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Ensayo sobre la Rareza (Del 31 al 33 y último)

Centauro
Centauro

Por KEY GOOD

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Acerca de la igualdad de género contó el profesor Leontief, recién llegado de asomarse a los acantilados, el caso de un crédulo muy notable que habiendo leído la noticia de que las mujeres serían llamadas a hacer el servicio militar obligatorio –alistadas, se dice– lo mismo que los hombres, picó el anzuelo y publicó un artículo defendiendo ardorosamente la iniciativa gubernamental. “Ya es hora de que se les reconozca, a las mujeres, el derecho a la igualdad en el sacrosanto deber de defender a la patria”, escribió.

Don Tancredo miró al profesor con cara de risa y dijo: “Me acuerdo perfectamente del artículo de aquel mastodonte; vaya si picó”.

–Lo que no quita para que le dieran el Nobel de Literatura –dijo el profesor.

–¿Qué quieren decir con que picó? –preguntó Vera.

–Que la noticia era falsa, una inocentada digna de Alfonso Castelao en la primera plana de un periódico de la capital el 28 de diciembre, festividad de los Santos Inocentes –le aclaró el profesor.

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La visita a don Tancredo Muerto permite a Vera Veraz verificar la vigencia del pareado de Gasulla en su Biblia en Verso: “Jesucristo nació en un pesebre y donde menos se espera salta la liebre”. La liebre es el noruego de enorme cabeza Johannes Tellefsen. Vera ha contenido su curiosidad mientras le contaba la muerte de don Tancredo, pero finalmente le pregunta:

–¿A qué ha sobrevidido usted, don Super?

–A mucha mala leche.

–¿En qué sentido?

El viejo estira trabajosamente el pescuezo, eleva su cabezota caída sobre el pecho, mira fijamente con sus acuosos ojos azules a don Tancredo Muerto y dice:

–Anda, cuéntaselo tú.

–Tampoco hay mucho que contar, salvo que este carcamal ha sobrevivido a tres naufragios.

–Y a mucha mala leche –insiste don Super Viviente.

–Eso también, pero tres naufragios son tres naufragios.

–¿Podría entrar en detalles? –le pide Vera.

–Aquí el amigo era primer ingeniero maquinista de un buque noruego cuando un submarino alemán le lanzó un torpedo sin señal ni aviso previo. El buque se hundió en unos pocos minutos y él logró saltar a un bote con otros 19 de los 22 compañeros que iban en el barco. Dos murieron. Estaban a unas 200 millas de las costas de México y al cabo de cinco días llegaron a Gutiérrez Zamora, donde los acogieron y atendieron muy bien antes de ser trasladados a un hospital de Puebla, donde se restablecieron. Aquel fue su último naufragio. Antes había sobrevivido a otro ataque de los malditos nazis en el Mar del Norte. Saltó a un bote y lo evacuaron a Inglaterra. De allí embarcó hacia Estados Unidos, donde contrató en un buque de pabellón panameño y los malditos nazis lo atacaron. Pereció toda la tripulación menos aquí el amigo y un compañero. Ellos salieron vivos y consiguieron hacer una balsa. Estuvieron… ¿Cuanto tiempo estuviste la segunda vez que te atizaron?

–Ocho o nueve días –dice el noruego.

–Estuvieron todo ese tiempo amenazados por los tiburones.

–Peores eran los nazis; si nos localizan nos joden –añade.

–¿Peores que los tiburones?

–Más malos que el gas.

–La cosa es que se los habrían merendado si no llega a ser por un aviador mexicano que los vio en alta mar y dio parte para que los rescataran. Pero la suerte duró poco porque a los dos o tres días de embarcar otra vez en un barco noruego, lo volvieron a atacar, y ahí tiene usted el tercer naufragio de aquí, el camarada.

–Ciertamente extraordinario. Ya supongo que no se volvió a embarcar –dijo Vera.

–Supone bien.

–¿Y cómo se las arregló para vivir?

–La pintura.

–¿Es discípulo del gran Munch?

–Lo admiro mucho, me ha enseñado mucha técnica, pero yo no disecciono almas como hacía él. La angustia de El Grito, la soledad de Melancolía y todos los demás sentimientos son demasiado elevados…

–Supongo que el erotismo de Los Amantes o El beso

–Eso es otra cosa. La Madonna me parece más asequible a las racionales mentes.

–Diga usted que aquí el amigo, aunque no se las dé, es muy buen pintor ambulante –tercia don Tancredo–; anda que no habrá retratado guajes ni nada, incluso después de que llegara la fotografía.

–Y pueblos, monumentos, paisajes urbanos…

–¿Y usted?

–Yo no, yo arreglo relojes –contesta don Tancredo.

El noruego Johannes alarga la mano, agarra el cuaderno de láminas que ha dejado sobre la silla, lo abre, mueve el lapicero sobre la lámina a la velocidad endiablada de un sismógrafo que registrara un terremoto del nueve, saca de la faltriquera una esponjita, la pasa con decisión sobre la página, escribe una palabra breve, arranca la lámina de los aros de alambre del cuaderno y se la entrega a Vera: “Su retrato, señorita”. Ella lo mira y se admira. “He quedado que ni pintada”, dice.

33

La mayoría de los habitantes de aquella tierra mágica había oído hablar del Centauro, pero ninguno era capaz de aportar dato o pista alguna que pudiera conducir a Vera y al profesor Leontief hasta los familiares o allegado de aquel ser con cabeza de persona y cuerpo de caballo. Se sabía que Centauro era un joven muy inteligente, de ojos oscuros y grandes, pelo ensortijado y voz dulce y agradable, con un deje de relincho de caballo. También se sabía que había trotado mucho por toda Europa antes de que estallara la segunda Guerra Mundial (1940-1945) y que había escrito muchas crónicas y entrevistas con personajes de primer órden para el periódico Claridad y que se desempeñó bien como corresponsal diplomático, pues manejaba perfectamente las lenguas alemana, inglesa, francesa e italiana. Pero a partir de ahí no se sabía más. Unos decían que posiblemente le pilló la bomba atómica que los estadounidense lanzaron sobre Irosima y otros sostenían que lo habían matado por confusión los norteamericanos en Italia, pues el último reportaje que había publicado en el periódico de la UGT era del país de la bota, concretamente una entrevista al galope con el Ducce Benito Musolini. Todo esto ya lo sabía y tenía perfectamente documentado Vera Veraz.

Un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela, ciudad famosa por el caballo blanco del Apóstol, les recomendó que consultaran con el escritor Álvaro Cunqueiro. Fueron a verle y les habló de cometas y fenómenos celestes que habrían influido en la concepción de aquel ser tan raro como extraordinario. Pero después de una larga conversación, con merienda incluida, solo les pudo recomendar que consultaran a una meiga, una mujer muy sabia y con grandes dotes de adivinación, quien, por aproximación y con cierto margen de error, podría indicarles la zona donde estaría la aldea natal de Centauro. La meiga residía en otra ciudad. Les dio hora para el martes a primera hora. “¿No puede ser antes?”, le rogó el profesor. La mujer sabia le contestó que no. El profesor insistió: “Ya comprendo, doña Beberinda, que tiene la agenda llena y que su tiempo es oro, pero estamos dispuestos a pagarle más si nos atiende antes”. La meiga le aclaró: “No van por ahí los tiros, amigo; veo en su cara un tema muy complejo y mi mejor día es el de Marte”. Esta respuesta conformó al profesor, aunque no tanto a su ayudante de campo, quien después de tantas jornadas de viaje ya ardía en deseos de reunirse con su novio.

Se alojaron en el Marnos, que resultó ser el hotel de los amantes. El nombre ya lo indicaba: “¿A dónde vamos?”, preguntaba él o ella. “Vamos a Marnos”, respondía ella o él. Y entretuvieron los dos días de espera leyendo y paseando junto al mar.

–Veo una cebra –dijo la meiga adivina después de varios minutos con los ojos cerrados.

–¿África?

–No, un traje a rayas –precisó doña Beberinda, volviendo a mirar el agua del caldero oxidado que pendía de las canencias sobre un fuego de troncos rodeado de piedras del río en el suelo de aquel caserón desvencijado por el que pululaban las gallinas. .

–¿Campo de concentración? –inquirió Vera.

–Campo de concentración –afirmó la mujer antes de sentarse y volver a cerrar los ojos. Leontief y Vera esperaban impacientes, pero doña Beberinda sólo dijo: “Perros, muchos perros”, lo que les llevó a suponer lo peor.

–¿Lo devoraron los perros? –preguntó el profesor.

Doña Beberinda no contestó. Se advertía el trance en su expresión y ellos se abstuvieron de preguntar. Varios minutos después, la meiga pronunció otras tres palabras que en realidad eran dos: “Agua, mucha agua”. Vera iba a preguntar si era el mar, pero Leontief le hizo una seña con el dedo en el labio. La bruja se mantenía inmóvil, agarrada a la cadena de la canencia con ambas manos, los ojos cerrados y la cabeza muy alta. Las perlas de sudor de la frente recorrían su cara y caían desde la punta de la nariz hacia el cubo oxidado con agua. Sudaba como un picador. “Esta mujer se va a asar como una patata”, pensaba Vera mirando al profesor. Transcurrieron diez minutos hasta que la meiga abrió los ojos, sacudió ligeramente su cabeza, que acababa en moño y fue a sentarse sobre una piedra lisa, rodeada de otras piedras alisadas en las que solían sentarse los clientes.

–Lo primero que he de decirles es que Centauro no es de esta tierra aunque haya sido visto por aquí, sino de Castilla, del interior de Cantabria, provincia de Burgos, tierra alta, olor a oveja, padre pastor, rabadán de la Mesta.

–¿Lo devoraron los perros?

–Lo persiguieron, pero él corrió más.

–¿Y el agua? –dijo Vera.

–Eso es que cruzó el Atlántico.

–¿Donde puede estar?

–Llegó a Norteamérica por mar.

–¿Cuántos años pudo vivir?

–Lo que dura un caballo, treinta o treinta y cinco a lo más.

Vera Veraz se sintió tan contenta de que al Centauro no hubiese sido descuartizado por las hambrientas jaurías de perros locos de los nazis que pagó de buena gana la alta minuta a la meiga y aun solicitó al profesor unas monedas sueltas de propina para los muchos niños necesitados que aquella mujer prohijaba. Se despidieron y abandonaron la ciudad en la dirección que la adivina les había indicado. Cruzaron paraísos naturales en trenes de vía estrecha y viajaron en autobuses de línea que, según el profesor, deberían llamarse de puntos suspensivos por las sorpresas y el suspense que a los viajeros deparaban. Llegaron al territorio de las Merindades donde, según la visionaria, el Centauro habría sido engendrado y nacido sietemesino el Año del Cometa. Pero Las Merindades eran unas comarcas de mucha extensión para localizar la aldea natal del Centauro y obtener datos sobre él por boca de familiares y vecinos. Eso sin contar con que los pobladores de aquellas tierras eran gentes pedregosas, recias y de poco hablar. La tarea no iba a ser fácil, pero di tu que tuvieron una suerte del demonio al dar con un cartero jubilado de más de un siglo de edad y la cabeza más sana que la hostia o la hostia de sana, como dijeron indistintamente los parroquianos a los que solía ganar al mus.

–Naturalmente que me acuerdo del Centauro –les dijo el cartero, que se llamaba Camilo y tenía cara de mirlo–; es más, no necesito acordarme porque no olvido nada.

–Eso es estupendo –se alborozó Vera.

–Según se mire –templó el hombre.

–Quiero decir que su memoria histórica es magnífica para que nos cuente lo del Centauro –puntualizó Vera–. Tengo entendido que nació el Año del Cometa ¿verdad?

–Sí señorita; aquel año pasaron muchas cosas raras y ensegida vino la guerra. De lo atinente al Centauro ya les digo que la criatura vino al mundo en la choza de los Florez, en el monte. La madre estaba horrorizada y se negó a darle de mamar para que se muriera. El padre iba a ahogarle en el río para que no sufriera. Pero su hermanita le quería para jugar con él y como al padre le daba pena matarle, le hizo un corralito aparte y aceptó que la nena lo alimentara con biberones de leche de burra. Al cabo de unos días, el Centauro ya trotaba y decía palabras. Empezó a hablar enseguida. Y era listo el pardal. Con decirle que una vez que subía yo en la Pedorreta a llevar la correspondencia a los de los chozos, cosa que hacía cada semana, me preguntó si podía ser amigo mío y como le dije que sí, enseguida me encargó que le comprara El siglo de las luces de Alejo Carpentier. ¿Cómo me vas a pagar? Con setas, dijo él. Y además te arreglo la Pedorreta para que alcance más potencia y no haga ese ruido y la gente no se ría de ti.

–¿De verdad le dijo eso, don Camilo?

–Tan cierto como el que saca un ojo y queda tuerto.

–¿Y qué pasó después?

–Acertó a pasar por allí un tal doctor Maustken, un espeleólogo alemán que recorría la zona buscando mineral, y a la que vio al Centauro Florez lo quiso para él y entró en tratos con el padre y lo compró por 58 pesetas y se lo llevó. La hermanita lloraba, pero el papá la consoló comprándole una muñeca y un vestido nuevo, y el propio Centauro le prometió que le escribiría contándole cosas de aquel país, como, en efecto, así hizo. En cuanto llegó a Alemania, fue ingresado por aquel doctor Maustken en el famoso Instituto de Biología Genómica Helmohltz Xentrum Munchen para que lo examinaran y estudiaran y realizaran experimentos con él. Más que ingresado diga usted, señorita, que fue mercado por el espeleólogo, el muy cara dura, a un precio que multiplicó por diez lo que había pagado.

–Pobrecito, lo metieron en cautividad.

–Si, señorita, así fue; le impidieron trotar en libertad. Aunque si le sirve de consuelo diga usted que enseguida aprendió palabras de esa lengua que se estornuda y empezó a ganar el corazón de los científicos hasta el punto de que le traían tabaco a escondidas y le permitían fumar y de que en vez de inyectarle virus y todas aquellas porquerías, se las ponían a los ratones y no a él, lo que le permitió seguir su evolución natural. Y claro, como era tan simpático y enredador, enseguida los científicos empezaron a divertirse con sus ocurrencias y le trasladaron a una estancia más espaciosa en la que le construyeron un pequeño hipódromo para que hiciera ejercicio.

–¿Quiere decir que aquellos bárbaros del norte no le trataron mal?

–Parece ser que no le hicieron tanto daño como era de temer. Se ve que les divertían sus piruetas, su forma de saltar y muchas de sus expresiones. Sobre todo las mujeres se entusiasmaban con él. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir, es decir, que por un lado descendió la actividad científica del laboratorio porque los investigadores se pasaban el tiempo jugando, apostando y discutiendo con el Centauro.

–¿Discutiendo?

–Ya le digo, señorita; de apostar entre ellos a ver si saltaba la altura de tal o cual listón pasaron a los ejercicios dialécticos con él, pues en cuanto leyó a Arthur Schopenhauer, estalló la dinamita intelectual que llevaba en el cerebro y filosofaba mucho mejor, ¿donde va a dar? que don Miguel de Unamuno y que el mismísimo don José Ortega y Gasset, lo cual apasiona tanto o más que la música y el deporte a aquella gente. Y comoquiera que además nuestro Centauro Florez –digo “nuestro” porque nunca dejó de ser de aquí y de escribir regularmente a la familia– manejaba la dialéctica clásica, les aplicaba la mayéutica de Sócrates y los desenmascaraba.

–Eso siempre es peligroso.

–Según y cómo; si les quitas la máscara poco a poco, tipo test, esas gentes aceptan mejor el asco de sí mismos. Y diga usted señorita que el Centauro era inocente, pero no tonto, y que parece ser que solo una vez estuvo en peligro porque le dijo a uno de sus tercos adversarios dialécticos, que se creían superiores: “Compara la impresión de un animal devorado por otro desde el punto de vista del que es devorado”.

–Una provocación en toda regla a aquella gente que se creía superior –observó Vera.

–Eso mismo digo yo –coincidió el centenario don Camilo–, pero se conoce que la cosa no pasó a mayores porque de la investigación que realizó la dirección de aquel centro sobre las causas del descenso de la producción de los laborantes resultó que la línea descendente comenzó con la compra del Centauro por parte del centro y se acentuó con el paso de las semanas, a medida que la criatura iba creciendo en talento y sabiduría, y también físicamente, claro. En definitiva, que habían hecho un mal negocio con aquella compra, así que llamaron al embajador de España, que era el señor Zulueta, y se lo entregaron diciendo que era español. El embajador, muy buena persona por cierto, se lo llevó encantado y como el Centauro no tenía ninguna gana de volver a España sin tener la oportunidad de conocer Berlín y asomarse a las vallas de las grandes obras que los jefes del régimen nazi acometían en la ciudad, le instaló una casita de madera y le dejó quedarse a vivir en el jardín de la embajada. Se dio entonces la circunstancia de que entre el grupo de periodistas que en aquellos días visitaron la embajada iba el director del periódico madrileño Claridad y, admirado con la labia y los conocimientos de Florez, le nombró corresponsal fijo y volante.

–Tengo entendido que llegó a entrevistar al mismísimo Hitler.

–Así fue, aunque no se tratara de una entrevista periodística clásica porque, en realidad, fue el producto de un desafío.

–¿No me diga que desafió al Führer?

–Como lo oye, señorita. Y no solo eso: también retó al duce Mussolini, que era otro fanfarrón.

–Cuénteme cómo fue eso –le pidió Vera antes de solicitar al tabernero más chupitos de pacharán casero, no fuera a ser que a su interlocutor, que lo bebía con agua, se le secara el gaznate y dejara de hablar.

–En lo atinente al maldito Hitler aquel, nuestro Centauro Florez le retó a una partida de ajedrez con la sana intención de que demostrara que era tan inteligente como quería hacer creer. Ya comprenderá que tratándose de un centauro aceptó el desafío por mero divertimento y curiosidad, pues nunca había visto a un centauro que jugara ajedrez y, por otra parte, en contra del criterio de su correligionario, el paticorto y archimentiroso Goebels, estimó que ganar la partida a un tipo así era pan comido. Le citó en una lujosa residencia palatina del interior de la Selva Negra a la que el centauro llegó a galope tendido y, sin ofrecerle un zumo ni una manzana siquiera, le introdujo en una sala custodiada por guardias inmóviles, con los dedos índice a cinco milímetros del gatillo, se bebió de un trago media jarra de cerveza y le ordenó que moviera ficha, lo que el Centauro hizo con mucho gusto. Luego de beberse el resto de la cerveza y un largo trago de otra jarra –se las ponían de tres en tres–, aquel tío optó por una salida en tromba para arrollar a Florez, que enseguida adoptó una táctica defensiva y aplicó la técnica de guerrilla, con golpes certeros a la retaguardia. El tío le miraba de mala hostia y Florez, que de buena gana se habría tomado una birra, se reía para sus adentros y mantenía su seriedad profesional mientras le infligía una escabechina.

–Supongo que era consciente de que se jugaba la vida.

–Naturalmente que si, y por eso mismo cuando vio que el tío se iba poniendo rojo de ira y estaba a punto de estallar como una bombona de gas butano, le ofreció tablas a cambio de que le respondiera unas preguntas sencillas para el periódico cuya corresponsalía le había sido asignada. Y ahí tiene usted el origen, causa y razón de la famosa entrevista en exclusiva en la que aquel botarate, una auténtica bestia parda enloquecida, anunció su intención de apoderarse del mundo y de demostrar por las malas la superioridad de la raza aria.

–No me explico cómo nuestro Centauro salió vivo de aquella entrevista.

–Eso fue parte del trato, aunque en otros términos, naturalmente, pues Florez, que no tenía ni un pelo de tonto y sabía cómo las gastaba el tipo, añadió para quedar en tablas la condición de que le firmara un salvoconducto para poder entrevistar a su amigo Mussolini. Y como el tío aceptó y ordenó a un propio que le entregara su tarjeta, quedó atrapado en su propia decisión y no tuvo más remedio que dejarle marchar sano y salvo.

–¡Anda que le importa mucho a esa gente revocar o contradecir sus decisiones!

–Eso mismo pienso yo –reconoció el centenario don Camilo–, pero se ve que el demonio de Goebels no controlaba todas las horas del día de su muñeco asesino y al no estar enterado de la visita del Centauro no pudo ordenar que le apresaran.

El relato del bondadoso cartero jubilado prosiguió con el viaje a Italia del Centauro Florez para cabalgar al lado de Mussolini y preguntarle por las cuestiones que afligían a sus súbditos y a los demás pueblos de las riberas del Mediterráneo. De lo que no pudo hablar ya don Camilo fue del destino final del padre del centauro, pues lo mataron en la guerra y lo enterraron dios sabe donde, ni de la madre y la hermana, pues se marcharon a Lisboa y es más que probable que desde allí embarcaran hacia México, reclamadas por el Centauro Florez propiamente dicho. Antes de despedirse, la hermosa Vera supo también que la Pedorreta era la frágil motocicleta Guzzi que utilizaba el cartero para repartir la correspondencia.

Llegados a este punto de las rarezas consignadas por Vera Veraz en su recorrido por una parte del norte peninsular es oportuno señalar que así como ella y el profesor Leontief no albergaron duda de la existencia del Centauro Florez, el comité científico que examinó su trabajo manifestó profundas reticencias sobre un ser que según los doctos miembros pertenecía a la mitología y más recientemente a las creencias de algunos pueblos de América que nunca habían visto un hombre a caballo y pensaron que hombre y caballo eran el mismo monstruo. Entonces, como si hubieran adivinado de antemano los reparos hacia el Centauro, Vera y el profesor contraatacaron y pidieron que entrara en la sala de deliberaciones don Antonio Robles, quien confirmó la existencia y residencia en México, donde él mismo había vivido exiliado y de donde acababa de regresar, del refugiado Centauro Flores (nadie advirtió el cambio de la z por la s) y aportó datos tales como que coincidían con indeseada frecuencia en El Gayoso, que era el salón de la funeraria donde despedían a los amigos españoles que iban muriendo, y también se veían de cuando en cuando en la Tertulia de los Cuatro Gatos. Y dijo más. Dijo que había sido muy simpático, gran amigo de los niños, buen instructor de maestros y que dedicó toda su vida a hacer el bien a los demás. Lástima que los días sean demasiado largos y la vida demasiado corta. Eso dijo.