C9.-Al quinto sin ascensor

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Pulsan el timbre del portero automático, pero el 5B no responde. Mala señal, piensa Tilo. Merche insiste. Esperan. No hay respuesta. Entonces llaman al 5A. “Suba”, dice una voz femenina antes de que Merche alcance a abrir la boca. Oyen el gruñido del electroimán del cerrojo, empujan la puerta y entran en un portal fresco y oscuro. La escalera de baldosa blanca sobre viguetas de hierro forjado desanima a Tilo, que esperaba encontrar un ascensor y siente la tentación de ahorrarse el sofocón, indicando a su compañera que suba sola. Pero ella le anima:

Un gesto original

–Venga, tira.

A sus cuarenta y pocos años, la subinspectora, delgada, dura y correosa, se mantiene en forma y acepta el esfuerzo físico como quien bebe un vaso de agua. Cuando llega al quinto piso, su compañero acaba de alcanzar el descansillo del cuarto. La mujer que les abrió la puerta está esperando, apoyada en la barandilla horizontal de la escalera. Tilo la oye decir a Merche:

–Si viene de los dominicos no se preocupe: Gabriela ya recibió los papeles de la herencia de su padre y renuncia a su biblioteca y los efectos personales de valor. Aquí tengo el escrito.

–¿Dónde está ella?

–¿Ella? Huy Dios hija…

La mujer hace un gesto extendiendo la mano hacia allá.

–Necesito hablar con ella –le dice Merche.

La mujer, que debe contar más de setenta años de edad, se toma su tiempo antes de contestar.

Tilo se mantiene a la escucha, escalera abajo.

–A ver si me acuerdo como se llama el pueblo ese… Se me van los nombres. Pero, pase –dice indicando la puerta abierta de su apartamento.

Merche la sigue, la anciana cierra la puerta y Tilo se queda a dos velas. Duda entre subir o bajar y esperar en la calle haciendo gestiones. Después de todo, se dice, su compañera es hábil y de lo que no se estere ella no va a enterarse él, así que decide bajar sin prisa y esperarla a la fresca del portal. En la calle aprieta el calor y los mercurios ya deben andar por los treinta grados. Se sienta en el tercer escalón, saca la pequeña libreta de notas del bolsillo lateral de la americana, extrae el teléfono del bolsillo interior, mira el número de la rubia de glaucos ojos, lo marca y activa el geolocalizador. En veinte segundos detecta la señal, la ubica sobre el mapa peninsular: la doctora Cabello está en el norte, en un punto remoto y montañoso entre Asturias y León. Bueno, al menos no ha salido de España, se consuela.

En ese instante se abre la puerta de fuera y Tilo se incorpora. Entra una mujer empujando un carrito de la compra. El inspector la saluda y le pregunta si conoce a la señorita Gabriela, del quinto be, y la mujer contesta que claro que la conoce, “aquí nos conocemos todos”. Le mira de arriba abajo. No hace falta que le diga que es policía.

–¿Para qué la busca? –Le pregunta.

–Soy tío suyo.

–¡Y un huevo!

–¿Qué..?

–Que si tu eres tío suyo yo soy la reina de Hungría, no te jode…

–Bueno, bueno, no se ponga usted así, que no es para tanto, señora.

–¿Que no..? Ustedes, los maderos siempre se equivocan; en este edificio no se vende droga, conque ya puede largarse.

–¿Entonces no sabe dónde puedo encontrar a la doctora Cabello? –Insiste Tilo.

–No señor, y te va a ser difícil encontrarla porque se iba de viaje al extranjero –contesta la mujer, escalera arriba.

Ya en la calle, el inspector sopesa la situación. Tienen dos opciones: ir a por ella en persona o solicitar su detención. Ninguna le gusta. La primera requiere un desplazamiento largo, un esfuerzo suplementario de al menos un día fuera de casa, y la segunda implica encomendar el cometido a esa verde institución cuyo trato deja mucho que desear. En los dos casos ha de consultar a la jefa. Llama a la comisaria y le cuenta las pesquisas y la localización de la interfecta para que decida. Doña Emilia tampoco es partidaria de meter a los verdes en danza, así que tú mismo con tu mecanismo, le dice. Nunca ayuda, sólo da órdenes y pide favores.

Llama a Merche para que abrevie, pero debe de tener el teléfono insonorizado y no contesta. Le envía un mensaje por wasap: “Estoy en el café de la esquina”. Lee el letrero y añade: “El Santa Isabel”. Por un instante se acuerda de Evencio Lanza, un buen tío, ateo hasta la médula, hasta el punto de que se negaba a entrar en establecimientos con nombres de santos y asuntos religiosos. Se apropincua a la barra, solicita una cerveza bien fría y acerca un taburete al trasero. Sonríe al recordar las discusiones de aquel Evencio con el profesor Vintila Horia, un rumano reaccionario exiliado en la dictadura española que trataba de inculcar su dogma teocéntrico en las clases de literatura contemporánea (selectiva) que impartía. “¿Por qué tengo yo que creer en tu dios, habiendo tantos en los que creer?”, le dijo Evencio el segundo día de clase, a lo que aquel Vintila apeló a la escolástica tomista para afirmar que sólo hay un dios verdadero, su dios, porque si hubiera más, consideraríamos dios al mejor y si hubiere dos o más y fueran iguales en grandeza y atributos se confundirían en uno. “¿Y eso cómo se demuestra?”, inquirió Lanza. “Eso se cree”, contestó Horia. Ante lo que Evencio apeló al argumentario de Sexto Empírico y el profesor literato, aquel meapilas acicalado y presumido, argumentó que había más literatura en los santos, los mártires y la religión que en los demás órdenes de la vida. Ya, pero sus clases se fueron quedando sin alumnos y acabó hablando a las paredes. Seguro que aquellos tabiques creen en dios.

Da otro tiento largo a la copa de cerveza. Vuelve a la materia. Mantiene abierto el buscador geográfico de su teléfono móvil y comprueba que el punto rojo, el objetivo, no se ha movido del sitio. ¿Por qué diablos no pueden disponer ellos, los de homicidios, de un helicóptero, un super-puma, incluso un tiger del Ejército..? No hace falta que sea artillado. En una hora caerían sobre el objetivo y asunto resuelto.

Pero no, no disponen de helicóptero, de ninguno de esos cacharros que cuestan un dineral a los ciudadanos. Son máquinas para la guerra, para los altos mandos del Estado, artefactos fuera del alcance de los encargados de preservar la seguridad de los ciudadanos. Así que comienza a sopesar la forma de llegar cuanto antes al punto donde el geolocalizador ha detectado a la rubia de los cloaqueros.

Está consultando los horarios de trenes y aviones cuando el teléfono comienza a temblar. Número desconocido. Lo empuña, toca el símbolo de respuesta, lo acerca a la oreja y oye su nombre en boca de un desconocido.

–Soy el letrado Sonseca, abogado del señor Perrote. Le llamo de su parte.

–Bueno, pues usted dirá.

–¿Sería tan amable de pasar por mi despacho a firmar un documento? Está cerca de la jefatura, en la calle de Santa Engracia.

Tendrá cara el tío, piensa Tilo.

–Oiga ¿no será una reclamación sobre una reunión informativa informal con su tío, el político don Álvaro Poterna Perrote?

–No, en absoluto.

–¿De qué se trata?

El letrado aduce un formulismo sobe la confidencialidad. Se cree muy listo.

–Ya, señor Sonseca, ¿pero puede concretar?

El letrado le dice que el señor Perrote ha decidido demandar por la vía civil al Ayuntamiento por daños y perjuicios a su persona al no garantizar el cierre adecuado de las tapas de alcantarilla y bla, bla, bla.

“A esos tipos sólo les importa la pasta”

–Pues mire, no, ni debo ni quiero ni puedo pasarme por su despacho para aportar ningún testimonio. Ya sabe que hay una investigación judicial abierta sobre la agresión a su cliente, de modo que puede corroborarlo en sede judicial.

El letrado insiste y Tilo le manda a freír espárragos.

Después de colgar sigue con sus cálculos horarios y kilométricos. Pide otra cerveza y se sienta en una mesa esquinada. Unos minutos después aparece Merche con semblante festivo.

–¿Hace una cerveza?

–Vale: un botellín de Mahou y unas aceitunas si es posible.

La vecina septuagenaria de la doctora Cabello se llama Susana Peñuelas y, según Merche, se enrolla como las persianas. Por esa razón y porque le contó algunas cosas interesantes se demoró tanto. La señora Peñuelas recordó el nombre del pueblo en cuanto cerró la puerta de casa. Es una aldea llamada Montoso que ni siquiera viene en los mapas. Resulta que Gabriela recibió una herencia de su padre, que nació y se crio allí entre vacas y murió en Puerto Rico el mes pasado, y quería conocer la aldea, sus propiedades –un chozo, una braña y algunos pastizales de alta montaña– y registrarlos a su nombre antes de marchar a Suiza.

Merche activa la grabación y su colega escucha:

–¿A Suiza nada menos?

–Si, hija si. Y después a África.

–¿Qué se le ha perdido en el martirizado continente?

–Es que es muy buena, muy buena –afirma la señora Peñuelas. Y a continuación se deshace en elogios hacia la joven cirujana que siempre, siempre la ayudaba, le hacía la compra, se la subía, le tomaba la tensión y le vigilaba las constantes vitales…– ¿Qué voy a hacer sin ella? –Se pregunta visiblemente apenada.

Merche intenta reconfortarla:

–Tampoco es usted tan mayor para no valerse por sí misma y bajar a la calle.

–¡Ay dios hija! No son los años, es la artrosis, la patata y otras goteras… Bajar bajo, pero subir los cinco pisos por esa escalera con cuatro o seis kilos de peso en la mano me agota, me canso muchísimo y tardo una hora.

–También puede hacer la compra por teléfono y que se la suban ¿no?

–Si, eso me dijo Gabriela, me anotó los teléfonos de la tienda de ultramarinos de Faustino y del Corte Inglés, pero esos cochinos son careros y encima te exigen un gasto mínimo de cincuenta euros para traerte las cajas a casa. Para qué te voy a contar…

Merche vuelve a la cuestión y la señora Peñuelas le cuenta el plan de Gabriela de viajar a Ginebra desde Oviedo, acreditar su especialidad médica en la sede central de Médicos sin Fronteras y suscribir el contrato, compromiso o como le digan, por dos años prorrogables.

–¿Le dijo a qué país africano la van a mandar?

–Creo que a Sudán del Sur o algo así; aunque hay tantas guerras y tantos refugiados que sólo ellos saben dónde acabará. Ella me dijo que no descartaba el Congo, el Chad, la República Centroafricana, Kenia…, donde más la necesiten. Como dijo Anguita: malditas sean las guerras y los que las provocan.

–¿Es usted comunista?

–¿Tengo cara de fracasada?

–De sufridora tal vez –repuso Merche.

–Debe de ser por la suerte de Gabriela. Una mujer tan instruida y valiosa como ella podría tener una vida cómoda, tranquila, sin incertidumbres, sobresaltos, riesgos ni penalidades. Y sin embargo, ya ves…

–Tiene que haber gente así, gente entregada a los más necesitados.

–A Gabriela la puede el corazón; se ve que en ella pesa más el cromosoma de su padre.

–¿Lo conoció usted?

–No tuve el gusto, pero sé que era dominico y pidió ser destinado a una misión en América Latina. Lo enviaron a El Salvador, donde las pasó canutas y tuvo enfrentamientos muy duros con los militares en el poder. Salió hacia Venezuela, donde también sufrieron la pobreza severa y la represión. Finalmente se asentó en Puerto Rico y se entregó de lleno a la enseñanza superior en la Universidad Central de San Juan.

–¿Me está diciendo que siendo sacerdote tuvo una hija?

–Pues si, como lo oye. Le he dicho fraile, pero no capado.

–¡Joder con los dominicos! –Exclamó Merche.

–Si, hija, con hábitos o sin ellos, todos follan.

Por primera vez durante la conversación Susana Peñuelas esboza una sonrisa. Luego prosigue:

–Se ve que conoció a la madre de Gabriela, una gaditana de bandera, alta y guapa, se prendaron, tuvieron un idilio y la dejó preñada. No colgó los hábitos ni nada parecido porque se ve que en América es frecuente que los dominicos y otras órdenes religiosas puedan tener familia sin desvincularse de la orden aunque no puedan decir misa, pero se comportó como un buen hombre, ayudó a la madre, que se negó a ir a América, reconoció y dio apellido a su hija, cargó con todos los gastos, le dio estudios… Al parecer, era un profesor magnífico, un erudito sobresaliente que tenía un buen sueldo en la Universidad, escribía en los periódicos y disfrutaba de una renta particular gracias a sus libros y artículos. Él compró el apartamento para su hija y ahora, al morir, ya ve, le ha dejado prados y un caserón –ellos le llaman brañas– en su pueblo natal, el Montoso ese.

Tilo dejó a Merche en la puerta de su casa y se orientó hacia el barrio para almorzar con Amali. La noche anterior había preparado un estofado de carne de choto que ahora, después de sacar a Mingus a hacer sus necesidades, se disponía a acompañar con hilos de patatas y zanahorias fritas. De postre se sirvieron helado de yogur con canela, de elaboración propia. Le habría gustado echar una cabezada en el sofá hasta que la música de la telenovela le obligara a ponerse en marcha, pero los trámites pendientes lo impedían. Se despidió de Amali y salió deprisa a coger el autobús. En la parada conectó el teléfono a la oreja y siguió escuchando la grabación que Merche le había pasado de su conversación con la señora Peñuelas.

En un momento de la conversación, ya en plan despedida, Merche manifestó su esperanza en que no le ocurriera nada a Gabriela en esas tierras lejanas.

–Sabe defenderse: maneja técnicas de autodefensa y artes marciales –dijo la vecina–, y si no que le pregunten al sinvergüenza que tiró al subsuelo en plena procesión del Corpus en Toledo.

Tilo reprochó mentalmente a Merche que no le hubiera informado de aquel alcantarillazo, previo al infligido al ejecutivo Perrote, pero se ve que se estaba despidiendo y no se enteró del final de la frase de la señora Peñuelas.

Ya en las dependencias policiales, Tilo se dirigió al gabinete tecnico. El director Verdú no había regresado del almuerzo, pero el pequeño Oliveras, que era, en realidad, a quien buscaba, se hallaba en su sitio, ante una gran pantalla de ordenador, con los cascos puestos. Al verle, retiró los cascos y le saludó.

–Oli, necesito tu ayuda y la necesito ya. ¿Podrías mirar si llegó a algún juzgado de Toledo un atestado de los verdes sobre el atropello de un ciclista en octubre del año pasado? El atestado incluiría una denuncia de parte de la familia del joven atropellado. No me preguntes qué día porque sólo sé que ocurrió un domingo por la mañana temprano. Mira a ver si lo consigues.

–Dame media hora y te digo algo.

El pequeño Oliveras es un haker capaz de colarse en bases de datos con protección al cuadrado. Lo que no consiga él no lo consigue nadie.

Ya en su despacho, Tilo activa el ordenador y redacta a toda mecha el informe de hechos de la mañana, así como la petición de la orden de detención de la ciudadana Gabriela Cabello. Coloca ambos textos en la bandeja de salida del correo electrónico de su señoría doña Gregoria y nada más enviarlos mira el reloj y la llama al juzgado.

–Dudo que venga esta tarde –le dice.

Entonces marca el móvil particular de la juez, que responde al tercer timbrazo.

–Buenas tardes, Goyi, ¿cómo se encuentra?

–Estupendamente. ¿Qué desea, inspector?

–Me alegro; le he remitido un informe sucinto con las pesquisas que nos han llevado a conocer el paradero de la principal sospechosa de la agresión al señor Perrote. La interfecta se halla en un lugar remoto de Asturias y tiene previsto abandonar España, así que vamos a ir a por ella y necesitamos la orden de detención, cuya petición formal también le he enviado por correo electrónico.

–Muy bien, muchas gracias inspector Dátil; me ocuparé de mencionar el caso al nuevo titular del Siete.

–¿Cómo es eso, ya no está usted?

–Por suerte han decidido descargarme de trabajo.

–Me alegro por usted, Goyi, aunque me temo que el nuevo…

Iba a soltar un perjuicio.

–Es un magistrado competente –dijo Goyi–. Por lo demás ya sabe donde estoy –añadió.

Tilo agradeció la ayuda, se despidió y digirió la sorpresa, la segunda de la tarde. Luego trasladó las grabaciones del señor Picatoste y la señora Peñuelas a la carpeta electrónica de pruebas del caso Perrote. A continuación abrió la carpeta del ordenador que había titulado CP y escribió sus observaciones, comenzando por la eventual relación entre la deformación apenas perceptible del reposapies del Mercedes todo-terreno del señor Perrote con el manillar quebrado y el cuadro hecho un garabato de la bicicleta de Juanín y siguiendo por la confirmación de que el señor Perrore era usuario de un coto de caza en los Montes, según había podido confirmar mientras su compañera recibía el jarabe de pico de la vecina de Gabriela.

Se entretuvo después hojeando el informe que le había entregado la comisaria para la reunión del próximo domingo del Observatorio de la Delincuencia. Le tocaba mucho los pies aquella prosa burocrática, de apariencia neutra, insustancial, objetiva, pero rematadamente cínica. Y ya se sabe que “cínico” viene de can, canelo, perruno, que mea y caga en público sin ningún pudor. Conocía aquella técnica. El que manda y paga con el dinero del pueblo dicta lo que le conviene, y luego los llamados especialistas se entregan a la tarea de acumular premisas con las situaciones y los datos convenientes de aquí y de allá (los inconvenientes no) para avalar el resultado deseado que el jefe desea y ordena arropar.

Alzó la vista hacia el correo electrónico. Sin movimiento. El pequeño Oliveras necesitaba más tiempo. Llamó a Merche, concertaron la hora de salida y se largó a casa.

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