C8.-En busca de la rubia

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

(En el capítulo anterior Tilo y Merche han encontrado al propietario de la furgoneta utilizada por los malincuentes. Es de un panadero de un pueblo de Toledo. Ahora van a recabar su testimonio).

Horno de pan

A las ocho en punto de la mañana, el inspector Tilo Dátil recogió en su Golf (le llamaba Botones) a la subinspectora Mercedes Tascón y pusieron rumbo a Toledo. Al pasar por la plaza Elíptica vio a numerosos braceros esperando que algún contratista se los llevara a trabajar. Pararon en una gasolinera a repostar y cafetearse. Tilo preguntó a Merche si llevaba la herramienta. Afirmativo. Una hora después llegaban a Navahermosa, capital de una próspera comarca vinícola, olivarera, montañosa y cazadora. Circularon por la sinuosa carretera comarcal entre grandes formaciones de robledal. Cruzaron una garganta por la que fluía un arroyo flanqueado por prunos y zarzales, y enseguida llegaron a La Nava, localidad presidida por la vistosa torre mudéjar del Ayuntamiento, en competencia con la más severa, de similar altura, de la iglesia parroquial de la iglesia de San Miguel Arcángel. Pararon, se apearon. Olía a leña quemada. Enseguida vieron el humo de una chimenea cercana y dedujeron que procedía del horno de la tahona del señor Picatoste.

Un joven sentado en un taburete giratorio ante la caja registradora cobraba la bolsa de pastas y la hogaza de pan que se llevaba una mujer. Esperaron a que saliera y le preguntaron por don Juan Picatoste.

–¿Padre o hijo? –Preguntó a su vez el joven.

–El dueño de la furgoneta aparcada ahí afuera –respondió Tilo.

–Entonces, senior –dijo el joven antes de girar el taburete hacia la izquierda de la encimera de tabla barnizada y anunciar a voz en grito–: padre, unos señores preguntan por usted.

El movimiento del joven dejó al descubierto su realidad: no tenía piernas.

A punto de preguntarle qué ocurrió con sus zapatos, asomó un hombre detrás de la gualdrapa de la trastienda. Les saludó. Se identificaron y le preguntaron si podía dedicarles unos minutos.

–Estoy con la hornada, así que pasen si tienen a bien y hablamos dentro.

Le siguieron a un patio interior grande, parcialmente cubierto, un corral en forma de L con un gran horno de cerámica en el centro, coronado por la chimenea de ladrillo que perfumaba la localidad con el aroma prehistórico de sarmientos y troncos secos de olivo ardiendo.

–¿Qué le ocurrió al chico? –Se interesó Merche para romper el hielo.

–Ya lo ha visto, me lo desgraciaron –dijo el hombre, mirando de reojo la boca del horno.

Era un hombre fornido, de más de sesenta años de edad, la cara juanetuda y larga, los ojos de color avellana, grandes y acuosos, la frente adornada por una verruga gris y el pelo tan blanco como la harina pegada a su mandil con peto.

–¿Cómo fue eso? –Incidió Merche.

–Lo atropellaron cuando iba en bicicleta, en octubre hará un año –dijo el panadero con la pala del pan en las manos.

–Vaya por Dios, bien que lo siento –le compareció Merche.

–Gracias, pero deje en paz a Dios; no sé si existe ni me interesa, pero si existe y es todo lo bueno que pregonan, no permitiría que unos desalmados, sin alma, jodieran la vida a un chaval de diecisiete años, una promesa del ciclismo como Juanín.

–¿Es su único hijo?

–Tengo una hija mayor que él –dijo el panadero sin desatender el horno.

–Bueno, ahora hay prótesis avanzadas que facilitan una movilidad aceptable –intervino Tilo.

El tahonero le miró fijamente.

–En ello estamos, pero ¿sabe usted lo que cuestan? Un ojo de la cara. Pregunte, pregunte en Ibor ortopedia o en cualquier otra clínica acreditada y verá.

Tilo evitó interrumpir las explicaciones de don Juan Picatoste sobre rodillas electrónicas, pies con almacenamiento de energía, prótesis de fibra de vidrio y de carbono, nexos de unión del muñón con las piernas artificiales, copolímeros flexibles y sistemas de ajuste variable, pruebas de las prótesis expresamente fabricadas en función del peso, la edad y otros parámetros del usuario, sesiones de reeducación y entrenamiento para caminar, eso que los técnicos llaman kinesioterapia.

–No me negarán que estoy hecho un experto –concluyó el panadero como quien espanta la pena.

A Tilo le gustó.

–En fin, perdonen el rollo –se disculpó–, supongo que no han venido a hablar de esto.

–En la vida, como en el boxeo, no pierde quien cae sino quien no se levanta –dijo Tilo–; hay que seguir peleando a pesar de esos golpes tan duros.

–En esos estamos –afirmó el tahonero sin dejar de sacar hogazas del horno.

–Queremos que nos diga si utilizó su furgoneta para ir a Madrid el domingo –terció Merche–, y si fue así, a qué hora regresó al pueblo.

–¿Así que vienen por el robo de la furgoneta?

–¿Se la robaron?

–Ya le digo. La tenía ahí aparcada al lado de la tienda, como siempre, y cuando fui a echar mano para hacer un recado había desaparecido. Ya es mala sombra.

–Pero usted vive encima del despacho de pan ¿verdad?

Picatoste asintió.

–¿Y no oyó nada? El motor de la furgoneta, me refiero.

–A determinada edad ya no oye uno como antes.

–¿En qué consistía el recado? –Intervino Tilo.

–Llamaron del camping pidiendo más pan, así que llené la cesta y cuando salí a llevarlo me encontré el sitio de Matilde, pero sin Matilde.

–¿Y qué hizo entonces? –Incidió Merche.

–Dos cosas: una, pedir el coche a mi cuñado, que vive ahí a la vuelta, y llevar el pan. Los clientes son lo primero. Y dos: denunciar el robo en el cuartelillo de la guardia civil.

–¿Puede mostrarnos la denuncia?

–Sin problema, la tengo en la chaqueta, ahí atrás; deme un minuto para que acabe de sacar el pan y se enseño.

–Por lo visto, localizaron la furgoneta –añadió Merche.

–Qué va, esos son unos mataos. Sólo mueven el culo por los ricos –repuso el panadero.

–Hombreee –musitó Tilo.

–Claro que la culpa no es suya, sino del teniente coronel de la zona, un corrupto de mucho cuidado que los dedica a poner multas y cuidar la caza de los potentados contra los furtivos. Osease, lo de siempre: proteger a los ricos y joder a los pobres.

–No debería hablar tan mal de los guardias delante de unos policías –sugirió Tilo.

–Hablo de lo que conozco de cerca. Te atropellan al hijo ciclista cuando está entrenando en una carretera comarcal, lo dejan malherido y huyen, escapan como alma que lleva el diablo en vez de parar a socorrerlo; se sabe que a esa hora pasan pocos coches por esa carretera y que la mayor parte de ellos son vehículos semipesados, todo terrenos de cazadores que van escopetados para no llegar tarde a los repartos de puestos en los cotos, y también se saben otras cosas, pero en fin. ¿Y qué hacen los guardias de la zona cuando reciben el encargo de investigar los hechos y localizar a los canallas? Nada, no buscan testimonios, no preguntan en los cotos, no se molestan en revisar los videos de las gasolineras… Por contra, asaetean a preguntas a Juanín en cuanto sale de la anestesia –hasta cuatro interrogatorios de distintos guardias soportó la criatura durante las primera semana de convalecencia– para ver si se contradecía. Que si iba por el centro, que si por la orilla derecha, por la izquierda, que si llevaba señal luminosa detrás, que si delante, que si pedaleaba o dejaba de pedalear. Se ve que no les bastó con el primero ni el segundo interrogatorio, que no tuvieron suficiente con el testimonio del vecino que lo encontró desangrándose en la cuneta ni con las respuestas mías y de su madre.

Tilo miró a Merche sin encontrar palabras.

–¿Y saben qué..?

Los agentes mantuvieron el suspense.

–Tanto se esmeraron en la investigación que ni siquiera quisieron examinar la bicicleta. Ahí la conservo, tal como quedó –añadió señalando a una esquina donde se veía un objeto tapado con una lona verdosa–. Pueden verla si quieren.

Tilo se acercó, desató la cuerda que rodeaba el áspero cobertor, lo levantó y observó el cuadro arrugado, el manillar doblado y la rueda trasera retorcida y enredada en el sillín.

–Apostaría cualquier cosa –dijo el señor Picatoste– a que la luz trasera, la señal luminosa roja todavía funciona.

Tilo accionó el dispositivo valiéndose de la manga de la camisa para no dejar ni estropear ninguna huella.

–Así es –dijo.

–Bueno pues los picoletos encargados de las pesquisas y que tanta lata dieron con las señales luminosas del ciclista ni siquiera examinaron la bicicleta, así que ustedes consideren qué investigación habrán hecho.

El señor Picatoste terminó de sacar la hornada.

–Para mí que esos canallas iban ciegos y escopetados –reiteró empujando hacia la tienda el carro metálico con las cestas de mimbre llenas de barras y hogazas de varios tamaños.

El calor de la boca del horno perlaba la frente del panadero con un sirimiri sudoroso. Instantes después regresó con el papel de la denuncia en la mano y se lo entregó a Tilo, quien lo leyó y dijo:

–Pero hombre, ¿cómo deja las llaves de la furgoneta puestas?

–La costumbre… Pero sí, tiene razón, la culpa es mía por ser tan confiado. La cosa es que quienes se llevaron la Matilda no debían ser mala gente porque la devolvieron sin abolladuras ni signos de maltrato y, cosa extraña, con más gasolina de la que tenía. La dejaron donde la cogieron, así que la madrugada del lunes, cuando me levanté a amasar, ahí estaba aparcada, delante de la tahona. Pensé que estaba soñando, pero estaba despierto y bien despierto. La arranqué, di una vuelta por la plaza a ver cómo funcionaba y comprobé que la habían tratado correctamente, así que llamé a la guardia civil para decirles que no la buscaran, que ya había aparecido.

–¿Y si yo le dijera que utilizaron su furgoneta para cometer un delito muy grave en Madrid?

–¡No me joda!

Merche abrió la cremallera del bolso, dejando visible la cacha de la HK reglamentaria, lo que sorprendió al interlocutor.

–¿No me irán a detener, verdad?

–Eso depende de su colaboración –le hizo saber Tilo.

Merche sacó del bolso la fotografía de la rubia que dirigió el ataque contra el señor Perrote y se la mostró.

–¿Conoce a esta mujer?

–Ondia, claro que la conozco.

–¿Quién es?

El panadero miró atentamente la fotografía.

–Es la doctora Cabello, estoy seguro, aunque la foto no es muy buena.

–¿De qué la conoce? –inquirió la agente.

–Es una de las doctoras que operó a Juanín, una chica estupenda, buenísima. ¿Ha hecho algo malo?

Tilo y Merche cruzaron una mirada.

–En principio solo queremos hablar con ella –afirmó Merche.

–Aparte de la operación de su hijo, ¿tiene alguna razón para decir que es una buenísima persona? –Incidió Tilo.

–La conozco desde hace muchos años, agente. Ella y su madre, una gaditana muy guapa, compraron una casita ahí abajo, junto a las huertas, y venían casi todos los fines de semana y pasaban aquí los tres meses de verano. Gabriela, la doctora, estudiaba Medicina en Madrid y se hizo muy amiga de mi hija, que estudiaba odontología y ahora ejerce en Barcelona. Así que vaya si la conozco y puedo decir lo que he dicho.

–¿Sabe donde podemos encontrarla? –Le preguntó Merche.

–Aquí ya no; vendieron la casa años atrás. Lo que les puedo decir es que trabaja en el Hospital Universitario de Toledo.

–¿Tiene su teléfono particular?

–No. A lo mejor Juanín… Aunque ella le saca casi diez años eran muy amigos, casi casi medio novios. Ella se apuntaba con él y otros chavales a hacer rutas ciclistas. Vamos a preguntarle.

El señor Picatoste giró como un tornillo sobre sí mismo y se dirigió al pasillo que conducía al despacho de pan, seguido por los agentes. Se acercó a Juanín, le mostró la foto de la doctora Gabriela Cabello y le preguntó si tenía su teléfono.

El joven sin piernas apartó el libro que estaba leyendo y se quedó con la mirada clavada en la fotografía, sus ojos se humedecieron y permaneció en silencio.

–No llores, Juanín, no pasa nada –le dijo el padre. Luego, volviéndose hacia los agentes, añadió–: está muy sensible.

El panadero repitió la pregunta y el joven respondió que no.

–Tendrán que localizarla en el hospital –concluyó el señor Picatoste.

Nada más subir al Golf comentaron el hallazgo. Convencidos de que habían localizado el núcleo y origen de la agresión al señor Perrote Poterna, pusieron rumbo a Toledo. Media hora después entraban en el Hospital Clínico Universitario, un moderno complejo sanitario, mezcla de aeropuerto y factoría industrial. Recorrieron los largos pasillos de aquel galimatías arquitectónico hasta las dependencias de la dirección de personal. Cuando llegaron y se identificaron y pidieron ver al director, una funcionaria les informó de que se hallaba reunido y les indicó una saleta donde podían esperar y tomar un refresco o un café de máquina. Veinte minutos más tarde asomó un joven barbado con traje de Emidio Tucci y les invitó a seguirle a su despacho, donde, entre dudas legales sobre si la entrega de los datos requería o no mandamiento judicial, resolvió que para hablar con un testigo de un homicidio en grado de tentativa no era menester el permiso judicial y acabó llamando a la funcionaria y para que les facilitara la localización de la doctora Cabello y cuantos datos fueran necesarios.

Agradecieron la ayuda de aquel director resolutivo y siguieron a la funcionaria hasta su mesa. Ella tecleó en el ordenador y al cabo de un minuto alzó la vista sobre la pantalla.

–No está en el centro –dijo.

Abrió otro documento y añadió:

–De hecho terminó las prácticas en junio pasado y no se ha quedado en el Hospital.

–Ya suponíamos que no la íbamos a encontrar, por eso queremos su dirección y teléfono, si figura en su expediente –le indicó Merche.

La funcionaria pulsó enérgicamente un botón del teclado y la impresora que tenía a un lado expectoró un folio. La mujer comprobó la calidad de la impresión, empuñó un rotulador fosforescente, subrayó por encima la dirección y el teléfono de la filiación de la médico y se lo entregó a Merche.

Agradecieron su ayuda y, ya en el ascensor, Tilo comentó a su compañera que la calle del Salmorejo le sonaba por la zona de Lavapies y sopesó su opinión sobre una acción por sorpresa. Ella estuvo de acuerdo. Antes de ponerse en marcha, el inspector buscó en el ordenador de Botones la calle y el número de la malincuente. Estaba, en efecto, en el barrio señalado. Era una calleja recta y estrecha donde, según la panorámica de GoogleMap resultaba difícil encontrar sitio para aparcar, de modo que buscó algún parking cercano y vio uno con entrada por la calle de Atocha antes de llegar al Abrazo de Juan Genovés, el monumento erigido en memoria de los abogados laboralistas del PCE y Comisiones Obreras asesinados por los fascistas en enero de 1977.

Con esa composición de lugar en mente, Tilo aceleró para llegar a Madrid cuanto antes. Su compañera releyó atentamente los datos del folio que había doblado y guardado en el bolsillo de su chaqueta y en el que figuraba un dato que la sorprendió:

–¿Cómo es posible que una cirujana de huesos haya solicitado un puesto en Médicos sin Fronteras?

–Bueno, además de la malaria, el tifus, el sida…, esa organización se despliega en zonas de catástrofes y guerras. Las minas antipersona, las balas y las esquirlas de las bombas rompen hueso. ¿Lo sabías? –respondió Tilo irónicamente.

–Claro, claro.

–Esa gente es cojonuda.

–Y ovariuda… –añadió Merche con ironía.

–Perdón. Quiero decir que me parecen unos sanitarios admirables. ¿Y sabes qué?

–¿Qué?

–Que esa tía me empieza a caer bien.

–Y a mí también –admitió Tilo.

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