De INTRODUCCIÓN AL ALBUELO
Cierto es que tanto Román Álvarez como Rodolfo Serrano, Juan Carlos Escudier, Pepe Nevado y otros eran más que colegas: amigos. El Abuelo no tenía muchos, pero los tenía de calidad. En esto se parecía al ejército de un país bien gobernado: pocas armas, pero las mejores para defender a la población. Y él defendía ante tirios y troyanos a sus amigos, fueran del color que fuesen o entregaran su fuerza de trabajo a periódicos frívolos y amarillentos o sensatos y rigurosos. Cuando se ponía a hablar de los colegas mientras jugaba conmigo al ajedrez, podía ser interminable y, desde luego, era tan divertido que uno no se cansaba de oírle. Se refería con deleite y benevolencia a “aquellos jilgueros y sus jolgorios”. En el semanario de la causa socialista y laboral para el que trabajó, coincidió con “pájaros” que se aprestaban a colaborar, con el simulado interés de conocer a los máximos dirigentes del PSOE y ejercer de pedigüeños. Uno de aquellos colaboradores se esforzaba en colocar sus comentarios de la Bolsa de Valores. Llegaba a la redacción con sus folios sobre «la semana bursátil”. Pero pinchaba en hueso. “Mira, Carmelo, los trabajadores, a los que nos dirigimos, no son accionistas ni tienen mayor interés en las fluctuaciones de la Bolsa», le decía la compañera Padilla, que se encargaba de la sección de economía y laboral. Pero Carmelo insistía. Y la semana siguiente volvía con la misma copla. “¿Por qué no escribes sobre las trampas y tejemanejes de los banqueros?” El notable periodista, que siempre venía de comer o iba a comer con alguno de los llamados “siete grandes” y lo proclamaba en voz alta para darse importancia, rechazaba la propuesta de Padilla. ¿Cómo iba a morder la mano de los que le invitaban a almorzar? Era listo y consiguió su propósito: cuando llegaron las elecciones municipales le colocaron de candidato a la alcaldía de Pozuelo, la localidad con mayor número de millonarios por metro cuadrado. Su lema electoral estaba cantado: “Pozuelo vota a Carmelo”. Eso creía él, pero no le votaron y se quedó en concejal. Algo es algo. Y no volvió a aparecer por la redacción del semanario. Otro compañero, pacifista y voluntarioso, pasaba por ser experto en política internacional del bloque del Este, el Pacto de Varsovia y todo aquel mundo enemigo de Occidente durante la Guerra Fría. Hablaba despacio, en voz baja. Se enteraba de cosas, manejaba claves. Razonaba a duras penas y escribía unos “refritos” formidables, aunque, eso sí, lenta, muy lentamente elaborados, pues celebraba cada párrafo, cada punto y aparte, con una escapada para engrasar el gaznate a base de lingotazos de anís Castellana. Como era muy lento, casi siempre salía el último de la redacción. Una noche llamó desde una cabina telefónica al principal periódico del país, se identificó con su nombre y apellidos y comunicó que había sufrido un atentado: le habían disparo en Cuatro Caminos, a unos cien metros de la redacción del semanario. Eso dijo. Pero la policía no halló ni un vestigio de balazos en la zona. Todo era muy raro. “¿Qué le ha pasado a Fernando?”, preguntó a primera hora del día siguiente el secretario general, Felipe González, a la secretaria de redacción. Nada, un susto. Y a falta de pruebas del supuesto atentado, el propio González “hipotizó”: “Quizá haya sido el tubo de escape de un coche”. Comoquiera que el secretario general utilizaba su prerrogativa de nombrar a los directores del semanario, algunos adversarios internos que no se atrevían a enfrentarse con él en honrada lid dialéctica, ejercían el deporte de afear los contenidos del periódico, lo que redundaba en un daño persistente por la supuesta falta de pluralidad y credibilidad, con la consiguiente pérdida de lectores. El asunto llegó a ser preocupante. Tanto daba la calidad periodística y sus parientes: la exclusiva, el rigor, la verdad, los reportajes sobre materias actuales, convenientes e interesantes, las crónicas certeras e impecables, las columnas razonadas y bien argumentadas, las prosas primorosas del vasco Luciano Rincón o del andaluz Sebastián Cuevas, por ejemplo, o las denuncias sobre el maltrato y la destrucción del patrimonio histórico-artístico del eminente José Luis Souto, pues la difusión (ventas en kiosko) caía en picado. Para frenar el fenómeno se pasó del tabloide a un formato de revista similar a Le Nouvel Observateur francés y se entregó la dirección del semanario a un periodista de gran talla profesional y humana (Alfonso Sobrado Palomares) que, entre otras novedades, introdujo un comentario gastronómico a cargo de un tal Acedera. Nadie sabía quien era el propietario de aquel seudónimo y tampoco habría importado si aquel Acedera se hubiese atenido al principio de enseñar a comer mejor a la gente humilde. Pero aquel gastrónomo recomendaba unos restaurantes muy caros, inasequibles para la gente trabajadora a la que se dirigía la revista. Y ocurrió que un crítico cultural, habilidoso y sagaz, se juró a sí mismo y a los demás que no pararía hasta averiguar quién era Acedera. Preguntaba a unos y a otros y no lograba saberlo. Pasaban las semanas y lo único que conseguía era que le preguntaran a él si ya sabía quien era Acedera. No lo sabía, pero había inoculado su afán por descubrirlo en algunos compañeros de redacción, comenzando por la sección de laboral y siguiendo por la secretaria, Verónica, una joven amable, alegre y con encanto que se había hecho española después de huir de la pavorosa dictadura chilena del general Pinochet, uno de los mayores genocidas del último tercio del siglo XX. De este modo se sumaron al empeño el responsable de laboral, Diego de Losada, periodista excepcional, sin cuyas crónicas y reportajes sobre los conflictos obreros resultaba difícil conocer y entender la reconversión industrial de España y el comienzo de la descarbonización energética, y el reportero gráfico Paco Noguera, un tipo pequeño, barbado, con conciencia de clase, razonamientos certeros y resoluciones inmediatas. Se diría que aquel D’Artagnan y sus tres mosqueteros (Verónica, Losada y Noguera) se soliviantaban más que otros ante aquellas columnas para paladares exquisitos de «cerdos burgueses» que aparecían en la sección de cultura, detrás de las páginas de laboral, cargadas de luchas obreras por los derechos salariales y sindicales, por conservar los puestos de trabajo, por conseguir medidas de higiene y salubridad, por evitar muertos y heridos en los tajos… La clave llegó una mañana por correo ordinario en un sobre dirigido a la revista. Verónica lo abrió. Contenía una invitación al señor Acedera para que fuese a almorzar a un restaurante de muchos tenedores, situado en Alalpardo, zona norte de la capital, cerca de Puerta de Hierro. La secretaria de redacción comentó el hallazgo al crítico cultural Romero, quien no tardó en maquinar la respuesta. La invitación fue aceptada. Se concertó la fecha y la hora del almuerzo. “Será un menú largo y estrecho”, dijo el chef por teléfono. Estupendo. Llegado el día se personaron los conjurados a bordo del Seat-850 del fotógrafo Noguera y fueron recibidos y acomodados por el chef, quien les comentó las excelencias de la bodega y les sugirió marcas y añadas. Magnífico. A continuación ordenó el comienzo de la pitanza, con el consiguiente servicio de unos pulcros y ceremoniosos camareros. Iban ya por el quinto o sexto plato, tras los aperitivos de aquel menú de degustación, largo y estrecho, y por el tercer caldo de la espléndida bodega, cuando un tipo de edad mediana, tajeado, maquillado y engominado se acercó a la mesa a saludar al señor Acedera. Era el dueño del negocio. “¿Quién de ustedes es Acedera?”, les preguntó. Romero no podía ser por lo flaco, anguloso y pálido; Noguera tampoco, por su rudo aspecto. El empresario dudó en alargar el brazo hacia Losada o inclinarse ante el agradable rostro de la sonriente Verónica. Romero le sacó de dudas: “Acedera es un colectivo”. El restaurador manifestó su sorpresa, pues suponía que Acedera era uno y le hacía el favor de venir acompañado por amigos que pagarían sus respectivos almuerzos. “Pues ya lo ve, querido, somos un colectivo –remarcó Losada–, aunque nos ha faltado el sumiller, que está constipado; menos mal que dispone usted de un estupendo chef, un sabio en vinos”. Se retiró el engominado patrón que, sin duda, se las prometía felices con la concurrencia de la dirigencia socialista a cambio de la inversión mínima de la invitación al crítico gastronómico de la revista del partido, y dio orden de zanjar el menú largo y estrecho. Sin correr el riesgo de que les sirvieran bellotas de postre, aquellos pájaros ahuecaron el ala y abandonaron el lujoso y prohibitivo restaurante. Salió el chef a despedirles y tuvo la deferencia de empujar el coche de Noguera, que estaba para pocos trotes y se había quedado sin chispa de batería. La experiencia les resultó tan agradable que no les habría importado repetir ricos almuerzos por el morro si hubieran llegado más invitaciones. Pero no llegaron. Una pena. Claro que tampoco llegaron más columnas de aquel crítico gastronómico por el que, de vez en cuando, preguntaban a Romero en tono de broma: “¿Sabemos ya quién es Acedera?” Y él respondía: “Pues claro, un colectivo”. (Acedera era Rafael Ansón Oliart). A propósito de colectivismo, el muy inteligente, sagaz y divertido Romero comandaba un grupo anónimo de colaboradores, cuyos reportajes biográficos eran tan sorprendentes como temibles. Por algo firmaban Colectivo Feroz. Bajo el rótulo Vidas Ejemplares relataban con amenidad no exenta de ironía y mala leche los resultados de sus investigaciones sobre políticos tan importantes como falsarios, “demócratas de toda la vida” al servicio de la dictadura, prelados reaccionarios, avaros banqueros, magistrados muy serios… En cada entrega desvelaban la vida, obra y milagros de alguno de aquellos prebostes del pasado que se perpetuaban en el presente y pretendían dictar las normas del futuro. No ahorraban detalles del comportamiento particular, nada ejemplar, del personaje elegido cada semana. Y puesto que al final de cada reportaje anunciaban “próximas entregas” sobre media docena de personajes notables (a cual más pillastre, reaccionario y sinvergüenza), cuyos nombres consignaban, enseguida los concernidos pedían a los dirigentes del partido que les librasen del desnudo al que los sometía el Colectivo Feroz. Con razón decían que el destape corrompía a la juventud.