De INTRODUCCIÓN AL ABUELO
El Abuelo decía que el sufrimiento y las desgracias daban lugar a la aparición de la bondad con forma de caridad cristiana, y recomendaba la benevolencia periodística con los buenotes, siempre dispuestos a ganar el cielo con unas prácticas caritativas que si a la corta paliaban la falta de justicia, la obstaculizaban a la larga. La caridad nunca debe ser utilizada para prolongar y consolidar la injusticia social y distributiva. Eso decía. De pronto, un día, recibía el aviso de unas mujeres que estaban dispuestas a organizar una protesta pública contra un cura. ¡Por Júpiter! Eso no había ocurrido en España en los últimos cuarenta años. Eran varias profesoras de un internado privado y concertado con el Ministerio de Educación que iban a concentrarse detrás de una pancarta en la Plaza Mayor de Salamanca porque el director, un cura, les pagaba tarde y poco. El asunto ocupó también al eminente diputado por Asturias Luis Gómez Llorente, portavoz de Educación del PSOE, quien alertó al Gobierno sobre el conflicto por si, como ocurría con frecuencia, el director se quedaba con parte de los sueldos públicos de los profesores. El sacerdote poseía mucho poder y todo el predicamento y la buena fama derivada de la gran obra caritativa que dirigía, de modo que los medios informativos locales se abstenían de difundir las quejas y críticas de aquellas profesoras, y por eso ellas decidían salir a la plaza para que la gente, incluido el obispo, se enterase del comportamiento arbitrario del cura buenote. Aquel hombre había sido ordenado sacerdote a comienzos de los años cuarenta del siglo XX y destinado a Asturias, donde conoció la realidad más dolorosa que se podía encontrar en aquella tierra después de la guerra y la prolongada represión, cual era la orfandad y el desamparo en que quedaban decenas de niños, hijos de los mineros que morían arrancando carbón en los pozos de las cuencas hulleras. También eran frecuentes las muertes de barrenistas, picadores y ayudantes en las explotaciones de antracita (chamizos, les llamaban) de las provincias vecinas, León y Palencia. Los accidentes se sucedían sin tregua ni solución. Las explosiones de “grisú” (gas acumulado en los estratos minerales) y los “derrabes” o derrumbes en las galerías subterráneas se llevaban decenas de vidas por delante. Algunos accidentes eran terribles por el número y la juventud de los muertos. Aquellos mazazos conmovían a las gentes de las cuencas, las cubrían de luto, las hacían tiritar de irritación y dolor. Entonces se paralizaba la actividad, se convocaba un paro general (la palabra “huelga” estaba prohibida por la dictadura y sus sicarios), se celebraban asambleas en las bocas de los pozos y se mantenía la posición de brazos caídos mientras las cuadrillas de rescate sacaban los cadáveres de los compañeros. Las familias lloraban a sus muertos y, acompañadas por todo el pueblo, los llevaban a enterrar. El paro podía durar dos o tres días, según los casos, pero al siguiente había que confiar en las renovadas promesas de los ingenieros y representantes empresariales sobre la implementación de la seguridad, la vigilancia, la prevención… y volver al pozo a ganar el jornal. Del accidente quedaba el dolor, el silencio de no seguir blasfemando. Y de los muertos quedaban las viudas, los huérfanos desamparados. Aquellas criaturas de corta edad iluminaron al cura buenote. Desde la parroquia gijonesa donde predicaba y administraba los sacramentos mantenía buena relación con dos personajes importantes. Uno era el pater Baldomero Jiménez, prelado diocesano para las mujeres y los jóvenes de la potente organización propagandística Acción Católica y rector del seminario abulense en el que se había formado. Otro era el ingeniero Guillermo Rovirosa, un personaje curioso y relevante en aquellos años, considerado después un “santo laico”. Había nacido en una familia de agricultores afincados en Vila Nova i la Geltrú, era el menos de tres hermanos, perdió a su padre cuando contaba nueve años, pero obedeció su consejo de buscar siempre la verdad, pues la verdad es lo único que hace hombre al hombre. Y en esa búsqueda de la verdad pasó del ateísmo (sólo creía en la ciencia) al espiritismo y desembocó en el cristianismo social cuando oyó hablar de Cristo en París, donde residía con su esposa. Pocos años después, en 1933, aquel ingeniero se trasladó a Madrid, donde fue elegido presidente del comité de trabajadores de la empresa de electricidad para la que fungía. Tras el triunfo de los militares sublevados contra la II República y la implantación de la dictadura nazi-fascista que anuló todos los derechos sociales, fue condenado a catorce años de cárcel por su tendencia obrerista, aunque su religiosidad y las relaciones con el alto clero le valieron el indulto y quedó en libertad antes de que finalizara el año 1940. Sus relaciones, cada vez más altas y estrechas, con el poder clerical, junto con una notable inteligencia, empatía, capacidad de adaptación y buen predicamento del mensaje social de Jesucristo, le supusieron la encomienda de los obispos de impulsar las relaciones con el mundo obrero y laboral. Naturalmente, aceptó la misión y se convirtió en puente entre la Iglesia Católica y los trabajadores mediante la creación y extensión por todo el país de las llamadas Hermandades Obreras en el seno de la entidad propagandística Acción Católica. Fue bajo el paraguas de aquella organización, conocida por sus siglas HOAC, y con el respaldo de sus dos líderes, el pater Baldomero y el ingeniero Rovirosa, como el impetuoso cura buenote consiguió crear un internado para huérfanos de los mineros. Pero en vez de acometer su obra en el entorno social y la región o provincia de origen de aquellas criaturas, la emprendió lejos, en la provincia de Salamanca, cuyo obispo le había nombrado ecónomo. El tipo encontró en Armenteros, una pequeña localidad de la Siberia salmantina, a unos cincuenta kilómetros de la capital, el lugar que le pareció más idóneo para realizar su proyecto. Comenzó la construcción de un colegio, adquirió unos rudimentos de arquitectura en Madrid y dirigió las obras, añadiendo un edificio funcional a modo de residencia o internado para los huérfanos que iban llegando. También acogía hijos de emigrantes que se iban a trabajar al extranjero. Imbuido de amor a los más débiles e impulsado por su afán caritativo, siguió construyendo edificios (dos más) y llegó a albergar hasta quinientos niños y adolescentes en aquel gélido y apartado paraje rural. Para el sostenimiento de su gran obra pedía y recibía aportaciones dinerarias y en especie de personas pudientes, deseosas de ganar el cielo. El concierto con el Ministerio de Educación y Ciencia, le proporcionaba el dinero necesario para pagar los sueldos reglamentados al personal docente, así como cantidades suplementarias en concepto de becas a algunos estudiantes. Otras instituciones públicas como la diputación provincial y los ayuntamientos de los lugares de origen de algunos internos realizaban sus donativos bajo los conceptos contables de “inversiones” o “subvenciones”, según los casos. Y, lógicamente, aquel campeón de la caridad también recibía y administraba herencias a favor del internado, del que, en términos coloquiales, era el factótum (fundador, constructor, presidente, director, administrador, dueño y señor), y en el que se hacían las cosas a su modo o no se hacían. Ejercía una autoridad neta, absoluta. Y se diría que la combinación de su estilo de mando con su ideario caritativo había achicado, tal vez borrado de su mente, el concepto de justicia, de modo que lo mismo exigía permanencias y horas extraordinarias a las profesoras que contrataba y despedía a su libre albedrío, que les imponía tareas suplementarias de vigilancia y cuidado de los internos o que les pagaba tarde y les restaba, en concepto de aportación a la obra, una parte del dinero que recibía del Estado para satisfacer sus salarios. El Abuelo habló con aquellas profesoras, se esforzó en entender las dos dimensiones (caritativa y arbitraria) del famoso cura buenote, pernoctó en la capital charra y viajó a la situación al amanecer del día siguiente. Era noviembre, hacía frío, mucho frío en aquellos parajes desolados. Por algo le llamaban “la Siberia salmantina”. Los edificios del internado se veían desde lejos entre la gélida bruma matinal de la dehesa. Ocupaban una campa situada a un kilómetro del casco urbano de una pétrea localidad que en aquellos tiempos (años ochenta del siglo XX) contaba mil doscientos habitantes y ahora, cuando T me refería su visita, apenas quedaban cien. Un regato con dos nombres (arroyo del Charco o de Blasco Sancho) y otro con uno (arroyo de la Calzada) rodeaban el pueblo y las dos naves alargadas, con forma de cruz del centro educativo y residencial. T estacionó el R5, cruzó la puerta abierta y caminó por la campa que servía de patio y de cancha de fútbol y se acercó a unos niños que aquella temprana hora (las nueve de la mañana) se hallaban pegados una pared de ladrillo, buscando el alivio de los tenues rayos del sol. Los saludó, habló un poco con ellos. ¿Cómo te llamas, de dónde eres? Le impresionó la falta de abrigo de aquellos chavales. Algunos llevaban jersey de lana, otros ni eso: finas camisetas de algodón con mangas largas estiradas y empuñadas para tapar las manos. La friura era intensa. Dos o tres chiquillos fueron a llamar al “padre director”. Mientras esperaba encendió un pitillo. El cura no salía. Se hallaba ocupado en los oficios religiosos. Sonó un timbre y los niños entraron al aulario. Él decidió hacer tiempo, dando una vuelta por el pueblo en busca de algún bar donde tomar un café. De paso, sacó la cámara de debajo del asiento del conductor y realizó algunas fotografías panorámicas de la obra del cura. Acto seguido ruló hasta el pueblo, recorrió la calle principal, despoblada a aquella temprana hora, hizo algunas instantáneas de la monumental iglesia del siglo XV y de la casa donde, según le habían dicho, lavaban la ropa del internado. Se entretuvo unos minutos hablando con la lavandera. Puesto que no había ningún bar abierto, regresó al complejo educativo para intentar hablar con el director. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que le esperaba una patrulla de la Guardia Civil. Los guardias querían saber quién era y qué pintaba allí. Se identificó y se lo explicó. Le acompañaron a la presencia del cura buenote, un tipo grande y fuerte, con gorro de astracán y gesto judicial. Al parecer, había avisado a los agentes de la autoridad de la presencia de un extraño, un merodeador con malas intenciones, desde luego. A T le extrañó la diligencia de los guardias en acudir. Supuso que su principal ocupación era controlar el perímetro del internado para que los muchachos no escaparan. El sacerdote se negó a hablar de la protesta de las profesoras y rechazó con cajas destempladas las preguntas del periodista. Sabía que si trascendían sus tretas administrativas le caería una inspección y la eventual suspensión del convenio con el Ministerio de Educación. Los tiempos del nacional-catolicismo, del poder de las sotanas, habían quedado atrás. La democracia era perversa, pues obligaba a rendir cuentas. En este sentido era lógico que se negara a explicar lo que allí sucedía. Menos lógico le pareció a T comportamiento agresivo de aquel hombre, cuya ristra de acusaciones exageradas y mendaces –“¡Usted nos ha invadido, ha dado tabaco a los niños, les ha hecho fotos!”– parecían tener el propósito de incitar a los guardias a arrebatarle la cámara que llevaba colgada al hombro, ponerle las esposas y llevarle detenido. Pero los agentes, que debían de conocer bien al impulsivo buenote, realizaron unas comprobaciones telefónicas suplementarias, llamaron al semanario para el que T reportaba y decidieron que no había falta ni causa alguna para privarle de libertad; ni era invasor, ni corruptor de menores por inducción al fumeque ni había hecho daño a nadie. Y en las instantáneas que había tomado desde la carretera donde orilló su R5 se veía niño alguno. Los guardias le acompañaron a la salida y T emprendió viaje de regreso. Cuando llegó a Madrid tenía varias llamadas en el contestador, interesándose por su suerte. Una era de Gómez Llorente. Muchos años después, el pater que había tratado a T como si fuera un malincuente figuraba en el Registro Mercantil con puestos de presidente, consejero y administrador único de varias empresas dedicadas a la construcción, el turismo y la restauración. Eran sociedades que explotaban hoteles, alojamientos turísticos y bares en la capital y la provincia salmantina. Con el paso del tiempo y el cambio de siglo, su internado no solo acogía a niños huérfanos y con problemas familiares, sino también a menores inmigrantes que llegaban en barcazas a las costas españolas, huyendo de las guerras, el hambre y las enfermedades que asolaban África. El país había cambiado; ya no expulsaba trabajadores al extranjero a ganarse la vida ni recibía las remesas de divisas de la emigración. Ahora acogía a aquellos menores (“menas”, les llamaban) que llegaban a las costas de Canarias y de la Península en frágiles barcas o en barcos de salvamento marino, sin documentación alguna para evitar ser devueltos. Las autoridades los enviaban a distintos centros repartidos por todo el país, sostenidos con fondos públicos. Al complejo residencial y educativo del cura buenote llegaban niños y jóvenes procedentes de Mali, Ghana, Gambia, Mauritania, Senegal… En 2012 albergaba a más de seiscientos muchachos de treinta nacionalidades diferentes. El país había cambiado, si, pero el corazón inmenso de aquel tipo se mantenía invariable. Y su mentalidad, también. Era como si en su cabeza no entrara el derecho positivo, las normas reguladoras del uso del dinero público para los fines establecidos, las disposiciones sobre el control de los recursos económicos asignados por la Administración del Estado. Se negaba a obedecer cualquier mandato ajeno a su voluntad, mantenía su estilo de mando arbitrario y perseveraba en su insumisión a la normativa vigente. O al menos eso dedujo T de la gacetilla aparecida en un periódico en la que se quejaba de que el Gobierno regional de Castilla y León (conservador, católico, de derechas) había reducido la subvención a los “menas”. “¡Estoy perdido en un mar de problemas!”, exclamaba. No era para menos. Los cuarenta últimos adolescentes acogidos en su internado carecían de ayuda. Además batallaba contra las trabas de la Administración para conseguir los papeles de residencia de los chicos que cumplían dieciocho años. Aún así y todo aseguraba tener sitio para más, pues, de momento se las apañaba con su herencia. “Soy un cura de familia rica”, decía. Y, sin entrar en detalles, añadía: “heredé una finca con cuatro mil árboles frutales en producción”. Falleció en mayo de 2013. Descanse en paz aquel Juan Trujillano González.