C2 .-Arrojado a las cloacas

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

A primera hora de la mañana de aquel caluroso lunes de junio, el inspector Tilo Dátil recibió el encargo urgente de investigar una agresión muy grave. Según la describió por teléfono la comisaria doña Emilia Sáez, aquella acción criminal era una obra siniestra, una diablura del mismísimo Belcebú prevaliéndose de la infraestructura urbana.

(En el capítulo anterior, C1, los amigos de Juanín, el ciclista atropellado, se comprometen a identificar al autor del atropello que se dio a la fuga y a que se haga justicia)

–Déjalo todo y ponte a ello –le ordenó.

–Si, señora.

El sol empezaba a iluminar esta cara del planeta, eran las siete de la mañana, y el inspector, un tipo al borde de los cincuenta años de edad, con veinte de experiencia en homicidios, sabía que la prisa y el error son dos huevos pasados por el infundíbulo de la misma gallina, así que se tomó con tranquilidad el encargo y siguió pastoreando a Mingus, un cocker blanco y negro, con mirada de asombro, que se esmeraba en regar cada plátano de sombra del parque como si fuera el jardinero. En el Dulce, el primer bar del barrio en levantar la persiana, se tomó el café de costumbre. “Hay que tener mala leche para quitar la tapa de una alcantarilla, arrojar por ella a una persona y volver a ponerla como si no hubiera ocurrido nada”, pensó.

Esperó a que Mingus culminara sus necesidades intestinales (las olfativas y enredadoras con sus congéneres no tenían fin), pagó el café, recogió el marrón con el trozo de papel de cocina que llevaba en el bolsillo, lo depositó en la papelera, enganchó la correa al collar del canelo y subieron a casa. Con cuidado de no hacer ruido con las puertas para no despertar a la inquilina, Tilo siguió dando vueltas al caso mientras se duchaba y afeitaba.

La utilización de una alcantarilla para arrojar a una persona al subsuelo y acabar con ella le parecía, además de diabólica, una agresión rara y novedosa. No recordaba haber visto, leído u oído un caso similar en los años que llevaba combatiendo el crimen. ¿Quién diablos podría haber ideado una fechoría de ese nivel? Además del ideólogo hacían falta varios brazos ejecutores, pues no es fácil inmovilizar a individuo en plena calle, colocarlo sobre un agujero de un metro de diámetro y dejarlo caer a plomo en la cloaca. Se requiere una buena inspección previa, un estudio de la zona, una planificación de la agresión…

Tilo llenó la cazuela de Mingus de bolas de pienso, le acarició la frente y el hocico, como hacía siempre al despedirse, le susurro: “Se bueno con Amalia”, y salió de casa procurando no hacer ruido. La inquilina estudiaba hasta altas horas de la noche y merecía no ser molestada. Él solía llamarla pasadas las diez de la mañana, le daba los buenos días y la animaba si notaba su voz alicaída. Era una buena chica y se esforzaba a conciencia en preparar la oposición.

Mientras esperaba el autobús se fijó en una tapa de alcantarilla. Tal vez había exagerado su dimensión. Vista de cerca no tendría más de sesenta centímetros de diámetro, lo cual significa que la víctima no podía ser muy gruesa. La conclusión de Perogrullo descartaba a esos hombres panzudos de apariencia gestante y contrastaba con el apellido superlativo del superviviente martirizado, señor Perrote.

Durante el trayecto hasta la glorieta de Atocha se esforzó en meterse en los zapatos del agredido. El pobre hombre lo tuvo que pasar fatal en las tenebrosas conducciones de aguas fecales. Intentó imaginar su angustia, aunque enseguida comprendió que era un ejercicio inútil, pues cada cual se desespera a su manera. Después de todo, se dijo, el martirizado había tenido una suerte de mil rayos al poder salir vivo del lance. Según la sucinta referencia de la comisaria, sólo había sufrido magulladuras y heridas menos graves. Cuando le rescataron los poceros, con la ayuda de los bomberos y la presencia de la policía municipal, se hallaba dolorido y congestionado, pero tenía las constantes vitales en perfecto estado.

Por un instante Tilo se preguntó qué daño habría hecho el ciudadano Perrote para provocar una arremetida de aquellas características. Un furgón que pasaba al lado del autobús confirmó su hipótesis de trabajo de que se trataba de una venganza o, cuando menos, de un escarmiento con intención homicida. El furgón lucía un letrero verde: “Tratamiento de aves” y llevaba el capó y la cubierta superior plagada de excrementos de palomas y otros volátiles. El inspector sonrió y siguió pensando en la venganza de los pájaros, los que fueran.

Ya en el intercambiador de Atocha, aprovechó la espera del autobús de la línea que le dejaría junto al hospital Gregorio Marañón para llamar a su colaboradora Merche. Faltaban quince minutos para las nueve, hora del comienzo de la jornada laboral, pero la subinspectora, una auténtica máquina de precisión, respondió con un bufido a su saludo matinal. Poseía un riguroso sentido del tiempo y le fastidiaba que un superior, fuera quien fuese, interfiriera en sus periodos de asueto. “Tenemos poco tiempo para nosotros y no estoy dispuesta a regalarle ni un minuto a la empresa”, solía decir. En eso (y en casi todo) tenía razón. Después de templar gaitas con ella, aprovechando la clamorosa victoria de su equipo, el Rayo Vallecano, frente al poderoso Real Madrid, quedaron en distribuirse la tarea en función de los datos que la víctima pudiera y quisiera aportarles.

En una pequeña sala de espera del departamento de urgencias del Gregorio Marañón el inspector Tilo Dátil se distrajo divagando sobre la ductilidad humana a partir del cambio de chaqueta del eminente médico que daba nombre al hospital. Recordaba la historia del ilustre endocrino quien, según le contó el abuelo Venancio, pasó de ser un liberal republicano, fundador de la Agrupación al Servicio de la República con José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala a pactar con la dictadura militar del despiadado general Francisco Franco. El eminente endocrinólogo obtuvo a cambio de su regreso a España después de la sublevación militar y la Guerra Civil en la que triunfo el nazi-fascismo, la construcción de este hospital universitario, bueno y positivo para el noble pueblo de Madrid.

Enseguida apareció un auxiliar de enfermería empujando una silla de ruedas con un hombre joven al que habían enyesado una pierna y colocado un collarín en el pescuezo. Era la víctima, don Juan Pedro Perrote Poterna.

Se saludaron, se presentaron, el auxiliar anunció que volvería en media hora y les dejó solos.

–Pese haber regresado del infierno tiene usted un aspecto estupendo –dijo Tilo con ánimo de agradar y romper el hielo.

La verdad es que la víctima presentaba la apariencia saludable de un señorito que no hubiera trabajado nunca. Tenía el rostro bronceado, las manos finas y suaves, el cabello negro, corto y domado hacia atrás. Si no conociera la causa de sus lesiones, habría dicho que se trataba de un deportista de élite.

–Iban a matarme, inspector.

–Pero no lo han conseguido y me alegro por usted y su familia.

–Vamos a tutearnos si le parece bien –propuso Juan Pedro.

–Claro que sí.

–Puede llamarme Juanpe, como los amigos.

–Desde luego, Juanpe –respondió Tilo mientras le echaba unos treinta y cinco años de edad y calculaba que andaría por el metro setenta de altura y unos setenta kilos de peso, es decir, un mueble perfectamente manejable por dos malos corrientes.

–¿Cuántos eran los agresores, amigo Juanpe? –Le preguntó, sacando su libretilla del bolsillo de la americana para darle a entender el comienzo de las pesquisas.

–Los que me pusieron la mano encima eran tres, una tía y dos tíos.

–¿Una mujer? –Se extrañó Tilo.

–Si, una bruja rubia que se me acercó a pedirme fuego.

–¿Te intimidaron con algún arma blanca o de fuego?

–No, inspector.

–Te quitaron la cartera, el teléfono, el reloj…

–No, no.

–¿Entonces descartamos que los agresores fueran delincuentes comunes?

–Yo no les llamaría agresores, inspector: eran terroristas.

–Bueno, eso lo dirá el juez cuando les echamos el guante –puntualizó Tilo.

–¡Joder, Dátil! Esos tipos iban a matarme. Me aterraron, me tiraron a una alcantarilla para que me asfixiara o me ahogara y me comieran las ratas… ¿Ya me dirá usted si eso no es terrorismo puro y duro?

Tilo constató la facilidad de algunas personas para tildar de terroristas a otras y calificar de atentado cualquier incidente violento. Desde luego la derecha política nacional abusaba de aquel calificativo y no hacía falta preguntar la ideología de aquel hombre.

–De acuerdo, amigo Juanpe, te has librado de morir malherido y ahogado o asfixiado en la mierda ahí abajo, pero no me corresponde a mí discutir contigo si los autores de un acto criminal tan vil y cobarde como el que has sufrido te atacaron por motivos patrióticos, religiosos o de otra índole. Lo que queremos es atraparlos cuanto antes ¿verdad? Así que vamos a los hechos.

El interlocutor asintió con el mínimo movimiento de cabeza que le permitía el collarín, aunque insistió:

–Pero yo también quiero que conste que eran terroristas e iban a matarme.

–Constará, pierde cuidado –respondió Tilo, anotando dos palabras en su pequeña libreta: “Homicidio frustrado”.

A continuación aquel Juanpe Perrote Poterna movió el trasero a un lado y otro sobre el asiento de la silla rodante, como si estuviera a disgusto.

–¿Quieres que te ayude?

–¿Llevas tabaco?

Tilo asintió.

–Tengo unas ganas locas de fumar –dijo el perniquebrado.

Tilo abrió la puerta, oteó el panorama, empujó la silla por un largo pasillo hasta el hall de la entrada, intercambió unas palabras con el celador, que hizo la vista gorda y les permitió salir. Ya fuera del edificio, le dio de fumar y siguió empujando la silla de ruedas por la acera hacia la esquina, donde unos setos de romero anuncian la existencia de un parque de tierra con algunos árboles de sombra. No pudo evitar el chiste al ver reflejada en los cristales la imagen del madero transportando al tronco. Doblaron la esquina. Tres jóvenes sanitarias revoloteaban por el pequeño parque. Apuraron sus cigarrillos y les dejaron el banco que ocupaban a la sombra de un pino piñonero. Se lo agradecieron.

–¿Vamos a los hechos?

La nicotina parecía haber estimulado las neuronas de la víctima.

–Te cuento: yo acababa de salir del párking subterráneo de la plaza del Marqués de Salamanca, esquina con Ortega y Gasset, cuando se me acercó una joven rubia, muy guapa y me preguntó si llevaba fuego. Claro que sí. Iba a meter la mano en el bolsillo para sacar el mechero cuando sentí que me agarraban los brazos por detrás. Eran dos tipos. Me retorcieron los brazos y me amarraron las muñecas con cinta adhesiva. En ese momento la tía me metió una bolsa por la cabeza, una de esas bolsas negras de plástico fino que se utilizan para la basura, y ya no pude ver más. Me quedé sin aire para gritar y forcejear. Uno de los tipos me dijo: “Camina, cabrón” y me pinchó con una jeringuilla o un alfiler, no sé. Di ocho o diez pasos. Me llevaban cogido de las axilas, casi en volandas. De repente pisé aire y noté que caía, aunque no de bruces, sino en vertical porque los tipos no me soltaron hasta que vieron que ya tenía casi medio cuerpo dentro de la alcantarilla. La conducción de aguas grises no tiene ahí mucha profundidad –tres o cuatro metros, calculo–, pero el golpe fue bastante fuerte. Oí el chasquido de la pierna y sentí un dolor agudo. Estoy jodido, me dije, a punto de desvanecerme. Pero fíjate tú lo que son las cosas: la punzada de dolor evitó que perdiera el conocimiento. Ésta me salvó –dijo poniendo la mano sobre el yeso.

Tilo evocó para sí el cuento de Valle Inclán sobre la pérdida del brazo. El atacado prosiguió:

–Enseguida conseguí enganchar la bolsa con los labios, mordí el plástico e hice un agujero para poder respirar. Luego seguí mordiendo con fuerza para agrandar la abertura y poder ver donde demonios estaba, aunque ya era consciente de que me habían arrojado por una alcantarilla. La fetidez era insoportable. Caía agua sucia por todos los tubos laterales y me iba deslizando hacia abajo. Aunque intenté sujetarme con los hombros a los lados de la alcantarilla, el lodo y la inclinación me hicieron resbalar hasta un colector de cemento, más grande, por el que seguí resbalando sobre el trasero hasta caer en una especie de riachuelo. Supuse que sería el arroyo del Abronigal, en las profundidades del Paseo de la Castellana. Entonces noté el borde rugoso de una una tubería y me puse a frotar las ataduras de los brazos hasta que la cinta cedió y me pude soltar. Me quité la bolsa y vomité varias veces. La oscuridad era total. Apenas había aire y la pestilencia era horrorosa.

Tilo le dio de fumar y le desvió de la angustia con varias preguntas superficiales, de cuyas respuestas anotó que la agresión se produjo sobre las veinte horas del domingo, 5 de junio; que el señor Perrote no supo si lo estaban esperando, aunque tiene la impresión de que el ataque no iba dirigido contra él, sino contra cualquier persona que a esa hora pasase por ese lugar; que no encuentra motivos para que alguien quisiese liquidarle, pues nunca ha hecho mal a nadie.

–Sin embargo, alguien te quiere muy mal.

–Te repito que no tengo enemigos, sólo amigos.

El inspector anotó: “Sin enemigos declarados”.

–Pero siendo abogado, vale sopesar si algún cliente descontento, algún damnificado…

–¡Imposible! No me he puesto la toga en mi vida. Me licencié en Derecho, pero me he dedicado a la economía financiera como administrador e inversor de capitales privados.

–¿Y el dinero no crea enemigos?

–Sobre todo crea deudores tentados a salir huyendo. Pero debo decir que no he arruinado a nadie –aseguró Juanpe.

Tilo le miró fijamente, afirmó que “la venganza existe” y le invitó a revisar sus relaciones sociales y profesionales. Era su segunda invitación. La primera consistió en animarle a repasar mentalmente una y otra vez los momentos previos a la agresión a ver si además del rostro de la mujer rubia que le tendió la emboscada encontraba algún detalle significativo para la investigación.

–Casi siempre funcionamos automáticamente –le dijo con énfasis persuasivo–, pasamos a diario por delante de la Cibeles, dando por hecho que sigue ahí petrificada en su carro. Ni siquiera la miramos ni, por supuesto, sospechamos que haya sido decapitada. Y de pronto la encontramos sin cabeza en la foto del periódico.

Mientras le entregaba una pequeña libreta de su colección particular para que anotara los datos que pudieran derivarse de la tarea encomendada, apareció el auxiliar de enfermería en la esquina del edificio y les gritó para que regresaran inmediatamente.

–¡Pero cómo se les ocurre! ¿No saben que está prohibido salir del hospital? –Les conminó.

Tilo le pidió disculpas y puso cara de circunstancias.

–Me juego una sanción de aúpa –añadió el sanitario.

–He salido a fumar porque sin tabaco no termino de funcionar –se justificó Juanpe.

Tilo dejó la silla rodante en manos del empleado, anotó el número de teléfono de la víctima en la contraportada de la libretita y se despidió.

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