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20.–Atado por un contrato

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Después de un tiempo reportando historias sin sufrir las ataduras de empresas y patronos, el Abuelo recibió la oferta del director de un gran periódico catalán de trabajar para ellos en exclusiva con un contrato indefinido. Lo consultó con la abuela Goyi y sopesó los pros y los contras. En un platillo de la balanza estaba su libertad, entendida como libre albedrío y santa voluntad, adornada con las flores de la independencia (“A los quince años perdí la edad de obedecer”, solía decir sin añadir que también perdió a su padre) y apoyada en una autoexplotación que le reportaba ingresos suficientes para el mediano pasar con los reportajes y las crónicas que mercaba a semanarios y agencias de noticias. Entre las colaboraciones que más cuidaba figuraba una historia mensual para la revista Ciudadano, fundada y dirigida por el buen periodista y excelente persona Eriberto Quesada Porto, un orensano de pro, de familia de grandes pintores, al que conocía como amigo, socio y redactor jefe de otro gran periodista, Alfonso S. Palomares, también galego y director del semanario Posible, en el que el Abuelo colaboró. Eran gente sencilla, de izquierdas sin dogmatismos, defensores de la libertad y los derechos humanos, sindicales y sociales. La revista mensual Ciudadano fue concebida como una herramienta de defensa de los consumidores y usuarios –la primera que hubo en España tras la oprobiosa– y consiguió gran aceptación social. Téngase en cuenta que éste no solo era el país de Rinconete y Cortadillo, sino también de la informalidad y la chapuza, en el que, como dijo un ministro llamado Carlos Solchaga, cualquiera podía hacerse rico en poco tiempo. Sobre todo si era un sinvergüenza carente de escrúpulos. Eso no lo dijo. El éxito de Ciudadano se debía además a los informes rigurosos sobre los productos de consumo y a las denuncias de los abusos de las grandes compañías de suministro de servicios esenciales. A falta de normas, controles administrativos y sanciones judiciales, al menos una publicación defendía a los consumidores y contribuía en lo posible a prevenir desgracias como el envenenamiento masivo del aceite de colza para uso industrial, desviado al consumo humano que mató a unas 5.000 personas y estragó la salud a otras 20.000 (datos de la OCU). Otra colaboración que T mimaba era un relato quincenal que con el antetítulo “El Madrid de hace cincuenta años” insertaba en Villa de Madrid, un periódico editado por el Ayuntamiento para informar a los vecinos de la gestión municipal. Lo dirigía el pulcro periodista Félix Santos, de la hornada de Cuadernos para el Diálogo. El tabloide se distribuía gratuitamente en los intercambiadores de las líneas de autobús, y entre sus contenidos más atractivos figuraba el comentario del Viejo Profesor, es decir, del alcalde Enrique Tierno Galván, animando casi siempre a los vecinos a ser educados, llevarse bien y ejercer la buena crianza que les es propia, más allá del casticismo. Para escribir su columna, el Abuelo dedicaba una mañana a documentarse en la hemeroteca municipal, y comoquiera que el Madrid de hacía cincuenta años era el republicano y el que combatió al fascismo y resistió a las tropas franquistas, la derecha municipal escrutaba con lupa aquella sección del tabloide. Di tu que el Abuelo era austero, no abusaba de calificativos ni vertía opiniones. Pero la derecha estaba a la que salta y aprovechó un despiste para armar un escándalo en un pleno municipal. En una columna, el abuelo dedicaba un largo párrafo a contar el entierro en el cementerio civil de Madrid del gran pedagogo Manuel Bartolomé de Cossío, quien había fallecido el 2 de septiembre de 1935. El reconocimiento a la labor de Cossío era tan grande que numerosos representantes políticos, intelectuales, estudiantes, artistas, maestros, profesores, trabajadores y, desde luego, los participantes en las Misiones Pedagógicas, acudieron a darle el último adiós. Pero, maldita sea, el Abuelo sufrió un cruce de neuronas y citó «La Tauromaquia» entre sus obras, cuando es sabido que el autor era el académico de derechas José María de Cossío. Éste hombre sabio y bueno –fundó con José Bergamín la revista Cruz y Raya y abogó por el poeta Miguel Hernández para que le conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua– no protestó, pero si lo hizo públicamente Ricardo de la Cierva, fugaz ministro de Cultura con Adolfo Suárez y biógrafo de Franco. Y a continuación, los ediles de UCD y AP pusieron el grito en la atmósfera con una descalificación plenaria en toda regla que el eminente profesor y concejal socialista de Cultura Enrique Moral Sandoval trasteó como pudo. Al margen de aquel mal trago, T se sentía feliz de compartir página con el novelista leonés Julio Llamazares (escribía sobre las visitas de personajes históricos a Madrid) y con el gran periodista y antiguo corresponsal de Le Monde en España, José Antonio Novais, quien deleitaba en la última página a los lectores más jóvenes con historias tan ciertas de la posguerra (hambre, necesidad, pobreza, estraperlo, ingenio para sobrevivir) y personajes tan reales (curas, jefes de casa, falangistas y vigilantes del orden dictatorial) que parecían cuentos cuatro décadas después. En una ocasión el Abuelo y Novais salían del Congreso de los Diputados y se toparon con Manuel Fraga, que ya empezaba a andar en barca, balanceándose de un lado a otro. “¡Hombre, Nové! ¿Cómo está la única gota de sangre que queda en el torrente de alcohol que fluye por sus venas?”, le saludó con pomposa ironía y mala leche, a lo que el veterano periodista respondió: “Mucho mejor, señor Fraga, que ese saco de boñigas que transporta sobre sus piernas”. Entonces se insultaba con cierto esmero y cara a cara. Ahora se hace sin arte y a través de las redes sociales. Pero a lo que iba: el Abuelo colocó en el otro platillo de la balanza la opinión de Goyi, favorable a la estabilidad laboral, la cotización a la Seguridad Social compartida con la empresa, un salario fijo y regular a fin de mes y, sobre todo, el hecho de que el director del periódico que le ofrecía un contrato, Antonio Franco Estadella, era un hombre progresista, de gran calidad humana e indudable sensibilidad social, y aceptó aquel contrato como redactor del acontecer político en Madrid.

19.–Usa herramientas 3D

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo me instaba a fijarme en los detalles. Sostenía que los detalles daban pistas y muchas veces constituían el meollo de la materia informativa. También en esto seguía la máxima del filósofo José Ortega: “Uno es uno y su circunstancia”. La letra pequeña, el contexto y los aspectos tangenciales y aparentemente ajenos al discurso o al contenido de la comparecencia informativa de un determinado personaje podían proporcionarnos las claves para acercarnos a la verdad. Dejemos lo evidente y procuremos ver más allá. No seamos simples carrileros, decía. En un mundo tan competitivo como el nuestro, el periodista ha de trabajar con los cinco sentidos y no bostezar jamás, pues como bien decía el gran publicista español exiliado en México, Eulalio Ferrer, «el que bosteza está muerto». Él manejaba unas herramientas tridimensionales que le permitían observar al mismo tiempo el ethos, el logos y el phatos de los sujetos noticiosos o con ánimo de notoriedad y obtener sus propias conclusiones para llevarlas o no al papel, según los casos. Si algún dato o algún detalle de esa triple observación le extrañaba o le llamaba la atención por encima del deseo del sujeto de colocar su mercancía, ahí estaba la noticia. Entonces había que indagar, examinar el entorno, documentarse, preguntar a unos y otros y contrastar hasta acercarse a la verdad. Cuando hacía información política sobre los poderes Ejecutivo y Legislativo y sus precursores, los partidos políticos, aplicaba una segunda herramienta de tres cabezas que le permitía detectar los indicios de las crisis internas antes de que eclosionasen. El mecanismo era sencillo. Consistía en fijarse siempre en los tres elementos básicos del partido político del que se tratase: la ideología (programa), el líder (y su equipo de dirección) y la organización (bases militantes), de modo que si una decisión del líder vulneraba el programa o contradecía la orientación ideológica, la crisis estaba cantada; si las bases (y electores) discrepaban del líder y su equipo, la crisis germinaba; si una mayoría modificaba el programa sin el acuerdo del líder, la crisis era indiscutible. El mecanismo contemplaba todas las combinaciones posibles. Nunca fallaba. Y de la detección de las crisis siempre se derivaban dimisiones, escisiones y otras acciones noticiosas. Aunque los dirigentes y sus equipos de mando propendían a oligarquizarse y trampeaban de mil maneras la democracia interna para conservar el poder, tarde o temprano incurrían falacias para minimizar u ocultar sus manejos y contradicciones, y acababan cayendo. La tercera y simultánea herramienta de T poseía también tres dimensiones y le servía para analizar las fuentes de los conflictos. Consistía en fijar la atención en las relaciones entre la ética, la moral y la política. Las razones éticas, morales y políticas son parte, decía, del proceso dialéctico constante del que muchas veces se derivan injusticias. Pero no hay que alarmarse: en democracia los conflictos, desequilibrios e injusticias se resuelven votando. Más allá de esas tres herramientas tricéfalas que permitían a T observar en 3D y le facilitaban la tarea de contar o, como él decía, “echar el cuento”, me formulaba dos recomendaciones principales a la hora de ejercer el oficio: la primera, saber contar y contar con arte. Se puede escribir con arte o como los burócratas. Y nosotros no somos burócratas, así que hemos de dotar de amenidad los reportajes, entrevistas, crónicas y artículos de opinión. Y para eso, además de erudición y habilidad lingüística, conviene llegar a la redacción con la mochila bien provista de detalles. La segunda recomendación consistía en ser consciente de las tendencias filosóficas dominantes. En todas las actividades públicas, singularmente en la política, predominaban los sofistas. Los distinguirás porque, como bien decía Platón, se dedican al maquillaje y la pastelería para obtener votos y conseguir sus propósitos. Los que acicalan la realidad y edulcoran el futuro suelen ser políticos mediocres. Hemos de ocuparnos de ellos, sí, pero cuanto menos, mejor, y, a poder ser, para desenmascararlos. La tarea de desbrozar la hojarasca para encontrar la raíz es ardua y puede hacernos merecedores del calificativo de “radicales”, con una connotación negativa que muchos toman por extremista, pero la buena política, a diferencia de la cosmética y la repostería, es la que ayuda a la gente a pensar. En mi opinión, añadía, hoy domina la filosofía de los Cornelios, la triple tendencia vigente en la Roma imperial del epicureismo en su variante rabiosamente edonista, el estoicismo y el escepticismo. Para cerciorarse de las corrientes en boga hemos de prestar atención a la sociología, con sus encuestas y estadísticas, pero, sobre todo, preguntar en todo momento y en cualquier lugar, es decir, tomar el pulso de la calle.

18.–Se enrolla sobre los árboles

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

A propósito de los vegetales leñosos, el Abuelo me contó que un día, cuando hacía periodismo político y tenía que ir a las ruedas de prensa semanales en las que el portavoz del Gobierno, acompañado de algún ministro, informaba de las decisiones del Consejo de Ministros, preguntó al titular de Agricultura, Ganadería, Pesca y Medio Ambiente cómo era posible reforestar dos millones de hectáreas sin poseer viveros para ello. El ministro, un economista ortodoxo, respetado, dotado de una cabeza grande y provisto de un hilo de voz monocorde, había realizado una exposición inicial larga y pormenorizada sobre la forestación de España en los próximos tres años. Aquel hombre y sus colegas del Gobierno acababan de aprobar un plan muy ambicioso, con el que querían ofrecer la imagen de un país arbolado frente a la tozuda realidad de una desertificación creciente. La iniciativa merecía aplausos. La masa forestal era necesaria, generaba empleo y riqueza, concitaba consenso y contentaba a los ecologistas y demás amantes de la naturaleza. Pero la rueda de presa discurría por otros derroteros. El portavoz, un tipo dialéctico, conocedor de los ardides y falacias del oficio, no daba abasto a contestar preguntas de los plumillas sobre asuntos mucho más polémicos y candentes del revoltigrama político y jurídico en curso. La flora, el suelo, los montes, la biomasa… les importaban poco, habían quedado en segundo plano. El ministro del ramo propiamente dicho se aburría, parecía un convidado de piedra en aquella mesa con micrófonos, escenario de la sala de prensa. Su plan no suscitaba ninguna duda, ninguna curiosidad o, al menos, eso se deducía del hecho de que ningún informador le dirigiera una sola pregunta. Entonces le llegó el turno a T. Empuñó el micrófono y dijo: “Sobre los árboles”. Se oyeron risitas y cuchicheos. A T no le importaba. Siempre había plumillas burlescos, domésticos de la casa y de la causa con el jiji a punto. Prosiguió: “Me pregunto, señor ministro, cómo podrá ejecutar ese plan de repoblar de árboles dos millones de hectáreas en tres años si el Instituto para la Conservación de la Naturaleza, el Icona, carece de los viveros necesarios para suministrar los plantones de las especies autóctonas adecuadas a cada terreno. Me gustaría saber qué países con bosque mediterráneo los podrán suministrar”. ¡Maldición! Quedó el ministro descolocado, respondió unas vaguedades y el plan forestal no pasó de la primera fase de propaganda sostenible, lo cual no quiere decir que aquel hombre no progresara adecuadamente, pues alcanzó la cima de la Unión Europea, llegando a ser vicepresidente de la Comisión (órgano ejecutivo de la entonces llamada Comunidad Económica Europea) y regresó de Bruselas para ocupar el cargo de Vicepresidente Económico del Gobierno. Si T me contaba esas y otras experiencias personales durante las largas partidas de ajedrez, sin reloj, que disputábamos, era para significar que el periodismo exigía mucha atención a los detalles para no dejarse intoxicar por la propaganda de unos y otros, en este caso, mediante la falacia de “la gran mentira”. Es menester, decía, conocer las “infotácticas” o tácticas informativas de escamoteo de la verdad para desenmascarar a los cínicos y felones. Luego, parodiando la máxima orteguiana, añadía: hay que impedir que utilicen el bosque para que no veamos los árboles y viceversa. Y eso exige esfuerzo, información previa y mucha dedicación. Y me soltaba un aforismo: por lo demás ya sabemos que los árboles son muy raros, se desnudan en invierno y se visten en verano.

17.–Relata la bondad y la injusticia

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo decía que el sufrimiento y las desgracias daban lugar a la aparición de la bondad con forma de caridad cristiana, y recomendaba la benevolencia periodística con los buenotes, siempre dispuestos a ganar el cielo con unas prácticas caritativas que si a la corta paliaban la falta de justicia, la obstaculizaban a la larga. La caridad nunca debe ser utilizada para prolongar y consolidar la injusticia social y distributiva. Eso decía. De pronto, un día, recibía el aviso de unas mujeres que estaban dispuestas a organizar una protesta pública contra un cura. ¡Por Júpiter! Eso no había ocurrido en España en los últimos cuarenta años. Eran varias profesoras de un internado privado y concertado con el Ministerio de Educación que iban a concentrarse detrás de una pancarta en la Plaza Mayor de Salamanca porque el director, un cura, les pagaba tarde y poco. El asunto ocupó también al eminente diputado por Asturias Luis Gómez Llorente, portavoz de Educación del PSOE, quien alertó al Gobierno sobre el conflicto por si, como ocurría con frecuencia, el director se quedaba con parte de los sueldos públicos de los profesores. El sacerdote poseía mucho poder y todo el predicamento y la buena fama derivada de la gran obra caritativa que dirigía, de modo que los medios informativos locales se abstenían de difundir las quejas y críticas de aquellas profesoras, y por eso ellas decidían salir a la plaza para que la gente, incluido el obispo, se enterase del comportamiento arbitrario del cura buenote. Aquel hombre había sido ordenado sacerdote a comienzos de los años cuarenta del siglo XX y destinado a Asturias, donde conoció la realidad más dolorosa que se podía encontrar en aquella tierra después de la guerra y la prolongada represión, cual era la orfandad y el desamparo en que quedaban decenas de niños, hijos de los mineros que morían arrancando carbón en los pozos de las cuencas hulleras. También eran frecuentes las muertes de barrenistas, picadores y ayudantes en las explotaciones de antracita (chamizos, les llamaban) de las provincias vecinas, León y Palencia. Los accidentes se sucedían sin tregua ni solución. Las explosiones de “grisú” (gas acumulado en los estratos minerales) y los “derrabes” o derrumbes en las galerías subterráneas se llevaban decenas de vidas por delante. Algunos accidentes eran terribles por el número y la juventud de los muertos. Aquellos mazazos conmovían a las gentes de las cuencas, las cubrían de luto, las hacían tiritar de irritación y dolor. Entonces se paralizaba la actividad, se convocaba un paro general (la palabra “huelga” estaba prohibida por la dictadura y sus sicarios), se celebraban asambleas en las bocas de los pozos y se mantenía la posición de brazos caídos mientras las cuadrillas de rescate sacaban los cadáveres de los compañeros. Las familias lloraban a sus muertos y, acompañadas por todo el pueblo, los llevaban a enterrar. El paro podía durar dos o tres días, según los casos, pero al siguiente había que confiar en las renovadas promesas de los ingenieros y representantes empresariales sobre la implementación de la seguridad, la vigilancia, la prevención… y volver al pozo a ganar el jornal. Del accidente quedaba el dolor, el silencio de no seguir blasfemando. Y de los muertos quedaban las viudas, los huérfanos desamparados. Aquellas criaturas de corta edad iluminaron al cura buenote. Desde la parroquia gijonesa donde predicaba y administraba los sacramentos mantenía buena relación con dos personajes importantes. Uno era el pater Baldomero Jiménez, prelado diocesano para las mujeres y los jóvenes de la potente organización propagandística Acción Católica y rector del seminario abulense en el que se había formado. Otro era el ingeniero Guillermo Rovirosa, un personaje curioso y relevante en aquellos años, considerado después un “santo laico”. Había nacido en una familia de agricultores afincados en Vila Nova i la Geltrú, era el menos de tres hermanos, perdió a su padre cuando contaba nueve años, pero obedeció su consejo de buscar siempre la verdad, pues la verdad es lo único que hace hombre al hombre. Y en esa búsqueda de la verdad pasó del ateísmo (sólo creía en la ciencia) al espiritismo y desembocó en el cristianismo social cuando oyó hablar de Cristo en París, donde residía con su esposa. Pocos años después, en 1933, aquel ingeniero se trasladó a Madrid, donde fue elegido presidente del comité de trabajadores de la empresa de electricidad para la que fungía. Tras el triunfo de los militares sublevados contra la II República y la implantación de la dictadura nazi-fascista que anuló todos los derechos sociales, fue condenado a catorce años de cárcel por su tendencia obrerista, aunque su religiosidad y las relaciones con el alto clero le valieron el indulto y quedó en libertad antes de que finalizara el año 1940. Sus relaciones, cada vez más altas y estrechas, con el poder clerical, junto con una notable inteligencia, empatía, capacidad de adaptación y buen predicamento del mensaje social de Jesucristo, le supusieron la encomienda de los obispos de impulsar las relaciones con el mundo obrero y laboral. Naturalmente, aceptó la misión y se convirtió en puente entre la Iglesia Católica y los trabajadores mediante la creación y extensión por todo el país de las llamadas Hermandades Obreras en el seno de la entidad propagandística Acción Católica. Fue bajo el paraguas de aquella organización, conocida por sus siglas HOAC, y con el respaldo de sus dos líderes, el pater Baldomero y el ingeniero Rovirosa, como el impetuoso cura buenote consiguió crear un internado para huérfanos de los mineros. Pero en vez de acometer su obra en el entorno social y la región o provincia de origen de aquellas criaturas, la emprendió lejos, en la provincia de Salamanca, cuyo obispo le había nombrado ecónomo. El tipo encontró en Armenteros, una pequeña localidad de la Siberia salmantina, a unos cincuenta kilómetros de la capital, el lugar que le pareció más idóneo para realizar su proyecto. Comenzó la construcción de un colegio, adquirió unos rudimentos de arquitectura en Madrid y dirigió las obras, añadiendo un edificio funcional a modo de residencia o internado para los huérfanos que iban llegando. También acogía hijos de emigrantes que se iban a trabajar al extranjero. Imbuido de amor a los más débiles e impulsado por su afán caritativo, siguió construyendo edificios (dos más) y llegó a albergar hasta quinientos niños y adolescentes en aquel gélido y apartado paraje rural. Para el sostenimiento de su gran obra pedía y recibía aportaciones dinerarias y en especie de personas pudientes, deseosas de ganar el cielo. El concierto con el Ministerio de Educación y Ciencia, le proporcionaba el dinero necesario para pagar los sueldos reglamentados al personal docente, así como cantidades suplementarias en concepto de becas a algunos estudiantes. Otras instituciones públicas como la diputación provincial y los ayuntamientos de los lugares de origen de algunos internos realizaban sus donativos bajo los conceptos contables de “inversiones” o “subvenciones”, según los casos. Y, lógicamente, aquel campeón de la caridad también recibía y administraba herencias a favor del internado, del que, en términos coloquiales, era el factótum (fundador, constructor, presidente, director, administrador, dueño y señor), y en el que se hacían las cosas a su modo o no se hacían. Ejercía una autoridad neta, absoluta. Y se diría que la combinación de su estilo de mando con su ideario caritativo había achicado, tal vez borrado de su mente, el concepto de justicia, de modo que lo mismo exigía permanencias y horas extraordinarias a las profesoras que contrataba y despedía a su libre albedrío, que les imponía tareas suplementarias de vigilancia y cuidado de los internos o que les pagaba tarde y les restaba, en concepto de aportación a la obra, una parte del dinero que recibía del Estado para satisfacer sus salarios. El Abuelo habló con aquellas profesoras, se esforzó en entender las dos dimensiones (caritativa y arbitraria) del famoso cura buenote, pernoctó en la capital charra y viajó a la situación al amanecer del día siguiente. Era noviembre, hacía frío, mucho frío en aquellos parajes desolados. Por algo le llamaban “la Siberia salmantina”. Los edificios del internado se veían desde lejos entre la gélida bruma matinal de la dehesa. Ocupaban una campa situada a un kilómetro del casco urbano de una pétrea localidad que en aquellos tiempos (años ochenta del siglo XX) contaba mil doscientos habitantes y ahora, cuando T me refería su visita, apenas quedaban cien. Un regato con dos nombres (arroyo del Charco o de Blasco Sancho) y otro con uno (arroyo de la Calzada) rodeaban el pueblo y las dos naves alargadas, con forma de cruz del centro educativo y residencial. T estacionó el R5, cruzó la puerta abierta y caminó por la campa que servía de patio y de cancha de fútbol y se acercó a unos niños que aquella temprana hora (las nueve de la mañana) se hallaban pegados una pared de ladrillo, buscando el alivio de los tenues rayos del sol. Los saludó, habló un poco con ellos. ¿Cómo te llamas, de dónde eres? Le impresionó la falta de abrigo de aquellos chavales. Algunos llevaban jersey de lana, otros ni eso: finas camisetas de algodón con mangas largas estiradas y empuñadas para tapar las manos. La friura era intensa. Dos o tres chiquillos fueron a llamar al “padre director”. Mientras esperaba encendió un pitillo. El cura no salía. Se hallaba ocupado en los oficios religiosos. Sonó un timbre y los niños entraron al aulario. Él decidió hacer tiempo, dando una vuelta por el pueblo en busca de algún bar donde tomar un café. De paso, sacó la cámara de debajo del asiento del conductor y realizó algunas fotografías panorámicas de la obra del cura. Acto seguido ruló hasta el pueblo, recorrió la calle principal, despoblada a aquella temprana hora, hizo algunas instantáneas de la monumental iglesia del siglo XV y de la casa donde, según le habían dicho, lavaban la ropa del internado. Se entretuvo unos minutos hablando con la lavandera. Puesto que no había ningún bar abierto, regresó al complejo educativo para intentar hablar con el director. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que le esperaba una patrulla de la Guardia Civil. Los guardias querían saber quién era y qué pintaba allí. Se identificó y se lo explicó. Le acompañaron a la presencia del cura buenote, un tipo grande y fuerte, con gorro de astracán y gesto judicial. Al parecer, había avisado a los agentes de la autoridad de la presencia de un extraño, un merodeador con malas intenciones, desde luego. A T le extrañó la diligencia de los guardias en acudir. Supuso que su principal ocupación era controlar el perímetro del internado para que los muchachos no escaparan. El sacerdote se negó a hablar de la protesta de las profesoras y rechazó con cajas destempladas las preguntas del periodista. Sabía que si trascendían sus tretas administrativas le caería una inspección y la eventual suspensión del convenio con el Ministerio de Educación. Los tiempos del nacional-catolicismo, del poder de las sotanas, habían quedado atrás. La democracia era perversa, pues obligaba a rendir cuentas. En este sentido era lógico que se negara a explicar lo que allí sucedía. Menos lógico le pareció a T comportamiento agresivo de aquel hombre, cuya ristra de acusaciones exageradas y mendaces –“¡Usted nos ha invadido, ha dado tabaco a los niños, les ha hecho fotos!”– parecían tener el propósito de incitar a los guardias a arrebatarle la cámara que llevaba colgada al hombro, ponerle las esposas y llevarle detenido. Pero los agentes, que debían de conocer bien al impulsivo buenote, realizaron unas comprobaciones telefónicas suplementarias, llamaron al semanario para el que T reportaba y decidieron que no había falta ni causa alguna para privarle de libertad; ni era invasor, ni corruptor de menores por inducción al fumeque ni había hecho daño a nadie. Y en las instantáneas que había tomado desde la carretera donde orilló su R5 se veía niño alguno. Los guardias le acompañaron a la salida y T emprendió viaje de regreso. Cuando llegó a Madrid tenía varias llamadas en el contestador, interesándose por su suerte. Una era de Gómez Llorente. Muchos años después, el pater que había tratado a T como si fuera un malincuente figuraba en el Registro Mercantil con puestos de presidente, consejero y administrador único de varias empresas dedicadas a la construcción, el turismo y la restauración. Eran sociedades que explotaban hoteles, alojamientos turísticos y bares en la capital y la provincia salmantina. Con el paso del tiempo y el cambio de siglo, su internado no solo acogía a niños huérfanos y con problemas familiares, sino también a menores inmigrantes que llegaban en barcazas a las costas españolas, huyendo de las guerras, el hambre y las enfermedades que asolaban África. El país había cambiado; ya no expulsaba trabajadores al extranjero a ganarse la vida ni recibía las remesas de divisas de la emigración. Ahora acogía a aquellos menores (“menas”, les llamaban) que llegaban a las costas de Canarias y de la Península en frágiles barcas o en barcos de salvamento marino, sin documentación alguna para evitar ser devueltos. Las autoridades los enviaban a distintos centros repartidos por todo el país, sostenidos con fondos públicos. Al complejo residencial y educativo del cura buenote llegaban niños y jóvenes procedentes de Mali, Ghana, Gambia, Mauritania, Senegal… En 2012 albergaba a más de seiscientos muchachos de treinta nacionalidades diferentes. El país había cambiado, si, pero el corazón inmenso de aquel tipo se mantenía invariable. Y su mentalidad, también. Era como si en su cabeza no entrara el derecho positivo, las normas reguladoras del uso del dinero público para los fines establecidos, las disposiciones sobre el control de los recursos económicos asignados por la Administración del Estado. Se negaba a obedecer cualquier mandato ajeno a su voluntad, mantenía su estilo de mando arbitrario y perseveraba en su insumisión a la normativa vigente. O al menos eso dedujo T de la gacetilla aparecida en un periódico en la que se quejaba de que el Gobierno regional de Castilla y León (conservador, católico, de derechas) había reducido la subvención a los “menas”. “¡Estoy perdido en un mar de problemas!”, exclamaba. No era para menos. Los cuarenta últimos adolescentes acogidos en su internado carecían de ayuda. Además batallaba contra las trabas de la Administración para conseguir los papeles de residencia de los chicos que cumplían dieciocho años. Aún así y todo aseguraba tener sitio para más, pues, de momento se las apañaba con su herencia. “Soy un cura de familia rica”, decía. Y, sin entrar en detalles, añadía: “heredé una finca con cuatro mil árboles frutales en producción”. Falleció en mayo de 2013. Descanse en paz aquel Juan Trujillano González.