Archivo por meses: agosto 2022

La visita

EL LUNES TE CUENTO

Empuñó el manillar, tomó impulso y saltó al sillín. De sobra sabía que la resistencia de los materiales disminuía con la edad y podía pegarse un trastazo de campeonato si montaba a la carrera, pero aquella llamada inesperada la inundó de alegría y, como si le hubiesen inyectado energía en vena, cerró la puerta de casa y se echó a pedalear con un brío juvenil desconocido. Aunque la bicicleta era un poco pesada y llevaba una cesta delate y un cajón detrás con la inscripción “caja B”, adelantó a unos residentes alemanes, gente mayor que venía a envejecer junto al mar y traía unas bicis estupendas, y recorrió a toda mecha los cinco kilómetros de carretera asfaltada hasta el camino que conducía a la parcela. Desde el cañaveral vio a Salus y le gritó para que se acercara.

El hombre trabajaba una franja de huerta entre la alfalfa y el maíz. Se incorporó a medias.

–¿Qué pasa María? –gritó, escorando a popa su sombrero de paja.

–¡Noticias del niño!

El hombre soltó la azada y se acercó. La mujer le informó de la llamada del hijo con el anuncio de que venía el sábado a verles. El hombre la miró con expresión de escepticismo propia de Sexto Empírico.

–¿Tu crees?

–Joer, Salus, claro que sí, esta vez sí; me ha dicho que viene a comer –replicó ella.

Desde que el hijo fichó por el Elche y empezó a crecer como futbolista se fue alejando cada vez más de casa (Valencia, Barcelona, Milán…, Múnich) hasta el punto de que en los tres últimos años solo le habían visto alguna vez, por televisión.

–Ya veremos –dijo el hombre, recordando las veces que el niño anunció su visita y no vino.

Llegó el sábado y el hijo se presentó en casa a las 13:00 horas, como había dicho. Se había corrido la voz y la calle se llenó de niños, adolescentes y curiosos, deseosos de saludarle. Él abrazó y besó a la madre con mucho cariño, tendió el brazo sobre los hombros del padre y lo estrechó contra sí. Le pareció menos duro y más avejentado. “Se ha enternecido”, pensó. Dejó que les hicieran fotografías, repartió autógrafos y camisetas a los niños. Entraron.

–He preparado una paella marinera y te he hecho esas natillas con espuma y canela que tanto te gustan –dijo la madre.

Él le dio un beso y le acarició el cabello, recogido en una trenza.

–Gracias, mamá.

El padre le ofreció cerveza tostada sin alcohol y almendras fritas con sal. Él prefirió Coca-Cola, se sirvió un vaso con hielo y estuvo mirando los discos y los libros del impoluto salón, todos en su sitio, tal como los había dejado. A continuación entró en su alcoba. Tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido allí dentro. Sus construcciones de Lego seguían en los anaqueles en perfecto estado de revista; sus cintas y discos compactos de Dover, Celtas Cortos, Nirvana… reposaban encasillados al lado del Aiwa con tocadiscos y radio-casete al que había añadido dos altavoces suplementarios para conseguir música envolvente; sus libros y agendas escolares permanecían en aquellas cajas de los chinos, tan limpias y bonitas. Salió. El padre le llamó desde el patio trasero, aromatizado por la frondosa higuera cuyas hojas protegían los tomates, pepinos, pimientos y cebollas que el hombre traía de la huerta y vendía los sábados en el mercado de la plaza. El hijo se acercó hablando por teléfono. El padre le mostró la cosecha, él respondió moviendo arriba y abajo la cabeza. El padre quería preguntarle cómo le iba las cosas, pero el hijo seguía con el telefonillo pegado a la oreja. El padre sacó la navaja, agarró un gran tomate “pata negra”, lo lavó en el grifo de la pila, lo partió, espolvoreó unos granos de sal y se lo dio a probar con la intención de que abreviara la conversación, pero el hijo lo desestimó con un gesto. La madre se asomó y anunció que la paella estaría en su punto en diez minutos. El hombre dispuso los cubiertos, las copas, el agua, tostó pan para el alioli, colocó la ensaladera. El hijo le siguió. Había cancelado la comunicación, pero antes de que la madre pudiera dirigirle la palabra, volvió a sonar su telefonillo y regresó al patio a hablar de sus cosas. El padre le hizo un gesto de disgusto. Unos minutos después, cuando regresó, dijo: “Me habían dado descanso, pero el capullo del entrenador ha rectificado y me obliga a jugar”. Le miraron sin saber si eso era positivo o negativo. Se sentaron a la mesa sin que el hijo se separara del iPad; en vez de empuñar el tenedor, tecleaba mensajes. La madre se interesó por su vida amorosa y él dijo que “bien”.

–¿Habrá boda? –incidió el padre.

El hijo sonrió, se encogió de hombros y siguió tecleando.

Puesto que pasaba el tiempo y el hijo seguía a lo suyo, sin probar la paella, la madre le sirvió y comenzaron a comer. El impertinente volvió a sonar y el hijo respondió a la llamada. Entonces María, deseosa de hablar con su hijo, elevó la voz para ahuyentar al interlocutor –“¡Ya está bien, estamos comiendo!”–, pero el hijo se incorporó y salió al patio. Cuando regresó llevaba un adminiculo en una oreja que le permitía escuchar y comer a la vez. Abordó la sabrosa gramínea que se enfriaba en el plato, picoteó tomate y espárragos de la ensalada, comió algunos tropezones de conejo, saboreó dos mejillones y algunas gambas peladas. Y todo ello entre monosílabos y palabras a medias, como si hablara con las moscas. Luego, en un instante, mientras la madre le servía las natillas, se quitó de la oreja el novedoso artefacto y les explicó “las implicaciones” de tener que salir al terreno de juego desde el primer minuto (entrenamiento, estudio del adversario, charla del entrenador, gimnasio, partidillo…) Sonó un timbre. Era de la puerta. El taxista venía a recogerle. Él besó a la madre, abrazó al padre, al que entregó unas entradas para que fueran mañana a verle jugar aquel partido decisivo de la liga europea de campeones. “Faltaría más”, dijo el padre deseándole suerte y cuidado con las lesiones. De los grandes ojos azulados de María brotaron lágrimas.

En la calle, a un paso de la puerta, el enredador Vericuetos había dejado un tomate rojo de mediano tamaño y cruzado apuestas con los parroquianos de la taberna cercana a que el futbolista le daba una patada. Ganaron los del no.

A mi amigo Pepe Nevado

Un tío raro

EL LUNES TE CUENTO

Conocí a un tío raro. Me lo presentó una amiga de la Universidad. “Me han invitado a una fiesta con mi pareja –me dijo–, pero se da la circunstancia de que no tengo pareja”. Acepté encantado. “El anfitrión es un poco raro”, me advirtió de camino hacia una urbanización privada, de ricos y muy ricos, donde se celebraba la fiesta. A primera vista, el anfitrión me pareció un tío normal. Se quitó las gafas ovaladas para besar efusivamente a mi amiga, después me tendió la mano y dijo que sentía mucho placer de conocerme. Era uno de esos hombres maduros que se estancan después de pasar la década veloz (de los 30 a los 40 años) y permanecen quietos, parados, como en conserva. En este caso, sin una arruga en su cara suavemente bronceada ni una cana en su pelo castaño, peinado hacia atrás con gomina. Salvo la connotación química de su segundo nombre (le pusieron Protasio porque nació el 19 de junio, santos Gervasio y Protasio), no hallé más rareza en él. “Eso es porque no te has fijado bien”, dijo mi amiga. Paseábamos con un mojito en la mano por el enorme e historiado jardín que rodeaba la mansión de su amigo rico y “un poco raro”. Ella saludaba a sus colegas biólogos y veterinarios, allí invitados a cuenta del proyecto Lince Ibérico para la reproducción y conservación del felino montés. Yo quería hacer honor a mi oficio de observador y trataba de localizar visualmente al tal Protasio o Prota (su primer nombre era Ignacio) para descifrar su rareza. No era fácil. La noche empezaba a extender su manto y la tenue iluminación del jardín dificultaba la identificación de las personas. Nos sentamos en un banco de piedra y estuvimos contemplando el insólito vuelo de los murciélagos.

De pronto, lo vi.

–¿Ves como es raro? –dijo ella.

–Y se va a pegar una hostia.

–Eso le decimos, pero él turris burris.

Durante un buen rato estuve observando las evoluciones del tipo y, más que raro, me pareció un gilipollas o, por lo menos, más incongruente que el personaje de Ramón Gómez de la Serna en el relato del mismo título.

–¿Y anda siempre así?

–Si, desde que le conozco nunca le he visto andar hacia adelante, siempre para atrás.

–Supongo que lo hace para llamar la atención o para llevar la contraria a los demás, pero válgame Dios –repetí– si en una de esas no se cae y se estroncia o le atropella un autobús o…

–Él dice que no, que está desarrollando una mirada periférica como los animales herbívoros y que mientras tanto le vale con los espejitos retrovisores en los cristales de las gafas.

–Si es que hay gente pató –dije a lo Belmonte.

Unos años después, aquel rico anfitrión, propietario de grandes extensiones de tierras en Extremadura y marido de una hermosa mujer que había sido miss regional, se sufragó su escaño de senador y fue promocionado por el líder del partido conservador a la Presidencia del Senado. El vicepresidente de la Cámara Alta, que se sentaba a su lado y le veía tomar apuntes en una libreta oficial, me comentó que era un tío raro. Ya no caminaba hacia atrás, pues un trastazo le había curado aquella manía; ahora escribía palabras al revés, del final hacia el comienzo, como si llevar la contraria al orden natural y cultural de las cosas fuese lo suyo. Acabó en la oposición. Lógico.

San Roque y ‘Napoladrón’

EL LUNES TE CUENTO

Dos meses después volvieron a coincidir en un andén de la estación del Metro de la Puerta del Sol.

–¿Qué tal, Fiol, sigues con tus estudios no reglados? –se interesó ella.

–Hola Marisa, pues si, en ello me ando –ironizó él.

Hablaron del asunto. Él definió la Mundología objeto de estudio como una acumulación de conocimientos y vivencias útiles para pasar el tiempo y ella imaginó lo estupendo que debería ser tener la vida resuelta como aquel pollo rico de familia.

–¿En qué materia andas ahora?

–En la arbitrariedad –dijo él–; llevo un tiempo recogiendo arbitrariedades sonadas, a cual más injusta y caprichosa, y te aseguro que la mies es mucha y sorprendente.

–¿Por ejemplo? –le instó ella.

–La última de la colección fue perpetrada por dos tipos de aúpa, uno era el papa Pío VII y el otro san… –hizo una pausa obligada por ruido del convoy– Napoleón Bonaparte. Resulta que el Sumo Pontífice se sintió tan agradecido al belicoso general porque después del estruendo de la Revolución Francesa restableció e incrementó los privilegios de la Iglesia Católica en Francia que no solo acudió a su coronación como emperador en la catedral de Notre Dame el año 1802, sino que decidió concederle un regalo celestial.

En este punto Fiol interrumpió su relato. Subieron al vagón.

–¿Un regalo celestial?

–Pues sí. Resulta que el emperador carecía de fiesta onomástica, ya que su nombre no figuraba en el santoral, y entonces el Papa consideró que le agradaría figurar en el calendario católico, como en efecto así fue, y decidió instituir la festividad de San Napoleón coincidiendo con su nacimiento. Pero había un problema: el emperador había nacido a última hora del 15 de agosto y ese día estaba ocupado por la Virgen María. ¿Qué hacer? Dado que entre los últimos minutos de la festividad mariana y los primeros del 16 de agosto apenas mediaba una pequeña pausa, el Papa consultó al corso y éste aceptó haber nacido un poco más tarde. Sin embargo, el 16 agosto estaba ocupado por San Roque, un santo muy querido por los campesinos franceses (y españoles), pues era de Montpellier (antiguo Reino de Aragón). ¿Qué hacer? Pio VII no lo dudó: desplazó la fiesta del santo y su perro al 18 de agosto y decidió que el 16 fuera San Napoleón, cuyo festejo oficial se celebraba por todo lo alto, con misa solemne, parada militar, fastuosa recepción palatina, banquete y baile en Versalles, fuegos artificiales sobre el Sena y toda la pesca…”

–Con razón aquí le llamaban “Napoladrón” –dijo Marisa.

–¡Anda qué bueno! ¿Quién te lo ha dicho? –preguntó él.

–Benito Pérez Galdós por escrito… Bueno, yo me bajo en esta.

–Entonces hasta la próxima, Marisa. Ah, se me olvidaba: cuando derrocaron a aquel Napoladrón devolvieron a San Roque a su lugar.

El espía que acabará con el puto Putin

EL LUNES TE CUENTO

Cargaba con un apellido injusto. Se apellidaba Graset (gordito en castellano) en contraste con su fisonomía de joven espigado y flaco. Era un tipo amable, divertido, buena persona. Poseía una laringe y un oído privilegiados. Con sólo oír dos o tres veces a un personaje podía reproducir su voz como si fuera él. Algunas veces nos sorprendía por la espalda con la voz impostada de Felipe González y de otros dirigentes políticos de aquel tiempo. Trabajaba de corresponsal en Madrid para una emisora de radio catalana. Un día lo repatriaron y ya no le volví a ver. Supongo que la vida es eso, gente que vamos viendo y que dejamos de ver.

Pero al cabo de muchos años –y aquí empieza el cuento– me lo encontré o, mejor dicho, lo identifiqué en el aeropuerto Adolfo Suárez. En la fila de facturación me precedía un tipo con la cabeza rapada, enfundado en un lujoso terno azul de ejecutivo o directivo empresarial. Al llegar al mostrador intercambió unas frases con el factor. Su voz me sonó familiar, me escoré para verle la cara y casi sin pensar prorrumpí:

–¿Graset..?

–¿Si, cómo me ha reconocido? –dijo, sorprendido.

–Por la voz.

Me escudriñó con sus ojos de miope y al instante abrió los brazos. Tras el abrazo nos preguntamos cómo nos trataba la vida y, con la premura del caso, a donde iba cada cual. Ambos nos dirigíamos a París. Una rápida gestión nos permitió ocupar dos asientos juntos.

Me dijo que había dejado el periodismo, la radio, la televisión, el grupo de teatro de su pueblo, que era la Tramoya de Vila-seca si mal no recuerdo, y ahora trabajaba para el Estado. Me extrañó que aquel joven inquieto, alegre, sin corbata, sin horario, siempre veloz en pos de la noticia se hubiese convertido en un burócrata. Pero enseguida añadió que realizaba misiones para los servicios de inteligencia.

–Inteligencia es lo que necesitan los servicios esos; no pegan una.

–Es una forma de decir que hay que ser más listo que el enemigo –aclaró.

Recordé el papel lamentable de los servicios secretos ante los atentados de los terroristas islamistas del 11 de marzo de 2004, cuando asesinaron con bombas metidas en mochilas abandonadas en los trenes de cercanías del corredor del Henares (Madrid) a 192 personas. “No se oye nada”, decían los mandos de esos servicios en referencia a sus antenas internacionales. Menuda tropa de sinvergüenzas.

–Mentían como bellacos por orden del jefe del Gobierno –susurró.

–¡Joer, Graset! ¿Y tú trabajas para esos buitres de acero inoxidable?

Soltó una risita resignada y se sintió obligado a aclarar que no había dejado el periodismo del todo: solo había solicitado una excedencia voluntaria por nobles razones. El término “noble”, aplicado a la tarea de espiar, me pareció estrafalario y así se lo participé. Entonces, imitando la voz del presidente francés Emmanuel Macrón, profirió una retahíla de vocablos en ruso y me contó la misión de acompañar al mandatario francés en una conversación telefónica con el canalla Vladimir Putin. Las palabras en ruso eran frases ofensivas, insultos que debía proferir durante la conversación, como si fuera Macron, para soliviantar a aquel tipo. Esa era solo una parte de la tarea asignada aquella mañana, ya que después se trasladaría a toda mecha a Ginebra (Suiza) para repetir la operación durante la conversación que el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, mantendría con “cara de víbora”. Así llamaba al belicoso Putin. Los diálogos iban a ser tensos, pues el muy sukin syn (pronunciación de “hijo de perra” en ruso) había bombardeado el puerto de Odesa unas horas después de aceptar el pacto de no agresión al envío del trigo y las gramíneas de Ucrania a los países necesitados y hambrientos de África y Asia.

Aunque el viejo amigo y colega hablaba con toda seriedad, no pude evitar acordarme de Miguel Gila. “Los insultos no matan, pero desaniman”, diría el gran humorista. Le pregunté si serviría de algo cabrear al canalla y me corrigió: “Cabrear no, enfurecerlo, oír sus denuestos, saber cómo insulta y poder calibrar su timbre y su tono de voz”. Quise saber la utilidad de aquel ejercicio nada diplomático para el objetivo anhelado de parar la guerra y sacar las tropas rusas de Ucrania, pero sonrió y me pidió que no le hiciera más preguntas. “Ya sabes que los procedimientos son secretos y, además, por tu propia seguridad no te conviene conocerlos… ni siquiera conocerme”.

Puesto que se cerró como una ostra, apelé a las conjeturas: “Con el canalla furioso puedes imitar su voz más enérgica y, una vez interceptadas las líneas de mando y control, ordenar directamente a los generales la retirada de las tropas de Ucrania. ¿Estoy en lo cierto?” Abrió mucho los ojos y respondió en ruso como si fuera el mandatario del Kremlin. ¡Por Júpiter que lo tenía bien ensayado! “No, no es eso”, dijo en castellano. Insistí. “Dado que eres un hombre de radio y televisión –dije–, me permitirás este breve guion: supongamos que se interceptan los canales de las principales emisoras de radio y televisión cuando el cabeza de víbora pronuncia el discurso, se lanzan sus exabruptos contra Estados Unidos, la NATO, la Unión Europea e incluso China. Y acto seguido se anuncia el final de la misión especial militar en Ucrania. Dado que el tipo apenas mueve los labios cuando habla, muy pocos notarán el mensaje impostado y, en cambio, todos celebrarán la decisión de poner fin a la invasión. Los rusos, cansados de tanta muerte, pobreza, tristeza y represión, saldrán a la calle a celebrar el fin del putinato”. Graset sonrió, pero esta vez se abstuvo de decir: “No, no es eso”.