Cuentos y descuentos del sábado (9-02-2024).— Luis Díez
Los alumnos se aburrían y comenzaron a jugar a las palabras por WhtsaApp. Uno escribía “Bar-celona” y otro u otra replicaba “Bar-co” y otro (siempre inclusivo) añadía “Bar-tolo” y agregaba otro “Bar-ein” y se sumaba otro “Bar-lovento” y otro arrimaba “Bar-quero” y así sucesivamente hasta acabar con los bares y, por cambiar, se enredaban con las erratas y uno escribía “Ibertrola” y otro aumentaba “Endosa” y otro sumaba “Toydiota” y otro añadía “Bebeuva” y asestaba otro: “Hay untamiento”.
Luego, cuando alguno se aburría de las erratas proponía: “No es lo mismo Cipriano que el ano de Cipri” y enseguida el aludido replicaba: “Ni Ramón Eximio que el exsimio Ramón”, y terciaba otro: “Ni un conejo de indias que unas indias en conejo” y aportaba el siguiente: “No es lo mismo Nikita ni pon que el nipón Nikita” y prorrumpía otro (u otra, entiéndase el inclusivo): “Ni el profesor en bolas que las bolas del profesor”.
Los juegos de las erratas y de no es lo mismo seguían su curso durante días y días al tiempo que iban apareciendo otros entretenimientos un poco más sugerentes, pues los alumnos, ya crecidos, pertenecían a un centro de bachillerato superior. Uno lanzaba “el juego de los principios” y detrás de la pregunta: “¿Qué libro empieza con esta frase?” escribía: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre…” Demasiado fácil. Al instante se acumulaban los Quijotes.
Otro añadió: “Ve y diles que no me maten”. El cuento de Juan Rulfo ya era harina de otro costal y los jugadores tardaban en contestar. Otro aportó: “En aquellos tiempos (y muy buenos tiempos que eran) había una vaquita (mu)»… Pasaron horas hasta que alguno respondió que era el comienzo del Retrato del artista adolescente del muy, pero que muy pesado James Joyce. En cambio, el comienzo de Cien Años de Soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”) acumuló respuestas al momento. Sin duda a Gabo (Gabriel García Márquez) le habría gustado vivir para verlo.
Así las cosas, quien más quien menos se esmeró en hacer su apuesta. Y por allí fueron desfilando los comienzos de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín, de Platero y yo, de las novelas de Coetzee (John Maxwell) y, cabe suponer, que de muchos más autores sobresalientes cuyos libros andaban rodando por casa. Uno escribió: “Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados”. No tardaron mucho en descubrir que era el comienzo de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón.
Al paso de los días, algunos profesores descubrieron que los alumnos se lo pasaban chupendi (o como se diga) comunicándose por guasap (o como se diga). Entonces decidieron que en vez de explicar las temáticas lenta y laboriosamente para que todos las entendieran bastaba con apuntar en la pizarra las direcciones de Internet donde unos expertos en la materia las exponían divinamente. De este modo se ahorraban trabajo y los estudiantes, que manejaban la red de redes como los dedos de sus manos, sólo tenían que buscar, clicar y prestar atención para aprender la lógica matemática, el álgebra, la trigonometría, los valores y las valencias de las mezclas y combinaciones físicas y químicas de los materiales.
Sin embargo, otros profesores advirtieron el riesgo de ser suplantados por colegas virtuales y de quedar reducidos a jarrones chinos tan bonitos como inútiles. Y unos y otros acordaron pedir a las autoridades competentes que decretaran la prohibición de los teléfonos móviles en todos los centros de enseñanza. Así lo hicieron. Pero eso no quita para que los muy golfos, engolfados en las lenguas y literaturas, mantuvieran en la clandestinidad aquellos juegos, incluido el de los principios, que les llevaban a consultar y leer libros, muchos libros.