Vladimir Putin en una reunión en 2012 con el petrolero estadounidense Rex Tillerson, quien después sería nombrado por Donald Trump secretario de Estado de Estados Unidos y su lacayo de confianza al frente de Rosneft, Igor Sechin (Foto del Kremlin)
Madrid, 28.03.2022.– Luis Díez
La carne se corrompe, los humanos somos carne, luego los humanos… Este razonamiento aristotélico, tomista o de Pero Grullo si ustedes quieren ha permitido al carnicero del Kremlin comprar la masa encefálica de bastantes dirigentes políticos occidentales. Con decir que los exmandatarios de los dos países más importantes de la Unión Europea comían (y se forraban) de su mano sería suficiente para verificar su influencia. El primer ministro de Francia, Fraçois Fillon entre 2007 y 2012, bajo la presidencia del conservador Nicolas Sarkozy, se dejó comprar hace menos de un año e ingresó en el putinato como consejero de la petroquímica Sibur y la petrolera estatal Zarubezhneft. Desde luego Fillon, un tipo propenso a la corrupción que tuvo que renunciar en 2017 a su candidatura a la presidencia francesa, comprendió que su situación era insostenible y dimitió de sus cargos en las corporaciones rusas al día siguiente de que el desalmado Vladimir Putin ordenara la invasión bélica de Ucrania.
No ha hecho lo propio el expresidente de Alemania, Gerhard Schröder, quien sigue presidiendo el consejo de administración del gaseoducto Nord Stream2 para llevar más combustible ruso a Alemania por el fondo del mar Báltico y recibió 600.000 euros como presidente del consejo de vigilancia de la petrolera rusa Rosneft. El excanciller ha evitado condenar la guerra contra Ucrania y se ha negado a abandonar sus cargos. El egoísmo de ese preboste, cuya fortuna se cifra en 20 millones de euros, según la prensa alemana, y su amistad con el desalmado Putin pesan más que la vergüenza y la petición pública de su correligionario socialdemócrata y actual presidente Olaf Scholz de que abandone esos puestos. A un tipo llamado en junio próximo a ingresar en el núcleo de la oligarquía rusa como uno de los jefazos de Gazprom le traen sin cuidado las correcciones del canciller Scholz en el sentido de que el gaseoducto “no es un asunto privado” y que su condición de excanciller implica unas “responsabilidades”. Y un sentido de la decencia, se podría añadir, sobre todo cuando, según Der Spiegel, recibió 407.000 euros de subvención oficial el año pasado como excanciller y para gastos del personal de su oficina. Por cierto que cuatro empleados se han sentido avergonzados y han renunciado a trabajar para ese Schröder.
El plutócrata del Kremlin vio hace años cuán fácil y rentable era comprar políticos en la Unión Europea y en Estados Unidos y no ha dudado en utilizar el enorme poder que le confieren los grandes recursos naturales de su inmenso país (gas, petroleo, minería metálica y fertilizantes) para sembrar discordia, división y crisis en las democracias consolidadas. El ascenso de las ideologías excluyentes, reaccionarias, racistas, machistas, supremacistas y nazionalistas furibundas que tanto recuerdan al nazi-fascismo del que Europa se creía vacunada tras la Segunda Guerra Mundial, se halla estrechamente ligado al ideario político del genocida ruso. Y ese ideario ha sido cultivado y regado con dólares y euros por sus lacayos, convertidos en oligarcas al frente de su potencial energético. Quizá el más importante de ellos sea Igor Sechin, director ejecutivo de la mencionada petrolera estatal Rosneft, una de las mayores extractoras mundiales de crudo. En el informe sancionador de la UE figura ese Sechin como “amigo personal” y “asesor cercano y de mayor confianza” del belicoso presidente ruso, “con el que se mantiene en contacto a diario”. De Sechin se sabe que tiene 61 años de edad, estudió francés y portugués en la Universidad de San Petersburgo, sirvió como traductor del ejército en Angola y Mozambique, es visto como un siloviki (exmiembro de los antiguos servicios secretos que se cree ejercen un gran poder en el país) y no se ha separado de Putin desde 1990, cuando éste era alcalde de San Petersburgo.
En 2012, el autócrata lo nombró jefe de Rosneft con el encargo de desplegar todo el potencial geopolítico que se derivaba de las grandes reservas de petróleo. Y el leal lacayo Sechin, que había sido viceprimer ministro desde 2008, se convirtió en el hombre clave de la putinificación de algunos políticos relevantes. Como director ejecutivo de Rosneft llegó a acuerdos con Eni en Italia, Statoil en Noruega (ahora Equinor), CNPC en China, BP en Reino Unido –que adquirió una participación del 20% de la petrolera del Kremlin– y, sobre todo, con ExxonMobil de Estados Unidos. Según Jamie Henn, fundador del movimiento británico Fossil Free Media, Rusia nunca se habría convertido en una superpotencia gasística y petrolera sin la ayuda ExxonMobil y BP. En 2013, cuando la producción de petróleo y gas de Rosneft era prácticamente plana, ExxonMobil les ayudó a modernizar las instalaciones y a expandir la producción en el Ártico. La asociación funcionó tan bien que Putin otorgó al presidente ejecutivo de Exxon, Rex Tillerson, la Orden de la Amistad, uno de los más altos honores que Rusia otorga a los extranjeros. Dos años después, el presidente Donald Trump nombraba al putinificado Tillerson Secretario de Estado de Estados Unidos. Ni que decir tiene que la afinidad ideológica entre Trump y Putin es superlativa y que los demócratas estadounidenses y algunos republicanos pusieron el grito en la atmósfera contra el nombramiento de Tillerson, por lo demás un petrolero texano para quien todavía no está claro “hasta qué punto el ser humano está relacionado con el cambio climático”. Y tampoco está claro qué se puede hacer al respecto, según declaró, en línea con el gran jefe negacionista y promotor del asalto al Capitolio tras perder las últimas presidenciales.
Cuando el primer ministro británico Boris Johnson afirmaba en la Cámara de los Comunes días atrás: “No recibimos dinero de los oligarcas rusos”, decía una verdad formal. Algunos diputados se rieron. Lógico. En este asunto como en las fiestas de la pandemia al modo Decamerón de Boccaccio con el disfraz de “reuniones de trabajo”, la verdad formal y legal se desvanece ante la realidad. La ley prohíbe a los partidos políticos británicos aceptar dinero de alguien que tenga exclusivamente la nacionalidad rusa. Pero personas con doble nacionalidad, británica y rusa, y con lazos comerciales muy significativos con Rusia, han aportado sumas considerables a los tories en los últimos años. El cálculo del Partido Laborista, basado en información de la Comisión Electoral, cifra en 1,93 millones de libras (2,3 millones de euros) las aportaciones de rusos y de personas que recibían dinero de Rusia al Partido Conservador desde que Johnson es primer ministro. Ian Blackford, líder del Partido Nacional Escocés, eleva esa cifra en medio millón de euros más.
Quizá el engrase desde el putinato de los conservadores eurófobos explique la razón por la que el primer ministro británico se ha visto obligado a “corregir el registro parlamentario” después de decirles erróneamente, a mediados de marzo, a los parlamentarios que el multimillonario ruso Roman Abramovich ya estaba sujeto a sanciones. En una declaración escrita y una rara admisión de “un error”, Jonhson quiso subsanar su falsedad diciendo que el hasta ahora dueño del Chelsea FC no había sido objeto de “medidas específicas”. Como le dijo el parlamentario laborista y jefe del comité de normas parlamentarias Chrits Bryant: “Me temo que el Gobierno tiene miedo de las cartas de los abogados de todos esos amigos oligarcas”. Bryant apuntaba directamente a la cúspide de una trama de corrupción para mantener unos intereses políticos, económicos e ideológicos peligrosos, cuando no contrarios al sistema democrático de reconocimiento, preservación y defensa de los derechos humanos (de todos los humanos y todos los derechos).
En un artículo en el Guardian, Gina Miller, defensora de la transparencia y dirigente de True and Fair (Verdad y Justicia), denunciaba: “El dinero ruso dudoso ha desestabilizado la democracia británica” y reclamaba “medidas enérgicas contra esto” después de afirmar que los británicos no deben ignorar “el impacto del dinero ruso en la campaña del Brexit”. Miller recordaba un artículo suyo, publicado en 2017 en el mismo periódico, diciendo: “Piense en el Brexit como si fuera una matrioska, una muñeca rusa de anidación; la votación para abandonar la UE equivale a quitar la muñeca exterior, pero revela otra muñeca que representa algo mucho más preocupante”. Si las conexiones corruptas de los tories con la plutocracia de Moscú eran harto evidentes antes de la invasión de Ucrania, la falta de honradez intelectual de ese jefe de gobierno que no se peina ha rebasado los límites imaginables al sugerir insidiosamente un paralelismo entre lo que Rusia está haciendo con Ucrania y la UE con Reino Unido. Tamaño despropósito explica la frialdad de los mandatarios de la UE hacia su persona en la última cumbre de la OTAN y el hecho de que no fuera invitado a participar en la reunión de la UE, como ocurrió con Biden. Las construcciones verbales de míster Jonhson pueden distraer la atención pero no ocultar lo que la gente sabe: la querencia de los oligarcas rusos amigos del matón del Kremlin hacia lo que llaman “Londongrado”, la presencia de muchos de ellos en los bailes anuales de verano del Partido Conservador, las fotos en dichas fiestas con el promotor del Brexit, David Cameron, y con el propio Jonhson y, lo que es más censurable por no decir criminal, el fomento de la xenofobia en la sociedad británica.