Una investigación del reportero Tilo Dátil
NOVELA
Por Luis Dial
1.–Tupolev
Eran más de las ocho de la mañana cuando Tilo Dátil bajó del autobús y enfiló la avenida que subía hacia el parque grande. Caminó a paso ligero, aunque enseguida la fatiga de los materiales le obligó a ralentizar la marcha. Ya no era joven, sino un veterano de pelo ceniciento al que por ser el más viejo de la empresa le tocaba actualizar la edición del periódico en Internet el día de Navidad. Tendría que estar ya en la oficina cargando noticias, pero con los taxis pasa que no pasan cuando más los necesitas. Claro que tampoco la rabiosa actualidad iba a perder sustancia o calcinarse como las lentejas con chorizo en el fondo de la cazuela. Se acordó del chiste (“–Mamá, que se pegan las lentejas. –¡Déjalas que se maten!”) y se paró a encender el primer cigarrillo del día. El humo del tabaco le provocó una tos de búfalo y le llenó la boca de esa sustancia viscosa con la que elaboraba los proyectiles que lanzaba contra los troncos de los árboles cuando creía que nadie le veía. Craso error: si no te ven, te filman.
–¿Qué tiene usted contra los árboles, tío marrano? –Le increpó una vez una mujer encopetada.
–Pregunte usted al alcalde, señora –le contestó.
El alcalde era un fiscal rijoso y buen mozo al que llamaban Gasradón porque cubrió de granito las calles donde vivían los ricos y dio orden de talar los árboles. Un día le preguntaron: “¿Le molestan?” Claro que no, pero dan mucho trabajo, contestó. Tenía razón el poeta cuando dijo que los árboles son muy raros, se desnudan en invierno y se visten en verano. La recogida de la hoja y la poda eran muy laboriosas y aquel regidor quería reducir la plantilla de barrenderos y jardineros para cumplir la promesa de bajar los impuestos a los ricos y no subirlos a los pobres con el fin de que le siguieran votando. Hasta con los árboles hacían política. En cambio él sólo lanzaba escupitajos.
Con los años de práctica había adquirido tal puntería que se creía infalible: donde ponía el ojo colocaba el lapo. Disparó y falló. Mal asunto, estas perdiendo facultades Tilo. Diez pasos más allá carraspeó como un minero, extrajo la mucosa del fondo de la garganta, disparó al tronco de un plátano y volvió a fallar. Atribuyó el fracaso a la espesa niebla matinal. A la tercera va la vencida. Cargó, aspiró el aire húmedo, tensó los músculos mandibulares y lanzó otro potente gargajo. Pero esta vez culpó del fallo al vibrador del teléfono móvil que tembló en su bolsillo y lo desequilibró. ¿Quién podía ser a esta hora? Empuñó el impertinente.
–Feliz Navidad, coronel. ¿Qué tripa se te ha roto tan temprano?
–Buen día, periodista; ha caído un Tupolev ruso al Mar Negro –le informó el coronel en la reserva Laureano Terricabras. Aquel Terri se enteraba antes que nadie; dormía con la radio puesta, como los comunistas en los tiempos de la clandestinidad.
–¿Qué más han dicho?
–Que el avión salió del aeropuerto de Sochi y se precipitó al mar, sólo eso.
–Pues mira que suerte, hombre; voy hacia el periódico y esa desgracia me va a resolver la apertura del día.
–¿Echamos partida hoy?
–Espero salir pronto, luego te llamo.
Desde que Newton enunció la ley de la gravedad, los terrícolas se habían empeñado en desafiarla e inundaban los cielos con artefactos voladores. Puesto que además se sorprendían de que uno de cada mil aviones se estrellase contra el suelo, la gravedad siempre eran noticia de interés directamente proporcional al número de pasajeros calcinados y descuartizados.
Apretó el paso. Ahora tenía una razón superior para llegar cuanto antes a la redacción. Ya no eran las consabidas notas policiales sobre las disputas familiares de Nochebuena que terminaban en reyertas con heridos de arma blanca (y negra), las riñas de vecinos, los accidentes y atropellos automovilísticos… Las discrepancias familiares eran tremendas: herencias mal repartidas, cuñadas mal habladas, suegras de lengua viperina, maridos vagos, primos golfos (y primas de riesgo). Conocía por experiencia la cosecha de la noche de paz (y de amor) sin contar la apreciable cantidad de intoxicaciones etílicas que reportaban los servicios sanitarios. Pero ninguno de aquellos sucesos, salvo la cotidiana violencia machista con resultado de muerte, merecía un tratamiento tan destacado como la caída de un avión al mar.
A pesar del frío caminaba con el pescuezo erguido por si vislumbraba entre la niebla el piloto verde de algún taxi libre, lo que no quita para que enviara un mensaje telefónico urgente a la corresponsal en Moscú, alertándola del accidente y solicitándole una crónica. De este modo, se dijo, si el delegado de la redacción capitalina o algún mando de la sede central y condal le criticaba por haberse enterado tarde e ir detrás de los periódicos de la competencia en la publicación de la noticia, podía defenderse con aquella prueba de puntualidad y escudarse en el mal funcionamiento de los servicios de transporte público. Suponía que a tan temprana hora del día de Navidad, el director y sus ayudantes estarían durmiendo, pero no podía fiarse de nadie, y menos del delegado, un tipo desconsiderado y ambicioso al que atribuían el mal gusto de servir de alfombra a los poderosos.
Recordó las veces que pudo morir en accidentes aéreos y pensó que habría sido una forma aceptable de diñarla sin sufrimiento ni dolor. En la primera, el Hércules vibró, tocó el suelo, rebotó, volvió a caer, se transformó en una jaula de grillos empujada por un enjambre de avispas y al final ni se estrelló ni estalló. Se recreó en el recuerdo del percance. Habían embarcado a las cinco de la mañana de aquel día de Navidad en un Airbús del ejército del aire dedicado al transporte de altas autoridades. Les dieron de desayunar en el avión. Un pelota ministerial colocó panderetas de plástico en los asientos por si querían cantar (y tocar) villancicos con el señor ministro y los jefes militares que les llevaban de excursión. De eso ni hablar. Dos horas y media después aterrizaron en el aeropuerto de Dubrovnik, en la costa de Dalmacia. Sin pasar por la aduana ni saludar a los guardias croatas, gente aria y mal encarada, caminaron hacia el Hércules que les esperaba en la pista de rodadura para llevarles a Móstar, en Bosnia-Herzegovina.
En esta zona de Europa, genéricamente conocida como los Balcanes, se helaban las palabras y habían ladrado las armas. En Sarajevo empezaron, como quien dice, los males del siglo XX con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Lo mató un tipo de la Mano Negra serbia que se llamaba Gavrilo y no pensaba matarlo siquiera. Pero estaba tomando un café a las once de la mañana cuando vio el coche descapotable con el heredero austrohúngaro y su esposa Sofía Chotek, una bailarina de tibia aristocracia, y puesto que el chófer parecía más perdido que la agencia europea del medicamento en Barcelona, Gavrilo sacó el arma y les descerrajó dos tiros. Tras el atentado, aquel atontado se tiró al río sin saber nadar y se ahogó. Lógico.
También el archiduque era bastante atontado: para ir más elegante que un Beckham de aquel tiempo ordenaba que le cosieran las pecheras de las camisas y las chaquetas una vez puestas. Se ve que le fastidiaban las arrugas o, como diría el maestro Malalata, sufría arrugancia y no toleraba esos pliegues que se forman entre los botones abrochados. Encapsulado se desangró. Su esposa también murió. El resto fue coser y llorar: coserse a balazos y cantar misereres por los muertos, pues unos políticos ambiciosos y nefastos a partes iguales condujeron a las naciones a un matadero formidable en el que fueron sacrificadas como rebaños de ovejas modorras. La sangre, el odio y la sarna produjeron más sangre, más odio y más sarna, con un balance estimado por los estudiosos de ochenta y tres millones de muertos con las mejores y peores armas imaginables.
Con todo, aquellos necios nacionalistas balcánicos (no confundir con estos balcónicos de hogaño que cuelgan banderas en ventanas y balcones) se habían propuesto despedir a lo grande el siglo del átomo. Nadie escarmienta en cabeza ajena ni los balcánicos en la propia. Era como si la maldita mezcla de fanatismo patrio y opio religioso les provocara un ansia incontenible de matarse unos a otros. Y ahí andaban los serbios contra los bosnios, los croatas contra los serbios, los serbio-croatas contra los bosniacos, los kosovares contra los serbios, los cristianos contra los musulmanes, los judíos contra los mahometanos y los cristianos, los musulmanes contra los agnósticos, los cristianos y los judíos… Andaban cosiéndose a balazos y cañonazos desde finales del último y único año capicúa (1991) del siglo XX. Di tu que ahora eso que llaman comunidad internacional sólo les permitió matarse dos o tres años, tiempo más que suficiente para trazar fronteras, separarse unos de otros y disolver a trozos la antigua Yugoslavia, aquella federación de pueblos, regiones y religiones que organizó el mariscal Josip Broz, Tito, un tipo que no quería saber nada del bloque soviético y fundó el movimiento de los No Alineados.
Para evitar que la sangre insistiera en expresarse, la ONU envió unos cascos azules insuficientes e incapaces de poner paz y orden en aquel tablero de carniceros voraces, en vista de lo cual, los países europeos, en principio complacientes con la ambición alemana, pegaron un puñetazo encima de la mesa de la OTAN, en la que mandaban los estadounidenses, y enviaron tropas de interposición a parar la masacre. España puso quinientos soldados sobre el terreno. Una veintena murieron en emboscadas, atentados y accidentes. Ya llevan ahí más de una década para evitar que los necios volvieran a las andadas. El jefe del gobierno les felicitaba la Noche Buena por videoconferencia. Lo hacía cada año para quedar bien y salir por televisión. Pero se merecían más y por eso el ministro de Defensa y los mandos militares viajan en persona a felicitarles las Pascuas, reconocer su labor y almorzar con ellos el día de Navidad.
Por tan festiva razón, él y otros colegas viajaban empotrados en el séquito de autoridades ministeriales y mandos militares. Subieron al Hércules. Como veterano, conocía por experiencia estos aviones militares, de modo que eligió el último asiento de una de las cuatro filas tendidas con tubos y cintas desde la cabina hasta la cola del aparato. Allí podía acomodarse sobre los bultos y las maletas sujetas con redes y cintas a la rampa de carga del aparato y dormir y fumar y tirarse pedos sin molestar a nadie. Además, este emplazamiento le permitía viajar de pie, mirando por la ventanilla de alguna de las dos portañuelas laterales de la aeronave.
En aquella ocasión el trayecto era corto, de apenas media hora. El avión despegó y se elevó sobre la cordillera montañosa. Atravesó la densa capa de nubes grises y emergió a un cielo limpio y azul. El vuelo era tranquilo. Los novatos se hacían fotos y contaban chistes. Encendió un cigarrillo y se quedó de pie mirando por la ventanilla. Los cúmulos grises ocultaban el suelo. Al cabo de veinte minutos, el avión comenzó a descender, señal de que estaban llegado a su destino. El aeródromo de Móstar se hallaba en la falda de la montaña, al oeste del río Neretva. Su pista era muy corta, sólo apta para avionetas y aparatos de hélice. Recordó que en tiempos de guerra, doce años antes de aquel viaje navideño, la carretera que unía el aeródromo con la ciudad se hallaba bordeada de largas hileras de palos y cruces de madera. Impresionaba el uso de las cunetas como tumbas improvisadas. Allí los bosnio-croatas se aliaron con los bosnios musulmanes o bosniacos en los combates contra los serbios. Les dieron una buena paliza.
Pero enseguida los bosnio-croatas se revolvieron contra los mahometanos de la Armilla, bombardearon sus mezquitas, volaron el puente Stari Most sobre el caudaloso Neretva, que era una joya de la arquitectura medieval de los otomanos en Europa y la única vía de paso de personas y carruajes entre las dos partes de la ciudad, y convirtieron la zona musulmana en una ratonera, con los vecinos aislados por todas partes. Un director teatral convertido en general, que respondía al nombre de Slobodan Praljak (casi todos los carniceros tenían nombre de lobo), dinamitó el puente y dirigió el asedio y la limpieza étnica. El objetivo de aquellos carniceros era exterminar a todos los musulmanes. Les bombardeaban y disparaban desde la montaña y desde el otro lado del río. El casco histórico de Móstar sufrió el cerco durante meses y quedó reducido a cascotes y convertido en un barrio dormitorio: sus pequeños parques se llenaron de tumbas, excavadas de noche a toda prisa.
Allí fue donde conocí –recordaba– a los niños locos. Salieron de entre las ruinas del gran hotel pegado al río y me rodearon pidiendo caramelos, galletas o algo de comida. Eran cinco o seis chavales de entre ocho y doce años, a cual más nervioso y asustadizo.
–¿Quién os ha enseñado esas palabras en español?
–Los amigos picoletos –contestaron.
Habían perdido a sus padres, madres, hermanos. Alguna abuela se ocupaba de ellos. Los francotiradores bosnio-croatas apostados en la montaña disparaban a la gente en cuanto se asomaba a la puerta de su casa. El exterminio incluía sacas, saqueos, violaciones, ejecuciones. Praljak y otros carniceros neonazis se proponían crear en Bosnia un estado limpio de «basura musulmana». Y en verdad mataron mucho. Los escrutinios posteriores cifraron en mil veintitrés el número de personas asesinadas en aquel barrio histórico que decía Alá en vez de Dios todopoderoso. Eso sin contar el número de heridos (más de seis mil) y de mujeres violadas. Más gloriosa aún fue la gesta del secuaz de Praljak, Ratko Mladic, quien, al frente de las tropas serbio-bosnias, encabezó el genocidio de ocho mil musulmanes en Srebrenica.
Se comprenderá la curiosidad del reportero en darse una vuelta por allí y ver cómo seguían las cosas. La pasarela tendida por los militares españoles y el puente provisional sobre el Neretva iban a ser sustituidos por uno de pilastras que estaban construyendo los ingleses con donativos de la reina madre, decían. Los largos cementerios de las cunetas iban desapareciendo para dignificar a los muertos, según tenía entendido. Los niños locos… ¿Qué habrá sido de ellos?
El Hércules inclinó el morro, picó a fondo. Iban a tomar tierra y, como en el chiste del sevillano, a punto estuvieron de “jartarse”, pues por alguna razón relacionada con la poca visibilidad o con algún fallo de la relojería del avión, los pilotos se comieron más de la mitad de la corta pista de aterrizaje. Sin despegar la nariz de la ventanilla, Tilo amortiguó el rebote de las ruedas contra el suelo y vio pasar fugazmente la tierra ocre de pan llevar y los árboles raquíticos y los postes del tendido eléctrico como si fueran sombras fugaces. Entre los temblores y los chirridos de las bisagras de aquel bólido oyó los agudos gritos de pánico de los pasajeros. El avión se había salido de su cauce y seguía a toda mecha campo a través. Clavó los ojos en el rostro pálido como la tiza del sobrecargo, un militar que apretaba la espalda contra la chapa de la portañuela de enfrente y se aferraba con los brazos a las barras de acero pulido de los pasamanos. Su tez y su mirada de pánico le hicieron consciente de que el artefacto se iba a estrellar y estallar como una bola de fuego. Sin embargo no se estrelló ni ardió. Los únicos perjudicados fueron los pilotos, que quedaron arrestados en nombre del rey, a quien el ministro de Defensa llamó de inmediato por teléfono para contarle el suceso antes de que se enterara por los periodistas.
Podía haber muerto, se decía recordando el sucedido. Pero el cielo o la suerte no quisieron. Del cielo caía agua-nieve, lo que fue una suerte para el señor ministro y los altos mandos militares, pues abandonaron enseguida el avión y se pusieron a mirar hacia arriba con la boca abierta como dando gracias al Altísimo. Con ello obtuvieron un trago de líquido elemento que les permitió superar el susto y evitó que pasaran revista a las tropas con la palidez de los ahogados.
2.–Vasilisa
Pasaban pocos coches y ningún taxi. Se recompuso y aspiró con todas sus fuerzas los líquidos de la nariz, elaboró un escupitajo aceptable, disparó y acertó de lleno en la cara del Papa Noel pintado en una caja de cartón que coronaba unos contenedores atestados de residuos domésticos y envoltorios de regalos del festejo natal del pobre niño Jesús.
A cierta edad conviene ir reduciendo las dosis de casi todo, se dijo por enésima vez al sufrir un ataque de tos más violento que un jabalí. Se paró y se dobló por la cintura para controlar los esfínteres. O acabas con el vicio o el vicio acaba contigo, se repitió, arrojando contra el asfalto el segundo cigarrillo recién encendido.
Dos minutos después volvió a vibrar el inoportuno en su bolsillo. Temió lo peor, pero se tranquilizó al comprobar que no era el delegado ni ningún otro jefazo, sino el coronel Terri.
–¿Qué pasa, Laureano?
–¿Has visto los que iban en el Tupolev?
–Ni idea; todavía no he llegado a la redacción.
–Pues iba la Orquesta y el Coro del Ejército Ruso –le informó.
–¡¿Qué…?!
–Lo que oyes.
–Pobre gente… ¿Qué más han dicho?
–Poco más, que el avión despegó de Sochi y enseguida cayó al mar. Parece que no hay supervivientes y que han perecido las noventa y dos personas personas que iban a bordo, o sea que la legendaria Orquesta y Coro del Ejército Rojo ha terminado su actuación en el fondo del mar.
–De rojo no le quedaba ni el nombre.
–Correcto; se llamaba orquesta y coro Alexandrov –puntualizó Terri–. Iban a alegrar la Navidad a los militares enviados por Putin a Siria y mira donde han acabado.
–¿Crees que ha sido un atentado?
–No tengo datos, pero no lo descarto –dijo el coronel.
–Utiliza tus contactos –le pidió Tilo.
–Serviría de poco; es muy temprano y Sochi está lejos de Moscú. Por cierto, ¿cómo llevas lo mío?
–Está en el horno, listo para servir –respondió Tilo.
–¿Lo has rematado bien? –Se interesó el coronel.
–Con trilita –dijo el periodista–, sin quitar una coma ni economizar un gramo del material explosivo. Será un escándalo catedralicio.
–Eso espero, periodista.
–Después te llamo.
El veterano reportero había columbrado la cuesta y caminaba ahora por la larga avenida frente a la verja de lanzas con la punta dorada que rodeaban el parque grande. Iba todo lo deprisa que podía, pero aún le faltaban dos kilómetros para llegar al edificio de la casa editorial en cuya segunda planta se hallaba la delegación del periódico y la mesa que ocupaba, con la pantalla del ordenador y una barricada de papeles encima. Él le llamaba “el precipicio”.
–¿Por qué le llamas así? –Le preguntó una vez Lola.
–Porque estoy rodeado de bordes.
Borde significaba gente antipática en la jerga del momento. Ojalá solo fuera eso, porque aquellos colegas de ambos géneros acumulaban otras cualidades innatas y adquiridas como el egoísmo, el histrionismo, la envidia, la felonía, el cinismo… Si El Hércules se hubiera comportado como los grillos y el aterrado sobrecargo temían, ahora estaría tan agustín criando malvas, sin tener que hacer guardia un año más el día de Navidad. Se acordó del chiste (“–¿Está Agustín? –¿Cómo no va a estar agustín si está en la cama?”). No tenía ninguna gracia, el chiste, pero se rió para sí pensando que este iba a ser su último turno de guardia en fecha tan señalada para la cristiandad, pues el año que viene se jubilaba. Se acabó, se dijo antes de recordar que tampoco la jodida Vasilisa cumplió el pronóstico del gafe de turno. Era la segunda oportunidad de morir por la ley de la gravedad, pero la pericia del piloto paquistaní la frustró.
Ya estaban sentados en el helicóptero Mi-8 de los servicios sanitarios de la Media Luna Roja para sobrevolar la zona del desastre. El Mi-8 era un aparato resistente y fiable, fabricado los rusos. Un poco rústico parecía porque llevaba el suelo de tabla y lucía grandes cuchilladas en los respaldos de los asientos. Los colegas enseguida se dedicaron a arrancar trocitos de esponja, empaparlos con saliva, hacer bolitas y lanzarlas unos a otros. Un indio flaco con ojeras subió a bordo, cerró la puerta, se colocó a los mandos del aparato y activó el rotor. La Vasilisa tembló de ganas de salir volando. En ese instante, un colega del ente público de radio-televisión se desabrochó el cinturón de seguridad, dio unos pasos hacia la puerta, la abrió y se bajó. Le vieron correr hacia la terminal del aeropuerto de Islamabad cuando el molinillo echó a volar rumbo a las montañas de Cachemira, donde la pobre gente pobre (casi todos lo eran en aquel país) había sufrido los efectos de un fuerte terremoto.
Allí fue donde le quisieron vender, recordaba, a Paka, una niña de nueve años cuya familia había desaparecido en un poblado engullido por la montaña. Ella se salvó porque estaba lejos, apacentando unas cabras. Él la habría comprado si una colega experta en adopciones no le hubiera conminado: “No lo hagas”. Y a continuación le informó de las complicaciones burocráticas para llevarla consigo. Ante la posibilidad de que se la quitaran en la aduana, dio el puñado de rupias a la mujer que vendía a la nena y le impuso la condición de que se ocupara de ella, con la promesa de remitirle una cantidad de dinero cada mes hasta que cumpliera dieciocho años y se hiciera moza. La vendedora cumplió su palabra. Paka creció, estudió enfermería y se hizo una mujer. Le escribía todos los años en Navidad.
Aquello ocurrió después de sobrevolar la zona y ver los daños del terremoto: las casas de los campesinos caídas por los suelos; las carreteras, caminos y senderos borrados de la faz del suelo; los ríos y arroyos desviados de sus cauces. De algunos pueblos enterrados por el derrumbe de aquellos montes terrosos quedaba algún vestigio, alguna casa orillada y maltrecha. De otros poblados con mejor suerte se apreciaban las casas derribadas y los escombros empujados hacia el valle.
Las consecuencias del terremoto encogían el alma. No podían hacer nada, salvo calcular la cifra de muertos y desaparecidos a partir de los datos censales de la población preexistente e informar al mundo de la destrucción y el daño de los temblores del suelo en aquella latitud torturada del planeta.
Los supervivientes que podían caminar iban bajando hacia los valles con sus heridos, sus viejos y sus niños al hombro. Algunos llevaban los animalillos que no habían quedado enterrados vivos. Pronto formarían campamentos, se lamerían las heridas y retomarían la lucha por la vida en aquella latitud fría y hostil, aunque muy fértil, del sudoeste de la cordillera de los Himalayas, conocida como el techo del mundo.
El piloto acertó a aterrizar en una terraza cercana al lugar que estaba siendo acondicionado por unos militares ibéricos para acoger a los desplazados. Permanecieron varias horas con ellos. Los soldados tendían tuberías para proporcionar agua potable a los supervivientes, construían casas de madera como refugio y escuela de los niños, asentaban contenedores e instalaban carpas de lona como viviendas provisionales para los supervivientes.
También perforaban pozos para que la muchedumbre de desgraciados no dispersaran sus excrementos corporales y el cólera no se añadiera a la desgracia. Provistos de tractores, volquetes, excavadoras y otras máquinas, aquellas cuadrillas de jóvenes militares del ejército patrio se esforzaban en despejar los escombros de las carreteras, restaurar los caminos y reabrir los senderos. Tendían puentes provisionales e improvisaban pasarelas sobre los arroyos y las simas del terreno.
La tropa de mujeres y hombres de los regimientos de castramentación allí desplazados para mitigar el sufrimiento trabajaban sin descanso y sin apoyo. Los aliados occidentales se habían comprometido a prestarles apoyo logístico, pero a la hora de lo cierto no se llamaban Alemania, Francia, Reino Unido ni Estados Unidos, sino Andanas. El bienintencionado gobierno español ejercía de Quijote, adoptando una de las pocas decisiones que valía la pena tomar: ayudar a los más necesitados. Cierto es que la razón subyacente del envío de tropas, material y maquinaria en un buque atracado en Karachi guardaba relación con el deseo de los mandatarios estadounidenses de tener contento al general Musharraf, un hombre astuto a quien la democracia le parecía una mierda y por eso empuñó el poder civil mediante un golpe militar incruento, pues casi nadie se opuso a la presencia de los soldados en la calle.Puesto que los deseos de los estadounidenses eran órdenes para el gobierno español, lastrado por sucesivos mandatarios genuflexos, y a la Administración Estadounidense le convenía ayudar a aquel Musharraf para que facilitara sus operaciones de guerra contra los talibanes y los combatientes de Al Qaeda en Afganistán, he allí a los soldados hispanos echando el bocio por la boca, trabajando a toda máquina para atemperar el daño.
Chafardearon con los militares en aquellas latitudes, visitaron dos hospitales de campaña improvisados, obtuvieron conmovedores testimonios de varios supervivientes, recogieron las peticiones de ayuda (alimentos y medicinas) de las mujeres y los niños que conseguían llegar al campo de desplazados. Al regresar a Islamabad, la Vasilisa perdió su nombre para llamarse Saltamontes por mor de un golpe de viento que a punto estuvo de arrojarla de cabeza a un pantano. Di tu que el piloto era experto en vendavales y dribló a Eolo saltando dos o tres veces sobre la superficie de aquel embalse de suministro del líquido elemento a la urbe de Rawalpindi.
–¿Qué te ha pasado, tronco? –Se interesó por el colega del ente, que les esperaba en el aeropuerto y mendigó algunos datos y testimonios para salvar la jornada.
–¡Joder, chico! De de pronto lo vi todo negro, como si fuera un aviso que el Super Puma se iba a estrellar.
–¿Un ataque de pánico?
–Eso mismo pienso yo; nunca me había ocurrido nada igual –dijo.
–Podías haber avisado.
–No quise asustaros –adujo.
A raíz de aquel episodio, los colegas le motejaron Super Puma cagón. Cierto es que el mote le duró poco, pues tuvo la suerte de los ceporros burócratas y se benefició de un razonamiento gubernamental, cuando el gobierno todavía razonaba, según el cual salía a cuenta para las arcas públicas pagar el sueldo a los empleados del ente público de más de cincuenta años de edad sin obligarlos a trabajar que mantener sus puestos de trabajo, con los consiguientes gastos añadidos. La decisión benefició aquel cenizo y a otros dos mil agraciados. Cobraban del común sin prestar ningún servicio ni realizar más esfuerzo que murmurar y maldecir al gobierno.
3.–Buque
El inoportuno emitió un aviso de mensaje recibido. Ni caso. No eran horas de jugar a los principios con Lafun. Además, hacía demasiado frío para sacar la mano del bolsillo de la cazadora. Oyó el pitido de otro mensaje. Lo mismo. Hasta los mirlos del parque volaban corto, ateridos entre la gélida niebla. Las farolas seguían encendidas. Lógico. El día de Navidad casi nadie madruga, y menos los empleados municipales, a los que importa un rábano el dinero del común.
En lo que llevaba de trayecto sólo se había cruzado con un gato y una anciana renqueante que iba golpeando el suelo con el bastón. Se acordó del chiste: (“–Doctor, me duele mucho esta pierna. –Eso es por la edad. –Pues esta tiene los mismos años y no me duele”).
Otro mensaje de móvil. En cuanto abren el ojo, esos capullos de los partidos políticos se dedican a loquear al personal con mensajes, convocatorias y opiniones varias sobre lo divino, lo humano y lo diabólico. El caso es ocupar espacio, dar signos de existencia, ladrar, dar la murga a los demás.
Entre la niebla distinguió la silueta oscura de un madrugador encapuchado. A medida que avanzaba hacia él descubrió que era Gamero. Al cruzarse le saludó con un ostensible movimiento de cabeza abajo y arriba. Ese Gamero no oía un carajo y tanto daba darle los buenos días como preguntarle si iba a pescar. El viejo actor movió su bigote y le lanzó un gruñido. No era menester preguntarle qué hacía por el barrio tan temprano, pues en contraste con otros jubilados que madrugan para estar más tiempo sin hacer nada, Gamero lo hacía por fidelidad a su lema: “Como fuera de casa no se está en ninguna parte”. Deambulaba por las tabernas de la zona, se le veía sentado en los bancos del parque, ojeando los culos recauchutados de las señoritas y simulando leer un periódico deportivo. Era gesticulante, rojo y cáustico. “Pilarín, ponte bragas”, dicen que le recomendó a una insigne directora de cine. “Las llevo puestas”, respondió ella. “No me mientas, que te ha caído caspa en los zapatos”, observó Gamero.
El impertinente volvió a la carga con sus temblores:
–¿Qué pasa ahora coronel?
–Escucha.
Por el auricular oyó el canto de La Dolores (de Calatayud), aquella jota aragonesa interpretada por la Orquesta y el Coro del Ejército Ruso. Fue el disco más vendido en Rusia el año pasado.
–¿Sabes lo que más me jode, periodista?
–Dímelo tu.
–Que los causantes de esa desgracia se van a ir de rositas.
–¿Te refieres al puto Putin y al criminal Al-Ásad?
–Correcto.
–Estas cosas ocurren cuando los cerdos se suben a los árboles, dijo un amigo italiano, con perdón del noble animal, ya bastante vituperado por Orwell. Pero, tranquilo, Terri, cada cerdo tiene su san Martín.
–Esos hijos de la gran matraca se van de rositas –repitió–; ya me contarás quién puede atreverse a abrir una causa penal contra ellos si hasta el necio de Trump se declara amigante del jerarca ruso.
–¿Ami…qué?
–Amigante, amigo mangante, según la acepción…
–De Malalata –intercaló el fatigado reportero soltando vapor por la boca.
–No, del filosofo Emilio Lledó –aclaró el coronel–. Me gustaría ver a esos malditos canallas despernancados, reventados en el fondo del mar.
–Todo llegará.
–Oye, Tilo, que estoy pensando que la mejor fecha para soltar el chupinazo sería un poco antes de la Pascua Militar.
–Coincido contigo; el día antes podríamos soltar el zambombazo. Le haríamos un favor a don Tancredo y se convertiría en el imán de la fiesta palatina. Enviaré el texto al director. Espero que no se amilane.
–¿Te pasas luego por la Tabernilla?
–Te daré la revancha, no te preocupes. No creo que a la aeromoza le adelanten el vuelo.
–¿Por dónde anda?
–En San Juan de Puerto Rico. En principio llegará sobre las seis de la mañana.
El interés de Terri por la publicación del reportaje le pareció comprensible. Cualquier persona encapsulada y en peligro de muerte desea librarse de la restricción de movimientos y quitarse la acechanza de encima. Lógico. Desvivir escondido, vigilando tu propia sombra a cada paso, provoca claustrofobia y mala leche. Di tu que ahora, si se cumplían las previsiones, el enemigo tenía las horas contadas. El periodista lo sabía. En un lapicero electrónico que llevaba en la mochila guardaba el borrador del informe de la autopsia. Otra cosa era que la pudiera publicar horas antes de que el enemigo la diñara oficialmente.
Recordó la noche que conoció a Terri. Un un tipo en calzón corto hacía flexiones en la cubierta del barco. Respiraba como un toro. Él se mantuvo a distancia para evitar molestarle con el humo del tabaco. Era noche cerrada. Después de la escalada de los mercurios hasta los cuarenta grados, aquella brisa marina que olía a coles podridas le mantenía allí quieto, clavado ante las barandillas de proa. Arrojó la colilla con interés de verla caer y apagarse en el agua, pero la luz de la brasa desapareció enseguida en la oscuridad. El buque debía de tener más de veinte metros de altura sobre la superficie del mar. Sin vigilancia fluvial le pareció un objetivo macanudo para la resistencia armada. Minar y hundir aquel artefacto de hierro con sus quinientos militares abordo podía ser una gesta memorable para los fedayines del pueblo.
En esas percibió un fuerte olor a chotuno: el tipo que hacía flexiones se encumbró de un salto a la plataforma férrea, se enganchó a la barra superior y prosiguió haciendo ejercicios de elevación y descenso de su peso corporal a un metro de él. Le saludó: “Buenas noches”. Era un joven correcto. Intercambiaron referencias profesionales (era comandante jurídico) y lugares de procedencia antes de darse los nombres.
–Yo tengo dos, el oficial es Diagu Bandiera –dijo el gimnasta.
–¿Y el de pila?
–Laureano, como mi abuelo. Terri por parte de padre y Cabras por parte de madre –le informó con la generosidad propia de las zonas de riesgo.
–¿Cómo prefiere que le llame?
–Llámame Diagu, que es Diego en árabe. Bandiera es Bandera.
Era evidente que un tipo con dos albardas solo podía ser espía, aunque ellos prefieren denominarse “agentes de inteligencia”.
–Quizá me podía aclarar una duda –dijo Tilo.
–¿De qué se trata? –Se interesó el espía, dejando caer su esqueleto.
–Según los datos que nos ha dado el coronel jefe de la misión hay veinte militares sin cometido definido.
–Eso es imposible, amigo Tilo –dijo Diagu elevando a pulso su sudoroso cuerpo en calzón corto y pecho desnudo, de casi dos metros de alto.
–Pues una de dos: o han desertado o tengo una laguna.
Repasaron los datos y el comandante detectó enseguida la omisión del mando de la expedición “humanitaria”. Los veinte efectivos que faltaban habían sido desplazados a un lugar del desierto que llamaban Camp Bucca. Eso le dijo.
–¿Por qué nos habrán ocultado ese dato?
–Tampoco van a divulgar que estamos aquí para limpiar el culo a los estadounidenses. Todo esto es una mierda, un montaje de mierda de unos petroleros y unos políticos de baja estofa, ¿no sé si me entiendes?
–Claro que te entiendo, Diagu.
La mayoría de los militares evitaban a los periodistas, cumplían la prohibición de hablar con ellos y cuando lo hacía era para aplicarles la política del champiñón, que consistía en mantenerles a oscuras y darles mierda. De ahí su sorpresa al escuchar las expresiones críticas de aquel comandante hacia una guerra de ocupación planeada en West Point, decidida en Washington y lanzada en las Azores por un trío de gobernantes dañinos a los que se refirió con los motes de Etílicus de Texas, Vulpis de Londres y Halconcete Ibérico. ¡Por Júpiter si había tenido suerte! Aquel Diagu, o sea, el comandante Terri, hablaba claro, sabía más de Iraq que cualquiera de los expedicionarios, llevaba más de dos años destacado en Bagdad y conocía las relaciones bajo cuerda del gobierno del Halconcete Ibérico con el régimen del recién depuesto Sadam Husein.
Pegaron la hebra sobre la ocupación, un paseo militar a sangre y fuego de las poderosas divisiones estadounidenses, apoyadas por varias brigadas británicas, la lucha de un tigre contra un burro amaneado.
Hay personas con las que conectas a la primera, bien porque inspiran confianza, transmiten seguridad o sencillamente te caen bien sin saber por qué. Aquel narizotas era una de ellas. Su primer favor informativo fue la existencia de aquel lugar llamado Camp Bucca. Le indicó groso modo donde estaba.
–¿Podremos llegar en moto?
–No lo sé, no he ido allí.
–¿Pero tu misión es el reconocimiento del terreno antes de que lleguen los demás?
–De ese terreno, no; ya había sido reconocido por los estadounidenses, pero si vas, te agradeceré que me cuentes lo que veas. Yo me vuelvo mañana a Bagdad. Toma nota de mi teléfono. Puedes llamarme si necesitas algo.
Un buen tipo aquel Diagu, se dijo mientras le veía desaparecer tras una puerta metálica tenuamente iluminada por una luz amarillenta bajo el puente de mando. Encendió un cigarrillo. El desfase horario entre aquel lugar que le parecía la almorrana del culo del mundo por más que algún colega lo comparase con la desembocadura del Guadalquivir, y la Península Ibérica, le mantenía en vela. Hasta su reloj biológico rechazaba aquella invasión a mano armada. Realizó una composición de lugar, se movió por la cubierta, se asomó al muelle, miró a los centinelas junto a la pasarela, vio la moto apoyada en el muro de una factoría desvencijada y se metió en la panza del barco con la intención de informar a Guzmán Cifuentes (Guci) de su plan y dormir unas horas.
4.–Lavadora
Siguió caminando y recordando. Era como si la niebla le despertara la memoria. Había cruzado la frontera de Iraq cuarenta y ocho horas después de que las tropas de la coalición anglo-estadounidense tomaran Bagdad sin hallar la feroz resistencia armada que pronosticaban los expertos de las grandes televisoras encargadas de añadir morbo y suspense a la ocupación militar del país petrolero. Los carros de combate y las orugas artilladas de la coalición entraron en la capital con mucha pena y sin ninguna gloria. Esperaban un recibimiento alegre y triunfal, y encontraron silencio y desprecio. Ni multitudes con banderitas ni gozo ni chicas ni alcohol. Daban miedo.
Acompañado del intrépido Guci, un tipo nervioso y pequeño, de unos treinta años, el pelo rubio encrespado, siempre con la cámara al hombro, Tilo viajó gratis total hasta Kuwait en un Hércules de la fuerza aérea española, con el compromiso, eso sí, de dedicar un reportaje a los cometidos de la expedición humanitaria enviada en son de paz por el Halconcete Ibérico, también llamado el señor Calzas, en aquel buque militar al único puerto de Irak, en el extremo sur del país, a un tiro de piedra de un poblachón pacífico y destartalado que llamaban Um Qsar. El Halconcete era sagaz. Respondía a las manifestaciones masivas de los ciudadanos en contra de aquella guerra de ocupación militar ilegal, criminal e inmoral (“sangre por petróleo”) enviado aquel barco con agua, víveres y personal sanitario para desmentir su crueldad. La propaganda costaba mucho dinero, pero la pagaba el pueblo sobre el que meaban sin sentir pudor.
Tilo y Guci aterrizaron al amanecer en el aeropuerto del emirato, convertido en un enjambre de abejorros metálicos. Los Galaxi, B-52 y otros monstruos voladores de color ciénaga ocupaban las pistas de rodadura. Sobre una gran explanada que se adentraba en el desierto se alineaban los carros de combate como sapos campaneros, las orugas rodantes con cañones, morteros mortales, lanzaderas de misiles, cisternas de combustible. Había largos camiones que llamaban trailers, cargados con grandes rollos de alambre y voluminosas contenedores metálicos de municiones. Toda la ferretería de la guerra estaba en marcha. El Séptimo de Caballería llegaba a reforzar o relevar, según los casos, a la Sexta División estadounidense. El espectáculo resultaba impresionante.
Guci saltó de la rampa del Hércules y empezó a filmar. Lógico. Era su trabajo. Tomó varias panorámicas en círculo. Los morros de los superbombarderos o fortalezas volantes, los helicópteros Apache, las hileras de pertrechos y carros de combate que se prolongaban más allá de donde la vista alcanzaba. Tilo agarró las mochilas. Se estaba despidiendo de los aviadores, dos jóvenes oficiales muy amables, cuando llamaron su atención los berridos y ejercicios gimnásticos de unos marines que salían de un improvisado corral de sacos terreros, cubierto con una lona de camuflaje y situado a veinte o treinta metros de donde había quedado estacionado el avión. Se fijó en un marine que se alejaba en silencio y desaparecía en la oscura boca de un hangar cercano del que, instantes después, salieron corriendo cuatro militares armados con ametralladoras. Entonces gritó: “¡Guci, esos cabrones vienen a por ti!”
Los marines vociferaron algo en su idioma. Dos avanzaron hacia Guci y le arrebataron la cámara. Los otros dos, rodilla en tierra, le apuntaban con sus M16. El reportero les hizo saber que era amigo y que no estaba filmando, sino “midiendo la luz”. Pero aquellos tipos no estaban configurados para razonar, sino para matar o, en el mejor de los casos, agarrar prisioneros. Le llevaron hacia el hangar. Tilo les siguió. En aquel lugar se acumulaban torres de palieres con millones de botellas de agua. Les identificaron y obligaron a esperar hasta que, al cabo de una hora, un superior examinó la cámara y comprobó que no contenía imágenes de la impresionante maquinaria bélica. Resulta que todo aquel material bélico se hallaba clasificado de “alto secreto militar”. No se podía filmar. Lo evidente y descomunal no se podía ocultar, pero era secreto. El militar que examinó la cámara tenía aire goebeliano, pero tras constatar la falta de imágenes les permitió abandonar el lugar e incluso, con el debido permiso, aprovisionarse de algunas botellas de agua que rodaban por el suelo.
Dejaron atrás los sonidos metálicos, el zumbido de los motores, las sucias nubes de anhídrido carbónico de los tubos de escape, el olor a aceite pesado y los gritos de los soldados corriendo de un lado a otro. Salieron del aeropuerto. Entonces Guci se puso estupendo.
–Gracias Tilo, si no es por ti, esos cabrones me quitan la cámara y me detienen.
–¿Tu crees que el Lobo se comió a Caperucita?
–No te entiendo, te estoy dando las gracias y me saltas con Caperucita.
–¿Se la comió o no?
–Joer, en el cuento sí, pero es mentira, por eso es un cuento.
–Ni siquiera Perrot se creyó el disparate de que el lobo se zampara a Caperucita, pero el cuento existe y a partir de ahora hemos de creerlo y procurar esquivar al lobo.
Estuvieron de acuerdo en la conveniencia de andar ojo avizor con aquellos tipos, los estadounidenses, y coincidieron en que se habían librado de casualidad de sus malas mañas, ya que unas horas antes habían matado al compañero José Couso y al colega ucraniano Taras Protsyuka cuando filmaban la llegada de los tanques al centro de Bagdad desde la terraza del undécimo piso del hotel Palestina, donde se hallaba la prensa internacional. Unos belicosos marines, dopados con valorina o como se llamara la mierda que les inyectaban para descerebrarlos, apuntaron por la mirilla telescópica del carro y les lanzaron dos pepinazos. Tenían orden de disparar a todo lo que se moviese y no querían testigos de sus fechorías.
En aquellas circunstancias, Tilo y Guci temieron ser acusados de meter la nariz en las armas de destrucción masiva de los invasores y quedar encerrados para contrarrestar la protesta oficial de las autoridades españolas por el asesinato del reportero. Cierto es que su temor resultó infundado porque las autoridades del Reino de España se comportaron como amigas y aliadas y ni siquiera protestaron. La carne de periodista ya andaba devaluada y se depreciaría mucho más todavía.
En Kuwait tomaron un autobús hacia la borrosa frontera con Iraq. Más que autobús parecía una lavadora dando tumbos por una carretera secundaria plagada de baches, pues los militares estadounidenses se habían apoderado de la autopista que unía aquel emirato con la ciudad de Basora y prohibían el tráfico de civiles. Se notaba que no querían emboscadas. Recorrieron varios kilómetros en paralelo a los carros de combate y demás cacharrería rodante de la Séptima División USA, lo que permitió a Guci filmar sin ser molestado. Poco a poco se fueron alejando del cauce tóxico de la autopista. El calor de media mañana derrotaba al aire acondicionado de la lavadora. Sudában como esponjas exprimidas. Más que lavadora, el autobús parecía ahora un horno de asar pimientos morrones. El conductor, un hombre pícnico con un sombrero de paja sujeto al cuello con una cinta, puso música de gemidos y dio permiso a los viajeros para que abriesen las ventanillas, con cortinas voladoras. Temperatura y velocidad coincidían: 45 grados y 45 kilómetros por hora.
Hay nombres que no desaparecen de la memoria. El poblado de Safwan, casas y cercas de adobe, seguía en su recuerdo como el lugar donde se apearon de aquel autobús que llevaba unos palos de escoba con banderas blancas en las cuatro esquinas. Apenas se había alejado un kilómetro de la encrucijada donde les depositó cuando una granada de mortero lo convirtió en una bola de fuego. Por suerte ya no llevaba viajeros. Guci filmó el ataque. Era un final bélico superior tras la filmación de los convoyes de la autopista y los sudorosos viajeros de la lavadora: varios niños con sus madres, uno de pecho, seis obreros filipinos de los pozos de petróleo, unos ancianos y dos mercachifles con voluminosos fardos de mercancía. Aquellos gringos estaban enloquecidos. Disparaban primero y preguntaban o no preguntaban después.
–Me creo el cuento de Caperucita –dijo Guci incorporándose del cuerpo a tierra.
–¿Y el conductor?
–Creo que ha salido despedido y se ha salvado, luego lo vemos.
Los británicos controlaban aquel enclave. Guci se encaró con el encargado de identificarnos, un negro que por suerte o lo que fuera no tenía ganas de bulla.
–¿Por qué carajo disparan contra objetivos civiles? ¿Las banderas blancas son invisibles para ustedes? –Le preguntó.
El soldado hizo un gesto de desagrado y mostró sus dientes blancos.
–¿No me acabas de decir que crees en Caperucita? ¡Cállate y no provoques al lobo!
–¿Es que no has visto lo que han hecho?
Una columna de humo negro de neumáticos ardiendo oscurecía el cielo.
–Pueden seguir, lárguense cuanto antes –dijo el militar en su idioma.
Llegaron a Al Jabjud en una camioneta conducida por una mujer. Transportaba cuatro jaulas con algunos pollos. Aquella localidad también estaba bajo el control de los británicos. Vigilaban la carretera y capturaban a los varones en edad de combatir. La ciudad estaba desierta, los almacenes cerrados, la gente en casa por el calor.
El objetivo de los dos reporteros era llegar cuanto antes a Um Qsar. Callejearon por la silenciosa Jabjud en busca de algún medio de transporte. Los ocupantes eran los amos. Controlaban en sus tanquetas y jeeps erizados de ametralladoras las esquinas de las principales calles de la ciudad. Un perro flacucho comenzó a seguirnos por una ancha avenida comercial con todos los negocios chapados. Guci le dio un trozo de sanwich podrido. El cocker despelurciado, legañoso y ácrata parecía el único habitante sin miedo a aquellos militares con aspecto de marcianos. Oyeron un silbido. Aunque no tuviera miedo, el perro tenía dueño: un hombre con forma de palo y ropa de espantapájaros le llamaba desde el centro de la calle. El canelo, ni caso; prefería el sanwich. El hombre se acercó y les agradeció en su idioma el bondadoso trato a su perrillo. Guci le indicó por señas nuestra necesidad de encontrar algún medio de transporte, un coche, una moto, algo en lo que llegar cuanto antes a Um Qsar. El hombre entendió. Le siguieron. Después de quince minutos se paró ante el cierre metálico de lo que por el olor a aceite pesado parecía un taller mecánico. Golpeó la mampara de latón. Abrió un hombre sudoroso en pantalón vaquero con manchas consolidadas. El hombre palo le explicó las necesidades de los forasteros y les ayudó a negociar la compra de una motocicleta en buen uso, de marca desconocida y hechura similar a la histórica Bultaco Metralla española. Sorbieron el té oscuro que les ofreció el vendedor, regatearon un descuento, pagaron en dólares, se despidieron y salieron zumbando en dirección a Um Qsar.
La montura era estrepitosa de verdad, pero funcionaba y los cascos atemperaban el ruido. Los demás podían contar el chiste (“–Papá, ¿qué es una moto? –Un imbécil montado en un ruido”), que a ellos ni fu ni fa. Tilo guiaba y Guci podía filmar en marcha como en el Tour de Francia. Las mochilas iban atrás, atadas en el porta bultos. Tal vez les faltaba un letrero con la palabra “prensa” en árabe e inglés y una banderita blanca, aunque visto el destino de la lavadora tanto daba. Si el lobo decidía atacar lanzaría sus dentelladas con bandera o sin ella. Dejaron a la izquierda un desvío carreteril hacia Basora, la segunda ciudad más importante de Irak (decían), y llegaron a Um Qsar antes de que el sol se ocultara. En aquella latitud oscurecía en un santiamén.
La ciudad (por llamarle de alguna manera) estaba situada a cuatro o cinco kilómetros de la desembocadura del Tigris y el Eúfrates. Contaba con el principal puerto del país y había sido tomada por las tropas estadounidenses y británicas en pocas horas, al comienzo de la ofensiva. Era un poblachón grande y polvoriento. Tenía un bulevar ancho y terroso, muy animado a aquella hora del atardecer, con niños, perros y burros que corrían por la campa, grupos de mujeres sentadas bajo una hilera de plátanos de hojas oscuras y corrillos de ancianos que parlamentaban. Les indicaron el camino hacia el puerto viejo, una carretera con tramos de asfalto y pedregal, bordeada de chabolas, al término de las cuales se veía una hilera de grúas oxidadas (el puerto nuevo), una fábrica de gas desactivada y unos almacenes desvencijados. Finalmente avistaron el buque de la Armada española en el muelle del puerto viejo.
Visto el impresionante poderío militar angloamericano, el barco español parecía una mosca al lado de un elefante. La dotación del buque (unos trescientos marineros) y los doscientos soldados que iban abordo habían recibido la consigna de portarse bien con los informadores, lo que equivalía a ser correctos y educados, pues la misión era enseñar el pabellón en aquellas latitudes y facilitar la difusión de cometidos tan nobles como curar enfermos y heridos y repartir alimentos y agua potable a la población. De ahí las facilidades para alojarse en el barco, en el que ya había informadores de varios periódicos y emisoras de radio y televisión, y para acompañar durante las siguiente jornadas a los militares en sus tareas humanitarias, de modo que los ciudadanos contrarios a la guerra (la inmensa mayoría) pudieran ver y leer que las tropas profesionales de nuestra patria no hacían daño ni mataban a la pobre gente, sino todo lo contrario: daban galletas y productos lácteos a los niños y distribuían agua potable en un camión cisterna a las amas de casa. Por si fuera poco, un equipo de sanitarios militares pasaban consulta y entregaban medicamentos en un hospital de la ciudad, junto al bulevar terroso. Y otro equipo atendía a los pacientes más graves en el hospital montado en el propio barco. “Es nuestro seguro de vida frente a posibles atentados”, dijo el almirante en respuesta a una pregunta de Tilo sobre la aparente falta de seguridad naval.
Para mayor realce de la pacífica misión humana, la televisión pública había enviado a la presentadora del principal noticiario del día. Se llamaba Letizia con zeta y daba las noticias locales, nacionales e internacionales desde el puente de mando del buque como si desde allí se dominara el mundo. La cobertura informativa de las evoluciones y cometidos de los bondadosos militares era tan completa y detallada que poco o nada quedaba por contar. Las “nenas de la tele”, como les llamaban los militares, recibían un trato preferente y deferente. Lo sabían todo y lo habían contado casi todo con detalle. Disponían de dos equipos de cámaras, operadores y productores. Uno había viajado en el barco y arribado a Um Qsar el mismo día que los invasores entraron en Bagdad y el otro les estaba esperando. Los mandos les dispensaban un trato especial. Las habían llevado en lancha por el río, protegidas por un helicóptero, para que filmaran el yate y el palacio de Sadam en Basora, parcialmente destruido a bombazos, y mostraran al mundo el lujo hortera del que disfrutaba el llamado “sátrapa”. El reportaje tuvo éxito entre los aficionados al bricolage y lo emitieron una y otra vez para que todos, absolutamente todos los españoles pudiesen admirar las aldabas y los grifos de oro y los muebles de estilo rococó del dictador. A mayor disfrute se organizó un debate entre varios sadamólogos o huseinistas sobre si el mascarón de proa de un sofá palatino con forma de nave egipcia representaba a una hija o a una amante del tirano. Puesto que el muy cobarde había huido y ni siquiera los estadounidenses, que eran tan listos, conseguían encontrarle, no hubo manera de resolver el dilema. El asunto quedó en tablas.
Aunque aquella complacencia, incluso supeditación, de los mandos militares a las “nenas de la tele” parecía consustancial a la misión de propaganda que les había llevado a aquel lugar (Se decía que el almirante había cedido su camarote a la señorita Letizia, con zeta), a Guci le enfurecía aquel favoritismo. Lógico. Todo lo que podía filmar y contar había sido filmado y contado por las señoritas periodistas del ente.
–Me siento más inútil que la picha del Papa –se quejó a Tilo tras la primera (y última) jornada en aquel poblachón iraquí filmando la labor benéfica de los soldados y tomando el pulso de los habitantes que querían hablar. El estado de ánimo de la gente no era bueno sino malo. “¿Cómo quiere que nos sintamos? ¿Cómo se sentiría usted si invadieran su país?”, dijo un imán o cura de allí. “No nos gusta su invasión”, dijo en francés un anciano muy solemne y enfadado: “¡Vol! ¡C’est du vol a main armée!” Y denunció: “Vous, vous êtes assassins des personnes inocenntes”. La gente con la que hablaron en aquel bulevar terroso maldecía a los invasores y pedía a su dios que los echara cuanto antes de su país. Varias mujeres elevaban los brazos al cielo, preguntando al altísimo por sus seres queridos: sus maridos, sus hijos, sus novios, sus hermanos… ¿Habían muerto, estaban heridos, se habían rendido y los habían hecho prisioneros? Nadie sabía qué había sido de ellos. Guci filmaba.
Los niños no habían enloquecido como en Móstar (Bosnia). Llevaban tres meses sin escuela porque muchos maestros habían sido movilizados y los que no se habían quedado sin sueldo y permanecían escondidos por temor a las detenciones e interrogatorios. Los críos jugaban en las calles y en las campas, y cuando aparecían los soldados, unos se escondían y otros se acercaban tímidamente por si les daban galletas o caramelos. Las escenas del Lobo disfrazado de Caperucita confirmaban la bondad de las autoridades españolas, de modo que nadie en sus cabales podía dudar de que la invasión bélica era por el bien del noble pueblo iraquí.
Las imágenes más enternecedoras se registraron en el barco y se convirtieron en la gran exclusiva del día de las “nenas de la tele”. Una mujer se puso de parto y los médicos que habían tomado posesión del hospital local decidieron trasladarla al buque, donde le practicaron una cesárea y extrajeron una preciosa niña, sana y rolliza. ¿Qué más se podía pedir? Los militares no mataban, ayudaban a nacer. El papá de la recién nacida declaraba ante las cámaras del ente que la niña se llamaría Galicia como el barco.
Aquello encorajinó a Guci. Se sentía burlado y defraudado. Lógico. Todas las primicias informativas eran para las representantes de la televisión pública. Cambió la picha del Papa por un ciempiés en alpargatas para manifestar su sensación de inutilidad. “Tienes que hacer algo, Tilo, encontrar algo que valga la pena”, decía como si confiara en las cansinas habilidades de un tipo con canas cuya opinión sobre toda aquella mierda era lo que la palabra indica. Fue entonces, fumando a la fresca en cubierta, cuando conoció al comandante Laureano Terricabras, es decir, al espía Diagu Bandiera que le sacó de dudas y le proporcionó algo nuevo que ver y contar.
5.–Bultaco
Alertó a Guci y se pusieron en marcha antes del amanecer. Su objetivo era llegar a Camp Bucca y comprobar la tarea de los sanitarios españoles en aquel lugar del desierto al que no sabían por donde se iba. En el bulevar de Um Qsar vocalizaron Camp Bucca, Camp Bucca delante de unas mujeres que esperaban el camión del gas para cambiar sus bombonas vacías por otras llenas y poder cocinar. Ellas les miraron como si estuvieran locos y cacarearon algo entre entre risas. Se preguntó si el sonido de aquellas palabras tendría algo que ver con el sexo, las drogas o el rock and roll. Vaya usted a saber. Apretó el embrague, metió la marcha e iba a soltar gas cuando vio llegar un vehículo. Era el camión del gas propiamente dicho. La conductora era una mujer de mundo a juzgar por el atuendo occidental sin la hiyab que cubría la cabeza y el pescuezo de las demás. Hizo un gesto afirmativo cuando Guci repitió el nombre de aquel lugar. Le mostraron un mapa sudado. A la luz del faro de la Bultaco Metralla puso su dedo índice en algún punto del papel. Tilo se apresuró a entregarle su bolígrafo. La mujer trazó unas rayas al tiempo que pronunciaba nombres de pueblos o poblados. Calculó unos ochenta kilómetros hasta el lugar y les hizo saber que era una zona peligrosa, donde los “gringorajim” (malditos gringos) tenían a los hombres presos. Guci le dio un beso de entusiasmo. La mujer sonrió.
–Menuda suerte –dijo Tilo.
–Hoy Caperucita se folla al lobo –dijo Guci montando.
Pasaron junto a algunos caseríos con olor a hovenias y ovejas. El cuentakilómetros de la Bultaco les obligaba a calcular a bulto. Habrían recorrido unos cuarenta kilómetros cuando cruzaron el pueblo terroso donde debían torcer hacia el Oeste y adentrarse en el desierto. Ya con el sol despuntando divisaron la silueta de un edificio y lo que parecían unos vehículos estacionados. Tilo aceleró. Ojalá sea una posada donde podamos desayunar algo, se dijo. El edificio era un muro medianero, milagrosamente en pie después de un bombardeo, y los coches eran carcasas calcinadas. Pararon a filmar. No vieron restos humanos. Otearon en cambio una nube de polvo que se acercaba y se pusieron a cubierto detrás de un montón de escombros hasta que la polvareda pasó precedida de un hummer norteamericano con cuatro soldados y una ametralladora, seguido de un trailer gris. Seguramente procedían de aquel lugar, se dijeron sin pronunciar el nombre del jefe de los bomberos de Nueva York que murió entre los escombros de las Torres Gemelas. ¿Qué tendría que ver el bárbaro atentado de Al Qaeda con la invasión Iraq?
Prosiguieron la marcha. Media hora después, Guci distinguió por la mirilla de largo alcance de su cámara unas sombras en lontananza que le parecieron una tapia artificial. La atmósfera era densa y calurosa. Los cardos del desierto semejaban ovejas desperdigadas. La carretera, recta, con ondulaciones pronunciadas y tramos de asfalto soterrado bajo la arena se volvía resbalosa y peligrosa. “¡Ahí está Camp Bucca!”, gritó Guci al identificar por el visor una bandera de USA en un poste. Tilo aceleró. Unas motas de polvo puntearon la carretera. Eran balas. Un bulto plantado a un kilómetro de distancia les estaba disparando. Algunas balas rebotaron y les pasaron silbando. Una se incrustó como un diábolo en el guardabarros de la rueda delantera. Guci exclamó: “¡Esos hijos de puta quieren matarnos!” Y se tiró de la moto. Tilo frenó y derrapó hasta la orilla de la carretera. Oyó a Guci:
–¡¿Estás bieeen?!
–Sí, ¿y tu?
–Menuda culada.
–¿Y la cámara?
–Sin problema –dijo.
Enseguida aparecieron los agresores a bordo de un hummer y uno de ellos, bajito y cuadrado, con cara de pájaro, se acercó metralleta en mano y dijo en castellano:
–¿Se han herido, cuates?
–Unos milímetros parabelum más y nos matan, cacho cabrones –le contestó Guci.
El soldado le tendió la mano, pero él desestimó la ayuda y se incorporó y comenzó a filmar, al tiempo que le preguntaba por qué diablos disparan a los civiles. El soldado se apresuró a cubrir la lente mientras gritaba: “¡Ahí muere, ahí muere bato!” Guci interpretó las palabras como una amenaza, pegó un giro y le asestó con la Betacán un trastazo en la testa. Tilo temió lo peor. Se interpuso gritando: “¡Aquí muere, tíos!” El chicano se avino a razones y Guci le hizo saber que iba a dar parte al mando. El marine que conducía el todo terreno se reía a carcajadas. El tercero, un negro desgarbado, se había acercado a la moto y se empleaba en examinar las mochilas sujetas al portabultos. Levantó la moto y la puso en marcha. Funcionaba. Se subió y se dio una vuelta antes de entregársela con cara de satisfacción: “Su montura, amigos”. Tilo hizo una señal a Guci para que filmara el balazo y luego se quitó los guantes, arrancó la bala incrustada y se la guardó. El chicano advirtió el riesgo de la prueba.
–Deme esa chimisturia, cuate.
–Las balas disparadas no vuelven –dijo.
–No me sea chapucero.
–Ni chapucero ni hostias, esta me la quedo yo para el recuerdo.
El cuate miró al negro y éste le respondió con un gesto de hombros. Parecía un tipo razonable.
–No os preocupéis, no la utilizaré como prueba de vuestra agresión contra unos periodistas aliados, pero me vais a hacer un favor: no fuméis más mierda de esa.
Se rieron y el negro hizo un gesto con los brazos como si interceptara un balón de basquet.
Sobre el capó del vehículo militar habían escrito con una piedra de yeso: “Ford sale” (Se vende). Y en un lateral: “Shit of wart” (Guerra de mierda o mierda de guerra). Debajo: “Bush’s shit” (Mierda de Bush o Bush de mierda, tanto daba).
Tilo no disimuló su expresión de simpatía hacia los autores de tan ocurrentes lemas, reveladores de que estaban hasta los cojones de aquella maldita invasión. A cuenta del Ford sale recordó la anécdota de Patojo y Pericón de Cádiz. Iban el bailaor y el cantaor flamenco paseando por la Tacita de Plata cuando vieron unos albañiles que colocaban una placa en la casa del fallecido Pemán. Leyeron la inscripción: “Aquí nació el ilustre poeta y dramaturgo don José María Pemán y Pemartín, y blablablá”. Entonces Patojo preguntó a su compañero: “Quiyo, ¿qué van a poner en mi casa cuando yo me muera?” Y Pericón contestó: “Se vende”.
Superadas las diferencias con el cuate, que se llamaba Trajano, como el gran emperador romano de origen español, y aspiraba a campeón de boxeo siempre y cuando no le “descuachalangase” un “hozicón” –lo que obligó a Tilo a repetir que el baleo quedaba zanjado o, como en su jerga caliche, que allí “moría”–, les condujeron hasta la entrada de Camp Bucca y les señalaron las tiendas de lona de los médicos militares españoles. No tenían pérdida porque en un pico ondeaba la bandera del coaligado Reino de España.
Se apearon de la Bultaco y se asomaron al hospital de campaña, un largo pasillo con dependencias a izquierda y derecha. Guci gritó: “¡¿Quién vive?!” Un hombre se asomó desde la primera habitación: “¿Qué desean?” Se identificaron y le explicaron que querían hablar con ellos y contar su cometido, y el hombre dijo: “Pasad, amigos”. Era un tipo grande, fornido, con bata blanca y una galleta en el pecho que decía: “Ctan Gómez”. “Enseguida estoy con vosotros”, dijo mientras preparaba inyecciones sobre una mesa plegable. Era temprano, pero ya sudaba como un segador gallego bajo el paño blanco con un cordón negro que le cubría la cabeza. “Hay que estar preparados para cuando empiece el baile”, dijo señalando a la docena de dosis inyectables. No tuvo inconveniente en que Guci filmara sus preparativos “contra el veneno de los alacranes”. Después les condujo por el pasillo hasta el fondo del hospital, donde saludaron a un teniente cirujano, un anestesista vizcaíno y una enfermera segoviana. A la reunión se sumó un veterinario leonés y una mujer madura, acompañada de otro médico que era microbiólogo. Recogieron sus testimonios y filmaron a cinco pacientes iraquíes en recuperación: dos habían sido baleados, a otro le habían quitado el apéndice intestinal y los otros dos habían sufrido picaduras de alacranes.
En esas oyeron unos fuertes alaridos. “Ya empieza el baile”, dijo el capitán. Dos marines entraron en volandas a un joven descalzo que gritaba de dolor y echaba espuma por la boca. El capitán les indicó que lo depositaran en una camilla dispuesta en su departamento y se apresuró a inyectarle en la vena de un brazo una de las dosis que había preparado. Le limpió los espumarajos, le abrió la boca, le puso una pastilla, le echó un chorro de agua por el pitorro de un botijo de barro allí colgado. “¡Trágatela!”, le ordenó. Mientras examinaba el costado del muchacho, buscando la hinchazón de la picadura del jodido escorpión, los soldados bajaron del camión a otro iraquí como de cuarenta años, también descalzo y con un mandilón azulado, que no se quejaba, pero al que había mordido en un pie otro arácnido peludo y venenoso. El capitán repitió la operación. Luego, ayudado por una enfermera, colocó unas ruedecillas bajo las barras metálicas de la frágil piltra del primero y la empujó hasta el quirófano, donde la cirujana le hizo una hendidura y le extrajo el veneno. Oyeron más gritos y el capitán abrió otra cama plegable de lona para el nuevo paciente. “En cuanto amanece, esos bichos se ponen como locos; cada día pican a diez o doce prisioneros”, les explicó el sudoroso capitán.
Decidieron seguir a los marines, pasaron un control y, ya dentro de aquel terreno rodeado de espirales de alambre de espino recorrieron varios kilómetros junto a unas vallas muy altas de pequeños rombos trenzados a modo de jaulas, en cuyo interior había grupos de diez a veinte prisioneros. Estaban descalzos y cubrían sus cuerpos con mandilones raídos. Guci filmaba. Las condiciones en las que tenían a aquella gente encerrada a pleno sol, con un calor sofocante, eran del todo inhumanas. Los soldados que iban en el camión les señalaron un montículo sobre el que se veía una casucha encalada con una bandera descolorida de barras y estrellas. Era la sede del mando. Se desviaron hacia aquel collado del desierto. Desde allí se dominaba una extensa hondonada con una larga sucesión de jaulas que se perdían de vista. Eso era Camp Bucca, un campamento de prisioneros donde los desgraciados iraquíes sufrían la crueldad de los invasores.
Guci trepó con su cámara a la espalda por el mástil de la bandera hasta el tejado plano de la casucha del mando, por cuya portañuela lateral asomó una cabeza cubierta con una gorra de tela con visera, seguida del resto del cuerpo de un hombre que a simple vista debía contar sesenta o más años y vestía camisa y calzón corto de camuflaje y calzaba alpargatas deportivas. Parecía un granjero americano. Tilo le saludó, se identificó y le preguntó si estaba al mando de aquellas jaulas.
–Afirmativo –dijo.
–¿Cuánta gente tienen ahí prisionera?
–Unos diez mil enemigos –dijo.
–¿Soldados del ejército iraquí?
–Y terroristas.
–¡Qué extraño! En este país no había terrorismo.
–Este país era un régimen terrorista, amigo.
–¿Por qué razón les tienen descalzos?
El hombre, un jefe en la reserva de los bomberos de Nueva York, hizo un gesto de desagrado y permaneció en silencio como si tuviera que meditar la respuesta. Tilo le facilitó la labor:
–¡Ah, ya! Es para que no escapen, ¿verdad?
El hombre asintió.
Un jeep subía hacia la casucha. El conductor y su acompañante se apearon. El primero buscó la sombra al otro lado de la casucha y el segundo escupió un chicle y mascó un saludo antes de desaparecer por la puerta de la casucha con una carpeta debajo del brazo.
–¿Han considerado la conveniencia de que los prisioneros estén calzados para evitar las picaduras de los alacranes?
El hombre repitió su gesto de fastidio. Cuando Tilo suponía que no le iba a contestar, dijo:
–Usted no tiene ni idea, amigo. Esos sujetos son inmunes a los escorpiones, los atrapan y se los comen.
–A falta de pan, buenos son los alacranes, pero si usted echa una hojeada a los informes de los médicos españoles –dijo señalando a lo lejos al hospital de campaña– podrá comprobar que son vulnerables a la dolorosa picadura de esos bichos.
–Afirmativo; no todos son inmunes y, por consiguiente, que se jodan, aunque nosotros los socorremos.
–Sin embargo, no cuentan con personal sanitario suficiente.
–Negativo; las autoridades de su país solicitaron acompañarnos en esta misión y se les ha concedido ese privilegio. Las relaciones de colaboración son satisfactorias y apreciamos su esfuerzo. Así se lo hemos trasmitido a su gobierno y espero realizar una visita a la capital de la república española para saludar personalmente a su presidente. ¿Desea saber algo más?
–Si, otro pequeño detalle. ¿Por qué no proporcionan algo de sombra a los prisioneros?
–Ellos no necesitan sombra, son gente del desierto, odian la sombra.
–Puede…
–No se preocupe de eso, amigo. Nosotros los socorremos.
–¿Les dan agua?
–Mire allí. Aquello es un camión de los bomberos de NYK. ¿Ve el chorro de agua de la manguera? Son terroristas y sin embargo les socorremos.
–Puedo entender su punto de vista y espero que usted entienda que hay vista desde muchos puntos y por eso me gustaría saber en qué se basa para decir que son terroristas.
–No considero necesario explicarle a usted que mi país ha sido atacado en el corazón por las fuerzas del “eje del mal”. Pero debo decirle que su país también está amenazado. Y esto no es un punto de vista, amigo, sino una realidad. Los que no quieren estar con nosotros sufrirán.
–El gobierno de mi país ha apoyado esta invasión.
–Ha hecho lo correcto –dijo el ex bombero en activo.
–¿Qué van a hacer con todos esos prisioneros?
–Están siendo interrogados y clasificados; los que no tengan responsabilidades quedarán en libertad – afirmó despidiéndose y agachando la testa para entrar en la casucha, donde una escalera descendía hacia la profundidad.
Tilo miró hacia arriba. Guci le hizo un gesto con el pulgar y se deslizó por el mástil. “Vamos”, le dijo sin esperar a que se pusiera el casco porque el soldado que conducía el jeep le había visto bajar del tejado y estaba a punto de golpear la portañuela para informar de la presencia del cameraman.
Tilo soltó gas y salieron zumbando loma abajo, recordaba. Las posibilidades de pasar el control entre las alambradas eran nulas y Guci sacó la microcinta de la cámara y la metió en el bolsillo lateral del chaleco de Tilo. Luego le gritó: “¡Frena!” Y saltó de la moto. Tilo se cruzó con el hummer del cuate, el negro y el andino. Circulaban despacio, con la metralleta orientada hacia las jaulas como si estuvieran patrullando. Les saludó con la mano y les indicó con señas que el colega se había quedado tirado. Captaron el mensaje. Los marines del control le permitieron salir: o no habían recibido la orden de detenerlo o no contestaban al teléfono.
Se quedó esperando a Guci junto al hospital español, pero en vez del hummer del cuate llegó el jeep con el jefe bombero. Parecía más irritado que el Lobo buscando a Caperucita. Se encaró a él: “¿Dónde está el cámara que iba con usted?” Tilo puso cara de tonto. “Sí, el cameraman que iba con usted”. Se encogió de hombros. El capitán Gómez le siguió el juego e invitó a aquel jefazo a pasar al hospital y comprobar en persona que no había periodista alguno en el interior. El jefe bombero protestaba enérgicamente, asomándose a todas y cada una de las dependencias, incluido el contenedor metálico con las duchas y letrinas. El hombre estaba convencido de que los reporteros eran dos y el desaparecido había filmado las jaulas sin permiso.
–A ver si va a pasar lo que con las armas de destrucción masiva, que no aparecen por ningún lado –dijo el sudoroso capitán Gómez con gesto serio.
El jefe Lobo torció el gesto, dio media vuelta y ya se largaba con su ayudante al volante del jeep cuando se volvió hacia Tilo y, apuntándole con el índice a modo de pistola, dijo:
–Sepa usted, amigo, que la Convención de Ginebra protege a los prisioneros frente a las imágenes degradantes e ilegales y que serán denunciados si difunden el material que han filmado.
–Lo sé, míster. Y sepa usted que soy amigo suyo.
El capitán Gómez exclamó: “¡Hay que joderse! Les disparan y ese cabrón invoca la Convención de Ginebra”.
–¿Cómo es eso? –Se interesó Tilo.
–Esta semana llevan tres muertos por agujeros de bala; de vez en cuando esa pobre gente (los prisioneros) se desespera y tira piedras a las patrullas. Y los soldados les disparan.
–¡Joder!
–Pueden matar en legítima defensa; esto es una puta guerra, créeme.
–No solo le creo, capitán, sino que, según ese tipo (en referencia al jefe bombero), todos los prisioneros son terroristas.
–¿Eso te ha dicho?
–Como lo oye, capitán.
–¡Será mentiroso! De sobra sabe que son gente de 18 a 50 años a la que han obligado a presentarse en las comisarías de las poblaciones que han ido ocupando y luego les han traído aquí por las buenas y por las malas. Y siguen trayendo gente. Cada día entran ocho o diez camiones con hombres. Algunos llegan malheridos y con señales de haber recibido palizas. Estos gringos han enloquecido. Están maltratando a la población civil; para ellos todos son enemigos y sospechosos de terrorismo, aunque no lleven armas ni pertenezcan al ejército ni a la policía iraquí, que han disuelto oficialmente. Esto va a acabar muy mal –pronosticó.
En esas, vio pasar a prudencial distancia el vehículo del cuate, el negro y el andino, seguido de una nube de polvo. Dedujo que depositarían a Guci en la carretera. Agradeció la ayuda al capitán sanitario y se despidió de él, deseándole un pronto regreso a su Sevilla natal.
Guci le esperaba en la carretera, subió a la grupa y salieron zumbando con la intención de llegar cuanto antes a Basora y el propósito de poder transmitir desde allí el reportaje. Hasta ese momento habían tenido suerte. Y después, también, pues pudieron cargar combustible y encontrar un alojamiento con ducha en el primer gran hotel donde preguntaron.
Basora era una ciudad turística, pero la guerra había ahuyentado a los visitantes. Lógico. Se asearon, comieron verduras al vapor con pan tostado. El restaurante del Basrah se hallaba infectado de oficiales británicos y hombres de negocios árabes y occidentales. Tilo redactó un reportaje largo, de cuatro folios y Guci ordenó y subtituló con su ayuda el material que había filmado. Era un reportaje más que meritorio, acojonante. Guci le cedió unos fotogramas de prisioneros enjaulados y sableados por los alacranes. Transmitieron la información sin dificultades. Llamaron a sus respectivos medios y salieron a tomar el pulso de la ciudad. El periodismo es una actividad incesante, un oficio en movimiento en el que, como decía el gran publicista Eulalio Ferrer, el que bosteza está muerto. Recorrieron el paseo fluvial, pegaron la oreja en la gran mezquita y constataron el desprecio, el respeto y el temor de la población hacia las patrullas militares que controlaban las principales avenidas de la ciudad a bordo de sus vehículos artillados de color mierda. Cenaron arroz con trocitos de peces del Tigris en una terraza junto al río y regresaron al hotel sobre las nueve de la noche, hora local, tres horas menos en la Península Ibérica.
Se sentían satisfechos de su labor. La información era de primera. El mundo sabría algo más sobre el trato de los “democratizadores” a los iraquís, fueran militares o no, fueran policías o no, se hubieran rendido o no hubieran combatido jamás. La mayoría de los detenidos y enjaulados en el desierto eran pacíficos ciudadanos, funcionarios, profesores, comerciantes, trabajadores, padres de familia que no habían cometido delito alguno. Los arrestaban en sus casas, en las calles, en los centros de trabajo y los llevaban a Camp Bucca para interrogarlos cuando, al cabo de tres o más semanas, llegara su turno. Los maltrataban como si fueran terroristas y les devolvían bala por pedrada con la colaboración “humanitaria” del gobierno español, ávido de tajada.
Apenas había caído en la cama y cerrado los ojos cuando le sobresaltaron las expresiones airadas de Guci en la terraza. Se incorporó y acercó.
–¿Qué está pasando? –Le preguntó cuando el colega dejó de hablar por teléfono.
–Esos cabrones han decidido censurar el reportaje –dijo a punto de llorar.
–¿Por qué? ¿Qué te han dicho?
–Órdenes de arriba –respondió entre sollozos.
Una rápida composición de lugar les condujo a la conclusión de que la censura procedía de la cadena de mando militar y acababa en el ministro de defensa español. Tilo comprobó a través del director del periódico que, en efecto, el ministro en persona le había llamado para que no dieran imagen alguna de los prisioneros. El tema se publicaría con alguna foto de archivo o sin ella para evitar soliviantar al ministro, le dijo después de entonar el “mea culpa” por el error de haber atendido la llamada de aquel sinvergüenza. Tilo agradeció la sinceridad de Eloso y se consoló pensando que el texto destapaba y reflejaba con suficiente detalle las repugnantes fechorías de los invasores en la retaguardia. En aquel entonces no habían decidido instalar las jaulas en Guantánamo (Cuba), de modo que, se decía ahora, había sido el primero en sacar a la luz el “pre Guantánamo” iraquí, aunque el tema pasó sin pena ni gloria ni seguimiento alguno.
Ya con Guci más calmado (su trabajo íntegro había acabado en la papelera de reciclaje), intentaron hablar con el ministro para explicarle lo que habían visto en aquel lugar y, sin exteriorizar su enfado, apelar a su piedad cristiana (pertenecía a una secta ultracatólica) ante el trato inhumano a los prisioneros.
Pero los funcionarios del gabinete telegráfico ministerial, encargados de pasar las llamadas al ministro, reconocieron la voz de Tilo y le pusieron con el jefe de prensa, un colega bien mandado que sabía lo que tenía que decir y lo decía del modo más amable que sabía. “Desde luego, el ministro nunca incurriría en censura; si quieres que te diga la verdad, al ministro lo único que le preocupa es lo delgada que está Letizia”. Eso le dijo. Le pidió que se lo explicara a Guci, y aquel jefe de prensa, al aparato, le repitió las mismas palabras y se ganó una sarta de insultos del reportero. Antes de cancelar la comunicación, Guci le dijo que su señorito iba a acabar en el infierno, que es el lugar al que van los que mienten. El tío se lo tomó a broma y se rió.
6.–Guci
En Basora sustituyeron la montura por otra menos ruidosa y más veloz, modelo cabra alemana, y echaron a rodar en dirección a Bagdad. La autopista uno y única se hallaba bajo el control de los ocupantes armados. Sus mortíferos ingenios de caballería e infantería tenían preferencia sobre los pacíficos semovientes, a los que obligaban a respirar su anhídrido carbónico. Había tramos plagados de restos carbonizados y achatarrados de vehículos militares y civiles iraquís. Los heridos y los muertos habían sido retirados, pero la destrucción asolaba el paisaje.
Tres horas tardaron en llegar a Diwaniya, la ciudad a la que unas fechas después irían destinados mil soldados españoles y otros tantos centroamericanos, equipados y armados en la “madre patria” para cumplir la noble misión de “estabilizar” el país, según la expresión del Halconcete Ibérico.
Tilo recordaba el nombre de Diwaniya porque en aquella ciudad terrosa contrajo una diarrea de la leche con café. Telefoneó al espía Diagu, quien les proporcionó datos útiles sobre el alojamiento en la capital. También recordaba la ciudad de Rasheed porque allí Guci recibió un mensaje de su jefazo pidiéndole que se pusiera al habla con él.
–¿Qué querrá ese hijo de puta?
–Probablemente quiera darte una explicación sobre la censura de tu reportaje.
–No lo creo, no es su estilo. Más bien supongo que se habrá enterado de los insultos que le dediqué anoche; la redacción está llena de escarabajos peloteros y alguno le habrá ido con el cuento. Pero estoy dispuesto a repetírselos directamente si quiere sancionarme.
–Ante todo mucha calma, que tienes una criatura.
–¿Es o no es un lameculos, cobarde y vendido?
–¿Y qué? Esa gente trabaja con un solo esquema: el beneficio. Lo demás le importa un bledo. Van a lo suyo y tienen de periodistas lo que tú de obispo. Esos también son el lobo.
–Ya lo sé, Tilo. Incluso tienen el morro de hablar de la “ética del beneficio y el dividendo” y de colocar su “ética” por encima de todo. No creas que no lo sé. Espero que me ayudes a armar un buen escándalo si me despide.
–Desde luego, aunque no le facilites las cosas, que a cada cerdo le llega su San Martín.
Tilo sabía que el intrépido Guci era más peleón que un caballo de ajedrez. Habría destrozado al engolado mequetrefe si éste le hubiera pedido cuenta y razón de sus expresiones la noche anterior. No fue el caso. El señorito lo cubrió de elogios y le ofreció un ascenso.
–Quiere que acepte el cargo de jefe de reporteros.
–¡Por Júpiter, Guci, qué bueno!
–¿Qué harías tú?
–Aceptarlo, desde luego –mintió, pues nunca quiso ser nada, sino libre.
–No sé, Tilo, es mucha responsabilidad.
–Ni responsabilidad ni hostias. Vamos a ver: eres un puto peón y tienes la posibilidad de dar un paso y convertirte la dama del ajedrez, de ejercer el poder, ganar bastante más pasta e incluso contratarme como redactor. Te recuerdo que tienes una mujer y un hijo.
–Y otro en camino –dijo.
–Mejor me lo pones: llama a ese capullo ahora mismo y dile que aceptas el cargo.
Guci no llegó a pisar Bagdad. Era ya noche cerrada cuando el agente secreto Diagu Bandiera les telefoneó con el recado de que había conseguido un pasaje para el colega y amigo en un avión estadounidense que hacía escala en la base de Rota. Tilo lo llevó al aeropuerto, se despidieron con un abrazo y el nuevo jefe de reporteros desapareció en la boca de Lobo hacia su destino.
7.–Bandiera
Tilo contó a Terri muy por encima lo visto y oído en aquel lugar del infierno (Camp Bucca). El espía le cortó enseguida. Lógico. Debía de tener el teléfono pinchado. Quedaron a las diez de la mañana en la terraza del hotel Raschid.
Nunca supo por qué diablos aquel Terri no apareció.
Preguntó por él en la embajada, a los pocos compatriotas militares que se topó en la ciudad, a unos ibéricos que allí andaban intentando hacer negocios. Nadie conocía al comandante Terricabras ni al agente Bandiera. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Se había elidido, evaporado en aquella confragación iracunda, que diría el maestro Malalata. A espía muerto, ni cebada al rabo. Por algo les llamaban “agentes secretos”. Hasta su muerte es secreta.
Sin embargo existía, no había muerto. Si Caronte, al que dios confunda, se lo hubiera llevado al otro barrio, la casualidad (o lo que fuera) no habría querido que se reencontraran muchos años después en el acto oficial de la Pascua Militar en el Palacio Real de Madrid. Tilo se llevó una buena sorpresa al oír su nombre, precedido del grado de coronel, entre los oficiales militares que iban a ser condecorados.
Lo buscó con la mirada y creyó reconocer su perfil entre los uniformados en posición firme que llenaban el Salón del Trono. Vestía traje de gala con tres estrellas de ocho puntas en las hombreras y llevaba la cabeza lisa cual bola molondrónica. Le pareció menguado respecto a la imagen del joven elástico y musculoso que conservaba de él. El acto transcurrió según los cánones establecidos: discurso del ministro sobre el estado del personal y el material de la columna vertebral de la patria; discurso del resacoso monarca de rostro sanguíneo condenando la criminalidad terrorista y transmitiendo sus mejores deseos a las mujeres y hombres armados; lectura de la orden del reconocimiento público de premios y condecoraciones y, finalmente, imposición de medallas.
Tilo creyó advertir un rictus de asco en la cara de Terri, como si una mosca se le hubiera posado en la nariz, cuando el teniente general Juan Felonio, jefe operativo de los servicios de inteligencia del Estado, le tendió la mano y le prendió la medallita con un lazo con los colores de la bandera nacional en la tableta de la pechera. Los reporteros gráficos descargaron sus fogonazos. El momento glorioso quedaba inmortalizado.
Rompieron filas y pasaron a un gran salón contiguo donde se celebraba la tradicional suelta de canapés con la famosa copa de vino español. Aunque era un festejo para los mandos castrenses (y algún soldado), el rey autorizaba la presencia de los periodistas, sin cámaras ni libretas, lo que les permitía formar corrillos en torno al monarca, el jefe de gobierno y a otras autoridades allí presentes y obtener caldo de pollos para condimentar sus crónicas. Enseguida vio a Terri junto a otros condecorados y se acercó a saludarle.
–Enhorabuena, coronel. ¿Debo darle tratamiento de héroe?
–Los héroes son los que mueren y yo no he llegado a tanto.
–También pueden ser los vivos que han realizado actos heroicos.
–Menos lobos, Caperucita –contestó.
–Ya me contará entonces.
–Desde luego, periodista, aunque la heroicidad se reduce a procurar que los nuestros no mueran por la patria y los enemigos palmen por la suya.
–Je je, no es cosa menor –dijo extendiendo la felicitación a los demás medallistas.
Terri se disculpó ante ellos con una ligera inclinación de cabeza, le agarró del brazo con su mano libre (la otra empuñaba una copa de cerveza), caminaron unos pasos en dirección a un Belén napolitano, muy bonito, instalado en aquel salón, y hablaron en voz baja como quien reza al niño Jesús de porcelana que estaba acostado sobre la paja entre la vaca y el buey. Se alegraba de verle, pero enseguida advirtió cierto disgusto en sus palabras.
–Me han destapado, me han jodido bien –le confesó.
–¿Y eso a qué se debe?
–Quieren quitarme de en medio, borrarme del mapa porque saben que sé algunos asuntos que podrían perjudicar sus intereses y convertirles en carne de juzgado y tal vez de presidio.
–¿Y por eso te condecoran? La verdad es que no acabo de entender ese mundo vuestro, aunque ya supongo que los poderosos no quiere testigos de sus fechorías e imagino que alguien como Diagu Bandiera puede resultarle molesto.
–Tienes buena memoria, periodista.
–Todavía recuerdo el plantón que me diste hace diez años. Pregunté por ti en la embajada y a algunos compatriotas, militares y civiles, sin encontrar a alguien que te conociera. Llegué a pensar que te había tragado la tierra, o sea, que estabas criando malvas…
–Todo tiene su por qué y su por qué no.
–Eras tú el interesado en la información sobre Camp Bucca, aunque yo quería decirte con datos y fuentes de primera mano que los marines encargados de custodiar a los prisioneros bajo el mando de un reservista de los bomberos de Nueva York andaban drogados y tenían orden de disparar a los presos. Me habría gustado que supieras que estaban matando gente inocente con la complicidad humanitaria del gobierno español y que lo consignaras en alguno de tus informes a los jefes del Centro de Inteligencia Nacional. Todavía no sé por qué, pero me caíste bien y de verdad te digo que quedé preocupado al no encontrar rastro de Bandiera ni del comandante Terri. Si tuviste oportunidad de mirar tu teléfono verías que realicé una docena de llamadas durante casi dos semanas, pero, en fin, ya imagino que estas cosas pasan en situaciones como la de aquella maldita guerra.
–Ya te contaré lo que pasó; es una larga historia.
–Espero que sea buena.
Un camarero se acercó con una bandeja y les ofreció pastelillos. Terri agarró uno coronado por una guinda, la quitó, se comió el resto, la dejó caer disimuladamente entre sus pies y, utilizando su zapato como el resorte de una máquina traga bolas, la lanzó en una dirección determinada. Tilo la vio desparecer bajo la suela de un individuo que arrugó el entrecejo y puso cara de haber pisado una cucaracha. La suela pertenecía al general Felonio. Con la vista puesta en el portal de Belén, Terri susurró: “¡Toma botín, diminutivo de bota!” No por certera y graciosa, la gamberrada del recién condecorado en la sede palatina dejaba de ser la expresión de su irritación porque, según le dijo mirando la medalla como el comensal que comprueba la mancha, aquel premio solo era un ardid, un medio para dar pistas a quienes querían matarlo.
–No me lo puedo creer –dijo Tilo.
–Así las gastan, periodista.
Intercambiaron dígitos telefónicos y correos electrónicos. Tilo se fue a lo suyo, que era recoger los comentarios del jefe del gobierno sobre la actualidad política nacional e internacional y las palabras del monarca sobre lo que le viniera en gana. Siempre había una corresponsal muy mona (y maquillada) del ente que sonreía a su putera majestad, le deseaba feliz cumpleaños “señor” y le preguntaba qué le habían echado los Reyes Magos. La respuesta en aquella ocasión fue: “Un rompecabezas complicadísimo, jajajá”. Lo que permitía a los colegas reír la risa, preguntar sobre la figura a componer y redactar sus amenas crónicas de color. Aquella vez se acordó del chiste: “Érase una vez un tonto muy contento de haber armado el puzle en seis meses porque en la caja ponía de dos a tres años”. Pero no lo contó. Lógico.
8.–Pistacho
El fenecido (y reencontrado) Diagu Bandiera llegó al hotel Rashid media hora antes de la cita, se sentó en la terraza, solicitó un té con leche de camella y esperó a que llegase Tilo. Habían quedado a las diez de la mañana en aquel agradable lugar, frente a la fuente de Aladino.
“Créeme si te digo –le contó a Tilo– que era una mujer bellísima; pasó ante mí con un andar cadencioso, la miré un instante y se me insinuó. Iba envuelta en una túnica de seda y llevaba la cabeza cubierta con un hijab azul celeste. No le hice mayor caso porque había quedado contigo. Pero ella dio la vuelta al jardín y me volvió a mirar con una extraña intensidad, como si hubiera adivinado mis ganas de follar. Cerró ligeramente los párpados e inclinó la cabeza, invitándome a seguirla. ¿Qué podía querer de mí a tan casta hora de la mañana? Te aseguro que no había pedido ningún deseo al genio de la lámpara, aunque después he llegado a la conclusión de que tan hermosa criatura solo podía haber salido del mágico artificio. Le hice un gesto afirmativo, dejé dos dólares sobre la mesa y la seguí a prudencial distancia por una de aquellas calles de doble dirección que salen de la rotonda de la fuente. A unos cien metros decidí pasar a su lado para hacerle saber que la seguía. Instantes después, se apresuró a adelantarme, escupió ostensiblemente un chicle hacia el bordillo de la acera y dobló rápidamente la esquina. De pronto aparecieron en la esquina opuesta dos tipos en una moto y me dispararon un ráfaga de ametralladora. Silbaron las balas sobre mi cabeza y si no me dieron fue porque me agaché a recoger el chicle e instintivamente me pegué al terreno. Los agresores hicieron otra pasada y volvieron a disparar. Supongo que me dieron por muerto”.
–Quieres decir que te pusieron el cepo de la chica y te cazaron como un conejo.
–Correcto. Eso mismo pensé yo mientras me separaba del neumático del coche que me sirvió de escudo. En su interior quedó un cuerpo humano bajo una ensalada de vidrios.
Terri dio un tiento al botellín como si la cerveza le ayudara a pasar el mal trago y prosiguió: “Puesto que no era el momento de socorrer a alguien parecido a una dorada a la sal, sino de salir corriendo y ponerme a salvo, comprenderás que no pudiera ayudar a aquel desgraciado. Me zafé entre el gentío y me largué enfadado conmigo mismo por haber mordido el anzuelo como un pardillo que no conoce las tretas de los patriotas (terroristas, según notros) para cazar invasores que mascan chicle”.
–Sin embargo la chica mascaba chicle y no era estadounidense, ¿verdad?
–Correcto. Y en el chicle estaba la clave.
Terri mantenía una querencia especial por esos adverbios rotundos, profesorales: correcto, exacto, perfecto.
–¿Qué puede haber en un chicle, aparte de babas?
–Un pistacho –dijo–; despegué la goma de mascar de entre los dedos y lo encontré. Lo que parecía una china del asfalto era un pistacho. Lo limpié y enseguida comprobé que los bordes de la cáscara no coincidían. Lo había abierto y ensamblado después con goma arábiga. Lo abrí y, tal como suponía, hallé en su interior un papelito doblado del tamaño de una uña con un mensaje en árabe tan diminuto que resultaba imposible de descifrar sin una lupa.
–La chica debía de saber que eras un espía, pues nadie se para a recoger un chicle escupido al bordillo de la acera ni, mucho menos, se entretiene en examinarlo.
–Exacto. Si no lo sabía, lo intuyó y mira, acertó. Claro que tampoco era difícil porque aquel hotel estaba infectado de agentes secretos.
–Y de hombres de negocios occidentales, o sea, ladrones.
–Correcto.
–Supongo que un mensaje tan oculto debía de ser muy importante.
–Como todos los destinados a ser transmitidos boca a boca mediante un beso, aquel también lo era. Daba una dirección y una hora inmediatamente posterior a la puesta de sol, coincidente con el último rezo, antes del toque de queda, según me descifrado un joyero que se ganó unos napos por leerlo.
–¿Y qué hiciste?
–Dudar. ¿Has visto una duda ambulante? Pues eso era yo. Por un lado tenía la sospecha de que la mujer les había indicado el objetivo a batir con el procedimiento del chicle, como si yo fuera norteamericano, aunque por otro supuse que no era yo, sino el tipo del coche, a quien querían liquidar y liquidaron. Di algunas vueltas al asunto. ¿Qué sentido tenía meter un pistacho con un mensaje en el chicle? Si me quería señalar ante los sicarios le bastaba con escupir la goma de mascar sin más aditamento, ¿no crees?
–¡Por Júpiter, claro! A los muertos no se les da la dirección de la casa putas.
–Aunque seguramente iba en pelotas bajo la túnica, no tenía pinta de puta. Más bien me pareció una señorita muy necesitada, a juzgar por su mirada de insinuación y deseo. De hecho le puse el mote de Ojos Ardientes.
–A ver si me aclaro: o sea que tú crees que no era una fulana, sino una tía buena que sólo quería besarte, pasarte el chicle con la lengua y amolarte con el pistacho.
–Correcto.
–¡Joder con el procedimiento! Para que luego digan que los espías no sois más raros que un chino verde. En fin, ante la duda…
–La lógica de las cosas. Asumí el riesgo y acudí a la cita a la hora indicada. La dirección correspondía a una pequeña casa terrosa, situada detrás del hospital Teaching, muy cerca de la gran rotonda de Yamouk, en la avenida de Jinub. Pulsé un timbre y me abrió una mujer de negro, con la cabeza y la cara tapada por el hijab. En aquel mundo de sombras femeninas solo cabía esperar que la sorpresa fuera dulce y jugosa. Me ordenó con un gesto que entrara deprisa. Crucé un pequeño patio y pasé rápidamente a la casa. Cerró y se quitó el velo. ¡Madre mía! Era guapísima, los ojos rasgados, el cabello negro azabache, la tez finísima y suave. Unos treinta años tendría. Me dijo que se alegraba de verme sano y me contó que era prima de Anna Gogo.
–¿Esa quién es?
–La amante de Sadam Husein. Fue asesinada por el hijo mayor del dictador en unas circunstancias bastante escandalosas que, según creo, se publicaron en su día. Uday, el hijo mayor de Sadam, irrumpió borracho en una recepción oficial a la esposa del presidente egipcio, Hosni Mubarak, y le disparó a quemarropa después de acusarla de provocar la separación de sus padres. En castigo, Sadam lo desterró a Suiza, donde disponía de una gran fortuna. La familia de Anna Gogo se vio forzada a perdonarle y el desterrado regresó a los cien días y fue nombrado por su padre ministro de la Juventud y del Deporte, sucesivamente, además de presidente del Comité Olímpico de Iraq. En realidad, el famoso Uday, llamado a suceder a Sadam en el poder, era un canalla con las siete letras, un depravado de tomo y lomo; al frente de una banda terrorífica de fedayines se dedicaba al crimen, el latrocinio, el trafico de drogas, alcohol, de armas supuestamente destinadas al ejército, a cuyos mandos exigía el tratamiento de sayyid o señor, como si fuera rey. Su banda secuestraba jóvenes, incluso niñas, para montar orgías. La gente le temía, sentía pánico hacia las tropelías de aquel malvado.
–Supongo que se parecía un poco a Vasya, el hijo preferido de Stalin, quien también exigía el tratamiento de príncipe –aventuró Tilo como si quisiera subsanar su ignorancia.
–Correcto. La historia está llena de astillas bastante peores que los palos de donde salieron. Ya recordarás –prosiguió– que los gringos y su administrador Bremer habían puesto precio a la cabeza de los hijos de Sadam, el tal Uday y su hermano Qusay, otra buena pieza. Así que te puedes imaginar mi sorpresa cuando Ojos Ardientes me aseguró que conocía el lugar donde se escondían el asesino de su querida prima Anna Gogo y su hermano, o sea, los dos hijos de Sadam. Con simulado descreimiento le pregunté por qué rayos se había dirigido a mí en vez de contar lo que sabía al mando invasor.
–Usted tiene cara de buena persona –me contestó sin más.
–Menuda cosa, hermosa –dije.
–A usted le puedo besar sin temor a que me viole –añadió. Su inglés era mejor que mi árabe, lo que denotaba una buena educación. Sin embargo, su argumento me pareció muy endeble. Tengamos en cuenta que la recompensa anunciada por los gringos a quien proporcionara datos ciertos sobre el escondite de aquellos dos pájaros era de treinta millones de dólares y el compromiso de poner a buen recaudo, fuera del país, al delator.
–Sepa usted que no soy estadounidense –le dije– ni ocupo cargo oficial alguno en la administración que dirige míster Bremer, por lo demás un broker insaciable, un chorizo de marca mayor. Lo de chorizo no lo dije por tratarse de un casticismo, pero lo pensé.
–Sé que usted es un hombre del Mediterráneo, una persona cercana a nuestra cultura y a nuestros valores. Sé que es español –me contestó Ojos Ardientes–; he preguntado en el hotel.
–¿Y por eso me ha elegido para confiarme el secreto? ¿Para jugar con mi vida? Han estado a punto de matarme por su pésima elección, señorita –le reproché–. Debió dirigirse a los gringos, amiga, que son los que pagan.
Entonces Ojos Ardientes me aseguró que no tenía la impresión de haber sido seguida ni se hallaba sometida a vigilancia ni había comentado con nadie, absolutamente con nadie, la información obtenida la noche anterior. Me explicó que se había asustado al ver a los dos individuos que aparecieron en aquella moto, kalasnikov en ristre, y me escupió ostensiblemente el mensaje que pensaba darme en el cercano mercado de animales y corrió para quitarse de en medio. Desconocía que me tuvieran en el punto de mira.
–Todos los extranjeros invasores lo estamos en este momento –le aclaré–; en cualquier caso no iban a por mí sino a por otro –le dije para despejar su preocupación y, de paso, hacerla consciente de que yo era un objetivo de segundo nivel. Los importantes eran los yankis–. Tiroteo aparte, Ojos Ardientes tenía sus motivos para no fiarse de los invasores estadounidenses y necesitaba a alguien, un testigo occidental, que la acompañara al palacio del virrey Bremer e impidiera que la torturaran para sacarle la información y la encarcelaran o ultimaran sin más. Sus temores y precauciones me parecieron muy fundados si tenemos en cuenta la sucesión de actos desagradables, por no decir criminales, de los marines embrutecidos. Así que acepté ser su hombre, siempre y cuando la información fuera buena y sus fuentes resultaran fiables. Aunque no tenía razón para no creerla, le hice saber que no hay cosa más tramposa ni que a mayores errores conduzca que la venganza, de modo que realice algunas verificaciones. Ella lo entendió sin el menor recelo. Comprobé que era cierto que se empleaba de enfermera en el vecino hospital Teaching, donde realizaba el turno de noche; también comprobé el ingreso en la mencionada clínica del paciente que le había proporcionado la información. Era un anciano procedente de la ciudad de Mosul, en el Kurdistán iraquí, al que habían trepanado urgentemente ese trozo de tripa podrida que llamamos apéndice y se hallaba convaleciente de la intervención quirúrgica. Realicé otras comprobaciones sobre el terreno. La propia casa donde nos encontrábamos pertenecía al hospital y era utilizada como centro de reunión de la asociación femenina de enfermería. Tampoco en otros detalles mentía. Lo más difícil de verificar sin otros medios que un teléfono móvil era el parentesco entre el anciano hospitalizado y la extensa familia del dictador derrocado, de modo que consideré buena, por no decir muy buena, la información de Ojos Ardientes en el sentido de que los hijos del Sadam se hallaban escondidos en una casa de aquella localidad de Mosul que pertenecía a una hermana del viejo. La mujer me proporcionó el número telefónico de su marido y sus hijos (tenía dos niñas), que se habían trasladado a El Cairo antes de que las tropas angloamericanas entraran en Bagdad. Ella les llamó y asistí a una cariñosa conversación. Acto seguido me puse en contacto con la teniente Maja, mi contacto de seguridad en el palacio del virrey Bremer. Definitivamente era mi día de suerte: estaba de servicio y envió de inmediato un blindado medio sobre ruedas en el que Ojos Ardientes y un servidor hicimos el trayecto con el viejo convaleciente desde la entrada de urgencias del hospital hasta el palacio real, aquel enorme inmueble convertido en la cueva del nuevo Alí Babá y sus ladrones. Allí Maja, o sea, la teniente Mary Jackson, nos estaba esperando. Ordenó a unos soldados que empujaran la silla de ruedas del anciano convaleciente y nos condujo por un laberinto de pasillos con techos arqueados y mesas de trabajo de una legión de burócratas que se disputaban el espacio hasta la zona noble, donde el virrey y sus colaboradores no padecían la estrechez de los funcionarios. Entramos en una sala amplia con sofás, sillones, mesitas con revistas y periódicos del día, y enseguida apareció míster Bremer con dos militares que se inclinaron a saludar al vejete y se mostraron muy interesados en la información de éste de su sobrina Ojos Ardientes. La información les pareció buena, creíble. Invitaron al anciano a dibujar un croquis sobre el lugar donde, según él, estaban escondidos los hijos de Sadam. El hombre trazó con facilidad la forma y distribución de la casa. Mientras lo hacía, aquel Bremer en mangas de camisa no quitaba ojo de encima a Ojos Ardientes. Me pareció un tipo lascivo y sucio.
–¿Acosador?
–Un puto delincuente, un violador –repuso Terri dando otro tiento al botellín como si quisiera enjuagarse la boca del asco de aquel recuerdo.
–¿Y qué ocurrió después?
–Se llevaron al anciano ante una mesa, desplegaron un mapa de Mosul y le pidieron que señalara exactamente el punto donde se encontraba la casa con los hijos de Sadam. Luego repitieron la operación con Ojos Ardientes. Los dos coincidieron. Lo que sucedió después ya lo conoces.
–Me acuerdo bien –asintió Tilo–; atronaron a tiros la zona del hotel donde me alojaba. Me asomé al balcón a ver qué rayos estaba pasando. Puse la tele y me enteré de que se habían cargados a los hijos de Sadam. Era muy temprano y Bagdad estallaba como una traca. A juzgar por los tiros de alegría se diría que la gente detestaba más a los hijos que al padre.
–Correcto. Tal como el viejo cantarin había revelado, estaban escondidos en aquella casa de estilo babilónico. La operación se inició a las seis de la mañana y duró más de una hora porque, aunque tenían fama de cobardes, vieron que no tenían escapatoria y opusieron cierta resistencia antes de caer acribillados por las granadas de mano y los disparos de los soldados estadounidenses. Con Uday y Qusay murió un hijo de éste último, de catorce años de edad. Daños colaterales.
–¿Qué pasó con Ojos Ardientes?
–La trasladaron con el anciano a El Cairo y nunca más la he vuelto a ver. A quien sí pude ver fue a Bremer por televisión, mintiendo como un bellaco y asegurando que habían cobrado los treinta millones de dólares cuando lo cierto es que ni Ojos Ardientes ni el anciano pidieron dinero y, según mis fuentes, la compensación que recibieron fue la trigésima parte de lo anunciado.
–¿Te cayó algo?
–Si, una bronca desabrida e incomprensible del altísimo.
–¿El general Felonio?
–Digamos K.
–¿Que hiciste mal?
–Todo.
–Todo es mucho. ¿Concretamente?
–Sustanciaron precipitación y desconfianza. Como si no estuvieran penetrados por tirios y troyanos, tenía que haber comunicado a Madrid la existencia de los confites y esperar a que se cocieran a fuego lento mientras me mandaban instrucciones y apoyo sobre el terreno.
–Y de paso, frustraban la operación.
–Correcto. K y sus acólitos pretendían colgarse una medalla y recibir las felicitaciones del Halconcete Ibérico, el Zorro de Londres y, por supuesto, del Etílico de Texas. Ya puedes imaginar su enfado, su rechinar de dientes por no haber podido anotarse la gesta.
9.–Cadillac
Las razones de Terri sobre aquel plantón de hacía tantos años no solo le parecieron fundadas, con esa guarnición que en castellano llamamos “creces”, sino que le resultaron sabrosas y dignas de ser compartidas. El público desconoce el trajín de la cocina. La mayoría se limita a manifestar si el alimento le gusta. Pero algunas veces se sorprende cuando conoce el condimento, la labor de cada plato. De ahí que veterano reportero enviara una nota de correo electrónico al director, como solía hacer cuando tropezaba con un tema interesante. La respuesta de Eloso se reducía casi siempre a una sola palabra: “Adelante”. Ni siquiera añadía, como en el dicho, “con los faroles”. Eloso economizaba palabras. Aunque era amable y cortés, parecía siempre muy ocupado y transmitía la sensación de tener prisa. Incluso se diría que tenía prisa de tener prisa, lo que contrastaba con su hechura física de hombre de peso, grueso, alto, fuerte y barbado. Tenía una expresión entre la curiosidad y el asombro, derivada de su forma de mirar, y un semblante de niño grande con un flequillo desobediente al agua y el peine. En la redacción central le llamaban Eloso por su corpulencia envolvente.
A Tilo aquel mote le daba risa, le recordaba el chiste sobre la velocidad de las noticias: estaba un oso encaramado en un árbol con unas ganas tremendas de follar; en esas ve venir a una leona y sin pensarlo dos veces salta sobre ella, la abraza y la perculiza a lo bestia. En plena cópula ve venir a lo lejos al león. ¡Hostias, el marido! Suelta a la leona, se larga corriendo, llega al poblado, agarra un periódico y se sienta a leerlo tapándose la cara con él. Unos minutos después llega el león jadeando, se para y le pregunta si ha visto pasar a un oso corriendo y en qué dirección iba, a lo que el oso responde: “¿Uno que dicen que ha violado a una leona?” El león exclama sorprendido: “¡¿No me diga que ya ha salido en el periódico?!”
En aquella ocasión Eloso economizó tantas palabras que no le contestó. Un adjunto suplementario, gordito con tirantes, le telefoneó al día siguiente interesándose por la historia. Lógico. El hecho de que un agente secreto español hubiese localizado a los hijos de Sadam no era asunto menor. Le parecía un reportaje extraordinario para el suplemento dominical. Y lo que es peor, lo quería ya.
Tilo reconocía la autoridad de aquel mando intermedio, una especie abundante en las grandes empresas. El principal cometido de aquellos tipos consistía en sonreír a los de arriba y escupir a los de abajo. Pero pocas veces había tratado con él, de modo que le pidió tiempo con la mayor delicadeza posible. Después de todo, los hechos se remontaban casi quince años atrás. Pero el gordito con tirantes le contestó con brusquedad que una noticia siempre era una noticia aunque fuera del siglo pasado e insistió en que quería ya el reportaje. Tilo se sintió entre la espada y la pared frente al voraz alfil.
–La fuente es digna de todo crédito, pero he de verificar algunos datos –alegó.
–Te doy dos días –concedió el suplementario.
–Necesito más tiempo.
El gordito con tirantes era peleón.
–Lo quiero en cuarenta y ocho horas –repitió alzando más la voz.
–¿No querrás que viole el código deontológico verdad?
El suplementario se puso a la defensiva.
–¿No me jodas que necesitas más tiempo?
–Si, date cuenta de que son temas clasificados como secretos de estado. Sólo unas pocas personas lo saben y los que saben no hablan. Como además en esta democracia avanzada no se desclasifica nada, pues velay.
El morboso entusiasmo del gordito con tirantes se desinfló como por ensalmo.
–Vale, tomate el tiempo que necesites –dijo con tono de decepción.
Tilo respiró y le agradeció la flexibilidad temporal. Tampoco iba él a colocar laureles en la testa del otrora Halconcete Ibérico y ahora presidente honorario del partido político gobernante, un personaje que andaba protegido (él y su familia) por más de cincuenta policías y guardias civiles con cargo al erario público.
Consultó a Terri la conveniencia de difundir aquella historia y éste dejó en sus manos la decisión, ya que Diagu Bandiera se había evaporado. Le recomendó, eso sí, no disparar sin tener repleto el cargador.
–¿Quieres decir que me puedes facilitar más munición? –Afirmativo.
–Por ejemplo, ¿el contacto de aquella teniente que os facilitó el transporte y os recibió en el complejo palatino del virrey?
–Correcto. Podría localizarla si es menester.
–¿Y Ojos Ardientes?
–Nunca más supe de ella; tendrías que localizarla tú en El Cairo, aunque a estas alturas quizá se haya mudado a Europa o a Estados Unidos. Difícil tarea, compañero.
–¿Qué pasó contigo? ¿Por qué desapareciste sin dejar rastro?
–Felonio se portó muy mal con el agente Diagu Bandiera.
–¿Te refieres al general, o sea K?
–Sí, ya te he dicho que montó en cólera…
–Ese caballo.
–Cuando se enteró de mi participación casual en la localización de los vástagos de Sadam, en vez de felicitarme como haría un jefe normal me retiró de la misión y me condenó al cometido interior de oler braguetas de políticos lujuriosos de la especie de los corruptos para el archivo de doble filo del Centro de Inteligencia Nacional. Invoqué la clausula de conciencia y rechacé aquella tarea porque era manifiestamente ilegal, como casi todas. Felonio se enojó más todavía.
–¿Le pediste la orden por escrito?
–Los cometidos inconfesables no se escriben.
–Pues es una pena.
–Me dejó en dique seco y me fumigó con isotopos radiactivos.
–¿Qué significa?
–Una contaminación muy difícil de eliminar: el rumor de que había cobrado la recompensa por la captura de los hijos del sátrapa.
–¡Qué hijo de la gran puta! Supongo que te defenderías.
–No había manera.
–Podías haber solicitado el testimonio escrito, una sencilla carta al virrey Bremer.
–Todos mienten. Como periodista ya sabes que la mentira viaja a la velocidad de la luz.
–Da la vuelta al mundo antes de que la verdad se haya puesto los zapatos.
–Aquel Bremer era un bellaco –añadió Terri–; le vi mentir por televisión sobre el pago de treinta millones de dólares a las personas que facilitaron la captura de los huseinis.
Tilo evocó la extracción especulativa de aquel personaje de la especie de los escualos de la Bolsa de Nueva York y pensó que tenía poderosas razones para mentir, pues su nombramiento como administrador general de Iraq por parte del Etílico de Texas respondía al objetivo de enriquecer a sus superiores y a sí mismo, naturalmente. El nuevo Alí Babá había sustituido a un general jubilado que llamaban Jay Garner. Era posible que el nombre de aquel Garner fuese propicio a la aclamación (”¡Jay, jay, jay!”) en las calles de Bagdad, algo que no ocurrió, pero el personaje debía de ser poco apto para apropiarse del botín con la presteza y en la cuantía que sus superiores del Pentagono, la Casa Blanca y el Senado demandaban, de modo que lo sustituyeron enseguida.
–¿Qué opinión tenías del primer virrey Garner?
–La que se puede tener de un idiota presumido. Físicamente era un sujeto fornido, rubio entrecano, como de sesenta años; si le quitabas el traje de alpaca, la corbata verde grima y los zapatos color hueso y le ponías una camisa a cuadros y unos tejanos con botas semejaría al típico fanfarrón del oeste americano. Intelectualmente era más corto que las mangas de un chaleco: ni conocía el país ni estudió su diversidad e idiosincrasia. Ni poseía capacidad de entenderlo. Creo que solo sabía contar hasta tres: primero, segundo y tercero; bueno, malo y regular; tierra, mar y aire; vini, vidi, vinci. En fin, un desastre.
–Quitaron al imbécil y pusieron al bellaco a democratizar el país –le secundó Tilo antes de contarle el chiste de aquel señor que votaba a Alí Babá para que los ladrones solo fueran cuarenta.
–Aquel Bremer tenía una corte impresionante de sinvergüenzas. Todos los contratos importantes de la reconstrucción iban a empresas estadounidenses y británicas. No sé yo si alguna empresa catalana de aguas y saneamientos rascó algo, pero los españoles recibieron un trato displicente de la administración estadounidense. Ni siquiera el intrépido Mancha consiguió el contrato de la recogida de chatarra al que optaba.
–Es lo que tienen las guerras, que producen mucha chatarra.
–Y demasiada sangre inocente.
En este punto se refirió Terri a la muerte de sus siete compañeros del servicio de inteligencia unos meses después de la desaparición de Diagu Bandiera del mapa de aquel rico y atormentado país, el más occidentalizado del mundo árabe.
–Los cazaron como conejos porque alguien los delató –dijo.
–¿Quién pudo ser?
–Alguien quería silenciarlos… Para siempre.
–Recuerdo que hablaron de un fallo de seguridad por parte de los finados.
–Es lo más fácil: los muertos son los únicos culpables.
–Eso les pasa por morirse –ironizó Tilo.
–Aquello fue un cóctel de bisoñez e incompetencia.
Como si quisiera dejar constancia de la responsabilidad del mando supremo operativo, Terri afirmó que el jefazo K conocía con sesenta días de antelación las amenazas de muerte contra dos agentes finalmente asesinados.
–Sabía que los iban a matar y no dio orden de sacarlos de allí, si bien ellos tampoco deseaban largarse –dijo.
–Supina torpeza parece.
–Correcto. Y demasiada ambición –añadió–. Algunos agentes fieles a Sadam les montaron una película sobre la información que yo había recibido para capturar a los hijos del dictador y ellos mordieron el anzuelo, creyendo que podían localizar al propio Sadam, cuya cabeza había sido tasada por el virrey Bremer en veinticinco millones de euros. Para K, un éxito de tal magnitud equivalía a ingresar en las páginas de la Historia y para aquellos incautos suponía una vida regalada para sí y sus descendientes. Vamos, que aquello era jauja en el país de Alí Babá y los cuarenta mil ladrones. Las amenazas que recibían los dos agentes destinados en la embajada fueron interpretadas con la lógica del odio a los malditos invasores, algo tan natural como una patata podrida. ¿Para qué complicarse la vida, verdad? Sólo que la mezcla de esa insensatez derivada de la idiocia y de una ambición desmesurada produce nitroglicerina y suele acabar en materia trágica. En este caso tuvieron el primer aviso cuando un clérigo llamó a la puerta de la residencia del agente encargado de la seguridad de los diplomáticos y un sacristán le descerrajó un tiro en el cráneo. Gajes del oficio, dijeron. El crimen venía a confirmar que la información obtenida sobre el escondite de Sadam era buena, de modo que decidieron perseverar en el cometido de atraparlo. Date cuenta que no habían encontrado las famosas armas de destrucción masiva y el Etílico de Texas y sus compinches necesitaban enjugar el superávit de falsedades con la captura del depuesto Husein. Los tipos de su antiguo servicio secreto siguieron troleando a los agentes españoles hasta aquel penúltimo día de noviembre en que, al verlos juntos y reunidos, decidieron acabar el juego. El resto ya lo conoces.
–Dijeron que había sido un fallo de seguridad y les hicieron un funeral privado, sin prensa, bajo una carpa en los jardines del Centro de Inteligencia –recordó Tilo.
–Correcto. Un fallo al cubo, inspirado en una antología de Anacleto. Fue una cacería de pardillos que produjo un descrédito extraordinario. Cuando la verdad se fue abriendo paso se supo que los ocho agentes del plantel secreto almorzaron en un establecimiento de Bagdad. Cuatro se iban a incorporar a la misión después de Navidad y viajaron a la situación. Los otros cuatro les proporcionaban los contactos y las primeras informaciones sobre el terreno. Después de comer emprendieron viaje en dos coches todoterreno hacia el cuartel de las tropas españolas, estacionadas en una zona “hortofrutícola” –según la definición de aquel ministro de defensa que confundía los pedruscos con los nabos– del suroeste del país. Habían recorrido unos treinta kilómetros cuando el último coche fue baleado por unos tipos armados con ametralladoras desde un cadillac blanco que circulaba detrás. El conductor aceleró y adelantó a sus compañeros para avisarles de que les estaban atacando, pero éstos no tuvieron tiempo ni de sacar las pistolas (no llevaban armas largas) porque inmediatamente los del cadillac (cinco individuos) les rebasaron y los acribillaron a balazos. El conductor quedó malherido, otro agente murió de inmediato. El coche no llevaba blindaje. Se salió de la carretera y quedó atrapado en un terreno enfangado. Los atacantes alcanzaron al segundo todo terreno, ametrallaron los neumáticos y mataron al conductor y a dos de los tres ocupantes. Uno se salvó porque se le encasquilló la pistola, saltó del coche, cruzó la carretera y pudo esconderse.
Entre tanto, uno de los dos agentes vivos del primer coche empantanado y con pocas posibilidades de huir, telefoneó a Madrid pidiendo ayuda. Pero su llamada al coronel jefe que debía enviar rápidamente los helicópteros para sacarlos de allí y perseguir a los enemigos no surtió efecto. El jefazo escuchó la voz del agente: “Nos han atacado, tenemos dos muertos, avise a la brigada que manden helicópteros”. La comunicación se cortó. El agente volvió a llamar instantes después para darle las coordenadas del lugar, pero la comunicación se volvió a cortar. ¿Cuántas veces repitió la llamada? No lo sabemos. El coronel se hallaba en la planta sótano de unos grandes almacenes madrileños realizando unas compras. Tenía mala cobertura telefónica. Fue una pena que no pudiera hacer nada. Los coches de los espías no llevaban localizador. Otra pena.
Los enemigos del cadillac aparecieron otra vez, pero no en el potente coche de lujo fabricado por la General Motors, sino apostados en las terrazas de unas casas cercanas desde las que dominaban el terreno. Poco podían hacer para defenderse los tres que quedaban vivos, salvo agotar las balas de sus pistolas. En veinte minutos los liquidaron. Gentes del pueblo cercano al lugar de la emboscada quemaron los coches y bailaron sobre los muertos.
–¿Recuerdas si destituyeron o dimitió algún jefazo?
–Los canallas no suelen dimitir –respondió Terri–. El asunto quedó para la oscura antología de la necedad.