Orlando, vi a tipo idéntico al entonces presidente de Estados Unidos, George W Bush. El público porfiaba por hacerse fotos con él más que con el Pato Donald. Otra vez, en el Metro de Madrid me topé con otro tipo clavadito al jefe del Gobierno que había entonces, un gallito presumido y belicoso, y tuve que interponerme para evitar que un viajero le partiera la cara. Esos gilipollas corren sus riesgos.

Vera apuntó una observación sobre los raros parecidos, casuales o intencionados, y recordó que su amiga Marta vio a Pinochet en un comercio de Londres y pensó que era un doble –los dictadores suelen tener esas cosas–, por lo que no avisó a la policía para que lo detuviera, por genocida. Luego se dijo que si el extraño viajero fuera en verdad el criminal jefe del cártel de Sinaloa ya habría cambiado de cara para que nadie le reconociera, y se quedó tranquila.

Ensayo sobre la Rareza (Del 16 al 20)

Mano de santa
Mano de santa

Por KEY GOOD

16

En general no les resultaba difícil, a Vera y al profesor, hallar rarezas locales a poco que preguntasen. Unas eran totales y otras parciales, unas eran de nacimiento y otras sobrevenidas. En una localidad intermedia que tenía catedral y era cabeza de partido judicial decidieron apearse del tren y disfrutar del tiempo primaveral obtuvieron la referencia de un ilustre personaje del que decían que insultaba estupendamente. De primeras se podía decir que en España se insultaba mucho y bien desde los lejanos tiempos de don Francisco de Quevedo y Villegas. Pero de un antiguo alumno de las monjas conocidas como Discípulas de Jesús en su tierna infancia y de los frailes jesuitas parecía rara aquella cualidad.

–¿Y qué insultos son esos? –se interesó Vera Veraz.

–Se los busco en un momento –respondió el informador, un librero jubilado a los cincuenta años de un ente oficial. Desapareció en la trastienda y regresó con un cuaderno–. Léalos usted misma –dijo a Vera indicándole una hoja manuscrita. Vera leyó en voz alta: “Inconsistente, tonto, inútil, bobo, incapaz, acomplejado, cobarde, prepotente, mentiroso, inestable, desleal, perezoso, pardillo, irresponsable, revanchista, débil, arcángel, sectario, radical, chisgarabís, maniobrero, indecente, loco, hooligan, propagandista, visionario, chapucero, excéntrico, disimulador, estafador, agitador, fracasado, triturador constitucional, malabarista, mendigo de treguas, traidor a los muertos…”

–¿Y dice usted que este hombre ha llegado a jefe de gobierno?

–Así es –afirmó el librero.

–¡Válgame Dios! –exclamó el profesor.

El periódico del día siguiente aportaba más cromos a la colección, pues aquel excelentísimo señor presidente de gobierno tildaba de “títere de los radicales” a su principal adversario político, al que profesaba tal aversión que no se explica cómo no le llamaba aversario.

17

A propósito de insultos apuntó el profesor Leontief el histórico amomiado. Se utilizaba ya poco. De su origen –bien repugnante, por cierto– refirió la costumbre de algunas gentes de alcurnia de sacar de la tumba las momias de ciertos santos y acostarlas en la cama al lado de los moribundos.

–¿A santo de qué? –se interesó Vera.

–Por ver si obraban milagro –dijo el profesor.

–¿Se dio el caso?

–No, que se sepa –contestó el profesor–, aunque no faltaron amomiados que del susto y el horror de contemplar a la momia a su lado y olfatear su olor a cuero viejo pensaron: “Mira lo que voy a ser”, y recuperaron las ganas de vivir y una cierta lucidez. Ahí tenemos el caso de Felipe IV, que viéndose acompañado de la momia de San Isidro Labrador, recuperó las luces y dicen que pronunció algunas frases notables y que cambió testamento. Pero ni aun amomiado pudo vencer a la muerte y durar más de unas horas, pues, en contra de la creencia del cardenal primado y del nuncio, la momia no lo sanó. Eso no quita para que le ayudara a entrar en el cielo.

–Eso me recuerda…

–También a mí –la interrumpió el profesor, en referencia a la amomiación del último dictador español mediante el uso del brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús. La momia entera era imposible de reunir, ya que los restos de aquella mística emprendedora fueron dispersados a trozos. Según la política propagandística que hace cinco siglos llamaban «del corazón», quedó la buena mujer más repartida que la lotería de Navidad. El brazo izquierdo y el corazón se conservaron en Alba de Tormes, el dedo meñique se lo cortó el padre Gracián para quedárselo él, la mano derecha y el ojo izquierdo fueron llevados a Ronda y la izquierda acabó en Lisboa. El pie derecho y un trozo de la mandíbula superior fueron enviados a Roma. Un dedo llegó a la iglesia de Nuestra Señora de Loreto en París, otro viajó a Sanlúcar de Barrameda. Los demás fueron esparcidos por la España de la cristiandad.

–¿Podríamos decir que la santa andariega anduvo más en muerte que en vida?

El profesor dudó antes de responder: «Busca un cuentakilómetros. ¡Ah! Y no olvides el último viaje de la mano derecha, desde Ronda al Pardo, ida y vuelta».

18

Siguiendo el curso de un río llegaron a un pequeño pueblo de catorce casas, media docena de perros y siete u ocho vecinos con caras de aburrimiento. Vera preguntó a una mujer si el pueblo tenía gente ilustre. De primeras, doña Dora se extrañó, aunque enseguida convocó a otros vecinos y entre todos fueron sacaron nombres y referencias de algunos allí nacidos que habían alcanzado cierta notoriedad. Figuraba entre ellos un aviador, la hija de una de allí que se había ido a Barcelona y se había hecho militar y había muerto en Bosnia, uno que llegó a cura y ahora decían que andaba en Roma, por lo no sería de extrañar que, con lo listo que era, llegara a obispo y a cardenal.

–Se nos olvida Recaredo –dijo, al pronto, una vecina.

–¿El tío Recaredo, dices?

–Si, el que mataron en Mauthausen.

–Ese no cuenta, no era español.

19

Sostenía el profesor Leontief que no por carecer de recursos naturales eran pobres muchos pueblos y recomendaba a su ayudante que averiguase y valorase la materia gris que aportaban al Estado y a la humanidad en su conjunto. De esa consideración, rara por cierto en los tiempos del “fraking”, los parques eólicos y los huertos solares que se vivían cual fiebre del oro en la atormentada geografía Ibérica, obtuvo Vera Veraz algunos hallazgos raros, como aquella aldea en la que celebraban reuniones desde tiempo inmemorial para contarse cuentos unos a otros y, a falta de escuelas y maestros, se enseñaban también a leer y a escribir unos a otros, dándose el caso de uno que halló empleo de barrendero en la ciudad, donde tampoco había escuelas para los niños pobres, hijos de obreros, lo que le animó a recogerlos en la Casa del Pueblo cuando acababa la faena y a echarles cuentos y enseñarles el silabario y las cuatro reglas principales de la aritmética. Muchos años después, aquel hombre que barría las calles salió en un libro que escribió un dirigente político muy célebre, el cual confesaba orgulloso: “A mí me enseñó a leer un barrendero de Avilés”.

Eso no quita –añadía el profesor– para que haya otras muchas personas que llegan a la vejez sin saber qué han venido a hacer en este mundo.

20

En una ciudad del norte se enteró la bella Vera de la presencia de un gran jugador –no un deportista, sino un jugador de verdad– que había ganado una fortuna y sintió curiosidad por saber cómo era. El jugador accedió a concederle una entrevista y la citó en su casa, en un barrio alto, donde pasaba unos días de vacaciones. Ella esperaba encontrar a un tipo joven o, por lo menos, de mediana edad, alto, apuesto, de recias mandíbulas y cara de granuja. Pero en vez del modelo de tahúr del Misisipi, con su chaleco, su traje oscuro y su sexto dedo, se encontró a un viejito apacible, regordete, tranquilo, azucarado y con leves síntomas de la enfermedad de Parkinson.

–¿De verdad se ha hecho usted millonario con el juego? –le preguntó cuando se hubieron sentado ante un ventanal desde el que se veía la hermosa bahía a la que se asomaba la ciudad.

–Si, con los juegos de palabras –respondió el jugador.

–Eso si es raro.

–No tanto como usted cree si tenemos en cuenta la belleza y potencialidad del castellano, amiga mía –argumentó el jugador y, a continuación, le fue mostrando algunos libros que había escrito y publicado durante su larga, exitosa y productiva vida de publicista allende el océano Atlántico, comenzando por el que tituló De la lucha de clases a la lucha de frases.

 

Ensayo sobre la Rarera (De 11 a 15)

Caracoles
Caracoles

Por KEY GOOD

11

–¿En qué piensas? –preguntó Vera al abstraído profesor.

–En griego.

–Lo entiendo: es más elegante que el latín –dijo la ayudante, añadiendo “logo” y no “ista” a la desinencia de algunas palabras como “odontólogo, cardiólogo, cosmólogo” en vez de “dentista, corazonista o cosmolista”. Lo que ya le parecía demasiado era “politólogo”–. Pero también podrías pensar en castellano…

El profesor asintió y aprovechó la sugerencia para criticar la injusticia que los hablantes de la lengua de Cervantes y de Gabo cometemos al aplicar a las personas connotaciones negativas de los nombres de los más nobles animales que nos ayudan en la vida como el cerdo, el perro, el burro, la vaca, la oveja, la cabra, la gallina… Del perro la amistad y fidelidad, del cerdo hasta el andar…

–Añada algunos frutales –sugirió Vera en referencia al ciruelo, el membrillo y otros árboles que nos ofrecen sus dulces frutos.

–¿Y donde dejamos el alcornoque? –preguntó el profesor invitando a Vera a leer un rótulo descomunal sobre una larga pared de ladrillos: “Fábrica de caracoles”.

12

El tren paró en una estación, bajaron y subieron viajeros, reanudó la marcha y al poco frenó de repente, con gran estrépito de discos, ruedas y zapatas. Algunos viajeros que todavía no se habían acomodado en sus asientos sufrieron el empellón de la inercia. Una señora cayó al suelo. El profesor se apresuró a socorrerla. Un hombre exclamo: “¡Cago en el misterio!” Algunos se apearon a ver qué estaba pasando. Vera les siguió y pudo ver una mujer tendida en la vía. El maquinista y dos hombres más la desalojaron en volandas. El profesor preguntó a Vera con la mirada.

–Una suicida frustrada –dijo ella.

–Renuente, diría yo. ¿A quién se le ocurre elegir una recta? ¿Acaso no saben que los trenes llevan frenos?

Vera Veraz le concedió la razón con un parpadeo. Luego pensó: “Hay gente estúpida. Y la estupidez, como la gripe, es contagiosa». Y añadió en voz alta: «Parece que hemos elegido la ruta del suicidio». Leontief asintió.

–¿Incluiría esta línea en el catálogo de fenómenos raros?

–No, sin certeza estadística –dijo el profesor. A continuación se refirió al gran Arthur Koestler, concediéndole el título de “suicida ejemplar”, en contraposición con su compatriota Attila József, al que definió como «suicida a medias».

–¿Cómo dice? –inquirió Vera, intrigada.

El profesor puso cara de puntos suspensivos y recitó con voz queda: “No tengo Dios, no tengo rey,/ mi madre nunca llevó anillo,/ no tengo cuna ni sepultura,/ no beso, no tengo amante”.

–¿Baudelaire?

–Attila József –dijo el profesor–. Sostenía que era inmortal.

–¿Inmortal y suicida a medias? ¿Cómo es eso, profesor?

–El bueno de Attila se quería suicidar, eligió el día, la hora, el lugar y el procedimiento y se tendió en la vía para que un tren que pasaba todos los días a la misma hora por una curva cercana al lago Balatton, en Hungría, le seccionara el pescuezo. Solo que ese día el tren no pasó. Se levantó y fue a ver lo que ocurría. ¿Y qué dirás que vio?

–Ni idea.

–Vio el tren parado y los trozos de un cuerpo destrozado.

–¡Joder!

–Otro suicida se le adelantó. Y desde entonces decía que era inmortal.

–Osease que de medio suicida nada –razonó Vera.

–No te precipites, amiga –la corrigió el profesor–; lo cierto es que su siguiente trato ferroviario no fue para que el tren le cortara el pescuezo, sino solo un brazo.

–¿Y qué pasó?

–Pasó el tren y le cortó el brazo y el resto del cuerpo.

–¡Qué mala pata! –exclamó Vera.

–Estas cosas ocurren cuando se coloca mal el brazo –dijo el profesor Leontief, y siguió recitando en húgaro.

13

A propósito de suicidas por cuenta ajena evocó Leontief el caso de Ambrose Bierce, alias Biter, el amargo. Odiaba a los magnates del ferrocarril, un gran invento para exterminar a los bisontes a tiros desde las ventanillas, y jamás se habría humillado poniendo fin a sus días aplastado por un tren, lo que, por otra parte, resultaría pornográfico. Por eso prefirió cabalgar en su yegua blanca hasta la frontera con México y cruzar el puente con la confianza de que una certera bala de los furiosos revolucionarios mexicanos acabara con sus vida.

–¿Lo consiguió?

–Ni le dispararon.

–¿No estaban en guerra con los gringos?

–Cierto, pero le dejaron cruzar el puente y el jefe de los revolucionarios le preguntó si sabía disparar. Él abrió el zurrón. Llevaba una camisa de lana por si hacía frío, un libro que nunca había podido leer y un revolver. Lo empuñó. El jefe revolucionario lanzó una moneda al aire y el gringo le acertó con la bala, así que en vez de liquidarle, le incorporaron al grupo. Después de un tiempo de aventuras, amores y correrías se le perdió la pista y hoy en día todavía desconocemos cómo murió y donde fue enterrado. Sabemos que El gringo viejo inspiró una aceptable novela a Carlos Fuentes y que después se hizo una película…

–¿Se sabe qué libro era aquel?

–Pues claro: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

14

A propósito de rarezas, recordó Vera Veraz unas notas de Gerald Brenan, aquel soldado británico con paga vitalicia por sus servicios militares en la primera Guerra Mundial que decidió recorrer la Iberia y se sintió tan a gusto Al sur de Granada que anidó en La Alpujarra. Digo “anidó” porque cuando las buenas gentes de aquella tierra le oyeron hablar pensaron que utilizaba el lenguaje de los pájaros.

–¿Diría usted que Brenan era raro? –preguntó la hermosa Vera al profesor. Dudó éste unos veinte segundos antes de contestar:

–Lo era; fue uno de los pocos ingleses que no vino a España a fundar una taberna.

Se quedó Vera evaluando la exageración, no exenta de mala leche, y recordó un pasaje de los Pensamientos en una estación seca en el que el ilustre hispanista decía que «los españoles se aproximan a la tesitura de los griegos y los romanos antiguos bastante más que cualquier otro pueblo moderno porque ellos han preservado ese equilibrio sutil entre los sentidos y el intelecto que los romanos denominaban humanitas”.

–¿Diría usted, Leontief, que los españoles son los más humanos de los europeos?

–En cuanto se europeizaron dejaron de serlo.

–¿A qué debemos atribuirlo?

–A lo que decía Brenan sin ir más lejos: «Los españoles ya no son nativos de un país pobre y poco desarrollado, sino de uno próspero y muy atareado; con la desaparición de los usos y costumbres que eran inherentes a una vida despaciosa, han perdido mucho de su antigua idiosincrasia, de manera que su modo de vida está más próximo a la de otros pueblos europeos, así como sus ciudades, ahora cercadas por horrendos bloques de viviendas al estilo moderno, han perdido mucho de su encanto».

El tren se acercaba a una ciudad. Desde lejos se apreciaba el avance de la fiera de la construcción. Vera se fijó en un gran cartel publicitario de piscinas sin peces bajo el letrero de “Arquitectura líquida”.

–Creo que Brenan tenía razón –musitó Vera.

15

Poco después subió al tren un joven apuesto y tan elegante que cualquiera dijera que iba a una boda. Atraído por la belleza de Vera, dijo: “Con permiso” y se sentó a su lado. Leontief pegó la hebra y enseguida se interesó por la actividad del nuevo viajero.

–Soy inventor y deportista –dijo él.

–¿Y qué ha inventado, si se puede saber?

–El cuádruple salto mortal desde barra fija –contestó el joven.

Vera no pudo ocultar un gesto de admiración al unísono con el profesor. Ciertamente el atleta parecía incómodo en su traje. Leontief mostró su curiosidad por la meritoria actividad del joven – la Península Ibérica y sus islas Baleares y Canarias ya descollaban como tierra de grandes deportistas– y el viajero la satisfizo de buena gana, sin dejar de mirar por eso a la deslumbrante Vera y, con gran frecuencia, a su reloj de pulsera.

–¿Lleva usted prisa?

–Si, llego tarde a la boda.

–¿Es usted el novio?

–No –dijo el joven.

–Entonces, tranquilo –repuso el profesor.

Vera desestimó la rareza de un deportista que no se halla cómodo en su traje ni cuando va de boda, por estimar que podía ser un fenómeno tan vulgar como frecuente, lo que no quita que retuviera el “cuádruple salto mortal”, pues hasta entonces sólo había oído hablar del triple salto de los mortales: largo, ancho y alto.

Ensayo sobre la Rareza (De 6 a 10)

Gorriones
Gorriones

Por KEY GOOD

6

El profesor Leontief cerró el libro, extrajo su libreta del bolsillo de la chaqueta y anotó algo. Vera se interesó:

–¿Qué es?

–Una palabra.

–¿Qué palabra?

Mandilandinga –dijo el profesor, reafirmando en su ayudante de campo la convicción de que de que el estudio de la rareza debía ser multidisciplinario.

7

El tren redujo la velocidad. Poco después entró en la estación de Baños y, puesto que Leontief, un hombre de acción, descendiente de un cazador de leones, no perdonaba la hora del aperitivo, se apearon y se encaminaron hacia el núcleo urbano. Llegaron a una plaza empedrada con cantos del río y se acercaron a la zona bulliciosa, unos soportales de vigas de madera ocre sostenidas por columnas lisas de roca caliza. Entraron en una cantina presidida por el letrero Se prohibe cantar y el profesor preguntó a la dama de mediana edad que trajinaba al otro lado de la barra de madera avinagrada si tenía buen vino. “Superior, de la tierra ¿Media jarrita?”. El profesor asintió y preguntó: “¿Y queso?”. La mujer contestó: “Superior, de oveja. ¿Unos taquitos?” El profesor miró a Vera y ella dijo: “Sea”.

Se sentaron en un banco de tabla sin respaldo que recorría una mesa larga y cubierta con un hule de figuras geométricas desvaídas que olía a lejía, y en lo que paladeaban el vino áspero y el agradable sabor del queso curado y leían los históricos titulares de las amarillentas páginas de periódicos con las que habían empapelado aquel ameno establecimiento de techo bajo y melancólico, entró un hombre como de treinta años, seguido de otros dos de mayor edad y solicitaron unos botellines de cerveza y se sumaron al ejercicio que ya practicaba otro parroquiano acodado en la barra de contemplar la belleza de Vera. Ella ya estaba acostumbrada al escrutinio. Conocía la errónea creencia masculina de que las mujeres y las televisiones no soportan que no las miren. Los hombres hablaban en voz alta y la miraban a intervalos. Hablaban de la potencia, la velocidad y de otras características de los automóviles. En un instante, el más joven se soliviantó y le dijo a otro:

–¡Te prohíbo que hables mal de mi coche!

–¡Tu coche es una mierda!

–¡Retira eso o te arranco la cabeza!

–¡No tienes cojones!

–¿Que no tengo cojones..? Sal fuera y verás.

–Haiga paz –dijo el tercero.

El retado estiró el brazo hacia la barra, agarró el frasco de cerveza, lo acercó a los labios como si fuera a regalarse un trago y ¡zas!, le asestó un botellazo en el entrecejo al retador. Éste se tambaleó y se apoyó en el mostrador. El agresor soltó el caño del botellín roto y le propinó un directo al hígado que le dejó tendido en las lastras del suelo. La cantinera y el otro parroquiano le ayudaron a incorporarse y le limpiaron el rostro manchado de sangre y cerveza.

–Estas cosas pasan –dijo en voz baja el profesor– cuando la idiocia insiste en expresarse.

–¿La idiocia? –dudó Vera Veraz, consciente del incendio de su luminosidad.

8

Solo uno de los cuatro ancianos que se habían sentado a tomar el sol en el poyo de la Casa del Pueblo conservaba el oído en buen estado, de modo que contestó a Vera que el más notable del pueblo era un conde reaccionario, podrido de millones que, encima, cobraba “eso de la paca” por las tierras y el ganado. Se refería a las subvenciones de la Política Agraria Común europea, conocida por sus siglas PAC. “Menudo hijo de la gran puta…”, remató el anciano su respuesta.

–¿Por qué lo dice?

–¡Coño! Si es que no respeta el convenio y paga una miseria a los braceros, el muy cabrón… Oiga, ¿no será usted pariente o eso?

–No señor –dijo Vera.

–Pues es una lástima.

–¿Por qué?

–¡Coño! Porque así podría decirle lo que se piensa de él, aunque de sobra debe saberlo el muy cabrón.

En este punto, Vera Veraz recordó la anécdota, según la cual, el dictador español llamó a Ramón Gómez de la Serna para nombrarle director de la Biblioteca Nacional con el fin de mejorar la imagen cultural del régimen. El escritor viajó a Madrid desde Buenos Aires, donde residía por decoro intelectual, y cuando estuvo ante el dictador le dijo que de buena gana aceptaría el cargo si no fuera por la pena que sentía.

–¿Pena de qué, Ramón?

–De que en la calle hablen tan mal de usted, señor. Comprenda que no debo ni puedo aceptar el cargo porque sería un director penoso.

Y regresó a Buenos Aires.

El profesor Leontief se había entretenido, contemplando algunos detalles de la arquitectura local, y se sumó al grupo, saludando a los vejetes con una ligera inclinación de cabeza. Vera le hizo una señal significando que no había nada que rascar. Él correspondió con otra indicándole que insistiera. Así lo hizo. Unos minutos después, el sano de entendederas señaló al anciano que ocupaba la esquina izquierda del poyo y parecía el más mustio y acabado de los cuatro, diciendo que “para ilustre, éste”.

–¿A qué debemos atribuir su celebridad?

–Es poeta.

–¿Célebre de verdad?

–¡Coño, claro! Usted pregunte por Frechilla a las mujeres y verá si es célebre y celebrado en cien lenguas a la redonda.

Se admiró Vera y al mirar al aludido descubrió en sus pequeños ojos azules una expresión de de picardía. Se cubría la cabeza con una boina raída y le pareció extremadamente flaco y enclenque. Tenía los huesos de la cara y los hombros tan marcados bajo la piel curtida por el aire que parecía recién salido de un campo de concentración. Quitando eso, le pareció un hombre guapo. Se acercó a él con intención de saber algo más. El vate, que no había dejado de mirar a la moza ni un instante, hizo un gesto canino, alzó la cabeza y arrugó la nariz, abriendo las aletas como si quisiera olisquearla..

–Si son del cine llegan tarde: ya se llevaron a los enanos –afirmó.

–No son del cine, Frechilla, son de la universidad –le corrigió en tono mayor el que conservaba el oído–. Ya ve –comentó a Vera–, todavía el hombre está obsesionado porque se llevaron a dos enanos de aquí a trabajar en el cine, en Francia y Alemania y en los Estados Unidos, y nunca los devolvieron. De eso ha más de cincuenta años, usted considere…

–¿Qué clase de poesía hace usted, Frechilla?

–¿Qué?

–¡¿Que cómo es la poesía tuya?!

–Romántica, como debe ser la poesía. Díselo tu, Josman, dile a esta joven, que está más buena que el pan, que yo era amigo de Pedro Salinas, el de La voz a tí debida. Y cuéntale lo demás y entra ahí, anda, y sácale un Rosalía y se lo vendes con descuento, que yo he de ir a los pardales.

–¿Qué prisa tienes, hombre?

–No es la prisa, es el condumio.

9

El profesor sostuvo que nada había de raro en un poeta local, pero cuando Vera Veraz le fue explicando que el mencionado Frechilla no había trabajado jamás y que había vivido de la poesía desde que dejó La Legión, a la edad de 30 años recién cumplidos, admitió que aquello era raro, rarísimo. Ya de nuevo en el tren, Leontief hojeó la gavilla de poemas del librito Rosalía que ella había adquirido, y confesó que no estaban mal.

Naturalmente, Vera Veraz le ahorró las explicaciones que no había podido corroborar, y entre las que no eran de poca importancia la promiscuidad del vate Frechilla. Tan fecunda había sido su actividad sexual como poética. De algún modo se podía decir que escribía con el pene. Al decir del viejo con las facultades auditivas en buen uso se apareó con muchas mujeres en cien leguas a la redonda y dedicó un poema a cada una. No siempre la inspiración le llegaba con la primera coyunda, sobre todo si estaban jugosas y eran agradecidas, añadió el anciano.

Al contrario de las matrioskas, una rareza muy grande podía ocultar otra mayor, se dijo Vera, quien tampoco desveló al profesor el singular origen del poemario que tenía en la mano. Su título, Rosalía, era el penúltimo de los cuatro nombres de la condesa consorte. Lo escribió para congraciarse con ella después de que se enterara de la publicación en la capital del Coctel de Féminas, dedicado a otras mujeres. La condesa era muy celosa, pero Frechilla le hizo saber que en su picha mandaba él. Finalmente acordaron una reparación y el poeta le dedicó Rosalía.

–¿Que cuantos polvos habrá por poema, dice usted…? A saber. Pero le diré una cosa: el trato con esa golfa le vino a Frechilla de maravilla; hasta engordó y todo y se compró buena ropa. Que ¿cuánto duró el idilio? Pues verá usted, unos tres años, sobre poco más o menos”.

–¿Y después?

–Después nada; ella se estrelló con un coche último modelo.

–Qué pena, ¿verdad?

–Pues sí, señorita, una pena. Pero le digo una cosa: la satisfacción de llamar cornudo al conde por el procedimiento de leer las primorosas poesías de ese libro no nos la quita nadie.

–¿Se ha leído mucho?

–Muchísimo; quien más quien menos, todo el mundo el mundo en la comarca tiene su volumen..

–¿Más que el Cóctel de Féminas?

–¡Coño, claro!

10

Evocaba la hermosa Vera la conversación con el anciano de buenas entendederas y miraba el paisaje primaveral del ameno valle desde la ventanilla del ten. El profesor se mostraba relajado en el asiento de enfrente, con el poemario cerrado en la mano y la mano caída en la entrepierna sobre sobre el entretenimiento orgánico. A un lado del camino de hierro había un montículo escarpado con los muñones de un castillo en ruina. Lo atrajo Vera con el zoom de su cámara para contemplarlo mejor y entonces descubrió a un tipo sentado en lo alto de la pétrea pared derruida que alargaba una caña hacia el vacío y la movía a intervalos a un lado y otro. Al ver su cara se sorprendió: era el vate Frechilla, que estaba pescando pájaros mediante el procedimiento de los hilos invisibles con mosquitos prendidos de los anzuelos. En ese momento entendió la repentina retirada del vate: ya víctima de la vejez, se alimentaba con gorriones.

 

Ensayo sobre la Rareza (De 1 a 5)

Camino de hierro para viajar
Camino de hierro

Iniciamos este 16 de agosto de 2015 la publicación del nuevo y magnífico relato del escritor norteamericano Key Good, Ensayo sobre la Rareza, traducido al castellano por Lavanda Guerrero Pérez.  El texto consta de 33 capítulos. Dada la brevedad de cada uno de ellos, los publicaremos como los dedos de una mano, de cinco en cinco.

Por KEY GOOD 

1

En aquellos días visitaba la Península Ibérica el hispanista y profesor Leontief, acompañado de su hermosa alumna Vera Veraz en funciones de ayudante de campo. En el apeadero de Peñaforada acertó a subir al tren un hombre con cara de patata de la temporada pasada que se apoyaba en una cachaba y en el brazo de un mozalbete con cara de patata temprana. De inmediato se sintió atraído, el mozalbete, por la belleza de Vera y se acercó a ella y le entregó un papelito con su número de teléfono. “Ese es mi padre –le dijo, señalando al viejo–, se llama Dionisio Castañal y va a la ciudad para que lo ingresen y lo operen en el hospital. ¿No tendría usted inconveniente en avisarme si hay alguna incidencia, verdad?” Vera asintió y el joven abandonó el vagón antes de que el tren echara de nuevo a rodar.

–¿Cómo es que no lleva usted teléfono inalámbrico? –se interesó el profesor.

–Pues ya lo ve; yo no pago por lo que es mío –contestó el nuevo viajero.

–¿Suyo?

–Si hombre: las palabras –aclaró el rústico.

El profesor miró a Vera y elevó la ceja izquierda –se entendían con el tablero de instrumentos de la cara–, alertándola de que se hallaban ante un hombre raro, y prosiguió la liviana conversación con él, llegando a la conclusión de que el principal incidente del que Vera podía informar al joven era un descarrilamiento con consecuencias leves, pues en aquella abrupta, las ruedas del último vagón se salían de la vía de vez en cuando. Unos minutos después el tren redujo la velocidad para abordar un tramo sinuoso, a unos metros de un barranco del que solo se podía adivinar el fondo, y aquel Dionisio Castañal se incorporó del asiento como quien se dispone a estirar las piernas, se encaminó hacia la portañuela, la abrió y se lanzó al vacío. El profesor se quedó lívido. Vera gritó. Algunos viajeros tiraron de la palanca del freno. El maquinista paró. Varias personas se apearon y se asomaron al roquedal. Una mujer con buena vista señaló una mancha de sangre sobre uno de los muñones de aplita que sobresalían en la vertical de piedra, al fondo de la cual se adivinaba un río, y exclamó: “¡Se estronció!”. Dos hombres asintieron. Uno dijo: “Rebotó ahí y se escachó allá abajo, vaya por dios”. El maquinista avisó al servicio de rescate de la Benemérita y ordenó a los curiosos que regresaran al tren. Ya iban con retraso. Los viajeros volvieron a sus asientos. Entonces Vera lanzó una dura mirada al profesor.

–¿Cómo podía adivinar que se iba a suicidar? –se justificó el profesor.

–Por deducción, Leo –le contestó la discípula antes de sacar de la mochila su libreta de observaciones de campo.

–La premisa era muy endeble –dijo el profesor.

–Pero suficiente –replicó Vera. Y a continuación anotó en su libreta de raros el caso de aquel hombre que sintiéndose dueño de sus palabras hasta el punto de negarse a contratar un teléfono móvil como hacía todo el mundo, pues a él no le pagaban por la propiedad de la materia prima, las palabras y expresiones, debió considerarse igualmente propietario de su enfermedad y prefirió morir con ella antes de que se la arrebataran en un hospital.

–¿Cómo definiría usted esa rareza, profesor? –consultó Vera a Leontief.

–Egoísmo ontológico en grado gnoseológico –dijo el profesor.

2

El trabajo de campo –le llamaban así aunque de campo, campo, no era– de Vera Veraz sobre las rarezas humanas contenía ya un número de casos tan abundante como para hacerla dudar de la definición a bote pronto del profesor. ¿Y si no es egoísmo, sino esencialidad, lo que el suicida padecía? ¿Cuantas veces hemos oído que en este lado del globo los humanes nos caracterizamos por la falta de esencialidad? Hemos alcanzado tal grado de estupidez que ya comemos sin tener hambre, bebemos sin tener sed, fornicamos sin la menor intención de procrear –lo que no quita que esté bien disfrutar del placer sexual–, acumulamos atuendos, calzado, joyas y enseres que ni en tres vidas gastaremos, y hablamos y nos comunicamos aunque no tengamos nada que decir ni que comunicar. El canadiense Marshall McLuhan quedó periclitado: nosotros somos el medio y el mensaje. Pongamos a un tipo sin teléfono móvil como ese suicida en medio de una masa humana armada con smartphones y nos parecerá un raro ejemplar. ¿Raro porque se considera dueño de sus palabras y no está dispuesto a pagar dinero por largarlas a través de ese artefacto o raro porque no teniendo nada importante que decir prefiere estar callado? Ya nunca lo sabremos.

En lo atinente a la propiedad de la enfermedad de la que el suicida no habría querido desprenderse, ¿quién le dice a usted que no estamos ante un caso similar al de aquel hombre que al enterarse de las exigencias de la exploración de la próstata se negó a que el médico le metiera los dedos por el culo y acabó muriendo de esa afección tan común y sencilla de eliminar mediante la cirugía avanzada? ¿Cómo se llamaba el tipo? ¡Ah, ya me acuerdo! El Raro de Nuévalos.

Vera Veraz se entretuvo en buscar sus notas sobre la rareza de aquel Raro de Nuevalos, que no era solo una, sino dos. Las encontró. El profesor leía una novelita titulada La Pícara Justina y ella evitó molestarle con consultas sobre paralogismos y pensó para sí misma cuán dañina puede ser la enseñanza mal administrada y cuántos estragos puede infligir a una mente primaria como la de aquel raro de Nuévalos la creencia de que descendía de los romanos y la amenaza de algún cura libidinoso de las llamas del infierno por toda la eternidad si se dejaba meter algo por el culo. Con la evolución mental estancada de por vida a la edad de nueve o diez años, aquel hombre raro seguía creyendo a los setenta años que descendía de los romanos y seguía escribiendo los números con letras y la fecha de nacimiento igual que sus sabios antepasados, es decir, VI-VIII-MCMLI, lo que significaba 6 de agosto de 1951. Aparte de raro por utilizar letras de tumba en vez de números, como todo el mundo, el Raro de Nuévalos sabía que los romanos no tenían ceros, eran sin ceros, y él también, y lo contaba todo sin picardía ni doblez –incluida la afección de la próstata que le llevó al otro barrio–, por lo cual le motejaban el Tonto del Pueblo.

3

La rareza se puede contraer a cualquier edad y en cualquier lugar; su variedad y extensión la convierte en una materia ilimitada; su estudio en términos de descripción, análisis y comprensión reclama una delimitación o acotación y requiere la aplicación de múltiples herramientas, de modo y manera que esas múltiples disciplinas, la «multidisciplinaridad», le aporten un valor «integral».

Esas y otras insípidas frases académicas iba hilvanando Vera Veraz en su mente a modo de exordio de su trabajo mientras el tren corría como un juguete de cuerda por una jugosa alameda de chopos, fresnos y pastos. Pronto saldrían a campo abierto. La verdad es que eso de “integral” no le gustaba, le sonaba a integrista y facha, y lo de la “multidiciplinaridad” le tocaba mucho los píes. ¿No había un sinónimo, una palabra de una sola pieza? El profesor Leontief, sentado frente a ella, alzó en ese instante su vista del libro, y ella aprovechó la pausa:

–Leontief, ¿cómo se llamaba aquel colega de Salamanca?

–No sé de qué me hablas.

–Del profesor que mencionó Fernando Lázaro Carreter con tanta guasa.

–¡Ah, ya! Teórgano Expósito.

–No me refiero a ese… Tanto da.

El profesor se ajustó las lupas sobre la nariz y siguió leyendo mientras ella, incapaz de encontrar aquel nombre en el disco duro de su memoria sin “ran”, se meaba de risa para sus adentros recreando la escena en su imaginación. Allí estaba el señor rector, se disponía a realizar la presentación, se colocaba tras del atril del orador, elevaba ligeramente el micrófono, dirigía una mirada de este a oeste al público asistente (estudiantes) y prorrumpía: “Les presento a ustedes a don… ¿Cómo se llama usted?”, preguntaba volviendo la cabeza hacia el conferenciante.

–José María Brunaldo –le apuntaba éste.

–¡Ah, si! En qué estaría yo pensando… Les presento al señor Grimando…

–Brunaldo –le corregía el conferenciante.

–Bien, bien. Les presento a don José Mariano Brunaldo…

–María –le soplaba el conferenciante a su espalda.

–¡Cierto! Así pues me es grato presentarles a don José María Brunaldo, especialista… ¿En qué es usted especialista, señor Brunaldo?

–En la totalidad.

–Tiene usted la palabra.

4

La rareza y la sorpresa van de la mano como la causa y el efecto del escolástico. Conocí a un niño en Vacamundi que respondía al nombre de Manolito y se enfurecía si le llamaban Manolito. Como muchos otros de su edad, quería ser mayor. Pero la rareza de éste era su odio hacia los diminutivos. En el colegio pegaba a los que le llamaban Manolito. El señor cura del pueblo le nombró monaguillo y él enseguida amenazó con pegar una paliza al que se atreviera a llamarle moñaguillo. “Llamazme Monago, no Monaguillo”, advirtió a los demás niños.

Con esto deseo significar –seguía hilvanando Vera Veraz su introducción– que la rareza no tiene edad y lo mismo la podemos descubrir en un brutinín como aquel Manolito Monaguillo que en aquella niña de Turrisburris –Margarita se llamaba– que libraba una batalla contra el sueño y se negaba a dormir para evitar ser torturada.

–¿Quién te tortura, Margarita?

–Las Matemáticas.

–Dime qué te hacen.

–Me atacan con el uno, me pinchan con su anzuelo; mira –decía mostrando picaduras que parecían de mosquitos en las piernas y los brazos.

–Defiéndete con el siete.

–Todos son uno.

5

Hay rarezas caducas y rarezas perennes como las hojas de los árboles que, en general, suelen ser muy raros, pues como versificó Bergamín, se desnudan en invierno y se visten en verano. Las rarezas perennes pueden ser congénitas y duran toda la vida o, como dice el refrán, “el que nace lechón muere gorrino”.

En este punto dudó sobre la cita.

–Profesor, ¿los refranes son académicos?

–¡Claro que no!

Entonces quito el refrán. Carlitos pertenecía a la especie de los raros congénitos: nació con la cabeza más picuda que el griego Pericles y tenía una cara rarísima, muy estrecha, tanto que al mirarle de frente tenías la sensación de que estabas viendo una pintura egípcia. Todos se reían de él y su cabeza provocaba sorpresa y curiosidad en todas partes. Pero eso no quiere decir que sus facultades mentales fueran inferiores a los demás; antes, al contrario, era un muchacho inteligentísimo, aventajaba a todos sus compañeros y obtenía las mejores notas. Su padre, que también tenía la cabeza picuda, por lo cual le llamaban Calabacín, trabajaba en una industria de satélites artificiales.

¿Cómo eliminar esa la rareza?, se preguntaba él y se preguntaba su familia. De ninguna manera. La rareza era de por vida y la solución de cortarse la cabeza no le parecía oportuna. Finalmente resolvió estudiar árabe y como los árabes usan turbante, cuando se asentó en Egipto dejó de ser mirado como un bicho raro y comenzó a ser admirado como un joven de singular belleza ancestral. Con ello quiero decir que la rareza congénita, según y cómo.