Correveidiles palatinos han puesto en conocimiento de los españoles y demás interesados el enfado del rey emérito Juan Carlos I de Borbón por no haber sido invitado a la solemne sesión de las Cortes que protagonizó su hijo Felipe VI El Preparado para conmemorar el cuadragésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas tras el final de la dictadura franquista. El olvido del Borbón padre por parte de la presidenta del Congreso, Ana Pastor Julián, se reputa imperdonable y ha sido noticia por la contrariedad de su enormidad. En esta corte de los milagros donde nos falta un Valle Inclán, también ha sido noticia el hecho de que por primera vez el rey llamase «dictadura» a la dictadura militar surgida del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 contra el orden democrático de la II República, dando lugar a la Guerra Civil y a cuarenta años de tenebrismo, represión y miedo. Decía el sociólogo Amando de Miguel que «el franquismo fue el fascismo con corrupción». Y fue algo más: un régimen de terror, asentado sobre montañas de muertos y cimentado con el miedo. De las tres clases de miedo enumeradas por el historiador Claudio Sánchez Albornoz: el miedo del pueblo al dictador, del dictador al pueblo y del pueblo al pueblo, el último fue el más toxico. La dictadura suministró pantanos de veneno a los españoles para impedir la reconciliación y perdurar per omnia seculas.
Tan paradójico parece el monarca emberrechinado, que dirían en Tocina (Sevilla), porque a sus 79 tacos ni siquiera ha aprendido a ser rey de sus humores, que es privilegio de los animales más evolucionados, como la noticiosa sorpresa por las palabras de su hijo en el templo de la soberanía nacional al prescindir del habitual eufemismo («régimen anterior») para referirse a la dictadura.
En lo atinente al cabreo del rey emérito, vale preguntar si no le aplaudieron bastante durante su reinado, para el que fue designado por el dictador, y si le parece mal que vitoreen a su hijo. ¿Quería dislocar los pescuezos de sus palmeras señorías, dirigiendo, ora al palco, ora al orador, sus ovaciones? ¿Por qué causa o razón debemos reputar inválida la dinástica sucesión cuando de aplausos se trata?
Comoquiera que 25 de los 46,5 millones de personas que residen en España no habían nacido cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio de 1977, bueno será recordar que en aquellos comicios participaron 18,5 de los 36 millones de españoles mayores de 21 años. Esa fue la edad para votar, y no los 18 años establecidos en la posterior ley electoral. De los que votaron entonces y hoy tienen 61 o más años, nueve millones ya han fallecido. Los otros nueve y pico recordarán que entonces se era mayor de edad a los 14 años para trabajar, a los 18 para ir a la mili (dos años) a defender a la patria, pero no para votar.
El sucesor de Franco a título de rey fue a Estados Unidos a anunciar ante el Congreso estadounidense las elecciones libres y democráticas. Su anuncio no figuraba en su discurso inicial, pero el entonces ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, conde de Motrico, le introdujo las veintisiete palabras que finalmente pronunció ante los congresistas en Washington.
Era el año 1976, la gente estaba en las calles reclamando democracia y libertad, los trabajadores de la industria, la construcción y el transporte urbano estaban en huelga, la ultraderecha nazifascista asesinaba, secuestraba y apaleaba a estudiantes, trabajadores y periodistas. La Policía Armada (un cuerpo militar) disparaba a matar, no sólo con balas, sino también con botes de gases tóxicos y lacrimótenos. Al regresar de aquel viaje, el rey Juan Carlos echó a Carlos Arias Navarro, el último jefe de gobierno designado por el dictador, y nombró al falangista evolucionado Adolfo Suárez con el encargo de convocar las anunciadas elecciones. Con Arias salió del gobierno el vicepresidente y ministro de la Gobernación Manuel Fraga Iribarne, que era un desastre, provocó bastantes muertes, lanzó soflamas autoritarias («La calle es mía» y otras) y quiso mantener la pena de muerte a toda costa.
El rey Juan Carlos maniobró para intentar que el Partido Comunista de España (PCE), la principal (y casi única) fuerza de oposición a la dictadura, con un prestigio enorme entre los trabajadores y los jóvenes, es decir, en los ámbitos sindicales y universitarios, no se presentara a las elecciones. Llamó y escribió al presidente de Rumanía, el dictador comunista Nicolás Ceaucescu, para que transmitiera al secretario general del PCE, Santiago Carrillo, que residía en París, que no podían presentarse a las elecciones con la siglas del partido y si querían, concurrieran como independientes. El dirigente eurocomunista en el exilio rechazó de plano tal pretensión. El resto de la historia ya es conocida por los videos de la Prego, Sólo añadir que Suárez, un hombre inteligente, comprendió que una democracia mutilada no era posible ni creíble, y se jugó el bigote frente al bunker franquista, los golpistas y los truenos de Fraga, legalizando al PCE. Además de inteligente, Suárez era afable, un tipo encantador. Y fue un hombre valiente.
Aquellas Cortes surgidas de las elecciones del 15J elaboraron la Constitución de 1978, y la monarquía quedó instituida como forma de Estado y fue refrendada por la mayoría de los españoles en el referendo del 6 de diciembre de aquel año. De este modo, el rey Juan Carlos I de Borbón pasó de ser un producto de la dictadura a un elemento de la democracia constitucional. En puridad le importó más recuperar y mantener la Corona que promover la libertad y los derechos de los españoles. Su temor a la oligarquía y al Ejército franquista explican la petición a los dirigentes comunistas, que ya en los años cincuenta apostaban por la reconciliación. Era un cobarde con un manto de la prudencia, pero un cobarde. Hasta su padre Juan de Borbón, heredero dinástico de Alfonso XIII y despreciado y odiado por Franco, elogió el patriotismo de los comunistas cuando se dejó querer por la llamada Junta Democrática.
Es tan cierto como el que se saca un ojo y queda tuerto que el emberrechinado monarca desarticuló el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 con la inestimable lealtad y diligencia de su ayudante militar, el general Sabino Fernández Campo, y que aquella noche del 23F, con los diputados y el Gobierno en pleno secuestrados a mano armada por los guardias civiles al mando del coronel Tejero Molina y con Milans del Bosch, Alfonso Armada y otros mandos militares en el ajo, se ganó la Corona y el aprecio de los demócratas. Si hubiera respaldado el golpe de Estado después de haber encerrado a Suárez con varios generales golpistas (los del «golpe de timón») que provocaron su dimisión, ni él sabe si habría podido volver, aunque fuera perniquebrado, de alguna cacería de elefantes en África o de otras agradables (y dispendiosas) aventuras.
Decía el poeta José Bergamín que las paradojas nos sirven de paracaídas para no rompernos la crisma. Pero no por eso deja de ser paradójico que para celebrar el 40º aniversario de las primeras elecciones democráticas se otorgue el protagonismo al rey, un jefe del Estado ajeno a la democracia, al que nadie ha votado y que no responde ante los representantes del soberano por más que reafirme, como hizo Felipe VI, «el compromiso de la Corona con la democracia». No vamos a rompernos la crisma con una sesión borbónica más o menos, pero quede claro que a los Borbones los repuso el dictador y fueron aceptados por los partidos dinásticos. Y que fue la lucha de la gente (sangre y tortura de demócratas asesinados y encarcelados), de los partidos de izquierda (PSOE, PCE y otros), de los grupos adheridos a la Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez, y el ansia y el clamor de libertad los que trajeron la democracia, con el acierto, claro, de algunos dirigentes políticos que supieron interpretar correctamente aquel tiempo.