Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)
(En los capítulos anteriores, Tilo Dátil y Merche Tascón han seguido una pista interesada y nada productiva, la pista de la lucha política por el control del dinero del partido conservador. Un video sobre el alcantarillazo los orienta en otra dirección).
El inspector Tilo Dátil llegó temprano a las dependencias policiales, abrió su buzón, recogió el pendrive que había dejado el documentalista Oliveras, lo guardó en el bolsillo y contuvo su curiosidad. Prefería esperar a que llegara su compañera Merche Tascón para ver las imágenes al mismo tiempo. Aunque no se les vieran las caras, según le había dicho Oliveras, se veía la agresión y, sobre todo, se veía a una mujer, algo muy extraño en las acciones criminales de la yihad islámica en occidente. Miró el reloj: todavía era temprano para consultar a Fiol.
Después de colocar la chaqueta en el respaldo de la silla y de poner sobre la mesa sus principales herramientas (libreta, bolígrafo y teléfono), se aplicó a la tarea. Lo primero, el servicio de emergencias. Se identificó y pidió hablar con información. Según el interlocutor que le atendió, todas las llamadas de socorro quedaban grabadas. El informante parecía amable y servicial, cosa extraña, pues generalmente sonaban cabreados porque les pagaban poco. Incluso le facilitó el número directo de la persona con la que podía hablar para conseguir lo que deseaba: los avisos registrados el domingo pasado después del alcantarillazo.
Había cuatro en media hora: una llamada de socorro a las 20:10, otra diez minutos más tarde y otras dos a las 20:25 y 20:32.
Tilo probó suerte:
–¿Puede facilitarme los números?
La tuvo.
Anotó los dígitos de los cuatro teléfonos. El primero era portátil, el segundo correspondía a una cabina telefónica, el tercero era fijo y el cuarto, móvil.
Siguió probando suerte:
–¿Puedo acceder al contenido de esas llamadas?
–De ninguna manera, agente –afirmó la voz femenina.
–¿No las guardan?
–Si, las grabaciones se archivan por un tiempo, pero dese cuenta de que contienen datos personales y sólo podemos facilitarlas con un mandamiento judicial.
La suerte se acabó.
Salió a buscar un café de máquina, saludó a dos estupas (de estupefacientes), regresó a la pecera y siguió con la tarea. El titular del primer número de teléfono que había anotado le dijo que había llamado a emergencias desde la entrada a la estación del metro de Nuevos Ministerios para pedir una ambulancia.
–¿Qué ocurrió?
–Ya testifiqué ante la policía, pero se lo repito: dos gorilas de la seguridad del metro pegaron una paliza de muerte a un chico de color que vendía gorras y calcetines en una esquina. Lo dejaron malherido y se largaron.
Tilo agradeció la información y marcó el número siguiente: un incendio en un piso del barrio de Chamberí. El siguiente: un anciano discapacitado que debía ser trasladado en ambulancia al hospital. Sólo le quedaba un número, el de la cabina telefónica. Dedujo que la llamada de aviso al servicio de emergencias, alertando del alcantarillazo a Juan Pedro Perrote Poterna, había sido hecha por los malincuentes desde ese teléfono público veinte minutos después de haber perpetrado la fechoría. Llamó al servicio de información telefónica y le pasaron con el departamento geográfico de terminales públicas, del que al cabo de varios minutos amenizados por un disco rayado con una sinfonía de Beethoven, surgió la voz de un operador que le indicó la ubicación del número referido: una cabina situada en la plaza Elíptica, esquina con vía Lusitana.
Calculó a vuelapluma y estimó aceptable el tiempo que tardaron los malos en recorrer en coche la distancia entre el lugar de la agresión y la cabina desde la que dieron el aviso. Mientras se activaba el ordenador recordó las palabras de la víctima –“eran terroristas e iban a matarme, inspector”– y se volvió a preguntar el por qué de aquel interés en calificar de atentado terrorista lo que a simple vista parecía una represalia.
Si estaba en lo cierto, los matones habían dejado el aviso del alcantarillazo antes de abandonar la ciudad por la carretera de Toledo. El contenido del mensaje, el acento y otras evidencias del análisis de voz podían resultar determinantes. Abrió un documento pautado y escribió la petición a la instructora doña Gregoria para recabar el contenido de la llamada realizada desde aquella cabina. Miró el reloj y envió la solicitud por correo electrónico. Cuando alzó la vista vio a Merche acercarse por el pasillo entre las mesas.
La subinspectora entró directamente en la pecera y cerró la puerta. Mala señal, pensó Tilo.
–Buenos días, jefe, tenemos que hablar –dijo.
–¿Alguna novedad?
–Nada nuevo por mi parte. A ver si Verdú nos aporta alguna pista –contestó en referencia al gabinete de escuchas.
–Pues ya me dirás.
–Quería comentar que no estuviste muy acertado que digamos en la entrevista con el tesorero. Te cerraste la puerta con la hipótesis cruda y dura de las mordidas por las contratas y tengo la impresión de que en vez de un colaborador de buena voluntad te ganaste un enemigo.
–Lo sé, Merche, metí la pata y obstaculicé tu línea de investigación. Lo siento de veras.
–No obstaculizaste nada en absoluto, Tilo. Si el administrador veía en el sobrino un serio competidor al puesto de tesorero e intentó eliminarlo acabará saliendo de algún modo en sus contactos telefónicos. Sólo es cuestión de paciencia.
–Gracias por tu confianza. Es que esos felones me sacan de quicio y hay veces que no me puedo contener. ¿A quién pretenden engañar? Ya sé que quemé las naves, pero la verdad es que me sentí satisfecho de hacerle saber que no nos chupamos el dedo. Y ¿Quién sabe? A lo mejor le interesa aprovechar mi hipótesis para incordiar a algún pagano molesto.
Merche le miró con expresión de escepticismo.
–Son mafia, Tilo, pura mafia –dijo.
–Si, perro no come perro. ¿Sabes qué? El capullo del sobrino me llamó media hora después de que saliéramos del garito y me amenazó con presentar una denuncia por haber tratado mal a su tío. Y poco después me llamó la jefa para que me presente esta mañana en su despacho. Supongo que el muy capullo se ha quejado y me va a caer una reprimenda o algo peor; con un poco de suerte me dan vacaciones sin sueldo y te ponen con Leo.
–Me harían la puñeta, te prefiero a ti, Tilo.
–Entonces esperemos que no llegue la sangre al río… Bueno, vamos a ver cine –dijo Tilo mostrándole el lapicero electrónico. Lo conectó al ordenador y contemplaron por primera vez las secuencias de la agresión al ciudadano Juan Pedro Perrore Poterna. En la esquina inferior de la grabación de las escenas violentas aparecía la hora local: las 20:03. Las escenas duraban dos minutos y dos segundos. Las imágenes eran poco nítidas, pero mostraban a la víctima saliendo de la escalera del parking subterráneo, la mujer que interrumpía su trayectoria con un pitillo en la mano para pedirle fuego y a dos individuos que se lanzaban sobre él y lo apresaban con los brazos atrás en un movimiento rápido, calcado de una acción policial. Rápidamente, un tercer individuo le colocó una bolsa negra en la cabeza y le pinchó el trasero con un alfiler. Lo empujaron hacia la calzada y despareció de escena.
Tilo pasó la secuencia a cámara lenta.
–Son ahorrativos –dijo Merche.
–¿Por qué lo dices?
–Por los cascos de ciclista, más baratos que los de motorista.
–Si, un buen camuflaje –admitió Tilo.
Volvieron a repasar las imágenes.
–¿Dirías que esa es una mujer? –Le preguntó Tilo, congelando la imagen.
–¿Qué va a ser si no, un travesti?
Tilo amplió la imagen. Merche afirmó, casi sin dudar, que era una tía de unos treinta años, sin disfraz ni maquillaje. Llevaba el cabello recogido en una coleta de color trigueño. La imagen tenía bastante grano, pero era suficiente para emprender la búsqueda, comenzando por los archivos del documento de identidad. Tilo movió la imagen, buscó el mejor enfoque facial, pulsó el botón de la impresora sobre varios fotogramas. Se guardó una copia para sí, dio otra a Merche y reservó el resto para el gabinete técnico.
Se centraron en los detalles de la dama. En primer lugar no entendían su falta de precaución por actuar a cara descubierta.
–Serán muy ahorrativos, pero no tan listos como parecen –dijo Tilo.
–Igual la interfecta cree que no la vamos a relacionar con la agresión –razonó Merche.
–¿Dirías que es la líder del grupo? –Le preguntó Tilo.
–Esa impresión da –respondió Merche.
–La verdad es que no tiene pinta de macarra; fíjate en el anillo –observó Tilo, señalando la sortija de brillantes que adornaba el dedo corazón izquierdo de la mujer.
–Bisutería.
–¿Tu crees?
–Salvo que sea muy, pero que muy estúpida, no se arriesgaría a ser detenida con un anillo de oro y diamantes…
Tilo era lego en joyas y precios de ropa femenina, así que también aceptó sin replicar la información de Merche sobre el coste asequible de la blusa de seda rosa y los tejanos ceñidos de la mujer. La imágenes no recogían el calzado de la malincuente.
Para el inspector, la grabación de la sucursal bancaria era una evidencia más que suficiente para descartar la acción terrorista. Alzó la vista de la pantalla y recorrió la sala, medio poblada de agentes como garbanzos detrás de los ordenadores. Ya está la molienda en marcha, se dijo. Iba a incorporarse para recoger la respuesta de la juez doña Gregoria a la petición de voz de la llamada desde la cabina de la plaza Elíptica cuando Merche formuló una conjetura interesante:
–Quizá sea de algún país del Este de Europa, de ahí su desparpajo –dijo en referencia a la falta de disfraz de la rubia.
–Por Júpiter, Merche, tienes razón.
–Esta tía se está riendo de nosotros.
–Aristóteles dijo puede que sí, puede que no… Sigue con esto, voy a ver al Profesor.
Recogió la orden de su señoría y las copias de los fotogramas elegidos y recorrió el pasillo lateral de la sala hasta el gabinete de análisis técnicos. Verdú ya estaba en su puesto. Era un colega flaco, siempre vestido con traje negro a rayas, siempre con chaleco y reloj de leontina, siempre con corbata beige lisa y camisa blanca o azulada y siempre irónico y sagaz. Lo cuestionaba todo, le gustaba debatir, discutir las dos caras de cada detalle. Podía ser pesado, cargante, interminable, sobre todo si notaba que tenías prisa, pero resultaba imprescindible. Le llamaban Pájaro Loco por el mechón de cabello negro azabache que se alzaba rebelde sobre su frente. También le llamaban Profesor.
–¿Qué se te ofrece, Dátil?
Tilo depositó en su mesa las copias fotográficas y la orden judicial. Verdú leyó las dos líneas firmadas por su señoría y alzó la vista hacia él:
–¿Supongo que sabes que esto no sirve como prueba?
–Supones bien, sólo quiero oír el contenido de ese mensaje y saber si es voz masculina o femenina –dijo Tilo–. Es urgente.
–Acuciante, Dátil, todo es acuciante. Y supongo que la ficha de esta pájara también es apremiante, ¿verdad?
–Si es que eres adivino, Profesor.
–Gracias, Tilo. Veré lo que puedo hacer para espolear a esos mandrias.
Al salir de las dependencias de los técnicos, en su mayoría mujeres, capitaneadas por Verdú, se fijó en la puerta del despacho de la comisaria: seguía cerrada y sin signos de vida en su interior. Miró el reloj y supuso que después del ejercicio físico y la ducha en el gimnasio se merecía un café con alguna compañera o compañero de ejercicio. De algo servía ser jefa. No tenía que fichar.
–Hay algo que no hemos valorado –le dijo Merche sin esperar a que Tilo apoyara su trasero.
–Si, ¿qué has visto?
–No es la mujer, sino el pequeñajo que va por detrás quien le mete la bolsa por la cabeza. Mira. El grandote de la izquierda le agarra el brazo con su mano derecha, se lo dobla hacia atrás y le golpea en la cerviz, lo ves, con el canto de la mano izquierda. La víctima agacha la cabeza y aparecen los brazos enfundándole la bolsa de basura, pero no son los brazos ni las manos de la rubia, sino de otro, del tercer agresor, el mismo que inmediatamente le ata las muñecas con la cinta americana y le pincha el trasero.
Tilo rectificó las notas de su libreta después de ver dos veces las escenas a cámara lenta. En términos estrictamente probatorios, la filmación dejaría a la mujer al margen de la agresión. Aunque eso habría que verlo en el momento procesal oportuno. En todo caso había pocas dudas de que participó como colaboradora necesaria del ataque al señor Perrote Poterna. Incluso, con un poco de suerte, ni siquiera fuma, pensó para sí mismo.
–Eres formidable, Merche.
–No, lo que pasa es que cuatro ojos ven más que dos.
–¿Qué más han visto esos clarividentes ojos de avellana?
–Fíjate en la esquina superior derecha y dime si no parece un coche –dice Merche.
La subinspectora agota los dos minutos de la grabación y, en efecto, unos segundos antes de que termine el video, cuando ya los personajes han desaparecido de la escena, pueden ver la rueda trasera y un trozo de chapa de un vehículo.
–Por el tamaño de la rueda es una furgoneta –apunta Tilo–. Parece parada y de pronto se pone en marcha, ¿verdad?
–Afirmativo.
Merche detiene y amplía la imagen.
–Tiene letras –dice.
Tardan poco en descubrir que una de las dos puertas de la parte trasera de un furgón ha quedado abierta mientras arranca y desaparece, pero lleva un letrero que termina en “dería” y debajo “toste” y más abajo “14”, como si se tratase de los dos últimos dígitos de un número de teléfono. Tilo apunta los datos en su libreta. No cree que sirvan para nada, pues “dería” puede ser la terminación de cualquier comercio y “toste” la desinencia de cualquier calle, nombre, lema o vaya usted a saber. Vuelve a mirar el video completo. Permanece en silencio, con la barbilla apoyada en el puño izquierdo, tratando de buscar una interpretación.
–¿Cuál es tu hipótesis? –Le pregunta Merche.
–O mucho me equivoco o los agresores utilizan esa furgoneta para dos cosas: primero, para cubrir la boca de la alcantarilla después de abrirla, y segundo para salir pitando después de arrojar a la víctima y colocar la tapa en su sitio.
–Eso quiere decir que son cuatro y la mujer.
–Correcto. Llegan, destapan la cloaca desde el furgón, luego dan marcha atrás para cubrir el hueco y cuando los agresores agarran al tipo, el conductor mueve el vehículo dos o tres metros hacia adelante para que lo arrojen y completen la operación. Después se suben al vehículo y adiós muy buenas. El trocito que vemos aquí indica que ya han cometido la fechoría y subido al furgón, aunque todavía no han cerrado una puerta trasera.
–Vale, ¿pero de que nos sirve?
–De nada. Son pruebas circunstanciales; lo importante es el morro de la dama.
El inspector se incorpora de la silla, se asoma a otear la puerta del despacho de doña Emilia. Nada, ni la lámpara encendida ni otra señal de presencia de la comisaria. En ese momento Verdú sale de sus dependencias, le ve y le hace una señal para que se acerque. Avisa a Merche y acuden al gabinete de análisis. Sortean el mostrador de peticiones del oyente y siguen a Verdú hasta una mesa donde una agente del servicio de escuchas les entrega sendos auriculares y activa la grabación recibida por vía telemática. “Emergencias, ¿en qué podemos ayudarle?”
Una voz clara, juvenil, explica:
–Un tipo se ha ido a la mierda por la boca de una alcantarilla situada a la altura del número treinta y tres de la calle José Ortega y Gasset. Rescátenlo si pueden.
–No le entiendo bien, ¿puede repetirme, por favor?
–Pues está claro: el menda ha sido arrojado a las cloacas por la boca de una alcantarilla. Ya se lo he dicho.
La operadora intentó decir algo pero el comunicante cortó y la dejó con la palabra en la boca. Tilo apuntó unas notas en su libreta y agradeció la ayuda de Verdú.
–Si que han sido rápidos –le dijo.
–Si, parece que los de emergencias todavía funcionan en este país –respondió Verdú.
–Pásame el corte de voz por email para la caja de indicios y pruebas.
–A la orden.
–¿Tenemos algo nuevo de lo de ayer? –Se interesó Merche.
–Todavía nada, monada; ya sabes que tardan veinticuatro horas en enganchar.
–Gracias, Profesor.
Regresaron al despacho, Tilo se dejó caer en la poltrona. No le gustaba alisar la culera del pantalón, pero algunas veces no le quedaba más remedio que rozar el trasero con el cuero. Merche era de su cuerda, también prefería la calle, la acción.
–Rebobinemos –dijo Tilo– ¿Qué tenemos?
–Tenemos a la jicha, el video con las pruebas de la agresión, el entorno inmediato de la víctima, el supuesto objetivo del asesino intelectual y una cagada catedralicia. Bastante para un día de trabajo.
–Correcto. Sobre la catedralicia cagada ya te he dicho que algo tenía que hacer para corregir el tiro. Estabas apuntando a los enemigos internos del preboste y sí, me precipité porque temí que levantaras la liebre.
Merche se sacudió el rizo que le caía sobre el ojo izquierdo y guardó silencio. Sabía que a Tilo le parecía poco creíble la hipótesis manifestada por su fuente, el veterano Bellotas, pero también sabía que en ese momento era el único clavo al que agarrarse y optó por preservarlo acometiendo al tío por la tangente.
–Tenemos más –dijo–, tenemos la certeza de que los malos no eran terroristas islamistas como quieren hacernos creer. ¿Cuándo se ha visto una mujer al frente de un comando yihadista?
–Nunca se ha visto –afirmó Merche.
–Tampoco recuerdo ningún atentado de esos criminales, seguido de una llamada a los servicios de emergencia –añadió Tilo.
–Si al menos hubieran terminado el mensaje con el Alá es grande…
Pese a todo, el inspector quería saber si las mujeres tenían algún papel en las acciones criminales de la yihad. Se escoró hacia un lado y marcó el número de teléfono del amigo Fiol.
–No, Tilo, ellas no suelen participar en los atentados de las células durmientes o los comandos infiltrados en las capitales europeas. No, por el momento. Ellas permanecen en segundo plano, en misiones de financiación, logística, sanidad, etcétera.
–Pero se han dado casos de mujeres-bomba, ¿cierto?
–Si, en Palestina, Irak, Siria… Hamas y Al Qaeda las han utilizado o no han impedido que mueran matando en situaciones desesperadas. La doctrina rigorista reza que la yihad no las obliga, excepto en casos de necesidad, por ejemplo, si los ejércitos enemigos atacan una tierra musulmana. En ese caso, la yihad se vuelve obligatoria también para ellas, según sus capacidades. Alá no carga a nadie más allá de su alcance. Pero por el momento en Europa occidental están cumpliendo el Khishshaaf al-Qinaa (3/26).
–¿Eso qué quiere decir?
–Te traduzco casi textualmente su doctrina: “A las mujeres no se les permite (participar en la yihad) porque son una fuente de tentación, además de no estar capacitadas para luchar, debido a su natural tendencia a ser débiles y cobardes, y porque no hay garantía de que el enemigo no vaya a capturarlas y considerar que está permitido hacerles lo que Alá ha prohibido”.
Después de escuchar al especialista, Tilo se sintió pertrechado para enfrentarse a la comisaria doña Emilia y, puesto que no había llegado a su despacho e iban a dar las once de la mañana, le preguntó a Merche si hacía un café en el Luzi Bombón.