Ignacio FAES
Cuando las autoridades terminaron con su agenda de aséptica despedida oficial, llegó el turno de los ciudadanos. Los que le habían votado, los que no y los que ni siquiera llegaron, por su juventud, a votar en una urna a Adolfo Suárez. Desde primera hora de la mañana, los alrededores del Congreso de los Diputados comenzaron a llenarse de curiosos. A medio día y bajo un cielo gris inglés, la fila de personas que querían rendir su último homenaje al primer presidente de la democracia se contaba ya por miles. Los últimos de la cola, sin resignación, se preparaban para una espera de alrededor de tres horas para acceder a la capilla ardiente.
El ambiente, pesado y soporífero, era el propio de las mañanas de domingo de la capital. Pero era lunes. Las aceras, pese a que se hacía imposible caminar por ellas debido a la multitud, guardaban un silencio británico, por no desentonar con el cielo. Las colosales puertas de las oficinas y los edificios públicos estaban abiertas pero no salían de ellas apresurados ejecutivos con sus maletines negros. Madrid se había detenido. Excepto para los turistas extranjeros que, ajenos al luto nacional, deambulaban desorientados con su plano entre calles cortadas por vallas azules.
Allí había ciudadanos de cualquier condición, incluso aparecía entre la muchedumbre algún niño que cogía de la mano a su abuela para evitar perderse. Jóvenes y mayores compartían la interminable fila, que medía casi un kilómetro y medio. Desde la Carrera de San Jerónimo, subía por Recoletos y, tras varios giros en las calles traseras al Congreso, aparecía en la Calle Alcalá para terminar bajo la mirada impertérrita de la Diosa Cibeles, cuyas banderas custodias ondeaban, esta vez, a media asta. La Policía habilitó unas aceras supletorias. Cortó el tráfico en un carril del Paseo de Recoletos para que aquellos que simplemente pasaran por allí no se vieran obligados a buscar caminos alternativos para llegar a sus destinos.
Los bares permanecían vacíos -como los domingos por la mañana- y los habitantes de la fila ojeaban cada uno su periódico en papel, una rareza. Tantos se vendieron que los quioscos del centro de Madrid se quedaron sin existencias a media mañana. “Me lo han llevado todo. Estoy intentando que me traigan más pero va a ser complicado”, comentaba la quiosquera de la calle Alcalá mientas intentaba calmar a cuatro clientes que no entendían que en un quiosco no se despachara la prensa. En rigor sí había. Los deportivos permanecían intactos en el mostrador.
Un poco más abajo, Daniel Alonso, estudiante de la Universidad Complutense no leía las noticias. “Tengo examen mañana pero quería venir a despedirme del padre de la democracia. Voy a aprovechar este tiempo de espera para estudiar”, señaló mientras volvía a sumergirse en sus apuntes de matemáticas. Más cercana al Congreso, y después de adelantar un par de banderas del CDS, estaba Pilar Martín, de Oviedo, que comía un bocadillo de jamón. “Hemos venido a pasar unos días y ha coincidido. Ya que estoy aquí quiero decirle adiós. El resto de mi familia ha preferido pasar la mañana de compras”, indicó mientras pasaban a su lado, en coche, los Príncipes de Asturias. No se dio cuenta.
Comenzó a llover y la fila se resguardó bajo algunos paraguas. No todos llevaban. Eran ya casi las tres de la tarde y varios agentes se afanaban por controlar el último tramo de la cola, que invadía peligrosamente uno de los pasos de peatones de la Castellana. En el otro extremo, la Puerta de Leones –que solo se abre en situaciones de especial relevancia- engullía a la gente pero no la vomitaba, por lo que los ciudadanos salían por otra puerta. En la acera de enfrente, los platós de las televisiones estaban montados y retransmitiendo sus informativos en directo.
Tras atravesar la fachada gris guardada por los leones negros –los colores de los que está formado todo el exterior-, aparece, como una bofetada en la cara, otra atmósfera mucho más cálida. Los tapices y las alfombras en tonos crema rojizos rodean todo el hall. El fuerte contraste marea un poco, pero para cuando se han recorrido los pocos metros que separan la puerta del Salón de los Pasos Perdidos, ya ha desaparecido el sofoco.
Es allí donde está instalada la capilla ardiente. Donde los familiares velan al difunto, acompañados por alguna autoridad que se resiste a abandonar la estancia. Los que entran apenas tienen unos segundos para despedirse de Adolfo Suárez. Las miles de personas que esperan detrás de ellos les impiden pararse. El silencio continúa tan intacto como en el exterior. Solo lo rompen los disparos de las cámaras de los fotógrafos.
Hoy, el cadáver de Suárez saldrá con todos los honores por la Puerta de los Leones en torno a las diez de la mañana. Al congreso volverá la actividad habitual. Todo lo habitual que puede ser la vuelta al trabajo tras el luto por un padre.