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27.–Llega a Iraq cuando Sadam era Satán

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Lo que más le jodía (al Abuelo) era que nunca acabaran las guerras. Y ya sabemos que las guerras son horror y errores de generales ineptos. Son destrucción, muerte, sangre, hambre, miseria y dolor. Lo dijo Steinbeck. Y cuando todo ha terminado solo queda más odio, más pobreza y más dolor. Pero las guerras son también éxodo de cientos, miles, millones de personas inocentes que abandonan sus casas y sus tierras para salvar sus vidas. Los desplazados y refugiados son mayormente mujeres, niños y ancianos. T describió muchas veces aquella calamidad crónica, provocada por tiranos apestosos, autócratas con síndrome de Keops. Él me habló de la situación angustiosa de los miles de kurdos que huían de los bombardeos perpetrados por orden del desalmado presidente iraquí Sadam Husein contra sus pueblos y ciudades en el norte de Irak. Aquel mandatario, una bestia parda a la que llamaban Satán, intentó ampliar sus dominios petroleros a Kuwait. Lanzó su ferretería pesada (piezas de artillería y carros de combate) contra el indefenso Emirato vecino y lo ocupó en dos días (entre el 2 y el 4 de agosto de 1990), derrocando a un emir que se llamaba Yaber III e instaurando una republiqueta satélite de Bagdad. Pero la conquista le duró poco, pues en cuanto la atmósfera del desierto se volvió propicia, volaron los bombarderos y cazas estadounidenses con sus misiles guiados y reventaron los tanques del ejército invasor. Con la maquinaria de guerra reducida a chatarra humeante del desierto –la operación bélica para liberar Kuwait fue bautizada con el nombre de Tormenta del Desierto por el presidente estadounidense George Bush (padre)–, el autócrata de Bagdad lanzó el ejército que le quedaba a liquidar a cañonazos la disidencia interna de los chiitas en el sur del país y de los kurdos en el norte. Pocos sabían lo que estaba ocurriendo en el interior de Iraq, pues los estadounidenses habían dejado incomunicado al país y, ya puesto, el presidente Bush estaba dispuesto a prolongar su ofensiva, liquidar el régimen de Sadam y apoderarse de los pozos petrolíferos. Después de todo aquel Bush conocía bien el negocio petrolero. Si frenó su ofensiva sin llegar a Bagdad se debió a las recomendaciones de varios dirigentes europeos, entre ellos, el español Felipe González, de que no fuera más allá del desalojo del emirato. El bloqueo de las comunicaciones (satélites y redes telefónicas) de Iraq fue aprovechado por el canalla de Bagad para perpetrar las matanzas de kurdos y chiitas. Para informar de la angustiosa situación terminal de las decenas de miles de personas que huían a las montañas desde Zakho, Amadiya, Duhok, Mosul y otros pueblos y ciudades, el Abuelo tenía que desandar decenas de kilómetros hasta Cizre, la primera población turca que disponía de un par de teléfonos públicos operativos. Dictaba sus crónicas y reportajes al periódico y volvía a cruzar la frontera entre Turquía e Iraq y recorrer la carretera, a la vera del Tigris, hasta los pueblos devastados por los bombardeos. Las informaciones escritas y radiadas y, sobre todo, los testimonios gráficos de la situación desesperada de los supervivientes que habían huido a las montañas o que esperaban la muerte entre los escombros de sus casas debieron de conmover a la comunidad internacional y movieron, de hecho, a los europeos y los estadounidenses a lanzar ayuda, grandes paquetes de agua y alimentos en paracaídas desde los buches de sus aviones. También mantas, tiendas de campaña, productos sanitarios para curar a los heridos y medicamentos contra el cólera, la disentería y las dolencias corporales. Una de las escenas que más había impactado a T era un tenderete de Médicos Sin Fronteras al borde de la hondonada montañosa plagada de refugiados. Tres jóvenes sanitarios holandeses curaban sin descanso, día y noche, los pies heridos de los que iban llegando. Era lo único que podían hacer ya, pues habían agotado los antídotos contra las fiebres y diarreas, y solo les quedaban algunos ovillos de vendas y una garrafa de alcohol. ¿Qué haréis cuando se os acabe el alcohol? Dejar las lonas para cobijar a algunos niños y largarnos. Poco después empezó a llover la ayuda a aquella pobre gente. Además, las potencias occidentales impusieron limitaciones militares muy estrictas al régimen iraquí y la exclusión aérea en el norte y en el sur del país. Y le aplicaron sanciones y bloqueos para impedir que se rearmara. A partir de entonces solo se le permitía importar alimentos y medicinas a cambio de petróleo. Ni un barril para armamento. Ni un petrodólar para incrementar los depósitos millonarios de Sadam, sus familiares y prebostes en Suiza. Pero aquellas medidas fueron insuficientes para convencer a los kurdos de que el Satán de Bagdad no iba a atacarles otra vez, así que se mantuvieron en las montañas y en los campos fronterizos con Turquía. Solo cuando vieron llegar los convoyes de tropas estadounidenses debidamente pertrechadas y provistas de cuadrillas de helicópteros artillados (también de carga) comprendieron que la limpieza de los elementos militares del déspota iba en serio. El ejército iraquí abandonó por pies el área de exclusión, dejó vacías sus bases y cuarteles desde Silopi hasta Erbil, pasando por Mosul. Por cierto que en su retirada hacia Bagdad, los generales iraquís no se llevaban sus carros de combate. T comprobó la razón sobre el terreno. No valía la pena llevárselos y además no podían circular: eran de cartón. Entonces llegaron los españoles, una compañía motorizada de la Brigada Paracaidista al mando de un coronel a las órdenes del general estadounidense que dirigía la operación. El contingente dependía del apoyo logístico norteamericano. Después de una semana en un campamento instalado al otro lado de la frontera turca para que se aclimataran, les asignaron a la localidad de Zakho, un pueblo bombardeado por el ejército del canalla de Bagdad, donde, guiados por T y otros periodistas, acamparon en el patio de recreo de un colegio. Al ver el gran mural del autócrata con bigote que presidía el salón de actos de aquel centro docente vacío, el coronel, un valiente garrulo, dijo: “Ya veremos lo que hacemos con éste”. Los estadounidenses apreciaron la gran aportación de los españoles y les asignaron un cometido principal: dirigir el tráfico.

26.–De Kosovo al Kremlin

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Las guerras en los Balcanes terminaron cuando las potencias occidentales de la Alianza Atlántica decidieron parar los pies al presidente serbio Slobodan Milosevic, bombardear con misiles aire-tierra los centros de mando político (incluida la televisión) y militar en Belgrado, y evitar así nuevos baños de sangre y más limpieza étnica en la región del Kosovo. El lobo Milosevic había enviado sus tropas, tanques y artillería pesada para que ocuparan aquella zona del suroeste de Serbia y exterminaran a los independentistas kosovares. Decenas de miles de personas huían de los pueblos y ciudades hacia Albania y Macedonia. La catástrofe humana se repetía una vez más. Pero en esta ocasión, la comunidad internacional intervino con rapidez y dureza. Sin poner pie en tierra obligó al sátrapa serbio a renunciar a sus planes y a retirar sus tropas de Kosovo. T informó desde Albania de la llegada de miles de refugiados kosovares. En Tirana, la capital de aquel país manicomial que había estado gobernado por unos chalados que se decían comunistas y eran contrarios a Moscú, cientos de mujeres, niños y ancianos habían sido acogidos en el principal pabellón deportivo del país y sufrían unas condiciones higiénicas, sanitarias y alimentarias manifiestamente mejorables. Miles de familias llegaban en trenes, camiones, carretas y tractores. Cruzaban la frontera con sus escasas pertenencias al hombro. Huían de la guerra a un país más pobre que el suyo. Los albaneses les consideraban sus hermanos, los “hermanos ricos del norte”. ¿Ricos? Al menos, tenían tractores. En cambio, ellos todavía araban la tierra con mulas y borricos. Les acogían encantados, pero poca ayuda podían prestarles. Los militares españoles desembarcaban sus pertrechos en el puerto de Durres. Las autoridades albanesas les asignaron una zona entre aquella ciudad portuaria y Tirana para que instalasen un campamento de acogida de los refugiados kosovares. Trabajaron duro. En pocos días acondicionaron el terreno y colocaron mil tiendas de campaña con todos los servicios higiénicos y sanitarios para acoger a las familias. Pero fracasaron. Los kosovares llegaban con cuentagotas o no llegaban. La mayoría de ellos evitaron aquellas tierras bajas, cuya capa freática era tan fina que en cuanto cavabas treinta centímetros salía agua subterránea. Acostumbrados como estaban al altiplano, preferían la tierra al barro, el hacinamiento a las picaduras de los mosquitos laguneros: grandes, gordos, abundantes. Hasta para sufrir, el ser humano es selectivo. O dicho de oto modo, el medio natural es un detalle con el que hemos de contar para sobrevivir, incluso en la mayor desventura: la guerra. La falta de exploradores y de consultas previas a los interesados abocó en este caso a los milicos españoles a un gasto y un trabajo innecesarios. Y ya es sabido que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía. Más que melancólicos (nombre de un paseo situado en la ribera del Manzanares, junto al antiguo estadio de fútbol del Atlético de Madrid), los militares españoles se sentían burlados en su confianza por las autoridades albanesas. Pero ¿qué se podía esperar de unos tipos que habían construido una autovía que cruzaba una línea férrea sin paso a nivel y habían convertido el país en el mayor refugio de granujas y ladrones de coches de alta cilindrada de toda Europa? Más allá de la informalidad de las autoridades, los albaneses se portaron bien con sus vecinos del norte mientras las tropas de Serbia eran desalojadas de su país. En poco más de un mes pudieron regresar a su tierra. En Pristina, la capital de Kosovo, se decía que aquella tierra atesoraba en el subsuelo minería metálica muy valiosa (“estratégica” le llamaban) para fabricar componentes tecnológicos de alta resolución. T realizó algunos viajes en helicóptero y en coche por el país naciente, nevado y muy frio en invierno, para informar del mantenimiento de la paz por parte de las tropas españolas en las zonas fronterizas de Kosovo con Serbia y Macedonia,pero, salvo algunas montañas de mineral negro y terroso como el carbón, no vio ni pudo confirmar la existencia de tesoro alguno. Tal vez el nuevo país tuviera golosas reservas de coltan (columbita y talantita) o de otros minerales muy cotizados, pero lo cierto es que aquel territorio alto, con montañas suaves, poco elevadas, y profusamente cubiertas de árboles, distaba de parecer rico. Sus gentes regresaban y reemprendían sus actividades agrarias, ganaderas y forestales. Por cierto que una de las principales tareas de los soldados españoles (tropa profesional de mujeres y hombres) consistía en impedir el contrabando de madera. En aquellos tiempos empleaban mucho las palabras “tronco” y sus variantes “tronqui” y “tronc” para llamarse unos a otros. El mayor tronco incandescente lo vio el Abuelo en Moscú. Mientras los aviones de la OTAN lanzaban sus misiles contra Belgrado y bombardeaban la ferretería pesada del carnicero de los Balcanes, Milosevic, para evitar la masacre de kosovares, le tocó cubrir un viaje del presidente del Gobierno español y presidente de turno de la Unión Europea, Felipe González Márquez, a la capital de la Federación Rusa para cultivar las buenas relaciones. Era una visita de dos días. El primero, González fue recibido por el presidente ruso BorisYeltsin para tratar asuntos bilaterales (España-Rusia). Algunas empresas españolas se habían asentado en el país excomunista. La más importante, Campomós, fabricaba embutidos y tenía mucho éxito, pues a los rusos les encantaba el salchichón. En general eran gente adiposa, gruesa y lustrosa. El presidente español visitó aquella factoría y uno de sus ayudantes, el responsable de prensa, Miguel Gil Peral, acicalado y pulcro salió diciendo, a punto de vomitar, que no volvería a comer mortadela ni embutidos en su vida. A saber lo que habría visto y olido, la criatura. El encuentro bilateral entre González y Yeltsin fue bien. Firmaron acuerdos en materias de interés mutuo y manifestaron sus deseos de mantener buenas relaciones. Los corresponsales y enviados especiales de los distintos medios de comunicación españoles triplicaban el número de los que los rusos dejaban entrar en las dependencias presidenciales, de modo que tuvieron que sortear las cinco plazas que les correspondían cada día. T tuvo suerte: le tocó entrar al Kremlin las dos jornadas seguidas. El segundo encuentro entre el mandatario europeo de turno y el ruso fue mal. Es decir, a cara de perro. En la comparecencia conjunta ante los medios de comunicación el presidente ruso, grande como un oso y con fama de absorber más vodka que una esponja, clamó airadamente contra los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado, tildó de criminales a los gobiernos de los países europeos de la Alianza Atlántica y amenazó con desencadenar una guerra mundial si los europeos occidentales atacaban por tierra a sus hermanos serbios. Parecía realmente furioso. Y era bien cierto que los misiles guiados aire-tierra causaban la muerte y herían de gravedad a civiles inocentes. Aunque no sumaban la cifra de quinientos muertos y más un millar de heridos que el propio Yeltsin había provocado en octubre de 1994 cuando llamó a los tanques y a la policía a bombardear la Casa Blanca rusa o sede del Parlamento, para mantenerse en el poder, las amenazas de aquel personaje imponente eran muy serias. Y, desde luego, creíbles. Sus encargados de prensa y propaganda restringían tanto la palabra a los medios extranjeros que los periodistas solo podían hacer dos preguntas. Pero en aquella ocasión ni siquiera permitían formularlas, pues daban una y otra vez el micrófono a los domésticos. El presidente español advirtió la falta de ecuanimidad y pidió al encolerizado mandatario que permitiera alguna pregunta de los españoles. Éste asintió. Entonces el micro cayó en manos del veterano Víctor Colchero, quien le preguntó cómo podía condenar los ataques de la OTAN a Serbia cuando él estaba bombardeando Chechenia. ¿Acaso no era condenable su decisión de arrasar los pueblos y ciudades chechenas? La pregunta enfureció al mandatario, que enrojeció de ira como un tronco incandescente. Su brazo desgobernado empezó a temblar. T notó las miradas de odio de los colegas rusos. Se puso en guardia. Por un instante temió una agresión. No fue el único que advirtió el peligro; antes de que la traductora vertiera al español la respuesta (Chechenia era, al parecer, un asunto interno), Susana Olmo, compañera de la agencia de noticias Colpisa, se puso en pie, le tocó en el hombro, agarró a Colchero del brazo y dijo: “Vámonos de aquí antes de que nos detengan”. Echaron a andar por aquellos lujosos pasillos de mármol encastrado con láminas de oro hacia la salida. Apenas pararon a hacerse una foto. Tal era el incendio del tronco que no respiraron a gusto hasta que dejaron atrás los patios empedrados y cruzaron el portón de la muralla roja.

25.–Anda entre ‘rambitos’ y ‘superpumas’

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

La guerra en los Balcanes mantuvo al Abuelo en un frecuente ir y venir a las distintas zonas en las que, en la última década del siglo XX, se desplegaban las tropas españolas con el mandato de la comunidad internacional (ONU, OSCE y OTAN) de imponer la paz. El antiguo ejército yugoslavo se desmembraba del mismo modo que el mosaico de pueblos que habían formado aquella federación en la península yugoslava. Desde Belgrado, capital de Serbia, ordenaban combatir sin piedad a los separatistas croatas, bosnios y kosovares, atacaban poblaciones y exterminaban a los habitantes. Eran guerras sin prisioneros. Desde Zagreb, la capital de Croacia, empleaban una crueldad similar. La “limpieza étnica” cabalgaba con la guadaña al hombro, espoleada por la fuerza del odio más absurdo, nacionalista, entre vecinos y hermanos. Los campesinos de uno y otro signo y credo religioso destruían sus casas, haciendo estallar bombonas de gas, antes de salir huyendo para que no les mataran. En Split, la moderna ciudad turística croata del Adriático, los grandes hoteles estaban repletos de familias desplazadas que lo habían perdido todo menos la vida. Allí, a unos pocos kilómetros del frente, los periodistas recibían los partes de las operaciones bélicas y de las misiones de protección de las tropas de paz para hacer llegar la ayuda alimentaria a las poblaciones cercadas. El bloqueo de Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina, y la lucha a cañonazos por el control del aeropuerto y de las distintas zonas de la ciudad era lo más cruel, ruin y morboso que acontecía en la civilizada Europa desde el final del nazismo y el fascismo. Impresionaba el sufrimiento de aquella gente indefensa que sobrevivía, aislada y acosada, entre los escombros provocados por las granadas de mortero y caía abatida por los francotiradores a cualquier hora y en cualquier calle cuando salía a buscar agua y alimentos. Cuando T me describía aquella situación ya el cine y la literatura habían narrado con detalle el cerco a Sarajevo, incluida la destrucción de su biblioteca, una joya de la humanidad. De ahí que evitara profundizar. En Split coincidió con algunos corresponsales, casi siempre los mismos enviados a los distintos conflictos por los distintos medios de comunicación europeos y americanos. El de la televisión estatal española, al que llamaban Rambito, imprimía emoción a sus crónicas por el procedimiento de encasquetarse, cubrir el pecho y la espalda con un chaleco antibalas, salir del hotel en compañía de su reportero gráfico y pagar a unos elementos armados para que dispararan ráfagas de ametralladoras y tiros de pistola al aire mientras grababa la entradilla de su crónica. Los tiros indicaban (a los espectadores) la cercanía del frente y añadían la impresión de que el periodista se jugaba la vida informando a pie de obra. ¡Qué tío! ¡Un reportero valiente como no había otro! Un día llegó su relevo, una mujer joven, inteligente, con más ética profesional y mayor experiencia que él en relatar tragedias bélicas. Pero él no se quería marchar. Se negó a entregar el micrófono a su compañera y porfió con los mandos de la televisora para evitar que le repatriaran. No lo consiguió. Se soliviantó, se despidió y se entregó a la escritura de un relato sobre la tribu de los reporteros de guerra, que conocía bien, y a los que se esfuerza en desmitificar. El opúsculo tuvo éxito, pues el autor era conocido gracias a la televisión, y aquel Rambito aprovechó el tirón y se dedicó a producir relatos de capa y espada, con tan buena suerte que, al cambiar el siglo, lo ingresaron en la Real Academia Española (RAE) de la lengua con la letra T, de tarambana. Con ello el Abuelo quería decir que los desequilibrios físicos y psíquicos y el mal humor eran frecuentes entre los enviados a contar los efectos de las guerras y de las catástrofes naturales. Una vez le tocó ir a cubrir un terremoto en las montañas de la Cachemira paquistaní. Ya estaban sentados en el helicóptero Mi-8 de los servicios sanitarios de la Media Luna Roja para viajar a la zona del desastre. El Mi-8 era un aparato de fabricación rusa, resistente y fiable. Aunque aquel tenía el piso de madera y los asientos rajados como si hubieran sido acuchillados, era una aeronave tan segura como la mejor y muy popular entre los rusos, que le llamaban Vasilisa, como a las mulas de carga con alas. Cada uno ocupaba su sitio en los asientos corridos, con los respaldos pegados al fuselaje. Algunos colegas metían los dedos por las rajas de las butacas, arrancaban pequeños trozos de esponja, formaban bolitas y se las lanzaban a los de enfrente. El piloto, un indio flaco con ojeras, cerró la puerta del aparato, subió a la plataforma elevada que le separaba de los pasajeros, ocupó su asiento, se colocó los auriculares y el micrófono de comunicación con la torre y activó el rotor. El aparato tembló con ganas de salir volando. Alguien gritó: “Vamos que nos vamos”. El helicóptero echó a rodar. En ese instante, un colega de Radio Nacional de España se soltó el cinturón de seguridad, se precipitó hacia la portañuela, abrió y saltó al duro cemento del aeropuerto de Islamabad-Rawalpindi. Los sorprendió a todos. También, al piloto, que masculló un improperio en su idioma. La verdad es que el colega era un tipo taciturno y enigmático. Hablaba poco y parecía muy enamorado de su voz. Le vimos correr hacia la terminal del aeropuerto mientras nos elevábamos rumbo a las montañas de tierra roja cuyos habitantes, gente muy pobre (casi todos lo eran en aquel país), habían sufrido los efectos del fuerte terremoto. Allí fue –decía T– donde quisieron venderme a Paka, una niña de nueve años, cuya familia había desaparecido en un poblado engullido por la montaña. Ella se salvó porque cuando la tierra se movió y la montaña arcillosa cayó sobre el pueblo estaba lejos, apacentando unas cabras. La habría comprado si una colega con experiencia en adopciones no le hubiera conminado: “No lo hagas”, e informado de las complicaciones burocráticas para llevarla consigo a Madrid. Ante el temor de que se la quitaran, le dio un puñado de rupias a la mujer que se la vendía para que se ocupara de ella y le prometió enviarle una cantidad mensual hasta que se hiciera moza. Cumplió su palabra, verificó regularmente que Paka recibía la ayuda. Creció y estudió enfermería. Esto ocurrió después de observar a vista de pájaro los efectos de los intensos temblores de tierra, las casas de los campesinos convertidas en montoncitos de tierra, las carreteras y caminos borrados de la faz del suelo, los ríos y arroyos desviados de sus cauces. De algunos pueblos enterrados por el derrumbe de aquellos montes terrosos quedaba algún vestigio, alguna casa orillada y maltrecha. De otros, con mejor suerte, se apreciaban las casas derribadas y los escombros empujados hacia el valle. Las consecuencias del terremoto encogían el alma. No podíamos hacer nada, sólo calcular la cifra de muertos y desaparecidos a partir de los datos censales de la población preexistente e informar al mundo de la destrucción y el daño del terremoto. Los supervivientes que podían caminar por no haber sufrido heridas graves, iban bajando hacia los valles con algunos animalillos que habían podido salvar. Pronto formarían campamentos de desplazados. Se lamerían las heridas y a continuación retomarían la lucha por la vida en aquellas latitudes fértiles y frías del sudoeste de la cordillera de los Himalayas, conocida como el techo del mundo. El piloto acertó a aterrizar en una terraza cercana al lugar que estaba siendo acondicionado por militares españoles para acoger a los desplazados. Permanecimos unas horas con ellos, recordaba. Tendían tuberías para proporcionar agua potable a los supervivientes, construían casas de madera para que sirvieran de escuela a los niños e instalaban carpas de lona y alzaban tiendas de campaña para que los supervivientes las utilizaran como vivienda provisional. También perforaban pozos para que no dispersaran sus excrementos corporales y el cólera se añadiera a la desgracia. Provistos de tractores, volquetes, excavadoras y demás maquinaria, aquellas cuadrillas de jóvenes militares del ejército patrio se esforzaban en despejar los escombros de las carreteras y en restaurar los caminos y reabrir los senderos. Tendían puentes provisionales e improvisaban pasarelas sobre los arroyos y las simas del terreno. La tropa de mujeres y hombres de los regimientos de castramentración allí desplazados para mitigar el sufrimiento trabajaban sin descanso y sin apoyo. Los aliados occidentales se habían comprometido a prestarles apoyo, pero no aparecieron. Todas las declaraciones prometiendo ayuda al régimen del general Pervez Musharraf, un aliado imprescindible en la guerra contra los talibanes en Afganistán, quedaron en flatus vocis, nada. El bienintencionado gobierno español ejercía de Quijote, adoptando una de las pocas decisiones que valía la pena tomar: ayudar a los más necesitados. Hablaron con los esforzados militares, visitaron el hospital de campaña para curar heridos y enfermos, obtuvieron conmovedores testimonios de algunos supervivientes, recogieron la petición de ayuda (alimentos y medicinas) de las mujeres y los niños que conseguían llegar al campo de desplazados y regresaron a Islamabad como habían ido, en la Vasilisa. Fue una jornada muy triste. T peguntó al colega de Radio Nacional la razón de su comportamiento y le ofreció el material informativo sonoro y las impresiones que había recogido para que pudiera hacerse una idea y componer una crónica. Él contestó: “De repente se me puso una cinta negra en los ojos, empecé a verlo todo negro, negro, y tuve la visión de que el helicóptero se iba a estrellar”. Un colega puntilloso le reprochó que huyera sin avisarles del peligro, a lo que él respondió: “No quise asustaros”. El colega puntilloso no aceptó la razón: “Ya, querías salvarte solo tú y dar la noticia en exclusiva, eres un Superpuma cabrón”, le reprochó en tono de broma. Aunque el Abuelo aclaró que el artefacto volador era una Vasilisa rusa, de poco sirvió, pues el colega se quedó con el mote de Superpuma. Di tu que le duró poco, ya que se benefició de la gran reestructuración del Ente Público RTVE que permitió a todos los trabajadores de más de cincuenta y dos años cobrar sus salarios hasta la jubilación sin tener que ir a trabajar. Un chollo. A propósito de grandes reporteros de la cadena estatal de radio, el Abuelo se sentía orgulloso de su compañero y amigo Joaquín Tagar, enviado especial de Radio Nacional de España a la guerra de Nicaragua. De pronto, en el informativo de las 22:00 horas del 17 de julio de 1979, oías a Joaquín transmitiendo en directo desde Managua. «Buenas noches, les hablo desde el despacho presidencial del dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Soy Joaquín Tagar y estoy utilizando su teléfono para contarles que los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional acaban de asaltar el palacio y están buscando al tirano por todas las salas, rincones y pasillos. Es probable que no lo encuentren porque, según testimonios de algunos empleados palatinos, habría huido pocas horas antes del asalto». Aquello si era una primicia en exclusiva mundial. ¿Cuánto esfuerzo, paciencia, empatía, bonhomía y desvelo había derrochado Joaquín (también suerte) hasta poder dar aquella noticia?

24.–Burla a la muerte en Móstar

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Si el avión hubiera obedecido la ley de la gravedad y respondido a la lógica de los materiales pesados, el Abuelo y los demás pasajeros habrían muerto el día de Navidad del año 2005 en Móstar (Bosnia y Herzegovina). Habría sido una muerte absurda, pues las guerras en los Balcanes habían terminado hacía más de diez años, aunque los países europeos mantenían sus agrupaciones militares de observación y ayuda a la reconstrucción sobre el terreno. El Hércules se lanzó en picado, golpeó el suelo al final de la pista, se salió, rodó campo a través, se transformó en una jaula de grillos empujada por un enjambre de avispas y al final no se estrelló. Lo recordaba bien. Embarcaron a las cinco de la mañana de aquel día de Navidad en un Airbús del Ejército del Aire dedicado al transporte de altas autoridades. Les dieron de desayunar a bordo. Un pelota ministerial colocó panderetas de plástico en los asientos por si querían cantar y tocar villancicos con el señor ministro y los jefes militares que los llevaban de excursión. De eso ni hablar. Dos horas y media después aterrizaron en el aeropuerto de Dubrovnik, en la costa de Dalmacia. Sin pasar por la aduana caminaron hacia el Hércules que esperaba en la pista de rodadura para llevarles a Móstar, en Bosnia-Herzegovina. En aquella zona de Europa, genéricamente conocida como los Balcanes, se helaron las palabras y ladraron las armas. En Sarajevo empezaron los males del siglo XX con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Lo mató un tipo de la Mano Negra serbia que se llamaba Gavrilo y no pensaba matarlo siquiera. Pero estaba tomando un café a las once de la mañana cuando vio el coche descapotable con el heredero austrohúngaro y su esposa Sofía Chotek, una bailarina de la tibia aristocracia, y puesto que el chófer parecía más perdido que Tarzán en Nueva York, aquel Gavrilo sacó el arma y les descerrajó dos tiros. Después se lanzó al río y se ahogó. Lógico: no sabía nadar. El archiduque, que también era un poco descerebrado, ordenaba que le cosieran las pecheras de la chaqueta y la camisa para ir más elegante, y se desangró mientras las descosían para parar la hemorragia. Su esposa se desangró también. Murieron en veinte minutos. El resto fue ya coser y llorar: coserse a balazos y llorar a los muertos. Aquel atentado de un atontado contra otro atontado sirvió de pretexto a unos políticos nefastos para conducir a las naciones europeas a matarse unas a otras con las peores armas a su alcance, incluidas las químicas. La primera guerra mundial duró cuatro años y costó la vida a treinta y un millones de personas entre soldados y civiles. Y los rescoldos de la primera encendieron la segunda, en la que murieron muchos más: ochenta y tres millones de personas. No conformes con tanta mortandad y destrucción, los necios nacionalistas balcánicos quisieron despedir con más muertos el sangriento siglo XX. Era como si esa mezcla de fanatismo patrio y opio religioso les provocara un ansia incontenible de matarse unos a otros. Y allí andan: serbios contra bosnios, croatas contra serbios, bosnios contra croatas, serbios contra croatas y kosovares, cristianos contra musulmanes, judíos contra mahometanos… recosiéndose a balazos y cañonazos desde finales del último y único año capicúa del siglo: 1991. Di tu que ahora eso que llaman la Comunidad Internacional sólo les había permitido matarse durante dos o tres años, mientras se separaban unos de otros y dividían la antigua Yugoslavia, aquella federación de pueblos, regiones y religiones que organizó el mariscal Josip Broz, Tito, un tipo que no quería saber nada del bloque soviético y fundó el movimiento de los No Alineados. Para evitar que la sangre insistiera en expresarse, la ONU envió unos cascos azules, unos pocos soldados incapaces de frenar las matanzas de los carniceros serbios y croatas, empeñados en exterminar a los musulmanes. Entonces los países europeos supeditados al mando militar estadounidense de la Alianza Atlántica se lo tomaron en serio y enviaron tropas de interposición para parar la masacre. España mandó quinientos soldados en son de paz. Después envió más. Treinta y cuatro murieron en emboscadas, atentados y accidentes. Ya llevaban más de una década en aquella misión. Y a T le correspondía cubrir las visitas navideñas del ministro del ramo y de otras autoridades superiores a los soldados allí desplegados para garantizar la paz, pues la política de defensa era una de las parcelas informativas que el director del periódico le había asignado. Subieron al Hércules. Él conocía por experiencia aquellos aviones militares y solía ocupar el último asiento, en la cola de las cuatro filas de cuerdas tendidas a lo largo del aparato: dos por el centro, espalda contra espalda, y dos en los laterales, espalda contra chapa. Optaba por el último sitio porque así podía acomodarme sobre la carga, sujeta con cintas y redes en la rampa de cola, dormir y fumar cigarrillos sin molestar a nadie. Además, aquel emplazamiento le permitía mirar por las únicas ventanillas, situadas en las puertas laterales del aparato. En aquella ocasión el trayecto era corto, de apenas media hora. El avión se elevó sobre la cordillera montañosa, atravesó la densa capa de nubes grises y emergió a un cielo limpio y azul. El vuelo era tranquilo. Los novatos se hacían fotos y contaban chistes. T fumó un cigarrillo y se quedó de pie mirando por la ventanilla. Los cúmulos grises ocultaban el suelo. Al cabo de veinte minutos, el avión comenzó a descender, señal de que estábamos cerca de su destino. El aeródromo de Móstar se hallaba en la falda de una montaña, al oeste del río Neretva. Su pista era muy corta, sólo apta para avionetas y aparatos de hélice. T conocía el enclave y también la carretera que conducía a la ciudad. Le llamaban la carretera de los muertos. Sus cunetas habían sido utilizadas para enterrar rápidamente a los muertos en los combates. Filas de estacas verticales señalaban su ubicación. Aunque había algunas cruces, la mayoría eran musulmanes. En un instante el Hércules se sumergió en la masa nubosa. Iban a «tomar tierra» y a pique estuvieron de «jartarse», que diría un sevillano, pues ya fuera por la escasa visibilidad o por algún fallo mecánico, el piloto se comió dos tercios de la corta pista. Sin despegar la nariz de la ventanilla, T amortiguó el rebote de las ruedas, seguido de otro duro golpe contra el suelo y vio pasar fugazmente la tierra ocre de pan llevar y los árboles raquíticos y los postes del tendido eléctrico como si fueran sombras fugaces. Entre los temblores y los chirridos de las bisagras de aquel bólido oyó los agudos gritos de pánico de algunos colegas. Giró la cabeza hacia el interior del aparato. Sus ojos quedaron clavados en el rostro pálido, blanco como el yeso, del sobrecargo, un militar que apretaba la espalda contra la chapa de la portañuela de enfrente y se aferraba con los brazos a las barras de acero pulido de los pasamanos. Su tez y su mirada de asombro le hicieron consciente de que el jodido artefacto se iba a estrellar y a estallar como una bola de fuego en cuestión de segundos. Sin embargo, no sintió el consabido terror ni se acordó de su mujer y sus hijos ni le pasó fugazmente por la cabeza esa película de la vida que dicen que vemos poco antes de diñarla. En esas, el aparato pegó un frenazo tan brusco que la inercia desplazó hacia adelante a seres y enseres. Cayó sobre el mullido regazo de una elegante colega madura del ente público, tan asustada que ni notó el golpe. El Hércules se detuvo y se apresuraron a salir. Lloviznaba agua-nieve, pero el terreno no estaba muy embarrado. El señor ministro de defensa José Bono y los altos mandos militares que le acompañaban se pusieron a dar gracias al cielo con la boca abierta, lo que les proporcionó un trago de líquido elemento y les permitió superar el susto. De otro modo, habrían comparecido más pálidos que la cera ante la tropa que les esperaba en perfecta formación a un lado del aeródromo. Sonaron los acordes del himno nacional, recibieron novedades del mando de la agrupación militar, tributaron el tradicional homenaje a los muertos, cantaron La muerte no es el final, rubricada con la salva de fusilería reglamentaria y enseguida, al abrigo de un hangar, el ministro telefoneó al Rey para informarle del abrupto aterrizaje. Ni que decir tiene que el piloto y el copiloto, un teniente y un suboficial, ya habían sido arrestados. Alguien bromeó después sobre lo absurdo que habría sido morir en Móstar once años después del asedio. Los combates fueron terribles. Serbios y croatas se pusieron morados matando a sus vecinos bosnios y volando sus mezquitas. Claro que también la Armilla bosnia había cañoneado las iglesias de los enemigos. Desde la montaña, la artillería y los tiradores de precisión serbios machacaban a la población civil del barrio histórico de Móstar, de mayoría musulmana. Desde el otro lado del Neretva, los croatas ejercían una presión orientada al exterminio. Volaron el puente histórico (cinco siglos tenía) y único sobre el río Neretva, aislaron el barrio musulmán, dejaron a los bosnios a merced de las balas y el hambre. En cuanto asomaban la nariz a la puerta de casa, los serbios les disparaban desde la montaña. Mataban de todo: niños, ancianos, mujeres. Desde el otro lado del río recibían el fuego de los croatas. Les tuvieron cercados más de un año. La pobre gente, asediada, enterraba a sus muertos en la puerta de casa. Los pocos y pequeños jardines del histórico barrio musulmán de Móstar se llenaron de tumbas. Aunque serbios y croatas se odiaban a muerte, parecían estar de acuerdo en exterminar a los musulmanes y repartirse el territorio de Bosnia-Herzegovina. Allí fue donde T conoció, unos años antes, en plenas escaramuzas y combates, a los niños locos. Salieron de entre las ruinas del gran hotel y corrieron hacia él pidiéndole galletas. Eran cinco o seis chiquillos de menos de diez años, esqueléticos, nerviosos. Habían perdido a sus padres. La guerra les había trastornado. Decían algunas palabras en castellano. Les preguntó quién se las había enseñado. “Los amigos picoletos”, contestaron en referencia a los guardias civiles que formaban parte del contingente pacificador español. ¿Qué habrá sido de aquellos niños?, se preguntaba.

El Hércules se salió de la pista y rodó como un bólido campo a través. Al final no se estrelló.