EL LUNES TE CUENTO
Empuñó el manillar, tomó impulso y saltó al sillín. De sobra sabía que la resistencia de los materiales disminuía con la edad y podía pegarse un trastazo de campeonato si montaba a la carrera, pero aquella llamada inesperada la inundó de alegría y, como si le hubiesen inyectado energía en vena, cerró la puerta de casa y se echó a pedalear con un brío juvenil desconocido. Aunque la bicicleta era un poco pesada y llevaba una cesta delate y un cajón detrás con la inscripción “caja B”, adelantó a unos residentes alemanes, gente mayor que venía a envejecer junto al mar y traía unas bicis estupendas, y recorrió a toda mecha los cinco kilómetros de carretera asfaltada hasta el camino que conducía a la parcela. Desde el cañaveral vio a Salus y le gritó para que se acercara.
El hombre trabajaba una franja de huerta entre la alfalfa y el maíz. Se incorporó a medias.
–¿Qué pasa María? –gritó, escorando a popa su sombrero de paja.
–¡Noticias del niño!
El hombre soltó la azada y se acercó. La mujer le informó de la llamada del hijo con el anuncio de que venía el sábado a verles. El hombre la miró con expresión de escepticismo propia de Sexto Empírico.
–¿Tu crees?
–Joer, Salus, claro que sí, esta vez sí; me ha dicho que viene a comer –replicó ella.
Desde que el hijo fichó por el Elche y empezó a crecer como futbolista se fue alejando cada vez más de casa (Valencia, Barcelona, Milán…, Múnich) hasta el punto de que en los tres últimos años solo le habían visto alguna vez, por televisión.
–Ya veremos –dijo el hombre, recordando las veces que el niño anunció su visita y no vino.
Llegó el sábado y el hijo se presentó en casa a las 13:00 horas, como había dicho. Se había corrido la voz y la calle se llenó de niños, adolescentes y curiosos, deseosos de saludarle. Él abrazó y besó a la madre con mucho cariño, tendió el brazo sobre los hombros del padre y lo estrechó contra sí. Le pareció menos duro y más avejentado. “Se ha enternecido”, pensó. Dejó que les hicieran fotografías, repartió autógrafos y camisetas a los niños. Entraron.
–He preparado una paella marinera y te he hecho esas natillas con espuma y canela que tanto te gustan –dijo la madre.
Él le dio un beso y le acarició el cabello, recogido en una trenza.
–Gracias, mamá.
El padre le ofreció cerveza tostada sin alcohol y almendras fritas con sal. Él prefirió Coca-Cola, se sirvió un vaso con hielo y estuvo mirando los discos y los libros del impoluto salón, todos en su sitio, tal como los había dejado. A continuación entró en su alcoba. Tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido allí dentro. Sus construcciones de Lego seguían en los anaqueles en perfecto estado de revista; sus cintas y discos compactos de Dover, Celtas Cortos, Nirvana… reposaban encasillados al lado del Aiwa con tocadiscos y radio-casete al que había añadido dos altavoces suplementarios para conseguir música envolvente; sus libros y agendas escolares permanecían en aquellas cajas de los chinos, tan limpias y bonitas. Salió. El padre le llamó desde el patio trasero, aromatizado por la frondosa higuera cuyas hojas protegían los tomates, pepinos, pimientos y cebollas que el hombre traía de la huerta y vendía los sábados en el mercado de la plaza. El hijo se acercó hablando por teléfono. El padre le mostró la cosecha, él respondió moviendo arriba y abajo la cabeza. El padre quería preguntarle cómo le iba las cosas, pero el hijo seguía con el telefonillo pegado a la oreja. El padre sacó la navaja, agarró un gran tomate “pata negra”, lo lavó en el grifo de la pila, lo partió, espolvoreó unos granos de sal y se lo dio a probar con la intención de que abreviara la conversación, pero el hijo lo desestimó con un gesto. La madre se asomó y anunció que la paella estaría en su punto en diez minutos. El hombre dispuso los cubiertos, las copas, el agua, tostó pan para el alioli, colocó la ensaladera. El hijo le siguió. Había cancelado la comunicación, pero antes de que la madre pudiera dirigirle la palabra, volvió a sonar su telefonillo y regresó al patio a hablar de sus cosas. El padre le hizo un gesto de disgusto. Unos minutos después, cuando regresó, dijo: “Me habían dado descanso, pero el capullo del entrenador ha rectificado y me obliga a jugar”. Le miraron sin saber si eso era positivo o negativo. Se sentaron a la mesa sin que el hijo se separara del iPad; en vez de empuñar el tenedor, tecleaba mensajes. La madre se interesó por su vida amorosa y él dijo que “bien”.
–¿Habrá boda? –incidió el padre.
El hijo sonrió, se encogió de hombros y siguió tecleando.
Puesto que pasaba el tiempo y el hijo seguía a lo suyo, sin probar la paella, la madre le sirvió y comenzaron a comer. El impertinente volvió a sonar y el hijo respondió a la llamada. Entonces María, deseosa de hablar con su hijo, elevó la voz para ahuyentar al interlocutor –“¡Ya está bien, estamos comiendo!”–, pero el hijo se incorporó y salió al patio. Cuando regresó llevaba un adminiculo en una oreja que le permitía escuchar y comer a la vez. Abordó la sabrosa gramínea que se enfriaba en el plato, picoteó tomate y espárragos de la ensalada, comió algunos tropezones de conejo, saboreó dos mejillones y algunas gambas peladas. Y todo ello entre monosílabos y palabras a medias, como si hablara con las moscas. Luego, en un instante, mientras la madre le servía las natillas, se quitó de la oreja el novedoso artefacto y les explicó “las implicaciones” de tener que salir al terreno de juego desde el primer minuto (entrenamiento, estudio del adversario, charla del entrenador, gimnasio, partidillo…) Sonó un timbre. Era de la puerta. El taxista venía a recogerle. Él besó a la madre, abrazó al padre, al que entregó unas entradas para que fueran mañana a verle jugar aquel partido decisivo de la liga europea de campeones. “Faltaría más”, dijo el padre deseándole suerte y cuidado con las lesiones. De los grandes ojos azulados de María brotaron lágrimas.
En la calle, a un paso de la puerta, el enredador Vericuetos había dejado un tomate rojo de mediano tamaño y cruzado apuestas con los parroquianos de la taberna cercana a que el futbolista le daba una patada. Ganaron los del no.
A mi amigo Pepe Nevado