LA GRAN AVENTURA Y BUENA SUERTE DE JUAN SEBASTIÁN ELCANO
El 8 de septiembre de 1522 llegó a Sevilla la nave Victoria con el capitán Juan Sebastián Elcano y veintitrés individuos a bordo, todo barbas y huesos. Seis eran indígenas de las islas de las especias y los otros dieciocho acababan de dar la vuelta al mundo. Eran los primeros humanes en circunvalar el globo terrestre, una proeza náutica, geográfica y económica de la que se van a cumplir 500 años. Unos dicen que aquel vasco de Getaria tuvo una suerte de mil diablos, y otros afirman que lo protegió la providencia, lo cual es válido para quienes creen que en el mar no hay ateos. Las vicisitudes de Elcano quedaron consignadas en los apuntes del aventurero italiano Antonio Pigafetta, uno de los pocos que salvaron el pellejo y regresaron con él a España. Su Relación del primer viaje alrededor del mundo, publicada en 1524, constituye la principal fuente informativa de aquella gesta.
Todo empezó cuando se personaron en Sevilla los hidalgos portugueses Fernando de Magallanes y su amigo Rui Falero. El primero, nacido de Oporto (Porto), ciudad vinícola que, unida a Gaia, en la otra orilla del Duero, acabó dando nombre al país (Portogaia y, para abreviar, Portugal). Magallanes era un reconocido navegante; había explorado las costas de Libia en el Mediterráneo y bogado hasta los confines del Atlántico. Ahora tenía el proyecto de llegar al “mar del Sur” (Océano Pacífico) desde Occidente, es decir, sin necesidad de bordear el continente africano ni de realizar la larga travesía por el océano Índico hasta aquellas Indias orientales de las que hablara Marco Polo. De nuevo reverdecía la obsesión de Cristóbal Colón de encontrar el camino más corto para llegar a las Indias, solo que ahora había que cruzar el Nuevo Mundo, aquellos territorios que unos sabios alemanes bautizaron con el nombre de América en honor al cronista Américo Bespucio, al que consideraron su descubridor.
Magallanes era consciente de la importancia de acortar el camino hasta el mar del Sur. Importancia política y económica, se entiende. Para entonces los portugueses seguían la ruta de Oriente y habían llegado hasta las islas Marianas (hoy de Estados Unidos). Se trataba de un archipiélago volcánico (quince cumbres formadas por cráteres pueden contarse en esas islas del Pacífico) al que los colonizadores españoles darían nombre en el siglo XVII en honor a la reina consorte Mariana de Austria. Magallanes expuso su proyecto de buscar un camino más corto para llegar a las Indias al rey don Manuel de Portugal, pero éste lo despreció. Y puesto que uno no puede apreciar a quien lo desprecia, decidió abandonar su país y se naturalizó español.
El bravo portugués no estaba solo, pues, además de su amigo Falero, contaba con la amistad y confianza del acaudalado mercader español Cristóbal de Haro, afincado en Burgos. La familia de este Cristóbal había amasado una fortuna con la exportación de lana de las ovejas merinas, que eran la principal fuente de riqueza en España y llegaba desde los puertos de Bilbao y de Cantabria a las principales hilanderías del continente y las islas Británicas. El propio Cristobal y su hermano Diego habían obtenido grandes beneficios como compradores y vendedores de las simientes y especias que llegaban a Lisboa desde las Indias orientales. Magallanes conoció a Cristobal en la capital portuguesa, y el mercader no dudó en compartir y apoyar el proyecto del gran navegante e intrépido explorador de buscar un camino más corto para llegar a las islas de las especias.
Con palabras de hoy se diría que Magallanes y Falero tenían en España al mejor patrocinador posible. Y puesto que los Haro mantenían una estupenda relación con Carlos I (después V de Alemania), pues no en vano habían sufragado muchas de sus necesidades, Cristobal acompañó a Magallanes a Valladolid para abordar con el emperador el proyecto de organizar una expedición para buscar un paso hacia el mar del Sur. Las informaciones y los datos que aportaron convencieron al emperador de la viabilidad y rentabilidad de la empresa.
Jugaban a favor de Magallanes los fallidos intentos de Vicente Yáñez Pinzón, el primero en cortar la equinocial por Occidente en el año 1500, de llegar al Pacífico. Yáñez lo intentó de nuevo en 1514, pero no lo consiguió. Su lugarteniente Solís, que iba con él, realizó un tercer intento y no regresó. “Todos sabemos lo que pasó –decía el capitán de navío Francisco Javier de Salas en 1879 en la Sociedad Geográfica de Madrid–: “Fue devorado por los indígenas en el río al que dio nombre y conócese hoy con el de la Plata”.
Y también jugaba, claro está, la ambición imperial de la época y la mentalidad dominante (avarienta) de clérigos, caballeros y mercaderes. El único problema en la negociación con el monarca era el reparto de los costes de la expedición. Aunque hay distintas versiones, parece ser que los Haro sufragaron el coste de los barcos y el rey el armamento y las provisiones. De este modo se ofició en Valladolid el 22 de marzo de 1518 la formación de “la Armada de las Molucas”, compuesta por cinco naves y capitaneada por Fernando de Magallanes, quien, al servicio del imperio español, recibía el cargo de gobernador de todas las tierras y gentes que descubriese y conquistase.
Año y medio después, Magallanes y Falero lo tenían todo dispuesto para zarpar. Sevilla era un hormiguero de buscavidas, espadachines, aventureros y experimentados navegantes, y les resultó fácil reclutar las tripulaciones. Más difícil fue para Magallanes resistirse al amor de una mujer. Se casaron y tuvieron un hijo que, al contrario del Telémaco de Ulises, no volvería a ver jamás. Desprovistos de la protección de la diosa Atenea, de glaucos ojos, padre e hijo morirían el mismo año. La madre falleció un año después.
Todos los nombres
Las cinco naves fueron saliendo de los astilleros y el puerto de Sevilla hacia Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), donde ultimaron los ajustes, completaron el aprovisionamiento y se hicieron a la mar el 27 de septiembre de 1519. Formaban la dotación 239 individuos. El almirante Magallanes iba al frente de la Trinidad. Y sus capitanes eran Juan Serrano (portugués de nacimiento, al mando de la nave Santiago), Juan de Cartagena (de la San Antonio), Luis de Mendoza (jefe de la Victoria y tesorero de la expedición) y Gaspar de Quesada al mando de la Concepción, con Juan Sebastián Elcano como maestre.
Por cierto que en las listas de la Casa de Contratación de Sevilla, el argonauta vasco aparece escrito de tres formas: Juan Sebastián del Cano, Juan Sebastián de Elcano y Juan Sebastián sin más. A ellas ha de añadirse Elkano en el euskera de nuestro tiempo. A los efectos de la gesta, tanto da. Después de todo, quien se hartó de bautizar, como enseguida veremos, fue su superior Magallanes.
Tocaron tierra en la isla de Tenerife (Canarias), donde se agregaron varios guanches, cruzaron el océano, recalaron en Recife y llegaron a Río de Janeiro (Brasil) el 13 de diciembre. Allí se agregaron más individuos hasta completar 265 hombres. Levaron anclas a comienzos de 1920 y navegaron hacia el sur bordeando la costa hasta la desembocadura del río de la Plata. Aquella inmensa lengua de agua indujo a Magallanes a suponer que era el camino hacia el mar del Sur, aunque enseguida se dio cuenta del error y ordenó a la flota virar hacia aguas saladas. Los españoles ya habían fundado allí la colonia de Santa María de los Buenos Aires.
Las diferencias, celos, piques y disputas entre españoles y portugueses eran constantes en algunas naves y los temporales, las enfermedades y la escasez de alimentos enconaban los ánimos de los navegantes. Sin embargo, a pesar de algunos errores, nadie discutía la autoridad de Magallanes. Pero el tiempo empeoraba, el invierno se echaba encima y la situación era más difícil cada día, así que el 31 de marzo Magallanes decidió recalar en una gran bahía. La bautizó con el nombre de Puerto de San Julián, le pareció un buen sitio para pasar el invierno y ordenó desembarcar.
Durante los cinco meses de estancia en aquella bahía, al abrigo de las tempestades a mar abierto y con varios islotes protectores, se fue a pique la nave Santiago que mandaba el capitán Serrano. La zona, hoy conocida como Mar de Argentina, en el norte de la Patagonia, era, en realidad, fría e inhóspita. Es probable que la configuración de aquel territorio llevara a Magallanes a pensar que se hallaban ante el paso natural que estaba buscando hacia el mar del Sur. Pero no fue así; la bahía se cerraba unos cientos de millas al sur. No tenía continuidad.
Los capitanes empezaban a estar hartos de los errores del capitán general. Varios de ellos se conjuraron para quitarle de en medio. Según contó Pigafetta, los traidores eran Juan de Cartagena, veedor de la escuadra y capitán de la San Antonio; Luis de Mendoza, tesorero y capitán de la Victoria; Antonio de Coca, contador, y Gaspar de Quesada, que mandaba la Concepción, con Elcano de contramaestre. Pero Magallanes tenía buenos espías y resolvió el motín con mano de hierro. Cartagena fue ahorcado y su cuerpo descuartizado, Mendoza fue apuñalado y también descuartizado.
Encarceló y luego perdonó a Quesada y a su subordinado Elcano. Pero el primero era pertinaz e ideó una nueva traición. Magallanes no se atrevió a liquidarlo porque había sido nombrado capitán por el emperador, pero le expulsó de la escuadra y lo abandono en la tierra de los feroces patagones junto con un clérigo traidor. Según el capitán de navío Francisco Javier de Salas, la providencia protegió a Juan Sebastián Elcano de la cólera del jefazo. Fue su primer golpe de suerte, si bien cabe añadir que Magallanes tampoco andaba sobrado de buenos navegantes.
Hallazgo del estrecho
Los expedicionarios se despidieron de los aborígenes, unos tipos blancos, grandes, muy altos, con los que habían entrado en contacto y que Magallanes bautizó como “patagones” por sus enormes pies. Salieron de la Bahía de San Julián y pusieron rumbo al sur. El 21 de octubre de 1920 pasaron un cabo que el capitán general bautizó con el nombre de las “Oncemil Vírgenes”. Nada más doblar el cabo divisaron una gran entrada del mar. La exploraron, se cercioraron de que no era la desembocadura de un anchuroso río y siguieron adelante.
Entonces se toparon con un estrecho que Magallanes bautizó con el nombre de “Todos los Santos”, en honor a la festividad católica de los difuntos. Era el 1 de noviembre. Al cruzar aquella franja marina observaron gran cantidad de fogatas en la ribera sur. Eran fumarolas de gas natural a las que en algún momento los aborígenes habían prendido fuego. Visto el fenómeno, Magallanes bautizó la zona con el nombre de “Tierra de Fuego”. Se hallaban en lo que hoy conocemos como la Antártida chilena.
Decenas de miles de pájaros torpes, con unas alas muy cortas, subdesarrolladas, incapaces de volar, llamaron la atención de los navegantes. Pigafetta los describió como “extraños gansos”. Aunque no podían volar y andaban con dificultad, como si estuvieran ebrios, se sumergían en las gélidas aguas y nadaban a gran velocidad. Las alas eran aletas y les servían de motor de propulsión junto con la cola y las patas palmípedas que, a su vez, les servían de timón. Eran pingüinos, unos animales insólitos, de espeso plumaje blanco en el pecho y negro en la espalda. Ruidosos y masivos, aparecían erguidos como los humanos y acabarían inspirando la casaca y luego el chaqué que utilizaban los ingleses para montar a caballo.
Desde aquellas tierras de los pingüinos de Magallanes (la actual Punta Tombo, en la provincia chilena del Chebut) siguieron navegando en dirección sudeste y llegaron a una espaciosa bahía donde el paisaje cambiaba por completo. Las rocas áridas del estrecho y la escasa vegetación herbácea tornabanse allí altas montañas de crestas nevadas, bosques de árboles y feraz vegetación. Habían llegado a la que hoy se conoce como la bahía de San Bartolomé. Los expedicionarios recobraban el ánimo después de tantos días de aridez y rocas peladas por los vientos.
Fondearon en aquella bahía para descansar y explorar el territorio. A continuación siguieron hacia el sur, pero enseguida vieron que el estrecho se dividía en dos canales. Ante la duda sobre el ramal a seguir, Magallanes decidió dividir la flota de modo que dos barcos seguirían un ramal y los otros dos el otro. Acordaron reunirse unos días después en un punto de la bifurcación. El Trinidad y el Concepción bordearon la costa de la península de Brunswick hasta el cabo de Fronward, donde el estrecho giraba al noroeste. Allí decidieron esperar a las dos naves que exploraban el canal oriental. Pero al cabo de cinco días sólo carabela Victoria.
¿Qué rayos había pasado con la San Antonio? Los exploradores de la Victoria sólo podían informar de que navegaba más deprisa que ellos y la habían perdido de vista. También decían que el ramal carecía de salida. El capitán de la San Antonio era Álvaro de Mezquida, primo hermano de Magallanes. La confianza del capitán general en su primo era total, como lo prueba el hecho de que fuera el barco de mayor porte y llevara las provisiones de agua y alimentos de la expedición. Sin perder un minuto salieron en busca de la nave, recorrieron el canal, hicieron fuego, lanzaron señales de humo. Nada. Ni avistaron el barco ni hallaron vestigios del posible naufragio.
La pérdida de la San Antonio supuso una contrariedad mayúscula para los expedicionarios, hasta el punto de que algunos lugartenientes de Magallanes abogan por suspender la misión y regresar a casa. Pero Magallanes no desesperó. Confiaba en la pericia de Mezquida y ordenó dejar unas marmitas a modo de boyas con las indicaciones de la ruta que iban a seguir, hacia el nordeste, por si las encontraban y podían alcanzarles. En realidad, el barco perdido había navegado más deprisa y, al comprobar que el canal no tenía salida, se dirigió al punto de encuentro fijado por Magallanes, pero no lo encontró ni halló al resto de la expedición. Entonces el timonel Esteban Gómez conjeturó que aquellas aguas eran un camino bloqueado y la flotilla habían emprendido el regreso. Convenció a la tripulación, apresaron al capitán Mezquida, que se resistía a creer que su primo les hubiese abandonado y pusieron rumbo de vuelta a España.
Morir en Filipinas
Aunque la pérdida redujo la flotilla a tres barcos, siguieron adelante por el canal hacia el noroeste hasta que salieron a un mar tranquilo, sin tierra en el horizonte. Magallanes le puso el nombre de “Pacífico”. Era el 27 de noviembre de 1520. Tal como el navegante y su financiero Cristobal de Haro habían supuesto, el paso hacia el “mar del Sur” existía, era viable y había quedado inaugurado y documentado por los intrépidos navegantes. No se entretuvieron en explorar la costa. Se aprovisionaron de agua y de algunos vegetales comestibles y dejaron atrás el que en el futuro se conocería como “Estrecho de Magallanes”.
Después de bogar más de cincuenta días en dirección noroeste por aquel piélago desconocido llegaron a unas islas que llamaron de los Tiburones (Pukapuka), se aprovisionaron de agua potable y de los alimentos (aves y vegetales) que encontraron y siguieron adelante, llegando a la Isla de San Pablo, también conocida como Isla Vostok e Isla Flint el 4 de febrero de 1951. No les pareció que aquellos islotes de lo que hoy llamamos Micronesia tuviesen mayor interés a los efectos de lo que les interesaba: las especias, así que siguieron navegando y el 6 de marzo descubrieron la que hoy se conoce como Isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas.
Encontraron allí unos indígenas de ojos rasgados y pequeña estatura, los guameños o chamorros, una gente a la que debieron de parecer marcianos. Aunque aquellos aborígenes jamás habían visto humanes europeos, conocían el valor de las cosas y practicaban el trueque, así que después del primer impacto mutuo aceptaron proveerles de agua y comida a cambio de unos utensilios de hierro, mineral que desconocían. Todo fue bien hasta que varios indígenas tuvieron la idea de acercarse a nado a los barcos y, aprovechando la oscuridad de la noche, llevarse una barca de remos que estaba atada al Concepción.
A la mañana siguiente, al descubrir el robo, Magallanes se enfadó bastante y acudió con un puñado de hombres a recuperar el bote. Pero los isleños los recibieron con flechas y lanzas, lo que enfadó mucho más al jefe expedicionario, ordenó que les quemaran las chozas y ejecutó a siete nativos que sus hombres habían apresado. Tras bautizar aquel territorio con el nombre de Isla de los Ladrones, levaron anclas rumbo al oeste y después de un mes de navegación llegaron al archipiélago de San Lázaro, rebautizado después por los colonizadores españoles con el nombre de Filipinas en honor a Felipe II.
Allí había arroz, agua potable, especias y unos aborígenes poco evolucionados e inofensivos, en apariencia. Exploraron la isla de Homonhon y prosiguieron hacia la hoy llamada Limasawa, un poco más grande. En ninguna de las dos se detuvieron más tiempo del necesario para conseguir frutos y provisiones. El 7 de abril de 1521 llegaron a Cebu, el principal poblado de la isla de Mactán, donde Magallanes decidió intervenir en defensa del rey local, que se había convertido al cristianismo y sufría los ataques de otros gerifaltes.
Aunque el descubridor tenía noticia por sus colegas portugueses de la belicosidad de los isleños, se fio de las apariencias (pequeños y debiluchos) y les plantó cara con poco más de cuarenta hombres. Craso error. Los aborígenes eran cientos (algunos dicen que más de mil), usaban lanzas y disparaban flechas envenenadas. Los rodearon y los molieron a palos. Magallanes cayó herido y murió el 27 de abril. Su barco, el Concepción, fue incendiado y su sucesor, el intrépido Duarte, siguió la lucha y también cayó asesinado. La pérdida de vidas humanas fue enorme. De los 239 expedicionarios iniciales sólo quedaban ochenta, lo que significa que, traiciones y deserciones aparte, las batallas para someter a los indígenas fueron una maldita sangría.
La buena suerte
Elcano salió ileso del empeño de someter por la fuerza a aquellos indígenas, cristianizarlos y someterlos al imperio español. Fue su segundo golpe de suerte. Pudo reparar y conservar su barco, el Victoria, que junto con el Trinidad eran los únicos de la flotilla que podían seguir navegando. Y lo hicieron por el mar de Filipinas, tocando tierra en las actuales Palawan y Brunei. El 8 de noviembre de 1521 arribaron a la isla de Tidore, cuyo rey les ofreció un convite. Elcano se encontraba mal y permaneció a bordo, lo que le libró de ser envenenado. Fue su tercer golpe de suerte. Para completar la faena, la nave Trinidad sufrió una vía de agua que obligó a su capitán, Gonzalo Gómez de Espinosa, a permanecer en Tidore mientras realizaban el carenado.
Los expedicionarios de la Victoria decidieron seguir la misión en solitario, tocaron tierra en Ambon (Indonesia) el 29 de diciembre y en Timor el 25 de enero de 1522. Habían cargado varias cubas de especias, llevaban otras con arroz y agua potable. Varios indígenas filipinos se enrolaron con ellos en aquella nave ya un poco cascada, de velas remendadas y aparejos mal acosturados que, sin embargo, resistió las tormentas y soportó las bonanzas de los casi cinco meses de navegación por el Océano Índico hasta alcanzar el Cabo de Buena Esperanza, en la costa de Sudáfrica, el 19 de mayo de 1522.
La resistencia del capitán vasco y de su tripulación fue formidable. Se alimentaban de arroz, agua y cocos, unos productos que, aunque racionados, producen escepticismo. Las únicas proteínas que ingerían procedían de los peces que pescaban. Pero la debilidad y las fiebres acabaron con la vida de varios tripulantes, de modo que al doblar la punta del Océano Atlántico y poner rumbo al norte, quedaban 47 individuos a bordo. El capitán de navío Salas diría tres siglos después que en vez de una carabela, aquel barco parecía “un ataúd”. Exageraba, sin duda, para agrandar la gesta de Elcano.
Tres meses tardaron en realizar la travesía hasta llegar a las islas portuguesas de Cabo Verde, donde Elcano y trece subordinados echaron pie a tierra en busca de provisiones. Consiguieron agua y algunos alimentos, pero enseguida los portugueses se enteraron de que aquellos navegantes españoles habían atraído al rey de Tidore a la causa de Castilla y, ante el temor a que les apresaran, subieron a la barca y salieron por remos hacia la nave. Ya no volvieron a tocar tierra hasta llegar a suelo español.
El 6 de septiembre de 1522 conseguían avistar la desembocadura del Guadalquivir, San Lucar de Barrameda, y ocho horas después llegaban a Sevilla. Los 18 expedicionarios supervivientes de la flota del “mar del Sur” acababan de dar la vuelta al mundo. Tres años después de su partida llegaban al puerto de salida, una gesta extraordinaria que no sólo confirmaba la esfericidad del planeta, sino también proporcionaba a la Corona española territorios coloniales hasta hacer realidad la frase atribuida al sucesor de Carlos I: “En mi Imperio nunca se pone el sol”.
Se presentó Elcano en Valladolid llevando consigo a algunos de sus hombres y a los isleños, como regalo al emperador, junto con especias, frutos, perlas y aves exóticas de las islas Molucas. Los patrocinadores, señores de Haro, se hicieron cargo de la mercancía y, al parecer, resarcieron de largo su aportación económica.
Aunque se ha dicho que Juan Sebastián Elcano esperaba el mando de la flota, lo cierto es que Carlos I se limitó a concederle un escudo de armas en el que figura un castillo de oro, un campo sembrado de especierías, dos palos de canela en forma de aspa, tres nueces moscadas y dos clavos de especie. Completan el emblema un yelmo y por cimera un globo terráqueo con la inscripción en latín: “Primus circumdedisti me” (El primero en circundarme). Elcano, que contaba entonces 46 años, fue nombrado vocal de la Junta de Letrados, Astrólogos y Pilotos españoles y portugueses.
Y aunque resulte paradójico, la envidia y el hecho de haber arrancado al planeta uno de sus más indeseables secretos para la Iglesia Católica, aconsejó al emperador a asignarle la escolta permanente de dos hombres armados. También, por paradojas de la historia, los carlistas destruyeron la estatua que en su memoria mandó erigir en Getaria el ilustre marino y científico Manuel de Argote y Bonechea. En 1860 se levantó otra, en bronce, obra de Antonio Palau. Pero los franquistas, triunfantes en la Guerra Civil, se la llevaron para ponerla junto a la ermita de la Reina de los Mares, inaugurada en 1941 como homenaje a los fallecidos del crucero Baleares, hundido por los republicanos. Muerto el dictador, los getariarras repusieron a Elkano en su sitio.