Archivo por meses: julio 2022

Dinastía televisiva

EL LUNES TE CUENTO

Erase una vez un rey al que le gustaba ver la televisión. También le gustaban otras cosas como el buen vino, las corridas de toros, la caza mayor, las motocicletas… Las mujeres no le gustaban mucho, sino muchísimo. Un día flipó con una vedette que salía por televisión. Lógico: tenía un cuerpo y unas piernas de locura. Cantaba, bailaba, actuaba y era tan bella que optó a Mis Universo. El rey había tenido una juventud triste y una formación militar severa, pero ahora en el trono pensaba resarcirse, así que comunicó su sirviente de máxima confianza el deseo de conocer a aquella mujer. Éste habló con la artista y ella se sintió muy halagada de la admiración de su rey. Aceptó el encuentro, surgió el idilio y se convirtió en su amante secreta durante dieciocho años. Una, porque el rey tenía más. Y secreta, porque el rey estaba casado con la reina, tenían tres hijos (dos niñas y un niño) y la religión del reino condenaba la poligamia. Además, los súbditos eran chismosos y él no deseaba deteriorar su costosa imagen de buen padre de familia, hombre cercano, bueno, campechano y entregado al bienestar de su pueblo.

Pasaron los años, los niños se hicieron mayores, las dos infantas se casaron a su gusto y el príncipe, que aun siendo el menor estaba llamado a suceder a su padre en el trono porque así lo disponían una rancia ley del reino, flirteaba con alguna joven de sangre azul (y de la otra), pero no acababa de encontrar a la futura reina consorte, imprescindible para procrear y garantizar la continuidad biológica de la monarquía. De pronto, un día, mientras almorzaba con el rey y la reina, prorrumpió: “Quiero esa”. Y señaló a la televisión. La reina no lo entendió, pero el rey, que conocía el refrán “de tal palo tal astilla”, lo captó al instante. “Esa” era la periodista que presentaba el noticiario del mediodía. Enseguida se conocieron, se hicieron novios y, un tiempo después, se casaron y tuvieron dos hijas. Cuando el rey abdicó, el príncipe ascendió al trono. Ahora, siguiendo la tradición, a nadie extrañaría que la princesa heredera se enamorara por televisión. Cosas veredes, amigo Sancho.

Ese pene

EL LUNES TE CUENTO

Quedaron a cenar con unos amigos en el restaurante de los platillos volantes. Él le llamaba así porque cocinaban tan rico que el contenido volaba en un santiamén. Los amigos no habían llegado; eran veterinarios y se retrasaban cuando algún animal requería más tiempo del previsto, así que ocuparon la mesa y pidieron un aperitivo para hacer tiempo: él, un frasco de cerveza bien fría y ella un “distinto” o tinto de verano. Comentaban algún asunto menor cuando ella, sin modificar su semblante relajado, le susurró en tono imperativo: “¡Baja eso, haz el favor!” Él puso cara de circunstancias. “¡Por Júpiter!”, exclamó al tiempo que movía las posaderas, modificaba su postura e inclinaba el torso hacia adelante para disimular la erección. No era fácil.

Ella lanzó algunas ojeadas periféricas, imperceptibles, rápidas, sin apenas subir o bajar la cabeza ni girar el cuello, como si tratara de descubrir a la fémina que excitaba a su compañero. Tampoco era fácil, pues casi todas iban ligerísimas de ropa. Por supuesto, después de treinta años de matrimonio, se autodescartaba como causa del repentino estímulo.

Lo que ella no sabía, porque él nunca se lo había contado, era que de niño se encaramaba con otros guajes del pueblo a la tapia de un corral donde un verraco montaba y dejaba preñadas a las cerdas que le llevaban. El gorrino hozaba, prorrumpía en suaves gruñidos, se excitaba, iba desplegando el miembro y finalmente, tras varios intentos, las cubría. Él tendría entonces once o doce años y aquel espectáculo había sido su primera información sexual. Los apareamientos de Pelotas (así le llamaban) eran sonados. Los gruñidos de placer de los animales alertaban a los chavales, que enseguida se ayudaban unos a otros a subir a la tapia. Los coitos de Pelotas eran frecuentes y largos. Algunas veces duraban veinte minutos o más.

Ahora, al ver al camarero servir un jarrete de cerdo a los comensales de enfrente y contemplar el sacacorchos con el que abría una botella de vino, la memoria y su primo el subconsciente le jugaban una mala pasada.

–Te pone la damisela, no lo niegues –dijo ella, señalando con la mirada a una joven de exuberante anatomía.

–Es muy mona, pero te equivocas, hermosa –dijo él.

–Pelandusca descocada…

–No seas cruel, no pidas en verano una moral de invierno.

–Eres un cerdo, ¿lo sabías?

En ese instante llegaban los amigos Eladio y María del Carmen. Sin duda oyeron el reproche de la mujer y se percataron de que él, al incorporarse a saludarlos, estaba como decía el famoso exduque de Palma. Di tú que inmediatamente se acercó el camarero y él le pidió el descorchador y se lo mostró a los recién llegados.

–¿A qué se parece? –les preguntó.

El veterinario y su esposa se rieron.

–Al pito de un cerdo –dijo Eladio cuando el camarero se alejó, y luego añadió que la naturaleza es sabia y que el órgano sexual del verraco tiene esa curioso morfología en forma de sacacorchos porque el glande ha de abrirse paso a través de los pliegues del útero de la hembra para aparearse como es debido, enroscándose incluso en el cérvix.

Ni que decir tiene que la información fue muy útil para que él pudiera explicar a su compañera la causa y razón de la protuberancia bajo aquel pantalón de lino que tanto se arrugaba. ¡Qué risa con el sacacorchos!

Notables de pocas palabras

EL LUNES TE CUENTO

El mundo era un guirigay. En una atmósfera estragada por la contaminación de los humanes y saturada de noticias falsas, posverdades, bulos y bolas irrumpía aquel virus (Covid 19 le llamaban) que mataba a cientos de miles de personas. Y por si fuera poca desgracia se añadía la decisión del genocida ruso de matar ucranianos, lanzando bombas, miles de bombas contra las ciudades del vecino país europeo. El ruido interno era también ensordecedor. Magistrados, directivos empresariales, dirigentes sindicales, líderes políticos de todas las tendencias y colores, jefes gubernamentales, leguleyos, politólogos, expertos en la totalidad… producían un zumbido incesante. Era comprensible que el director de un diario digital humilde, pero riguroso, necesitara un retiro espiritual de una semana en un monasterio. Y si podían ser dos, tanto mejor. En eso iba pensando calle arriba aquella mañana del caluroso mes de julio cuando sintió el temblor de rabo de lagartija en el bolsillo. Sacó el inoportuno, miró la pantalla, pulsó el botón, acercó el auricular a la oreja derecha y dijo: “Hola, Román, ¿qué te cuentas?” Román era un ilustre profesor que daba lustre y prestancia al periódico con sus columnas semanales. “Pues mira, hay tanto ruido que no tengo nada que contar; de hecho no sé de qué escribir”, dijo. Al director le reconfortó saber que el eminente catedrático se hallaba tan saturado de bulla, diatribas y falacias cómo él. “¿De qué te parece que escriba?”, le preguntó. A lo que el director respondió: “No estaría mal una columna sobre el silencio”.

Apenas dos horas después recibía la columna por correo electrónico. Con el título: “Personajes de pocas palabras”, aquel erudito afirmaba que los soldados del romano Julio César le llamaban el Oráculo, el cartaginés Aníbal solo pronunciaba monosílabos, el presidente Ulyisses Grant de Estados Unidos sostenía que todo el arte de la conversación consiste en saber callar. El propio Napoleón Bonaparte era hombre de pocas palabras, aunque una frase suya decía más que un discurso de cualquier otro. Carlomagno citaba a Confucio y opinaba que el silencio es el único amigo que jamás traiciona. El duque de Wéllington, que mandaba las tropas anglo-aliadas que derrotaron a Napoleón en Waterloo, rara vez decía algo más que sí o no y afirmaba que un general debe tener una gran cabeza y una lengua que no hable. El artículo seguía con Guillermo de Orange, al que llamaban Guillermo Taciturno porque era enemigo de la conversación y poseía una fisonomía tan expresiva que le ahorraba muchas palabras. Si tenemos en cuenta que juró fidelidad a Felipe II y luego encabezó la revuelta en los Países Bajos contra el emperador queda claro que además era un hombre sin palabra. Por paradojas de la historia ahora su apellido sirve de nombre a una empresa telefónica.

Un tipo inmortal

EL LUNES TE CUENTO

Me tentó el maestro Potagias. Primero me dijo que tenía más hambre que el perro del afilador, que se comía las chispas por comer algo caliente, y luego, como me negara a acompañarle al Hogar del Deportista a tomar un plato de lentejas con chorizo y un vaso de vino, me preguntó si quería conocer a alguien inmortal. Supuse que se refería a algún escritor célebre, un cineasta de renombre, un científico eminente… Mordí el anzuelo. Habíamos terminado la actuación, así que recogí los bártulos y nos encaminamos hacia la calle Mayor. Era más de la una de la noche de un frío viernes de febrero. Llegamos al pasadizo donde estaba el portal por el que se accedía a aquel establecimiento perfectamente clandestino. Llamabas al timbre del primer piso y te abrían. Si te equivocabas y llamabas al segundo, también te abrían: era una casa de putas. Subimos. En realidad, el Hogar del Deportista carecía de nombre, pero le decían así porque lo regentaba un boxeador retirado y tenía fotos enmarcadas y carteles de combates adornando las paredes y un futbolín en mitad del amplio salón configurado como un bar. El local estaba abierto toda la noche y podías comer lentejas y huevos fritos con puntillas. Además se podía fumar. El mago Potagias solicitó sus lentejas y un vaso de vino y yo pedí una cerveza. Ninguno de los cinco noctivagos de edad avanzada que ocupaban algunas mesas me pareció célebre e inmortal, pero el maestro señaló con el gesto y la mirada a un tipo endeble, envuelto en un abrigo azul marino y cubierto con una boina negra, que parecía dormitar o meditar ante una copa vacía y una libreta abierta sobre la mesa. “Ese tiene de inmortal lo que yo de obispo”, susurré. Potagias no respondió. Cuando apareció Morrosco con sus lentejas le pidió una botella de tinto Estola, y un platillo de aceitunas y se acercó con esa carta de presentación a la mesa del inmortal, quien se alegró de verle y le pidió que nos sentáramos con él. Pegamos la hebra. Era húngaro, pero manejaba tan bien la lengua de Cervantes que ya solo pensaba, dijo, en español. Había castellanizado su nombre, se hacía llamar José Atilano y se definía como “poeta productivo”.

–¿Y rentable? –le pregunté.

–Eso es otro cantar, va por rachas –dijo.

Escribía poemas de amor y de odio para unos dispensadores instalados en una cadena de grandes almacenes que al precio de un euro y, previa selección del nombre del destinatario, imprimía el poema y lo suministraba junto con un sobre para guardarlo y entregarlo o enviarlo. La primavera era la estación mas rentable, aunque el amor y el odio brotaban todo el año, nos dijo.

–Aquí, mi amigo y maestro Potagias sostiene que es usted inmortal.

–Lo soy –afirmó.

–Permítame que dude: de esta vida nadie sale vivo –dije.

–La muerte no me quiere –repuso.

Esperé a que saboreara unas olivas y el posterior trago de vino antes de preguntarle cómo rayos era eso, y entonces me echó una historia según la cual se enfadó muchísimo porque no le preguntaron si quería nacer.

–Hay cosas que no se preguntan, suceden y ya está –dijo Potagias.

A lo que el poeta del amor y del odio respondió que sin el derecho prístino a decidir entre ser o no ser no cabía hablar de libertad y todo era esclavitud.

–Ya me dirá cómo se las ingeniaría para preguntar a alguien que no existe si quiere o no quiere existir –dije.

–No hay manera, no es posible –concedió–, lo cual demuestra que estamos atados y la libertad es una entelequia –reafirmó.

Luego nos contó que él no deseaba nacer ni le interesaba la vida. El día que decidió poner fin a su estado corporal lo tenía todo calculado, sabía a qué hora exacta pasaba el tren cada día, caminó los tres kilómetros que separaban la estación del punto elegido, después de la curva del lago, se tendió en la vía y esperó mirando al cielo los diez minutos que faltaban para que las ruedas de hierro le cortaran el pescuezo. Pero pasaron diez, quince minutos y el tren no llegaba. ¿Qué estaba pasando? Se incorporó, volvió sobre sus pasos y vio el tren parado a lo lejos. Cuando llegó comprobó que un hombre se le había adelantado. Desde entonces se creía inmortal.

El evento

EL LUNES TE CUENTO

El evento tuvo un gran éxito. Según el cronista mayor de la Villa llegaron gentes de varias ciudades peninsulares e insulares, vinieron de países vecinos y lejanos, acudieron americanos del sur y del norte, participaron mujeres y hombres de las islas Filipinas, Brunei, Seychelles, Gambia, Nueva Zelanda. Desde Japón, Corea del Sur y Hong Kong enviaron videos. Desde Kirguistán entraron por videoconferencia. Aunque rusos y chinos se abstuvieron de intervenir porque estaban de mal humor, la concurrencia fue enorme y obligó a los organizadores a prorrogar por dos días el encuentro. Solo los coleccionistas de mariposas consumieron media jornada con sus filmaciones y explicaciones. Les siguieron los propietarios de colecciones de porcelanas inspiradas, entre los que destacó el señor Carabo con su muestrario de mil de búhos. Impresionó un amante de las miniaturas con su colección de retratos de presidentes de Estados Unidos en granos de arroz. Suscitó cierta curiosidad un coleccionista de pegatinas de la Transición y no le fue a la zaga el señor Blai con su compilación de primeros números de los nuevos periódicos impresos que antaño salían al mercado.

El congreso popular de coleccionistas sirvió de plataforma publicitaria de los poseedores de museos privados de pintura y escultura de todas las épocas y lugares, gente admirable, culta y con posibles. A las artes plásticas se añadieron los coleccionistas especializados en sellos de correos, escudos de armas, monedas, medallas, fósiles, trajes, calzado… En materia literaria destacó un cervantino de México con su explicación sobre el impresionante acopio de motivos quijotiles acumulados a lo largo de su vida en la casa-museo de Guanajuato. Entre los participantes de más edad comparecieron muchos coleccionistas, mayormente anglosajones, de bastones y sombreros. Hubo bastante animación infantil y juvenil, con intercambio de cromos, pines, discos y plaquitas de marcas de coches y motos, arrancadas a vehículos en las calles.

De sorprendente e hilarante calificó el cronista el momento en que el Marqués de las Marismas mostró las imágenes de su estupenda colección de probetas con mechones de pelos del pubis (Monte de Venus) de las decenas de mujeres con las que tuvo trato.

–Yo suponía, amigo Escobar, que su original cosecha era una ocurrencia de Berlanga en La escopeta nacional –dijo el presentador, un famoso locutor de radio que emitía en directo.

–Pues no, pollo, de ocurrencia nada, que mi dinero me ha costado.

Otro momento risueño se produjo cuando el famoso locutor presentó a don Desiderio, “notable coleccionista de piedras preciosas”.

–Preciosas no, de las otras –le corrigió el interesado.

–¿Puede aclararnos..?

–Piedras normales, chinas, guijarros… Empecé a recogerlas hace muchos años, cuando embarqué la primera vez y mira, ya tengo piedras de ochenta y siete países. ¿A que mola?

Contra lo que su apellido sugería, madame y monsieur Perrin no coleccionaban piedras sino errores, grandes errores.

–¿Propios o ajenos? –les preguntó el presentador.

–Los propios te fastidian, los ajenos te pueden fascinar –dijo madame.

–¿Por ejemplo?

–El catálogo histórico es muy amplio, pero podemos elegir el disparate de los revolucionarios franceses, tan acertados en la división de poderes, la liquidación del antiguo régimen, la implantación de la democracia representativa…, de implantar un calendario propio en sustitución del imperial romano.

–Vamos que eso de llamar termidor y fructidor a julio y agosto y pretender que el año nuevo comenzara en septiembre fue un error monumental –añadió monsieur Perrin–; menos mal que llegó Napoleón y repuso los meses en su sitio, lo cual es lógico, pues no olvidemos que aspiraba a ser un emperador más grande que Julio Cesar Augusto.

Aunque los coleccionistas de ideologías resultaron muy pesados, los de paradojas se atropellaron unos a otros y los de buenas ideas acabaron discutiendo con los de malas ideas y no dejaron hablar a los de ideas absurdas, la potencia de los artefactos musicales exhibidos por los colegas de este sector les cortó el rollo. Así, con música y baile, concluyó un evento en el que, desde luego, lucieron los poseedores de colecciones de fermentados y destilados (vinos, cervezas y licores) de muchos puntos del globo y quedó demostrada la capacidad de los humanes de prolongar su yo a través de las cosas.