De INTRODUCCIÓN AL ABUELO
En aquel entonces, el autócrata Sadam Husein negociaba con algunos gobiernos europeos la venta del oro negro del subsuelo de Iraq en la moneda común recién estrenada por la mayoría de los países socios de la Unión Europea, el Euro. Era una operación beneficiosa para las petroleras del Viejo Continente, pero suponía un fuerte contratiempo para las voraces extractoras estadounidenses, el patrón dólar y el llamado “modelo de vida americano”, así que, metidos, como estaban, en el zafarrancho militar de Afganistán, los mandatarios de Estados Unidos echaron cuentas y concluyeron que les salía rentable extender la guerra a Iraq y apoderarse de sus grandes reservas de petróleo. El presidente George Bush junior, un petrolero al fin y al cabo, junto con su subordinado en el Pentágono, el multimillonario de Chicago Donald Rumsfeld, y el bien mandado secretario de Estado, general de cuatro estrellas Colin Powell, resolvieron completar la obra pendiente de Bush senior de liquidar a Sadam y apoderarse de Iraq, algo que los europeos habían rechazado hacía doce años. Para ejecutar sus planes contaban con el apoyo del primer ministro británico, un kikirigallo laborista llamado Tony Blair, pero necesitaban sortear (burlar) la legalidad internacional, de modo que pusieron en marcha un mecanismo de propaganda del más puro estilo goebeliano. Si no podían evitar los vetos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, poseían capacidad de sobra para hacer creer a la opinión pública occidental que Sadam era un peligro para la humanidad, de modo que empezaron a difundir informaciones sobre el armamento, impresionante y letal, del régimen de Bagdad. Fue un proceso creciente, escalonado. Primero lanzaron “la gran mentira”: Sadam poseía “armas de destrucción masiva”. Todos los grandes medios de comunicación occidentales, libres e independientes, desde luego, la repitieron ad nauseam. El concepto resultaba atractivo, era muy periodístico, acojonaba. Alcanzó tal popularidad que ni siquiera se esforzaron en concretar a qué armas de destrucción masiva se referían. ¿Nucleares, químicas, bacterianas? Tanto daba. Cierto es que los observadores de la ONU iban de Nueva York a Bagdad, se personaban por sorpresa en los cuarteles militares iraquís, inspeccionaban los arsenales, regresaban y emitían sus informes: nada, ni armas de destrucción masiva ni leches en vinagre. Los gobernantes iraquíes estaban molestos con las idas y venidas de aquellos inspectores. Lógico. A nadie le gusta que le registren su casa. Eran unos auténticos hideputa con su pueblo, pero no eran tontos y, tras manifestar su disgusto, dejaban pasar a los funcionarios de Naciones Unidas a cuantos lugares e instalaciones civiles y militares decidieran acceder y revisar. Los inspectores entraban, buscaban, analizaban, salían y se marchaban sin haber hallado las malditas armas de destrucción masiva. Eso era porque el malvado Sadam las tenía bien escondida, aseguraban los norteamericanos. ¿Cómo lo saben? Nadie sabía cómo, pero lo sabían. Y lo que es peor: decían que algún grupo, alguna célula terrorista, podía apoderarse de ellas y cometer atentados terribles, matanzas como las perpetradas con los aviones. La hipótesis era horrorosa, insoportable para cualquier ser humano con dos dedos de frente y, desde luego, para los gobernantes que tenían el mandato democrático de garantizar la seguridad y protección de los ciudadanos. En este punto el Abuelo se preguntaba quién nos protegía de los protectores. Y exclamaba: “Fifla, pura fifla”. Recuerdo que me mostró una fotografía en la que aparecía un tipo asomado a la torreta de un carro de combate. Una gorra verde con visera le cubría la cabeza. Tenía los ojos pequeños y un bigote espeso y negro bajo la nariz. “Este es el encargado de protegernos”, dijo T. Era el jefe del Gobierno. “Mintió como un bellaco para que le dejaran exento o escusado del Servicio Militar, y ahora ahí le tienes, haciendo el imbécil”, añadió antes de afirmar que quien engaña una vez engañá siempre. Para sorpresa de todos, incluidos algunos ministros del Gabinete, el tipo decidió separarse de la política común europea y alinearse con los mandatarios estadounidense y británico a favor de la invasión de Iraq. De inmediato asumió el mensaje de que Sadam poseía armas de destrucción masiva, podía cargarlas en misiles de largo alcance y atacar las principales ciudades del planeta. Los informes secretos de los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, los mejores del mundo, no dejaban margen de duda. Uno podía preguntarse si aquellos informes eran reales, decían la verdad y habían sido sometidos a contraste, pero antes de que eso ocurriese ya la CIA, el FBI, el Pentágono, el Foreing Office… habían realizado las oportunas filtraciones a los potentes medios de comunicación de masas. Uno podía preguntarse cómo carajo un régimen vigilado por la comunidad internacional, sometido al embargo de armas y a una exclusión aérea que afectaba a gran parte del territorio iraquí podía contar con misiles intercontinentales, capaces de golpear poblaciones situadas a diez, doce o quince mil kilómetros. Pero eso, los expertos y opinadores de los grandes periódicos y cadenas audiovisuales no se lo preguntaban y tampoco los enjundiosos e intrépidos reporteros lo investigaban. El Abuelo se sentía decepcionado. Los mayores referentes del periodismo contemporáneo miraban hacia otro lado. Desde un periódico regional, con gran impacto nacional, es cierto, pero regional al fin y al cabo, solo podían hacer lo que hicieron: demostrar que la principal petrolera patria negociaba con el régimen de Sadam, con el permiso y apoyo del vicepresidente económico, la explotación de un campo de petróleo en Nasiriya, en el sudeste de Iraq. De este modo, mientras el vicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato, un hombre muy listo (decían), respaldaba las negociaciones en Bagdad sobre la concesión de aquel campo petrolífero, la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, abogaba en Nueva York, ante el Consejo de Seguridad, por la invasión militar de Iraq. Y defendía con tal énfasis la conveniencia de democratizar a cañonazos el país asiático y de liquidar al malvado Sadam para evitar que lanzara sus armas de destrucción masiva contra Occidente, que, a su lado, el secretario de Estado Colin Powell, parecía un palomo cojo, un blando. Cierto es que aquella Palacio (su malograda hermana Loyola había sido portavoz parlamentaria de la derecha nacional y ministra de Agricultura) poseía una morfología capilar y facial que recordaba a Harpo, el mudo de los hermanos Marx, y nadie la tomaba muy en serio. Pero de la noche a la mañana, su superior, el presidente del Gobierno, acudió a las Azores a reunirse con Bush y Blair para lanzar la invasión. La respuesta de los ciudadanos españoles fue inmediata. Cientos de miles de personas salieron a la calle al grito de “¡No a la guerra!” Se registraron marchas y concentraciones masivas en casi todas las ciudades españolas. La inmensa mayoría de los ciudadanos rechazaba la decisión del jefe del gobierno, señor Aznar López, de participar en aquella guerra ilegal, injusta y criminal (como todas las guerras), pero el tipo fue al Parlamento,e tildó de indocumentados a los ciudadanos, proclamó: “¡Créanme, Iraq tiene armas de destrucción masiva!” E impuso su voluntad. Tampoco aquel tipo de poca estatura, el pequeño del “trío de las Azores”, iba a desaprovechar la ocasión de sacar la cabeza al margen de la Unión Europea y de alardear de su amistad con el norteamericano Bush. La participación española en aquella guerra de ocupación tenía mayor importancia política que militar, pues cuarteaba la unidad europea y, por otra parte, servía de banderín de enganche en América Latina, donde España mantenía una indudable influencia cultural. En el plano militar, los angloamericanos se sobraban y bastaban para liquidar al Ejército iraquí. Desprovisto de aviones bombarderos y cazas de combate, los carros de combate y las demás fuerzas terrestres de Sadam Husein eran pan comido para las divisiones blindadas estadounidenses, apoyadas por sus “fortalezas volantes”, sus cazabombarderos con misiles de precisión y sus helicópteros Apache. En ese sentido, la primera aportación del Gobierno español consistió en el permiso para el uso a discreción de las bases militares que Estados Unidos mantenía (y mantiene) en Rota (Cádiz) y Morón (Sevilla), y la segunda fue el envío de varios contingentes militares para controlar algunas zonas de la retaguardia cuando las fuerzas de ocupación fueran avanzando. Aunque el halcón Aznar López disponía de mayoría absoluta, no se dignó a someter al Parlamento sus compromisos bélicos con Bush y Blair, como, en buena lógica, correspondía a una democracia parlamentaria. “¿Esos van a enseñar democracia a los iraquís? ¡Anda ya!”, decía T. El primer contingente navegó a bordo del buque Galicia, el barco más moderno de la Armada española en aquellos momentos. Lo componían quinientos soldados y marineros profesionales de ambos sexos. Arribaron al puerto de Um Kasar el mismo día que los blindados estadounidenses entraban en Bagdad sin encontrar la feroz resistencia de la Guardia Nacional augurada y propalada por los grandísimos expertos en el potencial bélico iraquí a través de los potentes medios de comunicación. De hecho, los zafarranchos de combate en el desierto y las carreteras desde Kuwait a Bagdad demostraron una superioridad demoledora de los invasores. En diez días dejaron un reguero de cadáveres de militares y civiles y convirtieron en chatarra humeante la maquinaria bélica de Sadam. Los británicos se hicieron cargo de Basora, la segunda ciudad más poblada del país, y asignaron “la estabilización” (y el control) de la localidad y el puerto (petrolero y de mercancías) de Um Kasar, el único del Iraq, a los militares españoles, que llegaron en son de paz y en “misión humanitaria”, según proclamó el belicoso Aznar López. Unos días después, T viajó a aquel lugar.
Hacia Um Kasar entre bombas y mentiras
La función del Abuelo en aquel viaje a la retaguardia del Iraq ocupado por la fuerza bruta de los Estados Unidos de América y del Reino Unido de la Gran Bretaña junto con un contingente de polacos consistía en hablar (escribir) bien de los militares españoles. Eso iba de suyo. Su obligación era la de siempre: contar la verdad sin escatimar esfuerzos en documentar y difundir las violaciones de derechos humanos. El ministro de Defensa, un político muy católico, miembro de la Obra de Dios, y su director de comunicación, un periodista de Radio Nacional, amable y cercano, facilitaron el viaje o, mejor dicho, montaron una excursión a Um Kasar para que los distintos medios de comunicación difundieran la estupenda “misión humanitaria” de las tropas españolas que operaban desde el buque Galicia, en el extremo sur del país. El Gobierno deseaba celebrar la victoriosa ocupación, aunque solo fuera “enseñando el pabellón” del Reino de España. Ansiaba, además, el favor de la opinión pública, abrumadoramente contraria a la implicación de nuestro país en aquella guerra injusta, criminal e ilegal, y suponía que la información sobre los soldados españoles atendiendo a heridos y enfermos iraquís, repartiendo agua y alimentos a la gente y caramelos a los niños era la mejor propaganda para contrarrestar el enfado superlativo de los ciudadanos por la fechoría del belicoso de las Azores. El objetivo gubernamental pasaba por mostrar a los expedicionarios armados en son de paz, aliviando el sufrimiento y proporcionando seguridad a la población. “Téngase en cuenta –añadía el Abuelo– que los carros blindados estadounidenses, color mierda, habían entrado unos días antes en Bagdad sin la feroz resistencia de la Guardia Nacional, cuyos mandos habían sido comprados y abandonaron el país con maletines llenos de dólares, pero sin el recibimiento popular que esperaban aquellos ‘democratizadores’ de pacotilla. Y como no querían testigos de la limpieza de los afectos al régimen de Sadam (basistas del partido Bas) escupieron fuego, granadas de mortero, contra los periodistas llegados de fuera que se alojaban en el Hotel Palestina y grababan sus movimientos desde las terrazas. Los pepinazos lanzados por un tanque M1 Abrams mataron al reportero español José Couso, que trabajaba para Telecinco, al ucraniano con residencia en Varsovia (Polonia) Taras Protsyuk, que trabajaba para la Agencia Reuters, y dejaron malheridos a otros tres. Los gobiernos de los países de procedencia de los periodistas heridos y asesinados elevaron sus más enérgicas protestas al mandatario estadounidense. El español, no. Tampoco iba el pequeño de las Azores a amargar un éxito del que se sentía partícipe, o sea, el triunfo de su colega y nuevo amigo, el matón Bush junior”. Ni que decir tiene que el asesinato de Couso y la actitud genuflexa del Gobierno español acentuó más todavía el “no a la guerra”, de modo que si, cualquier iniciativa que permitiera disfrazar de palomas los halcones era bien venida. ¿Y qué mejor que mostrar la pacífica y esforzada “misión humanitaria” de las mujeres y hombres de las Fuerzas Armadas españolas para demostrar el gran corazón del jefe de gobierno, aunque solo fuera a los ojos de sus partidarios democristianos, liberales y conservadores? T y sus colegas subieron de madrugada a un Hércules que despegó de la base militar de Torrejón de Ardoz (Madrid) y aterrizaron cinco horas después en el aeropuerto de Kuwait. El Abuelo se reencontró en aquel viaje con un antiguo compañero de los tiempos de El Socialista, Ernesto Carratalá, un tipo pasional y apasionado del periodismo. El amigo Ernesto fungía en Radio Nacional de España (RNE, R1) cubriendo información laboral, huelgas, luchas obreras por la mejora de las condiciones de vida y trabajo, negociaciones entre sindicatos y patronales, debates de leyes sociales y otras noticias dimanadas de la actividad interna de las organizaciones sociales. Aunque el área de sus desvelos distaba bastante de la actividad militar y sus cada vez más sofisticadas herramientas, el apellido Carratalá venía marcado por la guerra, figuraba en los libros de historia y aparecía vinculado a la defensa del Madrid republicano y demócrata frente a las tropas del generalísimo Franco y los generales facciosos que se sublevaron con él. En efecto, el teniente Carratalá, que también se llamaba Ernesto, se encargó de suministrar las armas del cuartel de Carabanchel a las milicias socialistas para la defensa de Madrid. Cayó asesinado una noche, mientras cargaban fusiles en un camión. Ahora su nieto se apuntaba a aquella excursión al culo del desierto iraquí, a la retaguardia de aquella asquerosa guerra imperial. Llevaba un buen fajo de dólares y un equipaje más abultado que los demás, pues, según dijo, tenía intención de rular una temporada por el país ocupado haciendo reportajes. Lo putearon y tuvo que volver a Madrid para obtener el visado y otros permisos. Según el Abuelo, el panorama que ofrecía el aeropuerto kuwaití era acojonante: superbombarderos B-52 allí alineados, Galaxy y Huron de carga, auténticas fortalezas volantes, color ciénaga, ocupaban la gran explanada y aterrizaban y despegaban constantemente, despidiendo ruido y humo de dinosaurios furiosos con aerofagia. A su lado, el Hércules español parecía un pequeño mosquito. Toda la ferretería de la guerra estaba en marcha. Cientos de carros de combate, blindados medios, vehículos de transmisiones, transportes oruga y decenas de camiones con armas pesadas, alambradas, miles de contenedores con municiones, materiales y alimentos desbordaban los límites de aquel aeropuerto y se extendían por el desierto hasta perderse de vista. Mientras esperaban al pie del avión el permiso (un sello en el pasaporte) para alejarse del ruido ensordecedor y la contaminación de aquel lugar al que llegaba el Séptimo de Caballería para relevar a la Tercera División de Infantería, un reportero de una televisión privada española se puso a examinar su cámara Betacam para comprobar las condiciones lumínicas y atmosféricas. Apenas la puso al hombro y realizó algunos movimientos de filmación, cuatro soldados estadounidenses, grandes como armarios, salieron gritando de un apostadero de sacos terreros cubiertos con una malla de camuflaje. Dos hincaron la rodilla y apuntaron al con sus metralletas al periodista. Los otros dos corrieron hacia él, le arrebataron la cámara, lo empujaron y, sin dejar de gritar, lo condujeron a un hangar. Según aquellos tipos, nada de lo que veían nuestros ojos se podía filmar. “Todo es secreto”, dijo uno de aquellos homínidos en su idioma. “¡Por Júpiter!”, exclamó T, que había corrido tras ellos, seguido de Carratalá y otros colegas, a defender al compañero. Por más que el reportero les explicó que no había realizado filmación alguna y sólo estaba midiendo la luz, los tipos querían incautarse de la cámara. “De eso nasti de plasti”, les dijo T. Tras una dura porfía a la puerta de aquel hangar atestado de torres de palieres con miles de botellas de plástico llenas de agua para las tropas del desierto, aquellos tarugos pusieron el asunto en manos de su superior, pero el superior no estaba configurado para ver y entender el contenido de la cinta de una cámara, sólo para mandar y matar, así que llamó a un especialista. El experto apareció al cabo de una hora y se demoró treinta minutos en visionar la cinta y constatar que, en efecto, no tenía imágenes. Devolvieron la cámara al reportero sin pedirle disculpas. El percance retrasó la salida de los excursionistas, que ahora iban en un autobús sobre el que ondeaban banderas blancas, pero permitió a T saber que los invasores eran el primer y principal enemigo de los periodistas y constatar que aquellos matones funcionaban con la orden de anular e incluso liquidar a los testigos de sus fechorías. ¿Si los jefes de la barbarie no habían impartido la consigna de mantener a raya a los periodistas, cuyos documentos y testimonios poseían valor probatorio, según la Convención de Viena, ante un eventual tribunal internacional de crímenes de guerra, por qué rayos habían atacado el “hotel de los periodistas”, matando a Couso? ¿Por qué, a primera hora del mismo día, destruyeron con dos misiles las oficinas de la televisión Al Jazeera en la capital iraquí, matando al reportero palestino Tareq Ayyoub e hiriendo a su colega Zouhair al Iraqi? ¿Por qué ese día bombardearon la sede en Bagdad de la televisión de Abu Dhabi (Emiratos Árabes) al tiempo que cortocircuitaban la señal de todas las televisoras, excepto las estadounidenses? ¿Por qué, en fin, el secretario estadounidense Powell mintió cual bellaco al informar por escrito, veinte días después, a las autoridades españolas de que el ataque al Hotel Palestina se hizo en respuesta a unos disparos contra el tanque, efectuados por “terroristas” desde la terraza del edificio, algo totalmente falso? Cierto es que los profesionales estadounidenses de la guerra disparaban ante cualquier movimiento ajeno a sus esquemas, pero, en materia informativa, eran menos chuscos que los militares españoles. Si éstos aplicaban a los periodistas la “política del champiñón”, consistente en mantenerles a oscuras y darles mierda, aquellos ideaban formas de control y sujección de los informadores. Unas fechas de que el Trío de las Azores desencadenara aquella maldita guerra de “sangre por petróleo” apareció el concepto de periodista “empotrado”. Los mandatarios de Washington consideraron que sería positivo para sus intereses propagandísticos llevar periodistas de los principales medios de comunicación en sus unidades expedicionarias. Ofrecieron algunas plazas a los europeos y les llamaron así, “empotrados”. Uno de los que se enroló fue el colaborador de El Mundo del Siglo XXI Julio Anguita Parrado, quien compartía residencia en Nueva York con Idoia Noaín, colaboradora del periódico para el que fungía T. El entusiasta reportero recibió un cursillo de instrucción en un cuartel de Virginia, se empotró en la Tercera División de Infantería y fue trasladado a Iraq. Murió el 7 de abril de 2003, unas horas antes de que mataran a Couso. Julio llamó tres veces a la redacción de su periódico para alertar de que los atacantes se disponían a entrar en Bagdad. Sería la gran noticia del día. Él se aprestaba a ir en primera línea, aunque, finalmente, la falta de un chaleco antibalas adecuado le obligó a permanecer en el Centro de Mando junto con el reportero alemán Chistian Liebig, que también murió. Un misil lanzado por los iraquís desde la retaguardia los alcanzó de lleno. La explosión mató también a dos soldados e hirió a otros quince. La perra suerte de Anguita se vio acompañada por el hecho, silenciado por los medios de comunicación de que el director del periódico en el que firmaba sus crónicas como “enviado especial”, el famoso “justiciero” Pedro J. Ramírez, le mantuviera sin contrato a pesar del dineral que la empresa ganaba con aquella guerra y en contraste con los enviados especiales de otros medios de comunicación, en su mayoría protegidos, además, con seguros de vida. El padre de Anguita era el carismático líder de Izquierda Unida, la formación política surgida de la fractura del histórico PCE, y mantenía unas excelentes relaciones con aquel Pedro J, lo que explica que no le hiciera un solo reproche público sobre la indecencia laboral de su empresa. El dirigente de la “izquierda transformadora” Julio Anguita González cultivaba también sus buenas relaciones con el belicoso Aznar López, pero ahora, al recibir la noticia de la muerte del hijo (32 años) al que tanto quería, exclamaba en el Teatro Federico García Lorca de Getafe (Madrid), donde participaba en un acto republicano: “¡Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen!”. También para él, ya enfermo del corazón, quedaba claro quién era el enemigo.
Letizia, Camp Bucca y censura
Los invasores angloamericanos obtuvieron carta blanca de las autoridades kuwaitís sobre sus infraestructuras y utilizaban en exclusiva la autopista que conduce a Iraq. Eran los putos amos y negaron el permiso para que el autobús con los periodistas españoles pudiera circular por aquella vía de gran capacidad, así que tuvieron que utilizar carreteras secundarias del desierto, con tramos mal asfaltados o sin asfalto, y tardaron más de cuatro horas para llegar a Um Kasar bajo un calor asfixiante. El puerto distaba tres o cuatro kilómetros del pueblo y tenía un solo barco: el buque de desembarco anfibio Galicia. Aunque parezca increíble, desde aquella nave se veía el mundo, o por lo menos eso decía T para referirse al hecho de que la colega Letizia Ortiz presentara desde allí el principal noticiario de Televisión Española. Las comunicaciones con Torre España (el Pirulí) debían de ser estupendas, pues Ortiz contaba el sumario, introducía las noticias, daba paso a los corresponsales y refería los contenidos nacionales como si estuviera en Madrid, en el foco emisor, el Pirulí propiamente dicho. Lo venía haciendo desde una semana antes, cuando embarcó y el buque navegaba por el Mar Rojo. Y, por supuesto, nada de interés en el barco pasaba desapercibido a su competente equipo, de modo que todo o casi todo estaba contado sobre aquella fuerza expedicionaria cuando los excursionistas llegaron al barco. Los mandos les recibieron a bordo, les asignaron literas en las bodegas junto a la tropa y les ofrecieron comida y bebida. La visita duraba dos días. La primera jornada acompañaron a las tropas en el reparto de agua y raciones de comidas en las barriadas de aquella localidad y visitaron un centro de salud del que se había hecho cargo un equipo de sanitarios militares españoles. Eso les permitió hablar con la gente que esperaba fuera del consultorio ser auscultada y medicada. Echaban pestes del malvado Sadam Husein, que todavía no había sido capturado por los invasores, pero detestaban la ocupación a sangre y fuego y rogaban a Alá que aquellos matones despiadados e impíos se largaran cuanto antes. Lógico. Téngase en cuenta que la guerra había destrozado el sistema administrativo, los servicios públicos esenciales, las cadenas de suministros de agua, alimentos y, paradójicamente en un país productor de gas y petróleo, de combustible hasta para cocinar. Nada funcionaba. Los niños vagaban sin escuela desde hacía dos meses, los empleados públicos no recibían su paga desde hacía tres, los policías, médicos, maestros… que habían desobedecido la orden de reclutamiento estaban huidos o escondidos. Los obedientes se hallaban desaparecidos, presos o muertos. Sus familias no tenían noticia de ellos. Las mujeres preguntaban a los imanes, y los imanes, que tampoco recibían información sobre los prisioneros, se irritaban y maldecían a los invasores. T recogió en sus crónicas escritas a cuarenta grados aquel triste estado de cosas. Lo otro, la esforzada “acción humanitaria” (tapadera de la información y el control de la retaguardia), era narrado en tiempo real por la radio y difundido por las televisiones muchas horas antes de que los periódicos llegaran a los kioskos. Además, la presentadora del Telediario de TVE, Letizia Ortíz, contaba con dos equipos a su disposición. Y lo que es más importante, recibía los avisos de las acciones noticiosas de los milicos antes que los demás medios, de manera que no había primicia que rascar. El trato de los mandos a la representante de la televisión pública (de gubernamental obediencia) era tan esmerado que se rumoreaba que el comandante del barco había cedido su camarote a Letizia. Era inútil intentar confirmar el rumor por cuanto esa cesión estaba prohibida y suponía una fuerte sanción al almirante. ¿A qué preguntar, si la respuesta iba a ser la negación? Pero al margen del más cómodo aposento, todas las primicias eran para ella. T constató el enfado superlativo (cabreo) de algunos colegas ante el hecho de que sólo avisaran a TVE del nacimiento de una bebé iraquí en el barco. El buque llevaba un pequeño hospital con quirófanos, instrumental y capacidad para atender a seis u ocho pacientes a bordo. Varios cirujanos militares (médicos que daban su carrera civil a las Fuerzas Armadas) y sus correspondientes equipos de anestesistas y enfermeros realizaban a bordo las intervenciones y curas más urgentes y complejas de las personas enviadas desde el consultorio del pueblo. El ingreso de una mujer que requería una cesárea para dar a luz y el feliz desenlace eran la mejor noticia que se podía dar por TVE para demostrar que las tropas españolas no sólo no iban a matar sino a ayudar a nacer. El reportaje es enternecedor. La joven madre ingresando en la zona medicalizada del barco, la espera de su marido, su nerviosismo. Poco después, su alegría ante el desenlace positivo de la intervención. Más tarde, la mamá compareciente con su bebé, una preciosa niña a la que su padre dice que pondrán el nombre de Galicia, como el barco donde ha nacido. Esa noche, en la cubierta del buque, T revisa sus notas sobre la distribución y los cometidos del contingente expedicionario, contrasta los datos oficiales con otros colegas y resulta que les salen más médicos y enfermeros que los destinados al centro de salud de Um Kasar y al hospital embarcado. ¿Dónde está el personal sanitario que falta? La respuesta es que quince facultativos realizan su tarea en un hospital de campaña que han desplegado en un lugar del desierto. Están en una zona alejada del pueblo, pero no tan alejada (20 ó 30 kilómetros) que les impida ir allá e informar de su “labor humanitaria”, así que se ponen en marcha a la mañana siguiente y los localizan en las estribaciones de un pequeño cerro terroso, protegido por alambradas de espiral y vigilado por varios marines a bordo de un Hummer con dos ametralladoras montadas. Los vigilantes les permiten pasar. El lugar ha sido bautizado con el nombre de Camp Bucca y está protegido por elementos de la 800ª brigada de la policía militar estadounidense y dirigido por oficiales en la reserva del Cuerpo de Bomberos de Nueva York. De hecho el nombre elegido pretende ser un homenaje a la memoria de Ronald Bucca, jefe de los bomberos de Nueva York que falleció en los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. T se pregunta qué tendrán que ver los iraquís con el 11-S. Nada. Pero ya se ve que al imperialismo de Washington le vale todo para disfrazar su rapiña criminal. T y otros compañeros entra en la enorme tienda de campaña que alberga el hospital español. Están hablando con un capitán enfermero cuando oyen unos alaridos de dolor que vienen de fuera. “Ya empieza el baile”, dice el capitán, un hombre fuerte, grande, la frente perlada de gotas de sudor. Todavía no son las diez de la mañana y el calor comienza a ser sofocante. “¿El baile?”, pregunta un colega. El capitán enfermero de instrucciones –“por aquí”– a dos soldados que traen cogido por las axilas al tipo que grita de dolor. Lo tienden en una camilla, el enfermero le pide por señas que se tranquilice, le limpia un pie con alcohol, le inyecta un antídoto en vena y le suministra un calmante vía oral con un vaso de agua. A continuación le hace una pequeña incisión en forma de aspa en el lateral del pie para que salga el veneno, se la venda con algodón y esparadrapo y empuja la camilla rodante hacia el compartimento trasero. El paciente, un tipo joven, cubierto con un mandilón grisaceo, ha dejado de quejarse. En sus ojos tristes, llenos de lágrimas, hay una mirada de gratitud hacia el enfermero, que ahora empuja la camilla hasta la habitación contigua y le ayuda a trasladarse a una de las cuatro pequeñas camas allí instaladas. “Quizá me expresado mal –dice a los periodistas– y en vez del ‘baile’ debería decir el ‘desfile’ de prisioneros asaeteados por los escorpiones”. Los reporteros han contemplado la cura a un lado de la tienda de campaña, con la espalda pegada a la lona para no estorbar. “¿Escorpiones?”, dice uno. “Si, alacranes del desierto –dice el capitán enfermero–; hay muchísimos; son marones, arcillosos, la hostia de venenosos; se confunden con el terreno y a la que esos pobres desgraciados se descuidan, zasca, aguijonazo que dios te crió”. El capitán enfermero sigue sudando. El cañón de aire refrigerado permite obtener una temperatura aceptable, en torno a treinta grados en la parte trasera del hospital de campaña, pero resulta insuficiente para refrescar la zona delantera, donde se encuentran. El capitán enfermero tiene ganas de hablar, posee un ligero acento sevillano, muy agradable. Aun así, a T le parece que este hombre suda de indignación. “Todos los días atiendo a diez o doce prisioneros con esas picaduras de alacrán que duelen que rabian. ¿Cómo no les van a picar, si los tienen descalzos en esas jaulas entre alambradas? Descalzos y desnudos, sin más atuendo que esos batones raídos por el sol. ¿Cómo no les van a picar si los mantienen a la intemperie bajo un sol abrasador que los atonta, los ciega y adormece? Hay que ser muy, pero que muy canalla para tratar a la gente, a los prisioneros, como si fueran perros rabiosos”. El capitán enfermero se desahoga ante ellos, maldice a los yankis, critica, por cómplice, al Gobierno español. Sabe que se juega los galones, pero no le importa y pide a los periodistas que recojan y difundan sus palabras. Le parece poco creíble (rotundamente increíble) que los invasores victoriosos carezcan de personal sanitario suficiente y hayan recurrido a los españoles. En este punto T recuerda el afán del ministro de Defensa de “enseñar el pabellón”. Cuando salen, el capitán enfermero señala hacia un banderín rojo y gualda prendido en una esquina de la parda lona del hospital. “Mira, el pabellón español; es todo cuanto nos han permitido poner”, dice, en contraste con la gran bandera estadounidense que ondea en la entrada de Camp Bucca. “¿Cuántos han muerto bajo el pabellín español?”, le pregunta T. El militar sanitario responde: “No hemos podido salvar a cuatro, tres con heridas de balas y uno por fallo de la patata”. Y le cuenta que los marines de la policía militar tienen licencia para disparar a los prisioneros cuando se insurreccionan. “¿Cómo es eso?”, inquiere T. “Muchos se desesperan, pierden los nervios, se vuelven locos… Cuando pasan los patrulleros en los Hummer por delante de las jaulas, les insultan y les tiran arena y alguna piedra que encuentran escarbando en el suelo. Aunque ni les alcanzan ni les dan, de vez en cuando algún soldado responde con una ráfaga. Casi todos los días nos traen algún herido de bala”. A T le gustaría seguir escuchando a este hombre, pero los colegas ya se alejan montículo arriba hacia una casucha erizada de antenas, la única construcción existente en la zona, donde les han dicho que pueden encontrar al jefe del campo de prisioneros, y T se despide del capitán y corre para alcanzarlos. El responsable del campo se aviene a saludarlos y acepta algunas preguntas. En ese momento contabilizan unos dos mil iraquís (él dice “enemigos”) cautivos y encerrados tras las altas cercas de alambre, coronadas con espirales de concertinas y espinos. Pero los castramentadores están ampliando el campo para duplicar la capacidad de acogida. Los prisioneros son clasificados según su peligrosidad y destinados a la sección correspondiente, donde quedan confinados en los “alojamientos” (por no decir “jaulas”) convenientemente preparados para acogerlos. Cada alojamiento posee capacidad para albergar hasta cincuenta individuos de entre dieciséis y sesenta años. Los periodistas le preguntan por qué los tienen descalzos y con esos sayones por toda indumentaria, dada la peligrosidad de los escorpiones, y el director del campo, un sesentón grande como una mole, gafas oscuras, gorra de visera, camisa caqui con el emblema del cuerpo de bomberos de Nueva York, calzón corto y botas recias, afirma que están acostumbrados a ir descalzos y son inmunes a los escorpiones. Los informadores le interpelan sobre la falta de sombra o protección de los prisioneros frente a este sol abrasador y se interesan sobre el trato alimentario. Al hombre empiezan a fastidiarle las preguntas y se escuda en que cumplen la Convención de Ginebra sobre los prisioneros y, si, claro que les dan de comer y de beber. “Miren –dice señalando a un camión-cisterna que pasa a lo lejos–, agua para que beban”. Ellos inciden en sus preguntas y él invoca una y otra vez la Convención de Ginebra. “Somos demócratas y respetamos los derechos humanos”, afirma con gran aplomo. T interviene: “¿Cómo se entiende el hecho de que los soldados les disparen?”, pero el jefe de Camp Bucca da por no oída la pregunta y les suelta un breve discurso de agradecimiento a su país (España) y a las autoridades de su país por la magnífica colaboración y extraordinaria labor sanitaria que prestan. Luego se vuelve hacia la puerta de la casucha, la abre, entra y cierra. Pese a la rapidez de movimientos T y otros colegas han podido ver una escalera de bajada y deducen que la casucha alberga un silo subterráneo, aunque aunque ahora les interesa más el tejado, es decir, las imágenes que algunos reporteros gráficos que se han encaramado allí arriba por la parte trasera de la casucha mientras hablaban con el jefe hayan podido obtener de la sucesión de jaulas con prisioneros que se pierde a lo lejos. Les silban, les ayudan a bajar de la techumbre bereber, plana, de apenas dos metros y medio sobre el nivel del suelo, y emprenden la retirada cerro abajo. Ya a la sombra, en la parte trasera del hospital de campaña español, están visionando las secuencias de los prisioneros, obtenidas con teleobjetivo, cuando el capitán enfermero se asoma y les indica que escondan rápidamente las cámaras y les señala un retrete. ¿Qué está pasando? El jefe del campo, aquella mole humana, ha salido de su agujero, bajado el montículo y les está buscando en el interior del hospital. Un reportero se hace cargo del material y se encierra en el lavabo. T y algunos colegas acuden a ver qué quiere ese baranda. Los demás ya han subido al autobús. El tronco humano (por no decir inhumano) parece bastante excitado, ha recorrido la instalación sanitaria en compañía de dos soldados a modo de escolta y no ha encontrado lo que buscaba: las cámaras. Con voz enérgica les impreca: “Sabemos que ustedes han filmado y han hecho fotografías. Se han saltado una prohibición tajante y han burlado nuestra confianza. Eso es muy grave. Quiero advertirles que no pueden difundir ese material y que la imagen de los prisioneros está protegida por la Convención de Ginebra. Tengan mucho cuidado con los que hacen y ni se les ocurra publicarlas”. Luego sube a Jeep y se larga. T y otros colegas agradecen al capitán enfermero su gesto de ayuda. “Ya lo habéis oído –dice–, se les puede disparar balas, no fotos”. Regresan al barco, T se apresura a redactar y enviar su crónica, se cerciora de que los compañeros de las agencias gráficas transmiten las fotos sobre las condiciones inhumanas de los prisioneros en Camp Bucca y alerta al redactor jefe al respecto. La excursión toca a su fin. A la una de la tarde están de nuevo en el autobús hacia Kuwait. Desde el aeropuerto T contesta a las llamadas perdidas del periódico. El redactor jefe le dice que ha reclamado las fotografías y que las dos agencias le han dicho lo mismo: que no van a distribuirlas. T ya lo sabe. Ha visto a un cámara amigo llorar de rabia por la censura y el desprecio de su reportaje. El redactor jefe le anima a añadir a su crónica el miserable comportamiento del Gobierno español que, al recibir la queja del mando estadounidense del campo de prisioneros, se ha apresurado a ordenar a las dos agencias que no transmitan ese material. Una agencia es estatal y la otra come de su mano y ya sabemos que no hay que morder la mano que te da de comer. T acepta la propuesta del redactor jefe, pero le pide unos minutos. Ha de verificar el conducto censor. Llama al gabinete telegráfico del Ministerio de Defensa y pide que le pasen con el ministro, pero los del gabinete ya conocen su voz y le ponen al habla con el jefe de prensa. El Abuelo tiene confianza con él y le explica la situación, es decir, un trato tan brutal y criminal a los presos iraquís que haría brincar de su asiento a una persona tan católica y piadosa como el ministro. Al director del gabinete de prensa no le consta instrucción alguna de su señorito de prohibir la distribución y publicación de esas fotografías. T le cree y piensa que la orden o presión ha salido de Moncloa, residencia del jefe del Gobierno y sede del portavoz del Ejecutivo, pero le pide que pregunte expresamente a su ministro, algo que el amable colega Alberto Martínez Arias considera innecesario: “Mira tío, es tarde –le dice–, y te puedo asegurar que al ministro no le preocupan unas fotos; lo único que le preocupa es lo delgada que está Letizia” (en referencia a la colega de TVE). T encaja la frivolidad, la interpreta como si al ministro le gustara esa chica y se muerde la lengua para no mandarle a la mierda. Llama al redactor jefe y le dice que el portavoz de Defensa niega presiones de su jefe a las agencias para que no distribuyan las fotos de los prisioneros iraquís enjaulados en el desierto. Todos saben que, pixelando los rasgos faciales, la publicación de esas instantáneas no vulnera convención alguna y, en cambio, puede contribuir a mejorar el trato y que los liberen cuanto antes, pero ya se ve que los deseos del mando estadounidense son órdenes para el pequeño de las Azores. Puesto que, por otra parte, la trivialidad del titular de Defensa tampoco merece categoría impresa, T y su redactor jefe dejan correr el asunto. “¡Craso error!”, exclamaba el Abuelo. Y se flagelaba a sí mismo por haber incumplido el sagrado precepto periodístico de no despreciar los detalles. ¿Por qué en plena ocupación bélica, con muertos y heridos cada día, todo un ministro de Defensa del Reino de España iba a estar preocupado por la flacura o gordura de una presentadora de televisión? ¿Acaso no eran las armas de destrucción masiva (nunca encontradas por los invasores) lo que debía de preocuparle? “Fallé como un imbécil –decía–; tenía que haber seguido el hilo del comentario de Alberto, y si no llegaba al ovillo, debía de haber destacado la futilidad del ministro. Imagina el titular en aquel contexto de masiva protesta social contra la guerra: ‘El ministro de Defensa, muy preocupado por la delgadez de enviada de TVE abordo del buque Galicia”. Dos semanas después los españoles supieron que aquella periodista era la novia oficial del príncipe Felipe de Borbón y Grecia, ahora rey Felipe VI.
FIN