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Y 30.–La vuelta a Irak: sangre por petróleo

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

En aquel entonces, el autócrata Sadam Husein negociaba con algunos gobiernos europeos la venta del oro negro del subsuelo de Iraq en la moneda común recién estrenada por la mayoría de los países socios de la Unión Europea, el Euro. Era una operación beneficiosa para las petroleras del Viejo Continente, pero suponía un fuerte contratiempo para las voraces extractoras estadounidenses, el patrón dólar y el llamado “modelo de vida americano”, así que, metidos, como estaban, en el zafarrancho militar de Afganistán, los mandatarios de Estados Unidos echaron cuentas y concluyeron que les salía rentable extender la guerra a Iraq y apoderarse de sus grandes reservas de petróleo. El presidente George Bush junior, un petrolero al fin y al cabo, junto con su subordinado en el Pentágono, el multimillonario de Chicago Donald Rumsfeld, y el bien mandado secretario de Estado, general de cuatro estrellas Colin Powell, resolvieron completar la obra pendiente de Bush senior de liquidar a Sadam y apoderarse de Iraq, algo que los europeos habían rechazado hacía doce años. Para ejecutar sus planes contaban con el apoyo del primer ministro británico, un kikirigallo laborista llamado Tony Blair, pero necesitaban sortear (burlar) la legalidad internacional, de modo que pusieron en marcha un mecanismo de propaganda del más puro estilo goebeliano. Si no podían evitar los vetos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, poseían capacidad de sobra para hacer creer a la opinión pública occidental que Sadam era un peligro para la humanidad, de modo que empezaron a difundir informaciones sobre el armamento, impresionante y letal, del régimen de Bagdad. Fue un proceso creciente, escalonado. Primero lanzaron “la gran mentira”: Sadam poseía “armas de destrucción masiva”. Todos los grandes medios de comunicación occidentales, libres e independientes, desde luego, la repitieron ad nauseam. El concepto resultaba atractivo, era muy periodístico, acojonaba. Alcanzó tal popularidad que ni siquiera se esforzaron en concretar a qué armas de destrucción masiva se referían. ¿Nucleares, químicas, bacterianas? Tanto daba. Cierto es que los observadores de la ONU iban de Nueva York a Bagdad, se personaban por sorpresa en los cuarteles militares iraquís, inspeccionaban los arsenales, regresaban y emitían sus informes: nada, ni armas de destrucción masiva ni leches en vinagre. Los gobernantes iraquíes estaban molestos con las idas y venidas de aquellos inspectores. Lógico. A nadie le gusta que le registren su casa. Eran unos auténticos hideputa con su pueblo, pero no eran tontos y, tras manifestar su disgusto, dejaban pasar a los funcionarios de Naciones Unidas a cuantos lugares e instalaciones civiles y militares decidieran acceder y revisar. Los inspectores entraban, buscaban, analizaban, salían y se marchaban sin haber hallado las malditas armas de destrucción masiva. Eso era porque el malvado Sadam las tenía bien escondida, aseguraban los norteamericanos. ¿Cómo lo saben? Nadie sabía cómo, pero lo sabían. Y lo que es peor: decían que algún grupo, alguna célula terrorista, podía apoderarse de ellas y cometer atentados terribles, matanzas como las perpetradas con los aviones. La hipótesis era horrorosa, insoportable para cualquier ser humano con dos dedos de frente y, desde luego, para los gobernantes que tenían el mandato democrático de garantizar la seguridad y protección de los ciudadanos. En este punto el Abuelo se preguntaba quién nos protegía de los protectores. Y exclamaba: “Fifla, pura fifla”. Recuerdo que me mostró una fotografía en la que aparecía un tipo asomado a la torreta de un carro de combate. Una gorra verde con visera le cubría la cabeza. Tenía los ojos pequeños y un bigote espeso y negro bajo la nariz. “Este es el encargado de protegernos”, dijo T. Era el jefe del Gobierno. “Mintió como un bellaco para que le dejaran exento o escusado del Servicio Militar, y ahora ahí le tienes, haciendo el imbécil”, añadió antes de afirmar que quien engaña una vez engañá siempre. Para sorpresa de todos, incluidos algunos ministros del Gabinete, el tipo decidió separarse de la política común europea y alinearse con los mandatarios estadounidense y británico a favor de la invasión de Iraq. De inmediato asumió el mensaje de que Sadam poseía armas de destrucción masiva, podía cargarlas en misiles de largo alcance y atacar las principales ciudades del planeta. Los informes secretos de los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos, los mejores del mundo, no dejaban margen de duda. Uno podía preguntarse si aquellos informes eran reales, decían la verdad y habían sido sometidos a contraste, pero antes de que eso ocurriese ya la CIA, el FBI, el Pentágono, el Foreing Office… habían realizado las oportunas filtraciones a los potentes medios de comunicación de masas. Uno podía preguntarse cómo carajo un régimen vigilado por la comunidad internacional, sometido al embargo de armas y a una exclusión aérea que afectaba a gran parte del territorio iraquí podía contar con misiles intercontinentales, capaces de golpear poblaciones situadas a diez, doce o quince mil kilómetros. Pero eso, los expertos y opinadores de los grandes periódicos y cadenas audiovisuales no se lo preguntaban y tampoco los enjundiosos e intrépidos reporteros lo investigaban. El Abuelo se sentía decepcionado. Los mayores referentes del periodismo contemporáneo miraban hacia otro lado. Desde un periódico regional, con gran impacto nacional, es cierto, pero regional al fin y al cabo, solo podían hacer lo que hicieron: demostrar que la principal petrolera patria negociaba con el régimen de Sadam, con el permiso y apoyo del vicepresidente económico, la explotación de un campo de petróleo en Nasiriya, en el sudeste de Iraq. De este modo, mientras el vicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato, un hombre muy listo (decían), respaldaba las negociaciones en Bagdad sobre la concesión de aquel campo petrolífero, la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, abogaba en Nueva York, ante el Consejo de Seguridad, por la invasión militar de Iraq. Y defendía con tal énfasis la conveniencia de democratizar a cañonazos el país asiático y de liquidar al malvado Sadam para evitar que lanzara sus armas de destrucción masiva contra Occidente, que, a su lado, el secretario de Estado Colin Powell, parecía un palomo cojo, un blando. Cierto es que aquella Palacio (su malograda hermana Loyola había sido portavoz parlamentaria de la derecha nacional y ministra de Agricultura) poseía una morfología capilar y facial que recordaba a Harpo, el mudo de los hermanos Marx, y nadie la tomaba muy en serio. Pero de la noche a la mañana, su superior, el presidente del Gobierno, acudió a las Azores a reunirse con Bush y Blair para lanzar la invasión. La respuesta de los ciudadanos españoles fue inmediata. Cientos de miles de personas salieron a la calle al grito de “¡No a la guerra!” Se registraron marchas y concentraciones masivas en casi todas las ciudades españolas. La inmensa mayoría de los ciudadanos rechazaba la decisión del jefe del gobierno, señor Aznar López, de participar en aquella guerra ilegal, injusta y criminal (como todas las guerras), pero el tipo fue al Parlamento,e tildó de indocumentados a los ciudadanos, proclamó: “¡Créanme, Iraq tiene armas de destrucción masiva!” E impuso su voluntad. Tampoco aquel tipo de poca estatura, el pequeño del “trío de las Azores”, iba a desaprovechar la ocasión de sacar la cabeza al margen de la Unión Europea y de alardear de su amistad con el norteamericano Bush. La participación española en aquella guerra de ocupación tenía mayor importancia política que militar, pues cuarteaba la unidad europea y, por otra parte, servía de banderín de enganche en América Latina, donde España mantenía una indudable influencia cultural. En el plano militar, los angloamericanos se sobraban y bastaban para liquidar al Ejército iraquí. Desprovisto de aviones bombarderos y cazas de combate, los carros de combate y las demás fuerzas terrestres de Sadam Husein eran pan comido para las divisiones blindadas estadounidenses, apoyadas por sus “fortalezas volantes”, sus cazabombarderos con misiles de precisión y sus helicópteros Apache. En ese sentido, la primera aportación del Gobierno español consistió en el permiso para el uso a discreción de las bases militares que Estados Unidos mantenía (y mantiene) en Rota (Cádiz) y Morón (Sevilla), y la segunda fue el envío de varios contingentes militares para controlar algunas zonas de la retaguardia cuando las fuerzas de ocupación fueran avanzando. Aunque el halcón Aznar López disponía de mayoría absoluta, no se dignó a someter al Parlamento sus compromisos bélicos con Bush y Blair, como, en buena lógica, correspondía a una democracia parlamentaria. “¿Esos van a enseñar democracia a los iraquís? ¡Anda ya!”, decía T. El primer contingente navegó a bordo del buque Galicia, el barco más moderno de la Armada española en aquellos momentos. Lo componían quinientos soldados y marineros profesionales de ambos sexos. Arribaron al puerto de Um Kasar el mismo día que los blindados estadounidenses entraban en Bagdad sin encontrar la feroz resistencia de la Guardia Nacional augurada y propalada por los grandísimos expertos en el potencial bélico iraquí a través de los potentes medios de comunicación. De hecho, los zafarranchos de combate en el desierto y las carreteras desde Kuwait a Bagdad demostraron una superioridad demoledora de los invasores. En diez días dejaron un reguero de cadáveres de militares y civiles y convirtieron en chatarra humeante la maquinaria bélica de Sadam. Los británicos se hicieron cargo de Basora, la segunda ciudad más poblada del país, y asignaron “la estabilización” (y el control) de la localidad y el puerto (petrolero y de mercancías) de Um Kasar, el único del Iraq, a los militares españoles, que llegaron en son de paz y en “misión humanitaria”, según proclamó el belicoso Aznar López. Unos días después, T viajó a aquel lugar.

Hacia Um Kasar entre bombas y mentiras

La función del Abuelo en aquel viaje a la retaguardia del Iraq ocupado por la fuerza bruta de los Estados Unidos de América y del Reino Unido de la Gran Bretaña junto con un contingente de polacos consistía en hablar (escribir) bien de los militares españoles. Eso iba de suyo. Su obligación era la de siempre: contar la verdad sin escatimar esfuerzos en documentar y difundir las violaciones de derechos humanos. El ministro de Defensa, un político muy católico, miembro de la Obra de Dios, y su director de comunicación, un periodista de Radio Nacional, amable y cercano, facilitaron el viaje o, mejor dicho, montaron una excursión a Um Kasar para que los distintos medios de comunicación difundieran la estupenda “misión humanitaria” de las tropas españolas que operaban desde el buque Galicia, en el extremo sur del país. El Gobierno deseaba celebrar la victoriosa ocupación, aunque solo fuera “enseñando el pabellón” del Reino de España. Ansiaba, además, el favor de la opinión pública, abrumadoramente contraria a la implicación de nuestro país en aquella guerra injusta, criminal e ilegal, y suponía que la información sobre los soldados españoles atendiendo a heridos y enfermos iraquís, repartiendo agua y alimentos a la gente y caramelos a los niños era la mejor propaganda para contrarrestar el enfado superlativo de los ciudadanos por la fechoría del belicoso de las Azores. El objetivo gubernamental pasaba por mostrar a los expedicionarios armados en son de paz, aliviando el sufrimiento y proporcionando seguridad a la población. “Téngase en cuenta –añadía el Abuelo– que los carros blindados estadounidenses, color mierda, habían entrado unos días antes en Bagdad sin la feroz resistencia de la Guardia Nacional, cuyos mandos habían sido comprados y abandonaron el país con maletines llenos de dólares, pero sin el recibimiento popular que esperaban aquellos ‘democratizadores’ de pacotilla. Y como no querían testigos de la limpieza de los afectos al régimen de Sadam (basistas del partido Bas) escupieron fuego, granadas de mortero, contra los periodistas llegados de fuera que se alojaban en el Hotel Palestina y grababan sus movimientos desde las terrazas. Los pepinazos lanzados por un tanque M1 Abrams mataron al reportero español José Couso, que trabajaba para Telecinco, al ucraniano con residencia en Varsovia (Polonia) Taras Protsyuk, que trabajaba para la Agencia Reuters, y dejaron malheridos a otros tres. Los gobiernos de los países de procedencia de los periodistas heridos y asesinados elevaron sus más enérgicas protestas al mandatario estadounidense. El español, no. Tampoco iba el pequeño de las Azores a amargar un éxito del que se sentía partícipe, o sea, el triunfo de su colega y nuevo amigo, el matón Bush junior”. Ni que decir tiene que el asesinato de Couso y la actitud genuflexa del Gobierno español acentuó más todavía el “no a la guerra”, de modo que si, cualquier iniciativa que permitiera disfrazar de palomas los halcones era bien venida. ¿Y qué mejor que mostrar la pacífica y esforzada “misión humanitaria” de las mujeres y hombres de las Fuerzas Armadas españolas para demostrar el gran corazón del jefe de gobierno, aunque solo fuera a los ojos de sus partidarios democristianos, liberales y conservadores? T y sus colegas subieron de madrugada a un Hércules que despegó de la base militar de Torrejón de Ardoz (Madrid) y aterrizaron cinco horas después en el aeropuerto de Kuwait. El Abuelo se reencontró en aquel viaje con un antiguo compañero de los tiempos de El Socialista, Ernesto Carratalá, un tipo pasional y apasionado del periodismo. El amigo Ernesto fungía en Radio Nacional de España (RNE, R1) cubriendo información laboral, huelgas, luchas obreras por la mejora de las condiciones de vida y trabajo, negociaciones entre sindicatos y patronales, debates de leyes sociales y otras noticias dimanadas de la actividad interna de las organizaciones sociales. Aunque el área de sus desvelos distaba bastante de la actividad militar y sus cada vez más sofisticadas herramientas, el apellido Carratalá venía marcado por la guerra, figuraba en los libros de historia y aparecía vinculado a la defensa del Madrid republicano y demócrata frente a las tropas del generalísimo Franco y los generales facciosos que se sublevaron con él. En efecto, el teniente Carratalá, que también se llamaba Ernesto, se encargó de suministrar las armas del cuartel de Carabanchel a las milicias socialistas para la defensa de Madrid. Cayó asesinado una noche, mientras cargaban fusiles en un camión. Ahora su nieto se apuntaba a aquella excursión al culo del desierto iraquí, a la retaguardia de aquella asquerosa guerra imperial. Llevaba un buen fajo de dólares y un equipaje más abultado que los demás, pues, según dijo, tenía intención de rular una temporada por el país ocupado haciendo reportajes. Lo putearon y tuvo que volver a Madrid para obtener el visado y otros permisos. Según el Abuelo, el panorama que ofrecía el aeropuerto kuwaití era acojonante: superbombarderos B-52 allí alineados, Galaxy y Huron de carga, auténticas fortalezas volantes, color ciénaga, ocupaban la gran explanada y aterrizaban y despegaban constantemente, despidiendo ruido y humo de dinosaurios furiosos con aerofagia. A su lado, el Hércules español parecía un pequeño mosquito. Toda la ferretería de la guerra estaba en marcha. Cientos de carros de combate, blindados medios, vehículos de transmisiones, transportes oruga y decenas de camiones con armas pesadas, alambradas, miles de contenedores con municiones, materiales y alimentos desbordaban los límites de aquel aeropuerto y se extendían por el desierto hasta perderse de vista. Mientras esperaban al pie del avión el permiso (un sello en el pasaporte) para alejarse del ruido ensordecedor y la contaminación de aquel lugar al que llegaba el Séptimo de Caballería para relevar a la Tercera División de Infantería, un reportero de una televisión privada española se puso a examinar su cámara Betacam para comprobar las condiciones lumínicas y atmosféricas. Apenas la puso al hombro y realizó algunos movimientos de filmación, cuatro soldados estadounidenses, grandes como armarios, salieron gritando de un apostadero de sacos terreros cubiertos con una malla de camuflaje. Dos hincaron la rodilla y apuntaron al con sus metralletas al periodista. Los otros dos corrieron hacia él, le arrebataron la cámara, lo empujaron y, sin dejar de gritar, lo condujeron a un hangar. Según aquellos tipos, nada de lo que veían nuestros ojos se podía filmar. “Todo es secreto”, dijo uno de aquellos homínidos en su idioma. “¡Por Júpiter!”, exclamó T, que había corrido tras ellos, seguido de Carratalá y otros colegas, a defender al compañero. Por más que el reportero les explicó que no había realizado filmación alguna y sólo estaba midiendo la luz, los tipos querían incautarse de la cámara. “De eso nasti de plasti”, les dijo T. Tras una dura porfía a la puerta de aquel hangar atestado de torres de palieres con miles de botellas de plástico llenas de agua para las tropas del desierto, aquellos tarugos pusieron el asunto en manos de su superior, pero el superior no estaba configurado para ver y entender el contenido de la cinta de una cámara, sólo para mandar y matar, así que llamó a un especialista. El experto apareció al cabo de una hora y se demoró treinta minutos en visionar la cinta y constatar que, en efecto, no tenía imágenes. Devolvieron la cámara al reportero sin pedirle disculpas. El percance retrasó la salida de los excursionistas, que ahora iban en un autobús sobre el que ondeaban banderas blancas, pero permitió a T saber que los invasores eran el primer y principal enemigo de los periodistas y constatar que aquellos matones funcionaban con la orden de anular e incluso liquidar a los testigos de sus fechorías. ¿Si los jefes de la barbarie no habían impartido la consigna de mantener a raya a los periodistas, cuyos documentos y testimonios poseían valor probatorio, según la Convención de Viena, ante un eventual tribunal internacional de crímenes de guerra, por qué rayos habían atacado el “hotel de los periodistas”, matando a Couso? ¿Por qué, a primera hora del mismo día, destruyeron con dos misiles las oficinas de la televisión Al Jazeera en la capital iraquí, matando al reportero palestino Tareq Ayyoub e hiriendo a su colega Zouhair al Iraqi? ¿Por qué ese día bombardearon la sede en Bagdad de la televisión de Abu Dhabi (Emiratos Árabes) al tiempo que cortocircuitaban la señal de todas las televisoras, excepto las estadounidenses? ¿Por qué, en fin, el secretario estadounidense Powell mintió cual bellaco al informar por escrito, veinte días después, a las autoridades españolas de que el ataque al Hotel Palestina se hizo en respuesta a unos disparos contra el tanque, efectuados por “terroristas” desde la terraza del edificio, algo totalmente falso? Cierto es que los profesionales estadounidenses de la guerra disparaban ante cualquier movimiento ajeno a sus esquemas, pero, en materia informativa, eran menos chuscos que los militares españoles. Si éstos aplicaban a los periodistas la “política del champiñón”, consistente en mantenerles a oscuras y darles mierda, aquellos ideaban formas de control y sujección de los informadores. Unas fechas de que el Trío de las Azores desencadenara aquella maldita guerra de “sangre por petróleo” apareció el concepto de periodista “empotrado”. Los mandatarios de Washington consideraron que sería positivo para sus intereses propagandísticos llevar periodistas de los principales medios de comunicación en sus unidades expedicionarias. Ofrecieron algunas plazas a los europeos y les llamaron así, “empotrados”. Uno de los que se enroló fue el colaborador de El Mundo del Siglo XXI Julio Anguita Parrado, quien compartía residencia en Nueva York con Idoia Noaín, colaboradora del periódico para el que fungía T. El entusiasta reportero recibió un cursillo de instrucción en un cuartel de Virginia, se empotró en la Tercera División de Infantería y fue trasladado a Iraq. Murió el 7 de abril de 2003, unas horas antes de que mataran a Couso. Julio llamó tres veces a la redacción de su periódico para alertar de que los atacantes se disponían a entrar en Bagdad. Sería la gran noticia del día. Él se aprestaba a ir en primera línea, aunque, finalmente, la falta de un chaleco antibalas adecuado le obligó a permanecer en el Centro de Mando junto con el reportero alemán Chistian Liebig, que también murió. Un misil lanzado por los iraquís desde la retaguardia los alcanzó de lleno. La explosión mató también a dos soldados e hirió a otros quince. La perra suerte de Anguita se vio acompañada por el hecho, silenciado por los medios de comunicación de que el director del periódico en el que firmaba sus crónicas como “enviado especial”, el famoso “justiciero” Pedro J. Ramírez, le mantuviera sin contrato a pesar del dineral que la empresa ganaba con aquella guerra y en contraste con los enviados especiales de otros medios de comunicación, en su mayoría protegidos, además, con seguros de vida. El padre de Anguita era el carismático líder de Izquierda Unida, la formación política surgida de la fractura del histórico PCE, y mantenía unas excelentes relaciones con aquel Pedro J, lo que explica que no le hiciera un solo reproche público sobre la indecencia laboral de su empresa. El dirigente de la “izquierda transformadora” Julio Anguita González cultivaba también sus buenas relaciones con el belicoso Aznar López, pero ahora, al recibir la noticia de la muerte del hijo (32 años) al que tanto quería, exclamaba en el Teatro Federico García Lorca de Getafe (Madrid), donde participaba en un acto republicano: “¡Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen!”. También para él, ya enfermo del corazón, quedaba claro quién era el enemigo.

Letizia, Camp Bucca y censura

Los invasores angloamericanos obtuvieron carta blanca de las autoridades kuwaitís sobre sus infraestructuras y utilizaban en exclusiva la autopista que conduce a Iraq. Eran los putos amos y negaron el permiso para que el autobús con los periodistas españoles pudiera circular por aquella vía de gran capacidad, así que tuvieron que utilizar carreteras secundarias del desierto, con tramos mal asfaltados o sin asfalto, y tardaron más de cuatro horas para llegar a Um Kasar bajo un calor asfixiante. El puerto distaba tres o cuatro kilómetros del pueblo y tenía un solo barco: el buque de desembarco anfibio Galicia. Aunque parezca increíble, desde aquella nave se veía el mundo, o por lo menos eso decía T para referirse al hecho de que la colega Letizia Ortiz presentara desde allí el principal noticiario de Televisión Española. Las comunicaciones con Torre España (el Pirulí) debían de ser estupendas, pues Ortiz contaba el sumario, introducía las noticias, daba paso a los corresponsales y refería los contenidos nacionales como si estuviera en Madrid, en el foco emisor, el Pirulí propiamente dicho. Lo venía haciendo desde una semana antes, cuando embarcó y el buque navegaba por el Mar Rojo. Y, por supuesto, nada de interés en el barco pasaba desapercibido a su competente equipo, de modo que todo o casi todo estaba contado sobre aquella fuerza expedicionaria cuando los excursionistas llegaron al barco. Los mandos les recibieron a bordo, les asignaron literas en las bodegas junto a la tropa y les ofrecieron comida y bebida. La visita duraba dos días. La primera jornada acompañaron a las tropas en el reparto de agua y raciones de comidas en las barriadas de aquella localidad y visitaron un centro de salud del que se había hecho cargo un equipo de sanitarios militares españoles. Eso les permitió hablar con la gente que esperaba fuera del consultorio ser auscultada y medicada. Echaban pestes del malvado Sadam Husein, que todavía no había sido capturado por los invasores, pero detestaban la ocupación a sangre y fuego y rogaban a Alá que aquellos matones despiadados e impíos se largaran cuanto antes. Lógico. Téngase en cuenta que la guerra había destrozado el sistema administrativo, los servicios públicos esenciales, las cadenas de suministros de agua, alimentos y, paradójicamente en un país productor de gas y petróleo, de combustible hasta para cocinar. Nada funcionaba. Los niños vagaban sin escuela desde hacía dos meses, los empleados públicos no recibían su paga desde hacía tres, los policías, médicos, maestros… que habían desobedecido la orden de reclutamiento estaban huidos o escondidos. Los obedientes se hallaban desaparecidos, presos o muertos. Sus familias no tenían noticia de ellos. Las mujeres preguntaban a los imanes, y los imanes, que tampoco recibían información sobre los prisioneros, se irritaban y maldecían a los invasores. T recogió en sus crónicas escritas a cuarenta grados aquel triste estado de cosas. Lo otro, la esforzada “acción humanitaria” (tapadera de la información y el control de la retaguardia), era narrado en tiempo real por la radio y difundido por las televisiones muchas horas antes de que los periódicos llegaran a los kioskos. Además, la presentadora del Telediario de TVE, Letizia Ortíz, contaba con dos equipos a su disposición. Y lo que es más importante, recibía los avisos de las acciones noticiosas de los milicos antes que los demás medios, de manera que no había primicia que rascar. El trato de los mandos a la representante de la televisión pública (de gubernamental obediencia) era tan esmerado que se rumoreaba que el comandante del barco había cedido su camarote a Letizia. Era inútil intentar confirmar el rumor por cuanto esa cesión estaba prohibida y suponía una fuerte sanción al almirante. ¿A qué preguntar, si la respuesta iba a ser la negación? Pero al margen del más cómodo aposento, todas las primicias eran para ella. T constató el enfado superlativo (cabreo) de algunos colegas ante el hecho de que sólo avisaran a TVE del nacimiento de una bebé iraquí en el barco. El buque llevaba un pequeño hospital con quirófanos, instrumental y capacidad para atender a seis u ocho pacientes a bordo. Varios cirujanos militares (médicos que daban su carrera civil a las Fuerzas Armadas) y sus correspondientes equipos de anestesistas y enfermeros realizaban a bordo las intervenciones y curas más urgentes y complejas de las personas enviadas desde el consultorio del pueblo. El ingreso de una mujer que requería una cesárea para dar a luz y el feliz desenlace eran la mejor noticia que se podía dar por TVE para demostrar que las tropas españolas no sólo no iban a matar sino a ayudar a nacer. El reportaje es enternecedor. La joven madre ingresando en la zona medicalizada del barco, la espera de su marido, su nerviosismo. Poco después, su alegría ante el desenlace positivo de la intervención. Más tarde, la mamá compareciente con su bebé, una preciosa niña a la que su padre dice que pondrán el nombre de Galicia, como el barco donde ha nacido. Esa noche, en la cubierta del buque, T revisa sus notas sobre la distribución y los cometidos del contingente expedicionario, contrasta los datos oficiales con otros colegas y resulta que les salen más médicos y enfermeros que los destinados al centro de salud de Um Kasar y al hospital embarcado. ¿Dónde está el personal sanitario que falta? La respuesta es que quince facultativos realizan su tarea en un hospital de campaña que han desplegado en un lugar del desierto. Están en una zona alejada del pueblo, pero no tan alejada (20 ó 30 kilómetros) que les impida ir allá e informar de su “labor humanitaria”, así que se ponen en marcha a la mañana siguiente y los localizan en las estribaciones de un pequeño cerro terroso, protegido por alambradas de espiral y vigilado por varios marines a bordo de un Hummer con dos ametralladoras montadas. Los vigilantes les permiten pasar. El lugar ha sido bautizado con el nombre de Camp Bucca y está protegido por elementos de la 800ª brigada de la policía militar estadounidense y dirigido por oficiales en la reserva del Cuerpo de Bomberos de Nueva York. De hecho el nombre elegido pretende ser un homenaje a la memoria de Ronald Bucca, jefe de los bomberos de Nueva York que falleció en los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. T se pregunta qué tendrán que ver los iraquís con el 11-S. Nada. Pero ya se ve que al imperialismo de Washington le vale todo para disfrazar su rapiña criminal. T y otros compañeros entra en la enorme tienda de campaña que alberga el hospital español. Están hablando con un capitán enfermero cuando oyen unos alaridos de dolor que vienen de fuera. “Ya empieza el baile”, dice el capitán, un hombre fuerte, grande, la frente perlada de gotas de sudor. Todavía no son las diez de la mañana y el calor comienza a ser sofocante. “¿El baile?”, pregunta un colega. El capitán enfermero de instrucciones –“por aquí”– a dos soldados que traen cogido por las axilas al tipo que grita de dolor. Lo tienden en una camilla, el enfermero le pide por señas que se tranquilice, le limpia un pie con alcohol, le inyecta un antídoto en vena y le suministra un calmante vía oral con un vaso de agua. A continuación le hace una pequeña incisión en forma de aspa en el lateral del pie para que salga el veneno, se la venda con algodón y esparadrapo y empuja la camilla rodante hacia el compartimento trasero. El paciente, un tipo joven, cubierto con un mandilón grisaceo, ha dejado de quejarse. En sus ojos tristes, llenos de lágrimas, hay una mirada de gratitud hacia el enfermero, que ahora empuja la camilla hasta la habitación contigua y le ayuda a trasladarse a una de las cuatro pequeñas camas allí instaladas. “Quizá me expresado mal –dice a los periodistas– y en vez del ‘baile’ debería decir el ‘desfile’ de prisioneros asaeteados por los escorpiones”. Los reporteros han contemplado la cura a un lado de la tienda de campaña, con la espalda pegada a la lona para no estorbar. “¿Escorpiones?”, dice uno. “Si, alacranes del desierto –dice el capitán enfermero–; hay muchísimos; son marones, arcillosos, la hostia de venenosos; se confunden con el terreno y a la que esos pobres desgraciados se descuidan, zasca, aguijonazo que dios te crió”. El capitán enfermero sigue sudando. El cañón de aire refrigerado permite obtener una temperatura aceptable, en torno a treinta grados en la parte trasera del hospital de campaña, pero resulta insuficiente para refrescar la zona delantera, donde se encuentran. El capitán enfermero tiene ganas de hablar, posee un ligero acento sevillano, muy agradable. Aun así, a T le parece que este hombre suda de indignación. “Todos los días atiendo a diez o doce prisioneros con esas picaduras de alacrán que duelen que rabian. ¿Cómo no les van a picar, si los tienen descalzos en esas jaulas entre alambradas? Descalzos y desnudos, sin más atuendo que esos batones raídos por el sol. ¿Cómo no les van a picar si los mantienen a la intemperie bajo un sol abrasador que los atonta, los ciega y adormece? Hay que ser muy, pero que muy canalla para tratar a la gente, a los prisioneros, como si fueran perros rabiosos”. El capitán enfermero se desahoga ante ellos, maldice a los yankis, critica, por cómplice, al Gobierno español. Sabe que se juega los galones, pero no le importa y pide a los periodistas que recojan y difundan sus palabras. Le parece poco creíble (rotundamente increíble) que los invasores victoriosos carezcan de personal sanitario suficiente y hayan recurrido a los españoles. En este punto T recuerda el afán del ministro de Defensa de “enseñar el pabellón”. Cuando salen, el capitán enfermero señala hacia un banderín rojo y gualda prendido en una esquina de la parda lona del hospital. “Mira, el pabellón español; es todo cuanto nos han permitido poner”, dice, en contraste con la gran bandera estadounidense que ondea en la entrada de Camp Bucca. “¿Cuántos han muerto bajo el pabellín español?”, le pregunta T. El militar sanitario responde: “No hemos podido salvar a cuatro, tres con heridas de balas y uno por fallo de la patata”. Y le cuenta que los marines de la policía militar tienen licencia para disparar a los prisioneros cuando se insurreccionan. “¿Cómo es eso?”, inquiere T. “Muchos se desesperan, pierden los nervios, se vuelven locos… Cuando pasan los patrulleros en los Hummer por delante de las jaulas, les insultan y les tiran arena y alguna piedra que encuentran escarbando en el suelo. Aunque ni les alcanzan ni les dan, de vez en cuando algún soldado responde con una ráfaga. Casi todos los días nos traen algún herido de bala”. A T le gustaría seguir escuchando a este hombre, pero los colegas ya se alejan montículo arriba hacia una casucha erizada de antenas, la única construcción existente en la zona, donde les han dicho que pueden encontrar al jefe del campo de prisioneros, y T se despide del capitán y corre para alcanzarlos. El responsable del campo se aviene a saludarlos y acepta algunas preguntas. En ese momento contabilizan unos dos mil iraquís (él dice “enemigos”) cautivos y encerrados tras las altas cercas de alambre, coronadas con espirales de concertinas y espinos. Pero los castramentadores están ampliando el campo para duplicar la capacidad de acogida. Los prisioneros son clasificados según su peligrosidad y destinados a la sección correspondiente, donde quedan confinados en los “alojamientos” (por no decir “jaulas”) convenientemente preparados para acogerlos. Cada alojamiento posee capacidad para albergar hasta cincuenta individuos de entre dieciséis y sesenta años. Los periodistas le preguntan por qué los tienen descalzos y con esos sayones por toda indumentaria, dada la peligrosidad de los escorpiones, y el director del campo, un sesentón grande como una mole, gafas oscuras, gorra de visera, camisa caqui con el emblema del cuerpo de bomberos de Nueva York, calzón corto y botas recias, afirma que están acostumbrados a ir descalzos y son inmunes a los escorpiones. Los informadores le interpelan sobre la falta de sombra o protección de los prisioneros frente a este sol abrasador y se interesan sobre el trato alimentario. Al hombre empiezan a fastidiarle las preguntas y se escuda en que cumplen la Convención de Ginebra sobre los prisioneros y, si, claro que les dan de comer y de beber. “Miren –dice señalando a un camión-cisterna que pasa a lo lejos–, agua para que beban”. Ellos inciden en sus preguntas y él invoca una y otra vez la Convención de Ginebra. “Somos demócratas y respetamos los derechos humanos”, afirma con gran aplomo. T interviene: “¿Cómo se entiende el hecho de que los soldados les disparen?”, pero el jefe de Camp Bucca da por no oída la pregunta y les suelta un breve discurso de agradecimiento a su país (España) y a las autoridades de su país por la magnífica colaboración y extraordinaria labor sanitaria que prestan. Luego se vuelve hacia la puerta de la casucha, la abre, entra y cierra. Pese a la rapidez de movimientos T y otros colegas han podido ver una escalera de bajada y deducen que la casucha alberga un silo subterráneo, aunque aunque ahora les interesa más el tejado, es decir, las imágenes que algunos reporteros gráficos que se han encaramado allí arriba por la parte trasera de la casucha mientras hablaban con el jefe hayan podido obtener de la sucesión de jaulas con prisioneros que se pierde a lo lejos. Les silban, les ayudan a bajar de la techumbre bereber, plana, de apenas dos metros y medio sobre el nivel del suelo, y emprenden la retirada cerro abajo. Ya a la sombra, en la parte trasera del hospital de campaña español, están visionando las secuencias de los prisioneros, obtenidas con teleobjetivo, cuando el capitán enfermero se asoma y les indica que escondan rápidamente las cámaras y les señala un retrete. ¿Qué está pasando? El jefe del campo, aquella mole humana, ha salido de su agujero, bajado el montículo y les está buscando en el interior del hospital. Un reportero se hace cargo del material y se encierra en el lavabo. T y algunos colegas acuden a ver qué quiere ese baranda. Los demás ya han subido al autobús. El tronco humano (por no decir inhumano) parece bastante excitado, ha recorrido la instalación sanitaria en compañía de dos soldados a modo de escolta y no ha encontrado lo que buscaba: las cámaras. Con voz enérgica les impreca: “Sabemos que ustedes han filmado y han hecho fotografías. Se han saltado una prohibición tajante y han burlado nuestra confianza. Eso es muy grave. Quiero advertirles que no pueden difundir ese material y que la imagen de los prisioneros está protegida por la Convención de Ginebra. Tengan mucho cuidado con los que hacen y ni se les ocurra publicarlas”. Luego sube a Jeep y se larga. T y otros colegas agradecen al capitán enfermero su gesto de ayuda. “Ya lo habéis oído –dice–, se les puede disparar balas, no fotos”. Regresan al barco, T se apresura a redactar y enviar su crónica, se cerciora de que los compañeros de las agencias gráficas transmiten las fotos sobre las condiciones inhumanas de los prisioneros en Camp Bucca y alerta al redactor jefe al respecto. La excursión toca a su fin. A la una de la tarde están de nuevo en el autobús hacia Kuwait. Desde el aeropuerto T contesta a las llamadas perdidas del periódico. El redactor jefe le dice que ha reclamado las fotografías y que las dos agencias le han dicho lo mismo: que no van a distribuirlas. T ya lo sabe. Ha visto a un cámara amigo llorar de rabia por la censura y el desprecio de su reportaje. El redactor jefe le anima a añadir a su crónica el miserable comportamiento del Gobierno español que, al recibir la queja del mando estadounidense del campo de prisioneros, se ha apresurado a ordenar a las dos agencias que no transmitan ese material. Una agencia es estatal y la otra come de su mano y ya sabemos que no hay que morder la mano que te da de comer. T acepta la propuesta del redactor jefe, pero le pide unos minutos. Ha de verificar el conducto censor. Llama al gabinete telegráfico del Ministerio de Defensa y pide que le pasen con el ministro, pero los del gabinete ya conocen su voz y le ponen al habla con el jefe de prensa. El Abuelo tiene confianza con él y le explica la situación, es decir, un trato tan brutal y criminal a los presos iraquís que haría brincar de su asiento a una persona tan católica y piadosa como el ministro. Al director del gabinete de prensa no le consta instrucción alguna de su señorito de prohibir la distribución y publicación de esas fotografías. T le cree y piensa que la orden o presión ha salido de Moncloa, residencia del jefe del Gobierno y sede del portavoz del Ejecutivo, pero le pide que pregunte expresamente a su ministro, algo que el amable colega Alberto Martínez Arias considera innecesario: “Mira tío, es tarde –le dice–, y te puedo asegurar que al ministro no le preocupan unas fotos; lo único que le preocupa es lo delgada que está Letizia” (en referencia a la colega de TVE). T encaja la frivolidad, la interpreta como si al ministro le gustara esa chica y se muerde la lengua para no mandarle a la mierda. Llama al redactor jefe y le dice que el portavoz de Defensa niega presiones de su jefe a las agencias para que no distribuyan las fotos de los prisioneros iraquís enjaulados en el desierto. Todos saben que, pixelando los rasgos faciales, la publicación de esas instantáneas no vulnera convención alguna y, en cambio, puede contribuir a mejorar el trato y que los liberen cuanto antes, pero ya se ve que los deseos del mando estadounidense son órdenes para el pequeño de las Azores. Puesto que, por otra parte, la trivialidad del titular de Defensa tampoco merece categoría impresa, T y su redactor jefe dejan correr el asunto. “¡Craso error!”, exclamaba el Abuelo. Y se flagelaba a sí mismo por haber incumplido el sagrado precepto periodístico de no despreciar los detalles. ¿Por qué en plena ocupación bélica, con muertos y heridos cada día, todo un ministro de Defensa del Reino de España iba a estar preocupado por la flacura o gordura de una presentadora de televisión? ¿Acaso no eran las armas de destrucción masiva (nunca encontradas por los invasores) lo que debía de preocuparle? “Fallé como un imbécil –decía–; tenía que haber seguido el hilo del comentario de Alberto, y si no llegaba al ovillo, debía de haber destacado la futilidad del ministro. Imagina el titular en aquel contexto de masiva protesta social contra la guerra: ‘El ministro de Defensa, muy preocupado por la delgadez de enviada de TVE abordo del buque Galicia”. Dos semanas después los españoles supieron que aquella periodista era la novia oficial del príncipe Felipe de Borbón y Grecia, ahora rey Felipe VI.

FIN

29.–De paso por Afganistán

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Antes de volver a Irak, el Abuelo fue enviado a Afganistán. La derecha política mandaba en España. Después de cuatro años de gobierno con el apoyo de la derecha nacionalista catalana que lideraba Jordi Pujol i Solé, y de una apresurada privatización de las entidades de crédito y empresas públicas más rentables y saneadas a favor de significados amigantes (amigos mangantes) de los más destacados miembros del Gobierno (“La gran expropiación”, tituló el periodista José Mota un libro al respecto), esa derecha extractora obtuvo mayoría absoluta de los votos en las elecciones generales del año 2000. Ya podía legislar, hacer y deshacer a antojo, sin que la izquierda (socialdemócratas) en la oposición pudiera enmendar o vetar sus planes en el Parlamento. Y lo primero que el entonces jefe de Gobierno hizo ante la enormidad de los atentados en Estados Unidos fue cumplir su obligación de ponerse a disposición del presidente del país agredido para machacar a Al Qaeda y combatir a los talibanes, que se habían apoderado de Afganistán y constituían la base del terrorismo islámico sin fronteras. El presidente norteamericano pidió apoyo militar a los aliados de la OTAN y el jefe del Gobierno español envió una agrupación de medio millar de legionarios a Afganistán. Pidió apoyo logístico y éste aportó aviones Hércules de transporte de personal y material. Pidió el uso de las bases militares USA en España (Rota y Morón) sin limitaciones y éste respondió afirmativamente. Los militares españoles llegaron al atrasado y belicoso país asiático, considerado el mayor productor y exportador de opio (heroína) del mundo, cuando ya los estadounidenses habían realizado el trabajo (sucio) de expulsar del poder en Kabul a los fanáticos de Alá. Los talibanes presentaron poca resistencia. Ante la llegada de los imponentes batallones estadounidenses, armados hasta los pelos y provistos de helicópteros artillados con la más avanzada tecnología de combate, pegaron cuatro tiros y desaparecieron de la noche a la mañana. Muchos escondieron sus armas y se disfrazaron con piel de cordero. Incluso permitieron a sus mujeres desprenderse del burka y airear la cara. Otros huyeron de la capital como alma que lleva el diablo y se refugiaron en las intrincadas montañas y los profundos valles y desfiladeros del sureste de aquel ignoto territorio donde habían combatido a las tropas de la Unión Soviética hasta obligarlas a abandonar el país, una derrota que marcó el principio del fin de la URSS. Ahora la situación era distinta. Los proveedores de armas a los talibanes antaño eran sus enemigos hogaño. Así las cosas, con Kabul liberado y los talibanes replegados a la abrupta región montañosa de Tora Bora, en cuyas cuevas se escondían sus jefes predicadores y combatientes –mulás, imanes y demás seguidores del sanguinario y endemoniado Bin Laden–, quedaron los soldados españoles en la segunda línea de la retaguardia estadounidense, en misión de control y “estabilización” del país. En la práctica se trataba de patrullar algunas carreteras (había pocas) de entrada y salida de las poblaciones asignadas, con el doble fin de infundir temor a los terroristas e inspirar confianza a la amable población pastún. Aquella gente sufría una guerra interminable y había soportado la desaforada crueldad de los talibanes en el poder, de modo que agradecía como agua de mayo la presencia del contingente militar español de seguridad y protección. Esa era la situación cuando T llegó a Kabul para informar de las misiones de los militares españoles. Envió algunas crónicas, viajó a Herat –próspera ciudad comercial de una comarca agrícola y ganadera, fronteriza con Irán, donde la agrupación militar española se mantendría varios años– y se desplazó a Mazar-i-Sarif, en el norte del país. El cometido principal del destacamento español en esta ciudad de casi medio millón de habitantes consistía en distribuir e instalar las urnas de votación por los diferentes colegios electorales y en vigilar las elecciones individuales, libres, directas y secretas para elegir a los representantes en la asamblea o parlamento nacional. En términos oficiales, las funciones de los soldados profesionales allí enviados eran decisivas para “democratizar” el país. En términos reales todo siguió igual. El avión militar (un Hércules) en el que T llegó a Mazar-i-Sarif sobrevoló las montañas de Uzbekistán, el caudaloso y fronterizo Amu Daria y descendió soltando señuelos para protegerse de los francotiradores. Aterrizó en una estrecha pista asfaltada como si fuera un tramo de carretera (con baches). Por unos segundos no atropelló a una vaca que cruzaba cruzaba la pista en aquel momento, pero le pegó un buen susto. Una caseta con una antena en el techo servía de torre de control. Un terreno yermo del precario aeródromo en el que había una avioneta estacionada, un edificio acristalado de planta baja como sala de despacho y espera y dos depósitos de combustible, fue el lugar asignado a la agrupación militar española para que instalara su campamento. Un camino con algunas motas de asfalto enlazaba con la carretera general por la que se llegaba a Mazar y a otros asentamientos humanos, formados por sucesivos corrales de ocres tapias terrosas mordidas por el viento. Unos tipos armados con fusiles ametralladores controlaban ese y los demás caminos y carreteras de la provincia de Balj. Sus descoloridos turbantes, grises atuendos y luengas barbas les conferían un aire siniestro, acentuado de cerca por la frialdad de las miradas de sus ojos vivarachos y por el sonido tonitonante de las pocas palabras, como ladridos, que pronunciaban. Los tipos te echaban el alto y si no parabas te cosieran a balazos. Examinaban el coche por fuera y por dentro. Si no querían dejarte pasar, no pasabas. Para que quisieran, tenías que pagarles un puñado de dólares (no aceptaban moneda local). Y si no llevabas billetes del Tío Sam se volvían exigentes y te podías quedar sin teléfono portátil. Los celulares eran lo primero que arrebataban a los civiles extranjeros, seguidos de otros utensilios de trabajo de los reporteros como las cámaras y los pequeños ordenadores portátiles. Si, como era el caso, ibas bien informado sobre aquellas bandas de seres salvajes al servicio de un magdi o señor local de la guerra, y dejabas a buen recaudo las herramientas de trabajo y los objetos de valor, al final se conformaban con una cajetilla de tabaco (tasa habitual de los soldados españoles), un reloj, unas gafas de sol o alguna camiseta que les llamara la atención. Aquellos mujaidines eran los putos amos. Veintidós años de guerra contra invasores extranjeros y una pobreza extrema les habían configurado como alimañas al acecho de una presa, cualquier presa más débil que ellos. Di tú que para entonces hasta los periodistas más intrépidos e insensatos debían de ser conscientes de cómo las gastaban, pues una partida de aquellos sujetos feroces, a los que la vida del prójimo importaba una mierda pinchada en un palo, habían asesinado al reportero Julio Fuentes y a otros colegas que se resistieron a ser robados y probablemente violados. Aquello ocurrió en el otoño de 2002, un año y un mes después de que los fanáticos de Al Qaeda derribaran las Torres Gemelas y atacaran al Pentágono. Fuentes y otros periodistas europeos habían llegado a Afganistán desde Pakistán. Cruzaron la frontera desde Peshawar por la carretera que unía ambos países. Era el camino más corto entre Islamabad y Kabul, capitales de los dos Estados. Se concentraron en Jalalabad, ciudad de mayoría pastún, en la confluencia de los ríos Kabul y Kunar. Allí esperaron el permiso para poder seguir hasta Kabul. En aquella zona se habían librado combates recientes y las tropas estadounidenses, con la orientación y ayuda de guerrilleros pastunes, habían expulsado a los talibanes hacia las montañas del sur. En teoría controlaban aquella ruta cuando comunicaron a los periodistas que ya podían abandonar Jalalabad y recorrer los 150 kilómetros que les separaban de la Kabul liberada. El reportero español, que un día antes había publicado una crónica sobre una base abandonada de Al Qaeda en la que había localizado varias cajas de gas sarín, madrugó y se puso en marcha. Le gustaba ser el primero, cazar primicias. Iba con su colega y amiga del Corriere della Sera Grazia Cutuli. Otros periodistas de la Agencia Reuters les siguieron. Los demás se tomaron su tiempo y demoraron su salida hasta el día siguiente. Cutuli y Fuentes llevaban dos horas de ruta cuando, en el puente de Pul-i-Estikam, cerca de la localidad de Sarobi, un grupo de individuos armados con kalashnikov salieron de entre las piedras y les cortaron el paso. El conductor paró. “Bandidos”, dijo el intérprete. Algunos les apuntaban con las armas desde la orilla de la sinuosa carretera mientras otros les conminaban a salir del coche con sus enseres personales. A partir de ahí se desconoce lo que ocurrió en realidad. Sólo se sabe que a Julio le partieron la nariz de un culatazo, probablemente por resistirse a que les robaran o por defender a su compañera, una mujer con la cabeza descubierta y el pitillo en la boca que, sin duda, excitó los bajos instintos de las alimañas, prestas a secuestrarla y violarla. En plena discusión, llegó el coche de los reporteros de Reuters Azizulah Haidary (fotógrafo afgano) y Harry Burton (cámara australiano), quienes se apearon a ayudar a sus compañeros. Los bandidos se soliviantaron. No querían testigos. Obligaron a los conductores e intérpretes oriundos a salir por pies, conminaron a los cuatro periodistas a caminar por la polvorienta carretera hasta pasar una curva y los empujaron a punta de fusil hacia una oquedad de la montaña, al abrigo de las miradas de los escasos transeúntes. Separaron a Azizulah, forzaron a los tres occidentales a hincarse de rodillas y dispararon a quemarropa. El cuadro de Goya. A Fuentes le dieron en la cabeza, el cuello y un hombro. Para el reportero afgano reservaron una muerte más lenta y dolorosa. Quizá porque, al colaborar con los occidentales, le consideraron un traidor o porque pertenecía a la etnia hazara, muy odiada por los pastunes, le rebanaron el pescuezo y murió desangrado. Una placa en el centro de prensa de Kabul recodaba el martirio de los cuatro periodistas asesinados cuando el Abuelo pasó por allí, de modo sí, claro que estaban avisados sobre el comportamiento de aquellos homínidos del monte, bien armados y municionados con los malditos AK-47, los famosos fusiles ametralladores soviéticos de los que en 1991, año de la desintegración de la URSS, se habían facturado más de cien millones de unidades a todos los confines del planeta. En las guerras se cometían las mayores atrocidades, y en Afganistán, con dos generaciones de jóvenes que no conocían otra cosa que la miseria y la guerra, se perpetraban las peores canalladas. Aunque invariablemente morían más civiles que militares, en el conflicto afgano, bautizado por los estadounidenses con el nombre de Libertad Duradera, perdieron la vida ciento dos uniformados españoles (tres eran guardias civiles y dos policías) y resultaron heridos ochenta y seis. Murieron además dos intérpretes nacionalizados españoles y otro fue herido. Los que no cayeron en accidentes –62 murieron al estrellarse en Turquía el avión de alquiler en el que regresaban a casa y 17 al caer el helicóptero en el que patrullaban cerca de la ciudad de Herat–, fueron víctimas de emboscadas, tiroteos y bombas trampa. A pesar de los riesgos, la pérdida de muchos compañeros y la decisión del ministro de Defensa del PP y el Opus-Dei Federico Trillo de entregar los restos de 30 fallecidos en el accidente del Yak-42 sin haberlos identificado, los militares españoles hicieron su trabajo y, prórroga tras prórroga, permanecieron por más de quince años en aquel belicoso país. Sobre la misión de proteger y vigilar las elecciones en Mazar-i-Sarif, T resumió: “Llegó el día de los comicios, se votó, ganaron los que no podían perder, los poderosos señores de la guerra, subí al avión y me largué rumbo a Kirgicistán”. Sobre la Libertad Duradera el Abuelo dijo frunciendo el ceño: “En cuanto se marcharon los norteamericanos, los talibanes volvieron al poder”. Di tú que en los veinte transcurridos localizaron y liquidaron a Bin Laden. Estaba escondido en Pakistán. Lo mataron y arrojaron su cadáver al mar en algún lugar no identificado.

28.–«Esto es muy gordo»(11-S-2001)

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo no imaginaba que doce años después de los crímenes de lesa humanidad contra los kurdos por parte del desalmado (sin alma) Sadam Husein, tendría que volver a Iraq a causa de otra maldita guerra por el petróleo. Por cierto que el matón de Bagdad contaba con cómplices de peso como el fornido presidente turco Turgut Özal en el empeño de exterminar a los kurdos, pues en la misma localidad de Cizre desde la que T transmitiera sus crónicas, el ejército turco realizó matanzas sin límite (y sin piedad) de la población civil. Los militares turcos entraban periódicamente en aquellas localidades del Kurdistán y, aprovechando fiestas, bodas y reuniones reivindicativas de aquel pueblo sin Estado, disparaban a todo bicho viviente, dejando tras de sí un rastro de cadáveres. A aquella gentuza brutal le importaba un rábano la edad y el género de las personas contra las que disparaban sus armas. Extendían sus matanzas desde Diyarbakir, considerada la capital del Kurdistán turco, hasta la frontera con Iraq, pasando por la singular y soterrada Mardín, sin que los sucesivos presidentes turcos desde la última década del siglo XX (Özal, Süleyman Demirel, Ahmet Necdet Seze, Abdullah Gül, Tayyip Erdogan) pusieran fin a tanta criminalidad. Las democracias occidentales, siempre defensoras de los derechos humanos (de laringe) miraban para otro lado, pues no en vano Turquía era un país socio, amigo y aliado en la OTAN que históricamente prestaba un buen servicio a los europeos occidentales interponiendo su fuerza al expansionismo islámico persa, más radical e insoportable todavía para la vida humana y el derecho a la libertad de la gente. De hecho, los turcos se fueron de rositas después de perpetrar el primer gran genocidio del siglo XX: la matanza de cinco millones de armenios en 1905. Tanto los armenios como la mayoría de los kurdos eran (lo siguen siendo) cristianos. Pero en los más de diez años transcurridos desde el primer viaje de T al norte de Iraq hasta su vuelta a aquel país tan rico en petróleo como desventurado por su mal gobierno, ocurrió algo “muy gordo, muy gordo”. En eso, en lo de gordo, estaban de acuerdo un tabernero y un pescador de bajura de la localidad asturiana de Soto del Barco, en la que Goyi y T recalaron al día siguiente de la enormidad de la salvajada. Era la segunda semana de septiembre del año uno del nuevo siglo. Él y Goyi habían decidido emplear los días libres que el periódico le debía por las jornadas festivas trabajadas en disfrutar de la naturaleza y la buena pitanza, para lo cual subieron al Golf y salieron de Madrid en dirección hacia el norte. Sobre las tres de la tarde de aquel 11 de septiembre de 2001 llegaron a las tierras altas del valle de Luna, en la provincia de León, y entraron en el mesón y hospedería de San Emiliano de Babia, en la que habían reservado habitación. Goyi se acercó un instante a la farmacia. Cuando regresó le dijo: «Pon la tele». T encendió el pequeño televisor de la habitación. Se quedaron pasmados ante la pantalla: un avión de pasajeros acababa de estrellarse contra los pisos más altos de una de las Torres Gemelas (la torre Norte) de Nueva York. La televisión ofrecía imágenes en directo. Del gran boquete abierto por la aeronave en el rascacielos salían llamas y una humareda blancuzca que se iba oscureciendo por minutos. Miles de personas trabajaban dentro de aquel imponente edificio de oficinas en la isla de Manhattan, el distrito de la usura más abigarrado del mundo. Un accidente, un fallo técnico, un error del piloto; cualquier cosa menos una película. De pronto apareció por detrás de la torre humeante otro avión de pasajeros y fue a estrellarse contra la otra torre. “¡Estos pilotos están locos!”, exclamó T. El volátil se clavó hacia la mitad del edificio y desapareció, seguido de una gran explosión y una enorme bola de fuego y humo. En menos que canta un gallo la torre se vino abajo. La nube de polvo y fuego se incrementó con la caída, pocos minutos después, la torre se vino abajo. Un desastre. Los enterados daban la cifra de diez mil personas en el interior de la Gemelas. Las autoridades aparecían perplejas, sorprendidas, en la pantalla del televisor. Desconocían de donde venían las hostias. Más tarde se supo que los dos Boeing 767 habían despegado del aeropuerto de Boston y hacían la ruta de costa a costa hasta Los Ángeles. El alcalde Juliani pedía calma a la población newyorkina. Menuda cosa. Lo que tenía que pedir era que desalojaran cuanto antes los demás rascacielos por si venían otros aviones. No se le ocurrió. El tiempo entre los impactos de uno y otro avión contra los dos enormes edificios del World Trade Center fue tan breve (17 minutos) que la fuerza aérea de la primera potencia militar del mundo, siempre alerta, ni siquiera recibió la orden de actuar. En plasma apareció el primer ministro británico Toni Blair, diciendo que aquello era un atentado perfectamente planeado por un poderoso grupo terrorista. “¿Uno..? Aquí hemos visto dos”, dijo T, extrañado de que fuera aquel Toni en vez del presidente estadounidense, George W. Bush, quien saliera a la palestra. Por desgracia T se quedó corto; otro avión, el tercero, se estrelló quince minutos después, a las 9:37 de la mañana, hora local (15:37 en España), contra el Pentágono. Una gran bola de fuego se elevó sobre el edificio, sede y símbolo del largo brazo armado del imperialismo capitalista de Washington. ¡Por Júpiter jupiterino! Al parecer, el avión había despegado del Aeropuerto Ronald Reagan de la capital federal estadounidense y recorrido unos cien kilómetros antes de dar la vuelta y envestir a ochocientos kilómetros por hora y con cuarenta toneladas de combustible en los tanques contra la pétrea pared del sólido edificio. El Pentágono quedó reducido a cuadrilátero. Un hombre comentó: “Tanta CIA, tanto FBI, tanta agencia de investigación, inteligencia y por ahí para allá, y luego mira…” Goyi y T habían bajado al bar del hotel y llevaban una hora sin quitar ojo del televisor cuando el presentador dijo que faltaba otro avión. Quiere decirse que los terroristas kamikaces se habían apoderado de cuatro aeronaves llenas de pasajeros. “¡La rehostia puta!”, exclamó un paisano. “¿A saber contra qué edificio lo van a estrellar?”, dijo otro. El suspense, esa fuerza que nos retiene a la espera del desenlace, les ató de pies y manos. Como si el locutor hubiera oído la pregunta del rústico, dijo: “El avión despegó de Nueva Jersey y se ha perdido el contacto con la tripulación, aunque ha sido localizado sobre Filadelfia; se cree que los terroristas se dirigen hacia Washington con el fin de estrecharlo contra la Casa Blanca”. Esa hipótesis les pegó más todavía las suelas a las baldosas. Poco después, la televisión informó de que el avión había desaparecido de los radares. Y unos minutos más tarde, el mismo locutor añadió que el aparato se había estrellado en un campo de Filadelfia. Más tarde se supo que algunos pasajeros se percataron de que el avión había sido desviado de su ruta habitual y al ser informados de lo ocurrido con las demás aeronaves fueron conscientes de su destino, le echaron valor y se enfrentaron a los terroristas (eran cuatro, uno menos que los anteriores), pero no pudieron evitar que los kamikaces estrellaran el avión contra el suelo. Ellos murieron por Alá y los valientes viajeros que intentaron arrebatarles los mandos salvaron con su muerte a decenas de personas en la Casa Blanca o en el Capitolio, contra el que también se dijo que podían haber estrellado el aparato. Cierto es que los terroristas no habrían liquidado al presidente de los Estados Unidos ni siquiera al vicepresidente, el empresario y político derechista Richard Bruce Cheney, al que llamaban “Dick”, ya que el primero estaba visitando una escuela infantil en Florida y el segundo había sido recluido en el búnker presidencial antes del ataque aviónico contra el Pentágono. Esos y otros detalles se conocieron después; lo más importante en aquellos momentos era saber si los terroristas contaban con más aviones. En menos de dos horas habían provocado una masacre (el saldo se conoció días después: 2.996 personas muertas, incluidos los 19 atacantes) y las autoridades carecían de datos ciertos sobre la maldad de aquellos desalmados. Solo cuando todas las aeronaves de pasajeros que sobrevolaban el territorio estadounidense estuvieron en tierra pudieron confirmar que no, que los terroristas no se habían apoderado de más aviones. T y G respiraron. Pero su proyectada excursión placentera había quedado ensombrecida, una vez más, por la maldad criminal. ¿Cuántas jornadas festivas, cuantos fines de semana le habían chafado el descanso a T los insensatos terroristas locales de ETA? Incontables. Los Estados Unidos de América, hasta entonces exentos de tamaño problema, sufrían ahora en sus carnes (las de la pobre gente inocente) los más sangrientos y salvajes atentados hasta entonces conocidos. Un gran ciribicundio se cernía sobre el mundo. Aquel atardecer, mientras paseaban por los arribes del río Luna, T y G comentaron los acontecimientos y estuvieron de acuerdo en los malos augurios del nuevo siglo. Si el XIX madrugó belicoso, con la derrota de la escuadra franco-española en Trafalgar y terminó con la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, rubricando el final del imperio español en América, el siglo XX no le fue a la zaga, tiñendo a Europa de sangre, y el XXI madrugaba ahora con aquellos ataques suicidas al corazón del imperio estadounidense, preludio de más guerras, desgracias y calamidades. Entre las llamadas telefónicas durante aquel paseo por la orilla del río, sombreado de arbustos y avellanos, solo el amigo Jorge Moraes parecía alegrarse de la salvaje e inesperada arremetida contra la primera potencia mundial. T le rebatió. Pero Moraes consideró que, al menos, la fecha estaba bien elegida, pues otro 11-S, el 11 de septiembre de 1973 los canallas en el poder en Washington había ahogado en sangre la democracia chilena. “Hay fechas que no se olvidan y con todo mi respeto hacia las víctimas inocentes, los fanfarrones asesinos de Washington merecían un escarmiento y por fin han recibido su merecido”, argumentó Moraes como si fuera chileno. En realidad era uruguayo, pero la dictadura implantada en Chile con el apoyo de los servicios estadounidenses no sólo se llevó por delante a la naciente socialdemocracia chilena y a su presidente Salvador Allende, sino también la democracia en Uruguay y en Argentina. Decenas de miles de jóvenes y no tan jóvenes de los tres países del cono sur de América sufrieron cárcel, torturas, desapariciones y matanzas sin cuento por el “delito” de defender las libertades y rechazar las dictaduras. Moraes se libró de ser detenido porque huyó a tiempo del país, pero figuraba en la lista negra de activistas políticos y los represores arrestaron y encarcelaron a su hermano Beto. Era un poco más bajo, pero se parecían mucho. Le tuvieron preso diez años como si fuera él. Salió enfermo, hecho una mierda. Murió poco tiempo después. Aquella noche vieron y oyeron por televisión al presidente de Estados Unidos, George W. Bush, un petrolero de Texas que llevaba ocho meses en el cargo, al que había accedido con menos votos populares que su rival demócrata, Albert Arnold Gore (Al Gore), pronunciar la palabra maldita: “guerra”. Interpretó los atentados como “una guerra contra su país” y, visiblemente enfadado, anunció su decisión de emprender “una guerra global contra el terrorismo”. Para entonces, la organización terrorista islámica Al Qaeda (la Base), asentada en Afganistán con el beneplácito de los talibanes, se había atribuido los atentados en el nombre de Alá y por decisión de un líder supremo al que llamaban Osama bin Laden, un individuo desconocido en España. Al parecer, había nacido en el seno de la multimillonaria y despiadada familia real saudí, pero en vez de disfrutar de la opulencia y desvivir plácidamente, debió sentirse iluminado por Mahoma y se entregó en cuerpo y alma a matar impíos. Los expertos occidentales le atribuían los sangrientos ataques terroristas de 1998 contra las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania. Algunos le creían muerto, pero seguía vivo, y ahora hablaban de él como si fuera el demonio, un ser malvado, luciferino, con enormes recursos económicos y, lo que es peor, con una legión de fanáticos seguidores dispuestos a morir por Alá el grande. La televisión mostraba una y otra vez la fotografía de aquella bestia parda. Se trataba de un tipo oscuro, un bípedo recién salido de la caverna, extraído de la antigüedad, la cabeza cubierta con un turbante, la cara envuelta en una espesa luenga barba de chivo, la mirada de loco. Enseguida su imagen se convirtió en familiar en todo el mundo. Los mahometanos la contemplaban con simpatía y respeto. Los demás, con asco e indignación. ¿Qué harías tu si vieras pasar a Bin Laden por la puerta de tu casa? La administración estadounidense ofrecía cincuenta millones de dólares por su cadáver. Y la Asociación de Pilotos de Transporte añadía otros dos millones más. Pero cazar a aquella fiera iba a resultar complicado. Al día siguiente de los atentados, T y G subieron a Somiedo, llenaron sus ojos de paisaje montañoso y verde de pastos, musgos, urces, piornos, espinos, tejos; se recrearon contemplando las lagunas cristalinas de los valles altos do pastaban yeguas potros y caballos; desde lo alto de un risco pudieron observar a una familia de osos pardos rameando cerca de un regato entre avellanos. Luego dejaron caer el Golf carretera abajo hasta el nivel del mar. Y fue en una taberna de Soto del Barco donde, al ver a aquel Bush por televisión, invocando el artículo cinco de la OTAN para arrastrar a los países aliados occidentales a la guerra contra los talibanes y los terroristas de Al Qaeda en Afganistán, oyeron el comentario de un hombre sensato: “Ya está el líu liau; este pufista nus mete en una guerra; comu si las guerras sirviesen p’arreglar algu…”, a lo que replicó el tabernero: “Es que lo que han hecho ye muy gordo, muy gordo”. Comandos militares estadounidenses llegaban (oficialmente) a Afganistán tres meses después con el objetivo principal de atrapar a Bin Laden y destruir las bases y asentamientos de los terroristas. Esto exigía desalojar del poder a sangre y fuego a los talibanes, controlar la administración de Kabul e implantar un nuevo sistema de autoridad basado en la fuerza multinacional de las potencias democráticas aliadas y en acuerdos con los principales jefes tribales pastunes y los llamados “señores de la guerra”. Pero ya puesto a bombear tropas, aquel Bush consideró interesante para el modo de vida americano invadir Iraq y apoderarse, manu militari, de los yacimientos petrolíferos de aquel Estado de Mesopotamia sometido a control, vigilancia y embargo de armas por las potencias occidentales desde hacía más de diez años.

27.–Llega a Iraq cuando Sadam era Satán

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Lo que más le jodía (al Abuelo) era que nunca acabaran las guerras. Y ya sabemos que las guerras son horror y errores de generales ineptos. Son destrucción, muerte, sangre, hambre, miseria y dolor. Lo dijo Steinbeck. Y cuando todo ha terminado solo queda más odio, más pobreza y más dolor. Pero las guerras son también éxodo de cientos, miles, millones de personas inocentes que abandonan sus casas y sus tierras para salvar sus vidas. Los desplazados y refugiados son mayormente mujeres, niños y ancianos. T describió muchas veces aquella calamidad crónica, provocada por tiranos apestosos, autócratas con síndrome de Keops. Él me habló de la situación angustiosa de los miles de kurdos que huían de los bombardeos perpetrados por orden del desalmado presidente iraquí Sadam Husein contra sus pueblos y ciudades en el norte de Irak. Aquel mandatario, una bestia parda a la que llamaban Satán, intentó ampliar sus dominios petroleros a Kuwait. Lanzó su ferretería pesada (piezas de artillería y carros de combate) contra el indefenso Emirato vecino y lo ocupó en dos días (entre el 2 y el 4 de agosto de 1990), derrocando a un emir que se llamaba Yaber III e instaurando una republiqueta satélite de Bagdad. Pero la conquista le duró poco, pues en cuanto la atmósfera del desierto se volvió propicia, volaron los bombarderos y cazas estadounidenses con sus misiles guiados y reventaron los tanques del ejército invasor. Con la maquinaria de guerra reducida a chatarra humeante del desierto –la operación bélica para liberar Kuwait fue bautizada con el nombre de Tormenta del Desierto por el presidente estadounidense George Bush (padre)–, el autócrata de Bagdad lanzó el ejército que le quedaba a liquidar a cañonazos la disidencia interna de los chiitas en el sur del país y de los kurdos en el norte. Pocos sabían lo que estaba ocurriendo en el interior de Iraq, pues los estadounidenses habían dejado incomunicado al país y, ya puesto, el presidente Bush estaba dispuesto a prolongar su ofensiva, liquidar el régimen de Sadam y apoderarse de los pozos petrolíferos. Después de todo aquel Bush conocía bien el negocio petrolero. Si frenó su ofensiva sin llegar a Bagdad se debió a las recomendaciones de varios dirigentes europeos, entre ellos, el español Felipe González, de que no fuera más allá del desalojo del emirato. El bloqueo de las comunicaciones (satélites y redes telefónicas) de Iraq fue aprovechado por el canalla de Bagad para perpetrar las matanzas de kurdos y chiitas. Para informar de la angustiosa situación terminal de las decenas de miles de personas que huían a las montañas desde Zakho, Amadiya, Duhok, Mosul y otros pueblos y ciudades, el Abuelo tenía que desandar decenas de kilómetros hasta Cizre, la primera población turca que disponía de un par de teléfonos públicos operativos. Dictaba sus crónicas y reportajes al periódico y volvía a cruzar la frontera entre Turquía e Iraq y recorrer la carretera, a la vera del Tigris, hasta los pueblos devastados por los bombardeos. Las informaciones escritas y radiadas y, sobre todo, los testimonios gráficos de la situación desesperada de los supervivientes que habían huido a las montañas o que esperaban la muerte entre los escombros de sus casas debieron de conmover a la comunidad internacional y movieron, de hecho, a los europeos y los estadounidenses a lanzar ayuda, grandes paquetes de agua y alimentos en paracaídas desde los buches de sus aviones. También mantas, tiendas de campaña, productos sanitarios para curar a los heridos y medicamentos contra el cólera, la disentería y las dolencias corporales. Una de las escenas que más había impactado a T era un tenderete de Médicos Sin Fronteras al borde de la hondonada montañosa plagada de refugiados. Tres jóvenes sanitarios holandeses curaban sin descanso, día y noche, los pies heridos de los que iban llegando. Era lo único que podían hacer ya, pues habían agotado los antídotos contra las fiebres y diarreas, y solo les quedaban algunos ovillos de vendas y una garrafa de alcohol. ¿Qué haréis cuando se os acabe el alcohol? Dejar las lonas para cobijar a algunos niños y largarnos. Poco después empezó a llover la ayuda a aquella pobre gente. Además, las potencias occidentales impusieron limitaciones militares muy estrictas al régimen iraquí y la exclusión aérea en el norte y en el sur del país. Y le aplicaron sanciones y bloqueos para impedir que se rearmara. A partir de entonces solo se le permitía importar alimentos y medicinas a cambio de petróleo. Ni un barril para armamento. Ni un petrodólar para incrementar los depósitos millonarios de Sadam, sus familiares y prebostes en Suiza. Pero aquellas medidas fueron insuficientes para convencer a los kurdos de que el Satán de Bagdad no iba a atacarles otra vez, así que se mantuvieron en las montañas y en los campos fronterizos con Turquía. Solo cuando vieron llegar los convoyes de tropas estadounidenses debidamente pertrechadas y provistas de cuadrillas de helicópteros artillados (también de carga) comprendieron que la limpieza de los elementos militares del déspota iba en serio. El ejército iraquí abandonó por pies el área de exclusión, dejó vacías sus bases y cuarteles desde Silopi hasta Erbil, pasando por Mosul. Por cierto que en su retirada hacia Bagdad, los generales iraquís no se llevaban sus carros de combate. T comprobó la razón sobre el terreno. No valía la pena llevárselos y además no podían circular: eran de cartón. Entonces llegaron los españoles, una compañía motorizada de la Brigada Paracaidista al mando de un coronel a las órdenes del general estadounidense que dirigía la operación. El contingente dependía del apoyo logístico norteamericano. Después de una semana en un campamento instalado al otro lado de la frontera turca para que se aclimataran, les asignaron a la localidad de Zakho, un pueblo bombardeado por el ejército del canalla de Bagdad, donde, guiados por T y otros periodistas, acamparon en el patio de recreo de un colegio. Al ver el gran mural del autócrata con bigote que presidía el salón de actos de aquel centro docente vacío, el coronel, un valiente garrulo, dijo: “Ya veremos lo que hacemos con éste”. Los estadounidenses apreciaron la gran aportación de los españoles y les asignaron un cometido principal: dirigir el tráfico.

26.–De Kosovo al Kremlin

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Las guerras en los Balcanes terminaron cuando las potencias occidentales de la Alianza Atlántica decidieron parar los pies al presidente serbio Slobodan Milosevic, bombardear con misiles aire-tierra los centros de mando político (incluida la televisión) y militar en Belgrado, y evitar así nuevos baños de sangre y más limpieza étnica en la región del Kosovo. El lobo Milosevic había enviado sus tropas, tanques y artillería pesada para que ocuparan aquella zona del suroeste de Serbia y exterminaran a los independentistas kosovares. Decenas de miles de personas huían de los pueblos y ciudades hacia Albania y Macedonia. La catástrofe humana se repetía una vez más. Pero en esta ocasión, la comunidad internacional intervino con rapidez y dureza. Sin poner pie en tierra obligó al sátrapa serbio a renunciar a sus planes y a retirar sus tropas de Kosovo. T informó desde Albania de la llegada de miles de refugiados kosovares. En Tirana, la capital de aquel país manicomial que había estado gobernado por unos chalados que se decían comunistas y eran contrarios a Moscú, cientos de mujeres, niños y ancianos habían sido acogidos en el principal pabellón deportivo del país y sufrían unas condiciones higiénicas, sanitarias y alimentarias manifiestamente mejorables. Miles de familias llegaban en trenes, camiones, carretas y tractores. Cruzaban la frontera con sus escasas pertenencias al hombro. Huían de la guerra a un país más pobre que el suyo. Los albaneses les consideraban sus hermanos, los “hermanos ricos del norte”. ¿Ricos? Al menos, tenían tractores. En cambio, ellos todavía araban la tierra con mulas y borricos. Les acogían encantados, pero poca ayuda podían prestarles. Los militares españoles desembarcaban sus pertrechos en el puerto de Durres. Las autoridades albanesas les asignaron una zona entre aquella ciudad portuaria y Tirana para que instalasen un campamento de acogida de los refugiados kosovares. Trabajaron duro. En pocos días acondicionaron el terreno y colocaron mil tiendas de campaña con todos los servicios higiénicos y sanitarios para acoger a las familias. Pero fracasaron. Los kosovares llegaban con cuentagotas o no llegaban. La mayoría de ellos evitaron aquellas tierras bajas, cuya capa freática era tan fina que en cuanto cavabas treinta centímetros salía agua subterránea. Acostumbrados como estaban al altiplano, preferían la tierra al barro, el hacinamiento a las picaduras de los mosquitos laguneros: grandes, gordos, abundantes. Hasta para sufrir, el ser humano es selectivo. O dicho de oto modo, el medio natural es un detalle con el que hemos de contar para sobrevivir, incluso en la mayor desventura: la guerra. La falta de exploradores y de consultas previas a los interesados abocó en este caso a los milicos españoles a un gasto y un trabajo innecesarios. Y ya es sabido que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía. Más que melancólicos (nombre de un paseo situado en la ribera del Manzanares, junto al antiguo estadio de fútbol del Atlético de Madrid), los militares españoles se sentían burlados en su confianza por las autoridades albanesas. Pero ¿qué se podía esperar de unos tipos que habían construido una autovía que cruzaba una línea férrea sin paso a nivel y habían convertido el país en el mayor refugio de granujas y ladrones de coches de alta cilindrada de toda Europa? Más allá de la informalidad de las autoridades, los albaneses se portaron bien con sus vecinos del norte mientras las tropas de Serbia eran desalojadas de su país. En poco más de un mes pudieron regresar a su tierra. En Pristina, la capital de Kosovo, se decía que aquella tierra atesoraba en el subsuelo minería metálica muy valiosa (“estratégica” le llamaban) para fabricar componentes tecnológicos de alta resolución. T realizó algunos viajes en helicóptero y en coche por el país naciente, nevado y muy frio en invierno, para informar del mantenimiento de la paz por parte de las tropas españolas en las zonas fronterizas de Kosovo con Serbia y Macedonia,pero, salvo algunas montañas de mineral negro y terroso como el carbón, no vio ni pudo confirmar la existencia de tesoro alguno. Tal vez el nuevo país tuviera golosas reservas de coltan (columbita y talantita) o de otros minerales muy cotizados, pero lo cierto es que aquel territorio alto, con montañas suaves, poco elevadas, y profusamente cubiertas de árboles, distaba de parecer rico. Sus gentes regresaban y reemprendían sus actividades agrarias, ganaderas y forestales. Por cierto que una de las principales tareas de los soldados españoles (tropa profesional de mujeres y hombres) consistía en impedir el contrabando de madera. En aquellos tiempos empleaban mucho las palabras “tronco” y sus variantes “tronqui” y “tronc” para llamarse unos a otros. El mayor tronco incandescente lo vio el Abuelo en Moscú. Mientras los aviones de la OTAN lanzaban sus misiles contra Belgrado y bombardeaban la ferretería pesada del carnicero de los Balcanes, Milosevic, para evitar la masacre de kosovares, le tocó cubrir un viaje del presidente del Gobierno español y presidente de turno de la Unión Europea, Felipe González Márquez, a la capital de la Federación Rusa para cultivar las buenas relaciones. Era una visita de dos días. El primero, González fue recibido por el presidente ruso BorisYeltsin para tratar asuntos bilaterales (España-Rusia). Algunas empresas españolas se habían asentado en el país excomunista. La más importante, Campomós, fabricaba embutidos y tenía mucho éxito, pues a los rusos les encantaba el salchichón. En general eran gente adiposa, gruesa y lustrosa. El presidente español visitó aquella factoría y uno de sus ayudantes, el responsable de prensa, Miguel Gil Peral, acicalado y pulcro salió diciendo, a punto de vomitar, que no volvería a comer mortadela ni embutidos en su vida. A saber lo que habría visto y olido, la criatura. El encuentro bilateral entre González y Yeltsin fue bien. Firmaron acuerdos en materias de interés mutuo y manifestaron sus deseos de mantener buenas relaciones. Los corresponsales y enviados especiales de los distintos medios de comunicación españoles triplicaban el número de los que los rusos dejaban entrar en las dependencias presidenciales, de modo que tuvieron que sortear las cinco plazas que les correspondían cada día. T tuvo suerte: le tocó entrar al Kremlin las dos jornadas seguidas. El segundo encuentro entre el mandatario europeo de turno y el ruso fue mal. Es decir, a cara de perro. En la comparecencia conjunta ante los medios de comunicación el presidente ruso, grande como un oso y con fama de absorber más vodka que una esponja, clamó airadamente contra los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado, tildó de criminales a los gobiernos de los países europeos de la Alianza Atlántica y amenazó con desencadenar una guerra mundial si los europeos occidentales atacaban por tierra a sus hermanos serbios. Parecía realmente furioso. Y era bien cierto que los misiles guiados aire-tierra causaban la muerte y herían de gravedad a civiles inocentes. Aunque no sumaban la cifra de quinientos muertos y más un millar de heridos que el propio Yeltsin había provocado en octubre de 1994 cuando llamó a los tanques y a la policía a bombardear la Casa Blanca rusa o sede del Parlamento, para mantenerse en el poder, las amenazas de aquel personaje imponente eran muy serias. Y, desde luego, creíbles. Sus encargados de prensa y propaganda restringían tanto la palabra a los medios extranjeros que los periodistas solo podían hacer dos preguntas. Pero en aquella ocasión ni siquiera permitían formularlas, pues daban una y otra vez el micrófono a los domésticos. El presidente español advirtió la falta de ecuanimidad y pidió al encolerizado mandatario que permitiera alguna pregunta de los españoles. Éste asintió. Entonces el micro cayó en manos del veterano Víctor Colchero, quien le preguntó cómo podía condenar los ataques de la OTAN a Serbia cuando él estaba bombardeando Chechenia. ¿Acaso no era condenable su decisión de arrasar los pueblos y ciudades chechenas? La pregunta enfureció al mandatario, que enrojeció de ira como un tronco incandescente. Su brazo desgobernado empezó a temblar. T notó las miradas de odio de los colegas rusos. Se puso en guardia. Por un instante temió una agresión. No fue el único que advirtió el peligro; antes de que la traductora vertiera al español la respuesta (Chechenia era, al parecer, un asunto interno), Susana Olmo, compañera de la agencia de noticias Colpisa, se puso en pie, le tocó en el hombro, agarró a Colchero del brazo y dijo: “Vámonos de aquí antes de que nos detengan”. Echaron a andar por aquellos lujosos pasillos de mármol encastrado con láminas de oro hacia la salida. Apenas pararon a hacerse una foto. Tal era el incendio del tronco que no respiraron a gusto hasta que dejaron atrás los patios empedrados y cruzaron el portón de la muralla roja.

25.–Anda entre ‘rambitos’ y ‘superpumas’

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

La guerra en los Balcanes mantuvo al Abuelo en un frecuente ir y venir a las distintas zonas en las que, en la última década del siglo XX, se desplegaban las tropas españolas con el mandato de la comunidad internacional (ONU, OSCE y OTAN) de imponer la paz. El antiguo ejército yugoslavo se desmembraba del mismo modo que el mosaico de pueblos que habían formado aquella federación en la península yugoslava. Desde Belgrado, capital de Serbia, ordenaban combatir sin piedad a los separatistas croatas, bosnios y kosovares, atacaban poblaciones y exterminaban a los habitantes. Eran guerras sin prisioneros. Desde Zagreb, la capital de Croacia, empleaban una crueldad similar. La “limpieza étnica” cabalgaba con la guadaña al hombro, espoleada por la fuerza del odio más absurdo, nacionalista, entre vecinos y hermanos. Los campesinos de uno y otro signo y credo religioso destruían sus casas, haciendo estallar bombonas de gas, antes de salir huyendo para que no les mataran. En Split, la moderna ciudad turística croata del Adriático, los grandes hoteles estaban repletos de familias desplazadas que lo habían perdido todo menos la vida. Allí, a unos pocos kilómetros del frente, los periodistas recibían los partes de las operaciones bélicas y de las misiones de protección de las tropas de paz para hacer llegar la ayuda alimentaria a las poblaciones cercadas. El bloqueo de Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina, y la lucha a cañonazos por el control del aeropuerto y de las distintas zonas de la ciudad era lo más cruel, ruin y morboso que acontecía en la civilizada Europa desde el final del nazismo y el fascismo. Impresionaba el sufrimiento de aquella gente indefensa que sobrevivía, aislada y acosada, entre los escombros provocados por las granadas de mortero y caía abatida por los francotiradores a cualquier hora y en cualquier calle cuando salía a buscar agua y alimentos. Cuando T me describía aquella situación ya el cine y la literatura habían narrado con detalle el cerco a Sarajevo, incluida la destrucción de su biblioteca, una joya de la humanidad. De ahí que evitara profundizar. En Split coincidió con algunos corresponsales, casi siempre los mismos enviados a los distintos conflictos por los distintos medios de comunicación europeos y americanos. El de la televisión estatal española, al que llamaban Rambito, imprimía emoción a sus crónicas por el procedimiento de encasquetarse, cubrir el pecho y la espalda con un chaleco antibalas, salir del hotel en compañía de su reportero gráfico y pagar a unos elementos armados para que dispararan ráfagas de ametralladoras y tiros de pistola al aire mientras grababa la entradilla de su crónica. Los tiros indicaban (a los espectadores) la cercanía del frente y añadían la impresión de que el periodista se jugaba la vida informando a pie de obra. ¡Qué tío! ¡Un reportero valiente como no había otro! Un día llegó su relevo, una mujer joven, inteligente, con más ética profesional y mayor experiencia que él en relatar tragedias bélicas. Pero él no se quería marchar. Se negó a entregar el micrófono a su compañera y porfió con los mandos de la televisora para evitar que le repatriaran. No lo consiguió. Se soliviantó, se despidió y se entregó a la escritura de un relato sobre la tribu de los reporteros de guerra, que conocía bien, y a los que se esfuerza en desmitificar. El opúsculo tuvo éxito, pues el autor era conocido gracias a la televisión, y aquel Rambito aprovechó el tirón y se dedicó a producir relatos de capa y espada, con tan buena suerte que, al cambiar el siglo, lo ingresaron en la Real Academia Española (RAE) de la lengua con la letra T, de tarambana. Con ello el Abuelo quería decir que los desequilibrios físicos y psíquicos y el mal humor eran frecuentes entre los enviados a contar los efectos de las guerras y de las catástrofes naturales. Una vez le tocó ir a cubrir un terremoto en las montañas de la Cachemira paquistaní. Ya estaban sentados en el helicóptero Mi-8 de los servicios sanitarios de la Media Luna Roja para viajar a la zona del desastre. El Mi-8 era un aparato de fabricación rusa, resistente y fiable. Aunque aquel tenía el piso de madera y los asientos rajados como si hubieran sido acuchillados, era una aeronave tan segura como la mejor y muy popular entre los rusos, que le llamaban Vasilisa, como a las mulas de carga con alas. Cada uno ocupaba su sitio en los asientos corridos, con los respaldos pegados al fuselaje. Algunos colegas metían los dedos por las rajas de las butacas, arrancaban pequeños trozos de esponja, formaban bolitas y se las lanzaban a los de enfrente. El piloto, un indio flaco con ojeras, cerró la puerta del aparato, subió a la plataforma elevada que le separaba de los pasajeros, ocupó su asiento, se colocó los auriculares y el micrófono de comunicación con la torre y activó el rotor. El aparato tembló con ganas de salir volando. Alguien gritó: “Vamos que nos vamos”. El helicóptero echó a rodar. En ese instante, un colega de Radio Nacional de España se soltó el cinturón de seguridad, se precipitó hacia la portañuela, abrió y saltó al duro cemento del aeropuerto de Islamabad-Rawalpindi. Los sorprendió a todos. También, al piloto, que masculló un improperio en su idioma. La verdad es que el colega era un tipo taciturno y enigmático. Hablaba poco y parecía muy enamorado de su voz. Le vimos correr hacia la terminal del aeropuerto mientras nos elevábamos rumbo a las montañas de tierra roja cuyos habitantes, gente muy pobre (casi todos lo eran en aquel país), habían sufrido los efectos del fuerte terremoto. Allí fue –decía T– donde quisieron venderme a Paka, una niña de nueve años, cuya familia había desaparecido en un poblado engullido por la montaña. Ella se salvó porque cuando la tierra se movió y la montaña arcillosa cayó sobre el pueblo estaba lejos, apacentando unas cabras. La habría comprado si una colega con experiencia en adopciones no le hubiera conminado: “No lo hagas”, e informado de las complicaciones burocráticas para llevarla consigo a Madrid. Ante el temor de que se la quitaran, le dio un puñado de rupias a la mujer que se la vendía para que se ocupara de ella y le prometió enviarle una cantidad mensual hasta que se hiciera moza. Cumplió su palabra, verificó regularmente que Paka recibía la ayuda. Creció y estudió enfermería. Esto ocurrió después de observar a vista de pájaro los efectos de los intensos temblores de tierra, las casas de los campesinos convertidas en montoncitos de tierra, las carreteras y caminos borrados de la faz del suelo, los ríos y arroyos desviados de sus cauces. De algunos pueblos enterrados por el derrumbe de aquellos montes terrosos quedaba algún vestigio, alguna casa orillada y maltrecha. De otros, con mejor suerte, se apreciaban las casas derribadas y los escombros empujados hacia el valle. Las consecuencias del terremoto encogían el alma. No podíamos hacer nada, sólo calcular la cifra de muertos y desaparecidos a partir de los datos censales de la población preexistente e informar al mundo de la destrucción y el daño del terremoto. Los supervivientes que podían caminar por no haber sufrido heridas graves, iban bajando hacia los valles con algunos animalillos que habían podido salvar. Pronto formarían campamentos de desplazados. Se lamerían las heridas y a continuación retomarían la lucha por la vida en aquellas latitudes fértiles y frías del sudoeste de la cordillera de los Himalayas, conocida como el techo del mundo. El piloto acertó a aterrizar en una terraza cercana al lugar que estaba siendo acondicionado por militares españoles para acoger a los desplazados. Permanecimos unas horas con ellos, recordaba. Tendían tuberías para proporcionar agua potable a los supervivientes, construían casas de madera para que sirvieran de escuela a los niños e instalaban carpas de lona y alzaban tiendas de campaña para que los supervivientes las utilizaran como vivienda provisional. También perforaban pozos para que no dispersaran sus excrementos corporales y el cólera se añadiera a la desgracia. Provistos de tractores, volquetes, excavadoras y demás maquinaria, aquellas cuadrillas de jóvenes militares del ejército patrio se esforzaban en despejar los escombros de las carreteras y en restaurar los caminos y reabrir los senderos. Tendían puentes provisionales e improvisaban pasarelas sobre los arroyos y las simas del terreno. La tropa de mujeres y hombres de los regimientos de castramentración allí desplazados para mitigar el sufrimiento trabajaban sin descanso y sin apoyo. Los aliados occidentales se habían comprometido a prestarles apoyo, pero no aparecieron. Todas las declaraciones prometiendo ayuda al régimen del general Pervez Musharraf, un aliado imprescindible en la guerra contra los talibanes en Afganistán, quedaron en flatus vocis, nada. El bienintencionado gobierno español ejercía de Quijote, adoptando una de las pocas decisiones que valía la pena tomar: ayudar a los más necesitados. Hablaron con los esforzados militares, visitaron el hospital de campaña para curar heridos y enfermos, obtuvieron conmovedores testimonios de algunos supervivientes, recogieron la petición de ayuda (alimentos y medicinas) de las mujeres y los niños que conseguían llegar al campo de desplazados y regresaron a Islamabad como habían ido, en la Vasilisa. Fue una jornada muy triste. T peguntó al colega de Radio Nacional la razón de su comportamiento y le ofreció el material informativo sonoro y las impresiones que había recogido para que pudiera hacerse una idea y componer una crónica. Él contestó: “De repente se me puso una cinta negra en los ojos, empecé a verlo todo negro, negro, y tuve la visión de que el helicóptero se iba a estrellar”. Un colega puntilloso le reprochó que huyera sin avisarles del peligro, a lo que él respondió: “No quise asustaros”. El colega puntilloso no aceptó la razón: “Ya, querías salvarte solo tú y dar la noticia en exclusiva, eres un Superpuma cabrón”, le reprochó en tono de broma. Aunque el Abuelo aclaró que el artefacto volador era una Vasilisa rusa, de poco sirvió, pues el colega se quedó con el mote de Superpuma. Di tu que le duró poco, ya que se benefició de la gran reestructuración del Ente Público RTVE que permitió a todos los trabajadores de más de cincuenta y dos años cobrar sus salarios hasta la jubilación sin tener que ir a trabajar. Un chollo. A propósito de grandes reporteros de la cadena estatal de radio, el Abuelo se sentía orgulloso de su compañero y amigo Joaquín Tagar, enviado especial de Radio Nacional de España a la guerra de Nicaragua. De pronto, en el informativo de las 22:00 horas del 17 de julio de 1979, oías a Joaquín transmitiendo en directo desde Managua. «Buenas noches, les hablo desde el despacho presidencial del dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Soy Joaquín Tagar y estoy utilizando su teléfono para contarles que los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional acaban de asaltar el palacio y están buscando al tirano por todas las salas, rincones y pasillos. Es probable que no lo encuentren porque, según testimonios de algunos empleados palatinos, habría huido pocas horas antes del asalto». Aquello si era una primicia en exclusiva mundial. ¿Cuánto esfuerzo, paciencia, empatía, bonhomía y desvelo había derrochado Joaquín (también suerte) hasta poder dar aquella noticia?

24.–Burla a la muerte en Móstar

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Si el avión hubiera obedecido la ley de la gravedad y respondido a la lógica de los materiales pesados, el Abuelo y los demás pasajeros habrían muerto el día de Navidad del año 2005 en Móstar (Bosnia y Herzegovina). Habría sido una muerte absurda, pues las guerras en los Balcanes habían terminado hacía más de diez años, aunque los países europeos mantenían sus agrupaciones militares de observación y ayuda a la reconstrucción sobre el terreno. El Hércules se lanzó en picado, golpeó el suelo al final de la pista, se salió, rodó campo a través, se transformó en una jaula de grillos empujada por un enjambre de avispas y al final no se estrelló. Lo recordaba bien. Embarcaron a las cinco de la mañana de aquel día de Navidad en un Airbús del Ejército del Aire dedicado al transporte de altas autoridades. Les dieron de desayunar a bordo. Un pelota ministerial colocó panderetas de plástico en los asientos por si querían cantar y tocar villancicos con el señor ministro y los jefes militares que los llevaban de excursión. De eso ni hablar. Dos horas y media después aterrizaron en el aeropuerto de Dubrovnik, en la costa de Dalmacia. Sin pasar por la aduana caminaron hacia el Hércules que esperaba en la pista de rodadura para llevarles a Móstar, en Bosnia-Herzegovina. En aquella zona de Europa, genéricamente conocida como los Balcanes, se helaron las palabras y ladraron las armas. En Sarajevo empezaron los males del siglo XX con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Lo mató un tipo de la Mano Negra serbia que se llamaba Gavrilo y no pensaba matarlo siquiera. Pero estaba tomando un café a las once de la mañana cuando vio el coche descapotable con el heredero austrohúngaro y su esposa Sofía Chotek, una bailarina de la tibia aristocracia, y puesto que el chófer parecía más perdido que Tarzán en Nueva York, aquel Gavrilo sacó el arma y les descerrajó dos tiros. Después se lanzó al río y se ahogó. Lógico: no sabía nadar. El archiduque, que también era un poco descerebrado, ordenaba que le cosieran las pecheras de la chaqueta y la camisa para ir más elegante, y se desangró mientras las descosían para parar la hemorragia. Su esposa se desangró también. Murieron en veinte minutos. El resto fue ya coser y llorar: coserse a balazos y llorar a los muertos. Aquel atentado de un atontado contra otro atontado sirvió de pretexto a unos políticos nefastos para conducir a las naciones europeas a matarse unas a otras con las peores armas a su alcance, incluidas las químicas. La primera guerra mundial duró cuatro años y costó la vida a treinta y un millones de personas entre soldados y civiles. Y los rescoldos de la primera encendieron la segunda, en la que murieron muchos más: ochenta y tres millones de personas. No conformes con tanta mortandad y destrucción, los necios nacionalistas balcánicos quisieron despedir con más muertos el sangriento siglo XX. Era como si esa mezcla de fanatismo patrio y opio religioso les provocara un ansia incontenible de matarse unos a otros. Y allí andan: serbios contra bosnios, croatas contra serbios, bosnios contra croatas, serbios contra croatas y kosovares, cristianos contra musulmanes, judíos contra mahometanos… recosiéndose a balazos y cañonazos desde finales del último y único año capicúa del siglo: 1991. Di tu que ahora eso que llaman la Comunidad Internacional sólo les había permitido matarse durante dos o tres años, mientras se separaban unos de otros y dividían la antigua Yugoslavia, aquella federación de pueblos, regiones y religiones que organizó el mariscal Josip Broz, Tito, un tipo que no quería saber nada del bloque soviético y fundó el movimiento de los No Alineados. Para evitar que la sangre insistiera en expresarse, la ONU envió unos cascos azules, unos pocos soldados incapaces de frenar las matanzas de los carniceros serbios y croatas, empeñados en exterminar a los musulmanes. Entonces los países europeos supeditados al mando militar estadounidense de la Alianza Atlántica se lo tomaron en serio y enviaron tropas de interposición para parar la masacre. España mandó quinientos soldados en son de paz. Después envió más. Treinta y cuatro murieron en emboscadas, atentados y accidentes. Ya llevaban más de una década en aquella misión. Y a T le correspondía cubrir las visitas navideñas del ministro del ramo y de otras autoridades superiores a los soldados allí desplegados para garantizar la paz, pues la política de defensa era una de las parcelas informativas que el director del periódico le había asignado. Subieron al Hércules. Él conocía por experiencia aquellos aviones militares y solía ocupar el último asiento, en la cola de las cuatro filas de cuerdas tendidas a lo largo del aparato: dos por el centro, espalda contra espalda, y dos en los laterales, espalda contra chapa. Optaba por el último sitio porque así podía acomodarme sobre la carga, sujeta con cintas y redes en la rampa de cola, dormir y fumar cigarrillos sin molestar a nadie. Además, aquel emplazamiento le permitía mirar por las únicas ventanillas, situadas en las puertas laterales del aparato. En aquella ocasión el trayecto era corto, de apenas media hora. El avión se elevó sobre la cordillera montañosa, atravesó la densa capa de nubes grises y emergió a un cielo limpio y azul. El vuelo era tranquilo. Los novatos se hacían fotos y contaban chistes. T fumó un cigarrillo y se quedó de pie mirando por la ventanilla. Los cúmulos grises ocultaban el suelo. Al cabo de veinte minutos, el avión comenzó a descender, señal de que estábamos cerca de su destino. El aeródromo de Móstar se hallaba en la falda de una montaña, al oeste del río Neretva. Su pista era muy corta, sólo apta para avionetas y aparatos de hélice. T conocía el enclave y también la carretera que conducía a la ciudad. Le llamaban la carretera de los muertos. Sus cunetas habían sido utilizadas para enterrar rápidamente a los muertos en los combates. Filas de estacas verticales señalaban su ubicación. Aunque había algunas cruces, la mayoría eran musulmanes. En un instante el Hércules se sumergió en la masa nubosa. Iban a «tomar tierra» y a pique estuvieron de «jartarse», que diría un sevillano, pues ya fuera por la escasa visibilidad o por algún fallo mecánico, el piloto se comió dos tercios de la corta pista. Sin despegar la nariz de la ventanilla, T amortiguó el rebote de las ruedas, seguido de otro duro golpe contra el suelo y vio pasar fugazmente la tierra ocre de pan llevar y los árboles raquíticos y los postes del tendido eléctrico como si fueran sombras fugaces. Entre los temblores y los chirridos de las bisagras de aquel bólido oyó los agudos gritos de pánico de algunos colegas. Giró la cabeza hacia el interior del aparato. Sus ojos quedaron clavados en el rostro pálido, blanco como el yeso, del sobrecargo, un militar que apretaba la espalda contra la chapa de la portañuela de enfrente y se aferraba con los brazos a las barras de acero pulido de los pasamanos. Su tez y su mirada de asombro le hicieron consciente de que el jodido artefacto se iba a estrellar y a estallar como una bola de fuego en cuestión de segundos. Sin embargo, no sintió el consabido terror ni se acordó de su mujer y sus hijos ni le pasó fugazmente por la cabeza esa película de la vida que dicen que vemos poco antes de diñarla. En esas, el aparato pegó un frenazo tan brusco que la inercia desplazó hacia adelante a seres y enseres. Cayó sobre el mullido regazo de una elegante colega madura del ente público, tan asustada que ni notó el golpe. El Hércules se detuvo y se apresuraron a salir. Lloviznaba agua-nieve, pero el terreno no estaba muy embarrado. El señor ministro de defensa José Bono y los altos mandos militares que le acompañaban se pusieron a dar gracias al cielo con la boca abierta, lo que les proporcionó un trago de líquido elemento y les permitió superar el susto. De otro modo, habrían comparecido más pálidos que la cera ante la tropa que les esperaba en perfecta formación a un lado del aeródromo. Sonaron los acordes del himno nacional, recibieron novedades del mando de la agrupación militar, tributaron el tradicional homenaje a los muertos, cantaron La muerte no es el final, rubricada con la salva de fusilería reglamentaria y enseguida, al abrigo de un hangar, el ministro telefoneó al Rey para informarle del abrupto aterrizaje. Ni que decir tiene que el piloto y el copiloto, un teniente y un suboficial, ya habían sido arrestados. Alguien bromeó después sobre lo absurdo que habría sido morir en Móstar once años después del asedio. Los combates fueron terribles. Serbios y croatas se pusieron morados matando a sus vecinos bosnios y volando sus mezquitas. Claro que también la Armilla bosnia había cañoneado las iglesias de los enemigos. Desde la montaña, la artillería y los tiradores de precisión serbios machacaban a la población civil del barrio histórico de Móstar, de mayoría musulmana. Desde el otro lado del Neretva, los croatas ejercían una presión orientada al exterminio. Volaron el puente histórico (cinco siglos tenía) y único sobre el río Neretva, aislaron el barrio musulmán, dejaron a los bosnios a merced de las balas y el hambre. En cuanto asomaban la nariz a la puerta de casa, los serbios les disparaban desde la montaña. Mataban de todo: niños, ancianos, mujeres. Desde el otro lado del río recibían el fuego de los croatas. Les tuvieron cercados más de un año. La pobre gente, asediada, enterraba a sus muertos en la puerta de casa. Los pocos y pequeños jardines del histórico barrio musulmán de Móstar se llenaron de tumbas. Aunque serbios y croatas se odiaban a muerte, parecían estar de acuerdo en exterminar a los musulmanes y repartirse el territorio de Bosnia-Herzegovina. Allí fue donde T conoció, unos años antes, en plenas escaramuzas y combates, a los niños locos. Salieron de entre las ruinas del gran hotel y corrieron hacia él pidiéndole galletas. Eran cinco o seis chiquillos de menos de diez años, esqueléticos, nerviosos. Habían perdido a sus padres. La guerra les había trastornado. Decían algunas palabras en castellano. Les preguntó quién se las había enseñado. “Los amigos picoletos”, contestaron en referencia a los guardias civiles que formaban parte del contingente pacificador español. ¿Qué habrá sido de aquellos niños?, se preguntaba.

El Hércules se salió de la pista y rodó como un bólido campo a través. Al final no se estrelló.

23.–Describe al ‘molt honorable’

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Por cierto, me contó el Abuelo que en una ocasión tuvo la mala ocurrencia de escribir sobre aquel Pujol. Había entonces en el periódico una columna que se publicaba en las páginas de opinión y se llamaba “La rueda”. Le tocó La rueda un día que “el molt honorable” –trato que daban al president de la Generalitat de Catalunya– madrugó, subió al avión y se plantó en Madrid para desayunar con el presidente del Gobierno. Las visitas de aquel hombre pequeño, arbitrario y casi siempre de mal humor, se anunciaban cuando ya estaba en marcha. Sus ayudantes nunca sabían a dónde tendrían que ir hasta que el tipo, que nunca se estaba quieto, decidía desplazarse a visitar un pueblo de Tarragona, un museo en Girona, al gobernador del Banco de España en Madrid, al de Quebec en Canadá o al comisario de Agricultura en Bruselas. Cuando viajaba a la capital del Reino de España solía citar a los periodistas en el hotel Palace, les contaba lo que quería y ellos confeccionaban las crónicas con el motivo y alcance de sus visitas. En aquella ocasión, el motivo era curioso. “¿No tomarán nada, verdad?”, preguntó a los informadores. “Si, yo quiero un café con leche”, le contrarió T. El honorable les contó que se había desplazado a Madrid para mostrar una fotografía al presidente del Gobierno. “A ver, Pedrós, acérqueme ese sobre”, ordenó a su jefe de prensa, un poeta enrevesado que se llamaba Ramón. Los informadores tuvieron la impresión de que el honorable les tomaba el pelo, pues para que una persona viera aquella fotografía del tamaño de un folio había medios técnicos de transmisión instantánea sin necesidad de recorrer los mil kilómetros de ida y vuelta que separan Barcelona de Madrid. “Miren, esto es Europa de noche”, les dijo, exhibiendo la foto como un trofeo. A continuación señaló las zonas iluminadas como las más prósperas, industriales y desarrolladas, destacando gran parte de Alemania, Países Bajos, la península de Escandinavia, el Mar del Norte, el centro y sudeste de Francia, el norte de Italia, el sur de Inglaterra… España era una mancha negra con luces en Cataluña, Euskadi, algunas en el centro y en la costa mediterránea. La instantánea, tomada por el satélite de la Agencia Espacial Europea en una noche sin nubes era, según aquel hombre, la evidencia del atraso y le servía de argumento para pedir al Gobierno estatal que destinara más recursos públicos a Cataluña como motor principal de la economía española. A partir de esa explicación, el honorable dio la misma respuesta a varios periodistas que querían saber si había negociado con el jefe del Gobierno alguna aportación superior para algún sector concreto. Y la respuesta fue: “Hoy no toca” y “no, mire, hoy no toca”. T redactó la reseña, la envió y se olvidó de la materia hasta que, ya al atardecer, le comunicaron que le tocaba «La rueda». Entonces aprovechó dos detalles de la ocurrente visita y contó que los “movimientos repentinos, de cine cómico”, del molt honorable le habían llevado a tomar por factorías industriales las plataformas petroleras del Mar del Norte y a interpretar la oscuridad nocturna de la mayor parte de la Península Ibérica como la evidencia de un atraso del que solo se libraban los laboriosos catalanes y los férreos vascos. Todo ello a ojo de satélite y sin tener en cuenta que en España no se iluminan las autovías como ocurre en Francia, Cataluña, Reino Unido y Alemania con las autopistas. T nunca supo si aquel gobernante que amasó una fortuna en el poder se sintió maltratado y protestó a las instancias superiores del periódico, pero lo cierto es que nunca más volvió a atropellarle «La rueda». Dicho sea sin demérito de otros, la gran compañera Margarita Sáenz-Díez, persona amable y comedida, dominaba ese difícil género de cuarto y mitad de opinión, cuyo maestro, según el Abuelo, era su también muy querido Josep Pernau. Tiempo después, un opaco redactor jefe al que llamaban Eltriste le reprochó, al Abuelo, que se hubiera burlado de los tics nerviosos del president, atribuyéndole movimientos de cine cómico.

22.–Viaja a la paz

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Como enviado especial (aunque nada tuviera de especial), el Abuelo viajó a Angola (otra Navidad fuera de casa) para informar (por telégrafo) de la retirada de las tropas cubanas reclutadas por Fidel Castro y sufragadas por Moscú para apoyar al régimen popular del presidente dizque comunista José Eduardo dos Santos frente al poderoso ejército de su oponente capitalista Jonás Savimbi, respaldado por mercenarios y especialistas en armamento, financiados por los Estados Unidos de América. El belicoso Savimbi controlaba el sur del país, un área muy rica en minería metálica y diamantes, y recibía el armamento, la munición y personal necesario para mantener aquella guerra interminable a través de Namibia, que, a su vez luchaba para independizarse de Sudáfrica y liberarse del dogal racista y el régimen de apartheid impuesto por Pretoria a mediados del siglo XX. De pronto la larga guerra de Angola registraba un alto el fuego más firme que las treguas anteriores. El diálogo norte-sur entre las potencias que manejaban sus piezas sobre el tablero mundial daba una oportunidad a la paz en aquella esquina del torturado continente africano. La tensión entre los bloques capitalista y comunista aflojaba. Tras la experiencia de Vietnam, los mandatarios estadounidenses y soviéticos admitían la conveniencia de avanzar hacia la distensión e ir dejando al mundo en paz antes de que las fuerzas de la indignación, visible en EUA e invisible en la URSS, estallaban como huevos podridos en las respectivas metrópolis y liquidaran a aquellos pollos imperiales. La Guerra Fría tocaba a su fin. Los cubanos que luchaban en Angola para mantener el régimen comunista de Dos Santos, que había logrado la independencia de Portugal en 1975, abandonaban el país. Era una buena señal. Volvían a casa. Se iban jodidos. Muchos, con el virus del Sida en el cuerpo. T habló con varios, los retrató en fila india, subiendo las escalerillas de los aviones con dos banderitas de papel en la mano, la angoleña y la cubana, y las mochilas vacías. Los convalecientes, enfermos y mutilados eran llevados a Moscú para que se repusieran y disfrutaran de vacaciones. La población de Luanda sobrevivía míseramente. La escasez de alimentos era terrible. Faltaba de todo. No había leche para los niños pequeños, agua potable, medicamentos… Con mucha suerte se podía conseguir algún huevo, una batata, un trozo de mandioca, bananas o un puñado de gramíneas. En ocasiones llegaban al mercado algunos peces de la hermosa bahía inundada de porquería. La supervivencia de los centenares de miles de personas de aquella ciudad era una incógnita. La gente deambulaba por aquellas calles terrosas de infraviviendas en busca de algo que llevarse a la boca. Algunos caían rendidos, agotados, en cualquier lugar. Impresionaba la cantidad de niños que corrían detrás de los coches pidiendo algo de comer. El agua era lo más valioso. Hileras de mujeres y niños esperaban seis y ocho horas para conseguir un litro del liquido elemento de alguno de los camiones cuba que aparecían una vez al día en determinadas zonas comerciales de aquel mar de chabolas. La mayoría de los angoleños desconocían la paz. Los más viejos habían nacido cuando, en los años sesenta, Portugal combatía a los independentistas de la rica provincia de Cabinda, al norte del río Congo; otros habían llegado a este cochino mundo cuando se libraba la guerra por la independencia, finalmente conseguida en 1975; otros, en plena guerra civil entre los ejércitos del MPLA y UNITA. Nacían en la guerra, vivían para la guerra y morían a causa de la guerra; a unos los mataban las bombas y a otros el hambre crónica. Aunque el país era rico en minería, hidrocarburos y recursos naturales, las conflagraciones habían arruinado la agricultura, eliminado las pesquerías, destruido las pocas factorías existentes y desplazado a la población campesina a lugares supuestamente seguros como la capital del Estado, donde la mortandad infantil había alcanzado la mayor cota del mundo. Si a T le encogían el alma los niños desnutridos, aquellas criaturas a las que no llegaban los alimentos importados por el régimen ni los procedentes del socorro internacional, también le impresionaba la gran cantidad de personas mutiladas que poblaban las calles. En su mayoría eran niños y jóvenes de ambos sexos a los que les faltaba una pierna, un brazo, una mano… Algunos se valían de rudimentarias prótesis de palo atadas a la cintura, otros se movían con la ayuda de dos muletas bajo los sobacos, y otros, a los que faltaban las dos piernas, rulaban con la fuerza de sus brazos en los más variados carros artesanales y sillas rodantes o se desplazaban a pulso a ras de suelo, con el tronco y los muñones protegidos por trapos y trozos de neumáticos, y las manos empuñando tacos y asideros de madera a modo de zuecos protectores. Los contendientes de uno y otro bando habían infestado de minas anti personas las tierras de cultivo, los caminos y los perímetros de los poblados. Millones de bombas dormidas constituían la gran amenaza y la ruina del país. Estallaban en cualquier lugar, cualquier día y a cualquier hora. Las consecuencias fatales, cuando no mortales, eran visibles en la población. A T le dolían los ojos. Desde que aterrizó en Luanda sentía ganas de llorar. Aquellos odiosos artefactos prolongaban las desgracias de la guerra, hacían impracticable la agricultura en las tierras fértiles sobre la franja costera y garantizaban el desabastecimiento y el hambre para los tiempos venideros. La limpieza de aquella siembra mortal, realizada desde aviones y helicópteros, requeriría lustros de arriesgada labor por parte de especialistas militares y civiles. Miles de aquellas pequeñas bombas durmientes que prolongaban las desgracias más allá del alto e fuego llevaban marca española: habían sido fabricadas y vendidas por España. T recabó datos y testimonios sobre los fabricantes y vendedores patrios de aquellas armas odiosas. Se habían puesto las botas. Con información obtenida entre algunos compatriotas pudo localizar y conversar con dos agentes comerciales encubiertos. Ya no realizaban operaciones triangulares de suministro de armamento y munición; ahora importaban prótesis y ortopedia, una manera de seguir forrándose. T abandonó la calurosa capital angoleña para informar de lo que estaba pasando en la vecina Namibia, donde Naciones Unidas había desplegado una misión de observadores militares (España les aportaba el transporte en Aviocar) para verificar las dos condiciones del proceso de paz: la salida de combatientes de Angola y el corte de suministros bélicos a la guerrilla de Savimbi. La capital del futuro Estado independiente de Sudáfrica, Windhoek, era la más cruda representación del apartheid. La ciudad de los blancos, moderna, limpia, con grandes edificios, mercados, estaciones, centros comerciales, calles asfaltadas, bien trazadas, alcantarillado y todo tipo de servicios parecía una localidad europea que hubiera sido trasplantada a los confines de África. Sus cuarenta mil habitantes descendían de los colonos alemanes y holandeses que habían ocupado aquellas tierras hacía unos doscientos años, explotaban las minas de oro y diamantes, recorrían sus grandes fincas en avionetas, practicaban la caza desde helicópteros, regentaban lujosos hoteles, administraban la inmensa región de acuerdo con Pretoria, residían en magníficas villas, parecían felices y disfrutaban de la vida. A pocos kilómetros de las entradas y salidas de la ciudad, fuertemente custodiadas por policías con armas largas, se extendía Katutura, la urbe de los negros, la bidonville (casas con latas de bidones, maderas y plásticos) donde desvivían más de quinientas mil personas. Los negros realizaban todos los trabajos manuales de la pulcra ciudad de los blancos. Al rayar el alba caminaban los cuatro o cinco kilómetros que separaban su piélago de chabolas de la capital de los blancos. Hacía su labor por unos sueldos ínfimos y al atardecer emprendían el camino de vuelta. T se aventuró a ir con ellos y se incrustó en una hilera de caminantes que discurrían por los arcenes de la carretera hasta Katutura. Le habían dicho que los negros odiaban a los blancos y le podían agredir, robar, secuestrar y matar. O sea, igual que los blancos. Lo que en realidad odiaban era la dominación y los instrumentos de superioridad, entre ellos, los coches. Pero si te situabas a su nivel, con humildad y sin ostentación, si llegabas andando como ellos a su barriada, eras uno más, ni más ni menos. Quiere decirse que no te robaban la matrícula del coche ni el volante, los asientos y las ruedas. Tampoco el reloj ni la camisa ni las gafas. Por el contrario, se mostraban amables, amigables y encantados de tenerte entre ellos. Lo comprobó T aquella calurosa noche de finales de enero en una taberna a la que llegó atraído por el sonido rítmico de djembes y atabaques. Tres bombillas de colores señalaban la entrada. Un joven le invitó a pasar al fondo de la chabola, abierta a una campa trasera, apenas iluminada por más bombillas de colores conectadas a unos cables atados a los árboles, donde danzaban hombres y mujeres a pecho descubierto. Hacía un calor del demonio. Se sentó en el extremo de un tronco liso y largo que servía de banco tras unas tablas horizontales a modo de mesa. El joven que le animó a entrar y le hizo sitio, obligando a los demás a juntar sus traseros, le ofreció Coca-cola o champagne, las únicas bebidas del lugar. Mejor champagne. Le sirvió una botella de litro, demasiado grande para una sola persona, y comoquiera que muchas chicas y chicos allí sentados le miraban con curiosidad, pidió unos vasos de papel y compartió con ellos aquella botella de espumoso, marca Lerroux, cosechando sus sonrisas. Y lo que es mejor: su simpatía. De pronto se vio rodeado de chicas y algunos chicos. No sé bailar, les decía. Pero no era eso: solo querían tocarme. Allí fue donde me palparon decenas de mujeres, más mujeres de las que uno puede imaginar. Y también algunos hombres, jóvenes que nunca habían tocado a un blanco y querían saber si tenía la piel tan fina y caliente como la suya. Puesto que me estaba convirtiendo en el centro de atención de la fiesta, me quité la camisa y extendí los brazos para que saciaran su curiosidad sin empujarse unos a otros. Las chicas se reían. Tal vez el vello del pecho y los pelos de los sobacos les hacían gracia. Dos días después, añadía T, volví a Katutura para asistir a un mitin del líder independentista Sam Nujoma. El presidente del SWAPO (siglas en inglés de la Organización Popular del África Suroccidental) y comandante de la guerrilla que había luchado contra la ocupación del país por parte de Sudáfrica y la aplicación del férreo apartheid, era un hombre de mediana estatura, fuerte, enérgico, barba blanca, sienes nevadas, semblante agradable, ademanes tranquilos y voz aterciopelada, con breves y rotundas inflexiones de gran orador. El estadio de fútbol donde se celebraba el mitin se llenó a rebosar. Miles de personas que, desde unas horas antes cantaban, bailaban, agitaban banderas y coreaban consignas de socialismo y libertad, escucharon el larguísimo discurso de Nujoma en un silencio absoluto, disciplinado, emotivo, conmovedor. Una masa humana mayor de la que cabía en el recinto deportivo lo oyó desde fuera. Nadie se quería perder el mensaje del futuro presidente del país anunciando la inminente independencia de Sudafrica, el final del apartheid, la reforma agraria y muchas otras. El acto duró cuatro horas. Y los asistentes experimentaban tal ensueño que se resistían a despertar y abandonar el lugar. T echó de menos a una Lola Flores que los espoleara con su famoso grito: “¡Si me queréis, irse!” Al día siguiente compró un puñado de turmalinas por un dólar, hizo la maleta y abandonó aquel país naciente en cuyos caladeros pescaban los barcos de la empresa española Pescanova. La historia siguió su curso, Namibia consiguió su independencia, el belicoso angoleño Jonás Savimbi rechazó el acuerdo de paz y reanudó las hostilidades hasta que lo mataron, dos años después, y el presidente de Angola, Eduardo dos Santos, aceptó la democracia occidental, giró hacia el capitalismo, se garantizó el triunfo en las urnas, elección tras elección, empezó a explotar los ingentes recursos petroleros en la costa del norte del país, junto al delta del Congo, se forró, enriqueció a su familia, a los amigos y allegados de su tribu y se dio la vida padre mientras los angoleños siguieron en la miseria. Entre otros bienes, compró una mansión en Pedralbes, el barrio rico de Barcelona, a la evasora familia del señor Pujol, gobernante en Cataluña y significado corrupto.

21.–Trabaja con los buenos

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo nunca se creyó que los catalanes desquisieran a España, que era la forma de querer más acentuada de los nacionalistas catalanes para reafirmar su ideología. Fijate tú, decía, que los más prósperos de ellos, los de derechas, han aceptado a los Borbones como si tal cosa. Lo que ellos desearían es “catalanizar España”, añadía. Y preguntaba si es que no habían ejercido un papel ejemplar, equilibrado y moderador en las últimas décadas y, especialmente, en el tránsito sin ruptura de la dictadura a la democracia. Al margen de que hubiese zorrocotrocos en todas partes, el Abuelo se sentía como si jugase en Primera División, trabajando con los mejores en la redacción (delegación) de Madrid de El Periódico de Cataluña. Allí compartía tarea con la trigueña Merche (Mercedes Jansa), una mujer bien plantada, dura, dialéctica, con buenos reflejos, criterio propio y visión crítica. Sus razonamientos, casi siempre acertados, le permitían llevar a sus crónicas unas conclusiones difíciles de refutar. Era buena periodista y T se sentía feliz de trabajar con ella para la sección política. Le agradaba la firmeza, las convicciones y hasta la mala leche de aquella mujer. Además fungía junto a otro buen periodista y compañero en la pequeña redacción: Miguel Cifuentes, Cifu, cuatro o cinco años mayor que él, irónico, ocurrente, tranquilo, educado, elegante y, sobre todo, sabio. De Economía lo sabía todo. Jamás se saciaba de leer y manejaba una erudición muy superior al común. Buen conversador, atesoraba una montaña de anécdotas que administraba con singular prudencia y esmero. Se desanimaba de vez en cuando y si T le notaba alicaído le invitaba a café o cerveza, según la hora, y le pinchaba con los alfileres de Adam Smith. La campeona de la prudencia y la discreción era, sin embargo, Natalia del Pozo o Nati, la secretaria de redacción. Era la compañera del ya ilustre periodista político Raúl del Pozo y descendía de una familia de la aristocracia italiana, aunque muy pocos lo sabían, y los que se enteraban se extrañaban de que simpatizara con el Partido Comunista. Era delgada, pero su presencia llenaba la oficina y su ausencia se notaba más que cualquier otra. De voz suave y ademanes cadenciosos, poseía el don de la armonía, la capacidad de comprensión del prójimo y una cercanía que junto con una intuición prodigiosa y una curiosidad sin límites la convertía en balsámica, querida, imprescindible. Nati ayudaba a todos, resolvía problemas, facilitaba la vida. Y jamás olvidaba algún recado, aunque fuese una llamada familiar sin importancia. Su edad era una incógnita: parecía una mujer con tendencia a ser mayor, siempre con faldas largas y oscuras y blusas ocres y blancas. Pero se movía con la flexibilidad juvenil de una gacela. Nadie se atrevía a aventurar su edad. Sólo sabían que sus padres vivían en Italia porque se ausentaba una semana cada dos o tres meses para ir a visitarlos. Después de todo era una italiana que se había enamorado en España y apreciaba este país o una española a la que habían nacido en la península de al lado. La pequeña redacción se completaba con el compañero Soria, al que apenas conoció, pues enseguida cedió los trastos a Carlos Marcote, que no era tan grande como sugiere su apellido, lo que no quita para que fuese buen deportista, agradable y silencioso. Él se ocupaba del fútbol y su colega Antonio Merino, envolvente y grandote, cubría el espacio de los partidos de básquet como colaborador y le ayudaba los fines de semana con las reseñas de los choques de los equipos madrileños de fútbol de primera. Cuando el Barça jugaba en Madrid, Merino quedaba al margen, ya que la ayuda llegaba de Barcelona en forma de dos redactores literarios y uno gráfico. Por algo decían que el Barça era más que un club. La ciudad tenía otro equipo en primera división, pero acaso por llevar el nombre que llevaba, merecía menos atención; al llamarse “Real Club Deportivo Español”, el amigo y colega de La Vanguardia José María Orta y algunos más añadían: “Ese equipo catalán de fútbol, como su nombre indica”. El reportero gráfico procedente de la redacción central solía ponerse a las órdenes del veterano fotógrafo de la delegación Antonio Jiménez, especialista en el Real Madrid y en la Casa Real. Se distinguía por su elegancia y pulcritud hasta el punto de trabajar con traje y corbata y de no utilizar tejanos sin raya al medio. Le daba un aire a Humphrey Bogart, aunque era más alto y más guapo. Contaba con un laborante, Juan Manuel Prat, voluntarioso y con tal empeño en aprender el oficio que en poco más de dos años se convirtió en buen fotógrafo. Su hermana Marisa, mujer compacta, pequeña, taxonómica y rigurosa, se ocupaba de la cartería, las transacciones bancarias y la administración de la delegación. Luego ya, con mesa y máquina de escribir en la redacción, el colaborador Manuel Montero ejercía la crítica de las novedades teatrales y cinematográficas. Tenía buena pluma, había publicado una novela sin éxito, era bondadoso y, pese a su rabiosa juventud, prefería ahorrar el comentario de un estreno si la obra era mediocre a despellejarla como con tanto gusto (y regodeo) hacían otros. Se parecía en eso al bondadoso don José Prat, quien realizó la crítica teatral en el principal periódico de Bogotá (Colombia) durante más de treinta de sus cuarenta años de exilio y siempre halló algún motivo para no poner mal una obra. Por cierto, T me contó la crítica teatral más breve aparecida en un periódico de Madrid. Decía: “Don Jacinto Benavente ha estrenado Una señora, ya era hora”. El crítico disparaba con bala, pues entonces ya se sabía que el dramaturgo, premiado con el Nobel dos años después (1922), era homosexual. Anécdotas aparte, el Abuelo decía que los buenos periódicos estaban hechos por buenas personas. Había leído cuanto de Ryszard Kapuscinski publicaba la editorial Anagrama en castellano y coincidía con el gran periodista polaco en que “para ser buen periodista hay que ser buena persona”. Su experiencia entre aquella gente de la delegación del periódico no sólo demostraba la verdad del aserto de Kapuscinski, sino también la diferencia cualitativa con otros diarios que retorcían y administraban las informaciones según convenía a los amos, casi todos conservadores y de derechas. La pluralidad política, credibilidad y calidad literaria, adaptada al lenguaje inteligible y popular, permitía al Periódico ganar mayor aceptación cada día y registrar una creciente demanda de ejemplares, con la consiguiente repercusión en la cuenta de resultados y la contratación de más y mejores profesionales. Consolidó la ventaja respecto a la competencia cuando, a comienzo de los años noventa del siglo pasado, se convirtió en el primer periódico del país en introducir fotografías a todo color en la primera página. Durante muchos años ocupó la segunda y tercera plaza de la tabla de venta y difusión del país, aunque solo se distribuía en Cataluña. Creo que entonces el Abuelo era feliz y estaba contento con su trabajo. Y eso que en un oficio plagado de granujas y falsarios de obediencia ciega a los poderosos, en el que las desgracias, los atentados terroristas, las diatribas y las calamidades eran el menú informativo de cada día, había poco margen para eso que hemos dado en llamar “felicidad”. Las exigencias informativas (y empresariales) eran tan intensas que transcurrían los años sin que, por ejemplo, disfrutara de una Navidad tranquila en casa con su familia. Él decía que se puede querer mucho pero es muy difícil disfrutar de todo a la vez. Amaba a su familia y para que nada le faltase aceptaba sin rechistar los sacrificios que le imponía una profesión que también amaba.