Archivo por meses: enero 2019

Las resurrecciones de Diagu Bandiera (I)

Una investigación del reportero Tilo Dátil

NOVELA 

Por Luis Dial 

1.–Tupolev

Eran más de las ocho de la mañana cuando Tilo Dátil bajó del autobús y enfiló la avenida que subía hacia el parque grande. Caminó a paso ligero, aunque enseguida la fatiga de los materiales le obligó a ralentizar la marcha. Ya no era joven, sino un veterano de pelo ceniciento al que por ser el más viejo de la empresa le tocaba actualizar la edición del periódico en Internet el día de Navidad. Tendría que estar ya en la oficina cargando noticias, pero con los taxis pasa que no pasan cuando más los necesitas. Claro que tampoco la rabiosa actualidad iba a perder sustancia o calcinarse como las lentejas con chorizo en el fondo de la cazuela. Se acordó del chiste (“–Mamá, que se pegan las lentejas. –¡Déjalas que se maten!”) y se paró a encender el primer cigarrillo del día. El humo del tabaco le provocó una tos de búfalo y le llenó la boca de esa sustancia viscosa con la que elaboraba los proyectiles que lanzaba contra los troncos de los árboles cuando creía que nadie le veía. Craso error: si no te ven, te filman.

–¿Qué tiene usted contra los árboles, tío marrano? –Le increpó una vez una mujer encopetada.

–Pregunte usted al alcalde, señora –le contestó.

El alcalde era un fiscal rijoso y buen mozo al que llamaban Gasradón porque cubrió de granito las calles donde vivían los ricos y dio orden de talar los árboles. Un día le preguntaron: “¿Le molestan?” Claro que no, pero dan mucho trabajo, contestó. Tenía razón el poeta cuando dijo que los árboles son muy raros, se desnudan en invierno y se visten en verano. La recogida de la hoja y la poda eran muy laboriosas y aquel regidor quería reducir la plantilla de barrenderos y jardineros para cumplir la promesa de bajar los impuestos a los ricos y no subirlos a los pobres con el fin de que le siguieran votando. Hasta con los árboles hacían política. En cambio él sólo lanzaba escupitajos.

Con los años de práctica había adquirido tal puntería que se creía infalible: donde ponía el ojo colocaba el lapo. Disparó y falló. Mal asunto, estas perdiendo facultades Tilo. Diez pasos más allá carraspeó como un minero, extrajo la mucosa del fondo de la garganta, disparó al tronco de un plátano y volvió a fallar. Atribuyó el fracaso a la espesa niebla matinal. A la tercera va la vencida. Cargó, aspiró el aire húmedo, tensó los músculos mandibulares y lanzó otro potente gargajo. Pero esta vez culpó del fallo al vibrador del teléfono móvil que tembló en su bolsillo y lo desequilibró. ¿Quién podía ser a esta hora? Empuñó el impertinente.

–Feliz Navidad, coronel. ¿Qué tripa se te ha roto tan temprano?

–Buen día, periodista; ha caído un Tupolev ruso al Mar Negro –le informó el coronel en la reserva Laureano Terricabras. Aquel Terri se enteraba antes que nadie; dormía con la radio puesta, como los comunistas en los tiempos de la clandestinidad.

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El Tupolev ruso en el que pereció la Orquesta y el Coro del Ejército Ruso

–¿Qué más han dicho?

–Que el avión salió del aeropuerto de Sochi y se precipitó al mar, sólo eso.

–Pues mira que suerte, hombre; voy hacia el periódico y esa desgracia me va a resolver la apertura del día.

–¿Echamos partida hoy?

–Espero salir pronto, luego te llamo.

Desde que Newton enunció la ley de la gravedad, los terrícolas se habían empeñado en desafiarla e inundaban los cielos con artefactos voladores. Puesto que además se sorprendían de que uno de cada mil aviones se estrellase contra el suelo, la gravedad siempre eran noticia de interés directamente proporcional al número de pasajeros calcinados y descuartizados.

Apretó el paso. Ahora tenía una razón superior para llegar cuanto antes a la redacción. Ya no eran las consabidas notas policiales sobre las disputas familiares de Nochebuena que terminaban en reyertas con heridos de arma blanca (y negra), las riñas de vecinos, los accidentes y atropellos automovilísticos… Las discrepancias familiares eran tremendas: herencias mal repartidas, cuñadas mal habladas, suegras de lengua viperina, maridos vagos, primos golfos (y primas de riesgo). Conocía por experiencia la cosecha de la noche de paz (y de amor) sin contar la apreciable cantidad de intoxicaciones etílicas que reportaban los servicios sanitarios. Pero ninguno de aquellos sucesos, salvo la cotidiana violencia machista con resultado de muerte, merecía un tratamiento tan destacado como la caída de un avión al mar.

A pesar del frío caminaba con el pescuezo erguido por si vislumbraba entre la niebla el piloto verde de algún taxi libre, lo que no quita para que enviara un mensaje telefónico urgente a la corresponsal en Moscú, alertándola del accidente y solicitándole una crónica. De este modo, se dijo, si el delegado de la redacción capitalina o algún mando de la sede central y condal le criticaba por haberse enterado tarde e ir detrás de los periódicos de la competencia en la publicación de la noticia, podía defenderse con aquella prueba de puntualidad y escudarse en el mal funcionamiento de los servicios de transporte público. Suponía que a tan temprana hora del día de Navidad, el director y sus ayudantes estarían durmiendo, pero no podía fiarse de nadie, y menos del delegado, un tipo desconsiderado y ambicioso al que atribuían el mal gusto de servir de alfombra a los poderosos.

Recordó las veces que pudo morir en accidentes aéreos y pensó que habría sido una forma aceptable de diñarla sin sufrimiento ni dolor. En la primera, el Hércules vibró, tocó el suelo, rebotó, volvió a caer, se transformó en una jaula de grillos empujada por un enjambre de avispas y al final ni se estrelló ni estalló. Se recreó en el recuerdo del percance. Habían embarcado a las cinco de la mañana de aquel día de Navidad en un Airbús del ejército del aire dedicado al transporte de altas autoridades. Les dieron de desayunar en el avión. Un pelota ministerial colocó panderetas de plástico en los asientos por si querían cantar (y tocar) villancicos con el señor ministro y los jefes militares que les llevaban de excursión. De eso ni hablar. Dos horas y media después aterrizaron en el aeropuerto de Dubrovnik, en la costa de Dalmacia. Sin pasar por la aduana ni saludar a los guardias croatas, gente aria y mal encarada, caminaron hacia el Hércules que les esperaba en la pista de rodadura para llevarles a Móstar, en Bosnia-Herzegovina.

En esta zona de Europa, genéricamente conocida como los Balcanes, se helaban las palabras y habían ladrado las armas. En Sarajevo empezaron, como quien dice, los males del siglo XX con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Lo mató un tipo de la Mano Negra serbia que se llamaba Gavrilo y no pensaba matarlo siquiera. Pero estaba tomando un café a las once de la mañana cuando vio el coche descapotable con el heredero austrohúngaro y su esposa Sofía Chotek, una bailarina de tibia aristocracia, y puesto que el chófer parecía más perdido que la agencia europea del medicamento en Barcelona, Gavrilo sacó el arma y les descerrajó dos tiros. Tras el atentado, aquel atontado se tiró al río sin saber nadar y se ahogó. Lógico.

También el archiduque era bastante atontado: para ir más elegante que un Beckham de aquel tiempo ordenaba que le cosieran las pecheras de las camisas y las chaquetas una vez puestas. Se ve que le fastidiaban las arrugas o, como diría el maestro Malalata, sufría arrugancia y no toleraba esos pliegues que se forman entre los botones abrochados. Encapsulado se desangró. Su esposa también murió. El resto fue coser y llorar: coserse a balazos y cantar misereres por los muertos, pues unos políticos ambiciosos y nefastos a partes iguales condujeron a las naciones a un matadero formidable en el que fueron sacrificadas como rebaños de ovejas modorras. La sangre, el odio y la sarna produjeron más sangre, más odio y más sarna, con un balance estimado por los estudiosos de ochenta y tres millones de muertos con las mejores y peores armas imaginables.

Con todo, aquellos necios nacionalistas balcánicos (no confundir con estos balcónicos de hogaño que cuelgan banderas en ventanas y balcones) se habían propuesto despedir a lo grande el siglo del átomo. Nadie escarmienta en cabeza ajena ni los balcánicos en la propia. Era como si la maldita mezcla de fanatismo patrio y opio religioso les provocara un ansia incontenible de matarse unos a otros. Y ahí andaban los serbios contra los bosnios, los croatas contra los serbios, los serbio-croatas contra los bosniacos, los kosovares contra los serbios, los cristianos contra los musulmanes, los judíos contra los mahometanos y los cristianos, los musulmanes contra los agnósticos, los cristianos y los judíos… Andaban cosiéndose a balazos y cañonazos desde finales del último y único año capicúa (1991) del siglo XX. Di tu que ahora eso que llaman comunidad internacional sólo les permitió matarse dos o tres años, tiempo más que suficiente para trazar fronteras, separarse unos de otros y disolver a trozos la antigua Yugoslavia, aquella federación de pueblos, regiones y religiones que organizó el mariscal Josip Broz, Tito, un tipo que no quería saber nada del bloque soviético y fundó el movimiento de los No Alineados.

Para evitar que la sangre insistiera en expresarse, la ONU envió unos cascos azules insuficientes e incapaces de poner paz y orden en aquel tablero de carniceros voraces, en vista de lo cual, los países europeos, en principio complacientes con la ambición alemana, pegaron un puñetazo encima de la mesa de la OTAN, en la que mandaban los estadounidenses, y enviaron tropas de interposición a parar la masacre. España puso quinientos soldados sobre el terreno. Una veintena murieron en emboscadas, atentados y accidentes. Ya llevan ahí más de una década para evitar que los necios volvieran a las andadas. El jefe del gobierno les felicitaba la Noche Buena por videoconferencia. Lo hacía cada año para quedar bien y salir por televisión. Pero se merecían más y por eso el ministro de Defensa y los mandos militares viajan en persona a felicitarles las Pascuas, reconocer su labor y almorzar con ellos el día de Navidad.

Por tan festiva razón, él y otros colegas viajaban empotrados en el séquito de autoridades ministeriales y mandos militares. Subieron al Hércules. Como veterano, conocía por experiencia estos aviones militares, de modo que eligió el último asiento de una de las cuatro filas tendidas con tubos y cintas desde la cabina hasta la cola del aparato. Allí podía acomodarse sobre los bultos y las maletas sujetas con redes y cintas a la rampa de carga del aparato y dormir y fumar y tirarse pedos sin molestar a nadie. Además, este emplazamiento le permitía viajar de pie, mirando por la ventanilla de alguna de las dos portañuelas laterales de la aeronave.

En aquella ocasión el trayecto era corto, de apenas media hora. El avión despegó y se elevó sobre la cordillera montañosa. Atravesó la densa capa de nubes grises y emergió a un cielo limpio y azul. El vuelo era tranquilo. Los novatos se hacían fotos y contaban chistes. Encendió un cigarrillo y se quedó de pie mirando por la ventanilla. Los cúmulos grises ocultaban el suelo. Al cabo de veinte minutos, el avión comenzó a descender, señal de que estaban llegado a su destino. El aeródromo de Móstar se hallaba en la falda de la montaña, al oeste del río Neretva. Su pista era muy corta, sólo apta para avionetas y aparatos de hélice. Recordó que en tiempos de guerra, doce años antes de aquel viaje navideño, la carretera que unía el aeródromo con la ciudad se hallaba bordeada de largas hileras de palos y cruces de madera. Impresionaba el uso de las cunetas como tumbas improvisadas. Allí los bosnio-croatas se aliaron con los bosnios musulmanes o bosniacos en los combates contra los serbios. Les dieron una buena paliza.

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Móstar destruida por la guerra.

Pero enseguida los bosnio-croatas se revolvieron contra los mahometanos de la Armilla, bombardearon sus mezquitas, volaron el puente Stari Most sobre el caudaloso Neretva, que era una joya de la arquitectura medieval de los otomanos en Europa y la única vía de paso de personas y carruajes entre las dos partes de la ciudad, y convirtieron la zona musulmana en una ratonera, con los vecinos aislados por todas partes. Un director teatral convertido en general, que respondía al nombre de Slobodan Praljak (casi todos los carniceros tenían nombre de lobo), dinamitó el puente y dirigió el asedio y la limpieza étnica. El objetivo de aquellos carniceros era exterminar a todos los musulmanes. Les bombardeaban y disparaban desde la montaña y desde el otro lado del río. El casco histórico de Móstar sufrió el cerco durante meses y quedó reducido a cascotes y convertido en un barrio dormitorio: sus pequeños parques se llenaron de tumbas, excavadas de noche a toda prisa.

Allí fue donde conocí –recordaba– a los niños locos. Salieron de entre las ruinas del gran hotel pegado al río y me rodearon pidiendo caramelos, galletas o algo de comida. Eran cinco o seis chavales de entre ocho y doce años, a cual más nervioso y asustadizo.

–¿Quién os ha enseñado esas palabras en español?

–Los amigos picoletos –contestaron.

Habían perdido a sus padres, madres, hermanos. Alguna abuela se ocupaba de ellos. Los francotiradores bosnio-croatas apostados en la montaña disparaban a la gente en cuanto se asomaba a la puerta de su casa. El exterminio incluía sacas, saqueos, violaciones, ejecuciones. Praljak y otros carniceros neonazis se proponían crear en Bosnia un estado limpio de «basura musulmana». Y en verdad mataron mucho. Los escrutinios posteriores cifraron en mil veintitrés el número de personas asesinadas en aquel barrio histórico que decía Alá en vez de Dios todopoderoso. Eso sin contar el número de heridos (más de seis mil) y de mujeres violadas. Más gloriosa aún fue la gesta del secuaz de Praljak, Ratko Mladic, quien, al frente de las tropas serbio-bosnias, encabezó el genocidio de ocho mil musulmanes en Srebrenica.

Se comprenderá la curiosidad del reportero en darse una vuelta por allí y ver cómo seguían las cosas. La pasarela tendida por los militares españoles y el puente provisional sobre el Neretva iban a ser sustituidos por uno de pilastras que estaban construyendo los ingleses con donativos de la reina madre, decían. Los largos cementerios de las cunetas iban desapareciendo para dignificar a los muertos, según tenía entendido. Los niños locos… ¿Qué habrá sido de ellos?

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El Hércules se salió de la pista en Mostar y al final no se estrelló

El Hércules inclinó el morro, picó a fondo. Iban a tomar tierra y, como en el chiste del sevillano, a punto estuvieron de “jartarse”, pues por alguna razón relacionada con la poca visibilidad o con algún fallo de la relojería del avión, los pilotos se comieron más de la mitad de la corta pista de aterrizaje. Sin despegar la nariz de la ventanilla, Tilo amortiguó el rebote de las ruedas contra el suelo y vio pasar fugazmente la tierra ocre de pan llevar y los árboles raquíticos y los postes del tendido eléctrico como si fueran sombras fugaces. Entre los temblores y los chirridos de las bisagras de aquel bólido oyó los agudos gritos de pánico de los pasajeros. El avión se había salido de su cauce y seguía a toda mecha campo a través. Clavó los ojos en el rostro pálido como la tiza del sobrecargo, un militar que apretaba la espalda contra la chapa de la portañuela de enfrente y se aferraba con los brazos a las barras de acero pulido de los pasamanos. Su tez y su mirada de pánico le hicieron consciente de que el artefacto se iba a estrellar y estallar como una bola de fuego. Sin embargo no se estrelló ni ardió. Los únicos perjudicados fueron los pilotos, que quedaron arrestados en nombre del rey, a quien el ministro de Defensa llamó de inmediato por teléfono para contarle el suceso antes de que se enterara por los periodistas.

Podía haber muerto, se decía recordando el sucedido. Pero el cielo o la suerte no quisieron. Del cielo caía agua-nieve, lo que fue una suerte para el señor ministro y los altos mandos militares, pues abandonaron enseguida el avión y se pusieron a mirar hacia arriba con la boca abierta como dando gracias al Altísimo. Con ello obtuvieron un trago de líquido elemento que les permitió superar el susto y evitó que pasaran revista a las tropas con la palidez de los ahogados.

2.–Vasilisa

Pasaban pocos coches y ningún taxi. Se recompuso y aspiró con todas sus fuerzas los líquidos de la nariz, elaboró un escupitajo aceptable, disparó y acertó de lleno en la cara del Papa Noel pintado en una caja de cartón que coronaba unos contenedores atestados de residuos domésticos y envoltorios de regalos del festejo natal del pobre niño Jesús.

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Helicóptero ruso conocido como Vasilisa.

A cierta edad conviene ir reduciendo las dosis de casi todo, se dijo por enésima vez al sufrir un ataque de tos más violento que un jabalí. Se paró y se dobló por la cintura para controlar los esfínteres. O acabas con el vicio o el vicio acaba contigo, se repitió, arrojando contra el asfalto el segundo cigarrillo recién encendido.

Dos minutos después volvió a vibrar el inoportuno en su bolsillo. Temió lo peor, pero se tranquilizó al comprobar que no era el delegado ni ningún otro jefazo, sino el coronel Terri.

–¿Qué pasa, Laureano?

–¿Has visto los que iban en el Tupolev?

–Ni idea; todavía no he llegado a la redacción.

–Pues iba la Orquesta y el Coro del Ejército Ruso –le informó.

–¡¿Qué…?!

–Lo que oyes.

–Pobre gente… ¿Qué más han dicho?

–Poco más, que el avión despegó de Sochi y enseguida cayó al mar. Parece que no hay supervivientes y que han perecido las noventa y dos personas personas que iban a bordo, o sea que la legendaria Orquesta y Coro del Ejército Rojo ha terminado su actuación en el fondo del mar.

–De rojo no le quedaba ni el nombre.

–Correcto; se llamaba orquesta y coro Alexandrov –puntualizó Terri–. Iban a alegrar la Navidad a los militares enviados por Putin a Siria y mira donde han acabado.

–¿Crees que ha sido un atentado?

–No tengo datos, pero no lo descarto –dijo el coronel.

–Utiliza tus contactos –le pidió Tilo.

–Serviría de poco; es muy temprano y Sochi está lejos de Moscú. Por cierto, ¿cómo llevas lo mío?

–Está en el horno, listo para servir –respondió Tilo.

–¿Lo has rematado bien? –Se interesó el coronel.

–Con trilita –dijo el periodista–, sin quitar una coma ni economizar un gramo del material explosivo. Será un escándalo catedralicio.

–Eso espero, periodista.

–Después te llamo.

El veterano reportero había columbrado la cuesta y caminaba ahora por la larga avenida frente a la verja de lanzas con la punta dorada que rodeaban el parque grande. Iba todo lo deprisa que podía, pero aún le faltaban dos kilómetros para llegar al edificio de la casa editorial en cuya segunda planta se hallaba la delegación del periódico y la mesa que ocupaba, con la pantalla del ordenador y una barricada de papeles encima. Él le llamaba “el precipicio”.

–¿Por qué le llamas así? –Le preguntó una vez Lola.

–Porque estoy rodeado de bordes.

Borde significaba gente antipática en la jerga del momento. Ojalá solo fuera eso, porque aquellos colegas de ambos géneros acumulaban otras cualidades innatas y adquiridas como el egoísmo, el histrionismo, la envidia, la felonía, el cinismo… Si El Hércules se hubiera comportado como los grillos y el aterrado sobrecargo temían, ahora estaría tan agustín criando malvas, sin tener que hacer guardia un año más el día de Navidad. Se acordó del chiste (“–¿Está Agustín? –¿Cómo no va a estar agustín si está en la cama?”). No tenía ninguna gracia, el chiste, pero se rió para sí pensando que este iba a ser su último turno de guardia en fecha tan señalada para la cristiandad, pues el año que viene se jubilaba. Se acabó, se dijo antes de recordar que tampoco la jodida Vasilisa cumplió el pronóstico del gafe de turno. Era la segunda oportunidad de morir por la ley de la gravedad, pero la pericia del piloto paquistaní la frustró.

Ya estaban sentados en el helicóptero Mi-8 de los servicios sanitarios de la Media Luna Roja para sobrevolar la zona del desastre. El Mi-8 era un aparato resistente y fiable, fabricado los rusos. Un poco rústico parecía porque llevaba el suelo de tabla y lucía grandes cuchilladas en los respaldos de los asientos. Los colegas enseguida se dedicaron a arrancar trocitos de esponja, empaparlos con saliva, hacer bolitas y lanzarlas unos a otros. Un indio flaco con ojeras subió a bordo, cerró la puerta, se colocó a los mandos del aparato y activó el rotor. La Vasilisa tembló de ganas de salir volando. En ese instante, un colega del ente público de radio-televisión se desabrochó el cinturón de seguridad, dio unos pasos hacia la puerta, la abrió y se bajó. Le vieron correr hacia la terminal del aeropuerto de Islamabad cuando el molinillo echó a volar rumbo a las montañas de Cachemira, donde la pobre gente pobre (casi todos lo eran en aquel país) había sufrido los efectos de un fuerte terremoto.

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Campamento sanitario en Cachemira.

Allí fue donde le quisieron vender, recordaba, a Paka, una niña de nueve años cuya familia había desaparecido en un poblado engullido por la montaña. Ella se salvó porque estaba lejos, apacentando unas cabras. Él la habría comprado si una colega experta en adopciones no le hubiera conminado: “No lo hagas”. Y a continuación le informó de las complicaciones burocráticas para llevarla consigo. Ante la posibilidad de que se la quitaran en la aduana, dio el puñado de rupias a la mujer que vendía a la nena y le impuso la condición de que se ocupara de ella, con la promesa de remitirle una cantidad de dinero cada mes hasta que cumpliera dieciocho años y se hiciera moza. La vendedora cumplió su palabra. Paka creció, estudió enfermería y se hizo una mujer. Le escribía todos los años en Navidad.

Aquello ocurrió después de sobrevolar la zona y ver los daños del terremoto: las casas de los campesinos caídas por los suelos; las carreteras, caminos y senderos borrados de la faz del suelo; los ríos y arroyos desviados de sus cauces. De algunos pueblos enterrados por el derrumbe de aquellos montes terrosos quedaba algún vestigio, alguna casa orillada y maltrecha. De otros poblados con mejor suerte se apreciaban las casas derribadas y los escombros empujados hacia el valle.

Las consecuencias del terremoto encogían el alma. No podían hacer nada, salvo calcular la cifra de muertos y desaparecidos a partir de los datos censales de la población preexistente e informar al mundo de la destrucción y el daño de los temblores del suelo en aquella latitud torturada del planeta.

Los supervivientes que podían caminar iban bajando hacia los valles con sus heridos, sus viejos y sus niños al hombro. Algunos llevaban los animalillos que no habían quedado enterrados vivos. Pronto formarían campamentos, se lamerían las heridas y retomarían la lucha por la vida en aquella latitud fría y hostil, aunque muy fértil, del sudoeste de la cordillera de los Himalayas, conocida como el techo del mundo.

El piloto acertó a aterrizar en una terraza cercana al lugar que estaba siendo acondicionado por unos militares ibéricos para acoger a los desplazados. Permanecieron varias horas con ellos. Los soldados tendían tuberías para proporcionar agua potable a los supervivientes, construían casas de madera como refugio y escuela de los niños, asentaban contenedores e instalaban carpas de lona como viviendas provisionales para los supervivientes.

También perforaban pozos para que la muchedumbre de desgraciados no dispersaran sus excrementos corporales y el cólera no se añadiera a la desgracia. Provistos de tractores, volquetes, excavadoras y otras máquinas, aquellas cuadrillas de jóvenes militares del ejército patrio se esforzaban en despejar los escombros de las carreteras, restaurar los caminos y reabrir los senderos. Tendían puentes provisionales e improvisaban pasarelas sobre los arroyos y las simas del terreno.

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Valle de Cachemira con refugios improvisados tras el terremoto.

La tropa de mujeres y hombres de los regimientos de castramentación allí desplazados para mitigar el sufrimiento trabajaban sin descanso y sin apoyo. Los aliados occidentales se habían comprometido a prestarles apoyo logístico, pero a la hora de lo cierto no se llamaban Alemania, Francia, Reino Unido ni Estados Unidos, sino Andanas. El bienintencionado gobierno español ejercía de Quijote, adoptando una de las pocas decisiones que valía la pena tomar: ayudar a los más necesitados. Cierto es que la razón subyacente del envío de tropas, material y maquinaria en un buque atracado en Karachi guardaba relación con el deseo de los mandatarios estadounidenses de tener contento al general Musharraf, un hombre astuto a quien la democracia le parecía una mierda y por eso empuñó el poder civil mediante un golpe militar incruento, pues casi nadie se opuso a la presencia de los soldados en la calle.Puesto que los deseos de los estadounidenses eran órdenes para el gobierno español, lastrado por sucesivos mandatarios genuflexos, y a la Administración Estadounidense le convenía ayudar a aquel Musharraf para que facilitara sus operaciones de guerra contra los talibanes y los combatientes de Al Qaeda en Afganistán, he allí a los soldados hispanos echando el bocio por la boca, trabajando a toda máquina para atemperar el daño.

Chafardearon con los militares en aquellas latitudes, visitaron dos hospitales de campaña improvisados, obtuvieron conmovedores testimonios de varios supervivientes, recogieron las peticiones de ayuda (alimentos y medicinas) de las mujeres y los niños que conseguían llegar al campo de desplazados. Al regresar a Islamabad, la Vasilisa perdió su nombre para llamarse Saltamontes por mor de un golpe de viento que a punto estuvo de arrojarla de cabeza a un pantano. Di tu que el piloto era experto en vendavales y dribló a Eolo saltando dos o tres veces sobre la superficie de aquel embalse de suministro del líquido elemento a la urbe de Rawalpindi.

–¿Qué te ha pasado, tronco? –Se interesó por el colega del ente, que les esperaba en el aeropuerto y mendigó algunos datos y testimonios para salvar la jornada.

–¡Joder, chico! De de pronto lo vi todo negro, como si fuera un aviso que el Super Puma se iba a estrellar.

–¿Un ataque de pánico?

–Eso mismo pienso yo; nunca me había ocurrido nada igual –dijo.

–Podías haber avisado.

–No quise asustaros –adujo.

A raíz de aquel episodio, los colegas le motejaron Super Puma cagón. Cierto es que el mote le duró poco, pues tuvo la suerte de los ceporros burócratas y se benefició de un razonamiento gubernamental, cuando el gobierno todavía razonaba, según el cual salía a cuenta para las arcas públicas pagar el sueldo a los empleados del ente público de más de cincuenta años de edad sin obligarlos a trabajar que mantener sus puestos de trabajo, con los consiguientes gastos añadidos. La decisión benefició aquel cenizo y a otros dos mil agraciados. Cobraban del común sin prestar ningún servicio ni realizar más esfuerzo que murmurar y maldecir al gobierno.

3.–Buque

El inoportuno emitió un aviso de mensaje recibido. Ni caso. No eran horas de jugar a los principios con Lafun. Además, hacía demasiado frío para sacar la mano del bolsillo de la cazadora. Oyó el pitido de otro mensaje. Lo mismo. Hasta los mirlos del parque volaban corto, ateridos entre la gélida niebla. Las farolas seguían encendidas. Lógico. El día de Navidad casi nadie madruga, y menos los empleados municipales, a los que importa un rábano el dinero del común.

En lo que llevaba de trayecto sólo se había cruzado con un gato y una anciana renqueante que iba golpeando el suelo con el bastón. Se acordó del chiste: (“–Doctor, me duele mucho esta pierna. –Eso es por la edad. –Pues esta tiene los mismos años y no me duele”).

Otro mensaje de móvil. En cuanto abren el ojo, esos capullos de los partidos políticos se dedican a loquear al personal con mensajes, convocatorias y opiniones varias sobre lo divino, lo humano y lo diabólico. El caso es ocupar espacio, dar signos de existencia, ladrar, dar la murga a los demás.

Entre la niebla distinguió la silueta oscura de un madrugador encapuchado. A medida que avanzaba hacia él descubrió que era Gamero. Al cruzarse le saludó con un ostensible movimiento de cabeza abajo y arriba. Ese Gamero no oía un carajo y tanto daba darle los buenos días como preguntarle si iba a pescar. El viejo actor movió su bigote y le lanzó un gruñido. No era menester preguntarle qué hacía por el barrio tan temprano, pues en contraste con otros jubilados que madrugan para estar más tiempo sin hacer nada, Gamero lo hacía por fidelidad a su lema: “Como fuera de casa no se está en ninguna parte”. Deambulaba por las tabernas de la zona, se le veía sentado en los bancos del parque, ojeando los culos recauchutados de las señoritas y simulando leer un periódico deportivo. Era gesticulante, rojo y cáustico. “Pilarín, ponte bragas”, dicen que le recomendó a una insigne directora de cine. “Las llevo puestas”, respondió ella. “No me mientas, que te ha caído caspa en los zapatos”, observó Gamero.

El impertinente volvió a la carga con sus temblores:

–¿Qué pasa ahora coronel?

–Escucha.

Por el auricular oyó el canto de La Dolores (de Calatayud), aquella jota aragonesa interpretada por la Orquesta y el Coro del Ejército Ruso. Fue el disco más vendido en Rusia el año pasado.

–¿Sabes lo que más me jode, periodista?

–Dímelo tu.

–Que los causantes de esa desgracia se van a ir de rositas.

–¿Te refieres al puto Putin y al criminal Al-Ásad?

–Correcto.

–Estas cosas ocurren cuando los cerdos se suben a los árboles, dijo un amigo italiano, con perdón del noble animal, ya bastante vituperado por Orwell. Pero, tranquilo, Terri, cada cerdo tiene su san Martín.

–Esos hijos de la gran matraca se van de rositas –repitió–; ya me contarás quién puede atreverse a abrir una causa penal contra ellos si hasta el necio de Trump se declara amigante del jerarca ruso.

–¿Ami…qué?

–Amigante, amigo mangante, según la acepción…

–De Malalata –intercaló el fatigado reportero soltando vapor por la boca.

–No, del filosofo Emilio Lledó –aclaró el coronel–. Me gustaría ver a esos malditos canallas despernancados, reventados en el fondo del mar.

–Todo llegará.

–Oye, Tilo, que estoy pensando que la mejor fecha para soltar el chupinazo sería un poco antes de la Pascua Militar.

–Coincido contigo; el día antes podríamos soltar el zambombazo. Le haríamos un favor a don Tancredo y se convertiría en el imán de la fiesta palatina. Enviaré el texto al director. Espero que no se amilane.

–¿Te pasas luego por la Tabernilla?

–Te daré la revancha, no te preocupes. No creo que a la aeromoza le adelanten el vuelo.

–¿Por dónde anda?

–En San Juan de Puerto Rico. En principio llegará sobre las seis de la mañana.

El interés de Terri por la publicación del reportaje le pareció comprensible. Cualquier persona encapsulada y en peligro de muerte desea librarse de la restricción de movimientos y quitarse la acechanza de encima. Lógico. Desvivir escondido, vigilando tu propia sombra a cada paso, provoca claustrofobia y mala leche. Di tu que ahora, si se cumplían las previsiones, el enemigo tenía las horas contadas. El periodista lo sabía. En un lapicero electrónico que llevaba en la mochila guardaba el borrador del informe de la autopsia. Otra cosa era que la pudiera publicar horas antes de que el enemigo la diñara oficialmente.

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El buque Galicia, enviado a Iraq.

Recordó la noche que conoció a Terri. Un un tipo en calzón corto hacía flexiones en la cubierta del barco. Respiraba como un toro. Él se mantuvo a distancia para evitar molestarle con el humo del tabaco. Era noche cerrada. Después de la escalada de los mercurios hasta los cuarenta grados, aquella brisa marina que olía a coles podridas le mantenía allí quieto, clavado ante las barandillas de proa. Arrojó la colilla con interés de verla caer y apagarse en el agua, pero la luz de la brasa desapareció enseguida en la oscuridad. El buque debía de tener más de veinte metros de altura sobre la superficie del mar. Sin vigilancia fluvial le pareció un objetivo macanudo para la resistencia armada. Minar y hundir aquel artefacto de hierro con sus quinientos militares abordo podía ser una gesta memorable para los fedayines del pueblo.

En esas percibió un fuerte olor a chotuno: el tipo que hacía flexiones se encumbró de un salto a la plataforma férrea, se enganchó a la barra superior y prosiguió haciendo ejercicios de elevación y descenso de su peso corporal a un metro de él. Le saludó: “Buenas noches”. Era un joven correcto. Intercambiaron referencias profesionales (era comandante jurídico) y lugares de procedencia antes de darse los nombres.

–Yo tengo dos, el oficial es Diagu Bandiera –dijo el gimnasta.

–¿Y el de pila?

–Laureano, como mi abuelo. Terri por parte de padre y Cabras por parte de madre –le informó con la generosidad propia de las zonas de riesgo.

–¿Cómo prefiere que le llame?

–Llámame Diagu, que es Diego en árabe. Bandiera es Bandera.

Era evidente que un tipo con dos albardas solo podía ser espía, aunque ellos prefieren denominarse “agentes de inteligencia”.

–Quizá me podía aclarar una duda –dijo Tilo.

–¿De qué se trata? –Se interesó el espía, dejando caer su esqueleto.

–Según los datos que nos ha dado el coronel jefe de la misión hay veinte militares sin cometido definido.

–Eso es imposible, amigo Tilo –dijo Diagu elevando a pulso su sudoroso cuerpo en calzón corto y pecho desnudo, de casi dos metros de alto.

–Pues una de dos: o han desertado o tengo una laguna.

Repasaron los datos y el comandante detectó enseguida la omisión del mando de la expedición “humanitaria”. Los veinte efectivos que faltaban habían sido desplazados a un lugar del desierto que llamaban Camp Bucca. Eso le dijo.

–¿Por qué nos habrán ocultado ese dato?

–Tampoco van a divulgar que estamos aquí para limpiar el culo a los estadounidenses. Todo esto es una mierda, un montaje de mierda de unos petroleros y unos políticos de baja estofa, ¿no sé si me entiendes?

–Claro que te entiendo, Diagu.

La mayoría de los militares evitaban a los periodistas, cumplían la prohibición de hablar con ellos y cuando lo hacía era para aplicarles la política del champiñón, que consistía en mantenerles a oscuras y darles mierda. De ahí su sorpresa al escuchar las expresiones críticas de aquel comandante hacia una guerra de ocupación planeada en West Point, decidida en Washington y lanzada en las Azores por un trío de gobernantes dañinos a los que se refirió con los motes de Etílicus de Texas, Vulpis de Londres y Halconcete Ibérico. ¡Por Júpiter si había tenido suerte! Aquel Diagu, o sea, el comandante Terri, hablaba claro, sabía más de Iraq que cualquiera de los expedicionarios, llevaba más de dos años destacado en Bagdad y conocía las relaciones bajo cuerda del gobierno del Halconcete Ibérico con el régimen del recién depuesto Sadam Husein.

Pegaron la hebra sobre la ocupación, un paseo militar a sangre y fuego de las poderosas divisiones estadounidenses, apoyadas por varias brigadas británicas, la lucha de un tigre contra un burro amaneado.

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El campo de presos Camp Bucca, ya convertido en cárcel años después de la invasión de Iraq.

Hay personas con las que conectas a la primera, bien porque inspiran confianza, transmiten seguridad o sencillamente te caen bien sin saber por qué. Aquel narizotas era una de ellas. Su primer favor informativo fue la existencia de aquel lugar llamado Camp Bucca. Le indicó groso modo donde estaba.

–¿Podremos llegar en moto?

–No lo sé, no he ido allí.

–¿Pero tu misión es el reconocimiento del terreno antes de que lleguen los demás?

–De ese terreno, no; ya había sido reconocido por los estadounidenses, pero si vas, te agradeceré que me cuentes lo que veas. Yo me vuelvo mañana a Bagdad. Toma nota de mi teléfono. Puedes llamarme si necesitas algo.

Un buen tipo aquel Diagu, se dijo mientras le veía desaparecer tras una puerta metálica tenuamente iluminada por una luz amarillenta bajo el puente de mando. Encendió un cigarrillo. El desfase horario entre aquel lugar que le parecía la almorrana del culo del mundo por más que algún colega lo comparase con la desembocadura del Guadalquivir, y la Península Ibérica, le mantenía en vela. Hasta su reloj biológico rechazaba aquella invasión a mano armada. Realizó una composición de lugar, se movió por la cubierta, se asomó al muelle, miró a los centinelas junto a la pasarela, vio la moto apoyada en el muro de una factoría desvencijada y se metió en la panza del barco con la intención de informar a Guzmán Cifuentes (Guci) de su plan y dormir unas horas.

4.–Lavadora

Siguió caminando y recordando. Era como si la niebla le despertara la memoria. Había cruzado la frontera de Iraq cuarenta y ocho horas después de que las tropas de la coalición anglo-estadounidense tomaran Bagdad sin hallar la feroz resistencia armada que pronosticaban los expertos de las grandes televisoras encargadas de añadir morbo y suspense a la ocupación militar del país petrolero. Los carros de combate y las orugas artilladas de la coalición entraron en la capital con mucha pena y sin ninguna gloria. Esperaban un recibimiento alegre y triunfal, y encontraron silencio y desprecio. Ni multitudes con banderitas ni gozo ni chicas ni alcohol. Daban miedo.

Dos carros de combate estadounidenses entrando en Bagdad.

Acompañado del intrépido Guci, un tipo nervioso y pequeño, de unos treinta años, el pelo rubio encrespado, siempre con la cámara al hombro, Tilo viajó gratis total hasta Kuwait en un Hércules de la fuerza aérea española, con el compromiso, eso sí, de dedicar un reportaje a los cometidos de la expedición humanitaria enviada en son de paz por el Halconcete Ibérico, también llamado el señor Calzas, en aquel buque militar al único puerto de Irak, en el extremo sur del país, a un tiro de piedra de un poblachón pacífico y destartalado que llamaban Um Qsar. El Halconcete era sagaz. Respondía a las manifestaciones masivas de los ciudadanos en contra de aquella guerra de ocupación militar ilegal, criminal e inmoral (“sangre por petróleo”) enviado aquel barco con agua, víveres y personal sanitario para desmentir su crueldad. La propaganda costaba mucho dinero, pero la pagaba el pueblo sobre el que meaban sin sentir pudor.

Tilo y Guci aterrizaron al amanecer en el aeropuerto del emirato, convertido en un enjambre de abejorros metálicos. Los Galaxi, B-52 y otros monstruos voladores de color ciénaga ocupaban las pistas de rodadura. Sobre una gran explanada que se adentraba en el desierto se alineaban los carros de combate como sapos campaneros, las orugas rodantes con cañones, morteros mortales, lanzaderas de misiles, cisternas de combustible. Había largos camiones que llamaban trailers, cargados con grandes rollos de alambre y voluminosas contenedores metálicos de municiones. Toda la ferretería de la guerra estaba en marcha. El Séptimo de Caballería llegaba a reforzar o relevar, según los casos, a la Sexta División estadounidense. El espectáculo resultaba impresionante.

Guci saltó de la rampa del Hércules y empezó a filmar. Lógico. Era su trabajo. Tomó varias panorámicas en círculo. Los morros de los superbombarderos o fortalezas volantes, los helicópteros Apache, las hileras de pertrechos y carros de combate que se prolongaban más allá de donde la vista alcanzaba. Tilo agarró las mochilas. Se estaba despidiendo de los aviadores, dos jóvenes oficiales muy amables, cuando llamaron su atención los berridos y ejercicios gimnásticos de unos marines que salían de un improvisado corral de sacos terreros, cubierto con una lona de camuflaje y situado a veinte o treinta metros de donde había quedado estacionado el avión. Se fijó en un marine que se alejaba en silencio y desaparecía en la oscura boca de un hangar cercano del que, instantes después, salieron corriendo cuatro militares armados con ametralladoras. Entonces gritó: “¡Guci, esos cabrones vienen a por ti!”

Los marines vociferaron algo en su idioma. Dos avanzaron hacia Guci y le arrebataron la cámara. Los otros dos, rodilla en tierra, le apuntaban con sus M16. El reportero les hizo saber que era amigo y que no estaba filmando, sino “midiendo la luz”. Pero aquellos tipos no estaban configurados para razonar, sino para matar o, en el mejor de los casos, agarrar prisioneros. Le llevaron hacia el hangar. Tilo les siguió. En aquel lugar se acumulaban torres de palieres con millones de botellas de agua. Les identificaron y obligaron a esperar hasta que, al cabo de una hora, un superior examinó la cámara y comprobó que no contenía imágenes de la impresionante maquinaria bélica. Resulta que todo aquel material bélico se hallaba clasificado de “alto secreto militar”. No se podía filmar. Lo evidente y descomunal no se podía ocultar, pero era secreto. El militar que examinó la cámara tenía aire goebeliano, pero tras constatar la falta de imágenes les permitió abandonar el lugar e incluso, con el debido permiso, aprovisionarse de algunas botellas de agua que rodaban por el suelo.

Dejaron atrás los sonidos metálicos, el zumbido de los motores, las sucias nubes de anhídrido carbónico de los tubos de escape, el olor a aceite pesado y los gritos de los soldados corriendo de un lado a otro. Salieron del aeropuerto. Entonces Guci se puso estupendo.

–Gracias Tilo, si no es por ti, esos cabrones me quitan la cámara y me detienen.

–¿Tu crees que el Lobo se comió a Caperucita?

–No te entiendo, te estoy dando las gracias y me saltas con Caperucita.

–¿Se la comió o no?

–Joer, en el cuento sí, pero es mentira, por eso es un cuento.

–Ni siquiera Perrot se creyó el disparate de que el lobo se zampara a Caperucita, pero el cuento existe y a partir de ahora hemos de creerlo y procurar esquivar al lobo.

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Cartel en Bagdad sobre el asesinato del reportero José Couso,

Estuvieron de acuerdo en la conveniencia de andar ojo avizor con aquellos tipos, los estadounidenses, y coincidieron en que se habían librado de casualidad de sus malas mañas, ya que unas horas antes habían matado al compañero José Couso y al colega ucraniano Taras Protsyuka cuando filmaban la llegada de los tanques al centro de Bagdad desde la terraza del undécimo piso del hotel Palestina, donde se hallaba la prensa internacional. Unos belicosos marines, dopados con valorina o como se llamara la mierda que les inyectaban para descerebrarlos, apuntaron por la mirilla telescópica del carro y les lanzaron dos pepinazos. Tenían orden de disparar a todo lo que se moviese y no querían testigos de sus fechorías.

En aquellas circunstancias, Tilo y Guci temieron ser acusados de meter la nariz en las armas de destrucción masiva de los invasores y quedar encerrados para contrarrestar la protesta oficial de las autoridades españolas por el asesinato del reportero. Cierto es que su temor resultó infundado porque las autoridades del Reino de España se comportaron como amigas y aliadas y ni siquiera protestaron. La carne de periodista ya andaba devaluada y se depreciaría mucho más todavía.

En Kuwait tomaron un autobús hacia la borrosa frontera con Iraq. Más que autobús parecía una lavadora dando tumbos por una carretera secundaria plagada de baches, pues los militares estadounidenses se habían apoderado de la autopista que unía aquel emirato con la ciudad de Basora y prohibían el tráfico de civiles. Se notaba que no querían emboscadas. Recorrieron varios kilómetros en paralelo a los carros de combate y demás cacharrería rodante de la Séptima División USA, lo que permitió a Guci filmar sin ser molestado. Poco a poco se fueron alejando del cauce tóxico de la autopista. El calor de media mañana derrotaba al aire acondicionado de la lavadora. Sudában como esponjas exprimidas. Más que lavadora, el autobús parecía ahora un horno de asar pimientos morrones. El conductor, un hombre pícnico con un sombrero de paja sujeto al cuello con una cinta, puso música de gemidos y dio permiso a los viajeros para que abriesen las ventanillas, con cortinas voladoras. Temperatura y velocidad coincidían: 45 grados y 45 kilómetros por hora.

Hay nombres que no desaparecen de la memoria. El poblado de Safwan, casas y cercas de adobe, seguía en su recuerdo como el lugar donde se apearon de aquel autobús que llevaba unos palos de escoba con banderas blancas en las cuatro esquinas. Apenas se había alejado un kilómetro de la encrucijada donde les depositó cuando una granada de mortero lo convirtió en una bola de fuego. Por suerte ya no llevaba viajeros. Guci filmó el ataque. Era un final bélico superior tras la filmación de los convoyes de la autopista y los sudorosos viajeros de la lavadora: varios niños con sus madres, uno de pecho, seis obreros filipinos de los pozos de petróleo, unos ancianos y dos mercachifles con voluminosos fardos de mercancía. Aquellos gringos estaban enloquecidos. Disparaban primero y preguntaban o no preguntaban después.

–Me creo el cuento de Caperucita –dijo Guci incorporándose del cuerpo a tierra.

–¿Y el conductor?

–Creo que ha salido despedido y se ha salvado, luego lo vemos.

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Control de un poblado en Iraq

Los británicos controlaban aquel enclave. Guci se encaró con el encargado de identificarnos, un negro que por suerte o lo que fuera no tenía ganas de bulla.

–¿Por qué carajo disparan contra objetivos civiles? ¿Las banderas blancas son invisibles para ustedes? –Le preguntó.

El soldado hizo un gesto de desagrado y mostró sus dientes blancos.

–¿No me acabas de decir que crees en Caperucita? ¡Cállate y no provoques al lobo!

–¿Es que no has visto lo que han hecho?

Una columna de humo negro de neumáticos ardiendo oscurecía el cielo.

–Pueden seguir, lárguense cuanto antes –dijo el militar en su idioma.

Llegaron a Al Jabjud en una camioneta conducida por una mujer. Transportaba cuatro jaulas con algunos pollos. Aquella localidad también estaba bajo el control de los británicos. Vigilaban la carretera y capturaban a los varones en edad de combatir. La ciudad estaba desierta, los almacenes cerrados, la gente en casa por el calor.

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Un carro de combate estadounidense se abre paso a cañonazos en las cercanías de Um Qsar.

El objetivo de los dos reporteros era llegar cuanto antes a Um Qsar. Callejearon por la silenciosa Jabjud en busca de algún medio de transporte. Los ocupantes eran los amos. Controlaban en sus tanquetas y jeeps erizados de ametralladoras las esquinas de las principales calles de la ciudad. Un perro flacucho comenzó a seguirnos por una ancha avenida comercial con todos los negocios chapados. Guci le dio un trozo de sanwich podrido. El cocker despelurciado, legañoso y ácrata parecía el único habitante sin miedo a aquellos militares con aspecto de marcianos. Oyeron un silbido. Aunque no tuviera miedo, el perro tenía dueño: un hombre con forma de palo y ropa de espantapájaros le llamaba desde el centro de la calle. El canelo, ni caso; prefería el sanwich. El hombre se acercó y les agradeció en su idioma el bondadoso trato a su perrillo. Guci le indicó por señas nuestra necesidad de encontrar algún medio de transporte, un coche, una moto, algo en lo que llegar cuanto antes a Um Qsar. El hombre entendió. Le siguieron. Después de quince minutos se paró ante el cierre metálico de lo que por el olor a aceite pesado parecía un taller mecánico. Golpeó la mampara de latón. Abrió un hombre sudoroso en pantalón vaquero con manchas consolidadas. El hombre palo le explicó las necesidades de los forasteros y les ayudó a negociar la compra de una motocicleta en buen uso, de marca desconocida y hechura similar a la histórica Bultaco Metralla española. Sorbieron el té oscuro que les ofreció el vendedor, regatearon un descuento, pagaron en dólares, se despidieron y salieron zumbando en dirección a Um Qsar.

La montura era estrepitosa de verdad, pero funcionaba y los cascos atemperaban el ruido. Los demás podían contar el chiste (“–Papá, ¿qué es una moto? –Un imbécil montado en un ruido”), que a ellos ni fu ni fa. Tilo guiaba y Guci podía filmar en marcha como en el Tour de Francia. Las mochilas iban atrás, atadas en el porta bultos. Tal vez les faltaba un letrero con la palabra “prensa” en árabe e inglés y una banderita blanca, aunque visto el destino de la lavadora tanto daba. Si el lobo decidía atacar lanzaría sus dentelladas con bandera o sin ella. Dejaron a la izquierda un desvío carreteril hacia Basora, la segunda ciudad más importante de Irak (decían), y llegaron a Um Qsar antes de que el sol se ocultara. En aquella latitud oscurecía en un santiamén.

La ciudad (por llamarle de alguna manera) estaba situada a cuatro o cinco kilómetros de la desembocadura del Tigris y el Eúfrates. Contaba con el principal puerto del país y había sido tomada por las tropas estadounidenses y británicas en pocas horas, al comienzo de la ofensiva. Era un poblachón grande y polvoriento. Tenía un bulevar ancho y terroso, muy animado a aquella hora del atardecer, con niños, perros y burros que corrían por la campa, grupos de mujeres sentadas bajo una hilera de plátanos de hojas oscuras y corrillos de ancianos que parlamentaban. Les indicaron el camino hacia el puerto viejo, una carretera con tramos de asfalto y pedregal, bordeada de chabolas, al término de las cuales se veía una hilera de grúas oxidadas (el puerto nuevo), una fábrica de gas desactivada y unos almacenes desvencijados. Finalmente avistaron el buque de la Armada española en el muelle del puerto viejo.

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Militares en misión humanitaria en Um Qsar (Iraq)

Visto el impresionante poderío militar angloamericano, el barco español parecía una mosca al lado de un elefante. La dotación del buque (unos trescientos marineros) y los doscientos soldados que iban abordo habían recibido la consigna de portarse bien con los informadores, lo que equivalía a ser correctos y educados, pues la misión era enseñar el pabellón en aquellas latitudes y facilitar la difusión de cometidos tan nobles como curar enfermos y heridos y repartir alimentos y agua potable a la población. De ahí las facilidades para alojarse en el barco, en el que ya había informadores de varios periódicos y emisoras de radio y televisión, y para acompañar durante las siguiente jornadas a los militares en sus tareas humanitarias, de modo que los ciudadanos contrarios a la guerra (la inmensa mayoría) pudieran ver y leer que las tropas profesionales de nuestra patria no hacían daño ni mataban a la pobre gente, sino todo lo contrario: daban galletas y productos lácteos a los niños y distribuían agua potable en un camión cisterna a las amas de casa. Por si fuera poco, un equipo de sanitarios militares pasaban consulta y entregaban medicamentos en un hospital de la ciudad, junto al bulevar terroso. Y otro equipo atendía a los pacientes más graves en el hospital montado en el propio barco. “Es nuestro seguro de vida frente a posibles atentados”, dijo el almirante en respuesta a una pregunta de Tilo sobre la aparente falta de seguridad naval.

Para mayor realce de la pacífica misión humana, la televisión pública había enviado a la presentadora del principal noticiario del día. Se llamaba Letizia con zeta y daba las noticias locales, nacionales e internacionales desde el puente de mando del buque como si desde allí se dominara el mundo. La cobertura informativa de las evoluciones y cometidos de los bondadosos militares era tan completa y detallada que poco o nada quedaba por contar. Las “nenas de la tele”, como les llamaban los militares, recibían un trato preferente y deferente. Lo sabían todo y lo habían contado casi todo con detalle. Disponían de dos equipos de cámaras, operadores y productores. Uno había viajado en el barco y arribado a Um Qsar el mismo día que los invasores entraron en Bagdad y el otro les estaba esperando. Los mandos les dispensaban un trato especial. Las habían llevado en lancha por el río, protegidas por un helicóptero, para que filmaran el yate y el palacio de Sadam en Basora, parcialmente destruido a bombazos, y mostraran al mundo el lujo hortera del que disfrutaba el llamado “sátrapa”. El reportaje tuvo éxito entre los aficionados al bricolage y lo emitieron una y otra vez para que todos, absolutamente todos los españoles pudiesen admirar las aldabas y los grifos de oro y los muebles de estilo rococó del dictador. A mayor disfrute se organizó un debate entre varios sadamólogos o huseinistas sobre si el mascarón de proa de un sofá palatino con forma de nave egipcia representaba a una hija o a una amante del tirano. Puesto que el muy cobarde había huido y ni siquiera los estadounidenses, que eran tan listos, conseguían encontrarle, no hubo manera de resolver el dilema. El asunto quedó en tablas.

Aunque aquella complacencia, incluso supeditación, de los mandos militares a las “nenas de la tele” parecía consustancial a la misión de propaganda que les había llevado a aquel lugar (Se decía que el almirante había cedido su camarote a la señorita Letizia, con zeta), a Guci le enfurecía aquel favoritismo. Lógico. Todo lo que podía filmar y contar había sido filmado y contado por las señoritas periodistas del ente.

–Me siento más inútil que la picha del Papa –se quejó a Tilo tras la primera (y última) jornada en aquel poblachón iraquí filmando la labor benéfica de los soldados y tomando el pulso de los habitantes que querían hablar. El estado de ánimo de la gente no era bueno sino malo. “¿Cómo quiere que nos sintamos? ¿Cómo se sentiría usted si invadieran su país?”, dijo un imán o cura de allí. “No nos gusta su invasión”, dijo en francés un anciano muy solemne y enfadado: ¡Vol! ¡C’est du vol a main armée! Y denunció: “Vous, vous êtes assassins des personnes inocenntes”. La gente con la que hablaron en aquel bulevar terroso maldecía a los invasores y pedía a su dios que los echara cuanto antes de su país. Varias mujeres elevaban los brazos al cielo, preguntando al altísimo por sus seres queridos: sus maridos, sus hijos, sus novios, sus hermanos… ¿Habían muerto, estaban heridos, se habían rendido y los habían hecho prisioneros? Nadie sabía qué había sido de ellos. Guci filmaba.

Soldiers from the East and West Riding Regiment, Territorial Army on foot patrol in Basra Iraq
Soldado británico da caramelos a los niños en Um Qsar

Los niños no habían enloquecido como en Móstar (Bosnia). Llevaban tres meses sin escuela porque muchos maestros habían sido movilizados y los que no se habían quedado sin sueldo y permanecían escondidos por temor a las detenciones e interrogatorios. Los críos jugaban en las calles y en las campas, y cuando aparecían los soldados, unos se escondían y otros se acercaban tímidamente por si les daban galletas o caramelos. Las escenas del Lobo disfrazado de Caperucita confirmaban la bondad de las autoridades españolas, de modo que nadie en sus cabales podía dudar de que la invasión bélica era por el bien del noble pueblo iraquí.

Las imágenes más enternecedoras se registraron en el barco y se convirtieron en la gran exclusiva del día de las “nenas de la tele”. Una mujer se puso de parto y los médicos que habían tomado posesión del hospital local decidieron trasladarla al buque, donde le practicaron una cesárea y extrajeron una preciosa niña, sana y rolliza. ¿Qué más se podía pedir? Los militares no mataban, ayudaban a nacer. El papá de la recién nacida declaraba ante las cámaras del ente que la niña se llamaría Galicia como el barco.

Aquello encorajinó a Guci. Se sentía burlado y defraudado. Lógico. Todas las primicias informativas eran para las representantes de la televisión pública. Cambió la picha del Papa por un ciempiés en alpargatas para manifestar su sensación de inutilidad. “Tienes que hacer algo, Tilo, encontrar algo que valga la pena”, decía como si confiara en las cansinas habilidades de un tipo con canas cuya opinión sobre toda aquella mierda era lo que la palabra indica. Fue entonces, fumando a la fresca en cubierta, cuando conoció al comandante Laureano Terricabras, es decir, al espía Diagu Bandiera que le sacó de dudas y le proporcionó algo nuevo que ver y contar.

5.–Bultaco

Alertó a Guci y se pusieron en marcha antes del amanecer. Su objetivo era llegar a Camp Bucca y comprobar la tarea de los sanitarios españoles en aquel lugar del desierto al que no sabían por donde se iba. En el bulevar de Um Qsar vocalizaron Camp Bucca, Camp Bucca delante de unas mujeres que esperaban el camión del gas para cambiar sus bombonas vacías por otras llenas y poder cocinar. Ellas les miraron como si estuvieran locos y cacarearon algo entre entre risas. Se preguntó si el sonido de aquellas palabras tendría algo que ver con el sexo, las drogas o el rock and roll. Vaya usted a saber. Apretó el embrague, metió la marcha e iba a soltar gas cuando vio llegar un vehículo. Era el camión del gas propiamente dicho. La conductora era una mujer de mundo a juzgar por el atuendo occidental sin la hiyab que cubría la cabeza y el pescuezo de las demás. Hizo un gesto afirmativo cuando Guci repitió el nombre de aquel lugar. Le mostraron un mapa sudado. A la luz del faro de la Bultaco Metralla puso su dedo índice en algún punto del papel. Tilo se apresuró a entregarle su bolígrafo. La mujer trazó unas rayas al tiempo que pronunciaba nombres de pueblos o poblados. Calculó unos ochenta kilómetros hasta el lugar y les hizo saber que era una zona peligrosa, donde los “gringorajim” (malditos gringos) tenían a los hombres presos. Guci le dio un beso de entusiasmo. La mujer sonrió.

–Menuda suerte –dijo Tilo.

–Hoy Caperucita se folla al lobo –dijo Guci montando.

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Entrada al campo de detenidos iraquís, el pre Guantánamo del desierto.

Pasaron junto a algunos caseríos con olor a hovenias y ovejas. El cuentakilómetros de la Bultaco les obligaba a calcular a bulto. Habrían recorrido unos cuarenta kilómetros cuando cruzaron el pueblo terroso donde debían torcer hacia el Oeste y adentrarse en el desierto. Ya con el sol despuntando divisaron la silueta de un edificio y lo que parecían unos vehículos estacionados. Tilo aceleró. Ojalá sea una posada donde podamos desayunar algo, se dijo. El edificio era un muro medianero, milagrosamente en pie después de un bombardeo, y los coches eran carcasas calcinadas. Pararon a filmar. No vieron restos humanos. Otearon en cambio una nube de polvo que se acercaba y se pusieron a cubierto detrás de un montón de escombros hasta que la polvareda pasó precedida de un hummer norteamericano con cuatro soldados y una ametralladora, seguido de un trailer gris. Seguramente procedían de aquel lugar, se dijeron sin pronunciar el nombre del jefe de los bomberos de Nueva York que murió entre los escombros de las Torres Gemelas. ¿Qué tendría que ver el bárbaro atentado de Al Qaeda con la invasión Iraq?

Prosiguieron la marcha. Media hora después, Guci distinguió por la mirilla de largo alcance de su cámara unas sombras en lontananza que le parecieron una tapia artificial. La atmósfera era densa y calurosa. Los cardos del desierto semejaban ovejas desperdigadas. La carretera, recta, con ondulaciones pronunciadas y tramos de asfalto soterrado bajo la arena se volvía resbalosa y peligrosa. “¡Ahí está Camp Bucca!”, gritó Guci al identificar por el visor una bandera de USA en un poste. Tilo aceleró. Unas motas de polvo puntearon la carretera. Eran balas. Un bulto plantado a un kilómetro de distancia les estaba disparando. Algunas balas rebotaron y les pasaron silbando. Una se incrustó como un diábolo en el guardabarros de la rueda delantera. Guci exclamó: “¡Esos hijos de puta quieren matarnos!” Y se tiró de la moto. Tilo frenó y derrapó hasta la orilla de la carretera. Oyó a Guci:

–¡¿Estás bieeen?!

–Sí, ¿y tu?

–Menuda culada.

–¿Y la cámara?

–Sin problema –dijo.

Enseguida aparecieron los agresores a bordo de un hummer y uno de ellos, bajito y cuadrado, con cara de pájaro, se acercó metralleta en mano y dijo en castellano:

–¿Se han herido, cuates?

–Unos milímetros parabelum más y nos matan, cacho cabrones –le contestó Guci.

El soldado le tendió la mano, pero él desestimó la ayuda y se incorporó y comenzó a filmar, al tiempo que le preguntaba por qué diablos disparan a los civiles. El soldado se apresuró a cubrir la lente mientras gritaba: “¡Ahí muere, ahí muere bato!” Guci interpretó las palabras como una amenaza, pegó un giro y le asestó con la Betacán un trastazo en la testa. Tilo temió lo peor. Se interpuso gritando: “¡Aquí muere, tíos!” El chicano se avino a razones y Guci le hizo saber que iba a dar parte al mando. El marine que conducía el todo terreno se reía a carcajadas. El tercero, un negro desgarbado, se había acercado a la moto y se empleaba en examinar las mochilas sujetas al portabultos. Levantó la moto y la puso en marcha. Funcionaba. Se subió y se dio una vuelta antes de entregársela con cara de satisfacción: “Su montura, amigos”. Tilo hizo una señal a Guci para que filmara el balazo y luego se quitó los guantes, arrancó la bala incrustada y se la guardó. El chicano advirtió el riesgo de la prueba.

–Deme esa chimisturia, cuate.

–Las balas disparadas no vuelven –dijo.

–No me sea chapucero.

–Ni chapucero ni hostias, esta me la quedo yo para el recuerdo.

El cuate miró al negro y éste le respondió con un gesto de hombros. Parecía un tipo razonable.

–No os preocupéis, no la utilizaré como prueba de vuestra agresión contra unos periodistas aliados, pero me vais a hacer un favor: no fuméis más mierda de esa.

Se rieron y el negro hizo un gesto con los brazos como si interceptara un balón de basquet.

Sobre el capó del vehículo militar habían escrito con una piedra de yeso: “Ford sale” (Se vende). Y en un lateral: “Shit of wart” (Guerra de mierda o mierda de guerra). Debajo: “Bush’s shit” (Mierda de Bush o Bush de mierda, tanto daba).

Tilo no disimuló su expresión de simpatía hacia los autores de tan ocurrentes lemas, reveladores de que estaban hasta los cojones de aquella maldita invasión. A cuenta del Ford sale recordó la anécdota de Patojo y Pericón de Cádiz. Iban el bailaor y el cantaor flamenco paseando por la Tacita de Plata cuando vieron unos albañiles que colocaban una placa en la casa del fallecido Pemán. Leyeron la inscripción: “Aquí nació el ilustre poeta y dramaturgo don José María Pemán y Pemartín, y blablablá”. Entonces Patojo preguntó a su compañero: “Quiyo, ¿qué van a poner en mi casa cuando yo me muera?” Y Pericón contestó: “Se vende”.

Superadas las diferencias con el cuate, que se llamaba Trajano, como el gran emperador romano de origen español, y aspiraba a campeón de boxeo siempre y cuando no le “descuachalangase” un “hozicón” –lo que obligó a Tilo a repetir que el baleo quedaba zanjado o, como en su jerga caliche, que allí “moría”–, les condujeron hasta la entrada de Camp Bucca y les señalaron las tiendas de lona de los médicos militares españoles. No tenían pérdida porque en un pico ondeaba la bandera del coaligado Reino de España.

Se apearon de la Bultaco y se asomaron al hospital de campaña, un largo pasillo con dependencias a izquierda y derecha. Guci gritó: “¡¿Quién vive?!” Un hombre se asomó desde la primera habitación: “¿Qué desean?” Se identificaron y le explicaron que querían hablar con ellos y contar su cometido, y el hombre dijo: “Pasad, amigos”. Era un tipo grande, fornido, con bata blanca y una galleta en el pecho que decía: “Ctan Gómez”. “Enseguida estoy con vosotros”, dijo mientras preparaba inyecciones sobre una mesa plegable. Era temprano, pero ya sudaba como un segador gallego bajo el paño blanco con un cordón negro que le cubría la cabeza. “Hay que estar preparados para cuando empiece el baile”, dijo señalando a la docena de dosis inyectables. No tuvo inconveniente en que Guci filmara sus preparativos “contra el veneno de los alacranes”. Después les condujo por el pasillo hasta el fondo del hospital, donde saludaron a un teniente cirujano, un anestesista vizcaíno y una enfermera segoviana. A la reunión se sumó un veterinario leonés y una mujer madura, acompañada de otro médico que era microbiólogo. Recogieron sus testimonios y filmaron a cinco pacientes iraquíes en recuperación: dos habían sido baleados, a otro le habían quitado el apéndice intestinal y los otros dos habían sufrido picaduras de alacranes.

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Prisioneros iraquís en Camp Bucca, ya con torre de vigilancia.

En esas oyeron unos fuertes alaridos. “Ya empieza el baile”, dijo el capitán. Dos marines entraron en volandas a un joven descalzo que gritaba de dolor y echaba espuma por la boca. El capitán les indicó que lo depositaran en una camilla dispuesta en su departamento y se apresuró a inyectarle en la vena de un brazo una de las dosis que había preparado. Le limpió los espumarajos, le abrió la boca, le puso una pastilla, le echó un chorro de agua por el pitorro de un botijo de barro allí colgado. “¡Trágatela!”, le ordenó. Mientras examinaba el costado del muchacho, buscando la hinchazón de la picadura del jodido escorpión, los soldados bajaron del camión a otro iraquí como de cuarenta años, también descalzo y con un mandilón azulado, que no se quejaba, pero al que había mordido en un pie otro arácnido peludo y venenoso. El capitán repitió la operación. Luego, ayudado por una enfermera, colocó unas ruedecillas bajo las barras metálicas de la frágil piltra del primero y la empujó hasta el quirófano, donde la cirujana le hizo una hendidura y le extrajo el veneno. Oyeron más gritos y el capitán abrió otra cama plegable de lona para el nuevo paciente. “En cuanto amanece, esos bichos se ponen como locos; cada día pican a diez o doce prisioneros”, les explicó el sudoroso capitán.

Decidieron seguir a los marines, pasaron un control y, ya dentro de aquel terreno rodeado de espirales de alambre de espino recorrieron varios kilómetros junto a unas vallas muy altas de pequeños rombos trenzados a modo de jaulas, en cuyo interior había grupos de diez a veinte prisioneros. Estaban descalzos y cubrían sus cuerpos con mandilones raídos. Guci filmaba. Las condiciones en las que tenían a aquella gente encerrada a pleno sol, con un calor sofocante, eran del todo inhumanas. Los soldados que iban en el camión les señalaron un montículo sobre el que se veía una casucha encalada con una bandera descolorida de barras y estrellas. Era la sede del mando. Se desviaron hacia aquel collado del desierto. Desde allí se dominaba una extensa hondonada con una larga sucesión de jaulas que se perdían de vista. Eso era Camp Bucca, un campamento de prisioneros donde los desgraciados iraquíes sufrían la crueldad de los invasores.

Guci trepó con su cámara a la espalda por el mástil de la bandera hasta el tejado plano de la casucha del mando, por cuya portañuela lateral asomó una cabeza cubierta con una gorra de tela con visera, seguida del resto del cuerpo de un hombre que a simple vista debía contar sesenta o más años y vestía camisa y calzón corto de camuflaje y calzaba alpargatas deportivas. Parecía un granjero americano. Tilo le saludó, se identificó y le preguntó si estaba al mando de aquellas jaulas.

–Afirmativo –dijo.

–¿Cuánta gente tienen ahí prisionera?

–Unos diez mil enemigos –dijo.

–¿Soldados del ejército iraquí?

–Y terroristas.

–¡Qué extraño! En este país no había terrorismo.

–Este país era un régimen terrorista, amigo.

–¿Por qué razón les tienen descalzos?

El hombre, un jefe en la reserva de los bomberos de Nueva York, hizo un gesto de desagrado y permaneció en silencio como si tuviera que meditar la respuesta. Tilo le facilitó la labor:

–¡Ah, ya! Es para que no escapen, ¿verdad?

El hombre asintió.

Un jeep subía hacia la casucha. El conductor y su acompañante se apearon. El primero buscó la sombra al otro lado de la casucha y el segundo escupió un chicle y mascó un saludo antes de desaparecer por la puerta de la casucha con una carpeta debajo del brazo.

–¿Han considerado la conveniencia de que los prisioneros estén calzados para evitar las picaduras de los alacranes?

El hombre repitió su gesto de fastidio. Cuando Tilo suponía que no le iba a contestar, dijo:

–Usted no tiene ni idea, amigo. Esos sujetos son inmunes a los escorpiones, los atrapan y se los comen.

–A falta de pan, buenos son los alacranes, pero si usted echa una hojeada a los informes de los médicos españoles –dijo señalando a lo lejos al hospital de campaña– podrá comprobar que son vulnerables a la dolorosa picadura de esos bichos.

–Afirmativo; no todos son inmunes y, por consiguiente, que se jodan, aunque nosotros los socorremos.

–Sin embargo, no cuentan con personal sanitario suficiente.

–Negativo; las autoridades de su país solicitaron acompañarnos en esta misión y se les ha concedido ese privilegio. Las relaciones de colaboración son satisfactorias y apreciamos su esfuerzo. Así se lo hemos trasmitido a su gobierno y espero realizar una visita a la capital de la república española para saludar personalmente a su presidente. ¿Desea saber algo más?

–Si, otro pequeño detalle. ¿Por qué no proporcionan algo de sombra a los prisioneros?

–Ellos no necesitan sombra, son gente del desierto, odian la sombra.

–Puede…

–No se preocupe de eso, amigo. Nosotros los socorremos.

–¿Les dan agua?

–Mire allí. Aquello es un camión de los bomberos de NYK. ¿Ve el chorro de agua de la manguera? Son terroristas y sin embargo les socorremos.

–Puedo entender su punto de vista y espero que usted entienda que hay vista desde muchos puntos y por eso me gustaría saber en qué se basa para decir que son terroristas.

–No considero necesario explicarle a usted que mi país ha sido atacado en el corazón por las fuerzas del “eje del mal”. Pero debo decirle que su país también está amenazado. Y esto no es un punto de vista, amigo, sino una realidad. Los que no quieren estar con nosotros sufrirán.

–El gobierno de mi país ha apoyado esta invasión.

–Ha hecho lo correcto –dijo el ex bombero en activo.

–¿Qué van a hacer con todos esos prisioneros?

–Están siendo interrogados y clasificados; los que no tengan responsabilidades quedarán en libertad – afirmó despidiéndose y agachando la testa para entrar en la casucha, donde una escalera descendía hacia la profundidad.

Tilo miró hacia arriba. Guci le hizo un gesto con el pulgar y se deslizó por el mástil. “Vamos”, le dijo sin esperar a que se pusiera el casco porque el soldado que conducía el jeep le había visto bajar del tejado y estaba a punto de golpear la portañuela para informar de la presencia del cameraman.

Tilo soltó gas y salieron zumbando loma abajo, recordaba. Las posibilidades de pasar el control entre las alambradas eran nulas y Guci sacó la microcinta de la cámara y la metió en el bolsillo lateral del chaleco de Tilo. Luego le gritó: “¡Frena!” Y saltó de la moto. Tilo se cruzó con el hummer del cuate, el negro y el andino. Circulaban despacio, con la metralleta orientada hacia las jaulas como si estuvieran patrullando. Les saludó con la mano y les indicó con señas que el colega se había quedado tirado. Captaron el mensaje. Los marines del control le permitieron salir: o no habían recibido la orden de detenerlo o no contestaban al teléfono.

Se quedó esperando a Guci junto al hospital español, pero en vez del hummer del cuate llegó el jeep con el jefe bombero. Parecía más irritado que el Lobo buscando a Caperucita. Se encaró a él: “¿Dónde está el cámara que iba con usted?” Tilo puso cara de tonto. “Sí, el cameraman que iba con usted”. Se encogió de hombros. El capitán Gómez le siguió el juego e invitó a aquel jefazo a pasar al hospital y comprobar en persona que no había periodista alguno en el interior. El jefe bombero protestaba enérgicamente, asomándose a todas y cada una de las dependencias, incluido el contenedor metálico con las duchas y letrinas. El hombre estaba convencido de que los reporteros eran dos y el desaparecido había filmado las jaulas sin permiso.

–A ver si va a pasar lo que con las armas de destrucción masiva, que no aparecen por ningún lado –dijo el sudoroso capitán Gómez con gesto serio.

El jefe Lobo torció el gesto, dio media vuelta y ya se largaba con su ayudante al volante del jeep cuando se volvió hacia Tilo y, apuntándole con el índice a modo de pistola, dijo:

–Sepa usted, amigo, que la Convención de Ginebra protege a los prisioneros frente a las imágenes degradantes e ilegales y que serán denunciados si difunden el material que han filmado.

–Lo sé, míster. Y sepa usted que soy amigo suyo.

El capitán Gómez exclamó: “¡Hay que joderse! Les disparan y ese cabrón invoca la Convención de Ginebra”.

–¿Cómo es eso? –Se interesó Tilo.

–Esta semana llevan tres muertos por agujeros de bala; de vez en cuando esa pobre gente (los prisioneros) se desespera y tira piedras a las patrullas. Y los soldados les disparan.

–¡Joder!

–Pueden matar en legítima defensa; esto es una puta guerra, créeme.

–No solo le creo, capitán, sino que, según ese tipo (en referencia al jefe bombero), todos los prisioneros son terroristas.

–¿Eso te ha dicho?

–Como lo oye, capitán.

–¡Será mentiroso! De sobra sabe que son gente de 18 a 50 años a la que han obligado a presentarse en las comisarías de las poblaciones que han ido ocupando y luego les han traído aquí por las buenas y por las malas. Y siguen trayendo gente. Cada día entran ocho o diez camiones con hombres. Algunos llegan malheridos y con señales de haber recibido palizas. Estos gringos han enloquecido. Están maltratando a la población civil; para ellos todos son enemigos y sospechosos de terrorismo, aunque no lleven armas ni pertenezcan al ejército ni a la policía iraquí, que han disuelto oficialmente. Esto va a acabar muy mal –pronosticó.

En esas, vio pasar a prudencial distancia el vehículo del cuate, el negro y el andino, seguido de una nube de polvo. Dedujo que depositarían a Guci en la carretera. Agradeció la ayuda al capitán sanitario y se despidió de él, deseándole un pronto regreso a su Sevilla natal.

Guci le esperaba en la carretera, subió a la grupa y salieron zumbando con la intención de llegar cuanto antes a Basora y el propósito de poder transmitir desde allí el reportaje. Hasta ese momento habían tenido suerte. Y después, también, pues pudieron cargar combustible y encontrar un alojamiento con ducha en el primer gran hotel donde preguntaron.

los ingleses entran en basora
Entrada de los carros de combate británicos en Basora

Basora era una ciudad turística, pero la guerra había ahuyentado a los visitantes. Lógico. Se asearon, comieron verduras al vapor con pan tostado. El restaurante del Basrah se hallaba infectado de oficiales británicos y hombres de negocios árabes y occidentales. Tilo redactó un reportaje largo, de cuatro folios y Guci ordenó y subtituló con su ayuda el material que había filmado. Era un reportaje más que meritorio, acojonante. Guci le cedió unos fotogramas de prisioneros enjaulados y sableados por los alacranes. Transmitieron la información sin dificultades. Llamaron a sus respectivos medios y salieron a tomar el pulso de la ciudad. El periodismo es una actividad incesante, un oficio en movimiento en el que, como decía el gran publicista Eulalio Ferrer, el que bosteza está muerto. Recorrieron el paseo fluvial, pegaron la oreja en la gran mezquita y constataron el desprecio, el respeto y el temor de la población hacia las patrullas militares que controlaban las principales avenidas de la ciudad a bordo de sus vehículos artillados de color mierda. Cenaron arroz con trocitos de peces del Tigris en una terraza junto al río y regresaron al hotel sobre las nueve de la noche, hora local, tres horas menos en la Península Ibérica.

Se sentían satisfechos de su labor. La información era de primera. El mundo sabría algo más sobre el trato de los “democratizadores” a los iraquís, fueran militares o no, fueran policías o no, se hubieran rendido o no hubieran combatido jamás. La mayoría de los detenidos y enjaulados en el desierto eran pacíficos ciudadanos, funcionarios, profesores, comerciantes, trabajadores, padres de familia que no habían cometido delito alguno. Los arrestaban en sus casas, en las calles, en los centros de trabajo y los llevaban a Camp Bucca para interrogarlos cuando, al cabo de tres o más semanas, llegara su turno. Los maltrataban como si fueran terroristas y les devolvían bala por pedrada con la colaboración “humanitaria” del gobierno español, ávido de tajada.

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Basora era una ciudad turística, la Venecia de Oriente.

Apenas había caído en la cama y cerrado los ojos cuando le sobresaltaron las expresiones airadas de Guci en la terraza. Se incorporó y acercó.

–¿Qué está pasando? –Le preguntó cuando el colega dejó de hablar por teléfono.

–Esos cabrones han decidido censurar el reportaje –dijo a punto de llorar.

–¿Por qué? ¿Qué te han dicho?

–Órdenes de arriba –respondió entre sollozos.

Una rápida composición de lugar les condujo a la conclusión de que la censura procedía de la cadena de mando militar y acababa en el ministro de defensa español. Tilo comprobó a través del director del periódico que, en efecto, el ministro en persona le había llamado para que no dieran imagen alguna de los prisioneros. El tema se publicaría con alguna foto de archivo o sin ella para evitar soliviantar al ministro, le dijo después de entonar el “mea culpa” por el error de haber atendido la llamada de aquel sinvergüenza. Tilo agradeció la sinceridad de Eloso y se consoló pensando que el texto destapaba y reflejaba con suficiente detalle las repugnantes fechorías de los invasores en la retaguardia. En aquel entonces no habían decidido instalar las jaulas en Guantánamo (Cuba), de modo que, se decía ahora, había sido el primero en sacar a la luz el “pre Guantánamo” iraquí, aunque el tema pasó sin pena ni gloria ni seguimiento alguno.

Ya con Guci más calmado (su trabajo íntegro había acabado en la papelera de reciclaje), intentaron hablar con el ministro para explicarle lo que habían visto en aquel lugar y, sin exteriorizar su enfado, apelar a su piedad cristiana (pertenecía a una secta ultracatólica) ante el trato inhumano a los prisioneros.

Pero los funcionarios del gabinete telegráfico ministerial, encargados de pasar las llamadas al ministro, reconocieron la voz de Tilo y le pusieron con el jefe de prensa, un colega bien mandado que sabía lo que tenía que decir y lo decía del modo más amable que sabía. “Desde luego, el ministro nunca incurriría en censura; si quieres que te diga la verdad, al ministro lo único que le preocupa es lo delgada que está Letizia”. Eso le dijo. Le pidió que se lo explicara a Guci, y aquel jefe de prensa, al aparato, le repitió las mismas palabras y se ganó una sarta de insultos del reportero. Antes de cancelar la comunicación, Guci le dijo que su señorito iba a acabar en el infierno, que es el lugar al que van los que mienten. El tío se lo tomó a broma y se rió.

6.–Guci

En Basora sustituyeron la montura por otra menos ruidosa y más veloz, modelo cabra alemana, y echaron a rodar en dirección a Bagdad. La autopista uno y única se hallaba bajo el control de los ocupantes armados. Sus mortíferos ingenios de caballería e infantería tenían preferencia sobre los pacíficos semovientes, a los que obligaban a respirar su anhídrido carbónico. Había tramos plagados de restos carbonizados y achatarrados de vehículos militares y civiles iraquís. Los heridos y los muertos habían sido retirados, pero la destrucción asolaba el paisaje.

Tres horas tardaron en llegar a Diwaniya, la ciudad a la que unas fechas después irían destinados mil soldados españoles y otros tantos centroamericanos, equipados y armados en la “madre patria” para cumplir la noble misión de “estabilizar” el país, según la expresión del Halconcete Ibérico.

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Tramos plagados de restos de la guerra entre Basora y Bagdad.

Tilo recordaba el nombre de Diwaniya porque en aquella ciudad terrosa contrajo una diarrea de la leche con café. Telefoneó al espía Diagu, quien les proporcionó datos útiles sobre el alojamiento en la capital. También recordaba la ciudad de Rasheed porque allí Guci recibió un mensaje de su jefazo pidiéndole que se pusiera al habla con él.

–¿Qué querrá ese hijo de puta?

–Probablemente quiera darte una explicación sobre la censura de tu reportaje.

–No lo creo, no es su estilo. Más bien supongo que se habrá enterado de los insultos que le dediqué anoche; la redacción está llena de escarabajos peloteros y alguno le habrá ido con el cuento. Pero estoy dispuesto a repetírselos directamente si quiere sancionarme.

–Ante todo mucha calma, que tienes una criatura.

–¿Es o no es un lameculos, cobarde y vendido?

–¿Y qué? Esa gente trabaja con un solo esquema: el beneficio. Lo demás le importa un bledo. Van a lo suyo y tienen de periodistas lo que tú de obispo. Esos también son el lobo.

–Ya lo sé, Tilo. Incluso tienen el morro de hablar de la “ética del beneficio y el dividendo” y de colocar su “ética” por encima de todo. No creas que no lo sé. Espero que me ayudes a armar un buen escándalo si me despide.

–Desde luego, aunque no le facilites las cosas, que a cada cerdo le llega su San Martín.

Tilo sabía que el intrépido Guci era más peleón que un caballo de ajedrez. Habría destrozado al engolado mequetrefe si éste le hubiera pedido cuenta y razón de sus expresiones la noche anterior. No fue el caso. El señorito lo cubrió de elogios y le ofreció un ascenso.

–Quiere que acepte el cargo de jefe de reporteros.

–¡Por Júpiter, Guci, qué bueno!

–¿Qué harías tú?

–Aceptarlo, desde luego –mintió, pues nunca quiso ser nada, sino libre.

–No sé, Tilo, es mucha responsabilidad.

–Ni responsabilidad ni hostias. Vamos a ver: eres un puto peón y tienes la posibilidad de dar un paso y convertirte la dama del ajedrez, de ejercer el poder, ganar bastante más pasta e incluso contratarme como redactor. Te recuerdo que tienes una mujer y un hijo.

–Y otro en camino –dijo.

–Mejor me lo pones: llama a ese capullo ahora mismo y dile que aceptas el cargo.

Guci no llegó a pisar Bagdad. Era ya noche cerrada cuando el agente secreto Diagu Bandiera les telefoneó con el recado de que había conseguido un pasaje para el colega y amigo en un avión estadounidense que hacía escala en la base de Rota. Tilo lo llevó al aeropuerto, se despidieron con un abrazo y el nuevo jefe de reporteros desapareció en la boca de Lobo hacia su destino.

7.–Bandiera

Tilo contó a Terri muy por encima lo visto y oído en aquel lugar del infierno (Camp Bucca). El espía le cortó enseguida. Lógico. Debía de tener el teléfono pinchado. Quedaron a las diez de la mañana en la terraza del hotel Raschid.

Nunca supo por qué diablos aquel Terri no apareció.

Preguntó por él en la embajada, a los pocos compatriotas militares que se topó en la ciudad, a unos ibéricos que allí andaban intentando hacer negocios. Nadie conocía al comandante Terricabras ni al agente Bandiera. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Se había elidido, evaporado en aquella confragación iracunda, que diría el maestro Malalata. A espía muerto, ni cebada al rabo. Por algo les llamaban “agentes secretos”. Hasta su muerte es secreta.

Sin embargo existía, no había muerto. Si Caronte, al que dios confunda, se lo hubiera llevado al otro barrio, la casualidad (o lo que fuera) no habría querido que se reencontraran muchos años después en el acto oficial de la Pascua Militar en el Palacio Real de Madrid. Tilo se llevó una buena sorpresa al oír su nombre, precedido del grado de coronel, entre los oficiales militares que iban a ser condecorados.

Lo buscó con la mirada y creyó reconocer su perfil entre los uniformados en posición firme que llenaban el Salón del Trono. Vestía traje de gala con tres estrellas de ocho puntas en las hombreras y llevaba la cabeza lisa cual bola molondrónica. Le pareció menguado respecto a la imagen del joven elástico y musculoso que conservaba de él. El acto transcurrió según los cánones establecidos: discurso del ministro sobre el estado del personal y el material de la columna vertebral de la patria; discurso del resacoso monarca de rostro sanguíneo condenando la criminalidad terrorista y transmitiendo sus mejores deseos a las mujeres y hombres armados; lectura de la orden del reconocimiento público de premios y condecoraciones y, finalmente, imposición de medallas.

Tilo creyó advertir un rictus de asco en la cara de Terri, como si una mosca se le hubiera posado en la nariz, cuando el teniente general Juan Felonio, jefe operativo de los servicios de inteligencia del Estado, le tendió la mano y le prendió la medallita con un lazo con los colores de la bandera nacional en la tableta de la pechera. Los reporteros gráficos descargaron sus fogonazos. El momento glorioso quedaba inmortalizado.

Rompieron filas y pasaron a un gran salón contiguo donde se celebraba la tradicional suelta de canapés con la famosa copa de vino español. Aunque era un festejo para los mandos castrenses (y algún soldado), el rey autorizaba la presencia de los periodistas, sin cámaras ni libretas, lo que les permitía formar corrillos en torno al monarca, el jefe de gobierno y a otras autoridades allí presentes y obtener caldo de pollos para condimentar sus crónicas. Enseguida vio a Terri junto a otros condecorados y se acercó a saludarle.

–Enhorabuena, coronel. ¿Debo darle tratamiento de héroe?

–Los héroes son los que mueren y yo no he llegado a tanto.

–También pueden ser los vivos que han realizado actos heroicos.

–Menos lobos, Caperucita –contestó.

–Ya me contará entonces.

–Desde luego, periodista, aunque la heroicidad se reduce a procurar que los nuestros no mueran por la patria y los enemigos palmen por la suya.

–Je je, no es cosa menor –dijo extendiendo la felicitación a los demás medallistas.

Terri se disculpó ante ellos con una ligera inclinación de cabeza, le agarró del brazo con su mano libre (la otra empuñaba una copa de cerveza), caminaron unos pasos en dirección a un Belén napolitano, muy bonito, instalado en aquel salón, y hablaron en voz baja como quien reza al niño Jesús de porcelana que estaba acostado sobre la paja entre la vaca y el buey. Se alegraba de verle, pero enseguida advirtió cierto disgusto en sus palabras.

–Me han destapado, me han jodido bien –le confesó.

–¿Y eso a qué se debe?

–Quieren quitarme de en medio, borrarme del mapa porque saben que sé algunos asuntos que podrían perjudicar sus intereses y convertirles en carne de juzgado y tal vez de presidio.

–¿Y por eso te condecoran? La verdad es que no acabo de entender ese mundo vuestro, aunque ya supongo que los poderosos no quiere testigos de sus fechorías e imagino que alguien como Diagu Bandiera puede resultarle molesto.

–Tienes buena memoria, periodista.

–Todavía recuerdo el plantón que me diste hace diez años. Pregunté por ti en la embajada y a algunos compatriotas, militares y civiles, sin encontrar a alguien que te conociera. Llegué a pensar que te había tragado la tierra, o sea, que estabas criando malvas…

–Todo tiene su por qué y su por qué no.

–Eras tú el interesado en la información sobre Camp Bucca, aunque yo quería decirte con datos y fuentes de primera mano que los marines encargados de custodiar a los prisioneros bajo el mando de un reservista de los bomberos de Nueva York andaban drogados y tenían orden de disparar a los presos. Me habría gustado que supieras que estaban matando gente inocente con la complicidad humanitaria del gobierno español y que lo consignaras en alguno de tus informes a los jefes del Centro de Inteligencia Nacional. Todavía no sé por qué, pero me caíste bien y de verdad te digo que quedé preocupado al no encontrar rastro de Bandiera ni del comandante Terri. Si tuviste oportunidad de mirar tu teléfono verías que realicé una docena de llamadas durante casi dos semanas, pero, en fin, ya imagino que estas cosas pasan en situaciones como la de aquella maldita guerra.

–Ya te contaré lo que pasó; es una larga historia.

–Espero que sea buena.

Un camarero se acercó con una bandeja y les ofreció pastelillos. Terri agarró uno coronado por una guinda, la quitó, se comió el resto, la dejó caer disimuladamente entre sus pies y, utilizando su zapato como el resorte de una máquina traga bolas, la lanzó en una dirección determinada. Tilo la vio desparecer bajo la suela de un individuo que arrugó el entrecejo y puso cara de haber pisado una cucaracha. La suela pertenecía al general Felonio. Con la vista puesta en el portal de Belén, Terri susurró: “¡Toma botín, diminutivo de bota!” No por certera y graciosa, la gamberrada del recién condecorado en la sede palatina dejaba de ser la expresión de su irritación porque, según le dijo mirando la medalla como el comensal que comprueba la mancha, aquel premio solo era un ardid, un medio para dar pistas a quienes querían matarlo.

–No me lo puedo creer –dijo Tilo.

–Así las gastan, periodista.

Intercambiaron dígitos telefónicos y correos electrónicos. Tilo se fue a lo suyo, que era recoger los comentarios del jefe del gobierno sobre la actualidad política nacional e internacional y las palabras del monarca sobre lo que le viniera en gana. Siempre había una corresponsal muy mona (y maquillada) del ente que sonreía a su putera majestad, le deseaba feliz cumpleaños “señor” y le preguntaba qué le habían echado los Reyes Magos. La respuesta en aquella ocasión fue: “Un rompecabezas complicadísimo, jajajá”. Lo que permitía a los colegas reír la risa, preguntar sobre la figura a componer y redactar sus amenas crónicas de color. Aquella vez se acordó del chiste: “Érase una vez un tonto muy contento de haber armado el puzle en seis meses porque en la caja ponía de dos a tres años”. Pero no lo contó. Lógico.

8.–Pistacho

El fenecido (y reencontrado) Diagu Bandiera llegó al hotel Rashid media hora antes de la cita, se sentó en la terraza, solicitó un té con leche de camella y esperó a que llegase Tilo. Habían quedado a las diez de la mañana en aquel agradable lugar, frente a la fuente de Aladino.

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Plaza de Aladino en Bagdad

“Créeme si te digo –le contó a Tilo– que era una mujer bellísima; pasó ante mí con un andar cadencioso, la miré un instante y se me insinuó. Iba envuelta en una túnica de seda y llevaba la cabeza cubierta con un hijab azul celeste. No le hice mayor caso porque había quedado contigo. Pero ella dio la vuelta al jardín y me volvió a mirar con una extraña intensidad, como si hubiera adivinado mis ganas de follar. Cerró ligeramente los párpados e inclinó la cabeza, invitándome a seguirla. ¿Qué podía querer de mí a tan casta hora de la mañana? Te aseguro que no había pedido ningún deseo al genio de la lámpara, aunque después he llegado a la conclusión de que tan hermosa criatura solo podía haber salido del mágico artificio. Le hice un gesto afirmativo, dejé dos dólares sobre la mesa y la seguí a prudencial distancia por una de aquellas calles de doble dirección que salen de la rotonda de la fuente. A unos cien metros decidí pasar a su lado para hacerle saber que la seguía. Instantes después, se apresuró a adelantarme, escupió ostensiblemente un chicle hacia el bordillo de la acera y dobló rápidamente la esquina. De pronto aparecieron en la esquina opuesta dos tipos en una moto y me dispararon un ráfaga de ametralladora. Silbaron las balas sobre mi cabeza y si no me dieron fue porque me agaché a recoger el chicle e instintivamente me pegué al terreno. Los agresores hicieron otra pasada y volvieron a disparar. Supongo que me dieron por muerto”.

–Quieres decir que te pusieron el cepo de la chica y te cazaron como un conejo.

–Correcto. Eso mismo pensé yo mientras me separaba del neumático del coche que me sirvió de escudo. En su interior quedó un cuerpo humano bajo una ensalada de vidrios.

Terri dio un tiento al botellín como si la cerveza le ayudara a pasar el mal trago y prosiguió: “Puesto que no era el momento de socorrer a alguien parecido a una dorada a la sal, sino de salir corriendo y ponerme a salvo, comprenderás que no pudiera ayudar a aquel desgraciado. Me zafé entre el gentío y me largué enfadado conmigo mismo por haber mordido el anzuelo como un pardillo que no conoce las tretas de los patriotas (terroristas, según notros) para cazar invasores que mascan chicle”.

–Sin embargo la chica mascaba chicle y no era estadounidense, ¿verdad?

–Correcto. Y en el chicle estaba la clave.

Terri mantenía una querencia especial por esos adverbios rotundos, profesorales: correcto, exacto, perfecto.

–¿Qué puede haber en un chicle, aparte de babas?

–Un pistacho –dijo–; despegué la goma de mascar de entre los dedos y lo encontré. Lo que parecía una china del asfalto era un pistacho. Lo limpié y enseguida comprobé que los bordes de la cáscara no coincidían. Lo había abierto y ensamblado después con goma arábiga. Lo abrí y, tal como suponía, hallé en su interior un papelito doblado del tamaño de una uña con un mensaje en árabe tan diminuto que resultaba imposible de descifrar sin una lupa.

–La chica debía de saber que eras un espía, pues nadie se para a recoger un chicle escupido al bordillo de la acera ni, mucho menos, se entretiene en examinarlo.

–Exacto. Si no lo sabía, lo intuyó y mira, acertó. Claro que tampoco era difícil porque aquel hotel estaba infectado de agentes secretos.

–Y de hombres de negocios occidentales, o sea, ladrones.

–Correcto.

–Supongo que un mensaje tan oculto debía de ser muy importante.

–Como todos los destinados a ser transmitidos boca a boca mediante un beso, aquel también lo era. Daba una dirección y una hora inmediatamente posterior a la puesta de sol, coincidente con el último rezo, antes del toque de queda, según me descifrado un joyero que se ganó unos napos por leerlo.

–¿Y qué hiciste?

–Dudar. ¿Has visto una duda ambulante? Pues eso era yo. Por un lado tenía la sospecha de que la mujer les había indicado el objetivo a batir con el procedimiento del chicle, como si yo fuera norteamericano, aunque por otro supuse que no era yo, sino el tipo del coche, a quien querían liquidar y liquidaron. Di algunas vueltas al asunto. ¿Qué sentido tenía meter un pistacho con un mensaje en el chicle? Si me quería señalar ante los sicarios le bastaba con escupir la goma de mascar sin más aditamento, ¿no crees?

–¡Por Júpiter, claro! A los muertos no se les da la dirección de la casa putas.

–Aunque seguramente iba en pelotas bajo la túnica, no tenía pinta de puta. Más bien me pareció una señorita muy necesitada, a juzgar por su mirada de insinuación y deseo. De hecho le puse el mote de Ojos Ardientes.

–A ver si me aclaro: o sea que tú crees que no era una fulana, sino una tía buena que sólo quería besarte, pasarte el chicle con la lengua y amolarte con el pistacho.

–Correcto.

–¡Joder con el procedimiento! Para que luego digan que los espías no sois más raros que un chino verde. En fin, ante la duda…

–La lógica de las cosas. Asumí el riesgo y acudí a la cita a la hora indicada. La dirección correspondía a una pequeña casa terrosa, situada detrás del hospital Teaching, muy cerca de la gran rotonda de Yamouk, en la avenida de Jinub. Pulsé un timbre y me abrió una mujer de negro, con la cabeza y la cara tapada por el hijab. En aquel mundo de sombras femeninas solo cabía esperar que la sorpresa fuera dulce y jugosa. Me ordenó con un gesto que entrara deprisa. Crucé un pequeño patio y pasé rápidamente a la casa. Cerró y se quitó el velo. ¡Madre mía! Era guapísima, los ojos rasgados, el cabello negro azabache, la tez finísima y suave. Unos treinta años tendría. Me dijo que se alegraba de verme sano y me contó que era prima de Anna Gogo.

–¿Esa quién es?

–La amante de Sadam Husein. Fue asesinada por el hijo mayor del dictador en unas circunstancias bastante escandalosas que, según creo, se publicaron en su día. Uday, el hijo mayor de Sadam, irrumpió borracho en una recepción oficial a la esposa del presidente egipcio, Hosni Mubarak, y le disparó a quemarropa después de acusarla de provocar la separación de sus padres. En castigo, Sadam lo desterró a Suiza, donde disponía de una gran fortuna. La familia de Anna Gogo se vio forzada a perdonarle y el desterrado regresó a los cien días y fue nombrado por su padre ministro de la Juventud y del Deporte, sucesivamente, además de presidente del Comité Olímpico de Iraq. En realidad, el famoso Uday, llamado a suceder a Sadam en el poder, era un canalla con las siete letras, un depravado de tomo y lomo; al frente de una banda terrorífica de fedayines se dedicaba al crimen, el latrocinio, el trafico de drogas, alcohol, de armas supuestamente destinadas al ejército, a cuyos mandos exigía el tratamiento de sayyid o señor, como si fuera rey. Su banda secuestraba jóvenes, incluso niñas, para montar orgías. La gente le temía, sentía pánico hacia las tropelías de aquel malvado.

–Supongo que se parecía un poco a Vasya, el hijo preferido de Stalin, quien también exigía el tratamiento de príncipe –aventuró Tilo como si quisiera subsanar su ignorancia.

–Correcto. La historia está llena de astillas bastante peores que los palos de donde salieron. Ya recordarás –prosiguió– que los gringos y su administrador Bremer habían puesto precio a la cabeza de los hijos de Sadam, el tal Uday y su hermano Qusay, otra buena pieza. Así que te puedes imaginar mi sorpresa cuando Ojos Ardientes me aseguró que conocía el lugar donde se escondían el asesino de su querida prima Anna Gogo y su hermano, o sea, los dos hijos de Sadam. Con simulado descreimiento le pregunté por qué rayos se había dirigido a mí en vez de contar lo que sabía al mando invasor.

–Usted tiene cara de buena persona –me contestó sin más.

–Menuda cosa, hermosa –dije.

–A usted le puedo besar sin temor a que me viole –añadió. Su inglés era mejor que mi árabe, lo que denotaba una buena educación. Sin embargo, su argumento me pareció muy endeble. Tengamos en cuenta que la recompensa anunciada por los gringos a quien proporcionara datos ciertos sobre el escondite de aquellos dos pájaros era de treinta millones de dólares y el compromiso de poner a buen recaudo, fuera del país, al delator.

–Sepa usted que no soy estadounidense –le dije– ni ocupo cargo oficial alguno en la administración que dirige míster Bremer, por lo demás un broker insaciable, un chorizo de marca mayor. Lo de chorizo no lo dije por tratarse de un casticismo, pero lo pensé.

–Sé que usted es un hombre del Mediterráneo, una persona cercana a nuestra cultura y a nuestros valores. Sé que es español –me contestó Ojos Ardientes–; he preguntado en el hotel.

–¿Y por eso me ha elegido para confiarme el secreto? ¿Para jugar con mi vida? Han estado a punto de matarme por su pésima elección, señorita –le reproché–. Debió dirigirse a los gringos, amiga, que son los que pagan.

Entonces Ojos Ardientes me aseguró que no tenía la impresión de haber sido seguida ni se hallaba sometida a vigilancia ni había comentado con nadie, absolutamente con nadie, la información obtenida la noche anterior. Me explicó que se había asustado al ver a los dos individuos que aparecieron en aquella moto, kalasnikov en ristre, y me escupió ostensiblemente el mensaje que pensaba darme en el cercano mercado de animales y corrió para quitarse de en medio. Desconocía que me tuvieran en el punto de mira.

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Palacio de Sadam Husein, ocupado por el virrey Bremer tras la invasión.

–Todos los extranjeros invasores lo estamos en este momento –le aclaré–; en cualquier caso no iban a por mí sino a por otro –le dije para despejar su preocupación y, de paso, hacerla consciente de que yo era un objetivo de segundo nivel. Los importantes eran los yankis–. Tiroteo aparte, Ojos Ardientes tenía sus motivos para no fiarse de los invasores estadounidenses y necesitaba a alguien, un testigo occidental, que la acompañara al palacio del virrey Bremer e impidiera que la torturaran para sacarle la información y la encarcelaran o ultimaran sin más. Sus temores y precauciones me parecieron muy fundados si tenemos en cuenta la sucesión de actos desagradables, por no decir criminales, de los marines embrutecidos. Así que acepté ser su hombre, siempre y cuando la información fuera buena y sus fuentes resultaran fiables. Aunque no tenía razón para no creerla, le hice saber que no hay cosa más tramposa ni que a mayores errores conduzca que la venganza, de modo que realice algunas verificaciones. Ella lo entendió sin el menor recelo. Comprobé que era cierto que se empleaba de enfermera en el vecino hospital Teaching, donde realizaba el turno de noche; también comprobé el ingreso en la mencionada clínica del paciente que le había proporcionado la información. Era un anciano procedente de la ciudad de Mosul, en el Kurdistán iraquí, al que habían trepanado urgentemente ese trozo de tripa podrida que llamamos apéndice y se hallaba convaleciente de la intervención quirúrgica. Realicé otras comprobaciones sobre el terreno. La propia casa donde nos encontrábamos pertenecía al hospital y era utilizada como centro de reunión de la asociación femenina de enfermería. Tampoco en otros detalles mentía. Lo más difícil de verificar sin otros medios que un teléfono móvil era el parentesco entre el anciano hospitalizado y la extensa familia del dictador derrocado, de modo que consideré buena, por no decir muy buena, la información de Ojos Ardientes en el sentido de que los hijos del Sadam se hallaban escondidos en una casa de aquella localidad de Mosul que pertenecía a una hermana del viejo. La mujer me proporcionó el número telefónico de su marido y sus hijos (tenía dos niñas), que se habían trasladado a El Cairo antes de que las tropas angloamericanas entraran en Bagdad. Ella les llamó y asistí a una cariñosa conversación. Acto seguido me puse en contacto con la teniente Maja, mi contacto de seguridad en el palacio del virrey Bremer. Definitivamente era mi día de suerte: estaba de servicio y envió de inmediato un blindado medio sobre ruedas en el que Ojos Ardientes y un servidor hicimos el trayecto con el viejo convaleciente desde la entrada de urgencias del hospital hasta el palacio real, aquel enorme inmueble convertido en la cueva del nuevo Alí Babá y sus ladrones. Allí Maja, o sea, la teniente Mary Jackson, nos estaba esperando. Ordenó a unos soldados que empujaran la silla de ruedas del anciano convaleciente y nos condujo por un laberinto de pasillos con techos arqueados y mesas de trabajo de una legión de burócratas que se disputaban el espacio hasta la zona noble, donde el virrey y sus colaboradores no padecían la estrechez de los funcionarios. Entramos en una sala amplia con sofás, sillones, mesitas con revistas y periódicos del día, y enseguida apareció míster Bremer con dos militares que se inclinaron a saludar al vejete y se mostraron muy interesados en la información de éste de su sobrina Ojos Ardientes. La información les pareció buena, creíble. Invitaron al anciano a dibujar un croquis sobre el lugar donde, según él, estaban escondidos los hijos de Sadam. El hombre trazó con facilidad la forma y distribución de la casa. Mientras lo hacía, aquel Bremer en mangas de camisa no quitaba ojo de encima a Ojos Ardientes. Me pareció un tipo lascivo y sucio.

–¿Acosador?

–Un puto delincuente, un violador –repuso Terri dando otro tiento al botellín como si quisiera enjuagarse la boca del asco de aquel recuerdo.

–¿Y qué ocurrió después?

–Se llevaron al anciano ante una mesa, desplegaron un mapa de Mosul y le pidieron que señalara exactamente el punto donde se encontraba la casa con los hijos de Sadam. Luego repitieron la operación con Ojos Ardientes. Los dos coincidieron. Lo que sucedió después ya lo conoces.

–Me acuerdo bien –asintió Tilo–; atronaron a tiros la zona del hotel donde me alojaba. Me asomé al balcón a ver qué rayos estaba pasando. Puse la tele y me enteré de que se habían cargados a los hijos de Sadam. Era muy temprano y Bagdad estallaba como una traca. A juzgar por los tiros de alegría se diría que la gente detestaba más a los hijos que al padre.

–Correcto. Tal como el viejo cantarin había revelado, estaban escondidos en aquella casa de estilo babilónico. La operación se inició a las seis de la mañana y duró más de una hora porque, aunque tenían fama de cobardes, vieron que no tenían escapatoria y opusieron cierta resistencia antes de caer acribillados por las granadas de mano y los disparos de los soldados estadounidenses. Con Uday y Qusay murió un hijo de éste último, de catorce años de edad. Daños colaterales.

–¿Qué pasó con Ojos Ardientes?

–La trasladaron con el anciano a El Cairo y nunca más la he vuelto a ver. A quien sí pude ver fue a Bremer por televisión, mintiendo como un bellaco y asegurando que habían cobrado los treinta millones de dólares cuando lo cierto es que ni Ojos Ardientes ni el anciano pidieron dinero y, según mis fuentes, la compensación que recibieron fue la trigésima parte de lo anunciado.

–¿Te cayó algo?

–Si, una bronca desabrida e incomprensible del altísimo.

–¿El general Felonio?

–Digamos K.

–¿Que hiciste mal?

–Todo.

–Todo es mucho. ¿Concretamente?

–Sustanciaron precipitación y desconfianza. Como si no estuvieran penetrados por tirios y troyanos, tenía que haber comunicado a Madrid la existencia de los confites y esperar a que se cocieran a fuego lento mientras me mandaban instrucciones y apoyo sobre el terreno.

–Y de paso, frustraban la operación.

–Correcto. K y sus acólitos pretendían colgarse una medalla y recibir las felicitaciones del Halconcete Ibérico, el Zorro de Londres y, por supuesto, del Etílico de Texas. Ya puedes imaginar su enfado, su rechinar de dientes por no haber podido anotarse la gesta.

9.–Cadillac

Las razones de Terri sobre aquel plantón de hacía tantos años no solo le parecieron fundadas, con esa guarnición que en castellano llamamos “creces”, sino que le resultaron sabrosas y dignas de ser compartidas. El público desconoce el trajín de la cocina. La mayoría se limita a manifestar si el alimento le gusta. Pero algunas veces se sorprende cuando conoce el condimento, la labor de cada plato. De ahí que veterano reportero enviara una nota de correo electrónico al director, como solía hacer cuando tropezaba con un tema interesante. La respuesta de Eloso se reducía casi siempre a una sola palabra: “Adelante”. Ni siquiera añadía, como en el dicho, “con los faroles”. Eloso economizaba palabras. Aunque era amable y cortés, parecía siempre muy ocupado y transmitía la sensación de tener prisa. Incluso se diría que tenía prisa de tener prisa, lo que contrastaba con su hechura física de hombre de peso, grueso, alto, fuerte y barbado. Tenía una expresión entre la curiosidad y el asombro, derivada de su forma de mirar, y un semblante de niño grande con un flequillo desobediente al agua y el peine. En la redacción central le llamaban Eloso por su corpulencia envolvente.

A Tilo aquel mote le daba risa, le recordaba el chiste sobre la velocidad de las noticias: estaba un oso encaramado en un árbol con unas ganas tremendas de follar; en esas ve venir a una leona y sin pensarlo dos veces salta sobre ella, la abraza y la perculiza a lo bestia. En plena cópula ve venir a lo lejos al león. ¡Hostias, el marido! Suelta a la leona, se larga corriendo, llega al poblado, agarra un periódico y se sienta a leerlo tapándose la cara con él. Unos minutos después llega el león jadeando, se para y le pregunta si ha visto pasar a un oso corriendo y en qué dirección iba, a lo que el oso responde: “¿Uno que dicen que ha violado a una leona?” El león exclama sorprendido: “¡¿No me diga que ya ha salido en el periódico?!”

En aquella ocasión Eloso economizó tantas palabras que no le contestó. Un adjunto suplementario, gordito con tirantes, le telefoneó al día siguiente interesándose por la historia. Lógico. El hecho de que un agente secreto español hubiese localizado a los hijos de Sadam no era asunto menor. Le parecía un reportaje extraordinario para el suplemento dominical. Y lo que es peor, lo quería ya.

Tilo reconocía la autoridad de aquel mando intermedio, una especie abundante en las grandes empresas. El principal cometido de aquellos tipos consistía en sonreír a los de arriba y escupir a los de abajo. Pero pocas veces había tratado con él, de modo que le pidió tiempo con la mayor delicadeza posible. Después de todo, los hechos se remontaban casi quince años atrás. Pero el gordito con tirantes le contestó con brusquedad que una noticia siempre era una noticia aunque fuera del siglo pasado e insistió en que quería ya el reportaje. Tilo se sintió entre la espada y la pared frente al voraz alfil.

–La fuente es digna de todo crédito, pero he de verificar algunos datos –alegó.

–Te doy dos días –concedió el suplementario.

–Necesito más tiempo.

El gordito con tirantes era peleón.

–Lo quiero en cuarenta y ocho horas –repitió alzando más la voz.

–¿No querrás que viole el código deontológico verdad?

El suplementario se puso a la defensiva.

–¿No me jodas que necesitas más tiempo?

–Si, date cuenta de que son temas clasificados como secretos de estado. Sólo unas pocas personas lo saben y los que saben no hablan. Como además en esta democracia avanzada no se desclasifica nada, pues velay.

El morboso entusiasmo del gordito con tirantes se desinfló como por ensalmo.

–Vale, tomate el tiempo que necesites –dijo con tono de decepción.

Tilo respiró y le agradeció la flexibilidad temporal. Tampoco iba él a colocar laureles en la testa del otrora Halconcete Ibérico y ahora presidente honorario del partido político gobernante, un personaje que andaba protegido (él y su familia) por más de cincuenta policías y guardias civiles con cargo al erario público.

Consultó a Terri la conveniencia de difundir aquella historia y éste dejó en sus manos la decisión, ya que Diagu Bandiera se había evaporado. Le recomendó, eso sí, no disparar sin tener repleto el cargador.

–¿Quieres decir que me puedes facilitar más munición? –Afirmativo.

–Por ejemplo, ¿el contacto de aquella teniente que os facilitó el transporte y os recibió en el complejo palatino del virrey?

–Correcto. Podría localizarla si es menester.

–¿Y Ojos Ardientes?

–Nunca más supe de ella; tendrías que localizarla tú en El Cairo, aunque a estas alturas quizá se haya mudado a Europa o a Estados Unidos. Difícil tarea, compañero.

–¿Qué pasó contigo? ¿Por qué desapareciste sin dejar rastro?

–Felonio se portó muy mal con el agente Diagu Bandiera.

–¿Te refieres al general, o sea K?

–Sí, ya te he dicho que montó en cólera…

–Ese caballo.

–Cuando se enteró de mi participación casual en la localización de los vástagos de Sadam, en vez de felicitarme como haría un jefe normal me retiró de la misión y me condenó al cometido interior de oler braguetas de políticos lujuriosos de la especie de los corruptos para el archivo de doble filo del Centro de Inteligencia Nacional. Invoqué la clausula de conciencia y rechacé aquella tarea porque era manifiestamente ilegal, como casi todas. Felonio se enojó más todavía.

–¿Le pediste la orden por escrito?

–Los cometidos inconfesables no se escriben.

–Pues es una pena.

–Me dejó en dique seco y me fumigó con isotopos radiactivos.

–¿Qué significa?

–Una contaminación muy difícil de eliminar: el rumor de que había cobrado la recompensa por la captura de los hijos del sátrapa.

–¡Qué hijo de la gran puta! Supongo que te defenderías.

–No había manera.

–Podías haber solicitado el testimonio escrito, una sencilla carta al virrey Bremer.

–Todos mienten. Como periodista ya sabes que la mentira viaja a la velocidad de la luz.

–Da la vuelta al mundo antes de que la verdad se haya puesto los zapatos.

–Aquel Bremer era un bellaco –añadió Terri–; le vi mentir por televisión sobre el pago de treinta millones de dólares a las personas que facilitaron la captura de los huseinis.

Tilo evocó la extracción especulativa de aquel personaje de la especie de los escualos de la Bolsa de Nueva York y pensó que tenía poderosas razones para mentir, pues su nombramiento como administrador general de Iraq por parte del Etílico de Texas respondía al objetivo de enriquecer a sus superiores y a sí mismo, naturalmente. El nuevo Alí Babá había sustituido a un general jubilado que llamaban Jay Garner. Era posible que el nombre de aquel Garner fuese propicio a la aclamación (”¡Jay, jay, jay!”) en las calles de Bagdad, algo que no ocurrió, pero el personaje debía de ser poco apto para apropiarse del botín con la presteza y en la cuantía que sus superiores del Pentagono, la Casa Blanca y el Senado demandaban, de modo que lo sustituyeron enseguida.

–¿Qué opinión tenías del primer virrey Garner?

–La que se puede tener de un idiota presumido. Físicamente era un sujeto fornido, rubio entrecano, como de sesenta años; si le quitabas el traje de alpaca, la corbata verde grima y los zapatos color hueso y le ponías una camisa a cuadros y unos tejanos con botas semejaría al típico fanfarrón del oeste americano. Intelectualmente era más corto que las mangas de un chaleco: ni conocía el país ni estudió su diversidad e idiosincrasia. Ni poseía capacidad de entenderlo. Creo que solo sabía contar hasta tres: primero, segundo y tercero; bueno, malo y regular; tierra, mar y aire; vini, vidi, vinci. En fin, un desastre.

–Quitaron al imbécil y pusieron al bellaco a democratizar el país –le secundó Tilo antes de contarle el chiste de aquel señor que votaba a Alí Babá para que los ladrones solo fueran cuarenta.

–Aquel Bremer tenía una corte impresionante de sinvergüenzas. Todos los contratos importantes de la reconstrucción iban a empresas estadounidenses y británicas. No sé yo si alguna empresa catalana de aguas y saneamientos rascó algo, pero los españoles recibieron un trato displicente de la administración estadounidense. Ni siquiera el intrépido Mancha consiguió el contrato de la recogida de chatarra al que optaba.

–Es lo que tienen las guerras, que producen mucha chatarra.

–Y demasiada sangre inocente.

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Restos de un coche en el que viajaban agentes españoles asesinados.

En este punto se refirió Terri a la muerte de sus siete compañeros del servicio de inteligencia unos meses después de la desaparición de Diagu Bandiera del mapa de aquel rico y atormentado país, el más occidentalizado del mundo árabe.

–Los cazaron como conejos porque alguien los delató –dijo.

–¿Quién pudo ser?

–Alguien quería silenciarlos… Para siempre.

–Recuerdo que hablaron de un fallo de seguridad por parte de los finados.

–Es lo más fácil: los muertos son los únicos culpables.

–Eso les pasa por morirse –ironizó Tilo.

–Aquello fue un cóctel de bisoñez e incompetencia.

Como si quisiera dejar constancia de la responsabilidad del mando supremo operativo, Terri afirmó que el jefazo K conocía con sesenta días de antelación las amenazas de muerte contra dos agentes finalmente asesinados.

–Sabía que los iban a matar y no dio orden de sacarlos de allí, si bien ellos tampoco deseaban largarse –dijo.

–Supina torpeza parece.

–Correcto. Y demasiada ambición –añadió–. Algunos agentes fieles a Sadam les montaron una película sobre la información que yo había recibido para capturar a los hijos del dictador y ellos mordieron el anzuelo, creyendo que podían localizar al propio Sadam, cuya cabeza había sido tasada por el virrey Bremer en veinticinco millones de euros. Para K, un éxito de tal magnitud equivalía a ingresar en las páginas de la Historia y para aquellos incautos suponía una vida regalada para sí y sus descendientes. Vamos, que aquello era jauja en el país de Alí Babá y los cuarenta mil ladrones. Las amenazas que recibían los dos agentes destinados en la embajada fueron interpretadas con la lógica del odio a los malditos invasores, algo tan natural como una patata podrida. ¿Para qué complicarse la vida, verdad? Sólo que la mezcla de esa insensatez derivada de la idiocia y de una ambición desmesurada produce nitroglicerina y suele acabar en materia trágica. En este caso tuvieron el primer aviso cuando un clérigo llamó a la puerta de la residencia del agente encargado de la seguridad de los diplomáticos y un sacristán le descerrajó un tiro en el cráneo. Gajes del oficio, dijeron. El crimen venía a confirmar que la información obtenida sobre el escondite de Sadam era buena, de modo que decidieron perseverar en el cometido de atraparlo. Date cuenta que no habían encontrado las famosas armas de destrucción masiva y el Etílico de Texas y sus compinches necesitaban enjugar el superávit de falsedades con la captura del depuesto Husein. Los tipos de su antiguo servicio secreto siguieron troleando a los agentes españoles hasta aquel penúltimo día de noviembre en que, al verlos juntos y reunidos, decidieron acabar el juego. El resto ya lo conoces.

–Dijeron que había sido un fallo de seguridad y les hicieron un funeral privado, sin prensa, bajo una carpa en los jardines del Centro de Inteligencia –recordó Tilo.

–Correcto. Un fallo al cubo, inspirado en una antología de Anacleto. Fue una cacería de pardillos que produjo un descrédito extraordinario. Cuando la verdad se fue abriendo paso se supo que los ocho agentes del plantel secreto almorzaron en un establecimiento de Bagdad. Cuatro se iban a incorporar a la misión después de Navidad y viajaron a la situación. Los otros cuatro les proporcionaban los contactos y las primeras informaciones sobre el terreno. Después de comer emprendieron viaje en dos coches todoterreno hacia el cuartel de las tropas españolas, estacionadas en una zona “hortofrutícola” –según la definición de aquel ministro de defensa que confundía los pedruscos con los nabos– del suroeste del país. Habían recorrido unos treinta kilómetros cuando el último coche fue baleado por unos tipos armados con ametralladoras desde un cadillac blanco que circulaba detrás. El conductor aceleró y adelantó a sus compañeros para avisarles de que les estaban atacando, pero éstos no tuvieron tiempo ni de sacar las pistolas (no llevaban armas largas) porque inmediatamente los del cadillac (cinco individuos) les rebasaron y los acribillaron a balazos. El conductor quedó malherido, otro agente murió de inmediato. El coche no llevaba blindaje. Se salió de la carretera y quedó atrapado en un terreno enfangado. Los atacantes alcanzaron al segundo todo terreno, ametrallaron los neumáticos y mataron al conductor y a dos de los tres ocupantes. Uno se salvó porque se le encasquilló la pistola, saltó del coche, cruzó la carretera y pudo esconderse.

Entre tanto, uno de los dos agentes vivos del primer coche empantanado y con pocas posibilidades de huir, telefoneó a Madrid pidiendo ayuda. Pero su llamada al coronel jefe que debía enviar rápidamente los helicópteros para sacarlos de allí y perseguir a los enemigos no surtió efecto. El jefazo escuchó la voz del agente: “Nos han atacado, tenemos dos muertos, avise a la brigada que manden helicópteros”. La comunicación se cortó. El agente volvió a llamar instantes después para darle las coordenadas del lugar, pero la comunicación se volvió a cortar. ¿Cuántas veces repitió la llamada? No lo sabemos. El coronel se hallaba en la planta sótano de unos grandes almacenes madrileños realizando unas compras. Tenía mala cobertura telefónica. Fue una pena que no pudiera hacer nada. Los coches de los espías no llevaban localizador. Otra pena.

Los enemigos del cadillac aparecieron otra vez, pero no en el potente coche de lujo fabricado por la General Motors, sino apostados en las terrazas de unas casas cercanas desde las que dominaban el terreno. Poco podían hacer para defenderse los tres que quedaban vivos, salvo agotar las balas de sus pistolas. En veinte minutos los liquidaron. Gentes del pueblo cercano al lugar de la emboscada quemaron los coches y bailaron sobre los muertos.

–¿Recuerdas si destituyeron o dimitió algún jefazo?

–Los canallas no suelen dimitir –respondió Terri–. El asunto quedó para la oscura antología de la necedad.

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Las resurrecciones de Diagu Bandiera (II)

10.–Tabernilla

Desde el casual reencuentro en el Palacio Real, iba a hacer un año, el agente secreto con grado de coronel en la reserva Laureano Terricabras desvivía encapsulado por razones de seguridad. Apenas salía de su guarida, de modo que solían quedar en La Tabernilla a última hora del día, cuando Tilo terminaba su labor. La Tabernilla nada tenía de taberna. Era el zaguán de una vieja finca de renta antigua a la que se accedía por el primer portal de la acera derecha de la calle Minas, según se sube desde Pez, pero le llamaban tabernilla para entenderse entre vecinos. Allí se reunían el viejo carterista Ramón Malalata y sus discípulos, tres o cuatro jóvenes a los que adiestraba en el manejo de la tercera mano y el sexto dedo.

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Calle Minas, donde estaba la Tabernilla.

Frente a la puerta de entrada al portal había un ascensor pegado a la barandilla de la alternativa tradicional: una escalera estrecha, con peldaños de madera muy gastados. A la izquierda había un tabique, una portañuela con ventanilla y letrero broncíneo: “Portería”. Dentro estaba lo que llamaban “tabernilla”, una pieza rectangular con una mesa larga de tabla, un banco corrido de madera y varios taburetes. Sobre la repisa de azulejos de una ventana con barrotes que daba a la calle había un tablero de ajedrez con una partida a medias. La estancia doblaba hacia un pasillo que conducía a un patio de luces. Una pequeña mesa redonda de mármol con dos sillas era el lugar habitual de Terri. Un arcón frigorífico ocupaba el vano de la escalera y contenía frascos de cerveza y botes de refresco de limón. Un letrero sobre una pequeña caja metálica de caudales con una ranura en la tapa decía: “Pagar antes de soplar” e indicaba el precio de los botellines de cerveza y los refrescos. La portera, una mujer amable y hacendosa que respondía al nombre de doña Rosario y fumaba puros, se ocupaba de que no faltase el bebercio y, en ocasiones, compraba con el redondeo grandes bolsas de cacahuetes, maíz tostado para hacer palomita y tarros de aceitunas.

Además de Terri y Malalata y sus discípulos, frecuentaban el estadero el señor Perrote, propietario de la finca, amante viudo de doña Rosario y forofo del Atlético de Madrid, al que debían el favor de haber colocado una televisión en lo alto de la esquina; un sabio ucraniano, enjuto y de nombre impronunciable, al que llamaban Compendio o Compe para abreviar; una señorita madura de muy buen ver a la que decían Lafun, como “la funcionaria”, pero más breve, y su mayordomo, un negro alto y flaco, de unos treinta y cinco años que decía haber nacido en Egipto y al que llamaban Alibombos.

Terri le presentó a los parroquianos presentes y los englobó en la característica general de “buena gente”.

–¿Los carteristas también? –Se extrañó Tilo.

–Afirmativo. Usan métodos tradicionales, mil veces mejores que los navajeros.

–Visto así, tienes razón –admitió.

–Y son la hostia de solidarios: si uno cae detenido, los demás pagan la fianza.

La estima del agente secreto hacia aquellos amigos de los ajeno le pareció un signo de buena crianza, pues gracias a Malalata y a su discípulo Santi Muelles había encontrado él aquel agujero donde se sentía seguro, es decir, a salvo de las asechanzas del enemigo interior, que vigilaba su antigua casa alquilada y giraba visitas regulares a su hermana en Guadalajara para dejarle recados, invitaciones e incluso ofertas comerciales de automóviles y motocicletas a precio de ganga.

–Me parece increíble e injusto que una persona de tu rango tenga que vivir oculto –le confesó Tilo la primera vez que quedaron.

–El mérito no es mío, te lo aseguro.

–¿Del general Felonio?

–Correcto. Ha hecho todo lo posible para que me liquiden.

–¿Quiénes, si se puede saber?

–Terroristas argelinos y de los otros –respondió Terri.

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Acto oficial de la Pascua Militar.

El veterano reportero comprendió entonces el significado pleno de las expresiones del coronel recién condecorado hacia el general Felonio en la Pascua Militar: “Me han destapado, me han jodido bien”. Un espía identificado con su propio nombre en el Boletín Oficial del Estado y retratado con su jefe operativo colgándole una medalla era la mejor pista para encontrarle, abrirle en canal o meterle varios plomos bajo boina.

–¿Argelinos… Cómo es eso?

Con más de cuarenta años de edad, Terri daba por periclitada su carrera en los servicios secretos. Un expediente disciplinario abierto por deslealtad, otro por desobediencia muy grave al jefazo K, una implacable “investigación de seguridad” y los “isótopos radiactivos” incrustados en su fama le convertían en un tipo indeseable. Procuraba mantenerse lejos de los agentes de confianza del general Felonio y de cuantas personas, animales y cosas pudieran despertar el interés del enemigo. Aquello incluía a los periodistas y concretamente a Tilo. Bien es verdad que durante aquel tiempo colaboró extraoficialmente con un amigo de los servicios británicos en una información sobre la estancia en una isla española del Mediterráneo de un ministro del gobierno de su nada graciosa majestad con su amante. La amante resultó ser la legítima esposa del primer ministro, el belicoso Zorro de Londres. El asunto terminó en divorcio. Lógico. Y el ministro dimitió por razones personales.

–En una democracia avanzada como la nuestra no habría dimitido –dijo Tilo.

–Correcto –repuso Terri, al que ofrecieron un dineral para que pareciera un accidente.

–¿De los dos?

–O al menos de la mujer –dijo.

–¡Joder, cómo las gastan!

–Tuve que aclarar que no mataba mujeres ni calvos ni amantes –se apresuró Terri.

–¿De cuánto dinero estamos hablando?

–Los valoraron a millón de libras por cabeza.

–¿En eso emplean los fondos reservados?

–Correcto. Y además hacen negocio. En este caso supe después que una importante productora cinematográfica se disponía a realizar una película sobre el suceso antes de que ocurriera.

–El que no corre, vuela, cosculluela… ¿Por qué quieren matarte los argelinos?

–Te cuento. Después de un tiempo en el dique seco me ofrecieron un destino en Argelia. En una de las visitas semanales al Centro, a las que estaba obligado por C (control), el burócrata que siempre me formulaba las mismas preguntas –si hacía deporte, si había comprado un coche, si había salido de la ciudad y blablablá– me comunicó que K deseaba hablar conmigo y me acompañó hasta la puerta de su despacho. Malditas ganas tenía de ver el morro del general. Por suerte no lo vi. Su gran despacho, acribillado a micrófonos y microcámaras, estaba habitado por un tipo que no era Felonio. “Soy J”, me dijo. Se trataba de un individuo como de cincuenta y tantos años, alto, feo, trajeado, con una insignia áurea en el ojal. Le había visto alguna vez en televisión. Me tendió una mano enérgica y nudosa y me llamó por el nombre de pila como si me conociera del barrio. Aquello me escamó. Nunca nadie me había llamado Laureano en el Centro. ¿Qué querrá éste? Me invitó a sentarme ante su mesa semicircular de caoba, abrió un cajón y me tendió un sobre. Dentro estaba la documentación personal de Diagu Bandiera.

–Este agente ha muerto, se ha evaporado –le hice saber.

–Es menester que resucite, lo necesitamos –me contestó. Y me soltó un discursito lleno de artificios sonoros y conceptos ensamblados. Me pareció un pijotécnico, un pedantuelo de la hostia con esa verborrea plagada de anglicismos que utilizan los modernos.

–Vamos, que no te cayó nada bien.

–Como una patada en los cojones. ¿Qué pintaba un diplomático al frente de los servicios secretos? Enseguida me di cuenta de que lo utilizaban por motivos cosméticos para limpiar el cutis después del desastre de Iraq, aunque el mando seguía en manos de K.

–¿Te dejaste resucitar?

–Qué remedio: soy un hombre de acción que necesita un salario para vivir; la otra opción era quedar en la calle. En resumen, el peón volvía al frente. Y ya sabes que los peones no tienen retroceso.

–A atosigar al caballo.

–Me necesitaban para una misión en la zona de Argel donde los salafistas habían empezado a hacer de las suyas: matar turistas y secuestrar visitantes y residentes europeos y norteamericanos con mucha ciruela.

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Calle en Argel.

Terri le siguió contando cómo aquel Diagu Bandiera, procedente de Iraq y poseedor de una documentada historia más falsa que Judas sobre el combate a muerte contra los invasores paganos, se infiltró en una célula salafista dedicada a pequeños sabotajes y tareas secundarias. En medio año se ganó la confianza de los tres líderes de la organización y llegó a ser respetado por su visión política, conocimientos tácticos y preparación operativa, ya que manejaba las armas cortas mejor que un atracador, las largas como el gran combatiente que había sido en Iraq y demostraba que era capaz de derribar un avión con un rudimentario tubo lanzagranadas sin mira telescópica.

–Todo iba bien, me había integrado en la célula de élite con nueve combatientes o terroristas de primera, y me iba ganando la confianza de los cabecillas. Realizábamos asaltos a empresas estadounidenses, chozas de lujo de individuos paganos e indeseables, atracos a bancos… Después de casi tres años de actividad me mantenía a flote sin que sospecharan de mi fe y lealtad ni pudieran atribuirme falta de esmero, dedicación y rigor. Diagu era sinónimo de acierto sin necesidad de matar a nadie. Los hermanos cabecillas lo sabían y llegaron a encomendarme una misión fundamental que ahora te cuento.

–Los peones suelen tener cobertura. ¿Tenías ayuda?

–En apariencia, aquel combatiente que había regresado de Iraq después de realizar acciones de mucho mérito contra los hijos de Satan, estaba empleado en una empresa eléctrica que instalaba transformadores y realizaba tendidos de cables de alta tensión en zonas alejadas de la capital. Esa era toda mi cobertura. Ni alojamiento de seguridad me proporcionaron.

–Creo que titularé esta parte del reportaje: “Carne de espía para los lobos”.

–Lo de la carne me parece acertado, pero en otro sentido. Comprenderás que Diagu tenía sus necesidades sexuales, necesitaba el consuelo de una mujer, o de varias, una cerveza de vez en cuando… El ascetismo es el peor enemigo del ser humano.

–¿Follaba algo?

–Todo lo que podía; era un hombre soltero –lo sigo siendo–, un nómada sexual.

–¿Y podía mucho?

–Desde luego; incluso realizaba horas extra a escondidas para evitar los celos.

En este punto Terri alzó la vista hacia el televisor del ángulo de la Tabernilla como si tuviera que hacer memoria o disimular el jaque que estaba preparando sobre el tablero. Dio un sorbo al botellín de cerveza.

–Bueno, los nombres no importan. Dos eran hermanas de un elemento del triunvirato salafista y, si mal no recuerdo –tendría que mirar mi cuaderno secreto–, una era prima de otro líder y las otras dos pertenecían a la familia de un reputado imán. Fueron tiempos muy productivos.

–¡Joder con Bandiera! Una mujer para cada día de la semana.

–En estos menesteres nunca sabes cuál será tu último polvo y aprovechas las relaciones familiares. Supongo que será el impulso biológico del guerrero –argumentó.

–Tienes razón: nunca sabemos cuál será el último polvo –apuntaló Tilo.

La conversación derivó hacia la sexualidad entendida como el ejercicio más placentero que a los humanes dio la madre naturaleza. Se refirió Terri a los gustos de Diagu en materia femenina y en lo que Tilo le confesaba que no quería morir sin probar a una negrita, una dulce caribeña, una japonesa y una indú, le asestó jaque mate. La moral del veterano periodista quedó al nivel de los calcaños. Eres más tonto, se reprochó, que el que se lava los pies con los calcetines puestos.

–Vale, te concedo la revancha –dijo Terri antes de retomar el hilo de sus experiencias como soldado de Alá o combatiente alado, que diría el maestro Malalata.

argeli 3
Desierto de Argelia.

Gracias a las informaciones del espía infiltrado Diagu Bandiera, las autoridades españolas se anotaron buenos tantos como la liberación de cuatro rehenes franceses que llevaban dos años secuestrados. El Centro de Inteligencia Nacional recuperó además credibilidad y prestigio ante el Tío Sam con la liberación de un judío virginiano millonario al que mantuvieron cautivo más de un año.

–Se necesitan tripas para tener encerrada tanto tiempo a una persona en una infecta covachuela del desierto –dijo Tilo.

–Diagu hacía lo que podía, pero los gobiernos tienen su propio ritmo.

–Y no suelen mover un dedo por la gente de clase media y baja –anotó Tilo.

–Los cautivos franceses eran jóvenes espeleólogos en busca de minerales estratégicos.

–Tanto tiempo esos gabachos en Argelia sin enterarse de la morfología del territorio… A esos les llamaba zotes mi maestro.

–Se enteraron de lo que les interesaba. Ellos explotan los yacimientos de uranio de Arlit, una zona desértica en territorio nigeriano, muy cerca de la frontera argelina. Menudo negocio tienen ahí. Son las terceras minas del mundo en extracción de uranio. Esos yacimientos les han permitido alimentar desde los años sesenta del siglo pasado la red de centrales nucleares y suministrar energía eléctrica a todos sus vecinos, incluidos los ingleses. Por cierto que las fotografías de los genios de la inteligencia británica sobre las instalaciones de las armas de destrucción masiva de Iraq fueron tomadas en esa zona.

–¡No fastidies!

uranio 2
Depósitos de Uranio franceses en el norte de África.

–No sé si se publicó entonces, pero lo cierto es que las fotos que acompañaban el informe secreto del gobierno británico con el que comulgaron los amigos americanos y el gobierno español contenía unas fotografías bastante borrosas, como sacadas con mira telescópica desde muy lejos, en las que se veían unos almacenes terrosos en algún paraje inhóspito y apartado del desierto. Yo mismo tuve la ocasión de comprobar que eran unos almacenes de la empresa estatal francesa Areva que explota esas minas.

–O sea que los franceses todavía deben de estar riéndose a carcajadas de sus colegas británicos y estadounidenses.

–Correcto. Y de nosotros también. En fin, todas las mentiras eran útiles para justificar aquella guerra de rapiña y criminalidad desatada que todavía dura hasta el día de hoy –lamentó el coronel.

El reportero recordó entonces algunas preguntas sin respuesta de los administradores estadounidenses sobre las famosas esporas de ántrax, la falta de máscaras de protección contra los supuestos gases tóxicos, la carencia de vacunas y otros remedios contra las armas bacterianas y la inexistencia de esos trajes protectores, como de astronautas, y de esas duchas de agua y yodo contra la contaminación radiactiva. Nada de aquello llevaban consigo los militares y el alto mando atacante de Iraq. Tampoco disponían de herramientas de protección básica los altos funcionarios que ocupaban el enorme palacio del depuesto Sadam. Un colega preguntó al virrey Bremer: “¿Por qué razón sus colaboradores no disponen de máscaras de protección, vacunas y trajes contra la radiactividad… Es que quieren morir?” Y contestó éste: “Ni yo ni mis colaboradores tenemos miedo, no vamos a morir y vamos a conseguir que la gente sea feliz”.

La conversación se desvió hacia el escenario iracundo, que decía Malalata, y llevó a Terri a aportar otros datos de interés para Tilo, como, por ejemplo, el control que sobre el virrey Bremer ejercía un tal míster Wolfowitz. Aquel Wolfowitz era asesor del Etílico de Téxas y segundo jefe del Pentágono. Su apellido lo decía todo. Entraba y salía de Iraq sin ser visto. Aparecía y desaparecía en la extensa mole palatina del virrey por el largo túnel secreto que conectaba el palacio con el aeropuerto. Por aquel túnel habían huido bastantes mandos militares y casi todos los jefes de la famosa guardia nacional de Sadam, con sus maletas llenas de dólares. La traición los hizo ricos. Unos se largaron a Suiza y a Estados Unidos, otros recalaron en El Cairo, Berlín, la Costa Azul francesa, Estambul, Crimea…

tumbas en irak
Mujer iraquí junto a la tumba de su hijo muerto.

El astuto Wolfowitz había eliminado con dinero a los peones protectores de Sadam y destruido su enroque antes de que la caballería entrara en Bagdad. Era el peor de aquella tropa que sembró el país de muertos, el ambicioso personaje que supervisaba y decidía el uso de los inmensos recursos económicos para una “reconstrucción” a precio de oro que los iraquís todavía están pagando.

–Estuvieron a punto de cazarlo –dijo Tilo.

–Era un judío muy escurridizo –afirmó Terri.

–Recuerdo una mañana muy temprano. Yo estaba tomando café en la calle Karrada… Me gustaba tomar el pulso de la ciudad antes de que el calor comenzase a apretar, recorrer las calles del poeta Al Mutanabee y el barrio viejo de Al Raschid, con su matinal bullicio comercial, en apariencia ajeno a la ocupación militar…, escuchar a los vendedores de alfombras, samovares, joyas, lámparas, abalorios y un sin fin de fruslerías…, a los artesanos del cobre, el estaño, el latón del zoco de Al Safafed… Hablaban, opinaban y discutían sobre los acontecimientos de la noche y el día, de modo que bastaba poner la oreja para cerciorarse del daño y las fechorías de los ocupantes y de la organización de la resistencia… El mercado de animales –pájaros, patos, gallinas, ovejas, perros, gatos, gallos, burros, dromedarios, carneros, caballos– era otro lugar de interés en mi cometido… El caso es que estaba tomando café en un aguaducho de aquella calle comercial mientras llegaba el traductor cuando escuché varios zambombazos al otro lado del río. Nos acercamos a ver qué había ocurrido: los feyaidines habían atacado un edificio con granadas de mortero. Chafardeamos y nos enteramos de que era el hotel donde se alojaba Wolfowitz, pero no le tocaron ni un pelo. Las granadas estallaron en la planta equivocada y una ni siquiera llegó a explotar. Unas horas después, un empleado quiso hacerme un regalo. A cambio de una buena propina se inclinó, levanto una parte de la enorme alfombra que cubría el suelo de la entrada al hotel y me mostró un retrato de Bush padre, el primer atacante de Iraq. Lo habían impreso con tinta china para patearlo y repatearlo por mucho tiempo. Al llegar los carros de combate enviados por Bush hijo consideraron prudente ocultarlo bajo aquella pesada alfombra.

El espía le escuchaba sin desviar la vista del tablero de ajedrez. El reportero se incorporó a servir un par de botellines y se asomó al ángulo del estadero.

–¿Desean tomar algo los señores?

–Eso ni se perguntadijo Malalata. Sus discípulos asintieron.

–¿Y la señorita? –Preguntó Tilo mirando a Lafun, que discurría la jugada frente al correoso doctor Compendio.

–Vale, gracias. Y algo para los monos –contestó sonriendo, que era lo que él quería; tenía una sonrisa preciosa aquella Lafun.

Cuando regresó se dio cuenta de que Terri se disponía a merendar a la reina.

–No perdonas una –se quejó.

–Que se haga republicana –contestó sacrificando un alfil para alimentar su caballo con tan suculenta col.

–Me vas a obligar a hacer feliz a este sarasita –reaccionó Tilo moviendo un peón.

Terri permaneció en silencio, la boina inclinada sobre la testa apoyada en el revés de la mano cual pensador en la puerta del infierno. Tilo protegió y avanzó su peón con la intención de llegar a la octava fila.

–¿Sabes cuál es la mayor felicidad de un peón gay?

–Ni idea.

–Convertirse en dama –respondió.

A continuación el reportero manifestó su interés en conocer cómo Diagu Bandiera salvó el físico en Argelia. Le parecía un dato bien relevante para su reportaje sobre el espía de sangre española que descubrió, gracias a una mujer (Ojos Ardientes), el escondrijo de los hijos de Sadam. A todo esto, el adjunto suplementario, o sea, el gordito con tirantes, se había puesto estupendo urgiendo la entrega de la historia, y quería tener, al menos, el relato completo del agente amenazado de muerte por tirios y troyanos.

11.–Molécula

Más de tres años infiltrado en la élite de los terroristas del desierto argelino rindieron unos frutos muy valiosos, aunque a Terri no le proporcionaban ni el dinero necesario para vivir con decoro. De hecho desvivía como un austero mahometano con el salario de electricista de alta tensión, equivalente al de comandante sin mando y con destino, del que debía descontar algunos gastos obligados por el destino propiamente dicho, la aportación al sostenimiento de la mezquita, el pago de los mensajes y otros importes habituales.

–¿Los yihadistas no cobraban?

–Supongo que algunos líderes se enriquecían con aquella industria, aunque, en general, aquellos descerebrados esperaban su premio después de muertos.

–Los famosos jardines con hermosas doncellas, ríos de leche y miel… Pero, entre tanto, ¿adonde iba la pasta de los secuestros y atracos?

–Y la de algunos potentados que garantizaban su seguridad con grandes donativos. No olvidemos la dimensión mafiosa inherente a las causas santas.

–Los santos católicos no robaban ni mataban: hacían milagros.

–Ya. Escarba y verás a qué se dedicaban los príncipes de la Iglesia Católica y las grandes órdenes religiosas de la cristiandad, por ejemplo, la muy católica y apostólica orden de Santiago hace cinco siglos. Seguramente encontrarás el espejo de la yihad musulmana.

–¿A qué dedicaban toda aquella pasta?

–A comprar armas y captar y mantener fanáticos en toda Europa para extender su guerra santa. Los salafistas argelinos eran –lo siguen siendo– muy buenos clientes de algunas empresas europeas de armamento. Diagu documentó e informó, sin éxito ni resultado, la entrega de varios cargamentos de armas largas, minas, granadas y municiones a aquellos fanáticos.

–¿A qué atribuyes la falta de éxito? Ya supongo que la policía argelina…

–Era material made in Spain –aseguró Terri.

El veterano reportero le solicitó concreción y el coronel en la reserva trasladó desde la memoria a la lengua unos datos suficientes para, por si solos, armar un buen reportaje. El periodista puso su cerebro en “modo grabadora”, como se dice ahora. Estaba acostumbrado a retener con una precisión casi textual cuantas frases y cifras le interesaban.

–Cometí el error de cumplir con mi deber, insistí demasiado y acabé en el disparadero.

–¿Cómo fue eso?

salafistas argelinos
Salafistas armados.

–Debí de percatarme de que la información sobre los desembarcos de armas desde buques supuestamente pesqueros no surtía efecto. Eran cargamentos considerables. Los argelinos las revendían a grupos malienses, nigerianos, sudaneses y somalís. Hacían un negocio de la leche. La primera información que pasé resultó improductiva. Supuse que no había llegado o no la habían visto a tiempo. Las dos circunstancias quedaron descartadas cuando mi enlace, por llamarle de algún modo, me mostró el ordenador y pude comprobar la fecha y la hora de la respuesta en la papelera de reciclaje.

–¿Era fiable tu enlace?

–Del todo.

–¿Quién era, si puede saberse?

–Una panadera de confianza. Por si te interesa te doy el nombre: Maïssa Grine. Aunque yo le llamaba Molécula.

–¿Por qué?

–Tenía el culo como una mole, un culo de la hostia…

–¿No le molestaba tu asqueroso machismo?

–Al contrario, le gustaba que se lo palmeara.

–Diagu y las mujeres…

–Molécula era una madurita repudiada, madre de cuatro hijos, instruida y muy laboriosa. Iba a verla alguna noche y te aseguro que le alegraba la vida, pero no por lo que estás pensando, sino porque se ganaba sus cien dólares, unos doce mil dinares argelinos, que es una pasta, por la sencilla operación de abrirme el correo electrónico y permitirme escribir, enviar y borrar los mensajes a continuación. El caso es que el segundo mensaje sobre la fecha, la hora e incluso las coordenadas del siguiente cargamento que trasvasaron cerca de la costa a las motoras de los terroristas tampoco mereció la atención de las autoridades policiales del país.

–Corruptas, por supuesto –adujo Tilo.

–Aristóteles dijo que un burro voló, puede que si, puede que no. Un tiempo después me enteré de la llegada de otro transporte y transmití la información. El resultado fue idéntico.

–¿Cómo sabías que eran armas españolas?

–Yo mismo organicé la protección de un transporte en una cueva del desierto y las vi. Eran armas largas y cajas de municiones españolas, te lo aseguro.

–¡Joer, Terri, no lo dudo!

–Y decenas de cajas de minas anti persona, que habían sido prohibidas por ley.

En este punto recordó Tilo la vez que le tocó cubrir una operación de propaganda del Halconcete Ibérico en el cuartel de ingenieros del ejército, donde inauguró un llamado “centro internacional de desminado” para formar a los artificieros de los países con zonas de su territorio sembradas de aquellas armas de destrucción indiscriminada. ¡Menudo falsario! Nevaba y hacía un frío del carajo. En aquel lugar de infausto recuerdo, aquella academia de ingenieros, situada en la antesierra del Guadarrama, había perpetrado el dictador enano asesino del Pardo los últimos fusilamientos dos meses antes de diñarla.

–En resumen, que alguien se oponía a que les jodieras el negocio –sugirió Tilo.

–Correcto. ¡Jaque mate!

–Si es que no estoy a lo que estoy –se quejó Tilo.

Lafun se acercó a darles las buenas noches. Madrugaba. El periodista le contó un chiste (“¿Sabes por qué el rey del ajedrez está siempre triste? Pues porque no puede comer a la dama”). Ella sonrió. Era lo que él quería: tenía una sonrisa preciosa. Su contrincante sobre el tablero, el sabio Compendio se acercó con el taburete en la mano y se sentó al lado de Terri, cuyo cráneo privilegiado le permitía relatar sus vivencias sin perder detalle de los movimientos del adversario y elaborar su estrategia para sorprenderle.

–¿A quién se supone que fastidiabas el negocio, además de a los salafistas, claro? –Le preguntó Tilo, sabedor de que el sabio ucraniano era de confianza y no entendía más de dos palabras seguidas en castellano.

–Ahora vamos a ello. De momento quiero que sepas que Diagu pudo burlar a la muerte gracias a una amorosa mujer de las que te he hablado antes. Era hermana de uno de los cabecillas y había visto cosas. Ella le alertó: “Vete, escóndete, desaparece… No quiero que te maten”.

–¿Qué cosas, si se puede saber?

–Limpiando la alcoba de su hermano vio unos papeles con varias fotografías impresas de Diagu y un texto que le ponía al descubierto como agente secreto, un traidor perfectamente degollable al anochecer.

–¡Jo…der!

–Mira por donde el nomadismo sexual me salvó el pescuezo. ¿Entiendes ahora por qué las mujeres son lo mejor de la vida?

–Desde luego.

–Para evitar cualquier sospecha y daño a aquella hermosa criatura, Diagu hizo llegar al jefe de la banda el mensaje de que había enfermado de tuberculosis y se retiraba por recomendación médica al Sable de Oro, un lugar de la costa apartado de la civilización.

–Muy considerado de tu parte.

–Hice lo correcto. Y te ruego que no vuelvas a llamarme machista.

Tilo se disculpó por la interpretación equivocada de los cachetes en el trasero a la señora Molécula. El sabio Compendio, que parecía que no entendía nada, se rió, señal de que disponía de un entendimiento selectivo.

–Supongo que la amiga Molécula le proporcionó un buen escondite –aventuró Tilo.

el sable de oro argelia
El Sable de Oro en Argelia.

–No, Diagu se trasladó en cuerpo y alma al Sable de Oro, una zona residencial de huertos e invernaderos en la comarca de Zeralda.

–¿Creía que no le iban a creer?

–Correcto. En algunas circunstancias la verdad funciona como la mejor mentira –dijo Terri.

En este caso la verdad falló y los husmeadores le localizaran y le obligaran a enviar una respuesta a los cabecillas que habían ordenado martirizarle.

–¿Qué respuesta?

–¿De veras te interesa?

–Claro.

Terri espantó una mosca de un manotazo, empuñó el botellín, dio un trago y le dijo que había desorejado a un tío.

–Puesto que la primera acción de esos bandidos –añadió– es cortar las orejas y sacar los ojos a los espías (a los chivatos les cortan la lengua), Diagu se vio obligado a actuar en defensa propia: sorprendió a uno de aquellos sicarios y lo desorejó de un tajo. Sólo le seccionó un trozo de la oreja derecha y le perdonó los ojos para que viera que el hermano traidor, al que iban a torturar primero y ultimar después, no era un hijo de Satán.

–¿Quién crees que te delató?

–Tengo pocas dudas de que fue K.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo sé.

–¿Lo verificaste?

–Afirmativo. Pedí a Molécula que preguntara por mí en la empresa eléctrica que me asignaron de tapadera y de la cual recibía el salario, y le dijeron por teléfono que ya no trabajaba allí. Le pedí que se interesara en persona y fue a las oficinas, peguntó a varios empleados; nadie daba cuenta de mí, pero ella insistió, preguntó si me habían despedido, incordió a los que había allí hasta que un hombre que miraba de reojo todo lo que no fuera su lujoso reloj se incorporó, la asió del brazo y la acompañó cordialmente hasta la puerta de la calle, donde ella se revolvió, lo agarró de la corbata, lo atrajo hacia sí y le soltó un soplamocos a mano vuelta. A continuación lo enganchó por la solapa y le advirtió: “Oígame bien lechugino: me dice donde está Diagu o le arranco la cabeza”. Y aquel alfañique le confesó que andaba en compañía de los hermanos musulmanes armados y seguramente le habían enviado al lugar de donde no se vuelve. Molécula le preguntó por qué y el tipo le contestó por traidor, a lo que ella abrió dio una patada a la puerta y lanzó al sujeto contra el mostrador que bordeaba aquellas dependencias de pago y reclamaciones de los usuarios. Para mí aquella verificación fue suficiente.

–Si el sujeto de la empresa que te asignaron de tapadera sabía que te habían liquidado debía de ser porque él mismo se encargó de dejarte al descubierto. Digamos que Diagu era un obstáculo para el libre mercado del armamento y lo enviaron al infierno. ¿Correcto?

–Correcto. Ahora pregúntate a quién beneficiaba el crimen y descubrirás al criminal.

–¿Quieres decir que el jefe de los servicios secretos, encargados de combatir el tráfico ilegal de armas y de garantizar que el material que exportamos va a su destino y no a terceros, se lucraba con aquellas operaciones?

–Exacto. Era y sigue siendo parte de ese negocio.

El científico Compendio seguía al vuelo los movimientos sobre el tablero de ajedrez y meneaba ligeramente la cabeza a derecha e izquierda cuando Tilo movía pieza.

–¿Cómo saliste de Argelia?

–Por mar.

Sin señales de vida de Diagu Bandiera, el general Felonio y el jefazo J dieron por perdido (desaparecido) al agente infiltrado y lamentaron en secreto, que es como se lamentan estas cosas, su seguro deceso a manos de aquellos bárbaros sarracenos. No faltaron políticos dispuestos a rentar su muerte. Con el afán de obtener votos, los gubernamentales referían en mítines y debates su lucha contra aquel terrorismo internacional que alguna vida de servidores públicos se había llevado por delante para que nosotros pudiésemos conservar la nuestra y vivir con seguridad y respirar con tranquilidad, de lo cual se colegía la obligación de todo español decente de entregar su voto al partido político que mejor y mayor protección ofrecía.

–Pero no había muerto –dijo Tilo.

Terri imitó la cara de pazguato del ceremonioso J cuando Diagu Bandiera irrumpió en su despacho.

–El tipo se quedó inmóvil, bizco, pálido. Creo que estaba aterrado.

–Buena oportunidad para despabilarlo a hostias.

–Eso habría sido demasiado fácil. En lugar de arreglarle la nariz de un directo le pedí correctamente una explicación sobre la decisión de torturar y asesinar a un agente. ¿Quién había adoptado la decisión? ¿Por qué? ¿Qué beneficio superior trataban de preservar? El tipo se recompuso y se lanzó al teléfono. Le advertí que los muertos vivos suelen ser peligrosos y desistió de pedir ayuda. Le repetí las preguntas, pero no contestó a ninguna. Me aseguró que carecía de mando, responsabilidad e información al respecto.

–Pero cobraba como jefe o director del Centro, ¿no?

–Correcto. Y manejaba fondos reservados. Me aseguró que era un simple figurante, un mascarón de proa y que el poder y la dirección operativa seguía en manos de K. Acepté su explicación y le pedí permiso para consultar mis informes sobre las entregas de armas españolas a los combatientes argelinos. Era lo menos que podía hacer por mí y, desde luego, me lo concedió. Cierto es que al día siguiente, cuando acudí a rescatar aquellas pruebas de las transmisiones, me dijeron que no existían porque los ordenadores con la información archivada se hallaban en el sótano del edificio pentagonal, el sótano se había inundado y la información se había perdido para siempre nunca jamás. Una pena.

12.–Maja

west point
West Point

Para un tipo que vivía de juntar letras, la historia de Diagu Bandiera podía destacar sobre la mediocridad reinante y, desde luego, satisfacía la demanda de temáticas singulares de los superiores. Siguiendo el consejo de Terri, no sólo dejó una bala, sino un obús en la recámara. El antiguo espía le ayudó a localizar a Maja (la teniente Mary Jackson) como fuente principal de la intervención de Terri en la acción informativa y decisiva para encontrar a los malvados hijos de Sadam. Fue una tarea laboriosa. En el cuartel general de West Point, aquel lugar cenagoso desde el que se veía medio mundo, les dijeron que la teniente había dejado el cuerpo de marines y pasado a mejor vida. Se temieron lo peor. Terri indagó y supo por un veterano de un llamado Fools Club (Club de insensatos) que “mejor vida” quería decir mayor sueldo como agente federal. Maja había cambiado de cuerpo y de apellido, pero seguía siendo la misma. Conectó con ella por Skipe y después de avivar los pocos recuerdos agradables de las vivencias iracundas, consiguió que aceptara algunas preguntas de Tilo sobre el episodio de marras. Maja describió a Ojos Ardientes y a su tío convaleciente, confirmó la colaboración de Terri y añadió algunos datos desconocidos sobre la protección de la pareja hasta que fueron facturados hacia El Cairo.

En un momento de la conversación ella pidió a Terri que fuera a visitarla a San Francisco, donde se hallaba destinada. Él le respondió que iría de buena gana cuando las circunstancias fueran propicias, a lo que ella repuso que le sufragaba el viaje. Esos americanos eran dueños del patrón monetario e insistían en resolverlo todo con dinero. Terri le aclaró que no podía ni debía abandonar el país por cuestiones de seguridad, ante lo que ella manifestó su propósito de esperarle e incluso desprenderse de su nuevo apellido, Nox, a la sazón perteneciente a un marido que la había preñada una sola vez con el resultado de dos niñas gemelas, lo que facilitaba el reparto provocado por el desamor. El sesgo de la conversación aconsejó a Tilo despedirse de Maja y salir del apartamento de Terri. Cerró la puerta tras de sí, encendió un cigarrillo y se sentó a fumar en la escalera. El término “apartamento” quizá resultaba exagerado para referirse a los quince metros cuadrados útiles de aquel maletero bajo las tejas.

–¿Cómo conseguiste este palacio?

–Gracias a Malalata, que te lo cuente él.

Y el veterano carterista le contó lo de la llave: “Todavía me duelen las costillas –dijo–cuando me recuerdo de la llave tuerca que me hizo el cacho cabrón, me hocicó contra las baldosas del suelo, me puso el pie en el pescuezo, recuperó la cartera y teléfono móvil que le había sustraído limpiamente de los bolsillos de la americana mientras orientaba ante el plano del metro al supuesto irlandés Santi Muelles y, oye, al verme sangrar, me ayudó a incorporarme. Eso no es normal, ¿verdad?

–Lo normal, Mala, es que te pateara el culo.

–Eso mismo pensé yo: rara avispa, me dije. Hasta me dejó el pañuelo para que me limpiara la sangre de la nariz y me perguntó si me había estronciado. Y no pienses tú que quedó ahí la cosa: me acompañó hasta la boca del metro y me invitó a una cerveza en un bar cercano para que me lavara la sangre y me sintiera mejor. Lo cual, que me pareció un tío de puta madre. Cuando me dijo que andaba buscando un alojamiento fijo en la ciudad, pensé, tate, y aquí me lo traje… Total, que platicó con doña Rosario y el señor Perrote, le pareció bien el sitio y llagaron a un arreglo.

–Y muy buen sitio que es, sobre todo en verano, cuando aprieta el calor –ironizó Tilo.

–Saca el colchón y duerme en el tejado –dijo Mala–; y el ruso también lo hace.

–Creo que el doctor Compendio es ucraniano –le corrigió Tilo–; se separaron de los rusos hace ya años.

–Peor para ellos –dijo Mala.

–Le molesta que le llamen ruso.

–Pues ajo y agua –contestó Mala con las abreviaturas del dicho “a joderse y aguantarse”–, que bien se aprovecharon de los soviets todos esos intelectuales y tuales y cuáles.

La “solución habitacional”, en palabras de una ministra del ramo que iba al Parlamento en minifalda y tenía cara de espátula, fue para Terri aquella buhardilla. Detrás de la estrecha portañuela corredera se podía mover de cuatro maneras: de pie en siete metros cuadrados, encorvado en los tres siguientes, y en cuclillas y reptando hasta el final de la estancia. Esto se debía a que el techo se inclinaba desde la entrada hasta el ángulo con la pared de la fachada, lo que facilitaba la limpieza de las telarañas con la boina. Di tu que un velux de mamparas de vidrio permitía al inquilino sacar la cabeza por el tejado y estirar el esqueleto. La techumbre estaba habitada por varias familias de gatos de todos los colores y tamaños a los que Terri y su vecino Compendio ponían latas con agua y restos de la comida que diariamente les preparaba y servía doña Rosario en la Tabernilla. Cocinaba estupendamente. Era, al decir de Terri, una bendición de mujer a la que la madre naturaleza había premiado con una hija muy linda, como de veinte años, tan dulce y lozana que quitaba el hipo. El señor Perrote le pagaba los estudios universitarios de Derecho para que se hiciera notaria o registradora de la propiedad o por lo menos jueza, algo que horrorizaba a Malalata y a sus pupilos. Lógico.

Con observar las angostas condiciones de vida de todo un teniente coronel (en la reserva) como Terri era suficiente para darse cuenta de que no mentía sobre los cero dólares recibidos de la cuantiosa recompensa propalada por el virrey Bremer a quien diera información veraz del escondrijo de los hijos del sátrapa ni sobre las acechanzas de muerte que pendían sobre él. El testimonio de Maja (ahora Mari Nox) confirmaba de lleno la historia de Terri ante el siempre desconfiado público lector. Tilo telefoneó al Centro de Inteligencia Nacional para conocer la versión del director, pero no tuvo suerte, nunca la tenía, pues los directores, ministros, subsecretarios y demás ralea directiva de aquellos establecimientos oficiales se hallaban siempre reunidos o ni siquiera se hallaban, eso sin contar que sólo hablaban de los asuntos que les interesaban. Los informadores les resultaban molestos: querían saber demasiado.

Dejó constancia del silencio oficial y facturó el texto para satisfacción del adjunto suplementario, que enseguida encargó dibujos y gráficos para ilustrar el reportaje (o lo que fuera) de modo que quedara bonito sobre el papel satinado del “colorín”, como llamaban al suplemento dominical. Para aquellos mandos intermedios la estética era tan importante como el contenido. Tilo atribuía el fenómeno a varios factores que se resumían en el triunfo de la epidermis sobre la esencia o, si se quiere, del envoltorio sobre el contenido. Los públicos consumían sensaciones al minuto.

La cuarentena de Terri le parecía tan injusta como injustificable por parte del organismo estatal al que había servido, proporcionando informaciones vitales para salvar vidas, de modo que unos instantes después de remitir la historia iracunda de Diagu Bandiera al gordito con tirantes enviaba un mensaje al director para informarle de la nueva temática que se traía entre manos: el tráfico ilegal de armas cortas y largas y minas antipersonas, prohibidas por la legislación europea, que acababan en manos de yihadistas.

–¿Es eso cierto? –Le contestó Elsolo.

–Según mis fuentes, tan cierto como el que saca un ojo y queda tuerto.

–Escríbelo, Tilo.

13.–Madagascar

En tiempo de paz, como llamaban a las guerras de baja intensidad que no proporcionaban espectáculo ni en las que participaban los estadounidenses a cara descubierta, Tilo circunscribía su tarea a las temáticas burocráticas sobre las fuerzas armadas y los cuerpos policiales. Se le veía pasilleando por el Parlamento, reseñando explicaciones de los ministros y altos cargos del ramo ante los representantes del soberano, cubriendo desfiles militares o informando de las visitas, idas y venidas de los miembros del gobierno, incluido el presidente, a las bases castrenses dentro y fuera de la península. Era un función rutinaria, aunque, como decía el amigo Abas, maestro del folio cuando en las redacciones todavía sonaban las máquinas de escribir y los teletipos, “peor sería tener que trabajar”.

Tras el placet de Eloso realizó los primeros movimientos: la consulta a los archivos centrales de aduanas para anotar las ventas de armamento y material de defensa en los últimos años. No todo el material, se entiende, sino las partidas de armas largas, bombas de racimo, municiones y minas de destrucción indiscriminada. La labor era sencilla en teoría, pero en la práctica no. Llamó al negociado para consultar los datos y le dijeron que estaban clasificados como secreto de Estado y ya el gobierno informaba al Parlamento sobre las ventas de armas al exterior. De hecho, la ley obligaba al poder ejecutivo a remitir un informe semestral al legislativo sobre el tipo de armas y municiones, las unidades y cantidades de los distintos artilugios bélicos, el importe económico y los países de destino a los que se exportaban. Un diputado con el que tenía trato le facilitó el último informe oficial. Por suerte o lo que fuera, las autoridades de comercio exterior, de las que dependían las licencias de exportación, se esforzaban poco en elaborar sus informes y en vez de identificar las piezas, por ejemplo: granadas de mortero, patrulleras, gases lacrimógenos, etcétera, dejaban los códigos de aduana y añadían al final del informe una fotocopia con el material que correspondía a cada código. De ese modo se ahorraban el esfuerzo de identificar cada partida.

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Sede de Hacienda que albergaba el archivo aduanero.

Con el peso de aquella hoja en el bolsillo optó por la solución más simple. Las soluciones simples son las mejores. Su amiga filósofa Eva Aladro desarrolló el Principio de Simplicidad y demostró que las grandes creaciones humanas aparecen regidas por la sencillez, que es, como decía José Ortega y Gasset, la cortesía del filósofo. Con esa Aladro sólo quedaba una vez al año porque hablaba más que un político y le cansaba la cabeza, pero su teoría le acompañaba siempre, de modo que por simplificar se puso una chaqueta azul y una corbata vieja y entró a primera hora de la mañana en el edificio de granito blanco que servía de sede a la dirección aduanera. Subió a la segunda planta y empujó la puerta sobre la que lucía un letrero: “Archivo”. Una sucesión de estanterías metálicas, situadas detrás de una mesa esquinada y de una silla negra, contenían grandes resmas de fino papel de impresora con rayas blancas y azules. Eran listados. Estaban ordenados por años. Echó una hojeada y enseguida vio los códigos en un extremo de aquellos tochos, seguidos de unas cifras y unas siglas que correspondían a los operadores de salida, destinos y receptores. ¡Eureka! Era el material que buscaba.

Agarró el primer tocho y lo llevó a la mesa. Las hojas estaban unidas en forma de acordeón, pero los códigos figuraban en el margen izquierdo, lo que facilitaba las consultas de cada partida correspondiente a minas, explosivos, municiones, armas cortas y fusiles con solo mirar las hojas correspondientes. Sin más sistemática que la allí impresa (fecha, cantidad, exportador, importador y destino) comenzó a tomar nota. Había dejado la puerta entreabierta y al cabo de una hora entró un hombre calvo y depositó sobre la mesa una pequeña pila de aquellos papeles de impresora que desprendían olor a teta sudada. Nunca había podido averiguar por qué carajo aquel papel olía a eau d’aisselle (agua de sobaco) y no a tinta o lapicero. El hombre le vio entre las estanterías, pero ni siquiera le saludó. Debía proceder de la época del cine mudo. Tanto mejor. Nadie volvió a molestar. Prosiguió sus anotaciones a un ritmo acelerado por la presión de la vejiga sobre la próstata. Hacia las tres de la tarde asomó la cabeza al pasillo, no vio moros en la costa, es decir, funcionarios observando el vuelo de una mosca, y se coló como una exhalación en un mingitorio de señoras. Meó, bebió agua, se lavó la cara y regresó a su labor. Era ya tarde (sobre las veinte horas) cuando esa máquina de escribir que llaman bolígrafo empezó a dar señales de agotamiento. Poco después cortaron la luz. Temió quedar encerrado, abandonó a toda prisa aquella dependencia y salió del edificio sin ser molestado por los pistoleros de la seguridad privada del organismo público.

Con aquellos datos en su poder (una libreta repleta de anotaciones) y las fotos que tomó con el teléfono móvil de algunos detalles de los tochos de papel, bajó a la estación del metro y subió al convoy que le dejaría cerca de la Tabernilla. Aunque sentía la inquietud de los ladrones de rosas de los parques públicos, nadie le seguía ni se fijaba en la libreta repleta de cifras que empezó a hojear con esa satisfacción de quien se deleita con el aroma de la cosecha floral. En un momento determinado alzó la vista y el cristal del vagón le devolvió la imagen de un burócrata de la triste especie administrativa de piel pálida y párpados hinchados.

Ya en La Tabernilla cotejó, con la ayuda de Terri, sus anotaciones con los datos de exportación de armamento de los informes oficiales de los dos últimos años. Las cifras no cuadraban ni a martillazos. Las exportaciones de armas ligeras y municiones registradas por las aduanas triplicaban las consignadas en el informe del gobierno a los legisladores. La diferencia se debía a la omisión de las ventas de armas de destrucción indiscriminada y a la ocultación de partidas con destino desconocido. Había además unas ventas exageradas de ametralladoras, fusiles y municiones al Reino de Marruecos.

–Entre reinos anda el juego –sospecho en voz alta.

–Correcto. O mucho me equivoco o el enemigo trafica con destino supuesto a Marruecos y real a los países del Sahel y del Cuerno de África –afirmó Terri antes de exponer su tesis de que el general Felonio, máximo responsable del control de aquellos tráficos, abusaba de la confianza de los amigantes de la otra orilla del Mediterráneo para cubrir las apariencias formales o burocráticas. El asunto era de fácil verificación. Telefoneó a un cónsul con cara de buena persona que Tilo había conocido en Rabat. El hombre se extrañó de la consulta, pues de sobra sabía que aquel reino había dejado de comprar municiones y armas ligeras al del otro lado del Estrecho desde la entrega administrativa y la posterior guerra para acabar con los trescientos mil saharauis y ocupar manu militari su territorio y apoderarse de sus preciados recursos naturales. Patrulleras, barcos de mediano tamaño, algún avión de hélice y furgonetas y camiones eran casi todo el material militar que el reino del norte exportaba al del sur, que pagaba con licencias para pescar en las aguas del territorio ocupado y con fosfatos extraídos de las tierras usurpadas.

Ni aquel cónsul ni el encargado de negocios de la embajada tenían constancia de las compras de material de guerra convencional, ametralladoras, fusiles reglamentarios, morteros, bombas convencionales, bombas trampa y aquellas preñadas con otras más pequeñas que llamaban de racimo y parecían el penúltimo grito de la maldad humana, pues estallaban sobre un punto central y en múltiples a la redonda, dejando al enemigo sin escapatoria. La aniquilación de todo bicho viviente en un área circular sin salida convertía en odiosos a aquellos artefactos, hasta el punto de que los gobiernos más civilizados, es decir, los que preferían procedimientos menos crueles y rudos de matar, habían decretado su prohibición.

La conclusión era evidente: la hipótesis de Terri sobre el uso del nombre del Reino de Marruecos para obtener permisos de exportación quedaba confirmada. La tapadera figuraba en los listados de aduanas pero no aparecía en los informes oficiales. Más difícil de comprobar resultaba el destino real de aquel material mortífero. Los testimonios del agente secreto eran contundentes, pero insuficientes frente a los ardides de la poderosa maquinaria de laminación política y propagandística. De nada servía la palabra de una persona inexistente como el agente Diagu Bandiera; necesitaba otras evidencias para denunciar aquellas operaciones delictivas y armar un buen escándalo. Cierto es que el escándalo de la verdad ya no movía el mundo.

Preguntó a una reputada pacifista catalana si las organizaciones no gubernamentales con las que mantenía relaciones informativas le podían facilitar contactos de personas conocedoras del tráfico ilegal de armamento en la ribera del sur del Mediterráneo, y aquella mujer cantarina, siempre dispuesta a realizar declaraciones altisonantes, le explicó que no tenía la menor duda de que las armas que fabricaban en la Península Ibérica acababan en Chad, Mali, Sudán, Níger, Eritrea, Etiopía, Somalia, Kenia y en otras zonas marcadas por conflictos tribales. Y también en Ruanda y Burundi. Las mayores ventas de armas odiosas se realizaban a Angola, donde se cifraban en más de cien mil las personas mutiladas por las explosiones de minas, aquellos artefactos indiscriminados, simples y duraderos, ideados por mentes criminales y esparcidos, simulados y soterrados por los contendientes para amputar y matar así en la guerra como en la paz. Esa epidemia afecta además a Zambia, El Congo y la nueva República Democrática del Congo. El mercado era enorme. La activista se extendió en consideraciones y razonamientos morales, éticos y sociales, al cabo de los cuales Tilo quedó ayuno de contactos aunque con un ligero dolor de cacumen a causa de la monserga.

A continuación llamó al prestigioso profesor universitario Pi i Sec, gran agitador de conciencias, a quien se atribuía el extraordinario avance de consignar en los preámbulos de casi todas las normas reguladoras del comercio exterior la prohibición de vender material militar a los países que gastaran más en armamento que en políticas sociales como la sanidad y la enseñanza. El interlocutor, un hombre fácil de localizar, pues le habían asignado los dígitos telefónicos correspondientes a su primer apellido (Pi, igual a tres catorce dieciséis), se explayó en críticas a las grandes corporaciones capitalistas que, según sus datos, armaban a los señores de las guerras, desmochaban gobiernos populares y plantaban dictadores con la única y exclusiva finalidad de apoderarse de los recursos naturales de los países empobrecidos. La criminalidad capitalista mantenía, según sus cálculos, un centenar de guerras de baja y media intensidad en el continente africano.

–¿Puede facilitarme algún contacto que me permita documentar el tráfico de armas prohibidas? –Le pidió Tilo.

–Lo relevante, creo yo –contestó el profesor Pi i Sec– es que los gobernantes de este país creen que pueden mentir impunemente. Se equivocan. Vamos a pararles los pies. Con las cosas de matar no se juega. Ellos tienen medios suficientes para controlar el tráfico de armamento, pero toleran la venta de esos productos, de esa muerte en bote, cuya prohibición real, no sólo legal, seguiremos demandando en la calle, en el parlamento y ante los organismos internacionales.

–¿A qué medios se refiere, profesor?

–A los servicios de inspección y control aduanera, por supuesto, y al personal de la inteligencia del Estado. Tenga usted en cuenta que la ley y los planes de espionaje les encomiendan imperativamente la labor de combatir el tráfico ilegal de armas.

–¿Considera que no cumplen con su misión? –Yo no considero ni desconsidero, yo afirmo que están incumpliendo la ley de un modo consciente y flagrante. Yo afirmo que esos servicios gubernamentales miran hacia otro lado. Lo he comprobado recientemente durante una estancia en Antananarivo.

–¿Dónde es eso?

–En Madagascar.

–Desconocía que la gran isla del Índico estuviera en guerra.

–No lo está.

–¿Qué hacía usted allí?

–Submarinismo.

–¡Ah, caramba!

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Playa de pescadores en Madagascar.

–Y afirmo que los responsables de esos tráficos ilegales y criminales deberían ser detenidos, puestos a disposición judicial y condenados y encarcelados –prosiguió el enérgico profesor disparado–. Desde luego, el gobierno de un país digno no puede consentir una participación tan directa y descarada en los genocidios y las matanzas de personas inocentes como las que están sucediendo en el continente africano. Hay que investigar y adoptar las medidas que en justicia correspondan, incluida la indemnización a las víctimas y sus familias.

–Entonces, en Madagascar…

–Allí me topé con un pescador que había estado preso en la Península Ibérica y me contó que en el taller de la cárcel hacían argollas y manijas. También cortaban y formateaban cientos de láminas de aluminio para confeccionar unas fiambreras bastante ridículas por su escasa capacidad. Por lo visto, las argollas eran para granadas de mano y las latas podían ser carcasas de minas anti-personas.

–¿Me puede proporcionar su dirección para recabar su testimonio para el periódico?

–Lamentablemente no recuerdo su nombre.

–¡Qué mala suerte!

–Soy muy despistado para los nombres, créame que lo siento.

–Le creo, profesor… ¿Sabe en qué prisión estuvo?

–No me lo dijo.

–¡Vaya por Dios!

–Supongo que era alguna cárcel del norte; me comentó que hacía mucho frío y no cesaba de llover –recordó el profesor.

–¿Le dijo por qué lo metieron al trullo?

–Esas cosas ni se preguntan ni se dicen –respondió el profesor.

Viciados por la política, los activistas de hogaño ejercían un activismo tan crítico como cómodo. Eso era posible porque el dinero público y las dádivas a sus organizaciones y fundaciones por parte de empresas y sociedades mercantiles que se beneficiaban de grandes descuentos fiscales financiaban sus poltronas. Su teatralidad resultaba imprescindible a la pluralidad democrática. La honradez les perseguía, pero ellos corrían más.

Tilo llegó a la conclusión de que el submarinista era un cínico de tomo y lomo. Y Terri añadió: “Correcto, aunque más de tomo que de lomo”. Ambos se preguntaron cómo era posible que un tipo dedicado a combatir el tráfico ilegal de armamento pasara por alto y por bajo un testimonio tan relevante como el de aquel pescador. ¿Jugaba de farol? Sólo sabían que “cínico” viene del latín, canelo o perruno, que defeca y orina en público sin ningún pudor. Con todo, una pista como la proporcionada por el profesor submarinista, por más borrosa y deletérea que fuese, podía ser un carril por el que penetrar en las filas del enemigo.

La dirección de prisiones disponía de talleres en más de cincuenta cárceles y suscribía acuerdos con empresas nacionales y multinacionales por los que más de cuatro mil presos trabajaban para ellas. Al reportero le resultó fácil obtener los datos oficiales. Los sindicatos de la clase obrera y laboral denunciaban con rabia los salarios de miseria que pagaban a los presos, siempre por debajo del mínimo legal. Decenas de empresas se beneficiaban de la explotación de los reclusos. El organismo penitenciario eructaba beneficios millonarios. Y los presos se peleaban por conseguir un puesto en el taller y disponer de un dinerillo. El sistema era perfecto, un microcosmos de lo que ocurría fuera de aquellos muros coronados de alambradas. Los penados trabajaban el cuero: hacían zapatos, balones, carteras y cartapacios; trabajaban la madera: hacían cajas, sillas mesas; trabajaban el metal: hacían latas, apliques, muelles, piezas de tornillería; trabajaban la harina de gramíneas: hacían pan, tortas, pasta. Su actividad era abundante y diversa. Sin embargo, las autoridades gobernantes se negaron a aportar la lista de empresas que encomendaban su producción a los talleres penitenciarios. Adujeron que esa información era reservada y que su difusión perjudicaba los intereses económicos y comerciales del organismo y de sus clientes. Tilo apeló a un llamado “consejo de la transparencia”, creado para cubrir las apariencias democráticas ante la corrupción campante y del que no esperaba respuesta alguna. Invocó el derecho a la información y se dirigió al llamado “defensor del pueblo”, del que tampoco esperaba respuesta satisfactoria. Pobre pueblo que necesita un defensor.

Mientras tanto iba avanzando a paso de peón. Consultaba a los representantes sindicales de los funcionarios de las prisiones del norte peninsular, a los voluntarios de las organizaciones humanitarias que ayudaban a los presos a reconciliarse con el mundo y a los que salían de entre los barrotes con permiso temporal o con la pena cumplida. No tardó en identificar a dos empresas que podían estar fabricando minas antipersona y anticarros con los componentes y manufacturas de los presos. Entreveraba sus pesquisas con el quehacer diario y no dejaba de participar a Terri cada dato que iba obteniendo, pues desde su escondrijo le ayudaba a orientar la investigación.

Llega un momento en el que el jinete del caballo de ajedrez ha de correr riesgos y exponerse a las flechas de los alfiles, le dijo Terri en referencia a la entidad Packaging and Mechanisms, cuya denominación anterior era Customized y anterior Special Tools y antes se llamó Mecanotécnica. Las consultas electrónicas de Terri al registro mercantil con la ayuda y la identidad de Malalata le aportaron otros datos sospechosos. El administrador de aquella sociedad anónima resultó ser un frutero de Valencia que ni siquiera sabía que administraba una entidad tan boyante, con beneficios millonarios. De presidente figuraba don Ramón Pariente Sobrino, con un número de documento de identidad más falso que Judas Iscariote. La consejera delegada era una mujer que resultó ser una masajista tailandesa afincada en Carabanchel Alto. Tilo anotó su dirección y fue a verla, habló con ella, registró con su teléfono móvil su expresión de sorpresa ante la información sobre tan relevante cargo en la sociedad mencionada y ella le ofreció un masaje con “final feliz” al módico precio de veinte euros, aunque a aquella hora de la mañana no tenía el pene para pajas. La sede social de la entidad mercantil estaba en el Camino Viejo de Majadahonda (Madrid), pero en aquella localidad todos los caminos viejos habían sido borrados, de modo que su viaje por aquellos andurriales sólo le sirvió para ampliar su colección de caras con gestos de extrañeza. En cuanto al capital social declarado por Packaging and Mechanisms, procedía de una sociedad de inversión de capital variable, una sicav, una forma de colectiva de multiplicar el dinero con un descuento ridículo en impuestos por los beneficios.

En el argot del periódico llamaban «chupetín» a la semana de vacaciones de los trabajadores a cuenta de los fines de semana y festivos trabajados. Tilo aprovechó un chupetín para hacer bueno el dicho de Malalata: «Quien quiera peces que se moje el culo». Se desplazó por su cuenta y riesgo a un lugar llamado Monte Racelo, en el noroeste peninsular. Podía haber solicitado la compañía de un reportero gráfico del periódico, pero prefería trabajar solo; con la honrosa excepción de Guci, no conocía fotógrafo o cameraman que no destacara por esa insolencia de los superhombres o megamujeres que sabían más que Google y no admitían las indicaciones de los plumillas. Eso sin contar la indiscreción de aquellos profesionales.

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Ladera de Monte Racelo.

El viaje hasta la ladera de aquel Monte Racelo era largo. Recorrió de noche y a toda velocidad los seiscientos kilómetros y llegó una hora antes de que algunos presos de la cárcel que allí había salieran de permiso de fin de semana por buen comportamiento. Se acercó a la parada donde solían esperar el autobús y pegó la hebra con los tres que allí había. Al identificarse como periodista, ellos denunciaron el trato privilegiado que recibían unos banqueros estafadores en el «módulo de los señoritos». Era lo que más les interesaba. Le pedían que se hiciera eco de la vida regalada entre rejas de aquellos ladrones de cuello blanco. Tras hundir o vaciar una caja de ahorros regional, se llevaron un porrón de millones de euros en concepto de indemnización por la autorrescisión de sus de sus contratos, lo que indignó mucho a la gente. Lógico. Con sus testimonios, con nombres supuestos, querían joder al alcaide, a los jueces y al gobierno. Lógico. Les fastidiaba que aquellos delincuentes de postín residieran al margen de los demás reclusos, sin reyertas ni problemas. También en la cárcel había clases sociales. Y por supuesto, los señoritos no pisaban los talleres, no trabajaban; por algo eran señoritos y habían sido directivos.

Ya sobre el destino de la producción de latas, muelles y apliques coincidieron en que les importaba un higo a donde iban y para qué servían, aunque suponían que irían a la industria conservera para enlatar peces y moluscos. Desconocían el nombre de la empresa que los explotaba y sólo sabían que unos guardias civiles se llevaban la producción dos o tres veces por semana. Tilo se dijo que debía de haber empezado por ahí, pues lo que no sepa la Guardia Civil no lo sabe nadie. Cierto es que si “mi comandante” repartía la propina por aquellos servicios especiales, cada guardia sería una tumba y no habría nada que rascar. Di tu que el mando no daba ni la hora y, por otra parte, tuvo una suerte de mil rayos:

–A usted le conozco yo; o mucho me equivoco o es usted Tilo –dijo un recién llegado a la parada, un tipo como de cuarenta años, la barba negra y tupida, chubasquero con capucha atrás, pantalón vaquero y botas chirucas.

Tilo le miró con esa mezcla de interés y curiosidad de quien observa una partida de ajedrez e intenta adivinar el próximo movimiento del jugador en turno.

Pues es usted mucho mejor fisonomista que yo.

–¿No me jodas que no te acuerdas de mi? Soy Ramón, de tu pueblo, el hijo de Maribel y Baudilio. ¿Te acuerdas ahora?

–¡Lahostia, Ramoncín!

Se abrazaron efusivamente como si se alegrasen un huevo de verse y enseguida Tilo se disculpó por no haberle reconocido.

No sabía que te hubieran mandado tan lejos de casa –dijo Tilo por decir algo.

–Pues sí, ya ves, aquí me han mandado –contestó el otrora Ramoncín al tiempo que saludaba genéricamente a los tres internos con permiso. Luego le apretó el brazo y le hizo un guiño en señal de discreción. En ese momento asomaba por la curva el autobús–. Ahí viene, me ha alegrado mucho verte, si vas por la tierra da recuerdos a los Febrero y al amigo Evencio.

–Espera, hombre, yo te llevo –dijo Tilo, interesado en obtener algún provecho del encuentro. Se registró un leve forcejeo y finalmente aceptó que le acercara a la ciudad en el Triumph, un vehículo en el que pocas personas tenían ya la oportunidad de viajar.

–¿De modo que dejaste las Fuerzas Armadas? –Le preguntó después de recordar la última vez que se vieron. De aquello hacía más de quince años y entonces Ramoncín estaba destinado en la misión de paz en Bosnia. Ahora era inspector de policía, con grandes posibilidades de llegar a comisario, y se dedicaba a combatir el narcotráfico, razón por la cual visitaba a deshora a algunos confidentes presos.

Ante una taza de café con leche, Tilo le explicó el motivo de su viaje a aquellas latitudes líricas y melancólicas, y su interlocutor le dibujó un plano sobre una servilleta de papel con la ubicación exacta del lugar y los símbolos visibles al que los guardias llevaban la producción de los reclusos. Eso fue todo, y fue suficiente para el periodista, quien respetó la condición de Ramoncín de no preguntarle una palabra más del asunto. Cabía suponer que el policía secreto poseía información sobre la fabricación y otros detalles como el transporte de armas inhumanas y prohibidas, pero, como le dijo, tenía que vivir y alimentar a su familia. Si los jueces valientes de otro tiempo se mantuvieran en su puesto, otro gallo cantaría. Eso dijo. Pero aquellos magistrados resultaban molestos, interferían en los negocios sucios de los poderosos y fueron removidos de sus puestos mediante los ardides y procedimientos más diversos, incluida la condena como prevaricadores. Aquello ocurrió antes de que la corrupción, con ser mayúscula, no se convirtiera en sinónimo de “sistema”. Ahora era “sistémica”.

El plano de Ramoncín le condujo sin pérdida a un santuario que llamaban de la Virgen de la Saudade. Tal como el madero le indicó, a unos doscientos metros de la carretera general distinguió aquella ermita que por su tamaño más parecía iglesia que capilla. Estacionó el Triumph y se encaminó hacia el templo. La puerta estaba cerrada sin trancar, abrió, entró, respiró el frescor con olor a cirio y enseguida vio la salida entreabierta del otro lado. Se asomó: era un cementerio. Detrás de las hileras de tumbas estaba lo que llamaban la factoría: dos contenedores metálicos de color teja. Se adentró entre los mausoleos, tomó varias instantáneas mientras avanzaba hacia el container que tenía la mampara abierta. Se asomó por el ángulo inferior, cuidando de que no le vieran. Unas mujeres manipulaban los botes de lámina de aluminio que fabricaban los presos. Sonaba una radio. Se esmeró en filmar con el teléfono móvil las evoluciones de aquellas damas de ropas oscuras. Eran seis. Cinco parecían de edad avanzada. Trabajaban en cadena sobre una tabla alargada y apoyaban sus traseros en unas banquetas. No se veía muy bien lo que hacían, pero la primera agarraba el bote de los cajones de material e introducía un pequeño globo como una pelota, la segunda añadía un polvo amarillento que sacaba a cucharadas de una artesa de madera, la siguiente agregaba un líquido negro y viscoso que parecía brea o cieno y salía del tubo de una sucia regadera metálica, otra a su lado añadía una especie de estopa o lana o algodón amarillento, la quinta agregaba varias cucharadas de polvo blancuzco y empujaba el bote a la sexta y última, que parecía más joven y tapaba el recipiente haciéndolo girar en un torno. A continuación colocaba el bote en una caja de tabla maciza.

La producción manufacturera de aquellas mujeres era considerable a juzgar por las torres de cajas llenas de botes que apilaban a un lado de la improvisada factoría. Se adentró entre unas matas de ortigas y echó una ojeada a la parte trasera de aquellos cubos rectangulares. Las roderas de camiones y furgonetas discurrían entre los eucaliptos y conducían, dedujo, hacia algún embarcadero en la ría.

Volvió sobre sus pasos y echó discretamente una última ojeada a las operarias, pero se vio sorprendido por un hombre alto y fornido que en ese momento salía del contenedor.

–¿Qué hace usted ahí? –Le peguntó con tono de pocos amigos.

–Observando –dijo.

–Aquí no hay nada que observar –dijo el tipo, al tiempo que apretaba el puño a la altura de la barriga y avanzaba un pie hacia él. Se percató del peligro y retrocedió al instante sobre las ortigas.

–Usted perdone, no sabía que estaba prohibido mirar.

–¿Quién es usted? Usted estaba espiando –dijo el hombre con movimientos de morrosco. Tilo siguió retrocediendo. Varias mujeres se asomaron. El forzudo se volvió hacia ellas: “Parece que tenemos un instruso”.

–Ni intruso ni hostias –saltó él, mencionando el apellido labrado sobre la lápida de una tumba cercana. Al oírlo, una de las mujeres salió del contenedor y se precipitó hacia él, exclamando: “¡Pero neniño, qué alegría!” Tilo le siguió el juego con un beso y un abrazo. El morrosco depuso su actitud y abrió mucho los ojos:

–¡Ave María Purísima lo que has cambiado, rapaz! —Exclamó el forzudo.

–Pues sí, supongo que a mejor. ¿Y usted, cómo va?

–Como siempre, pastoreando a los feligreses.

–¿No te acuerdas del padre Pariente? Él te enseñó en catecismo –terció la mujer identificada como tía Mónica.

–De primeras no lo he reconocido –contestó–; el tiempo a todos nos cambia, tía. Pensé que me iba a pegar por mirar lo que hacéis. ¿Qué es eso?

–Envasamos medicinas para la gente del tercer mundo. El señor cura nos procura la labor.

El cura se revolvió hacia las mujeres y éstas volvieron a su labor. A continuación tendió la mano al supuesto Outeriño y se despidió advirtiéndole de que aquí se viene a rezar por los vivos y los muertos y no a mirar. Tilo encajó la regañina de aquel fornido sesentón con una sonrisa fingida y varias inclinaciones de testa por si deseaba propinarle un coscorrón. Cuando se largó, le preguntó a la anciana:

–¿Os pagan bien?

–Una miseria, hijo, pero ciento cincuenta euros al mes es más de lo que se saca con las patatas y ayuda a ir tirando –dijo la tía Mónica.

Tilo la acompañó al interior del contenedor, donde era el tercer eslabón de la cadena. Como tenía prisa en llegar a la ciudad y no traía ningún regalo para la supuesta tía, le dio un billete de cincuenta euros para que se comprara algo y depositó sobre la mesa otro de veinte para que convidara a sus compañeras, que se pusieron muy contentas. De paso examinó los productos que se traían entre manos y agarró una de las bolas que introducían en los botes. La mujer al cargo le pidió que tuviera mucho cuidado porque contenía oxígeno líquido y si caía al suelo podía estallar.

–¿Oxígeno líquido?

–Para la respiración.

minas antipersonas
Minas anti personas.

Las mujeres se hallaban convencidas de la aplicación sanitaria de los productos que con gran destreza metían en aquellas latas o “lotes multipropósito”, en palabras de la más joven y última de la cadena, quien comentó que esta labor era menos penosa para la vista y las manos y más rentable para el bolsillo que coser uniformes para el ejército, como hacían en otros tiempos las elegidas del señor cura. Tilo les hizo una foto de familia y filmó de cerca los productos que manipulaban: las pelotas de gas explosivo que tomaban por oxígeno, el lodo ferruginoso, los mechones de lana que olía a fósforo, el azufre y el polvo blancuzco que atufaba a cloro. Entre ruegos de la tía Mónica de que volviera a visitarla se despidió hasta más ver.

14.–Máster

El reportero había conseguido llegar, ver y filmar; consideraba satisfecho el objetivo de su viaje. Notó que el estómago reclamaba la atención horaria: eran las dos de la tarde, hora de alimentarse. Había recorrido unos cuarenta kilómetros desde el curato que albergaba el santuario y el cementerio de las minas anti-persona. Se desvió hacia una población costera y callejeó hasta el puerto pesquero. En una taberna pidió vino de la tierra, leyó los productos en la pizarra y se zampó una cazuela de almejas guisadas no sin antes preguntar en tono de broma si eran de la mar o de lamer, a lo que la tabernera, mujer tranquila, de muslos oceánicos y edad intermedia, le respondió con una sonrisa picaruela, siguiéndole el juego: “De la ría, muy sabrosas también, pero si quieres de lamer, también tengo”. Las de la mar eran tan frescas y abundantes que le dejaron sin ganas de más.

A un tipo que ha conducido un coche toda la noche le está permitido echar la siesta. Sin embargo, los hoteles de la ciudad estaban llenos de familiares de cadetes navales y se tuvo que conformar con el asiento reclinado del Triumph para pegar ojo hasta que el estruendo de un camión de bomberos le despertó. Eran más de las cinco de la tarde. Se acordó de la petición de Lola: Empanada de vieras y una botella de Viña Costeira. Consiguió ambos productos en una panadería y en una tienda de ultramarinos pegadas a la lonja. Llamó a Terri para informarle del buen resultado de sus pesquisas, pero el coronel rebajó su entusiasmo echando en falta los datos sobre el transporte de los contenedores y otros detalles para nota. Le habló como lo haría un espía con todo el tiempo del mundo para obtener información de primera mano por procedimientos arteros. Bastante cargo de conciencia tenía él ya por haber simulado ser quien no era ante el cura de marras y las marías del sagrario como para meterse en más profundidades.

–Pregunta a los pescadores de los puertos más cercanos –le aconsejó Terri–; seguramente sepan si cargan manufacturas.

Tilo aceptó la recomendación y tuvo que reconocer que Terri tenía razón: los grandes atuneros que faenaban en aguas lejanas llevaban mercancía no declarada, decenas de cajas de madera compacta que se suponían vacías para llenarlas de pescado. Se rumoreaba que algunos transportaban mercancías de extranjis, pero solía ser herramienta, motores, generadores eléctricos, neumáticos, motocicletas… No armas. Ni mucho menos minas de destrucción indiscriminada. En todo caso, nadie preguntaba ni inspeccionaba. Los que tenían la obligación de hacerlo aceptaban la respuesta del patrón por la cuenta que les traía. Y muy buena debía de ser a juzgar por el tren de vida de algunos mandos de una temible institución policíaca. Con todo, los comentarios de tasca no hallaron refrendo de armador ni patrón alguno a los que Tilo preguntó.

Ya a malas apuró sus pesquisas haciéndose pasar por representante de una organización solidaria en busca de transporte a precio razonable de unas partidas de alimentos no perecederos y leche condensada hasta el puerto industrial de Mauritania, al sur de Nuackchot, destinadas a unas monjas blancas que pedían ayuda para paliar la desnutrición de los niños de las barriadas de la capital. Eso no era posible, le dijeron en cariñoso idioma. Tomó nota y evitó montar pollos dialécticos con aquellos pájaros. Se ve que aquella tierra lírica y aquel cielo melancólico le inspiraba paz, sosiego, mansedumbre. También la afabilidad de las mujeres con las que habló influía en su ánimo.

De nuevo en la capital del reino sentía el peso del cargador, creía tener munición suficiente para lanzarse al ataque. Sin embargo, el coronel Terri le recomendó fijar bien el objetivo. “Te enfrentas a unos buitres de acero inoxidable y has de tener en cuenta el rebote de las balas, vaya a ser que te vuelen la cabeza”. Eso le dijo. Desde su guarida en la Tabernilla le prometía hacer gestiones con los inalámbricos que le proporcionaba su hombre de confianza, el maestro Malalata, y a través de las redes sociales y los chats de Internet. Pero aparte la nueva palabra de Mala, aquel chatedigo que no se le caía de la boca, las aportaciones del amigo Terri resultaban nulas de toda nulidad. Sin duda llevaba razón cuando le recomendaba buscar el punto débil del blindaje del enemigo antes de disparar, pero el periodismo y la urgencia van de la mano y en ocasiones hay que pegar tiros al aire para hacer ruido y llamar la atención, de modo que lanzó los datos del servicio aduanero sobre las exportaciones reales de armamento y material de defensa de los dos últimos años, en contraste con los conocidos y reconocidos en los informes oficiales. Las reacciones fueron tibias. La oposición política, con alguna excepción, prefirió ignorar el asunto. Los gubernamentales razonaron: si no vendemos armas nosotros, las venderán otros. El problema no era el mercado, sino la sangre que insistía en expresarse.

En cambio, el eco o eso que llaman “impacto” de la información sobre la contribución decisiva de un espía peninsular en la caza de los hijos del dictador irakundo había sido satisfactorio si por tal se entiende que las agencias nacionales e internacionales y las emisoras de radio y televisión reprodujeron la noticia. El gordito con tirantes y el director del periódico aparecieron en las pantallas de varias televisoras explicando la primicia. Cosecharon felicitaciones en las tertulias de los medios audiovisuales en las que participaron. Se les veía satisfechos de la contribución a la sabiduría patriótica. También el delegado del diario en la capital del reino, el joven y sobradamente preparado, competente Máster, apareció en algunos programas de televisión discerniendo entre los profesionales bien pagados por las pocas empresas que apostaban por un periodismo de calidad y el resto, o sea, la mayoría. Se le notaba una querencia japonesa hacia la empresa.

La publicación de la aventura de Diagu Bandiera le ocasionó un gasto suplementario en el Club del Orujo, que se regía por una norma tan arbitraria como cualquier otra, según la cual, quien diera la noticia más destacada del día tenía que pagar la ronda. Tampoco era para arruinarse, pues el club estaba compuesto por tres compañeros que se motejaban entre sí como Jodas, el Cazador de Leones y Beluguero. A él le llamaban Breve por su tendencia a salir corriendo o porque sus informaciones acababan en “un breve”, una nota corta. El nombre del club era inexacto: salvo el Cazador de Leones, que insistió en fundarlo (le gustaba fundar cosas), ningún socio tomaba aquel aguardiente de altísima graduación; Beluguero y él bebían vino tinto (a veces blanco) y Jodas, cerveza. Solían reunirse al acabar la jornada en una taberna cercana al periódico, comentaban las jugadas políticas y económicas, hablaban de historia, de mujeres, de literatura, discutían, se reían, realizaban sus libaciones y se retiraban como los mochuelos a su olivo.

Unos días después de la celebrada exclusiva por parte del director y sus acólitos, felices de que una noticia del siglo pasado contribuyera a vender más ejemplares, Tilo creyó vislumbrar una fisura en el blindaje del enemigo. El Máster se acercó a su mesa con un ejemplar del suplemento.

–Esta afirmación no es exacta –dijo, mostrándole unas líneas subrayadas.

Si fuera como dices, la habría omitido. Ya sabes que no acostumbro a…

Te han intoxicado.

¿Por qué dices eso?

–Eloso ha recibido quejas de las alturasle informó el delegado.

¿Puedes ser más concreto?

Quien te haya dicho que el espía no cobró un dólar de la recompensa, te ha engañado; parece ser que el tipo cobró una pasta y la puso a buen recaudo. Has de tener cuidado, no podemos permitirnos columpiadas como esta –dijo el Máster con un tono de contrariedad que contrastaba con la satisfacción reflejada en su rostro.

Te aseguro que no empleo el tiempo en los columpios ni trato con fuentes tóxicas, de modo que esas quejas obedecen a intereses espurios, por no llamarles de otra manera. Cuando yo firmo y afirmo lo que afirmo es porque es verdad; de lo contrario no lo diría, ¿vale? Si las alturas, supongo que el ministro del ramo o el jefe de los servicios de inteligencia…

Exáctamente.

–Vaya, así que el general que jamás habla con los periodistas, llama al director del periódico para quejarse de que faltamos a la verdad en el cobro de una recompensa que él mismo ha dado orden de investigar sin obtener ningún resultado porque el agente a sus órdenes no cobró un dólar… Supongo que quiere salvar la cara de los chorizos de antaño, concretamente del administrador Bremer.

–Sea como sea, el director quiere que hable con él, nos ha concedido una entrevista.

–Eso sí que es buen periodismo, Máster; una entrevista con el jefe de los servicios secretos no se consigue todos los días. Supongo que se la vais a hacer el director y tú.

–Viene Saro también –dijo en referencia al gordito con tirantes.

Mira qué bien. Imagino que mi presencia es innecesaria.

–Tampoco vamos a abusar de su generosidad: nos ha invitado a comer el sábado en un restaurante de…, con dos estrellas Michelín.

–¿De dónde?

Creo que está entre Aranjuez y Ciempozuelos.

Eso es estupendo –dijo Tilo con rentintín.

–Comprenderás que el director prefiera que no vengas, no cabríamos en el taxi y además no te vamos a fastidiar el fin de semana libre –abundó el máster en la exclusión del reportero.

–Lo entiendo perfectamente: tú, el dire, el señor Saro, el fotógrafo…, demasiada gente para un taxi. Pero volviendo al asunto, deberías preguntarle si tiene pruebas sobre el pago de la recompensa al agente español y si os puede mostrar el recibo. Asumo que se negara a hablar conmigo, a pesar de la insistencia, la reiteración y la espera durante más de un mes, como bien sabe el adjunto al director, pero si quiere dejarme por mentiroso y joder al medio con un desmentido, tendrá que hacerlo con pruebas.

–¡Joder, Tilo! Tampoco se trata de crear un conflicto internacional –se escudó el máster.

–¡Ni conflicto ni hostias! ¿Acaso crees que el señor Bremer y su piara iracunda pagaron un montón de pasta, un tercio de aquellos treinta millones de dólares, a un espía español sin que éste firmara el recibo correspondiente? Que os muestre el recibo y el número de cuenta bancaria si el espía cobró por transferencia. Alguna evidencia sería menester…

–Vale, vale.

–Es lo mínimo que puedo pedir a quien me acusa de mentir.

–De acuerdo, no te pongas estupendo –dijo el máster pro forma, como si de pronto le resultara molesto el compromiso de mantener y defender la veracidad de la información–. Tampoco se trata de armar la de Dios es Cristo por saber si cobró o no. Esa gente tiene mucho poder y es preferible estar a bien que andar a hostias con ella.

–Entonces pregúntate qué interés pueden tener mis fuentes en contarnos lo que saben de primera mano y tienen los gobernantes en desmentir la verdad sin ninguna prueba. Ahora bien, si consideras que el general Felonio es más creíble que mis fuentes, huelgan las preguntas –abundó Tilo.

¿A qué fuentes te refieres, a Canaletas o a La Cibeles?

Inspirado te veo, puedes seguir con la Fontana de Trevi, el Mannken pis… Pero sábete que en todos mis años de oficio nunca me han desmentido una información por muy molesta y dañina que fuese para los titulares del poder. Otros hacéis política de titular y relumbrón y le llamáis periodismo y derecho a la información. En fin, no tengo palabras.

El Máster le lanzó una mirada acerada de bala dundún y dio por terminada la plática.

En la sección de fotografía se registró cierto debate sobre la cobertura de la entrevista del sábado con el superespía porque todos los redactores gráficos estaban ocupados en el fútbol y el balón cesto y nadie asumía deportivamente el trabajo suplementario fuera de la Villa y Corte. “Seguramente iré yo”, le dijo Baranda, un vasco exportado como jefe de sección a la capital del reino después de cubrir durante varios años el Tour de Francia y la Vuelta Ciclista de paquete en una motocicleta. Era un buen tipo, pero propendía al chismorreo y era dócil a los superiores, de modo que Tilo prefirió no decirle que se fijara en si el máster solicitaba al general alguna prueba sobre el cobro del famoso premio por parte del espía español en Bagdad.

Aquella noche, mientras Terri repensaba la jugada de ajedrez e incrustaba repetidamente la boca del botellín en la ranura de su bigote que iba adquiriendo el vuelo de una mariposa con las alas abiertas, no dejaba de repetir el nombre de Ciempozuelos como si hubiera aislado a la reina y estuviera calculando sus movimientos para comérsela cruda. Sin duda, el coronel seguía procesando los comentarios de Tilo sobre la entrevista de Eloso y sus acólitos con el general Felonio.

–¡Pues claro, la hostia..! –Se sobresaltó, clavando la vista chispeante en el reportero.

–Claro ¿qué?

–¿Qué hay en Ciempozuelos?

manicomio
Ángulo lateral del centro psiquiátrico de Ciempozuelos.

–Que yo sepa, el manicomio –dijo Tilo.

–Correcto. Y eso me recuerda una expresión de algunos pollos al mando del Centro.

–¿Qué expresión?

–Ellos decían: “¿Estamos locos o qué?” Siempre pensé que aquella familiaridad con la palabra “loco” por parte de Felonio y sus hombres de confianza no era gratuita, debía de tener un origen, algo que se me escapaba. Algunas veces utilizaban aquel “estamos locos o qué” sin ton ni son, por ejemplo, para decir que llevaban mucho rato de reunión, para hacer una observación doméstica, para criticar algún detalle y, desde luego, para oponerse a lo que fuera.

–Anda que no eres rebuscado, coronel.

Creo que funcionaba como una consigna entre ellos.

–¿Y eso qué tiene que ver con que Felonio haya invitado a los entrevistadores en un restaurante de postín entre Ciempozuelos y Aranjuez? No estamos locos, sabemos lo que queremos, decía la canción de aquellos tiempos.

Terri se mantuvo en silencio hasta que la repetición de los movimientos del rey frente a la voracidad de su dama determinó tablas. Tilo contó su chiste: “Un pato negro y otro blanco echan una carrera. ¿Quién gana?… Empatan”.

–Hagamos una gestión –propuso Terri empuñando el teléfono–, vamos a ver por qué diablos ha elegido ese restaurante fuera de la ciudad.

Accionó el buscador, Tilo grabó en su teléfono el número que le cantó el coronel, acto seguido se lo entregó. Su conversación con la persona del establecimiento que atendió la llamada fue breve, pero suficiente para saber que el harlista señor Felonio almorzaba allí un sábado al mes en compañía de otro señor.

–¿Harlista también?

–Es muy mayor para manejar moto, viene con él –dijo la voz de mujer.

–Es que este sábado hemos quedado a almorzar en su magnífico restaurante y quería cerciorarme de si había hecho la reserva.

–Si, tienen reserva para cinco personas. Por cierto, no me ha solicitado el menú especial para su compañero habitual, el director del psiquiátrico. Le encantan las mollejas al vino. ¿Sabe usted si vendrá?

¿El director del manicomio de Ciempozuelos?

–Si, el viejo que suele acompañar al señor Felonio.

–Si no le ha dicho nada, seguramente no irá –aventuró Terri, quien, nada más cancelar la conversación, exclamó:

¡El manicomio es la clave!

15.–Manicomio

Se pueden hacer las cosas bien, mal, regular o como los militares: a su manera. Aquellos tipos de uniforme desconfiaban de los civiles y adoptaban sus procedimientos paralelos. Esquivaban al poder civil, civilizado; burlaban y se burlaban de los representantes políticos, mayormente incompetentes; actuaban según convenía a sus intereses; se consideraban la columna vertebral de una patria sobre la que camparon a mano armada durante gran parte del siglo XX cual vulgares matones medievales. El advenimiento de la democracia representativa acotó sus fechorías al ámbito cuartelero, pero conservaron, mediante amenazas, unas parcelas de poder bien valladas y protegidas por perros de presa. Una de ellas era la jurisdicción propia. Otra, el mando y control de los servicios de inteligencia del Estado. En aquellos terrenos hacían y deshacían lo que convenía a sus intereses particulares, generalmente envueltos en la bandera del reino, como correspondía a su más alto, elevadísimo, patriotismo.

En ese contexto era comprensible que el general Felonio mantuviera su espacio exclusivo dentro de los servicios secretos y que en vez de proveerse de identidades falsas para los agentes en el organismo civil correspondiente, el ministerio del interior, esquivara ese control y consiguiera por otros medios la documentación falsificada para los espías de máxima confianza, los “pata negra” les llamaban.

El coronel Terri dio sentido a su afirmación de que en el manicomio estaba la clave con la hipótesis de que su antiguo jefe y temible enemigo, el hombre que le quería muerto, utilizaba la identidad de los locos para su gente en el centro de inteligencia. La suposición parecía razonable y explicaba la relación del general con el director del psiquiátrico de Ciempozuelos.

Un agente secreto con la identidad de un esquizoide encerrado de por vida goza de una impunidad absoluta –afirmó el coronel.

Tilo aceptó su explicación. Si Felonio realizaba operaciones ilegales de gran calado para la supuesta seguridad del Estado, es decir, acciones orientadas a acumular más poder y riqueza para sí y un reducido grupo de amigantes de las altas esferas, parecía lógico que se cuidara de que ningún organismo civil o institución política pudiera meter la nariz en sus asuntos.

–Pero ¿por qué los locos y no los muertos, por ejemplo?

–Porque si algo sale mal y detienen a un agente, pueden alegar que era un esquizofrénico fugado del manicomio. Si lo arrestan, arrestan a un loco. Si lo juzgan, juzga a un loco. Quiere decirse que lo devuelven al manicomio y podrá salir en cuanto lo depositen.

–¿Y si lo matan? –Quiso saber Tilo.

–Tanto da, liquidan a un loco. En alguna ocasión utilizaron la documentación de un mendigo para cometer un secuestro, pero la pifiaron y la policía capturó al secuestrador, lo que les obligó a hacer desaparecer al mendigo.

–¿Qué hicieron con él?

–Arrojaron el fiambre en alta mar.

–¡Joder!

–Cuando está en juego la cúpula del poder no se andan con contemplaciones.

–Te refieres a Felonio, claro.

–Y a sus amigantes.

–¿Quiénes son?

–Gente de alcurnia.

La hipótesis sólo admite un tratamiento: la acción para confirmarla o descartarla. Es una moneda al aire. En este caso, el trato amistoso del general Felonio con el director del psiquiátrico provincial de Ciempozuelos se adentraba en la vía por la que circulaba el tren blindado de los procedimientos secretos y los supuestos negocios inconfesables, de modo que se pusieron manos a la obra. Terri recordó varios nombres de antiguos espías significados por la expresión: “Estamos locos ¿o qué?” Tilo los anotó, consultó en el registro civil y obtuvo un pobre resultado: sólo una de aquellas personas figuraba en la lista de los vivos con residencia en la circunscripción capitalina, aunque no en la localidad de Ciempozuelos, sino en Bustarviejo, en el otro extremo de la provincia. Entonces supuso que los internos conservaban la matriz anterior al ingreso en el manicomio y, fuera porque el nombre de Liborio (del latín libo, liberar), le resultaba atractivo y al mismo tiempo contrario a la situación de una persona atrapada en un manicomio, o por cualquier otra razón, telefoneó al domicilio de aquel ciudadano.

–No está –le contestó una voz gastada de mujer anciana.

–¿A qué hora le puedo llamar?

–A ninguna, el niño no reside aquí –dijo la mujer.

–¿Dónde le puedo localizar? Quería hablar con él.

–Hablar… ¡Ojalá pudiera hablar!

–¿Pues qué le ocurre al niño, señora?

–Es mudo de nacimiento, señor.

–¡Qué mala pata! Aunque si vamos a ver, los adelantos de hoy en día permiten a los sordomudos defenderse perfectamente en la vida –dijo Tilo a modo de consuelo.

–Sordomudo no, sólo mudo; oye bien.

–Tanto mejor, así podré entenderme con él si me dice donde puedo encontrarle.

–Está en Ciempozuelos, señor.

–¿En el psiquiátrico?

–Sí señor. ¿Para qué quiere verlo? ¿No será usted de esos que regalan premios? El otro día llamó un promocionador diciendo que nos había tocado una batería de cocina, una batería…, usted considere… Se ve que el niño guarda los cupones que vienen en los botes y los manda para que me toquen cosas. Está mal de la cabeza, pero es muy bueno, muy bueno, y a mí y a su hermana nos quiere con locura. Ni se moleste en decirle que le ha tocado un viaje. Ahora bien, si usted tiene esa obligación, hágale el favor de cambiar el valor del premio por botellas de cocacola, le pírria la cocacola. Si buenamente puede, claro está.

–Naturalmente que sí –se comprometió Tilo antes de cancelar la comunicación.

La confirmación de la hipótesis alegró a Terri: ahora sabía que los sicarios enviados por Felonio para ultimarle poseían duplicados vivos y que el amigo Tilo movería Roma con Santiago para denunciar los procedimientos documentales del enemigo si le ocurría algo parecido a un suicidio o un accidente. Tenía constancia de que seguía en el punto de mira de K porque periódicamente el maestro Malalata le hacía el favor de pasarse por su casa, cerca de la glorieta del poeta Rubén Darío, a comprobar si la tenían pinchada. El veterano carterista adoptaba las medidas de rigor (guantes para no dejar huellas, gorra y gafas para evitar su identificación por las imágenes que tomaran las cámaras ocultas), entraba al apartamento de Terri, descolgaba el teléfono, realizaba una llamada internacional y se sentaba en el bar de la esquina a esperar el resultado en forma de automóvil del que salían dos individuos con bultos en los costados y se apresuraban a entrar en la finca. A juzgar por las instantáneas del maestro del sexto dedo, aquellos tipos tenían menos pinta de argelinos que el carterista de obispo. Otro camino del enemigo para cazarlo era el control de la cuenta bancaria a través de la que Terri percibía sus emolumentos de coronel en la reserva. El centro de inteligencia controlaba al instante cualquier movimiento contable, de modo que solían ser Mala, el sabio Compendio o el mayordomo de la señorita Lafun quienes le hacían el favor de acercarse a algún cajero de la entidad bancaria, nunca el mismo, y sacar el dinero que necesitaba para sus gastos. Terri conocía los métodos operativos de los esbirros de Felonio y sabía que más vale ser cazador que presa. De ningún modo iba a dejarse cazar. Por el contrario, podía pasar a la ofensiva y amortiguar a aquellos pobres diablos, como decía el maestro Malalata.

–¿Amorti…qué?

–Amortiguar, dejar muertos o, por lo menos escarmientar –aclaró Mala.

–No serviría de nada si no cazamos a K.

Para los fines periodísticos de Tilo, la confirmación de que el jefe de los servicios secretos empleaba la identidad de los internos en el manicomio de Ciempozuelos para sus agentes operativos de máxima confianza tenía mucho interés, pues no dejaba de ser pintoresco que la seguridad del Estado estuviera en manos de “locos”. Con todo, lo que más le importaba en ese momento eran las pruebas de la implicación directa del general y sus amigos mangantes en el negocio del tráfico ilegal de armas. No hay que olvidar que los servicios secretos se empleaban de un modo prioritario en el control de las exportaciones de armamento para evitar que llegaran a destinos ajenos a los declarados oficialmente.

–Si utiliza la identidad de los internos para cubrir a sus agentes, es probable que la emplee también para encubrir sus negocios –aventuró el reportero.

–Correcto –afirmó el coronel.

–Conviene darse una vuelta por allí –dijo Tilo antes de manifestar su intención de entrevistar al director del psiquiátrico con una excusa tan al pelo como las enmiendas del partido conservador, reaccionario y corrupto hasta la médula, al Código Penal para aplicar la cadena perpetua a los besánicos que hubieren cometido algún delito grave.

–Será una forma de sondearle, si acepta la entrevista, claro –añadió–; si no me la concede tendré que ir a visitar al tal Liborio, aunque es mudo y dudo que pueda arañar algo.

–Perfecto, si no de él, tal vez del entorno –aventuró Terri.

16.– Amanecer

Así de verde estaba el asunto cuando el reportero recibió una llamada del coronel. Eran las siete de la mañana, aún no había amanecido, pero Terri insistió: “Tienes que venir, tienes que estar en la Tabernilla dentro de una hora a más tardar”.

–¡Por Júpiter! ¿Tan importante es la cosa?

–Lo es.

–¿De qué se trata?

–He mandado a Malalata al aeropuerto a recoger a un señor de Bilbao que quiere contarnos algo muy interesante y quiero que lo oigas.

Con disgusto de la aeromoza Lola, a la que había prometido pasar el día juntos, abandonó el lecho amoroso y se sumergió entre la muchedumbre del metro, donde predominaba el olor a orín y chotuno sobre las ráfagas de jabón de ducha y agua perfumada. Llegó a la Tabernilla antes de que aparecieran Mala y el señor de Bilbao, sobre el que Terri le dijo que era el armador y patrón del barco que le había hecho el favor de ayudarle en alta mar cuando huía de Argelia. Más que un favor, le debía la vida, aseguró.

El armador era un tipo joven, de treinta y pocos años, perfectamente trajeado, con un cartapacio de hombre de negocios en la mano, tan alto como Terri, mirada serena, pelo largo y ensortijado; más que patrón de barco pesquero parecía un violinista de la filarmónica de Viena. El coronel le dispensó un fuerte abrazo de náufrago. Doña Rosario, muy atenta, les sirvió sopas de ajo y sacó una botella de aguardiente perfumada con pasas. Seguía las instrucciones de Terri para agasajar a su salvador, al que, por cierto, el maestro Malalata llamó Salvador, pues su nombre era Jesús y en cristiano quiere decir salvador, según le explicó, de niño, el cura que lo adoctrino. El caso es que el recién llegado trataba de salvar ahora su barco y, sobre todo, la vida de los seis pescadores abordo, secuestrados por unos piratas somalís. Les contó la circunstancia peliaguda y urgente que le empujaba a pedir socorro al agente secreto, que no era otra que encomendarle el pago del rescate para que liberaran su barco, el Amanecer.

–¿Acaso no puede pagar el rescate usted? –Intervino Tilo.

–No sería prudente; he cometido el error de pedir ayuda al gobierno y me han ordenado no negociar ni pagar. Me tienen vigilado. Me dieron buenas palabras, como si ellos, o sea, la Armada, fueran a hacer algo para liberar el barco, pero ya han pasado diez días y no han movido un dedo ni lo van a mover. Son unos hijos de la gran puta. Como comprenderéis, no voy a permitir que maten a mis hombres, entre los que está mi hermano.

esquife somalí
Piratas somalís.

En aquellos días los piratas somalís hacían de las suyas como si hubieran tomado querencia a los barcos pesqueros españoles que faenaban en aquellas aguas. Cualquiera diría que les tenían ojeriza. En vez de seguir secuestrando petroleros y grandes buques mercantes, asaltaban a los atuneros vascos y gallegos, acaso porque les resultaba menos complicado obtener los rescates de los armadores, personas de carne y hueso con sentimientos piadosos, que de las sociedades anónimas y los fondos buitres que compraban y vendían varias veces los cargamentos de petróleo y alimentos durante las travesías.

El armador describió a los piratas como jóvenes furiosos y armados hasta los dientes. Eran muchachos desarrapados, hambrientos, desesperados, muy peligrosos. La vida les importaba una mierda. Lógico. Salían de sus agujeros en la costa desértica de Somalia a bordo de pequeñas embarcaciones a motor y a la que divisaban un buque faenando se lanzaban como hormigas a por el grano de azúcar. Provistos de kaláshnikov, machetes, hachas, lanzallamas y otras herramientas mortíferas, amedrantaban a los pescadores, subían a bordo, les quitaban el agua, el vino, las viandas, la ropa, el dinero, el combustible y emitían por la emisora de onda corta el mensaje exigiendo el pago del rescate en dos semanas so pena de ir matando y arrojando por la borda a un marinero por cada día de retaso y de incendiar y hundir el barco si el pago no llegaba antes de que acabaran con todos.

Aquel Salvador incidió en su descripción de demonios furiosos, insensatos, muy violentos, a los que importaba un bledo la vida del prójimo y despreciaban la propia. No eran terroristas, desde luego, sino simples ladronzuelos. La diferencia entre unos y otros es que carecían de motivación política, ideológica y religiosa, por lo que la intervención de los gobiernos y sus diplomáticos, gente de palabra fácil (y falsa), era perfectamente inútil. En cambio, el coronel Terricabras y antiguo espía Bandiera era experto en el trato con los africanos y hablaba árabe. El armador del buque que le había salvado la vida le suponía las dotes y habilidades necesarias para entenderse con aquellos tipos, negociar con los cabecillas y pagarles el rescate.

A Tilo le sorprendió la disposición de Terri a cumplir el encargo cuanto antes. ¿Acaso había perdido la cabeza con su aspiración a perderla? ¿Ignoraba que la aparición de su nombre en el registro de viajeros de cualquier compañía aérea equivalía a la liquidación por cierre del negocio de la vida? Quiso creer que no se atrevía a decepcionar a su salvador y que guardaba un as en la manga, acaso alguna identidad supuesta de las que Mala obtenía con el ágil manejo de su tercer brazo, el invisible, y que como buen carterista solía depositar en alguno de los cada vez más escasos buzones del servicio postal distribuidos por la ciudad. Aunque así fuese, se jugaba el tipo, pues valía suponer que la denuncia de la víctima impecune e indocumentada saltaría de inmediato a los ordenadores del registro policial de todos los aeropuestos, como dijo Mala al oído de Tilo con la lógica policíaca derivada de su experiencia. Por culpa de los terroristas yihadistas y de la legión de chorizos y navajeros desconsiderados que arrojaban las carteras, bolsos y monederos a las alcantarillas sin importarles si contenían llaves o documentos personales, la policía ya no esperaba, como antes, veinticuatro horas para registrar la identidad del pelado, fuera a ser que los malos utilizaran esa documentación para viajar y cometer atentados. Los intercambios de documentación sustraída entre las policías de medio mundo eran automáticos cuando se trataba de pasajeros aviónicos. Mucho riesgo iba a suponer para Terri aquella decisión firme de viajar a Yibuti, comparecer el día y la hora señalada en el lugar indicado por el jefe de los piratas, entregarle la mitad del rescate en cuanto diera orden de liberar el barco y la otra mitad cuando llegaran sanos y salvos a puerto, de acuerdo con las indicaciones del armador.

–Sería cojonudo si pudieras convencerlos de que no nos joda más –dijo Salvador como un deseo suplementario–; esos hijos de puta ya han arruinado a media docena de armadores, estamos desesperados.

–Se hará lo que se pueda –respondió Terri, haciéndose cargo del maletín, que contenía un millón de dólares en billetes verdes flamantes y enfajados, así como los cablegramas con las indicaciones de la entrega. El jefe pirata se comunicaba desde alta mar por onda corta con una emisora egipcia que a su vez transmitía los telegramas a los armadores vascos. A continuación se despidieron en la puerta con todo el afecto del que fueron capaces y el joven Salvador le deseó mucha suerte y mucha salud.

FARO CHAPELA
Atunero vasco en el Índico.

Mientras contemplaba la escena, Tilo pensaba en clave periodística y se sentía satisfecho del madrugón, pues las tribulaciones de los pescadores de atún en las costas de Somalia eran una información valiosa e interesante para el gran público ignorante del sufrimiento humano inherente a aquellas pequeñas latas de conservas que adquiría en las tiendas y supermercados. La descripción de la ferocidad de los captores y la amenaza de matar y arrojar por la borda a un pescador por cada día de retraso del pago del rescate añadían dramatismo y suspense a una historia que el público tenía derecho a conocer. A la tensión del asunto se agregaba el hecho de que las gestiones prometidas por las autoridades gubernamentales habían sido inútiles o no habían sido realizadas siquiera, según las palabras de aquel armador. La posición oficial del gobierno consistía en no negociar con terroristas. Aunque los piratas no practicasen el terror indiscriminado ni actuaran por motivos políticos, para los gobernantes y legisladores eran terroristas, sobre todo si se tiene en cuenta que el delito de piratería había sido eliminado del código penal tras juzgarlo anacrónico e inexistente en nuestros días. Unos genios.

–¿Y ahora qué, macho? –Dijo Mala encarándose con Terri.

El coronel evitó contestar: sopesaba la situación. Gimió la puerta del patio, entró doña Rosario, retiró los cacharros de la mesa y dejó las jarras con leche y café para la señorita Lafun y el doctor Compendio.

Terri abrió el maletín, sacó los papeles, enlazados con una horquilla de escritorio, agarró un fajo de billetes, los oreó por una esquina, esbozó una sonrisa apenas perceptible entre las alas de mariposa de su bigote color trigueño y dijo:

–Necesitamos un plan.

–A mí no me complejices la vida –se protegió Mala, quien obtenía buen rendimiento económico de los recados, la protección y el suministro de teléfonos móviles a Terri.

La funcionaria Lafun les sorprendió discutiendo el asunto.

–¿Os puedo interrumpir?

–Ya nos has interrumpido, hermosa –dijo Tilo.

–Ese Thomas Tew era un pirata muy famoso de Madagascar… Le llamaban la alimaña del Mar Rojo…

–¿Cómo lo sabes?

–Por los libros de aventuras… He leído muchos.

–¿De qué siglo estamos hablando?

–Del diecisiete. La isla de Madagascar fue refugio de los bucaneros más crueles e intrépidos, el holandés Van Tyle, el capitán James, el general Thomas Tew… Todos acabaron mal. El pirata más famoso fue Thomas Collins: se erigió en gobernador de una parte de la isla, pero duró poco porque sus huestes sucumbieron a los ataques de los franceses. Acabó en la horca.

–Los malos suelen acaban mal –dijo Terri.

–Y los buenos también –dijo Lafun.

–¿Te atraen los piratas? –Le preguntó Terri.

–Sobre el papel –dijo Lafun.

–¿Te gustaría verlos en jaulas, colgados de los torreones? No encarnados, sino descarnados, puro chasis, calavera y esqueleto –le preguntó Tilo en un arranque de aventurado atrevimiento.

–Ya no quedan Walter Raleigh ni mazmorras la Torre de Londres –dijo ella–, pero siempre podemos ir de compras si me invitas –añadió sonriendo.

–¿Sin tu mayordomo? –Le siguió el juego.

–Claro, Ali solo puede viajar a Egipto.

–¿Y a Yibuti?

–Supongo que sí, pregúntale a él, pero a Londres vamos solos tu y yo –dijo sonriendo como si quisiera regalarle una caricia o alegrarle el día. De sobra sabía que Tilo estaba enamorado de ella o, al menos, de su sonrisa. En la calle sonó el claxon del coche eléctrico en el que Alibombos la llevaba a la oficina, de modo que apuró la taza de café y salió a toda prisa. Ahora sabían que el pirata al que Terri debía pagar el rescate del Amanecer era un fantasma del pasado, el general Tew. A saber quién diablos sería.

El plan del coronel era sencillo; consistía en cumplir la orden del pirata malgache, llegar a tiempo, intentar negociar la reducción del rescate, pagar y liberar el barco con la tripulación sana y salva. Sólo contenía, el plan, dos variaciones: con Terri y sin Terri. Mala apostaba por el último. Lógico. Le fastidiaba perder un amigo y un cliente tan bueno como el coronel, aunque, por otra parte tampoco iba él, carente de la idiomática y de expiriencia internacional, a ocuparse en esos menesteres. Después de todo, un simple carterista, parado de larga duración, no reunía las condiciones necesarias para ser despachado al Cuerno de África, donde sabe dios…

Tilo las veía venir. Aunque era temprano para llamar al director, se arriesgó a incomodarle y le envió un mensaje por watsap preguntándole si le podía llamar. “Pues claro”, le contestó Eloso. Era un buen tipo, lo había demostrado una vez más en la entrevista con el jefe operativo de los servicios secretos al negarse a dar por buena su palabra frente a la del periodista sobre el cobro de la recompensa por parte del agente Diagu Bandiera. De hecho, aquella cuestión, mal que pesara al jodido Máster, ni siquiera aparecía mencionada en el texto publicado a mayor mérito y gloria del general Felonio.

Le llamó sin perder tiempo y le expuso la situación en lenguaje telegráfico:

–Mira, Oso, tenemos la oportunidad de dar la primicia y ofrecer un reportaje pistonudo en texto y video. ¿Qué te parece?

–Ponte en marcha, pero ya.

Lola se enfadó con Tilo. Lógico. Una mujer a la que abandonas en el lecho de amor antes del amanecer y luego llamas para pedirle el favor de que consiga un pasaje para Yibuti en el primer avión de cualquier compañía que vuele hacia allí, suele enfadarse contigo por mucho que te quiera. Pero Tilo la conocía bien. Redactó en el ordenador portátil que le acompañaba a todas partes la noticia del secuestro del pesquero, debidamente circunstanciada con los seis marineros en peligro de muerte, la envió a la redacción central y antes de que telefoneara al redactor jefe para constatar que la había recibido, ya la aeromoza se había reconciliado y, lo que es mejor, obtenido dos pasajes hacia El Cairo y contratado otros dos en las aerolíneas de Etiopía entre la capital egipcia y la principal ciudad de la antigua Somalilandia.

–¿Por qué dos?

–Voy contigo –afirmó Lola.

–No es un viaje de placer, cariño mío –opuso Tilo.

–¿No pensarás que te voy a dejar solo?

Tilo se alegró seriamente lo mismo que el olivo. Sin tiempo que perder, empuñó el maletín, rechazó la intención del sabio Compendio de darle un arma que guardaba en el maletero, pues de sobra sabía que estaba prohibido llevar armas en los aviones, y se despidió de los parroquianos de la Tabernilla hasta más ver.

Lola consumió la mayor parte de las tres horas de viaje hasta El Cairo sumergida en un novelón de la factoría de Follet y él hojeó periódicos y durmió la siesta del carnero y bebió cerveza antes de que los rigoristas le aplicaran su ley. Con el tiempo pegado al culo, que diría Mala, subieron al avión etíope, cuyo servicio era austero: un vaso de agua y un caramelo. Servían el agua cuando el aparato había alcanzado cierta altura como si ayudara a pasar el susto del despegue y daban el caramelo poco después, como si quisieran endulzar el eventual tránsito hacia la otra vida, si bien Lola, por su profesión de azafata de vuelo cargada de trienios y con cargo de sobrecargo en Iberia Airlines, y él, superviviente de algunos avatares aéreos, no estaban en edad de tener miedo. Se acordó del chiste (–“¿Por donde sales si el avión estalla? –Por la tele”), pero era tan malo que se abstuvo de contárselo a Lola, a la que, sin embargo, ganó dos partidas de ajedrez, con la consiguiente renta de otros tantos polvos. La verdad es que con ella nunca sabía si ganaba de verdad o se dejaba ganar porque le encantaba follar.

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Vista aérea de Yibuti.

Se alojaron en un hotel aceptable, cerca del lujoso Palace Kempinski, donde debían entregar el rescate a las diecinueve horas del día siguiente. La ciudad olía a puerto mercante (fuel y petróleo) y se hallaba infectada de militares de varios colores y nacionalidades, con predominio de franceses, estadounidenses, japoneses e italianos, por ese orden. Los franceses manejaban el turismo y los garitos nocturnos (putos, putas, baile y alcohol). Como antiguos colonizadores de esa punta del desierto de Somalilandia mantenían sus históricas instalaciones militares pegadas a la ciudad. A continuación, siguiendo la costa hacia el sur, se habían asentado los norteamericanos, los italianos y los japoneses. Los chinos se colaban por todas partes y se veía gente de almendrados ojos en las calles, el puerto y los hoteles. La República Popular China se disponía a construir un puerto a pocos kilómetros de Villa Yibuti para entregárselo a Etiopía, que se había quedado sin salida al mar desde que la paupérrima Eritrea conquistó su independencia. Se decía que tenían permiso, los chinos, para plantar su propia base militar con fines pacíficos en las afueras de la ciudad. Dado el instinto comercial de aquella gente, valía pronosticar un tsunami de manufacturas.

Almorzaron en un restaurante de higiene aceptable, regentado por franceses, y, de regreso al hotel, pasaron por calles y plazas llenas de grupos de jóvenes, de cuya actitud y conversaciones dedujeron que esperaban algo, quizá una revolución. El conserje de la hospedería les explicó que la gran mayoría eran eritreos y somalís que habían desertado del ejército y sobrevivían por allí como Alá les daba a entender, es decir, ofreciendo sus brazos a los manijeros del puerto para descargar y limpiar barcos. Algunos tenían suerte y resolvían la supervivencia trabajando hasta una semana a destajo, lo que les permitía aventurarse hacia Egipto e intentar llegar a las costas de Libia para dar el salto mortal hacia Europa. Otros traficaban con opiáceos. En ocasiones aparecían ojeadores cuando jugaban al fútbol en la playa y convidaban a alguno a almorzar. También aparecían militares franceses e italianos y abordaban a los más fuertes con la promesa de espantar su hambre sirviendo en sus ejércitos. Los que mejor pagaban eran los norteamericanos sin uniforme. Les ofrecían instrucción militar, buen armamento moderno y los embarcaban como si fueran ganado con rumbo desconocido. Algunos de aquellos jóvenes procedían de la zona del lago Assal y el único armamento que conocían era su largo palo mondo de arrear camellos y picar lingotes de sal.

Se acercaba la hora del pago del rescate y Lola insistía en causarle problemas. Ella era consciente de la realidad social que excluía a las mujeres de los negocios, pero insistía en acompañarle, sin que hubiera manera humana de hacerla entrar en razón. Tilo admitía su preocupación la besaba para tranquilizarla, le aseguraba que no le ocurriría nada.

–¿Y si te matan?

–¿Por qué me van a matar, cariño mío?

–Si te matan a ti, que me maten a mí también. Y no me llames cariño.

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Retrato del histórico pirata Thomas Tew

La porfía se prolongó hasta la puerta del lujoso hotel, donde ella se anticipó a preguntar a un recepcionista por el “maldito pirata” Thomas Tew. El recepcionista se sorprendió del tratamiento y contestó sonriente que míster Tew les esperaba. Un botones mandinga les acompañó en el ascensor hasta la puerta de una sala, en la sexta y última planta del edificio. Llamó, abrió un hombre negro, musculoso, con camisa blanca y también se sorprendió al ver a la rubia Lola. Con todo, clavó la vista en el maletín, en manos de Tilo, y los dirigió hacia una saleta lateral con un sofá y una mesa baja de latón con forma de teta de mujer, coronada por un pezón picoteado. Les preguntó si llevaban armas (no), les ordenó abrir el maletín (dólares USA), comprobó los efectos de sus bolsillos y les retiró los teléfonos portátiles. Un minuto después asomó en la puerta de la antesala otro empleado del pirata, de rostro alargado, blanco broncíneo con el pelo al cepillo teñido de rubio, y les ordenó que pasaran. Lola llevaba un pañuelo de lino azulado sobre el cabello y lucía su gracioso flequillo ondulado sobre la frente, algo que agradó mucho a míster Tew, pues le recordaba, dijo, a una prima muy linda que residía en los Estados Unidos. A Tilo le pareció un comienzo estupendo para romper el hielo con aquel fantasma de apenas un metro sesenta de estatura, tez cobriza, pelo castaño en retirada, perilla y bigote bien cultivados y lentes bifocales a lomos de una nariz fina y encorvada cual pico de rapaz altanera que al robo tiene afición (Martín Fierro). Estimó que frisaría los cincuenta de edad.

Les recibió de pie, con fingida solemnidad, ante una mesa de madera noble, tallada con arabescos, a juego con el artesonado del techo de la sala y la decoración bizantina de las paredes. Les invitó a sentarse e hizo lo propio al otro lado de la mesa.

–Supongo que su prima no estará orgullosa de usted –le espetó Lola en inglés y recibió la primera patadita de Tilo en el tobillo.

–¿Por qué supone eso?

–Porque secuestrar, robar y matar a unos pobres pescadores le convierten a usted en un auténtico hijo de perra ¿verdad? –dijo Lola, y recibió la segunda patadita.

–Modere a su señora –dijo el pirata sin dejar de sonreír.

Tilo sopesó la situación. Era consciente de que el malgache tenía al menos dos matones detrás de la puerta, pero convenía que supiera que le podía retorcer el pescuezo al menor movimiento extraño.

–Ella es moderada, señor Tew, pero comprenda que la actividad de un bucanero como usted irrita a cualquiera. Los tipos como usted son muy perniciosos, no deberían existir.

–¿De verdad cree eso?

–Desde luego; son un forúnculo podrido en la piel del mundo, ¿no sé si me entiende?

–Le entiendo perfectamente –dijo el jefe pirata sin dejar de sonreír.

–Entonces sabrá que conviene extirparlos antes de que se extiendan e infecten todo el cuerpo. La salud es lo primero.

–Habla como Dioscórides, amigo.

–No se equivoque, no soy amigo suyo. Hemos venido a pagarle el rescate del barco pesquero Amanecer, no a trabar amistad con ningún hijo de perra que tarde o temprano acabará colgado del palo mayor.

–¿No le parece un poco exagerado?

–Ni una micra –terció Lola.

–Bien, si se han desahogado, veamos el dinero –resolvió el jefe pirata sin dejar de sonreír.

Tilo abrió el maletín sobre la mesa y el bucanero comprobó meticulosamente los fajos de billetes nuevos. Acto seguido empuñó un telefonillo y dio las indicaciones para que liberaran el buque. A continuación les indicó que en unos minutos tendrían la confirmación de la liberación, como, en efecto, así ocurrió cuando escucharon la voz del patrón afirmando que los seis se encontraban bien y no habían sufrido más daño del derivado de la humillación y el entumecimiento de los músculos por la humedad y la nula movilidad de tantos días en la bodega. Tenían combustible para llegar a puerto y estimaban que en media hora entrarían en Yibuti.

–Pueden verlos desde esta ventana –ofreció el jefe pirata, para mayor sorpresa de sus interlocutores, que no sospechaban que buque se hallara tan cerca de puerto, es decir, de aquel enclave del belicoso neoimperialismo campante en el continente africano.

Tilo agradeció la deferencia del pirata y no olvidó la encomienda del armador.

–Usted lleva un nombre que no se merece, el nombre de un pirata legendario que sólo atacaba a los barcos de los árabes y a los indios orientales que se aventuraban a entrar en el Mar Rojo, allá por el siglo diecisiete. ¿Por qué mancilla su nombre? ¿Por qué ataca a unos pescadores indefensos que no llevan tesoros ni riqueza? ¿Por qué se ensaña con los atuneros de la Península Ibérica?

–Pregunta usted más que Sócrates, amigo.

–Le repito que no tengo amigos ladrones ni asesinos.

–No se me soliviante, man –dijo el malgache sin perder su expresión sonriente.

–En mi humor mando yo, y créame que si estuviera enojado le habría retorcido el pescuezo.

–No le conviene enojarse, jeje.

–Mi compañero le ha hecho unas preguntas –terció Lola.

–Su compañero sabe muy poco de esta región, se permite llamarnos ladrones y asesinos, carece de sentido del humor y tiene muy mala información sobre su propio país. En resumen, su compañero es un poco bastante… ¿Cómo diría yo? ¿Atrevido… madcap? Si, un poco botarate.

–Quizá se deba a que no está acostumbrado a tratar con ratas piratas, ¿verdad? –Replicó Lola, sonriendo a su vez–. Usted se cree superior porque tiene una pistola en ese cajón que acaba de abrir y porque nos han cacheado hasta los huesos y sabe que estamos indefensos, pero el auténtico Thomas Tew, el fundador de la colonia Libertalia en Madagascar con su amigo el capitán Misson jamás actuaría como usted; él era un guerrero igualitario, robaba a los ricos para ayudar a los pobres, asaltaba barcos armados y no indefensos, liberaba esclavos, murió en combate…

–Él también morirá de un pepinazo si sigue apresando a los pesqueros de nuestro país –interfirió Tilo–. Sepa usted que la Armada española no está dispuesta a tolerar ni una fechoría, ni una agresión más a nuestros atuneros –le avisó mirándole fijamente.

El tipo soltó otra risita.

–Ríase, cacho mamón, pero le van a volar la tapa de los sesos. ¿Lo entiende o no?

–Su armada es una mierda. Muy aristocrática y endogámica, pero una mierda. Y su Estado es otra mierda, ¿sabe usted?

–No lo sabía.

–Siempre se aprende algo, man. Le daré tres mensajes para sus representados. El primero: su Armada no nos da miedo; el segundo: su país nos da risa porque se halla mangoneado por unos personajes ruines a los que esos pescadores les importan una mierda. Y el tercero: el comandante Tew seguirá adelante con las acciones contra los barcos españoles hasta compensar la deuda que contrajeron con él.

–¿A qué deuda se refiere? –Se sorprendió Tilo.

El jefe pirata extrajo unos documentos del cajón entreabierto de la mesa y se los alargó. Era un acta notarial suscrita en Victoria, capital de Seychelles, por la que los señores Ángel Pérez Perales y Liborio Ruiz del Monte, como legítimos representantes y directivos de la sociedad mercantil APP&LRM con registro y sede social en aquella isla de Mahé, adquirían el compromiso de suministrar mercancías (véase anexo) por valor de nueve millones de dólares estadounidenses en los plazos estipulados de treinta, sesenta y noventa días al cliente Robert Karaka, conocido como comandante Thomas Tew, con domicilio en la mencionada isla de Grand’ Ansè. El documento llevaba fecha del año pasado y estaba firmado por las partes y rubricado y sellado por el fiduciario legal. En hoja aparte, también firmada por los contratantes y sellada por la notaría, figuraban las cláusulas de pago: tres millones de dólares a la firma del contrato, mediante transferencia a la cuenta bancaria en Suiza de APP&LRM y el resto en sucesivos pagos a la entrega de la mercancía.

Se comprenderá la sorpresa del reportero al leer el nombre y los apellidos del loco Liborio en aquel documento. “¡Por Júpiter, Tew! ¡Esto es la hostia!”, exclamó visualizando ávidamente el anexo que detallaba la mercancía al por menor.

–¿Le suena el arma Cetme? –Le preguntó el pirata.

–Vaya si me suena: le llamamos «chopo» y ha sido el fusil reglamentario del ejército y las policías de mi país hasta que hace unos años lo mató la Otan… Quiero decir que quedó fuera de uso porque no cumplía la nueva doctrina de la Alianza Atlántica de no matar, sino dejar malherido al enemigo. Los heridos dan más lata que los muertos, gritan, se revuelcan de dolor, hay que rescatarlos y curarlos y desaniman e intimidan más que los cadáveres, ¿usted me entiende? Y el Cetme estaba configurado para matar, no para herir, y había que reducir su calibre –explicó Tilo sin levantar la vista de los papeles.

–¿Le dice algo la palabra mina? –Inquirió el jefe pirata.

–Es un arma de destrucción indiscriminada, prohibida en mi país.

–¿Y las granadas de fragmentación?

Tilo respondió afirmando con la testa.

–¿Y las bombas de racimo? ¿Y las granadas de mortero con cabezas perforantes, le suenan?

–Pues sí, también me suenan: una munición muy eficaz para atravesar los blindajes y los materiales sólidos más duros, como el hormigón, y llegar a los sótanos y los refugios antiaéreos y estallar, reduciéndolo todo a escombros.

–Ya veo, representante…

–Mi nombre es Tilo.

–… veo representante Tilo que esas armas y municiones le resultan familiares. Pues bien, man, esas puercas ratas de alcantarilla de su país se ha embolsado tres millones de dólares hace un año y no han enviado los suministros. Yo soy un hombre de negocios al que su país ha engañado. Podrá insultarme…

–No le insultaré más.

–…pero mis hombres seguirán apresando barcos hasta que su país salde la deuda.

–Entonces tampoco le insultaré menos. ¿Qué culpa tienen los pescadores españoles de que usted haya sido víctima de unos sinvergüenzas de baja estofa?

–Se equivoca, man: son sinvergüenzas de alta posición. ¿Le suena el general Felonio?

–No, pero averiguaré quién es –mintió Tilo.

–Es un hombre cuadrado, fornido, sin cuello, buen jugador de golf. Negocié con él y con los dos subordinados suyos que figuran en ese contrato y les traté a cuerpo de rey: disfrutaron de una semana de solaz en las islas, con todos los placeres corporales, man, por cuenta las comunidades de autodefensa en Somalia, donde miles de personas mueren de hambre. ¿Sabe usted en qué situación me han dejado ante mi gente esos compatriotas suyos? ¿Sabe usted que el millón de dólares de este cartapacio –dijo, inclinando la cabeza hacia el maletín orillado sobre la mesa– permitirá a cuatrocientas mil personas alimentarse durante un mes?

–Confieso que esta documentación me ha sorprendido. ¿Puede proporcionarnos una copia de estos documentos?

–¿De qué serviría, man?

–Serían muy útiles para nuestros representados –terció Lola, elevando la vista de los papeles, en los que figuraba asimismo el acuse de recibo de la transferencia del pirata a la cuenta bancaria en Suiza.

–¿A qué llaman útil en su país, madame?

–Con estos documentos –interfirió Tilo– los pescadores pueden denunciar ante la Justicia a quienes le han engañado a usted y provocado el gran perjuicio que les está causando usted con sus fechorías. ¿Me entiende?

–Claro que le entiendo, man, pero hay un problema.

–¿Cuál?

–La Justicia de su país es una mierda.

Otra patadita a tiempo de Lola evitó la reacción airada de Tilo. E inmediatamente ella adujo que los armadores y pescadores damnificados pondrían, además, el asunto en manos del gobierno y reclamarían responsabilidades.

–Su gobierno se halla perfectamente informado madame… ¿Acaso ignora…?

–¡Por Júpiter, ya caigo! –Exclamó Tilo, anticipándose al reproche del pirata–. El general Felonio ocupa un puesto muy alto en los servicios secretos –añadió.

–Es el pujequeman, man –dijo el pirata.

–¿El puje… qué? –Inquirió Lola.

–El puto jefe que manda. ¿No ha visto Manhattam Transfer?

–Desde luego, y he leído la novela de John Dos Passos, pero no recordaba ese acróstico.

Tilo consideró llegada la hora de poner todas las cartas sobre la mesa y le propuso un trato.

–Usted me facilita estos documentos, yo los publico en mi periódico…

–¿Es periodista, man?

–No me interrumpa.

–No me interrumpa usted cuando le estoy interrumpiendo, man –dijo el pirata antes de soltar otra risita–. De modo que aquí la madame se ha hecho acompañar de un espía…

–¡Soy reportero! –Exclamó Tilo mostrándole la credencial y entregándole una tarjeta del periódico–. Si no me cree, puede verificarlo marcando el teléfono que figura ahí.

–¿Me permite su bolígrafo? –Dijo el malgache.

Tilo desprendió el Pilot del bolsillo de la camisa y se lo alargó sobre la mesa. El pirata lo desarmó, revisó cuidadosamente cada pieza como si buscara una lente minúscula, el micrófono diminuto de un transmisor o una grabadora.

–No necesito grabar nada porque no olvido nada –le informó Tilo, llevándose el índice a la frente. A continuación le ofreció un trato, según el cual, la publicación de aquellos documentos, reveladores de la venta de armas prohibidas, obligaría al gobierno a dar explicaciones al Parlamento y a la opinión pública y, desde luego, llevaría a las asociaciones defensoras de los derechos humanos a ejercer la acusación popular contra los responsables directos de ese tráfico y del engaño del que él había sido víctima.

seychelles_19787_1 atuneros vascos (foto ramon balsadua)
Atuneros vascos en Seychelles

El pirata se incorporó y empujó hacia atrás el sillón con ruedas. De su rostro había desaparecido la mueca sonriente. Tilo supuso que no le interesaba el trato y temió perder la pieza, pero el malgache se mantuvo inmóvil detrás de la mesa.

–Siga, siga –le indicó antes de informarles de que los hombres de su tierra negocian de pie. Lola y él se incorporaron a su vez, en señal de cortesía y en pie de igualdad. El malgache agradeció el gesto con una leve inclinación de cabeza, enésima prueba de que hay delincuentes educados.

–Como le digo, la publicación de estos documentos equivaldría a la destitución y condena judicial de los falsarios y estafadores de los que usted ha sido víctima. Al mismo tiempo explicarían los daños morales y económicos superlativos que usted ha provocado a los armadores y pescadores de los barcos que ha secuestrado. No digo yo que la máquina judicial de mi país no adolezca de averías frecuentes, provocadas desde el poder, ni que sea la panacea del equilibrio, la equidad y la justicia, pero le aseguro que en la balumba de corrupción sistémica que nos aqueja todavía quedan jueces honrados, insobornables. Les llaman “los indomables”. Y puesto que la principal compensación de esos jueces es la buena fama y el reconocimiento social –sus salarios son muy inferiores a los de los altos magistrados–, se interesan por los asuntos de gran impacto periodístico y social como el que nos ocupa. También les llaman “jueces estrella”. ¿Me sigue?

–Claro que le sigo, man.

–Pues no le quepa la menor duda, míster Tew… ¿O prefiere que le llame Karaka?

–Llámeme como mi tatarabuelo.

–No dude de que los indomables incautarán, como primera medida, las cuentas y bienes de los malhechores y las emplearán para compensar a los pescadores. Usted les ha pagado tres millones de euros, como certifican estos documentos y se ha resarcido descontando gran parte de esa cantidad con los secuestros. ¿Cierto? Dígame la cantidad que tiene pendiente y no tenga duda de que los armadores se la harán llegar si se compromete a no joderlos más. Este es el trato, creo que es un buen trato para usted.

El pirata evitó contestar, empuñó el maletín con el dinero y se dirigió hacia la puerta, dejando los documentos en manos de Lola. Tilo se apresuró a pedirle pruebas gráficas o cualquier otra del general Felonio en Seychelles. Lola le secundó: “Mándemelas a mí por el email que figura en la tarjeta”, le dijo entregándole una cartulina con su nombre, teléfono y dirección electrónica. El pirata aceptó la tarjeta, hizo una leve inclinación de cabeza y prosiguió hacia la puerta, cerrándola tras de sí.

Entendieron que el malhechor tenía sus procedimientos y permanecieron plantados en mitad del despacho enmoquetado con fibra del color del desierto. Lola se acercó a la ventana. Se veían las luces mortecinas de los barcos. Tilo le dijo: “Vamos, cariño mío, has estado formidable”. Ella sonrió. En la puerta, el negro musculoso que les había cacheado, les devolvió los teléfonos móviles desarmados y les entregó un sobre amarillo. Lo abrieron mientras esperaban el ascensor. Contenía una postal de un equipo de fútbol en el que identificaron enseguida al pirata malgache, quince o veinte años más joven, piernas arqueadas, brazalete de capitán y pie sobre el balón. Tilo reintegró la postal al sobre y lo guardó con los documentos en el bolsillo del pantalón.

Ya en la puerta del hotel respiraron satisfechos. La operación había resultado más sencilla y pacífica de lo que habían podido imaginar. Ordenaron a un taxista que les llevara al puerto, donde los pescadores liberados arribaron poco después y pudieron comunicarse con sus familias a través a través del teléfono nada sospechoso de la aeromoza. “Misión cumplida”, informó a su vez Tilo al coronel Terri, quien debió de hacer lo propio al armador vasco con aire de violinista.

 

Las resurrecciones de Diagu Bandiera (III)

17.– Eloso

El general Felonio proyectaba erudición, era un buen conversador, manejaba un manual de cucología adquirida en la universidad de la vida, detectaba al instante el estado de animo de los interlocutores y se ganaba su confianza sin entregar la propia. Terri le conocía bien y había informado a Tilo sobre la astucia del preboste. Transmitía serenidad, hablaba con propiedad, sugería sin afirmar e insinuaba sin mostrar ni demostrar. Pertenecía a la especie de los sutiles. El hilo de su caña de pescar era invisible y su anzuelo se adaptaba a la tonalidad del agua y a la boca de cada pez. Era un espécimen residual de una preclara saga florentina en extinción.

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Una calle en Yibuti.

Con esa información previa, Tilo consideró lógico que del almuerzo con el superespía salieran los directivos del periódico eructantes de satisfacción gástrica por la gastronomía aplicada y pletóricos de entusiasmo mental por los frutos políticos que el tipo depositó en el cesto de aquellos superhombres. Tenía razón Terri cuando le dijo que la técnica de Felonio de introducir, como una nota sin importancia a pie de página, cuitas y desvaríos de personajes relevantes de la política, la corte, la curia y las finanzas, cautivaba y regocijaba a los interlocutores que estaban en el limbo. De modo que cuando el reportero remitió su relato sobre las vicisitudes y sufrimientos de los pescadores del Amanecer, liberados en Yibuti de las garras de los piratas somalis, Eloso se resistió a creer los comentarios personales de Tilo en el sentido de que el jefe de los servicios secretos tenía mucho que ver con aquellos secuestros y era, por decirlo de algún modo, el pirata mayor del reino, pues sus negocios sucios y ocultos de tráfico de armas rendían aquellos resultados.

¿Estás seguro de lo que dices?

–Tengo algunos datos, indicios bastante sólidos, aunque necesito más pruebas y he de verificar algunas versiones.

–¿Quieres que el delegado ponga a alguien para que te ayude?

–No, no, por Júpiter, sólo te pido que no se lo digas ni a él ni a nadie; cualquier indiscreción echaría a perder el tema que llevo varios meses investigando –dijo Tilo antes de referirle algunas conclusiones de sus pesquisas. Cuando cayó en la cuenta de que había sobrepasado el minuto, tiempo máximo que Eloso concedía a sus redactores, ya era tarde.

–¿No crees que necesitas unas vacaciones? Tómate un chupetín y te despejas.

–¿Es una orden?

Si, una orden por tu bien; te veo un poco obsesionado.

–De acuerdo, te lo agradezco, aunque no creo estar obsesionado; si acaso impresionado con lo que oído y no un poco, sino muy cabreado con las fechorías de esos sinvergüenzas.

–Cuidado, Tilo, no te dejes intoxicar.

–Joder, director, aún conservo la capacidad de distinguir entre tóxicos y honrados y te aseguro que la aduana de mi cabeza funciona perfectamente y no deja pasar bulos ni rumores ni invenciones.

–No te enfades, no lo dudo, adelanterepuso el director.

La renuencia de Eloso le dejó un poso de duda como unos granos de arena en los rodamientos de su voluntad. ¿Quería desviarle de aquella investigación? Si en vez de Eloso. el Máster o cualquier otro ambicioso de dinero y notoriedad detentaran el mando del periódico tendría la seguridad de que echarían tierra sobre su investigación e intentarían enterrarlo a él. Sus experiencias con aquellos tipos no eran positivas. En una ocasión obtuvo una información según la cual un ministro millonario y campanudo que ordenaba redadas policíacas contra los migrantes indocumentados, sobre todo si eran negros, moros y andinos, utilizaba inmigrantes sin papeles (“ilegales” les llamaba) en tareas agrarias, de jardinería, limpieza y albañilería de su finca, situada en una localidad cercana a la capital del reino. Eran mano de obra más barata y manejable que las cuadrillas de jornaleros oriundos, debido a la precaria y famélica circunstancia de aquellas personas. En vez de “regularizarlas” y reconocer su existencia y sus derechos humanos, las explotaban. Y a continuación las detenían, encerraban y expulsaban a sus países. Tilo confirmó y completó la información sobre el provecho de aquel miserable epulón, gran patriota por demás. Apenas redactó y soltó el texto, cayó el Máster sobre él y jamás se publicó.

¿Por qué?

–Porque perjudica a la empresa –afirmó el máster en referencia a la publicidad que el ministerio a las órdenes de aquel sinvergüenza insertaba en el periódico.

Pero Eloso era astilla de madera noble. Se lo había demostrado muchas veces antes de nombrar a aquel delegado al que permitían cobrar en carne sus desvelos hacia la empresa. Así, al poco de ser nombrado, contrató a la tercera secretaria de redacción, una jovencita de pelo trigueño, rostro ovalado y talle de avispa, a la que conoció en una discoteca, y le asignó el turno de tarde, desde las dieciesiete horas hasta el cierre de la segunda edición, a las cero horas, dándose el caso de que los plumillas y fotógrafos que llegaban apresurados a última hora a soltar la información de los partidos de fútbol y balón cesto les sorprendían algunas veces con el culo al aire, follando en la pecera, o sea, el despacho del Máster. Aunque miraban para otro lado, cuchicheaban entre risitas y no se sustraían, los muy envidiosos, de comentar los goces del mando y la subordinada encima. El derecho de pernada laboral era frecuente en muchísimas sociedades anónimas cuyos directivos y esforzados ejecutivos lo aplicaban con tanto gusto que se podía decir que no eran hipócritas en su placeres. Tan competentes y competitivos eran que hasta competían en ver quien tenía más bellas, placenteras y cosméticas secretarias.

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Protesta de mineros; algún político se beneficiaba de la subvención al carbón.

Tilo no se fiaba ni confiaba en un profesional tan desvelado por la empresa como aquel Máster. Prefería entenderse directamente con Eloso y sólo cuando tenía la información redactada y lista para ser publicada remitía una copia a este superior. El director y el editor le parecían personas fiables. Tuvo una valiosa demostración de su apoyo cuando publicó que el presidente del partido conservador y candidato a la jefatura del gobierno había concedido subvenciones millonarias a fondo perdido del dinero público para el sostenimiento de la minería del carbón en la región donde gobernaba a una entidad que ni explotaba minas ni poseía dominios mineros. Era un despacho de la capital del reino, una tapadera del latrocinio. El jefe de comunicación de aquel líder político le citó en su despacho y le conminó a aceptar un desmentido. Fue una conversación a cara de perro. Lógico. Aquel sujeto realizaba su trabajo y defendía la limpieza de su superior. Le pagaban (muy bien) por ello. En un momento determinado sacó una pistola Astra del cajón de su mesa.

–Porque eres amigo mío, si no te pegaba un tiro –le dijo.

–¡Por Júpiter, Miguel! No sabía que gastaras pistola –replicó él.

Aunque las pruebas del desvío de los fondos públicos de la minería a los bolsillos ajenos eran irrefutables e incluían documentos firmados de puño y letra por aquel presidente regional tan corrupto como muchos otros de su partido derechista, el líder aprovechó la presencia del editor en la boda de una hija del rey, a la que ambos iban de invitados, para exigirle que destituyera al director del periódico por haberle tiznado el traje con la referida información. El editor se mostró tan cortés como impermeable, soportó el chaparrón sin mojarse y demostró que el primer deber del propietario de un periódico es la defensa de la información cierta y veraz que publica. Muchos otros en su lugar habrían claudicado ante la fuerza de la fiera del poder. Cierto es que eran otros tiempos y la situación económica del medio permitía al editor ganar mucho dinero, lanzar otros productos informativos y culturales y no plegarse ante las exigencias de los titulares del poder político.

Ahora las circunstancias económicas eran peores, por no decir malas. Y a ese factor circunstancial atribuía Tilo el poso de duda que quedó en su interior tras la conversación con el director. Sin embargo, la boya permanecía a flote, era la expresión “adelante”. Él la interpretó literalmente y siguió con sus pesquisas sobre la peliaguda materia. Adoptó algunas precauciones de seguridad: cambió las claves de acceso del ordenador de casa, hizo copias de los documentos del pirata malgache y del resto del material gráfico y sonoro y las puso a buen recaudo en el domicilio de Lola, en un apartado de Correos y en un táper en la cisterna del váter de casa.

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Calle de Huertas en el barrio de las letras.

Para entonces el coronel Terri ya se aventuraba a salir de noche, siempre precedido del hirsuto sabio Compendio en misiones de vigilancia y de compañía en largos paseos por la ciudad. Sus habitáculos bajo las tejas se volvían más calurosos a medida que avanzaba el verano, de modo que en ocasiones se acercaban a un cafetín del barrio de las letras (le llamaban así porque Cervantes, Lope, Calderón, Echegaray, Benavente, Menéndez Pelayo…, residieron en la zona) donde Santi Muelles y Lágar, discípulos de Malalata, realizaban trucos de magia. Sobre un escenario esquinado reposaba un piano al que algunas veces, con el permiso de la autoridad (la pareja de mujeres que regentaban el establecimiento), Compendio arrancaba conocidas melodías y fragmentos populares de Vivaldi, Mozart, Rajmáninov, Chopin, Beethoven… a cambio de un refresco por deferencia de algún cliente, casi siempre alguna moza vieja de las que por allí andaban en busca de arrimo. Fue allí, en Las Beberindas y no en la Tabernilla, donde Terri le sorprendió con unos datos registrales inequívocos y le animó a mover ficha y dar jaque mate al enemigo.

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Calle de la localidad medieval de Peratallada (Girona)

Al día siguiente se apresuró a realizar las comprobaciones de rigor sobre los datos que le facilitó Terri y, en efecto, un inmueble registrado a nombre del loco Liborio pertenecía en realidad al general Felonio. Se trataba de una masía y una torre medieval en el municipio catalán de Peratallada. Otra propiedad del jefe operativo de los servicios secretos, una mansión de veraneo en la cala del Montgó, municipio de L’Escala (Girona), figuraba a nombre del también psiquiatrizado Ángel Pérez Perales. Las dos fincas habían sido compradas en los dos últimos años. La verificación fue sencilla: bastaron unas llamadas por teléfono para saber que los señores Liborio y Pérez eran desconocidos en “sus” respectivas casas y, en cambio, “el señor” se llamaba Felonio. En ese instante sintió la tentación de enviar los datos al director para que los corresponsales en aquellas localidades confirmasen la información sobre el terreno, aunque se contuvo por prudencia y porque formalmente se hallaba de vacaciones.

Terri se había esmerado. Sus pesquisas iban más allá de los dos hombres de paja utilizados por el superespía K en su contrato con el pirata malgache y afectaban de lleno al propio director del manicomio, un fraile lego de la orden de los desamparados, cuyo nombre, Cayo Dueño, figuraba en algunas compras y ventas de bienes raíces en distintos puntos de la geografía peninsular. Una noche en Las Beberindas el coronel Terri atribuyó todo el mérito de las pesquisas al sabio Compendio, quien sumaba a su virtuosismo al piano unos conocimientos de informática y telecomunicaciones que le permitían acceder con facilidad a los registros catastrales, de la propiedad y de otros organismos meramente administrativos. Esto no quiere decir que la intuición y los indicios de Terri careciesen de importancia, pues alguna fuente relacionada con el Centro de Inteligencia le habría referido los viajes frecuentes de K a Cataluña en un Falcon-900, uno de los reactores de tres motores con los que contaba el rey y las altas autoridades para sus idas y venidas. Por cierto que el general solía viajar con su Harley-Davidson abordo, ya que, según las lenguas de doble filo, gustaba visitar sus propiedades y recorrer la geografía en moto con moza atrás.

18.– Cayo

–Buenas tardes don Cayo, mi nombre es Tilo, estoy realizando un reportaje para el periódico sobre la incidencia que tendrá la reforma del Código Penal en los internados psiquiátricos. Sé que usted domina bien esta materia y es usted una excelente persona que no tendrá inconveniente en concederme una entrevista de media hora sobre el nuevo trato penal y social a los desahuciados mentales.

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«Los hospitales psiquiátricos también son cárceles».

El director del psiquiátrico de Ciempozuelos carraspeó suavemente para aclarar la voz antes de agradecer las cualidades que le atribuyó el periodista y de invitarle a hablar con propiedad, llamando a las cosas por su nombre.

–Diga locos y manicomios y deje los remilgos para los tontos de la televisión –afirmó.

–Hay tantas personas susceptibles que ya no sabe uno como hablar –se justificó.

–Si, mucho tonto polla y polla boba –dijo el fraile.

–Es usted un filósofo –dijo Tilo.

–Escamado y escéptico –precisó el fraile–. Y ya sabe que los escépticos no nos metemos en nada que no podamos cambiar, así que no veo qué sentido tiene lo que yo le pueda decir sobre las condenas de los locos a cadena perpetua o como le digan.

–Desde luego usted conoce la materia, sabe del asunto y su opinión es cualificada, don Cayo ¿O prefiere que le llame fray Cayo?

–Como si quiere llamarme san Cayo… ¿Quién le ha dicho que sé de eso que dice que sé?

–Usted es una persona conocida y reconocida en la orden de San Juan de Dios, un fraile mendicante con una trayectoria larga de ayuda a los demás. ¿Me equivoco si le digo que en Manila le recuerdan con gratitud?

–¿Ha estado en Manila? ¿Conoce nuestro centro? ¿Ha hablado con mis hijas?

–Desconocía que tuviera hijas.

–Pues sí, las tres, la directora, la administradora y la jefa de farmacia de nuestro centro allí son hijas mías. Soy fraile, pero no impotente.

–Desde luego, san Cayo; entiendo que con los votos de pobreza y amor al prójimo ya vale para ganar el cielo.

–Y de obediencia, no lo olvide. ¿No ordenó Dios: «Creced y multiplicaos»?

–Cierto, san Cayo.

–Pues ya lo ve.

–Oiga, menudo debate tienen ahí… –Advirtió Tilo.

–¿Debate..? Trifulca más bien. A estos locos no hay quien los calle, si no se lían con el fútbol, arman la zapatiesta con la política. Escuche, escuche…

El clérigo separó el auricular. Por el oído de Tilo entró un chorro de palabrería como de barra de bar en el que distinguió el nombre de Carrillo.

–Por lo que oigo, tienen comunistas –dijo.

–Oye bien. Tenemos hasta un Stalin que ya habría matado a este Carrillo si no fuera porque le defienden los guerristas.

–¿Tienen guerristas?

–Ya lo creo, de la Segunda Internacional. Y un troskista, dos anarquistas…

–Diversión y división no les falta.

–Pues no. También tenemos fachas de la revolución pendiente. Y meapilas. De todo.

–¡Por Júpiter! Andarán a hostias, claro.

–No les dejamos. A los tres fachas se les permite desfilar por el jardín y ejercitar el saludo romano, pero todo les parece poco y a la que las celadoras se descuidan se ponen a cantar el Cara al sol y provocan a los rojos, que saltan con la Internacional y el Himno de Riego y se lía.

–Menudo lío. Va a tener que pedir a su amigo Felonio que le envíe un piquete para poner orden ahí.

El clérigo se extrañó al oír el nombre del general.

–¿Conoce usted a Felonio?

–Lo suficiente para saber que es forofo del Atlético de Madrid, un sufridor –dijo Tilo.

–Eso es lo que yo le digo: Mira Fe, pudiendo ir al palco del Real Madrid, que es donde se cuecen los negocios importantes, deberías olvidar ese rechazo visceral al hombre blanco y sus merengues. Bueno, ya no le digo nada: allá él con sus aspiraciones a la directiva rojiblanca.

–Tengo entendido que es un buen benefactor de ustedes, o sea, del psiquiátrico…

–Si, colabora con el manicomio. Dese cuenta de que su padre estuvo aquí muchos años.

–¿Por loco o como empleado?

–De ninguna de las dos cosas; entró como disidente después de la guerra.

–¿Era demócrata, rojo o eso? –Se interesó Tilo.

–No, pero tuvo serias diferencias políticas con el generalísimo y ya sabe cómo las gastaba el enano asesino del Pardo. Así que renunció a los galones y entró en el ostracismo para no perjudicar la carrera militar de su hijo.

–Gran tipo, el general Felonio –mintió Tilo.

–Un buen amigo –dijo Cayo.

–¿Qué fue del padre?

–Falleció en los años setenta en Barcelona, donde vivía su esposa y una hija. Aquí pasó algunos años y dejó muy buen recuerdo, armó la enfermería e hizo buena obra.

–¿Era médico?

–Y muy buen médico al parecer. Yo no llegué a conocerlo, pero tenía buena fama. La gente del pueblo venía a que la trataran. Imagínate la contradicción de aquel hombre: como militar envió mucha gente a la muerte y como médico la curaba y ayudaba a vivir.

–Una paradoja como para acabar mal del tarro.

–En el vestíbulo del edificio nuevo todavía conservamos un zorro suyo como recuerdo de su paso por el centro. Fue un hombre bueno.

–¿Un zorro? ¿Cómo es eso?

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Zorro disecado

–Disecado, naturalmente; era un buen taxidermista, le encantaba que le trajeran animales para disecar, y lo mismo trataba una cabeza de toro que una ardilla, un lince, un ciervo y hasta alimañas y culebras del río… Se atrevía con todo. Parece ser que era un buen biólogo. Él tenía su laboratorio y se las entendía con los bichos que le traían. Entonces se cazaba mucho, los furtivos para comer y los aristócratas y adinerados por placer, y estaba de moda lucir los trofeos en las casas de bien.

Los dos se rieron de aquel gusto asqueroso de lucir cabezas con las mayores cornamentas posibles. A mayor hilaridad, Tilo le refirió el caso de un cronista catalán, taciturno, regordete y calvo que comentaba la actualidad política con la cabeza disecada del toro Jareño (el nombre figuraba en una placa) en la taberna del Fandi, cercana al Parlamento, y publicaba las consideraciones del morlaco. El curso de los acontecimientos políticos permitía discurrir con los cuernos.

La conversación se prolongó unos minutos más, al cabo de los cuales el fraile aceptó la entrevista diciendo que le esperaba el próximo lunes (era viernes) a las diez de la mañana. Estaba anotando la cita en su libreta de notas cuando Lola se acercó a él recién salida del baño.

–Qué bien hueles, cariño.

–Mejor sabré –dijo ella–. ¿Con quién hablabas?

–Con un santo –le contestó antes de sentarla en su regazo y ponerla al corriente de la situación mientras le acariciaba la piel húmeda y suave bajo el albornoz.

19.– Manicomio

El manicomio de Ciempozuelos estaba situado en la carretera de Titulcia, según se sube del río Jarama a mano derecha, nada más pasar la escuela pontificia de Comillas. El edificio es grande y no tiene pérdida. Se trata de una nave funcional, blanca, de dos plantas, bastante larga (más de doscientos metros), de construcción reciente, rodeada de una valla rojiza sobre un muro de cemento al que asoman los coches estacionados ahí dentro.

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Pabellón psiquiátrico, patio interior.

Delfín, el vecino taxista al que Tilo llamaba cuando tenía desplazamientos a hora fija, aparcó el vehículo en la zona reservada a las visitas, abrió el capó y se dispuso a ocupar el tiempo de espera en la mecánica. El reportero subió los escalones de mármol blanco de Macael por los que se accedía al rellano de la entrada principal, sin conceder mayor importancia a las banderas desteñidas que ondeaban a un lado a media hasta, pues las autoridades públicas eran muy dadas a decretar duelos oficiales para conmemorar derrotas, fallecimientos o tránsitos de alguna de ellas y, últimamente prodigaban su respeto a las víctimas del terror político, religioso y machista.

Sin embargo, en cuanto cruzó la puerta de vidrio enmarcado en aluminio una celadora compungida le indicó a media voz: “Por ese pasillo, al fondo, en la capilla”. Olía a cirio. Mal asuntó, se dijo. Y tan malo: Cayo Dueño estaba de cuerpo presente. Tres mujeres y un hombre velaban su cadáver embalsamado y trajeado. Se asomó al féretro, tocó las manos del fraile (empuñaban un crucifijo de madera con un Cristo metálico) en señal de despedida, se arrodilló a un lado, bisbiseó un Pater noster qui est in coelis, pronunció la consabida fórmula del pagano Eurípides: “Sit tibi terra levis amigo Cayo”, y abandonó la capilla. Mala suerte, se dijo.

–¿Cómo ha sido?

–El corazón no perdona –dijo la celadora.

Una de las mujeres del velatorio salió tras él y le preguntó si era amigo o pariente lejano del finado, a lo que Tilo respondió que sólo le conocía de hablar con él por teléfono para concertar la entrevista que había venido a hacerle.

–Me pareció una persona excelente –añadió.

–Lo era –afirmó la mujer, que se presentó como la gobernanta del centro. Rondaría los cincuenta años de edad, era corpulenta, con protuberantes mamas, pelo corto y negro con forma de casco de la primera guerra mundial y traje con americana y falda de color azul oscuro.

–Últimamente sólo se mueren los buenos –comentó Tilo–, ayer el amigo Peces Barba, hoy san Cayo Dueño… ¿Por qué, señor? ¿Qué delito hemos cometido para merecer esto?

–Se nos fue el sábado. Estaba tan feliz. Saludó aquí mismo a algunos familiares que se llevan a sus “niños” de fin de semana (a los locos les llamaban “niños”), anduvo por ahí arriba con el de los paneles solares –había hecho números y esas placas salen a cuenta– y luego se fue a comer con el general al restaurante donde solía invitarle cuando venía a verle. Iba tan feliz y risueño. Con su casco en la Harley parecía un jovencito.

–¿Qué edad tenía?

–Acababa de cumplir setenta.

–Muy joven para morirse uno.

–¿Quién iba a decir que se nos iba a ir tan pronto? Pero los caminos del Señor son inescrutables. Cuando regresó –añadió la gobernanta– me dijo que se sentía un poco mareado y se iba a dormir la siesta. Él nunca dormía la siesta, salvo que yo se lo pidiera. No le di mayor importancia al mareo porque entre el vino y la moto… Pero pasaban de las siete de la tarde y Cayo seguía con la siesta. Me asomé a verle y mire usted la faena. El corazón no perdona –repitió la celadora.

–Pues sí, menuda faena –musitó Tilo.

–¿Va a poner algo en el periódico?

–La verdad es que poca gente lee ya las necrológicas y creo que san Cayo se merece algo mejor, un artículo largo, un reportaje más extenso sobre su vida, una vida entera dedicada a los desamparados. Lo expondré a mis superiores, que seguro que lo aceptan, y la llamo por teléfono para venir y hablar largo y tendido. Espero que me ayuden. Personas como él, entregadas a los demás, son las que faltan en este valle de lágrimas.

–Aquí estaremos, a su disposición, señor periodista.

–Perdón, con la tristeza he olvidado darles el nombre, me llamo Tilo.

–Yo soy Benilde –dijo la gobernanta–, y nuestra celadora es Fabiola.

–Las acompaño en el sentimiento y les agradezco mucho su amabilidad –dijo a modo de despedida tras estrechar sus manos.

El taxista Delfín se extrañó de la rapidez del trámite y Tilo le explicó que el entrevistable se hallaba de cuerpo presente, y a los fiambres no hay quien les arranque una palabra, a lo que el muy cabrito no pudo contener una carcajada.

–Tú ríete, ríete a ver si nos cae un árbol encima.

Delfín, pequeño, regordete y travieso, se rió con más ganas todavía. Una vez le cayó una vaca encima del capó, otra vez, también yendo con Tilo en misión informativa (el entierro en Carabanchel de Pedro Carrasco, gran campeón del mundo de boxeo) le cayó un pino, empujado por el viento, y le destrozó el parabrisas. De los dos percances salieron ilesos, pero ninguno le hizo tanta gracia como para reírse a carcajadas y proseguir repicando hilaridad mientras el veterano reportero participaba la novedad al amigo Terri.

El espía se extrañó de que el fraile la hubiera diñado después de almorzar con K precisamente. Acto seguido le recomendó que adoptara precauciones, pues no tenía duda de que el enemigo le pisaba los talones. Había tocado una zona sensible y debía estar atento a las reacciones. Tilo tomó buena nota y nada más acabar la conversación pidió al taxista que lo dejara al pie del Congreso de los Diputados, en cuya sala de prensa solía trabajar los días de agitación parlamentaria. Era el lugar más seguro para evitar encuentros desagradables con desconocidos.

Aquella noche, siguiendo las recomendaciones de seguridad ante el eventual seguimiento de algún esbirro de K, principalmente la de andar con ojo y desconectar completamente el teléfono móvil para evitar el seguimiento de la señal, se acercó a la Tabernilla para analizar la situación con Terri, al que, de paso, derrotó al ajedrez en veinte movimientos.

–¿Crees que lo apioló Felonio? –Le preguntó en referencia al fraile lego.

–Correcto –respondió el coronel.

–No veo cómo.

–Espera unos minutos.

Terri abandonó el estadero, solo habitado aquel lunes por Malalata, que leía un Interviu atrasado. Sus pupilos Santi y Lagar no habían aparecido, Compendio estaba malo, un poco gripado, dijo Mala, y la Lafun había asomado el morro y se había ido al cine con su mayordomo. Tilo le convidó a un botellín y enseguida oyó el sonido metálico de las puertas del ascensor. Era Terri que regresaba con una muela en la mano. La colocó en el centro del tablero. Si quería impresionarle, lo consiguió.

Bajo una lámina de material adhesivo de color carne que servía de base a la muela había una cápsula cilíndrica plastificada.

–Contiene el suficiente cianuro para diñarla en unos minutos –dijo Terri.

–¿Entonces es cierto que los espías preferís morir a cantar?

–Eso nunca se sabe, es decisión de cada cual. Pero si te torturan y tienes la certeza de que te van a liquidar, más vale ahorrarse el dolor. Te la quería enseñar para que veas lo fácil que es liquidar a una persona por la vía rápida. Cinco gramos de cianuro son suficientes para matar a un burro. Tiene un sabor un poco amargo, aunque con tónica y ginebra ni te enteras. Además, el efecto es muy rápido. Actúa como el monóxido de carbono, es decir, por asfixia, sin provocar mucho dolor. En realidad, ni te enteras. En pocos minutos –los que tarda en llegar al estómago, mezclarse con los jugos digestivos y ser absorbido por la sangre– te provoca mareos, somnolencia, te nubla la mente y te manda al otro barrio. Hay otro veneno muy eficaz y bastante utilizado por los servicios secretos, el Milocho, un compuesto de fluorocetato de sodio que tiene la ventaja de que es inodoro e insípido y la desventaja de que bloquea el metabolismo celular y provoca una muerte mucho más dolorosa, aunque bastante rápida también.

Tilo le preguntó por qué rayos guardaba aquella mierda, y Terri le contestó que era el regalo de Reyes Magos del enemigo. “Lo depositó en mi casa el día de la condecoración”, le dijo antes de afirmar que tenía pocas dudas de que Felonio había administrado al clérigo la solución final, el famoso Milocho. “Probablemente mantuvieron alguna discrepancia insalvable durante el almuerzo y K la resolvió a su manera”, añadió con la intención de restar importancia a la cita del fraile con él para que no se sintiera responsable ni mucho menos culpable del fatal episodio cardíaco de aquel hombre.

Aunque el asesinato estaba más claro que el agua de Vichy, Terri marcó el número de teléfono del manicomio de Ciempozuelos y preguntó por la secretaria del finado. Transfirieron la llamada a la ayudante del clérigo. Terri se identificó como Pelayo (nombre al azar), dijo que era el subdirector general de servicios autonómicos y preguntó si le habían hecho la autopsia y si habían fijado el lugar y la hora del entierro de don Cayo, a lo que la interlocutora respondió con una larga explicación, al cabo de la cual, Terri volvió a preguntar, como si quisiera cerciorarse:

–¿Entonces no le hicieron la autopsia? Correcto, si, en el crematorio de la Almudena, si, sobre las diez de la mañana… Perfecto, si…, si señora, si…, ya, en el castañar del Tiemblo… Si, si, es mi superiora… Si, si, allí estaremos. Exacto, eso somos: polvo, ceniza, nada… La acompaño en el sentimiento.

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Calle de Amaniel.

Terri advirtió alguna señal de alarma en el salpicadero de Tilo (eso que llamamos cara), puso una mano sobre su hombro y le propuso: «Salgamos a tomar una copa». Malalata se sumó a la propuesta, salió delante y les transmitió en morse con silbidos: “Despejado”. Cruzaron San Bernardo, bordearon el caserón del ministerio de lo que no hay (justicia), enfilaron Amaniel arriba y entraron en un aguaducho cercano a los antiguos cuarteles del Conde-Duque, donde unos chupitos de ron añejo fueron disipando la sensación de culpa del reportero. La hipótesis más probable era que K tuviese pinchado el teléfono del manicomio y le mosqueara la llamada del periodista, pasando del mosqueo a la alerta al oír su apellido en boca del reportero y de la alerta a la alarma al constatar la disposición del fraile a recibirle y hablar largo y tendido con él. De la alarma habría cruzado al territorio del temor por el puente de la precaución al comprobar que se trataba del mismo plumilla indeseable que había aireado la historia de Diagu Bandiera en Iraq. Aquí la hipótesis se bifurcaba. ¿Por qué diablos Felonio había actuado contra el fraile y no contra él? ¿Por qué, pudiendo ahuyentar a uno o a otro había elegido y ejecutado la solución extrema? Terri se esforzó en descargar de culpa la conciencia del reportero, insistió en rechazar la relación causa-efecto entre la entrevista y la muerte del clérigo, se refirió a la presencia de otras piezas sobre el tablero que posiblemente amenazaban los intereses de aquel mandibulario feroz. Malalata puso el punto de distensión con su disposición a agarrar a aquel malnacido por la solapa y fostiarle hasta desfigurarle el careto.

¿Había alguna forma de aplazar la incineración del clérigo hasta que los forenses examinaran el cadáver? Aunque la hubiese sería inútil, ya que, según refirió Terri con algunos ejemplos, el instituto de medicina legal obedecía órdenes de no ver ni reflejar las causas de los decesos si eran perjudiciales para alguna autoridad con mando en plaza. No había más que ver la cantidad de segundas autopsias que los familiares de los finados en circunstancias poco claras solicitaban de los servicios privados e independientes para darse cuenta de la poca o nula credibilidad de los informes oficiales. ¿Iría Felonio al crematorio? Probablemente no, pero tanto daba, pues tampoco era cuestión de que Mala le sobara el morro en público y acabara en el trullo. ¿Acudiría a esparcir las cenizas de Cayo en el castañar de El Tiemblo? Seguramente tampoco, pero aunque se desplazara a aquel paraje de la sierra abulense, de poco serviría despeñarlo. Si el desalmado Felonio había enviado al infierno al hombre que le facilitaba las identidades de los locos para sus agentes y negocios sucios, él merecía una calcinación más esmerada, en pelotas, desnudo de poder y despojado de la fortuna que había acumulado con informaciones reservadas, trampas y ardides. Una calcinación a fuego lento. En eso estuvieron de acuerdo. También, en la conveniencia de actuar sin perder tiempo.

20.– Limpieza

Una mujer acartonada pronunció con voz ferruginosa un exordio arcaico. Era la consejera regional del negociado de los locos. Una joven recitó las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. A continuación un tipo con sotana negra y estola de oro y plata emprendió el rezo de un Pater noster, seguido de un responso para el cuello de su camisa mientras agitaba el hisopo y rociaba el féretro con agua bendita. Acto seguido un empleado de la incineradora accionó la cinta sobre la que descansaba la caja con el muerto y enseguida desapareció por un túnel lateral, seguida de varios ramos de orquídeas, rosas y claveles y de dos coronas de laurel trenzadas con flores. La decena de asistentes al último adiós a Cayo Dueño fueron relevados por los familiares del siguiente muerto, que aguardaban en la puerta. Tilo saludó a la gobernanta del manicomio y la mujer le agradeció su presencia. Se notaba que había llorado bastante.

–¿Le quería mucho, verdad?

–Le amaba, era mi marido –susurró.

–Escribiré su historia –dijo Tilo antes de presentarle a Malalata en funciones de reportero gráfico–. Si le parece bien, la esperamos en la puerta del psiquiátrico; sólo la entretendremos una hora –añadió.

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  Crematorio del cementerio de la Almudena.

La mujer asintió y se volvió a colocar las gafas oscuras. La joven que había recitado a Manrique se abrió paso hacia ella y la tomó del brazo. Un tipo trajeado hizo lo propio. En la puerta de la tapia del cementerio, Terri, con chapela y lentes de atrezo, oteaba el panorama como quien viene de lejos y trata de identificar a algún pariente. Su objetivo era saber si Felonio había enviado algún propio. Tilo no tuvo duda de que así era cuando se cruzaron con él y les indicó con una señal que siguieran y le esperaran en el taxi. Apareció diez minutos después y ocupó el asiento delantero, junto a Delfín, quien ya sabía el camino de Ciempozuelos.

–¿Alguna novedad? –Le preguntó Tilo.

–Afirmativo –contestó Terri y les mostró una pequeña cámara de esas que se guardan en el bolsillo superior de la chaqueta y llevan una lente incrustada en una insignia de las que se colocan en el ojal–. Un capullo ha filmado a todos los asistentes y estoy seguro de que a vosotros también –añadió. Manipuló el aparato y poco después les mostró las imágenes en las que, en efecto, aparecían entrando al oratorio y después conversando con la gobernanta.

–Lo fostiaste bien, supongo –dijo Mala.

–El cloroformo hace milagros –respondió Terri.

–¿Qué le pasó? –Se interesó Tilo.

–Nada que deba preocuparte; con la misma sorpresa que dobló las rodillas se despertará dentro de un rato detrás de unas tumbas si no lo encuentran antes, que esperemos que no, ¿verdad señor taxista?

–Delfín es de confianza –afirmó Tilo.

–Por mí como si no despierta, yo no sé nada –dijo el aludido.

–Me va a hacer un favor, pare en aquella esquina –le ordenó Terri. El taxista obedeció. Terri le preguntó si llevaba martillo. El taxista hizo un gesto de extrañeza y dijo que no.

–¿Y una llave inglesa?

–Ahí detrás, en el maletero.

Terri se bajó y destrozó la cámara a golpes de herramienta. Acto seguido extrajo del bolsillo las piezas de un teléfono portátil y las hizo añicos. A continuación avanzó unos pasos y arrojó el material a una alcantarilla. Luego cerró el maletero, subió al coche y dijo: “Ya podemos seguir”. Mala le reprochó el destrozo:

–Seguro que el teléfono y la cámara valían una pasta; yo les hubiera sacado unos eurípides.

Terri no contestó. Ya en la autovía de Andalucía Tilo se acordó de que al loco Liborio le gustaba la cocacola y pidió a Delfín que parase en una gasolinera con tienda (casi todas la tenían) donde comprar refrescos y chucherías para los locos.

Cuando llegaron al manicomio ya la gobernanta había dado orden a la celadora, la joven alta con acento andaluz que respondía al nombre de Fabiola de que les condujera a la sala de visitantes y les ofreciera café con leche. La ventana de aquella saleta amueblada con un tresillo de tela y una mesita con revistas y suplementos dominicales de periódicos daba a un jardín largo en el que se veía una hilera de fresnos y castaños de indias y unos lingotes rectangulares de piedra a modo de poyos. Sobre uno yacía boca arriba un hombre que parecía conversar con los pájaros. Un sendero de tierra surcaba la hierba rala y pisoteada, con calvas aquí y allá. Por él desfilaban tres internos vestidos con chándales iguales, de color azul marino con franjas rojas y amarillas en los cierres relámpago de las pecheras, como si fuera su uniforme patriótico. Pasaron, “¡Uno dos, uno dos!”, al pie de una calva arenosa donde tres internos jugaban a las chapas con unas tapas de botellas de plástico rojas, blancas y amarillas, y uno tomaba el sol en silla de ruedas. Uno de los jugadores en cuclillas increpó (“¡Facciosos!”) a los desfilantes. Pasaron de él, se detuvieron unos metros más allá, saludaron al aire brazo en alto, gritaron “¡Arriba España!” Dieron media vuelta y pasaron en sentido contrario hasta perderse de vista.

A pocos metros de los árboles, una valla de alambre trenzada en forma de rombos separaba a las mujeres de los hombres, pero no impedía que se observaran mutuamente desde sus respectivos bancos de piedra o conversaran e incluso se tocaran desde ambos lados del apartheid.

La gobernanta en persona abrió la puerta, los saludó y los invitó a seguirla al despacho del del director. Indicó a Fabiola (la alta celadora) que pidiera a Mariano unos cafés. Mariano era el cocinero. El despacho del director (el finado Cayo Dueño) se hallaba iluminado por un tubo de neón, tenía una mesa funcional de oficina sobre la que se alzaba la pantalla esquinada de un ordenador con su correspondiente teclado al lado. Sobre la mesa se veía un teléfono y una bandeja con carpetas de cartulina. La mujer les invitó a sentarse. Malalata, que ya había tomado unas instantáneas en el crematorio, dispuso la cámara y retrató a la mujer por todos los ángulos posibles.

–Esos armarios grises no la favorecen –le informó.

–¿Qué importa?

Sonaron golpes de nudillos en la puerta.

–Pasa, Mariano –dijo la mujer.

Un mozo con un gorro negro en la cabeza y mandil de peto sobre una camisa blanca, remangada, depositó una bandeja con cuatro tazas y dos jarras metálicas con café y leche y un plato de pastas. La gobernanta se interesó por el menú del día y el hombre respondió : “Sopa juliana y albóndigas de pollo. De postre voy a hacer flan”. Tilo le preguntó a cuanta gente daba de comer y el hombre dijo que a treinta y dos.

Terri, a quien Tilo había presentado como un militar amigo suyo que tenía algo muy importante que contarle sobre don Cayo, entró en materia:

–¿Cayo tenía negocios con el general Felonio? –Le preguntó.

–No, que yo sepa –dijo la gobernanta.

–Negocios ocultos, me refiero –matizó Terri.

–Ni utilizaba ni le interesaba el dinero.

–Me va a permitir que dude; a todo el mundo le interesa el dinero, doña Benilde.

–Pues fíjese, a él no; ni siquiera tocaba el sueldo de director emérito y efectivo que le pagaba la administración autonómica de la que dependemos, que es la que manda ahora, bueno, manda desde hace treinta años en que se quedaron las parcelas y el edificio del viejo manicomio de la orden de San Juan de Dios.

–¿Qué hacía con ese dinero?

–Lo mandaba a sus hijas en Manila.

–¡Qué hombre tan austero!

–Era comunista de verdad.

–Se puede ser comunista y tener dinero. ¿No tenía alguna afición, algún vicio?

–Ninguno… Bueno, le encantaba…

Rubricó los puntos suspensivos con un gesto pícaro y triste.

–Eso no cuesta dinero.

La gobernanta lanzó una mirada insiquisitiva a Tilo, que tomaba algunas notas en la libreta apoyada en su rodillas, y reaccionó pidiendo a Terri que mostrara aquellos documentos registrales a doña Benilde. La mujer hojeó las certificaciones de propiedad de fincas rústicas y urbanas en el litoral Mediterráneo a nombre del finado y aseguró, sorprendida, que desconocía la existencia de aquellas propiedades.

–Debe ser un error del registro. Si tuviera todo lo que dice aquí, ¿algo me habría dicho, no cree? Veinte años conviviendo con él, durmiendo con él, y nunca me dijo nada de esto. Estoy segura de que es un error.

Entonces Terri le mostró los documentos del pirata malgache con los nombres de los internos Liborio y Pérez Perales, así como las referencias catastrales de las propiedades inmobiliarias de uno y otro en Cataluña.

–El general Felonio utilizaba el nombre de estas dos personas para vender armas prohibidas a las guerrillas de África oriental y el de don Cayo para encubrir sus inversiones. ¿Lo sabía usted? Ese hombre, el jefe de los servicios secretos del Estado, es más peligroso que el hambre, un tipo sin escrúpulos, un desalmado que utilizó de muy mala manera a un hombre bueno y confiado como Cayo para sus negocios y tropelías.

Terri y Tilo fueron desgranando ante la gobernanta y amante del fraile lo que sabían sobre K. Incluso le mostraron las fotos que el pirata Malgache había remitido a Lola por el correo electrónico que figuraba en la tarjeta que le entregó en Yibuti. En ellas aparecía el general propiamente dicho y dos de sus hombres en una playa de Seychelles con varias jovencitas desnudas en “modo orgía” y con un velero blanco al fondo.

La mujer miró las fotos en la pantalla del ordenador y no ahorró dicterios sobre aquellos cabrones. Lógico: las jovencitas de las fotos parecían menores de edad. Se sirvió otro café y se lo tomó sin azúcar para pasar el trago. Malalata se había zampado casi todas las pastas. Terri y Tilo esperaron a que la gobernanta se desprendiera de su indignación y procesara la información que le habían proporcionado.

–Naturalmente –comentó Tilo–, el buen nombre Cayo y su vida entregada a los más desgraciados está por encima de la maldad del depravado Felonio. De ninguna manera –aseguró– va a quedar manchado por las actividades de esas sucias ratas de las cloacas del Estado.

–Pero eso no significa que K no merezca un escarmiento –dijo Terri.

–Tendría que pasar en la cárcel el resto de sus días –dijo la gobernanta cerrando el puño–. Estoy dispuesta a denunciarlo y lo voy a denunciar. ¡Maldito sea!

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Símbolo de la Justicia.

–Eso sería lo correcto –afirmó Tilo–, aunque resulta dudoso que lleguen a encarcelarlo, dada la información que maneja y el comportamiento oscuro y parcial de muchos de esos cuervos de las altas instancias judiciales.

–¿No cree usted en la Justicia? –Se extrañó la gobernanta.

–En teoría sí, pero en la práctica creo que la Justicia es un invento de los ricos para mantener a raya a los pobres.

–La ley es igual para todos y todos somos iguales ante la ley –replicó la gobernanta.

–Lo que yo propongo –intervino Terri– es un escarmiento ejecutivo donde más le duele, en la cartera. De momento, lo que ese canalla tenga en Suiza ha de ser devuelto a las personas a las que ha estafado. La vía judicial puede esperar. La Justicia funciona a velocidad caracol y dudo que en casos como el que nos ocupa lleguemos a ver sus sentencias.

El coronel expuso su plan y la gobernanta aceptó el planteamiento de intentar rescatar el dinero que el maleante tuviera en Suiza, para lo cual convenía cursar sin perder tiempo una orden al banco helvético para que transfiriera distintas cantidades a varias cuentas bancarias. La primera –le explicó Terri sobre los papeles con las órdenes de traspaso de fondos que le había redactado Lafun aquella misma mañana– correspondía a los armadores y pescadores vascos damnificados por los secuestros de los piratas somalís comandados por el bucanero malgache Robert Karaka, y ascendía a dos millones de euros; la segunda se cifraba en un millón de euros e irían a la cuenta bancaria del pirata propiamente dicho en Mahé (Seychelles), y la tercera transferencia, hasta agotar el depósito del que eran titulares legales los locos Ángel Pérez Perales y Liborio Ruiz del Monte en nombre de la sociedad mercantil APP&LRM, iría a la cuenta que la gobernanta dispusiera.

Se quedó la mujer pensando como si tuviera que sopesar la operación. Acercó la taza a los labios, bebió un sorbo de café, exhaló un suspiro y finalmente dijo: “Está bien, esperen un momento”. Acto seguido se asomó a la puerta y llamó a la celadora. Tras una conversación con ella regresó a su sitio tras la mesa y les informó de que pondrían el número de cuenta corriente de Fabiola, una buena chica de plena confianza, como receptora del resto de los fondos que aquel ladrón tuviera en Suiza.

Enseguida apareció la joven larga con una libreta de ahorros en la mano y la gobernanta extrajo de una cajonera bajo la mesa una máquina de escanear y copiar documentos, realizó las operaciones informáticas necesarias y consignó el número que la celadora le fue dictando. A continuación accionó la impresora y comprobaron que la numeración era correcta.

–Diles a Ángel y a Liborio que vengan –le pidió.

Los dos “niños” llegaron pastoreados por la cuidadora Sonia, una joven flacucha de origen rumano. La gobernanta les ordenó que se acercaran y uno tras otro firmaron donde ella les indicó. El llamado Ángel, bizco y somnoliento, hizo un mohín como si se fuera a echar a llorar.

–Tranquilo, Angelito, el papito se ha ido al cielo.

–¿Por qué no viene? ¿No va a volver, verdad?

–Si, hermoso, seguro que vuelve el año que viene.

En ese momento Tilo se incorporó y entregó a Liborio la bolsa con las botellas de refresco y los paquetes de patatas fritas, frutos secos y espirales de maíz tostado. Aunque el “niño” no hablaba, lanzó un gruñido de satisfacción, sacó una botella de cocacola y la mostró a su compañero con aite triunfal.

–Pero tú no eres el general –se extrañó Angelito, que rondaría los cincuenta años de edad.

–Él no ha podido venir –le explicó Tilo.

–Claro, hoy no es sábado…

–No, hermoso, es martes –dijo la gobernanta.

–Ah, martes… ¡Beni, dame un idilio! –Gritó de pronto, extendiendo los brazos hacia la gobernanta.

–Tranquilo, Angelito, ¿no ves que están aquí estos señores?

–¡Quiero un idilio!

–Solo un abrazo, anda Angelito. Mañana, que es miércoles.

–Lo quiero ahora –replicó el loco.

–¿No ves que no puede ser, hermoso?

–Pues me suicido.

–Mira, Angelito, vamos a hacer una cosa: vas a llevar al amigo Liborio al jardín, le vas a ayudar a abrir las botellas y vais a invitar a todos los amigos. ¿De acuerdo? Yo iré enseguida, en cuanto termine de hablar con estos señores. ¿Vale?

Después de prometerle que claro que le daría un idilio y de que aquel Angelito amenazara con suicidarse si no llegaba pronto, la cuidadora y Malalata, al que se veía con ganas de fotografiar a los locos en el recreo, consiguieron llevárselos consigo.

–¿Verdad que son como niños? Este Angelillo se suicida de vez en cuando, pero no se preocupen, es inmortal –aclaró la gobernanta.

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Catedral bancaria en Zurich.

Ya con las firmas sobre el papel con las órdenes de transferencias, la gobernanta escaneó el documento y lo remitió por correo electrónico preferente a la entidad bancaria helvética. Unos minutos después, mientras abordaban el asunto de las propiedades urbanas a nombre de Cayo Dueño, recibieron por el mismo conducto electrónico la petición de confirmación de las transferencias, acompañada del ruego de que se pusieran en contacto telefónico con la señora Katharina Zurbuchen, llamando al número que les indicaban. Tras leer el mensaje, Terri marcó el número y conversó convincentemente en inglés con la ejecutiva bancaria mencionada. Intercambiaron algunas cifras y el coronel cedió a la petición de la mujer de mantener la cuenta viva con un saldo que a Tilo le pareció excesivo: sesenta mil euros, más del salario neto de un profesor de enseñanza media durante tres años. ¿Pero qué eran sesenta mil euros, más veinticinco mil de gastos bancarios e impuestos de transferencias, en comparación con cuatro coma cuatro millones de euros de aquella cuenta?

Ni en sueños habían imaginado la sencillez y eficacia del plan operativo del antiguo espía. Tampoco la gobernanta, a la que habían sometido a una sesión de sorpresas como si se tratara de una terapia contra el dolor y la pena, acababa de creer lo que estaba sucediendo.

–¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer con tanto dinero?

–En primer lugar debe decirle a esa muchacha, ¿Fabiola, verdad..?

–Sí, Fabiola.

–Que vaya mañana temprano –mejor si la acompaña usted– a su oficina bancaria y meta una bola tan digerible como una pepita de anís al director. Que le diga que estando en Suiza de vacaciones con unos amigos compraron lotería y les tocó el gordo. Ingresaron los boletos premiados en la primera entidad bancaria que encontraron en Berna y han dado orden de transferir el importe a su cuenta corriente. De ese modo le ofrecerán fondos de inversiones, letras del Tesoro y otros productos, y evitará preguntas e inspecciones engorrosas. ¿Usted me entiende?

–Desde luego, señor Terri.

–Luego ya, lo que hagan con ese millón y pico de euros es asunto suyo.

–Como si quieren enviar un pellizco a Manila –sugirió Tilo.

–¿Y usted funciona gratis? –Preguntó la gobernanta mirando a Terri.

–Yo me considero remunerado con las dos satisfacciones que me llevo: la primera, haberla conocido a usted, y la segunda, haber hecho lo que habría hecho don Cayo si hubiese sabido los manejos de ese Mefistófeles.

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Vista del Monasterio de Guadalupe.

Consciente de que Felonio no tardaría en organizar un dispositivo de investigación y vigilancia sobre el manicomio, el coronel Terri le dio unos consejos prácticos de seguridad y la instruyó para que se comunicase con ellos mediante un teléfono de tarjeta de pago previo, contratado a nombre de alguna persona ajena al internado, o bien a través de alguna línea pública o privada circunstancial. La contraseña sería «lagun» (“amigo” en euskera). De ningún modo, le dijo, debía permitir la entrada del general Felonio o de alguno de sus esbirros al centro. Era probable, la previno, que intentaran pasar como visitantes y quisieran interrogar a los internos Ángel y Liborio. Aunque poco o nada podían obtener de aquellas criaturas, le indicó el mejor modo de evitar presiones: “Redacta cuanto antes unos certificados de defunción como si hubieran muerto en un desgraciado accidente cuando un voluntario de la Confederación Salud Mental los llevaba de excursión en su automóvil a ver a la Vírgen de Guadalupe. ¿Me entiende..?”

La gobernanta respondía con ligeros movimientos afirmativos de cabeza a las indicaciones del coronel. De cuando en cuando colocaba los codos sobre la mesa, elevaba los brazos y juntaba las manos formando un puño sobre el que hacía descansar su barbilla. Tilo reconocía para sí la detallista y sencilla preparación de la cobertura de la limpieza de fondos de Felonio por parte del exespía. Se notaba que había estudiado el tema. Hasta en la mención de aquella confederación mostraba su habilidad para mentir. Si tenemos en cuenta que aquella entidad se hallaba integrada por diecinueve federaciones, más de trescientas asociaciones y unos cuarenta y siete mil socios (datos que Tilo vio en Internet a través de su inalámbrico), era evidente la aplicación de los principios de dispersión y generalización. No hay que entrar en detalles cuando se miente.

La gobernanta, que parecía entender perfectamente las indicaciones de Terri, quiso saber si debía participar el asunto a su hija. El coronel miró a Tilo, quien alzó los párpados y encogió los hombros en señal de sorpresa. Desconocía que tuviera una hija. Pero la gobernanta les dijo que su relación con fray Cayo había rendido el fruto de la descendencia: la joven que la acompañaba en la capilla del crematorio, la chica que se había acercado a ella y tomado del brazo mientras hablaba con él y con Mala tras dar el último adiós al féretro, una joven de dieciocho años que estudiaba Medicina en la Universidad Complutense y residía en un colegio mayor.

–Conviene que la ponga al corriente de todo –afirmó Terri.

La gobernanta dudó.

–Y cuanto antes –remarcó el coronel.

La mujer elevó su mano derecha sobre la oreja, aprehendió algunos pelos negros y los hizo girar entre el índice y el pulgar como si quisiera desgranarlos sin dejar de mirar a Terri.

–Con dieciocho años –añadió el coronel– le sobra capacidad para entender y asumir la situación. Estoy seguro de que aprobará su decisión de desplumar al ladrón, devolver lo suyo a los que fueron estafados y propinarle un buen escarmiento. En segundo lugar, tiene derecho a conocer los abusos de confianza de los que fue víctima su padre por parte de su poderoso amigo. No dude de que Cayo se lo contaría si pudiese y de que ella se lo agradecerá. Y en tercer lugar, y más importante todavía, conviene que sepa lo ocurrido para que adopte dos o tres medidas de seguridad muy básicas, tales como evitar cualquier relación con desconocidos de ambos sexos durante un tiempo, cambiar de teléfono para que no la incordien y procurar ir acompañada al salir y al entrar de esa residencia de estudiantes, sobre todo si lo hace por la noche. Esto no quiere decir que vayan a ir contra ella; seguramente el canalla ni siquiera sabe que existe, pero cualquier precaución es poca.

Terri hizo una pausa como si fueran insuficientes los movimientos afirmativos de cabeza de la gobernanta y esperase una aceptación más contundente. Luego se refirió a un dispositivo protector, ideado y confeccionado por un amigo.

–Aunque lo tiene en fase de prueba, les puede ser útil en el caso de que Felonio o alguno de sus agentes intenten tocarles un pelo –añadió antes de comprometerse a proporcionarles un artefacto a cada una si fuere necesario, en el bien entendido de que se trataba de un “arma secreta” que solo debían emplear ante el riesgo de una agresión inminente.

Era la segunda vez que Tilo oía hablar de aquel artefecto estupendo, como dijo Malalata cuando el sabio Compendio se reprochó a sí mismo el olvido de haberle entregado su “arma secreta” antes de que viajara con Lola a Yibuti a pagar el rescate del atunero y negociar con el jefe de los piratas somalinos.

–¿Qué debo hacer si ese maldito insiste en hablar conmigo? –Preguntó la gobernanta.

Terri giró otra vez la cabeza hacia Tilo, ladeó ligeramente la boina, miró fijamente a la mujer y le preguntó por qué no habían ordenado la autopsia a Cayo.

–No había razón para hacerla: el médico dijo que era un infarto.

–Craso error.

–Ya había sufrido dos amagos.

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El Milocho es un potente veneno.

–Correcto… Sin embargo, si el general insiste en hablar con usted debe hacerle saber que algunas alimañas parecen simpáticas y bondadosas, pero su picadura resulta tan letal y mortal de necesidad como el Milocho. Él lo entenderá.

–¿Qué es?

–Un veneno. Y hágale saber que espera la confirmación de los resultados de la autopsia para verle en los juzgados –añadió el coronel.

–Entonces usted sospecha que …

–Sospecho que lo envenenó –afirmó tajante, en voz baja–; no tenemos pruebas, pero con las alimañas no hay que andar con contemplaciones, lo mejor es asustarlas.

–O liquidarlas –dijo la gobernanta, cuya aflicción no le restaba determinación–. La cosa es que su muerte me pareció tan repentina, tan extraña… Le confieso que hubo un momento en que se me pasó por la cabeza pedir la autopsia; fue solo un instante, mientras firmaba los papeles de defunción para la funeraria. Pero, tonta de mí, me fié de lo que había dicho el médico y la descarté. ¿Cómo iba a suponer que hubiera alguien en este mundo que le quisiera mal, y menos el general Felonio, al que consideraba un buen amigo?

–Entiendo que no desconfiara de nadie. Él era un buen hombre y usted es una buena mujer. Sin embargo, los años de experiencia en los servicios de inteligencia me han enseñado que la simulación, la máscara, el cinismo… es la característica principal de los poderosos. En ese mundo nada es lo que parece y lo que parece no es –adujo Terri.

Los ojos de la mujer volvieron a humedecerse.

–¿Por qué? ¿Por qué razón le han hecho eso a él? –Susurró con la voz entrecortada.

–No se torture, Benilde, no sirve de nada, ni usted ni nadie puede devolverle la vida… Es probablemente la alimaña oliera algún peligro y considerara que la muerte de Cayo era lo mejor para sus intereses… No lo sabemos. Pero una cosa hemos de tener clara: si osa intervenir o intenta alguna artimaña contra ustedes, hay que asustarlo y ahuyentarlo. Y otra le comento, con el permiso de Tilo: no tenga duda de que el Sanmartín de ese cerdo está cercano.

–Desde luego –asintió Tilo–. Sus negocios sucios van a salir a la luz, se va a armar un buen escándalo y espero que lo cesen.

–Y lo metan en la cárcel –añadió la gobernanta.

Terri repasó con ella los detalles de seguridad, le recordó los deberes inmediatos y retomó el asunto pendiente de los bienes raíces a nombre del clérigo. Por un momento la gobernanta volvió a manifestar su indignación ante las trampas del general Felonio. Lógico. Aquel “maldito”, como le llamaba, había abusado sin decir basta del nombre de su compañero y le resultaba difícil de entender tamaña acumulación de inmuebles (solares, locales y apartamentos) inscritos a nombre de Cayo, un hombre recto y austero que jamás en veinte años, desde que regresó de Filipinas, había sentido el deseo de solazarse en playa alguna. Si se tomaba unos días de vacaciones en la segunda quincena de julio, cuando el calor apretaba, iban ahí cerca, a Gredos, sin alejarse de “los niños”. También es verdad que en los últimos años habían ido dos veces a Galicia, concretamente a O Grove, donde habían pasado una semana de vacaciones en cada ocasión. Le gustaba comer, pasear y leer, y aquella localidad de pescadores y mariscadores le agradó especialmente: le encantaban los mejillones, las sardinas asadas y las tortillas de patatas con chorizo de Lalín. “Creo que eran sus comidas favoritas”, añadió sin demérito del pulpo a feira y de las mollejas preparadas al estilo Michelín (en alusión al restaurante de la vega de Ciempozuelos y Aranjuez al que Felonio le llevaba a lomos de su Harley).

–En Jarandilla residíamos en la casa familiar de un fraile amigo y en O Grove parábamos en un hotel que administraba un sacerdote, primo segundo de Cayo. Él y su señora ama nos querían mucho e insistían en que fuésemos a pasar allí unos días –añadió Benilde.

Tilo se interesó por la edad y la personalidad de aquel cura administrativo, pero la respuesta de la gobernanta anuló su sospecha de que pudiera tratarse del mismo individuo que empleaba a las beatas en la confección de artefactos mortales en el cementerio de un pueblo alejado. Habría sido una casualidad decepcionante, aterradora, se dijo.

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O Grove, Pontevedra, Galicia.

–En Grove –agregó la gobernanta– hizo, por cierto, un andador de ruedas para un perrito que, el pobre, se había quedado paralítico de las patas traseras. Le conmovió tanto ver cómo arrastraba el cuerpo y lloraba de impotencia que, ni corto ni perezoso, ideó una prótesis y se la hizo con el par de ruedas y las barras de un carrito roto de la compra que encontró en la basura. Era muy mañoso. Cortó las barras de aluminio a la medida de medio cuerpo del perrillo, achicó el eje para dejarlo a la anchura, más o menos, del animalillo, ensambló con tornillos las dos barras laterales en el eje, les atornilló una correa de cuero con una hebilla en el extremo contrario para que la cincha abarcara la barriga y el lomo del perrillo y pudiera ser abrochada a medida como un cintó y, oye, allí vieras la alegría del perrito y de la dueña, una mujer muy guapa, a cargo de una cafetería donde solíamos sentarnos a tomar un refresco y ver pasar gente a media tarde… El animalito empezó a moverse con las ruedas de atrás y las patas delanteras como si lo hubiera hecho toda la vida. El ama no sabía cómo agradecérselo. Cayo le dijo con un beso y se llevó un sopapo. Fue la única vez que le arreé. Le atraían las mujeres de mediana edad, anchas de caderas, guapas, rubias naturales y con el pelo largo, y aquella reunía todas aquellas características y era más o menos de mi estatura. No soy celosa, pero le arreé bien fuerte. La mujer, un tanto desconcertada, nos invitó a desayunar al día siguiente y se negó a cobrarnos los refrescos. Cuando volvimos, dos o tres años después, el Tibi seguía tan feliz con sus patitas de ruedas. El ama se las ponía y lo sacaba a pasear por el paseo de la ría y por el puente de la isla de La Toja. Los visitantes se sorprendían y le hacían fotos, los niños le acariciaban, todo el pueblo lo conocía. En fin, perdonen…, son tantos recuerdos.

Mientras Terri volvía sobre el asunto de los bienes raíces, el periodista, que había anotado la palabra “perro”, guardó su libreta, hizo un gesto como si sintiera una necesidad perentoria, se levantó de la silla y abrió la puerta del despacho para salir en busca de un urinario. “Por el pasillo a la izquierda”, le indicó la gobernanta. Desde el servicio escuchó griterío y pitidos de un silbato de árbitro. Supuso que los internos estaban jugando al fútbol, sintió curiosidad, abrió el ventanuco de cristal opaco y vio una montonera de cinco o seis cuerpos. ¡Por Júpiter! Los locos se estaban pegando, se atenazaban por el pescuezo, se golpeaban y arañaban unos a otros sin que la flaca Sonia pudiera hacer otra cosa que tocar el pito en señal de alarma y moverse a su alrededor. Di tu que Malalata, al quite, soltó la cámara fotográfica y se apresuró a imponer la paz con todas sus fuerzas: empujó a uno, agarró del asa del culo a otro, estiró del brazo de otro, atizó un palmetazo en la frente a otro más… El sonido de los pitidos atrajo a la celadora larga y al cocinero. Aparecieron también la gobernanta y Terri. Pero no fue necesaria su intervención porque los brazos firmes y la mano dura de Mala ya habían obrado el milagro de separar a aquellos morroscos y, por otra parte, el grueso tarugo que encabezaba el desfile que vieron desde la salita de espera, se empleaba en levantar del suelo a uno de sus seguidores y restablecer la formación.

Tilo salió del lavabo y fue al encuentro de sus amigos. La gobernanta y el coronel regresaban sobre sus pasos, seguidos de la larga Fabiola y de Mala con un arañazo sangrante en la mejilla. El periodista le dio un pañuelo de papel y le indicó el lavabo. “Fíate de los locos y no corras”, dijo. Unos minutos después, la gobernanta y la celadora les despidieron en la puerta principal. El taxista Delfín echaba la siesta del carnero, se despabiló con el ruido de las puertas, guardó en la guantera la novela del detective Carvallo que reposaba sobre su pecho como una mariposa gigante, restableció la verticalidad del respaldo de su asiento y se puso en marcha tras advertir a Tilo: “Esta carrera te va a salir por un pico”.

–¿Por qué se pegaban? –Preguntó Terri a Mala.

El maestro carterista soltó una risa.

–¡Qué jodíos! La cosa es que media hora antes de la amarrina se les veía tan concordiosos ahí, tomándose las cocacolas, y luego mira.

Volvió a reírse como si, además del rasguño, la violencia de los locos le hiciera gracia.

–Algo les violentó –sugirió Tilo.

–Todo empezó porque la señorita Beni no venía. Angelito venga a llamarla y ella no venía.

–¿El del idilio?

–El mismo. Total, que se alejó del grupo donde Liborio servía vasos de refresco a los demás y se tumbó allí lejos, pero no en la hierba, sino sobre el sendero de tierra. Liborio que lo vio, mandó a uno que se llama Gulliver a impedir que se suicidara, pero el Angelito, turris burris, ni puto caso. En esas, el Leónidas, que parecía más sonado que una jaula de grillos y andaba por allí en avión, con los brazos en cruz, soltando babas y pedorretas, fue a aterrizar, osease, a tumbarse atravesado sobre el sendero cerca de donde el Angelito esperaba que el tren lo atropellara. ¡Cosas de locos! Estuvieron así un rato. Pero se ve que el tren no llegaba, así que el Angelito se levantó y fue a ver qué pasaba.

Malalata no podía contener la risa.

–¿Qué rayos pasó? –Le urgió Tilo.

–Pues que vio al otro y se hizo la cuenta que se había lanzado a lo kamikazo contra el puente del tren, fastidiándole el suicidrio. Y entonces –añadió entre risas– el Angelito de los cojones sacó la minga y le meó la cara, los ojos y todo el cuerpo de arriba abajo… En esas que el Leónidas empieza a gritar cual berraco en manos de capador, y el gordo y dos fachas se lanzan a por el Angelito como lobos. Los rojos que lo ven, se lanzan contra los facciosos.

La hilaridad de Mala mientras trataba de describir la trifulca acabó contagiando a Tilo y a Terri, aunque fue Delfín quien se rió con más ganas, casi tantas como la vez que le cayó una vaca. “Presta atención a la carretera, vayamos a partirnos los piños contra el culo de un camión”, le pidió Tilo. El taxista se rió más todavía.

–¿Pero qué te pasa, Delfín, has desayunado cosquillas o así? –Dijo Tilo al ver que no paraba de reír. Lo que más gracia le hacía –dio a entender– no era la ocurrencia del loco de suicidarse en la vía del tren, sino de mear al tal Leónidas. Eso de que le cayera por sorpresa un chorro de pis encima le parecía tan hilarante que se retorcía y golpeaba el volante. Y a mayor riesgo de los ocupantes se acordó de que en plena faena del torero José Tomás había sentido unas ganas de mear tan irresistibles que sacó la minga, la metió en el bolsillo del caballero que tenía delante y se alivió. Y venga a reír.

–¡Tranquilo, tío, que nos vamos a estrellar! –Protestó Tilo.

–Y nosotros, al contrario del loco del manicomio, no queremos suicidarnos ni tenemos kamikaces que se suiciden por nosotros –dijo el coronel.

21.–Felonía

“Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, Felonio es obra del Diablo”, escribió Tilo al director antes de contarle en lenguaje telegráfico los principales hitos de sus pesquisas sobre el tráfico de armas y los negocios inmobiliarios ocultos del general jefe de los servicios de inteligencia del reino. Había cruzado varias metas volantes con una suerte que para sí quisiera el mismísimo Induráin: ni una caída, cero pinchazos. Se hallaba a cuatro pedaladas de la meta. Eso le dijo. Le aportó dos pruebas de su esfuerzo: el documento con el compromiso de suministro de armas al pirata malgache, firmado por los agentes de confianza del general con los nombres de los besánicos de Ciempozuelos y las fotocopias escaneadas de las fotografía del trío de sinvergüenzas practicando actividades sexuales con las menores en la playa. Le remitió asimismo otras dos instantáneas de Felonio y sus secuaces en calzón corto con el bucanero y un hombre trajeado, de pelo blanco y cara de moscatel (el fiduciario), en los jardines de un lujoso hotel de Victoria (Seychelles).

Tras enviar el correo electrónico apagó el ordenador y salió de la sala de prensa del Parlamento a fumar y esperar la respuesta de Eloso. Ramoneó entre colegas y señorías. Junto al madroño allí plantado (regalo del alcalde Gasradón a la cámara legislativa) pegó la hebra con un líder corpulento y desgreñado de la historia facción republicana de Cataluña, quien andaba buscando urnas para celebrar un referendo a fin y efecto, como él decía, de que los catalanes pudieran decidir si querían seguir como estaban o preferían librarse del yugo del llamado Reino de España. Tilo sabía donde había urnas en cantidad. Poseía esa información por sus cometidos periodísticos en tiempo de paz y se la brindó con los detalles descriptivos de la ubicación exacta: una nave industrial alquilada por el Ministerio del Interior en el polígono de la localidad cervantina de Alcalá de Henares, sede, por lo demás, del mando central republicano durante la Guerra Civil.

–En ese almacén guardan los aperos electorales del Estado entre elección y elección –le dijo–; ni siquiera tiene vigilancia.

–¿Estás seguro?

–¿Quién puede estar seguro en estos tiempos? Pero créeme, sé lo que digo.

Al diputado republicano se le iluminaron los ojos. Su aire montaraz y su discurso metálico no se correspondía con su cordialidad y bonhomía. Aunque sus señorías de la derecha reaccionaria y algunos socialdemócratas más interesados en el capital que en la celebrada obra Marx y Engels le consideraban un mastuerzo, Tilo apreciaba su sencillez, honradez y buen carácter tras su máscara de ogro irredento, utópico y tonitonante.

–Mandas a unos bravos militantes –le dijo– con un camión y un buen cerrajero, abren ese almacén y que se llevan las urnas a Cataluña.

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Urnas del referendo catalán, made in China.

La verdad es que su información resultó tan inútil como gratuita, pues aquellos republicanos prefirieron comprar unos miles de cajas grises de plástico contaminante a los chinos, precisamente a aquel pueblo que no abusaba de las urnas, para utilizarlas de recipiente del cocido democrático. Allá ellos.

De regreso a la sala de prensa, Tilo se cruzó con Bitter.

–¿Comes por aquí? –Le preguntó el colega.

–Afirmativo.

–Te espero en El Manolo –dijo el amargo en referencia a la taberna donde algunos diputados y periodistas solían comentar la actualidad antes de dispersarse por los restaurantes de lujo o de medio pelo, según sus posibles, de la cotizada zona, sin minusvalorar las croquetas, tortillas de patatas en salsa de callos o de chipirones y otros platos del Manolo propiamente dicho.

Ya en la sala de trabajo de los periodistas, abrió el correo electrónico de su ordenador y leyó la respuesta de Eloso: “Escríbelo Tilo”. La frase disolvió el último grano de duda, le aceleró el pálpito, sintió el corazón latir como si estuviera a punto de coronar el Tourmalet.

Cuando llegó al estadero donde los colegas habituales arreglaban el mundo ya fluía la conversación como si el vino hubiera tomado la palabra. Acercó una silla al corro que formaban en torno a una mesa de mármol, solicitó un Rueda al diligente camarero y se puso a escuchar la temática: política de altura.

La cronista Cruz barruntaba una tormenta dinástica en lontananza. “En cuanto doña Mencía cumpla dieciocho años –decía– reclama, sí o sí, su derecho a la Corona”. Bitter sostenía lo contrario: “No caerá esa breva”. Cruz mantenía su aserto. El amargó le asestó: “¿Cómo sabes si va a reclamar? ¿La has entrevistado tú?” Cruz evitó contestar, pero Eladio abrazó la hipótesis de la agitación monárquica: “¡Menudos son los Santonius! ¡Como para renunciar a la bicoca real!” Don José, exdiputado septuagenario y perpetuamente enfadado con los dirigentes de su partido, el socialista obrero español, opinó: “De antemano sabíamos que ese pollaboba solo iba a traer problemas”. “Pichabrava”, le corrigió el radiofónico Luiscar. “Para mí es un pollaboba, igual que su padre”. Clavicordio resumió: “¡Unos golfos!” Y añadió: “La clave está en la eficacia jurídica de la reclamación que formule”. El Gran Simpático, diputado de la minoría nacionalista vasca y jurista de reconocido prestigio, se sintió aludido: “Va a ser una problemática de la leche porque la Constitución no contempla ni condiciona la sucesión a la vajina ni al vientre de la consorte; el artículo cincuenta y siete consagra el orden de primogenitura sin más letanía, de manera que si esa lady Santonius reclama el trono como hija primogénita del rey está en su derecho natural de hacerlo si demuestra que es, en efecto, la primera descendiente del monarca”. Cruz le interrumpió: “¡Si lo sabrá ella!” Bitter, al quite: “¿Cómo?” Cruz, cortante: “¡Anda que no tendrá pruebas de adeene!” El Gran Simpático recuperó la palabra: “Si reclama el trono vamos a tener un litigio de narices entre naturalistas y positivistas”. Eladio apuntó: “Ahí se cuezan en su propia salsa, sería lo mejor que podría pasar para implantar la república y desbobonizar este país de una vez para siempre”. Bitter en sus trece: “¡Que te crees tú eso, hermoso! Los bobones siempre vuelven”.

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Casa Manolo, histórico café donde colegas y diputados comentaban la actualidad.

La conversación era tan interesante como cualquier otra sobre la víbria en su acepción venérea y los bribones que amenizaban la vida pública con sus fiestas, amoríos, juergas, corridas y correrías a cuenta del “pueblo cabrón que los soporta”, como bien dijo el poeta Celso Emilio Ferreiro, pero Tilo se abstuvo de inmiscuirse en la materia; rumiaba la entradilla y “el párrafo nuez” del extenso reportaje que se disponía a redactar aquella misma tarde tras recibir el plácet del director y se negaba a sí mismo el permiso para distraerse en habladurías sobre hipótesis condenadas a la guillotina. En eso coincidía con Bitter: “Perro no come perro; a las Santonius, madre e hija, les basta con el forraje para vivir forradas como reinas sin armar ruido”.

Vibró el impertinente en el bolsillo de Tilo. Era Lola. Salió a la calle, a salvo del ruido. En tres horas despegaba desde Buenos Aires y, con escala en Canarias, llegaría sobre las siete de la mañana. “Iré a esperarte –le dijo–; tengo muchas cosas que contarte”. Él solía ir al aeropuerto y ella se alegraba tanto de verle que le picoteaba la cara y los labios y, ya en casa, despojada del uniforme con galones de sobrecargo y recién duchada, caía desmadejada sobre él en la cama, se humedecía con sus besos y caricias y se quedaba dormida al tercer orgasmo. Ella pronunció su contraseña favorita: “Espero mucho viento de cola”. Él contestó: “Soplaré fuere” y le deseó buen vuelo. “Eres estupenda, Loli”, le dijo.

En el estadero, colegas y señorías iban ahuecando. Pidió la penúltima ronda. Ya sólo quedaban Bitter, Clavicordio y don José. Éste propuso: “Vamos a Errotazar, os invito”. Era un restaurante bueno y caro, en la tercera planta de la Euskal Etxea (Casa Vasca). “Me vais a disculpar, tengo lío”, se excusó Tilo, consciente de que un buen almuerzo regado con un par de botellas de Rioja gran reserva o del excelente caldo del Priorato que tanto agradaba al anfitrión, y rematado con selectos destilados tras los postres, era perfectamente incompatible con la agilidad mental conveniente para hilar fino en la tricotosa. Su penúltima estratagema requería además una serenidad a prueba de bombas. Se conocía a sí mismo y prefería la sobriedad a los efectos del tercer vino.

Pasaban de las tres de la tarde cuando se quedó solo y solicitó un par de croquetas, un vaso de agua y un café. Se entretuvo repasando la historia. Su cabeza bullía como si fuera un reactor nuclear, su garganta emitía sonidos menores y roncos como si fuera un tubo de escape. Empuñó el bolígrafo y escribió algunos enunciados en su libreta de notas. Meditó el esquema, analizó los elementos, sopesó las respuestas o los efectos de cada entrega, seleccionó las cartas o pruebas que le convenía guardar en la manga frente a los desmentidos. Desde que Homero contó la Iliada y después la Odisea, la estructura del relato carecía de misterio o dificultad para él, tanto si optaba por la narración cronológica como si elegía la fórmula picaresca o si combinaba las dos a conveniencia.

De nuevo en la sala de prensa colgó la chaqueta del respaldo de la silla y tecleó a buen ritmo durante algo más de una hora. Las erratas salpicaban las hileras de hormigas sin detener la marcha. Escribía a toda máquina. Sujeto, verbo, predicado, punto seguido y otra frase y otra más sin concesiones ni tocones ni descripciones, en tono frío, distante, cortante. Lo importante eran los hechos y actos probados, lo relevante eran los malos disfrazados de buenos, lo esencial eran las pruebas de la infamia. Volaba el cursor entre palabra y palabra sin detenerse a socorrer a las sílabas atropelladas, brincaba el espaciador de un párrafo a otro y al siguiente con la precisión de una Pinito del Oro. Cagarrutas de puntos suspensivos suplían la falta de alguna cifra, fecha o personaje cuyo nombre confundía con otro del que no se acordaba. Ya pasaría el barrendero a limpiar las veredas con su escoba. Después de todo un borrador era eso.

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Periodistas en el patio del Congreso de los Diputados.

Miró el reloj, supuso que el general Felonio se hallaría en su despacho (eran las cinco de la tarde) y decidió probar suerte, así que empuñó el auricular y marcó el número de teléfono. Una extensión telefónica de la sala de prensa del Parlamento le dejaba a salvo de la localización instantánea a la que se prestaban los teléfonos móviles y le permitía hablar como si fuera un Gil Hernández o un Ibáñez Martínez, coordinador técnico del un grupo parlamentario cualquiera. Había siete. Eligió el mixto. Al séptimo timbrazo descolgaron el teléfono y transfirieron la llamada a una terminal desde la que una voz femenina le ordeno esperar. ¡Por Júpiter, voy a tener suerte! La tuvo. Por una vez un jefazo no se “encontraba reunido”, que era la forma habitual de encontrarse de aquellos tipos. Se quedó escuchando un fragmento de Claro de Luna de Beethoven hasta que una voz gangosa le dijo con desgana:

–Hable usted, Gil.

–Buenas tardes. ¿El señor Felonio?

–El mismo que viste y calza, usted dirá.

–¿Prefiere que le llame general o utilizo su razón social, APP&LRM Investment?

–¿Cómo sabe eso?

–Por el registro de la propiedad.

–¿De qué propiedad?

–También por el registro catastral, donde usted ha inscrito propiedades inmobiliarias a nombre de APP y de LRM respectivamente, ¿verdad?

–Oiga usted, no sé de qué me está hablando. Si sus señorías del grupo mixto desean alguna explicación sobre los servicios o algún detalle acerca de nuestras coberturas inmobiliarias o empresariales, han de solicitarlo por el conducto reglamentario y estaré encantado en recibirles e informarles. Si ustedes lo prefieren, acudiré a comparecer en la comisión de secretos oficiales el día y la hora que decidan. En todo caso les proporcionaré cuantos datos me soliciten. Sólo les ruego que me remitan el correspondiente escrito con las materias que deseen conocer.

–¿Incluidas sus relaciones comerciales en Seychelles?

El general tardó unos segundos en contestar. El supuesto coordinador concretó:

–Me refiero a sus negocios de venta de armas.

–No sé de qué me habla, ya le digo…

–Sí lo sabe, general: usted vendía armas a las guerrillas eritreas y somalíes.

–¿Qué tontería es esa? Quien les haya contado esa barbaridad les ha intoxicado de mala manera. Ya le digo que estoy dispuesto a aclarar lo que sus señorías deseen, incluso las acusaciones o los rumores más descabellados. A España no le faltan enemigos.

–Desde luego, general. Los enemigos están por todas partes. Y conste que no me refiero sólo a los yihadistas, sino a la prensa, que sabe cosas y nos espolea para que ejerzamos el control parlamentario. Usted me entiende.

El general produjo un sonido bucal como si bebiera agua u otro líquido. El supuesto Gil aprovechó el instante para procurar que se atragantara:

–Suponemos que puede aclarar por qué APP&LRM posee una cuenta en Suiza.

–Le repito que no sé de qué me habla –dijo el general elevando el volumen gutural como si el asunto empezara a fastidiarle.

–Le hablo de una transferencia millonaria desde Seychelles a una cuenta en un Banco de Ginebra por una entrega de armas que no se realizó. ¿Le suena?

–Eso son patrañas, mentiras para desprestigiarnos. ¿No irán a creer ustedes que el Reino de España no respeta las leyes, por cierto las más avanzadas y rigurosas del mundo en materia de comercio internacional de armamento?

–Yo le creo, general, pero la prensa tiene pruebas de esos tráficos y de esos ingresos por parte de la sociedad que usted utiliza para realizar operaciones inmobiliarias.

–¿A qué prensa se refiere?

–Prensa seria, desde luego.

–¿Puede concretar?

–No estoy autorizado, general.

–Mire, caballero, estoy dispuesto a recibirles en mi despacho, a ir a la comisión a aclarar lo que deseen cuando deseen, pero les ruego que no me hagan perder el tiempo con chismes de periodistas. Si les incordian a ustedes hagan el favor de mantenerme informado y de decirles que se dirijan a quien corresponde, que en este caso soy yo.

–Así lo haremos, no lo dude general.

periodista escribiendo 2
Comprobó la grabación…

Nada más colgar, Tilo comprobó la grabación. Era nítida y clara. Aquel preboste había mentido como lo que era, un bellaco. Pero el hecho de que encajara la mención de la sociedad mercantil registrada en las Seychelles con las iniciales de los locos Liborio y Pérez como algo existente que no tenía por qué existir y de que elevara el tono de voz con evidente nerviosismo le delataba y aportaba al periodista la penúltima confirmación necesaria para echar a rodar la historia. Escuchó varias veces la respuesta o reacción del general a la mención de las siglas APP&LRM y no tuvo duda de que lo había noqueado de un guantazo. La respuesta del superespía –“¿Cómo sabe usted eso?”– expresaba su sorpresa. Hay preguntas que valen como respuesta. Aunque rápidamente recompusiera su defensa para hacerle creer que se trataba de una sociedad tapadera de operaciones secretas del Centro de Inteligencia Nacional, la primera impresión es la que cuenta. El énfasis de la respuesta, entre la sorpresa y el asombro, resultaba tan evidente como convincente. Después de todo nada es más asombroso que le verdad, se dijo mientras guardaba la grabadora, retiraba del ordenador el lapicero electrónico en el que había escrito el borrador de la primera entrega y se disponía a completar la estratagema.

22.– Principios

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Sede del Ministerio de Justicia en Madrid.

Para no entretenerse en habladurías salió de las instalaciones parlamentarias por la puerta esquinada del vértice del edificio nuevo (“tercera ampliación”, le llamaban), recorrió a buen paso la antigua calle de los gitanos (“Cedaceros” le llamaban ahora), cruzó la de Alcalá y cinco minutos después se hallaba en las dependencias del servicio de Correos y Telégrafos de la calle de la Aduana recogiendo el sobre acolchado del cajetín numerado en el que había guardado las pruebas del negocio sucio, ilegal y tramposo del general Felonio con el pirata malgache. Despegó la solapa del sobre, introdujo la pequeña cinta con la grabación de las palabras del general, lo cerró con firmeza dactilar, se dirigió al mostrador, canceló el apartado postal y ya en la Gran Vía paró un taxi y ordenó al conductor que se acercara al Ministerio de Justicia y entregara al ujier de la puerta aquella correspondencia dirigida en mano al señor ministro, tal como había escrito a bolígrafo con letras mayúsculas. Los taxistas de la villa y corte eran bien mandados, sobre todo si al importe de la carrera se añadía una generosa propina.

Ya libre del peso de las pruebas orientó sus pasos hacia la Cibeles, subió al autobús y llegó al domicilio de Lola, convertido ahora en su refugio de seguridad. A través del correo electrónico de la estupenda moza volandera envió un mensaje al jefe pirata para hacerle saber que recibiría una transferencia dineraria con el importe de la deuda del general Felonio y por consiguiente esperaba de su “nobleza” (término excesivo) un comportamiento correcto y consecuente con los barcos atuneros peninsulares. Le pedía que tuviera a bien contestar al mensaje, sobre todo si por alguna indeseable interferencia no recibía el dinero en veinticuatro horas.

A continuación preparó la cafetera y se fue al balcón a fumar un cigarrillo. Desde el sexto y último piso del edificio se veía la techumbre picuda, metálica y achocolatada de la iglesia sin campanario de la esquina de la calle. Se entretuvo –esa le da, esa no– con el acertijo de la caridad cristiana de las beatas hacia el negro de la puerta. Cuando el aroma del café le dio en la nariz concluyó que la limosna estaba en crisis y que el pobre Jim, que tardó diez años en llegar desde Ruanda con la muerte en los talones, se podría dar con un canto en los dientes si sacaba para comprar el potito a su niña de un año y tres meses.

Después de una hora de correcciones y concreciones del borrador de la primera entrega, creyó llegado el momento de completar su estratagema, levantó la vista del ordenador, buscó el teléfono bajo los papeles y libretas de notas y, sin prestar atención a los mensajes y llamadas sin responder, se puso al habla con Terricabras para contarle el ardid que había dejado sin completar.

La respuesta de Terri fue positiva, aunque el método le parecía un tanto ingenuo. Acordaron completar la operación mañana por la mañana en la Tabernilla después de que la gobernanta, el patrón pesquero vasco con aire de violinista y, eventualmente, el pirata malgache hubieran confirmado la recepción de la pasta.

 

Antes de volver al borrador del reportaje Tilo se sirvió otro vaso de café aguado sin azúcar. Había decidido escribir toda la noche hasta la hora de ir a esperar a Lola. Se acercó al balcón, miró a la calle, vio al negro Jim allí de pie, pegado a la puerta de la iglesia, sacó el penúltimo cigarrillo, lo encendió y se dijo que convendría bajar a comprar otra cajetilla. En ese instante recibió un mensaje por watsap. Era Lafun con su juego de los principios. De primeras habían convenido jugar a “no es lo mismo” con el fin de enseñar vocabulario al sabio Compendio, pero el watsapeo derivó en guasa porque enseguida Malalata, Terri y él mismo se deslizaron por el tobogán de la facilidad. Del “no es lo mismo salmuera que muera la sal» y del «tejidos y novedades en el piso de encima que te jodes y no ves nada y encima te pisan» pasaron a los coños, las pollas, los culos y demás denominaciones de las terminales del bajo vientre. Los “no es lo mismo un tubérculo que ver tu culo, tres pelotas viejas que tres viejas en pelotas, estar jodido que estar jodiendo, leer a Follet que te follen mientras lees» y por ahí para allá acabaron atufando a la señorita Lafun, quien les reprochó su suciedad mental. Lógico.

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…la heroica ciudad dormía la siesta.

Después de una discusión con Mala sobre si un binomio era lo mismo que un par de vinos, Lafun propuso “el juego de los principios”. Lo aceptaron, pero Terri y Mala no eran muy leídos, de manera que los únicos watsaps que Compendio recibía se los mandaban la funcionaria y él. Leyó el mensaje: “Allá, en otros tiempos (y muy buenos tiempos que eran), había una vaquita (¡mu!)…” Y respondió: “Así principia el Retrato del artista adolescente de James Joyce”. A continuación escribió: “Por si la vaquita fuera de la raza Asturiana de los Valles, ahí te dejo la pista del autor de la novela que comienza: “La heroica ciudad dormía la siesta”. Envió el mensaje, dio una calada al pitillo, comprobó las llamadas y recados sin responder. Todas eran de colegas del periódico, una del Máster, quien de sobra sabía que tenía permiso del director para no aparecer por la redacción o lo que él llamaba “el precipicio”. No contestó a ninguna. Desarmó el teléfono, palpó las llaves en el bolsillo, se puso los zapatos y bajó a comprar tabaco. De paso se acercó a Jim, lo saludó, le preguntó cómo estaba su niña y depositó un billete de cinco euros en su mano. El negro lo empuñó y le miró con su expresión infantil de agradecimiento. Sabía decir “gracias” y muy pocas palabras más en castellano, pues a las dificultades inherentes del aprendizaje de la lengua se añadía la circunstancia de no haber ido nunca a la escuela en Ruanda, de la que salió vivo de milagro con diez años, cuando los tutsis y los hutus andaban a machetazos. Aunque hacía ya muchos años de la última masacre (1994), Jim le dijo un día: “Mi no volver, no hay nada”. Y nada no sólo significaba escasez y falta de medios para sobrevivir, sino también de familiares, amigos y conocidos.

De regreso armó el teléfono y recibió la respuesta de Lafun: “La Regenta de Leopoldo Alas, Clarín”. Y a continuación: “Un fantasma recorre Europa…” El principio le sorprendió. ¿Dónde se ha visto a una funcionaria cincuentona, burguesita y de buen ver leyendo el Manifiesto Comunista? Le respondió: “…es el fantasma del comunismo”. Lafun repicó: “Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Jamás habría imaginado que aquella vecina de La Tabernilla con una sonrisa cautivadora y un mayordomo negro supiera de memoria el comienzo del texto revolucionario lanzado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX. Le habría contestado si en ese momento una llamada del Cazador de Leones no hubiera interferido su propósito.

–Ilustrísimo señor don Tilo Dátil, sabemos que está usted en la villa y corte y nos preguntamos por qué no viene –dijo el colega en plan ceremonioso.

–Yo también os echo de menos, Paco, pero estoy en las afueras.

–Vente, te esperamos.

–No puedo, tengo tarea.

–Te vamos a expulsar del club del orujo.

–No, por Júpiter, no hagáis eso.

Voces de fondo de Beluguero y Jodas: “¡Fuera, fuera! A libar con la novia”.

–Ya lo has oído. Aquí dicen que te has echado novia y piden tu expulsión del club.

–Diles que se sosieguen, que volveré.

Voz de Beluguero: “Déjalo que se divierta con la mangurrina esa”.

–No es una mangurrina sino una tailandesa muy dulce y fina, gordo cebón –dijo alzando la voz para que el colega le oyera mejor.

Tardó en concentrarse en la temática. Si alguien dijo que salir a comprar tabaco es entretenido y puede ser una aventura, tenía razón. Revisó y niqueló la primera entrega sobre la fabricación, los transportes y las ventas de armas prohibidas a las guerrillas y grupos “terroristas” del continente africano y la emprendió con la implicación directa del jefe operativo de los servicios de inteligencia del Estado, al que mencionaba como alto responsable en la primera entrega. Tecleó sin parar durante tres horas.

Describió al por menor los tratos del general con el jefe pirata y las consecuencias dolorosas y ruinosas para los pescadores peninsulares en el Índico. El hecho de que los piratas somalis mostraran su preferencia por asaltar y apresar los barcos pesqueros con nombres y banderas de la Península Ibérica traía causa y razón de las felonías de aquel delincuente estatal. Las evidencias de la responsabilidad de K eran irrefutables por más que K fuera precisamente el responsable de controlar los destinos de las exportaciones de armamento y material de defensa y doble uso por parte del Estado y gozara de la amistad y confianza de las altas magistraturas, comenzando por el coronado y siguiendo por el jefe del gobierno y la cúpula militar.

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Playa en Seychelles.

Se esmeró en la descripción del bucanero Robert Karaka, quien se hacía llamar Thomas Tew. En vez de un foragido burlesco y criminal, sin temor de dios ni de la Armada estatal, por momentos parecía un vengador popular, un Robin Hood de los mares. Las referencias a K y sus acompañantes en aquel viaje de negocios y placer del que aportaba los insólitos testimonios gráficos, les colocaba, en cambio, en el altar del ludibrio, la indignidad y la corrupción. De lo último daban cuenta los documentos en posesión de este periódico (fórmula al uso) y de lo primero aportaba aquellas instantáneas conmovedoras, unas fotografías sobre la preferencia del general y sus agentes de confianza por las muchachas en flor, algo bastante común entre los prebostes del poder político, económico y judicial.

Hizo una pausa, se sirvió más café, se asomó a fumar al balcón, la calle estaba en silencio, el barrio dormía. Regresó a la mesa y siguió tecleando en el ordenador portátil a la luz del flexo. Escuchaba su voz interior sin dar descanso a los dedos que la transformaban en signos con un entusiasmo que para sí quisiera el logógrafo Tirón. Los renglones se iba sucediendo como si fueran hormigas en perfecta formación. Uno tras iban formando un batallón con sus compañías auxiliares. Batallón tras batallón iban componiendo una brigada y otra y otra más hasta formar una división y otra y otra más para cercar al enemigo y forzar su rendición. Sin embargo sólo era hormigas.

Le pareció que el texto destilaba rigor y sequedad. El uso y abuso del poder para matar y enriquecerse inducía a la furia. El manto del secreto añadía indignación. La crueldad de las armas de destrucción indiscriminada daba frío. Aunque no era fácil acercar el dolor de las muertes y mutilaciones de unos humanes perfectamente desconocidos y prescindibles para el primer mundo, se esforzó en tratarlo como materia sangrante. El uso y abuso de los psiquiatrizados como testaferros mereció un énfasis acerado. La incógnita de la repentina muerte del clérigo Cayo Dueño añadió puntos suspensivos (incluso suspense) al reportaje.

Pasaban de las cinco de la madrugada cuando colocó los títulos, rubricó el texto y lo facturó al director por correo electrónico, seguido de los documentos, fotografías y videos sobre la materia. Había culminado su tarea, si es que en el periodismo se termina alguna vez, y ahora tocaba esperar la decisión de Eloso y el consiguiente estruendo político y social.

Como perro viejo sabía que lloverían piedras en cuanto apareciera la primera información, de modo que había optado por la estructura de “carta en la manga” para rebatir los desmentidos. La administración de los sucesivos y minuciosos capítulos dependía del contenido y orientación de los mentís. Guardó una copia del material en el archivo del ordenador, almacenó otra en el lapicero electrónico y se lo guardó, encendió el penúltimo cigarrillo y se asomo al balcón: el cielo estaba despejado, hacía frío. Cerró el balcón y ya bajo la ducha se embadurnó con ese jabón aromático que te hace sentir nuevo, a estrenar, se comió una naranja mandarina, se cepilló los dientes y, a la espera de que el taxista Delfín pasara a recogerle para ir a esperar a Lola, le disputó una partida de ajedrez on-line al ordenador que siempre le ganaba. Y le volvió a ganar.

23.– Inalámbrico

Acababan de apagar las farolas de la ciudad cuando dejó a Lola relajada y calentita en la cama, se colgó el ordenador portátil al hombro y salió al día. El metro iba lleno de empleados del comercio, estudiantes y oficinistas. Muy pocos llevaban periódicos. O no querían enterarse de lo que pasaba o se enteraban someramente aguzando la vista para leer en pequeñas pantallas de sus teléfonos inalámbricos o en las más aceptables de los ipads y tablets. El vertiginoso ritmo de las tecnologías de transmisión digital, seguidas de otras más abrumadoras, reducía la Galaxia de Gutemberg a un asteroide perdido en el infinito –palabra contradictoria donde las haya, pues si el infinito es tan grande debería llamarse infinote– del que pronto nadie se acordaría. Salió del metro en la plaza de España. Todavía era temprano. Se invitó a un café en el establecimiento de la última planta de la torre que fue en su día el edificio más alto de la villa e hizo tiempo hojeando los periódicos. Sobre las diez de la mañana llamó a Eloso. No había llegado al periódico, le dijo su secretaria. Le envió un wasap indicando que echara una ojeada al material que le había remitido por correo electrónico y le diera su opinión. Eloso tenía siempre varios frentes abiertos; había que estimularlo para atraer su atención. Acto seguido telefoneó a Malalata:

–¿Qué tal la hora punta? –Le preguntó.

–Misión cumplida con peces –contestó.

–Voy para allá.

–Prepara cien eurípides –avisó el maestro carterista.

Allá era la Tabernilla. Mientras esperaba el ascensor llamó a Terri:

–Buenos días coronel. ¿Alguna novedad?

–Estoy en ello.

–Voy para allá –le dijo.

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Torre de Madrid, a la izquierda del monumento a Cervantes.

Cuando se disponía a cruzar la puerta acristalada de salida de la torre y bajar la escalinata vio a dos tipos en actitud vigilante al otro lado de la acera al pie de un automóvil de cristales tintados, mal estacionado. Uno llevaba cazadora de cuero de color teja. Su rostro de morrosco le resultó familiar. En un instante se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, diblando y pidiendo disculpas al personal que salía. “Estos cabrones no me van a coger”, se dijo como si no tuviera duda de que le esperaban a él. Se reprochó el despiste y desconectó rápidamente el teléfono. Incluso lo desarmó y separó la batería mientras se apresuraba escaleras abajo hacia los pasadizos del aparcamiento subterráneo. ¡Por Júpiter si era despistado! Sabía que la señal del impertinente conectado a la red era suficiente para localizar sobre el mapa el punto exacto donde se hallaba el usuario aunque no hiciera ninguna llamada. Aquella aplicación suministrada hacía muchos años por Uncle Sam a los servicios policíacos y de inteligencia ibéricos había facilitado muchas detenciones de etarras y de delincuentes de toda laya. Ahora la empleaban para espiar a todo quisque con solo averiguar su número de teléfono, lo que en su caso era sencillo, pues figuraba en la guía telefónica.

Una joven a la que asestó la mentira de que su coche se había quedado sin batería, le sacó del parking en su auto y lo depositó en una calle cercana, desde la que cruzó la plaza de España sin el riesgo de ser visto. Observó a los tarugos desde lejos. ¡Que os jodan, capullos! Saludó al Quijote ecuestre y ferruginoso que allí estaba junto al buen Sancho a lomos del rucio. Otra vez le habían quitado la lanza. Le ocurría lo que a Neptuno con el tridente: se lo quitaban siempre. El ayuntamiento les reponía las herramientas y se las volvían a quitar. La diferencia entre el desfacedor de entuertos y el dios del piélago era ideológica, pues el caballero andante sin su herramienta se quedaba con el brazo extendido, como si saludara al estilo nazifascista y falangista a los transeuntes, de lo que se infería que los ladrones de la alabarda eran chorizos de ultraderecha, tal vez los mismos que apeaban del pedestal la cabeza del poeta nicaraguense Rubén Darío y la echaban a rodar calle abajo hasta el carril lateral de la Castellana donde la solía encontrar algún taxista. Cruzó la calzada, subió por Leganitos, atravesó la Gran Vía, callejeó a paso ligero, traspuso la cola de Pez y llegó a la Tabernilla.

Terricabras estaba contento: su amigo y benefactor el armador vasco había recibido el dinero de la transferencia. Era una noticia estupenda. La estratagema del coronel había funcionado y significaba que también el pirata malgache y la gobernanta tenían la pasta en su mano. Mientras Tilo confesaba su despiste y la localización de la que creía haber sido objeto, llegó Malalata con los productos de su pesca: dos teléfonos portátiles en perfecto uso que Tilo le pagó en efectivo. Se pusieron manos a la obra. La portera doña Rosario aceptó el papel de secretaria, marcó el número que Tilo le indicó y al oír la voz mortecina de la telefonista del centro de espionaje le hizo saber que quería hablar con K de parte del señor ministro de Justicia. Unos segundos después repitió la frase a la jefa del gabinete o lo que fuera del general Felonio. Cuando éste se puso al aparato, doña Rosario dijo: “Buenos días señor, le paso con el ministro”, y soltó el teléfono en manos de Terri, quien ralentizó la transmisión de voz para no ser reconocido y abrió el receptor del sonido para que oyesen al interlocutor.

–Buenos días, general; le molesto un minuto para decirle que he recibido determinada documentación sobre unas actividades comprometidas que le atribuyen y que me he visto obligado a enviar a la Fiscalía. He estimado conveniente avisarle de que puede ser llamado a declarar en los próximos días –dijo de un tirón.

–¿Puedes ser más concreto, ministro?

–He hojeado la documentación muy por encima y entiendo que se refiere a un asunto de dinero. Usted sabrá en qué negocios participa.

–¿Y tú quieres empapelarme y joderme, a que sí?

–Perdone, general: he visto cosas que no me han gustado y me he visto obligado a dar traslado a la Fiscalía, no quiero líos con usted ni con nadie –aclaró Terri.

–¿Y tú eres ministro? ¡Válgame Dios! ¿Quién te ha obligado a hacer eso que dices?

–Pues sí, soy ministro y notario mayor del reino, no lo olvide. Habría dado por no recibida esa documentación si el remitente no hubiese incluido una nota informándome que la aportaba al mismo tiempo a la Fiscalía, a la que, sin ninguna duda, habrá dicho que la ha entregado al gobierno.

–¿Quién cojones es ese remitente si se puede saber? –Preguntó, excitado, el general.

–Pues no, general, no se puede saber; se da la circunstancia de que es anónimo.

–Del extranjero, supongo.

–Llegó en un sobre sin franqueo, lo entregó un taxista en mano.

–¡No te jode! Así que llega un taxista, entrega un dossier sobre sobre mí y tú lo mandas a la Fiscalía… ¿Pero qué clase de pardillo eres tú? ¿Imagina lo que ocurriría si todos hiciésemos como tú? ¿Supón que una de esas furcias a las que te follas –¿Porque tú no serás maricón también, verdad?– te quiere sacar los cuartos y hace circular un dossier de papeles falsos contra ti? ¿Crees tú que estaría bien que yo lo remitiese a la Fiscalía esa de los cojones?

–Ese supuesto jamás se daría, general.

–¿Ah, no?

–Ya sé que usted sabe todo de todos. Y si no lo sabe, puede saberlo. Le sobran medios para investigar a quien quiera, aunque en mi caso debe saber que ni ando con furcias, como usted dice, ni hago negocios ilegales ni poseo sociedades encubiertas a nombre de testaferros ni tengo cuentas en Suiza. Cuentas, por cierto, que espero que a esta hora la Fiscalía haya comprobado y bloquedado.

–¡Habráse visto! ¿Pero qué cuentas ni qué ocho cuartos? –Bufó el general.

–Usted sabrá, general.

–Nunca he tenido cuentas en Suiza, ministro; creo que ha habido un error.

–En ese caso no debe preocuparse. Pero si las tuviere o hubiese tenido numeradas a nombre de cualquier sociedad formada por testaferros, no dudo de que sabrá limpiar su mierda.

–Mándame esos papeles inmediatamente –pidió con tono imperativo.

–Me temo que no va a ser posible: los he enviado tal cual a la Fiscalía –dijo Terri.

–¿No te has quedado una copia?

–No general, ya le digo que no quiero saber nada de sus asuntos. Le recuerdo que soy el notario mayor del reino…

–El mayor gilipollas, para ser exactos.

–Le ruego que no me interrumpa.

–¿Qué coño de notario ni leches eres tú? ¿No te han enseñado lo que es la solidaridad de gobierno? Pues te la tendré que enseñar a ver si te enteras de que nosotros trabajamos todos los días y todas las noches del año para preservar la seguridad de esta puñetera patria, incluso para que algún mentecato llegue a ser ministro. Te sorprenderías de las cosas que tenemos que hacer para mantener a raya y anticiparnos a los enemigos. Te acojonarías si supieras quienes y cuantos son, te cagarías la pata abajo si conocieras cómo actúan y los frentes que abarcan. Pero en fin, ya veo que a algunos politicastros tan relamidos y correctos, nada de esto le interesa. No creas tú que eres el único incauto al que engañan impunemente. Hay muchos pazguatos con muy mala leche dispuestos a dejarse engañar si la bolsa es buena. Sé que anda rodando por ahí un dossier sobre mí y que quieren pedir que vaya al Parlamento a explicar no sé qué cosas.

–Tráfico ilegal de armas…

–Lo que sea, ya les he dicho que no tengo inconveniente. Pero te diré una cosa: tu falta de lealtad no me gusta, háztelo mirar porque no es buena para ti y tengo la impresión de que tus días están contados.

–¿Me está amenazando, general?

–En absoluto, pero puedes acercar la nariz a tu cabeza y comprobar si huele a pólvora.

–¿Pólvora de las armas prohibidas y las municiones que usted controla y merca a buen precio, o de algún enemigo de la patria más peligroso?

–Me vas a permitir que no entre en detalles contigo; despacho con el presidente y con el de arriba, ¿verdad? Y controlo y merco lo que tengo obligación de controlar por razones de estado.

–Es usted un cínico, general. El estado no vende armas ligeras ni minas ni bombas de racimo a grupos incontrolados. Usted está poniendo en peligro la decencia y el nombre de este país.

–Y tú eres algo más que un pardillo; si me lo permites, eres un botarate, un gilipuertas más tonto que Picio, que no tendría que estar ahí.

–No se lo permito, general.

–¡Pues lo eres! Despacharé con el presidente y con el de arriba. ¡Anda y que te den!

Felonio canceló la comunicación.

–Se ve que es un hueso duro de roer –dijo Mala.

–Has estado muy bien –dijo Tilo al coronel Terri, quien desconectó el teléfono de la red y pidió a Mala que lo arrojara a alguna alcantarilla al pie del ministerio de Justicia.

El sabio Compendio, que había aparecido en la Tabernilla mientras Terri hablaba con el general, manifestó su temor por la irritación del superespía.

–Uf, hombre estar enojado, querer matarte –dijo mirando fijamente a Terri.

–Hace tiempo que quiere liquidarme, pero se les acumula el trabajo.

–Sobrevivirá, no se preocupe, profesor –le tranquilizó Tilo.

Aunque la proximidad física de la Tabernilla al ministerio de justicia era una cierta garantía frente a los localizadores de la llamada, Malalata mejoró la idea de tirar el teléfono a la alcantarilla.

–Se lo he dado a un guardia civil de la puerta del caserón del misterio (ministerio) como si se le hubiera caído a alguien –dijo.

–Correcto –afirmó Terri.

24.– Lío

Ahora, mientras Tilo aguardaba a que el pistolerín de seguridad del edificio se desperezara y acudiera a abrirle la puerta para subir a la redacción del periódico y ponerse manos a la obra, se deleitaba en el recuerdo de aquella mañana. El ardid había funcionado. Felonio, con la inquietud en el cuerpo, habría montado un pollo catedralicio. Llamaría al presidente y le exigiría la cabeza del ministro. El presidente telefonearía al subordinado y le pediría explicaciones sobre su comportamiento con el superespía. El ministro manifestaría su perplejidad y negaría haber hablado con el general. Lógico. El presidente se interesaría por el contenido de aquel dossier de marras. El ministro se llamaría Andanas, pues no tenía ni idea. El presidente se haría la picha un lío. Lógico también: era simple y colérico.

En la Tabernilla, Tilo supuso y reprodujo las palabras del presidente: “Felonio me dice que tú le dices lo que me dices que no le has dicho. ¡¿Pero qué carallo es esto?!” Terri se rió de buena gana. Mala dijo: “Ya está el lío liao”. El sabio Compendio entendía poco, pero también se reía. Por contagio. El ministro pediría a la secretaria que le pasara con Felonio, pero éste, más cabreado que Napoleón en Santa Elena, rechazaría hablar otra vez con el pelagatos. Para entonces ya la jefa del gabinete del titular de Justicia y notario mayor del reino habría examinado la correspondencia personal del señorito y le entregaría el sobre abierto con los documentos y las fotografías espeluznantes del general y sus escoltas en cueros ejercitando el miembro viril con las negritas menores de edad. Y el ministro, visiblemente horrorizado como buen católico (todos lo eran), insistiría en que le pusieran al habla con el jefe de la inteligencia. Pero el general, ni caso.

Así las cosas, el ministro telefonearía al presidente para informarle de lo que estaban viendo sus ojos y pedir la testa del general. El jefe, de suyo molesto por la interrupción de la lectura de la prensa deportiva, no daba crédito y quería ver para creer. Y el ministro ordenaría a la secretaria que escaneara y remitiera en un minuto aquel material sensible por el correo exclusivo y secreto del señor presidente, quien, no menos horrorizado ante las pruebas irrefutables del asqueroso comportamiento del general guardaría el material en su caja fuerte y maldeciría y empezaría a rumiar el difícil problema del relevo. No era cosa menor.

Después de examinar el asunto, el presidente decidiría dejarlo correr y si se daba el caso pediría a Felonio que fuese más discreto con sus placeres sexuales. Si, eso haría, pues se trataba de un elemento altamente peligroso que podía crear muchos problemas al gobierno y al partido si lo cesaba sin previo aviso. Un tipo que lo sabe todo o casi todo de todos es una bomba de nitroglicerina que no conviene tocar.

mastodonte
Mastodontes propiamente dichos.

Aunque el presidente era un killer político, un terminator con los armarios llenos de cadáveres de correligionarios ambiciosos que alguna vez habían urdido tramas para derribarle de la poltrona, el general Felonio era algo más que un político al uso, era un mastodonte prehistórico, un dinosaurio de mucho peso sobre el que, sospechaba, rebotaría la motosierra aunque estuviera afilada en la edad de piedra. La máquina del despiece servía de poco frente a un bicho tan duro como ese. Mejor sería dejar correr el asunto hasta que se diera, si se daba, la oportunidad de embarcarlo allende el océano hacia algún continente lejano. Si, eso haría: nada.

Tilo Dátil, como periodista obligado a escrutar, analizar e informar sobre las decisiones de los gobernantes, y Terri, como conocedor de la trastienda del poder y buen observador de sus síntomas, sabían que no hacer nada se había convertido, por vagancia y comodidad, en la forma de hacer habitual del presidente que dormía la siesta. Así que, a falta de un Tiber al que arrojar a aquel Tiberio, estuvieron de acuerdo en la conveniencia de mantener algunas piezas a la espera del curso de la partida. Malalata se esforzaba en interpretar los movimientos y opinaba que al enemigo le quedaban dos telediarios. Tilo tuvo que explicarle que en el periodismo no había magia ni tercer brazo, sino causa y efecto. La escolástica le sonó a chino mandarín. Y Tilo tuvo que añadir que los periódicos eran cada vez más débiles, cobardes, domésticos, acomodaticios –solía usar retahílas de calificativos por deferencia didáctica hacia el sabio Compendio–, y, en cambio, los poderes políticos y económicos eran cada día más fuertes, bravucones, inflexibles e irascibles, de modo que convenía protegerse antes de avanzar un solo peón contra ellos, es decir, de señalar sus abusos, injusticias e ignominias, a riesgo de ser eliminado del tablero, borrado del mapa o, como decía el colega Márquez Reiviriego, elidido, evaporado.

A todo esto, la respuesta de Eloso se demoraba. Miró el reloj. Habían pasado tres horas desde la reunión del sanedrín y le parecía que ciento ochenta minutos eran tiempo sobrado para dedicar cinco a echar una hojeada al reportaje y contestar. Aunque Eloso economizaba las palabras, solía responder con presteza. De ahí que su silencio le pareciera sospechoso y tanto más extraño cuanto mayor enjundia atribuía al material enviado. Ni siquiera un “recibido”, nada. Una de tres: o no había visto el material o no le gustaba o se le había atragantado. El que se atraganta enmudece. Lógico. Es la ley de la tráquea. Sospechó lo peor y repollaron sus dudas con el vigor de las rosas de invierno, rosas inodoras.

Con todo, envió a Eloso otro mensaje a modo de golpecito en la espalda, pues si se había atragantado con la temática convenía ayudarle a expectorar y escuchar por lo menos su tos. Con ese fin recababa su opinión y se ofrecía a despejar cualquier duda, punto oscuro, imprecisión. Ante Terri, Mala y el flaco sabio Compendio, que le miraba con sus ojos de búho ucraniano, siempre atento al mínimo movimiento, disculpó la demora del director, pues hasta el más ducho y valiente puede dudar y parar el reloj para sopesar su decisión. La procesión iba por dentro y se manifestó en un fugaz guiño hacia Terri, quien captó el mensaje, es decir, las dudas del reportero sobre si el soporte iba a soportar la difusión de un asunto tan incendiario como una lupa al sol sobre el ombligo del centro de inteligencia del reino y otra de mayor aumento en el culo del presidente y cuatro o cinco elementos de su gobierno. Después de todo habían hecho bien en guardarse una carta en la manga.

Transcurrieron cinco, diez, veinte minutos. El director no contestaba. Por la puerta del patio se colaba un agradable aroma a puchero. Tilo se asomó a ver el guiso de doña Rosario. Plato único: judías blancas con oreja, chorizo, morcilla y tocino para untar en pan. ¿Y de postre? Rodajas de naranja en aceite de oliva. Le preguntó si había suficiente fabada para uno o dos comensales más y ella asintió. Acto seguido telefoneó a Lola. Naturalmente que le apetecía un buen plato caliente en compañía del clan de la Tabernilla. Para animar el almuerzo llevaría una botella de vino argentino, muy bueno. Terri felicitó a Tilo por la idea de invitar a la aeromoza. La había visto y hablado con ella una sola vez, aunque suficiente para congeniar y sentir buenas vibraciones. La consideraba una mujer estupenda, muy inteligente y con estilo. Eso le dijo. Tilo no entendió muy bien lo del estilo y el coronel aclaró que se refería a su elegancia, como si aquellos sombreritos de lona beige o de color mercurio contra el frío y la lluvia o aquellos pantalones vaqueros ajustados a los muslos y el trasero y aquellos zapatos de medio tacón sobre los que alcanzaba poco más del metro sesenta de alta le resultaran de una elegancia superior. La realidad era que Lola gustaba a los hombres. Pero él la había visto antes.

Elegancias a parte, Terri tuvo un detalle inesperado y generoso hacia ella: a los postres le pidió el número de su cuenta corriente para ingresarle el dividendo resultante de sus gestiones en la liberación del atunero vasco. Era un dinero procedente de su bondadoso amigo el armador vasco con el que compensar, dijo, las molestias y los gastos. Lola, que conocía por Tilo el curso de los acontecimientos posteriores, le agradeció el gesto y argumentó que el gasto había sido nulo por su parte y el viaje le había resultado placentero.

–No todos los días, o sea, casi nunca, tiene una la oportunidad de tratar con el pirata más cruel y buscado del mundo –dijo.

–Por eso mismo –insistió Terri.

–Esto sin contar con otros placeres y compensaciones –añadió.

Tilo experimentó una satisfacción íntima por la alusión. Más allá del temor al bucanero y sus secuaces, la verdad era que habían hecho el amor como si fuera la última vez antes de ser secuestrados, torturados y eliminados. Follaron como condenados, como si el mundo se fuera a acabar en pocas horas para ellos. Y los polvos del fin del mundo nunca se olvidan.

La insistencia del coronel empujó a Lola a inclinarse para recoger su bolso. Lo colocó sobre sus rodillas, abrió la cremallera y en vez de sacar la cartera para mirar y anotar los dígitos de la cuenta bancaria extrajo el teléfono móvil, lo activó y se lo pasó a Terri.

–¡Caramba, qué tipo tan generoso! –Exclamó y le devolvió el teléfono sobre los platillos con el aceite de oliva de los que habían desaparecido las rodajas de naranja–. Eso no empece ni es incompatible con…

–¡Claro que empece y embadurna! –Le cortó Lola, que había entregado a Tilo el telefonillo para que viera el mensaje de correo electrónico del pirata malgache–. Empece porque nuestra misión era estrictamente humanitaria y periodística. De otro modo habríamos fijado unos honorarios como intermediarios, ¿cierto? Y embadurna, sobre todo embadurna. Ni de refilón quiero verme envuelta en los líos de esos tipos –añadió mirando a Tilo, quien ratificó las afirmaciones de la aeromoza intercontinental y argumentó que dada la relación entre ambos, cualquier dádiva podría ser interpretada como un beneficio común con el que su ética personal y su deontología profesional le impedía comulgar. Y, desde luego, en estas palabras incluía la respuesta por anticipado al mensaje del bucanero, invitándoles a pasar una temporada de vacaciones en Madagascar, señal de que había recibido su dinero del tesoro de Felonio en Suiza.

–Bueno, ya hablaremos –cedió Terri, sonriendo a Lola a modo de disculpa.

Ya en el taxi de camino a casa, Tilo armó y conectó el teléfono, como solía hacer a intervalos para ver las llamadas y los mensajes. Tenía uno de Eloso: “Impecable, Tilo, pero apuntas muy alto y he consultar”.

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Madagascar

–Estoy pensando que diez días en Madagascar nos vendrían de perlas –le sorprendió Lola.

–No me fastidies.

–Podríamos casarnos y celebrar nuestra luna de miel.

–Estoy casado, tengo dos hijos mayores que exigirían una explicación y una contraria que me abandonó y se fue a envejecer junto al mar, pero no acepta el divorcio, ya lo sabes.

–Nos casaríamos por algún rito tribal de allí no homologado aquí.

–Si de verdad me quieres, ni por diversión te cases conmigo.

 

Las resurrecciones de Diagu Bandiera (y IV)

25.–Miedoso

Eloso solía viajar a la capital del reino una vez por semana en el puente aéreo. Intervenía en un programa de televisión como comentarista o tertuliano, pontificaba o debatía (según los casos) sobre la rabiosa actualidad, cobraba sus emolumentos y regresaba a la ciudad condal sin pasar por la redacción de la delegación capitalina del periódico, donde su representante, el Máster, transmitía las órdenes y consignas a los redactores con la fórmula: “El director dice, el director plantea, el director quiere…”

Pero aquel día hizo una excepción, entró por la puerta más alejada de la sección de política, avanzó sin mirar a la secretaria de redacción ni a los informáticos ni a los reporteros gráficos. Sorteó las columnas con las pantallas de televisión encastradas y se acercó a la mesa donde Tilo calentaba la silla y hablaba por teléfono.

–Ven un momento a mi despacho –le dijo tras colocar su mano sobre el hombro del reportero. Acto seguido se dirigió a la “pecera” y saludó al Máster. Tilo canceló la llamada y le siguió. Téngase en cuenta que el director siempre tenía prisa.

–Déjanos hablar a solas cinco minutos –pidió al Máster, quien abandonó el despacho sin poder activar la micrograbadora con la que registraba todas las conversaciones. Era un tipo astuto y tramposo, el Máster.

Eloso ocupó el sillón del delegado, tras la mesa en forma de ele. Tilo se sentó en frente. Eloso se arrellenó, soltó su cabás de cuero a un lado, estiró las mangas de la chaqueta, empujó el flequillo hacia arriba y disparó:

–Tengo dos noticias para ti, una buena y otra mala.

Tilo acentuó su interés y clavó sus ojos en la cara de hogaza con cabello de ángel a modo de barba del señor director.

–Tú dirás.

–La buena es que la empresa está muy satisfecha con tu trabajo, te aprecia, te considera un buen elemento, un tipo honrado y trabajador, uno de los mejores profesionales de este periódico; yo personalmente les he hecho saber que sin periodistas como tú, profesionales fiables y sólidos que marcan golazos nunca habríamos alcanzado la posición de cabeza que hemos logrado y por eso he propuesto que te aumenten el sueldo. No sé como lo vamos a hacer para que lo acepte el comité de empresa, quizá creando una categoría nueva, la de subjefe de sección. ¿Qué te parece?

–Hombre, que te suban el sueldo en los tiempos que corren es una noticia de primera, casi una exclusiva… Sobre lo de subjefe ya sabes que no quiero ser nada, sino libre.

Eloso elevó la mirada como si tratara de recordar donde leyó la frase que acababa de escuchar y después de un parpadeo extendió su mano derecha sobre la tabla y fue cerrando uno tras otro los dedos al tiempo que preparaba el terreno para la mala noticia.

–La libertad en este periódico –dijo– está garantizada mientras yo sea director. Quiero que lo sepas y que valores este hecho antes de juzgarme mal por lo que te voy a decir: no podemos publicar lo de las armas.

–¡Por Júpiter, no fastidies!

–Te doy permiso para cabrearte, yo también me siento contrariado. No hace falta que te diga que el tema es impecable y la investigación muy rigurosa y con pruebas irrefutables. Y está bien escrito.

–Un trabajo de meses, utilizando mis días libres.

–Soy consciente de ello.

–Y jugándome el tipo.

–Lo sé, Tilo.

–¿Entonces?

–Quiero que sepas que te he defendido a muerte frente al editor, pero tenemos muchas dificultades, la empresa está en una situación delicada, seguimos ganando un poco, muy poco dinero, pero se lo llevan los bancos y tal vez nos obliguen a acometer una reducción de plantilla. De hecho, los técnicos ya están estudiando un ajuste del gasto del personal. Te digo esto en confianza, aunque no debería decírtelo. Espero y confío que seas discreto.

–Lo seré: me has dejado sordomudo.

–Estamos en el primun vívere de in de philosophare de Séneca, querido.

–¿Y tú crees que censurando temas comprometidos, silenciando injusticias y protegiendo a corruptos y asesinos se puede seguir viviendo y metiendo a la buchaca?

–Te pido que no me juzgues mal –musitó el director.

–Me has dado permiso para cabrearme, ¿no? Entonces dime: ¿Cuánto tiempo crees tú que esos mafiosos te van a perdonar la vida? Si no te han cortado la cabeza ya es porque queda feo. Recuerda que te consideran un sociata de mierda.

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Sala de redacción.

El veterano reportero ejerció a pierna suelta su derecho al pataleo. Pero no era un niño ni un político contrariado. Manejó la mayeútica, la pendiente resbaladiza, la deducción lógica en defensa del derecho a la información, sin el cual, la libertad es una sombra y la democracia representativa, un fantasma. Y no ahorró el ataque al hombre.

–¿Qué ganas tú y qué puede ganar un periódico cuando se pliega a las consignas de los poderosos, cuando se coloca de alfombra de esos miserables? Te lo diré: desprecio. Con decisiones como la que acabas de comunicarme terminará dirigiendo un periódico inapreciable, un flautus vocis, un medio irrelevante. ¿Con qué efectos? El primero está claro: lo irrelevante es innecesario y la gente dejará de comprar el diario. Para eso están los gratuitos. Nadie compra mierda envuelta en papel. ¿Qué dirán los anunciantes cuando vean las cifras de venta y difusión?

–Para, para, para. ¡Stop! ¡Ya está bien! He tenido una deferencia contigo, pero no tengo ninguna obligación de escucharte. Estás diciendo tonterías.

–Debe de ser porque nunca te he visto acojonado, no te reconozco.

–Te he pedido comprensión, te he explicado que la empresa pasa por un momento delicado y debes entender que no se dan las circunstancias para crear más enemigos de los que ya tenemos. Por el contrario, es el momento de arrimar el hombro y actuar con mesura y sensatez. La empresa está pillada por un maldito préstamo bancario, multimillonario, con el que hemos podido comprar la nueva planta de impresión que necesitábamos. Y esto nos obliga a realizar un esfuerzo suplementario para hacer frente a los pagos. Si ahora le arreamos al gobierno con un escándalo de esas proporciones nos arriesgamos a unas represalias directas e indirectas que nos joderían más de lo que estamos. No podemos arriesgarnos a que nos reduzcan e incluso anulen la publicidad oficial. Eso sí sería el fin.

–Lo entiendo director. Aquí mandas tú y ojalá puedas seguir mandando por mucho tiempo. Pero me has dado permiso para desahogarme y créeme que no sólo intento defender una forma de hacer periodismo en el noble sentido de la palabra, como control y defensa de la gente frente a los abusos y la corrupción del poder, sino también hacerte ver que sin levadura no crece la masa, no hay pan. Ahora bien, vosotros, que sois muy listos, sabréis si ahorrando levadura, es decir, eliminando los temas comprometidos y echando periodistas a la calle, podéis seguir viviendo, haciendo un pan como unas hostias, alcanzando la irrelevancia.

–Seguiremos barajando y volverá la buena racha, estate seguro. En cuanto a la decisión de no dar el tema, te repito que ha sido del editor. Si el editor dice que no se debe publicar, no se puede publicar y no se publica.

–¿Ni siquiera en estilo indirecto para hacerles saber que todavía este periódico defiende los derechos humanos frente a la voracidad de sus negocios infernales?

–Ni siquiera, Tilo –respondió, incorporándose del sillón y empuñando el asa de su cabás.

–Hay vidas humanas, vidas de gente inocente, demasiada desgracia y mortandad…

Eloso le dedicó una mirada triste y cálida, como de payaso burlado y desconsolado, apretó el puño y le asestó un puñetazo cariñoso en el hombro.

–Pórtate bien y no seas granuja, cuento contigo –le dijo antes de abrir la puerta.

–¡Ah! Ahorra a la empresa esa subida de sueldo; no quiero ser más ni menos que los de mi clase, la clase obrera y laboral.

–Gracias, Tilo.

Eloso abrió y salió zumbando. Dijo adiós con la mano a los redactores que por allí andaban y no se detuvo a contestar (“¿Todo bien, director?”) al joven zorro que tenía de delegado, quien miró a Tilo con desconfianza y se reintegró a su despacho.

Las fauces de la crisis económica capitalista, con el consiguiente aumento del “ejército de reserva”, suscitaban un miedo lógico, un temor fundado a la poda de puestos de trabajo que atrajo a algunos colegas a la mesa de Tilo, comenzando por Ródano, un tipo alto, con la cabeza afeitada y los ojos de miope, al que habían trasladado desde la redacción central, donde ejercía de corresponsal municipal y jefe de la sección de local.

–Tranquilo, Ródano: no es esa la cuestión.

–El periódico va mal, ¿verdad?

–Yo qué sé.

Pintaban bastos y había que tener mucho cuidado con las palabras porque hasta el colega de apariencia más inofensiva andaba presto a aprovechar cualquier descuido para clavar la daga al compañero de al lado. Aquel Ródano no se llamaba así, pero le habían puesto el nombre del río francés porque publicó que lo iban a alargar hasta Barcelona y que proporcionaría agua al sediento vecindario. Aquella “exclusiva mundial” (y alguna más) le valió el traslado a la delegación de Madrid, donde se sintió llamado a dar la campanada. Le ubicaron en la sección de sociedad («cosas de la vida») y comoquiera que el hundimiento de un petrolero ennegreció las costas del mar Cantábrico con setenta mil toneladas de aquella masa viscosa, maloliente y tóxica, el «chapapote», fue a allá en compañía del fotógrafo Burrochón a informar del desastre; alquilaron una lancha motora y unos equipos de buceo y practicaron reporterismo subacuático para mostrar la contaminación al mundo entero: unas bolitas aisladas de mierda, como oscuros erizos perdidos en las profundidades de dios sabe qué ría gallega. El reportaje era ciertamente extraordinario, pues, por si alguien no lo sabía, demostraba que el petróleo flota. Otra buena campanada de Ródano (más ridícula si cabe) consistió en colocar su firma, su nombre y apellido, sobre el texto del comunicado de Al Qaeda atribuyéndose la masacre (ciento noventa y dos personas muertas) en los trenes de cercanías de Madrid.

Detrás de aquel archipenco con la cabeza rapada por fuera acudieron otros colegas a preguntarle pasando, si le iban a echar porque empezaban a prescindir de los más veteranos, si le iban a trasladar de la sección de política, si le iban a nombrar para algún cargo. ¿Cómo explicar que no se trataba de eso? ¿Quién podía creer que Eloso se personara en la redacción exclusivamente para hablar con él de un reportaje, es decir, de la censura de una temática por razones empresariales?

Puesto que no soltó prenda, la colega Salita se inventó el chisme de que Tilo padecía una una enfermedad incurable. Por eso el director había ido a verlo. El bulo alcanzó una dimensión creciente en aquel mundo de cotillas. Durante un tiempo tuvo que soportar miradas extrañas, entre el morbo y la curiosidad, y preguntas de colegas con los que nunca había cruzado más de un hola o un adiós, interesándose por su humilde persona: “¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? ¿Qué tal vas?” A todos contestaba con una palabra: “Divinamente”, y correspondía con un “¿Y tú?”

Se resistió a creer a Trijueque, un vidaperdurable que cocinaba refritos de revistas técnicas sobre sanidad y educación, cuando le advirtió en el mingitorio: “Ten cuidado porque algunas veces suena el teléfono de tu mesa y la compañera Salita contesta que estás en el bar”.

–¡Por Júpiter, no fastidies!

–Como lo oyes.

–¿Por qué dirá eso?

–Yo creo que quiere deteriorar tu imagen ante los jefes de Barcelona.

–No se me alcanza el motivo, no creo haberle hecho ningún daño.

–A mí tampoco, pero esa tía es mala persona, una arpía de cuidado –afirmó Trijueque.

Tilo le agradeció el aviso y se quedó perplejo, preocupado y dubitativo. Salió de dudas unos días después cuando, a las cinco de la tarde, se acordó del asunto y llamó a su teléfono desde la sala de prensa del Parlamento. Al tercer timbrazo contestó la colega:

–Diga…?

–Hola, si preguntan por mí diles que estoy en el bar…, el bar celona o el bar sovia, como prefieras.

La colega soltó el auricular como si la hubieran electrocutado.

calle del doctor castelo
Calle del doctor Castelo, en una de cuyas tabernas libaban los del Club del Orujo.

También los del Club del Orujo le acribillaron a preguntas.

–Jodas, tío…Te ha abrazado el director… –Prorrumpió Jodas.

–En Madrid no se habla de otra cosa –añadió el Cazador de Leones.

–Algo malo habrás hecho para que te abrace Eloso –terció Beluguero, acodado en la barra de madera de la taberna.

–Aunque no lo creas, yo siempre digo que eres uno de los mejores periodistas que conozco –insistió Jodas con su habitual técnica de judío adulador.

–Será porque conoces pocos, incluido a ti mismo –le cerró Tilo el camino.

–Venga, tronco, ¿qué exclusiva vamos a leer mañana? –Disparó el Cazador.

–Ninguna que pueda superar a la tuya sobre las negociaciones del vicepresidente económico (un patriota que evadía impuestos) con Sadam Husein para explotar los pozos petrolíferos del sur de Iraq. Y al decir ninguna, digo ninguna, cero.

–O sea que viene el director, te lleva al despacho, ordena salir al Máster ¿y no es por una exclusiva? –Insistió Beluguero.

–No he dicho tal.

–Joder, tronco, lo acabas de decir –reaccionó el Cazador.

–He dicho que no es una exclusiva como la tuya.

–Jodas, tío…, entonces es una exclusiva.

–Lo único cierto es que no lo vamos a leer mañana en este periódico, así que tranquilos y a soltar la mosca, que hoy no me toca invitar –repuso con aplomo.

La norma no escrita del Club del Orujo obligaba a pagar la ronda a quien publicara la información más destacada del día. Con todo, Jodas siguió escarbando y obligó a Tilo a asegurarle que tampoco se trataba de una primicia informativa tan deliciosa como aquella suya sobre la medalla del Halconcete de las Azores.

–Aquello si que fue un golpe, un scup informativo de primer nivel –añadió en tono adulador sobre la noticia de que el jefe del gobierno, el belicoso patas cortas que se las daba de amigo de Etílicus de Texas, había solicitado la medalla del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica y contratado un gabinete jurídico para convencer con dinero del erario público español a los congresistas de que le dieran su voto. Gastó más de dos millones de euros y no reunió los votos necesarios para obtenerla.

Beluguero insistió:

–¿Puedes decirnos de qué va?

Negó moviendo la testa e intentó recordar alguna primicia suya para no hacerle de menos, pero no halló ninguna, de modo que invocó “los invisibles”, aquellos guerrilleros republicanos que siguieron combatiendo contra la dictadura franquista durante más de dos décadas después de terminar la guerra civil de 1936-1939 y sobre los que el colega acumulaba años de investigación para componer un relato superior a cuantos se habían publicado hasta entonces, una novela de la que hablaba demasiado desde hacía muchos años. Puesto que su novela era su tema favorito, enseguida comenzó a contar sus últimos hallazgos en aquellos pueblos de Extremadura y de La Cabrera leonesa a los que viajaba movido por la precisión descriptiva. Documentaba visualmente los paisajes, montes y parajes desde los que los guerrilleros hostilizaban a los militares facciosos, los falangistas y los guardias civiles. Y, sobre todo, relataba con entusiasta precisión las cuchipandas a base de cabrito, tostones, caldereta, cordero lechal… que se daba. La novela era un argumento para ponerse las botas comiendo y bebiendo. Le gustaba comer. Sus descripciones gastronómicas eran prolijas y detalladas. Con frecuencia los del club se preguntaban qué ocurriría el día que terminara su novela. No hacía falta mucha sagacidad para saber que mientras le quedaran fuerzas para comer escribiría otra y otra más.

Había, no obstante, un juego de celos y estímulos literarios entre Beluguero y Jodas. Éste se consideraba un novelista de primera. Ya llevaba dos novelas publicadas por editoriales colombianas, de donde era oriundo. Como judío lector de la Bíblica, su primera novela era una versión caribeña de la Vulgata, con todas las magias, exageraciones y supercherías propias de aquella zona exuberante y fantástica del planeta. En la segunda novela relataba la tenaz misión de un judío superviviente del Holocausto de desenmascarar a un supuesto nazi escondido en un pueblo del Caribe. El judío justiciero contaba para descubrir la identidad del nazi con la ayuda de un policía local grueso, vago que, cual Sancho Panza, se movía por elementales intereses materiales.

Aunque las dos novelas de Jodas, una gruesa y otra flaca, poseían unos méritos y hallazgos literarios que de ninguna manera Beluguero, un dechado de egolatría, podía reconocer, fue el Cazador de Leones quien disparó contra Jodas el peor tiro que un literato puede recibir: “Has escrito y publicado dos novelas: en la primera plagias descaradamente el estilo de Gabriel García Márquez y en la segunda el de Miguel de Cervantes”. El tiro fue tan preciso que Jodas se tambaleó como si le hubiese disparado de verdad. Cuando recuperó el aliento le retiró la palabra y abandonó el Club del Orujo. La verdad era aquello con lo que no contaba.

26.– Estropicio

Fuera porque el coronel Terri se hallaba sobre aviso de las dificultades de Tilo o porque se sentía satisfecho de haber golpeado al enemigo donde más le duele (la cartera) o porque a estas alturas había invertido la situación y ya se consideraba más cazador que presa, restó importancia a la noticia del reportero sobre la cobardía del director y del editor para enfrentarse al general Felonio y, en consecuencia, a los mendas del gobierno. Tal como habían previsto, activarían el plan B. Desde luego, el general y sus esbirros no se iban a ir de rositas ante la Justicia y la opinión pública.

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Entrada y registro sin permiso.

Pero el superespía era un elemento peligroso del que cabía esperar cualquier cosa, ninguna buena. La primera señal de sus procedimientos la experimentó Tilo a domicilio. Aquella noche, aun a sabiendas de que algún esbirro del general estaría ojo avizor para echarle el guante, se arriesgó a acercarse a casa. Necesitaba el material que había guardado en una botella de plástico en la cisterna del retrete. Al llegar a la esquina de su calle asomó el morro, vio a un hombre con una bolsa de basura, a una mujer con perrito, a una pareja haciendo arrumacos dentro de un coche aparcado. Nada sospechoso. El bar de enfrente se hallaba iluminado. Recorrió el tramo, eludiendo los círculos de luz de las farolas. En un instante escuchó el clamor de un gol, señal de que el Atlético acababa de marcar. Había liga de campeones y, en consecuencia, el vigilante, si lo hubiera, estaría viendo el fútbol en el bar. Con la llave dispuesta en la mano se separó del coche junto al que se había agachado, abrió el portal y se coló rápidamente en la casa.

Lo que encontró al entrar no le gustó: un cuadro caído en el pasillo y dos inclinados hacia los lados. Los efectos del terremoto afectaban a la librería del salón: los libros habían saltado de los anaqueles. Otros dos cuadros de Alejandro y las cajoneras de la mesa esquinada de su escritorio estaban en el suelo. Atribuyó el resultado del temblor al nerviosismo del general Felonio. ¿A quién si no? Supuso que cuando los matones le perdieran la pista recibieron la orden de entrada y registro a su humilde morada. Temió lo peor. Fue al lavabo y desenroscó el botón de la tapa de cerámica blanca de la cisterna del retrete. Respiró aliviado: los registradores no habían encontrado la botella con los documentos y las fotografías enrollados. Se dirigió a la cocina. Los asaltantes dejaron signos del registro en los cajones de la mesa donde guardaba la cubertería, así como en los armarios de la vajilla, los manteles y las servilletas. Las cajas de galletas y otros víveres de la alacena aparecían desordenados. En cambio no habían tocado el dinero de la paga de Lionela, depositado bajo un bote de sal. Los intrusos se esmeraron en registrar a fondo su habitación y la del hijo Alejandro. Deshicieron las camas, removieron los colchones, voltearon las mesitas, revolvieron los roperos y lo dejaron todo manga por hombro.

Sin saber por donde empezar a restablecer el orden (el mejor amigo del hombre después del perro) regresó al salón y se cercioró de que las persianas de la terraza se hallaban correctamente cerradas y las contraventanas metálicas seguían trancadas con llave. Vivía en el tercer piso y había instalado hacía años aquellas medidas básicas de seguridad contra los cacos con escalo. La vecina de al lado usaba un loro mal hablado para intimidarlos, a los cacos. Y cuando el pájaro Pepe las diñó, pegó en la pared una carcasa con una bola de cristal que parecía el ojo de Polifemo.

Miró el reloj. Todavía era temprano en China. Extrajo de la botella los documentos y las fotos enrolladas como un canuto, las alisó un poco y las guardó en la mochila con su ordenador portátil. Se dedicó a continuación a recoger los papeles, bolígrafos y otros enseres de los cajones volcados. Sobre la cajonera parpadeaba el ordenador como si lo hubiera dejado encendido. Señal de que los asaltantes habían hurgado en busca de datos y documentos. En una una bolsita de plástico de las que utilizaba para congelar la carne y el pescado guardó el ratón de la computadora por si el fisgón había dejado sus huellas. Quizá el comisario Sánchez, con el que tenía confianza, podía hacer algo por él. Después de todo le debía varios favores. Iluminó la pantalla, marcó su clave, accedió al escritorio. El aparato funcionaba. Abrió varios documentos sin apreciar signos de modificación alguna. Eran textos de artículos y reportajes ya publicados, archivos de su columna “el runrún”, ese sonido más diverso, amable y divertido que el malhadado rumor: borradores de textos literarios, de aquella novela que escribió diez veces antes de entregarla a una editora que respetó el título (El cazador de rayos) y obtuvo algún rendimiento económico; el original de su añosa tesis doctoral sobre el exilio de los periodistas demócratas tras el triunfo a sangre y fuego del nazifascismo militar y civil en España. En fin, nada de cuanto pudiera interesar a Felonio almacenaba aquel mueble informático, pues desde que le birlaron unos textos del ordenador del periódico siempre guardaba las temáticas comprometidas en un lapicero electrónico y borraba los textos.

Volvió a mirar el reloj: las siete de la mañana en China. Aunque se sentía cansado y desolado ante el estropicio, se entregó a reponer en su sitio algunos volúmenes, comenzando por los más gruesos. Pero enseguida se dejó atrapar por los contenidos y se entretuvo en hojear el monumental facsímil de la Revista de la Residencia de Estudiantes, aquel foco de intelectualidad y modernidad de las primeras décadas del siglo XX, alimentado por personalidades como Federico García Lorca, Salvador Dalí, Luis Buñuel o el científico Severo Ochoa, y al que acudían como visitantes y residentes durante sus estancias en la capital del reino y de la fugaz y añorada Segunda República, Unamuno, Alfonso Reyes, Manuel de Falla, Blas Cabrera, Pedro Salinas, Rafael Alberti, José Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez… Le habría soliviantado la pérdida aquel mamotreto con las reseñas de las actividades y conferencias de Albert Einstein, Marie Curie, John M. Keynes, Igor Stravinsky, Henri Bergson… En un volumen de crónicas de Mesonero Romanos, con las tapas de piel de vaca, encontró una colección de billetes de la República; se los había regalado en 1976 el guerrillero asturiano José Mata, un hombre honrado, un luchador de leyenda al que entrevistó en Francia. Finalmente decidió que Lionela se ocupara de restablecer el orden y, de paso, limpiara aquel polvo de las estanterías que le provoca estornudos. Volvió a mirar el reloj: la hora de llamar al hijo Alejandro, que se hallaba en Hangzou.

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Vista de Hangzou, en China.

La comunicación con aquella zona del planeta funcionaba todo lo mal que los jerarcas chinos consideraban conveniente para impedir el contagio de la libertad, aunque por la rendija de los hoteles internacionales permitían las conexiones de Internet con el resto del mundo, de modo que al tercer intento consiguió conectar por Skype con el hijo, con el que hablaba cada jueves a la hora acordada. Llevaba tres meses, el hijo, en aquella megalópolis del lejano oriente, retratando a las esposas y a la extensa prole de un noble mongol descendiente del Kublai Khan, un promiscuo de cojones al que su religión permitía llevarse consigo a la otra vida a sus concubinas y descendientes más queridos. No se los llevaba vivos y enteros a la tumba como hacían los faraones, sino en forma de humo, quemando sus retratos en la pira funeraria. Le preguntó, al hijo, si las fotografías de familia se habían vuelto incombustibles allí en China, y él le aclaró que no valían, que la religión del mecenas era muy anterior a la invención de la caja oscura de Leonardo da Vinci. Esa religión prescribe que los retratos de los elegidos para acompañar al muerto han de ser pintados a mano con tintas chinas sobre lienzos de seda. Al parecer, los cánones y ordenanzas (o como se llamen) son muy estrictos y si no se cumplen con precisión, le dijo, elevan una barrera que impide a los espíritus de los vivos hacer el camino con el muerto hasta la otra vida. Aunque no hay nada más inútil que pintar un retrato para ser quemado, la creencia es la creencia.

–¿Cómo estás, hijo?

–Estoy bien, padre, y estaría un poco mejor si no hiciera tanto frío y pudiera salir a dar un paseo y tomar una cerveza en las galerías de la amistad chino-francesa.

–Aquí tenemos un tiempo estupendo, un cielo limpio y azul y un calorcito que da gusto andar por la calle –mintió–. ¿Cuándo piensas volver, hijo?

–Cuando termine, padre.

–¿Y cuándo terminas?

–Espero acabar este mes, aunque no te lo puedo asegurar.

–¿Por qué?

–En principio iban a ser veinte retratos, pero cuando estaba con el último, el patrón me ha encargado diez más y no me he podido negar; ese viejo Khan me paga una pasta gansa.

–Sospecho que te va a entretener hasta que se vaya al otro barrio.

–Y yo también; parece que al muy granuja se le han pasado las ganas de morirse. ¿Y tú, cómo vas?

–Con unas ganas locas de jubilarme y salir huyendo.

–Te conozco padre, no mientas.

–La verdad es que me voy a quedar con las ganas de hacer algo que debimos hacer en la última huelga de la negociación del convenio laboral.

–¿Qué?

–Quemar la rotativa.

Hablaron de la madre, que desvivía deportivamente a la orilla del Mediterráneo, y del hermano e hijo mayor, Daniel, que había fijado su residencia en ciudad de México y sobrevivía del pequeño comercio y la docencia literaria. Había contraído la enfermedad del amor y adquirido cierto renombre como cuentista, es decir, narrador de cuentos, y eso le retenía en el país hermano al que fueron a parar miles de españoles, los más cualificados, cuando el alzamiento en armas de los militares, instigados por la jerarquía católica, los terratenientes y los adinerados, asoló la Península Ibérica. Antes de despedirse le contó que alguien había entrado en casa sin permiso, pero no se había llevado ningún cuadro suyo, lo único valioso que allí había. En realidad solo echó en falta un reloj que su madre le había regalado y una agenda o dietario que tenía sobre la mesa. No se extendió sobre el asunto porque, sin duda, habrían anotado el número y la contraseña del wi-fi y tendrían intervenidas las conexiones.

–A ver si es verdad que te jubilas de una vez y no te metes en más líos.

–Tienes razón, hijo, ya está próximo el día; mientras tanto resistiré.

–Bueno, pero ten cuidado, viejo.

–Lo tendré, no te preocupes. Y tú también.

–Hasta el jueves. ¡Muak!

–Cuidate mucho, hijo.

27.– Fabiola

Tilo sintió el impulso de referir a Terri el estropicio. De hecho, armó y conectó un instante el teléfono. Tenía una llamada del coronel y un “principio” de la funcionaria de sonrisa irresistible. Lo leyó: “Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar; vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros”. Le respondió: “La Odisea, señorita Lafun” y desarmó el teléfono. Lo había pensado mejor y decidió dejar en paz al amigo Terri por más que durmiera con la radio puesta. El derecho al descanso es sagrado. Y a la pereza también, como teorizó con acierto el sabio Lafargue, a quien nadie hizo caso y por eso el mundo está como está, es decir, muy mal. Recompuso los sillones del sofá, encendió la lamparita de situación sobre el escritorio, apagó las demás y se tendió a dormir con una manta parda encima.

Le despertó el ruido de la puerta. Era Lionela, que acudía a su labor tan puntual como solía (las nueve de la mañana). Ella se alarmó al ver el desorden.

–¿Con quién ha reñido, señor Dátil?

–Con nadie.

–Pues nadie se puso bastante furioso –adujo la sirvienta.

–Eso parece. Tiene usted trabajo extra.

–En dos horas haré lo que pueda.

–Tómese el tiempo que necesite y agregue el importe. ¿Le preparo un café?

–Gracias, ya he desayunado.

–Debería alimentarse mejor Lionela, está perdiendo culo.

La joven sirvienta pasó la palma de su mano sobre la ajustada malla negra que cubría sus glúteos e iluminó el semblante al tiempo que refutaba con energía la afirmación del señorito.

–Es broma, Lio, está usted preciosa, pero coma, que la veo muy delgada.

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Jabalí propiamente dicho.

Ya en la calle armó, activó el impertinente y correspondió a una llamada del Máster (le encargó una información de la agenda política del día) y a otra de Terri, quien le puso al corriente de los síntomas preocupantes del enemigo. Según lo previsto, el general reaccionó como un jabalí malherido. Al percatarse del vaciado de la bolsa en Suiza montó en su Harley y se dirigió a Ciempozuelos a visitar a “los niños” y recabar de la gobernanta una explicación de lo ocurrido. La mujer se apresuró a dar la señal convenida con Terri. La celadora cumplió su deber y le paró en barra. El general arremetió contra ella. Pero la larga Fabiola, ducha en técnicas de defensa personal, esquivó el empujón y aceleró la fuerza del cúbico Felonio que, con la ayuda de un toque en el tobillo, se estrelló de bruces contra el suelo. La gobernanta, que fungía con la puerta abierta, salió del despacho y se apresuró a socorrer al intruso.

–Quería entrar a toda costa –se disculpo la celadora ante la gobernanta mientras la ayudaba a incorporar al general.

–¿Se ha hecho daño? –Se interesó la gobernanta.

–Le he dicho que no podía pasar, que no es día de visita y los niños están durmiendo la siesta, pero no me hizo caso y me empujo –insistió la celadora.

–Has hecho lo correcto –la tranquilizó la gobernanta, quien repitió la pregunta al general, ya en posición vertical–. Déjeme que le vea. Le sangra la nariz. Ande, vaya al lavabo.

–¡Recogilondrios la moza, por poco me mata! –Protestó el general–. Estos no son modos de tratar a un amigo y benefactor.

–Ande, vamos al lavabo, que se va a poner hecho un Cristo –dijo la gobernanta tomándole del brazo y haciéndole ingresar en el cuartucho–. Ahora le traigo algodón para contener esa hemorragia.

–Y avise a Pérez y a Liborio, quiero verlos –le ordenó el general con voz nasal.

La gobernanta frunció el ceño, cerró la puerta, acudió al botiquín y se apresuró a entregarle el paquetito de algodón doblado en forma de serpiente. Acto seguido recogió en su despacho los certificados de defunción (falsos) de los dos lunáticos.

–Esto es lo que queda de los niños –dijo entregándole los documentos cuando el general salió del lavabo con el rostro todavía congestionado.

–¡Recojilóndrios! ¿Cómo es posible?

–Ha sido un accidente terrible. No ganamos para disgustos. Ayer les dimos el último adiós.

El jefe de los espías miró atentamente por segunda vez los documentos de defunción como si quisiera cerciorarse de la fecha del suceso mortal. Preguntó a la gobernanta los detalles del accidente y ésta le explicó que pudo deberse a algún despiste del conductor o quizá a la falta de luz.

–Era ya de anochecida cuando se despeñaron; a saber si algún coche los deslumbró o si les fallaron los frenos. El caso es que no lo sabemos. En fin, estaba de Dios.

–¿Y dice usted que el joven que los llevaba de excursión falleció también?

–Si, general. Los encontraron de madrugada dentro del coche. Se ve que dieron varias vueltas de campana antes de ir a parar contra los arbustos del fondo de aquel barranco. Se ve que se desnucaron, murieron del impacto las pobres criaturas.

El general pasó su dedo índice sobre el bigote y miró la yema como si quisiera cerciorarse de que la sangre no insistía en colorearlo. Preguntó la identidad del joven fallecido, pero la gobernanta le dijo que no fichaban a los voluntarios de la federación de amigos de los locos. Ellos venían, recogían a los internos e internas abandonados por sus familiares, y se los llevaban de paseo. Tenían su dinámica, sus visitas a museos y monumentos, sus excursiones y actividades bien programadas de antemano. Los voluntarios eran gente de bien, personas buenas, mujeres y hombres de las más variadas edades y procedencias hacia las que solo tenían palabras de agradecimiento por ocuparse unas horas o un día entero de «los niños».

Terri completó las novedades preguntándose en voz alta cuánto tiempo tardaría el enemigo en descubrir el falso accidente.

–Esperemos que el trompazo lo haya tranquilizado –dijo Tilo.

–Eso es mucho esperar –dijo Terri.

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Calle Minas, donde se hallaba la Tabernilla.

Habían quedado citados con el armador vasco en la Tabernilla. Su avión llegaba a las once de la mañana al aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas. El periodista le entregaría a través del coronel Terricabras y antiguo espía Diagu Bandiera la documentación de los negocios de Felonio con el pirata malgache y luego aquel hombre con aire de violinista decidiría si había base para emprender la vía judicial contra el preboste.

–Ahí nos vemos –se despidió Tilo y desarmó el inoportuno.

El autobús no acababa de llegar. Las arterias de la capital permanecían atascadas hasta bien entrada la mañana. De seguir así, pronto alcanzarían la velocidad absurda. Los automóviles, vacas sagradas de cientos de miles de urbanitas, aportaban además un valor añadido a la atmósfera en forma de pota o masa gaseosa, oscura e insufrible en las largas temporadas anticiclónicas, a la que ya nadie llamaba aire, sino “la mierda que respiramos”. Di tu que ahora, después de acribillar a pinchazos durante un siglo la piel de la Tierra y de colocar encima lo que debía mantenerse debajo (la grasa petrolera), algunos cráneos privilegiados andaban en busca de Edison, Tesla y otros electricistas capaces de subsanar el fallo de la quema de fósiles para producir energía. Entendían que el siglo XX, el del átomo, había sido incapaz de resolver las necesidades energéticas de la llamada tercera industrialización sin destruir la vida del planeta, pero chocaban contra una montaña de intereses alentados por directivos y dirigentes majaderos de la peor ralea.

En momentos como aquel le habría gustado disponer de una bicicleta, a poder ser eléctrica para las cuestas arriba, con el casco y la mascarilla consiguientes, pero a falta de esas herramientas tan necesarias para la vida moderna, tardó una hora en llegar a la Tabernilla, donde Terri y el armador vasco, que había tenido el acierto de trasladarse en el ferrocarril subterráneo hasta el kilómetro cero y completar el trayecto en el metro, le esperaban en animada plática. El vasco de pelo ensortijado y rostro curtido por los vientos traía preparado el escrito de la querella contra el general Felonio, cuyos negocios tanto perjuicio habían provocado a su humilde empresa y a otros armadores que, sin duda, dijo, se sumarían a la demanda penal en cuanto se enteraran de la iniciativa.

Tilo le entregó los documentos y las fotografías. En una copistería cercana Malalata hizo varias copias del material. Y sin más dilación salió el armador hacia la Audiencia Nacional, aquellos juzgados centrales de grandes delitos donde le esperaba un letrado amigo y buen conocedor de la casa, pues había defendido durante muchos años a decenas de compatriotas y correligionarios encausados por terrorismo.

En el ínterin, Tilo Dátil, telefoneó con el inalámbrico de Terri al Gran Simpático, diputado de la minoría vasca, y al socialista Limones, buena gente y portavoz de la Comisión de Defensa. Enseguida captó el interés de los dos sobre la temática concerniente a los secuestros de los atuneros y la extraña intervención, les dijo, del jefe operativo de los servicios de inteligencia del reino. Puesto que el armador se había comprometido con Terri a llegar hasta donde fuera necesario para desenmascarar a aquel preboste y librarle de su amenaza, actuaron según el acuerdo de llevar la denuncia al Parlamento y armar un buen escándalo. Tilo llamó al armador y quedaron en verse con sus señorías parlamentarias sobre las dos de la tarde en Casa Manolo.

Convenía actuar deprisa, pues a estas horas el general Felonio habría descubierto la invención del accidente y las falsas defunciones, perfectamente documentadas, de los locos Pérez y Liborio. Terri confiaba en el cerco para darle jaque mate, pero el reloj corría a favor del adversario, un enemigo más peligroso que nunca al quedar sometido al principio de Arquímedes. Eso le dijo. Tilo no lo entendió muy bien. Era como si el sabio Compendio ejerciera su influjo sobre el coronel.

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Arquímedes.

–¿Qué pinta el griego de Siracusa en esto?

–Todo canalla sumergido en su propio jugo experimenta un impulso hacia arriba igual al peso de la ira que desaloja –enunció Terri.

–Correcto, salvo que el jugo sea agua regia, en cuyo caso quedaría disuelto –replicó Tilo.

–Incorrecto, el coronado se abstiene de mear en la charca del sapo amigo –dijo Terri como si el agua regia fuera orín de rey.

–Si le hubierais limpiado y cancelado la cuenta suiza quizá habría atribuido el hecho a un bloqueo preventivo por orden judicial –adujo el reportero.

–Erróneo, movería Roma con Santiago para desbloquear los fondos. El poder es él.

–Pero su ira rebotaría en otro frontón, coronel.

–Puede ser.

–Y haría el ridículo ante los cuervos del poder judicial, que eso también desanima un huevo –remachó Tilo.

El coronel frunció el ceño y se pellizcó la oreja izquierda como si le picaran las palabras del reportero sobre la endeblez de la coartada del vaciado de la bolsa de Felonio, una acción de justicia. –¿Crees que arremeterá contra la gobernanta? –Le preguntó Tilo.

–Correcto. Irá al manicomio con sus gorilas a pedirle cuentas, de eso no hay duda.

–¿Será capaz de secuestrarla? Supongo que le habrás dicho que desaparezca o, al menos, que pida protección a la Guardia Civil.

–Espero que no sea necesario, ¿verdad Mala?

–Mis chicos se bastan y sobran para apacentar a la bestia –contestó el maestro carterista.

–No creo que con trucos de magia y malabarismos puedan apaciguar a la fiera; son gente gente armada, Mala, tipos fuertes y musculosos…, bueno, ya has visto las fotos. Dudo que el panoli de Santi Muelles y el pequeño Lagar puedan hacer nada para evitar que se lleven a la mujer y a los niños si Felonio se lo propone.

–Pues no lo dudes, para ellos no hay amenaza que valga. Y para Alibombos, tampoco.

–Vale, Mala, seguro que con el mayordomo en el ajo, la amenaza se queda en amena. ¡No te fastidia!

–Tú sabrás mucho de lo tuyo, pero el que no conoce a dios a cualquier santo le reza.

–¡Por Júpiter, Mala, si no tienen media hostia!

–Eso lo dices tú.

–Vale, puede que la tengan o que no la tengan porque no la necesitan. Espero que no les hagan daño y confío en que la gobernanta o las celadoras tengan el acierto de avisar a la Guardia Civil y no les pase nada malo antes de que el juez ordene el arresto de la fiera.

Terri se mantuvo al margen, sin tratar de convencer a Tilo de la eficacia protectora de los pupilos de Malalata ni de respaldar sus dudas. Cuando el periodista le preguntó abiertamente si dos magos y un mayordomo podían dar la seguridad suficiente a la gobernanta y los locos frente a una bestia parda y sus sicarios armados y grandes como armarios empotrados, el coronel en la reserva apretó los labios con un gesto que cada cual podía interpretar como quisiera.

28.– Parlamentarios

El armador llegó puntual a la cita con el periodista y los diputados. El encuentro fue rápido. Vermú, vino, dos cervezas y directamente al grano. Los parlamentarios quedaron vivamente impresionados por la escueta exposición del navegante sobre las causas y los efectos de los secuestros de los atuneros en el Índico. Del efecto se derivaba otra causa (judicial), les dijo antes de entregar una carpeta a cada cual con las copias calentitas de la demanda y las pruebas documentales. De la acción política solo esperaba las medidas oportunas para evitar nuevos secuestros. Y si las medidas incluían debate público, agitación y dimisiones, tanto mejor. Eso les dijo.

El Gran Simpático se aprestó a invitarle a almorzar en el txoco de la Casa Vasca, a dos pasos, en la misma acera de la corta calle del ilustre jurista Jovellanos, pero el armador adujo que tenía un taxi esperando, pues su avión de vuelta a casa salía dentro de una hora. Intercambiaron los dígitos telefónicos con la promesa de mantenerse en contacto, se estrecharon las mano y el pescador con aire de nervioso director de orquesta dejó la cerveza a medias y se largó a toda prisa.

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Casa Vasca en Madrid, en cuyo txoco almorzó Tilo con el Gran Simpático y el diputado Limones.

La impresión de los diputados se convirtió en sorpresa cuando, ya en la taberna de la Euskal Etxea, hojearon el contenido de las carpetas. Tilo, que se sabía de memoria el contenido de las pruebas, les ahorró el esfuerzo de leerlas minuciosamente y sus señorías economizaron el escaso espacio de la mesa para el vino y la bandeja de verduras a la plancha, menos divertidas que las fotos del general en pelota picada, pero más apetecibles y sabrosas por llegar acompañadas de tres buenos filetes de choto. Se comía bien en el txoco. Y tenía varias ventajas de seguridad: era una taberna poco conocida, con la entrada camuflada en un recodo del semisótano, bajo el armazón del ascensor; contaba con una clientela habitual y no servía a desconocidos. Puesto que se hallaba a cierta profundidad del nivel del suelo, carecía de cobertura telefónica para los inoportunos, lo que permitía conversar sin interrupciones.

En contraste con el resumen telegráfico del armador, Tilo abundó en detalles y respondió al por menor a las dudas de los dos parlamentarios. Limones se interesó especialmente por los métodos de producción y exportación de las armas de destrucción indiscriminada. Le parecía una barbaridad (de bárbaros) el suministro de material bélico a los grupos irregulares de las zonas en conflicto. Como portavoz del principal grupo parlamentario de la oposición en la comisión de defensa se sentía burlado por la información parcial y sesgada que cada seis meses les remitía el gobierno con las licencias de exportación autorizadas (casi todas) y rechazadas (muy pocas) de material de defensa y doble uso. Era como si desconociera que los gobiernos siempre mienten. Con todo, debía consultar a sus superiores políticos (los dirigentes) antes de plantear la comparecencia de los ministros concernidos para pedirles explicaciones en la comisión.

En cambio, el Gran Simpático disponía de más libertad de movimientos. Aquella misma tarde registraría, dijo, varias iniciativas para meter los dedos en la laringe de los sinvergüenzas gubernamentales y obligarlos a potar hasta la última gota de la leche que mamaron. Eso sin contar el resarcimiento económico a los damnificados y la exigencia de dimisión fulminante del general Felonio, del que decía que debía ser juzgado y condenado por crímenes de lesa humanidad. Fuera por efecto del vermú, mezclado en su estómago con el tercer vaso de chacolí o por la indignación que sentía como jurista al comprobar que los titulares de las altas instituciones del reino se pasaban las leyes por la entrepierna, el Gran Simpático se mostraba encorajinado y, en contraste con las consultas obligadas de su colega, sostenía que la gravedad del asunto no admitía demora. En lo atinente a la publicidad, él se ocuparía de hacer llegar sus iniciativas a los principales medios de comunicación de su tierra. Después de todo actuaba en defensa de los atuneros vascos, víctimas de los asaltos y los secuestros de los piratas somalís, unos tipos desarrapados y violentos a los que la vida humana importaba una higa. Y veía el problema con las gafas de contar votos, miles de votos de las gentes del sector. Lógico. Para evitar que le acusaran de electorero propondría asimismo un “marco regulatorio de acciones compensatorias” para las víctimas de aquellas armas de destrucción indiscriminada fabricadas y exportadas por el reino a aquellos valles de lágrimas y niños mutilados.

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Congreso de los Diputados con la estatua de Cervantes en primer plano.

En pocas palabras: el Gran Simpático estaba lanzado. Ya en la puerta del Parlamento Tilo informó a Terri de la buena acogida del armador y se apresuró a entrar en la sala de prensa, desde la que envió un correo electrónico a Eloso haciéndole saber que el “caso Felonio” iba a estallar por el mar. “Los atuneros vascos –le escribió– han denunciado el caso en la Audiencia Nacional y lo han llevado al Parlamento; te recuerdo que es un tema nuestro”.

El director respondió con un escueto “ok”. Veinte minutos después, la jefa de sección, compañera Baldomera, le comunicó que en el reparto de hoy le habían correspondido “cuarenta rayas” (en la jerga profesional llamaban rayas a las líneas) con título y subtítulo en página par. Puesto que los periódicos no eran de chicle ni se podían estirar, le pareció un espacio aceptable para contar el fundamento de la denuncia y las iniciativas políticas del Gran Simpático y, eventualmente, del portavoz socialista en la comisión de defensa, señor Limones, conocedor de la ácida materia.

Pero su satisfacción por haber conseguido meter baza, aunque solo fuera para dar continuidad a los reportajes sobre los pescadores secuestrados, se tornó en decepción cuando, dos horas después de haber despachado las cuarenta rayas, el Máster le comunicó que el tema quedaba reducido a “un breve”. Ya estaba acostumbrado a las jugarretas.

–¿Largo o corto? –Se limitó a preguntar.

–Cinco líneas de mitad de tamaño –respondió el Máster, es decir dos líneas y media de sesenta espacios.

–Es…tupendo, oído barra.

En alguna ocasión había argumentado, en tono de broma y a modo de protesta, que podía resumir en siete líneas la noticia más importante del mundo, pero que, al menos, fueran siete para poder decir que el séptimo día dios descansó. O no apreciaban la creación del mundo como la primera y más importante noticia o no habían leído el Génesis, lo que a nadie podía extrañar ya que los periodistas no solían leer libros y menos tan antiguos. Ah, cuán lejanos los tiempos de la máquina de escribir, el fax y el folio y medio para empezar a hablar y entrar en detalles. No se quejaba, pero sufría la reducción al absurdo.

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«El Mosquito de Nueva York» en el expositor de una librería.

Despachó el brevete un minuto antes de la hora concertada con el hijo mayor para conectar por Skipe. El enlace funcionó a la primera. El hijo se hallaba todo lo bien que podía hallarse en un México desangrado por las mafias, atacado por los sismos y amenazado por el nuevo mandatario del norte, aquel necio con la cabeza de adorno al que llamaban el agente naranja. Le notó muy delgado, al hijo, pero él aseguró que comía lo necesario para sobrevivir. A determinada edad cada cual es responsable de su fisonomía. Su ánimo era excelente. Le dijo que proyectaba viajar a Madrid en primavera para presentar El mosquito de Nueva York, un volumen de cuentos que había merecido un premio y la atención de una pequeña editorial de Palma de Mallorca. Aquello era estupendo, una buena noticia que atemperó su frustración.

Con los deberes cumplidos telefoneó a Lola y se apresuró a salir del edificio parlamentario para evitar toparse con alguno de los muchos pesados que solían caerle encima, en general señorías con adición al ruido, siempre empeñadas en elevar su ego sobre los demás, publicitar su enmienda, desgranar su intervención, explicar su posición política sobre cualquier asunto polémico, sin importarles incurrir en contradicción respecto a la opinión vertida el día anterior, personas dúctiles y maleables, antaño conocidos como “accidentalistas” y hogaño practicantes del “postureo”, a las que convenía evitar. Uno de aquellos pesados le preguntó por tercera vez en dos horas si había visto a Juliana. Y cuando le contestó: “Ahí lo tiene usted”, señalando a un calvo bajito y barrigón que transitaba por el patio, el interpelante entendió que se burlaba de él y le soltó un gruñido; sin duda suponía que Juliana era una señora. La mejor forma de soslayar a los latosos era caminar deprisa con el teléfono pegado a la oreja.

Al socorrido recurso apeló Tilo para no entretenerse. Quería comprar fruta para Lola ante de que cerrasen las tiendas. Saludó a los policías de la puerta de la verja, caminó hasta la esquina de la calle de Fernanflor (otro periodista) para ver si le seguían, cruzó hacia la plaza de Cervantes, ayer un parque de tierra y árboles, ahora perfectamente cubierto con grandes adoquines de granito por decisión del alcalde Gasradón, subió a un taxi y metió prisa al conductor. Aún percibía en su chirumen cierto resquemor por la reducción de su crónica a dos líneas. Frente a la tendencia de culpar a los demás, solía considerarse a sí mismo su peor enemigo. En un instante se le escapó un “¡Por Júpiter!” en voz alta. El taxista le miró con gesto de sorpresa a través del espejo retrovisor. Él aprovechó: “Vaya más deprisa, por favor”. Había caído en la cuenta de su error: citar dos veces al general Felonio en la crónica, en vez de referirse de un modo genérico a la dirección de los servicios de inteligencia.

Lola se definía a sí misma como “una mujer intensa”, aunque su principal cualidad era la bondad. Mientras cenaban frutalmente, que diría Malalata, él la puso al corriente de las novedades de la lucha contra el enemigo y ella consideró acertada la decisión de empapelar a Felonio. Aún no había contestado a la invitación del pirata. Tilo le recomendó: “Dale las gracias y déjalo correr a ver cómo evoluciona la temática”. Ella habría deseado devolver ya el golpe a aquel cafre sobre la decencia de las instituciones democráticas de su país, le habría gustado informarle de la detención del general y devolverle los denuestos que como patriota tanto le habían dolido, pero no podía ser, todavía. Sin más dilación se fueron a la cama, de la que ella se incorporó suavemente cinco horas después para no despertarle, aunque, como en otras ocasiones, el sonido del agua frustró sus felinos movimientos. Tilo la besó, la enjabonó y la puso a tono bajo la ducha. Poco después la despidió con un largo beso, en calzoncillos, ante la puerta del ascensor. Eran las cinco de la mañana y su avión despegaba a las siete. Aunque ella siempre se negaba a que la acompañara al aeropuerto, se volvía loca de contenta cuando iba a recibirla.

Preparó café, activó el ordenador portátil y miró la prensa vasca por Internet. Sentía curiosidad por ver el tratamiento de la querella y las iniciativas políticas sobre el secuestro de los atuneros en los periódicos del norte. ¡Por Júpiter si eran generosos! El predicamento del Gran Simpático resultaba tan elevado como su buen tino. Otros políticos habrían quemado las naves embadurnadas con el espeso material probatorio para llamar la atención a base de llamas, humo y olor a chamusquina. Él, sin embargo, demostraba la cautela del buen jugador de ajedrez y se reservaba el movimiento de las pruebas documentales y gráficas para el momento oportuno. El caso Felonio echaba a andar, salía a la luz desde las oscuras profundidades cenagosas. Y eso, en un estado de opinión frente a la opinión de Estado (los sinvergüenzas que lo mangoneaban bajo el manto del secreto oficial), parecía lo más importante.

Tilo supercopió las informaciones más extensas y las envió “en modo anónimo” a varios correos electrónicos: a Eloso, el Máster, el redactor jefe de política, al que llamaban Eltriste, a aquella jefa de sección, Baldomera, cuyos progenitores, a juzgar por el nombre, no la querían bien. A continuación se prodigó en envíos a los portavoces y líderes políticos de toda laya, sin olvidar al presidente del gobierno y a varios ministros.

Después del café encendió el primer pitillo, tosió, abrió la lámina corredera de la ventana de la cocina y se acodó a fumar. El cielo estaba raso, hacía frío. Del oscuro patio de luces subían los aromas pegajosos de las cocinas, con predominio de olor a huevos y patatas fritas. Sopesó la conveniencia de telefonear a Terri y contarle las novedades de las últimas horas, aunque finalmente optó por respetar su descanso y se dedicó a buscar datos en los archivos abiertos y los documentos públicos sobre uno de aquellos edificios emblemáticos que siempre estaban en obras: el Museo del Prado. Disponía de algunas informaciones sobre el supuesto latrocinio de apreciables cantidades de dinero público a cuenta de las interminables obras de ampliación, conservación y mejora de la pinacoteca. La corrupción era objetiva y subjetiva. La clase extractiva metía la mano por todas las esquinas de la caja del común. Con razón le llamaban así, “extractiva”. Contrastó datos, esbozó un mapa de fuentes, hizo una lista de personas con las que convenía hablar. Cuando miró el reloj tuvo la impresión de que el tiempo pasa más deprisa de noche. Empezaba a clarear, eran más de las siete, hora de llamar a Terri.

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Paisaje del antiguo manicomio de Ciempozuelos.

El coronel le contestó al primer timbrazo. Tenía la voz tomada como si se hubiera constipado. Tilo se disculpó por llamarle tan temprano y argumentó que lo hacía impulsado por el trato extraordinario de la prensa vasca a las iniciativas del amigo armador, al tiempo que se interesó por su salud.

–Sólo es un resfriado –dijo el coronel sin dar importancia a su averiada garganta y al fatigoso respirar–; he tenido que hacer más recados que un jubilado y no he pegado ojo en toda la noche.

–¿Qué ha ocurrido?

–¡La guerra de las galaxias, la hostia! Aquí estoy esperando el próximo ataque.

–¿Dónde es aquí?

–Cerca del manicomio –dijo sin precisar el lugar.

29.– Lágar

Tal como habían supuesto, el enemigo montó en cólera al descubrir el ardid del accidente, telefoneó al manicomio y pidió hablar con la gobernanta, quien había instruido a la celadora y telefonista Fabiola, que le asestó el primer directo a la oreja: “La jefa no trata con tipos corruptos y sinvergüenzas”. Eso le dijo. El general soltó un bufido: “Usted no sabe con quien está hablando”. La celadora le repicó con otro golpe en el cogote: “Lo sé, puedo olerle desde aquí”. El general gruñó, invocó su autoridad y la amenazó con enviar a sus agentes a detenerla, a ella y a su jefa y a los dos locos de marras que para robar –dijo– estaban más cuerdos que dios. “¡Que vengan si se atreven!”, le contestó la larga, aunque el general ni la oyó porque cortó de repente la comunicación.

La celadora corrió a alertar a la gobernanta, quien telefoneó a Terri bastante alarmada. Él le rogó que tuviera confianza en los tres tipos duros que había enviado a protegerla, es decir, el mayordomo Alibombos y los dos pupilos de Malalata. Ellos saben cómo actuar. La mujer confió, claro, pero amplió el círculo de confianza a todos los empleados del internado, a los que impartió la consigna de no dejar entrar a los visitantes indeseables cuya presencia era inminente.

Poco después aparecieron cuatro individuos en dos coches, los estacionaron de mala manera cerca de la puerta, se dirigieron a la escalinata y, sin llamar al timbre, el primero asió la manilla para abrir y entrar. Pero la puerta estaba trancada. La cerradura cumplía su función. Contrariados, dos de ellos golpearon la gruesa lámina de vidrio y uno gritó: “¡Policía, abran!” La celadora se incorporó de su silla, situada detrás de un pequeño mostrador, y se acercó.

–¿Qué desean ustedes?

–Policía, abra inmediatamente.

–¿Qué clase de policía?

–Agentes del servicio nacional de inteligencia –dijo el de canas.

–Ah ya, los enviados del general Felonio que vienen a practicar detenciones, ¿no es cierto?

–Correcto –dijo el de canas.

–Esperen un momento, que voy a avisar a la jefa y agarrar las llaves.

En ese instante aparecieron en el hall el cocinero, un fortachón en mandil, flanqueado por el negro Alibombos con bata blanca de médico o enfermero, seguidos de dos mujeres que empujaban unos carritos metálicos con aperos de limpieza y ocho o diez cuidadoras y asistentes ataviados con los guardapolvos azules reglamentarios y algún utensilio en la mano. El jardinero y encargado de mantenimiento se abrió paso con una azada al hombro y se colocó en primera fila, junto al negro y el cocinero. La larga Fabiola regresó en dos minutos.

–Dice la jefa que sin una orden judicial no pueden pasar. ¿Traen ustedes eso?

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Escenario de los hechos.

El de las canas hizo una señal a los de detrás y se apartó hacia un lado. Uno avanzó un paso, sacó una pistola de la sobaquera, la empuñó con las dos manos, gritó a los de dentro: “¡Fuera, fuera!” Ninguno se apartó. El de canas les conminó: “¡Apártense, carajo!” La larga Fabiola sacó pecho: “¡Disparen si tienen cojones!” El de canas repitió la advertencia. La celadora contestó: “¡Váyanse a la mierda!” El de canas reculó dos pasos sobre la escalinata y les advirtió: “Ustedes se lo han buscado”. El de la pistola hincó la rodilla izquierda en el último peldaño de la escalera y disparó dos balazos contra la cerradura de aluminio. La habría atravesado si el jardinero, al quite, no hubiese colocado la azada detrás. El vidrio se astilló por el impacto, pero mantuvo su solidez y obligó al pistolero y al canoso a empujar la puerta por el tirador y el marco metálico para no cortarse. Pero su empuje era menor al que ejercían el negro, el cocinero, el jardinero con la azada y las mujeres con sus carros de limpieza desde el interior. El forcejeo duró poco porque enseguida los asaltantes se vieron envueltos en una humareda de mil demonios.

¿Qué había pasado? Desde lo alto de uno de los tres mástiles situados a la izquierda de la entrada al manicomio, camuflado detrás de una bandera, Lagar les soltó dos botes de humo tóxico y lacrimógeno, seguidos de un puñado de petardos. Un agente gritó: “¡Mierda!” La bola petardera le había estallado en la cabeza. En un instante el Lagartijo se lanzó sobre la chepa del más cercano al mástil. El canoso no soportó el impacto de las botas del saltimbanqui y se estrelló de bruces contra las baldosas, cubiertas por la nube de humo. Lagar lo agarró del pelo y le aplicó la solución en la nariz y la boca: un pañuelo de algodón impregnado en cloroformo. “¡Respira, mamón!”

A la humareda y los petardos por sorpresa se sumaron los acelerones de uno de los coches de los agentes. Santi Muelles, especialista en instrumentos mecánicos, les robaba el auto. Salió a todo gas de aquel patio enrejado, tocando el claxon. Los tres agentes corrieron instintivamente hacia el coche que les quedaba, arrancaron y salieron a toda mecha detrás.

Lágar, con la ayuda de Alibombos, el cocinero y el hombre de la azada, trasladó el cuerpo del agente canoso al césped donde se alzaban los mástiles. Lo dejaron con la espalda apoyada en  una estatua. “Que se oree”, dijo Lágar. El cocinero le tomó el pulso. “Funciona”, dijo. El tipo respiraba y estaba caliente.

–No le ha ocurrido nada grave ni está conmocionado ni en coma, sino dormido por el cloroformo –dijo Lágar.

–¡Qué jodío! –Exclamó el de la azada.

–Una buena solución para esta clase de bichos: dormidos no hacen daño –dijo Alibombos.

–Vamos a operarlo –dijo Lagar antes de abrirle la solapa de la chaqueta de cuero negro y sacarle la reglamentaria de la cartuchera al costado. Quitó el cargador, extrajo las cinco balas y se las entregó al cocinero: “Tenga, un recuerdo”. A continuación examinó la recámara y retiró el proyectil. “Tenga, también hay para usted”, dijo al hombre de la azada, que le agradeció el detalle. La gobernanta y la larga Fabiola contemplaban mudas la operación. Lagar limpió cuidadosamente las huellas con un pañuelo de papel mentolado y colocó la pistola donde estaba. A continuación examinó la documentación del durmiente, se fijó en el nombre y los apellidos que figuraban en una credencial plastificada, con un chip áureo, similar a una tarjeta bancaria, y retuvo la inscripción “saber para vencer” que figuraba en el revés. Limpió las huellas y devolvió la cartera al bolsillo del tipo.

–¿Qué vamos a hacer con él? –Preguntó la gobernanta.

–Dejemos que duerma, necesita descanso –respondió Tilo.

–Se ha hecho un buen chinchón –observó una limpiadora.

Otros empleados habían aventado la humareda y alejado los botes a patadas fuera del recinto vallado del patio de brea que servía de aparcamiento.

–Voy a limpiarle esas rozaduras y ponerle hielo en el bollo –añadió la limpiadora con la aquiescencia de la jefa.

–¿Cree que esos mierdosos alcanzarán a Santi Muelles? –Se interesó la larga Fabiola.

–Ni de coña –dijo Lagar.

–¿Es buen volantista?

–Psss…, ocurrente más bien; pero tranquila: esos tipos no llegarán muy lejos.

–No le entiendo –dijo la larga.

–¿Cómo se lo explicaría yo? Los coches funcionan con gasolina, la gasolina va en un depósito, el depósito lleva una tapa, la tapa se abre, se le echa un puñado de arena, la arena se deposita en el fondo, el fondo lleva un filtro, el filtro se obstruye y el coche deja de funcionar.

–Ya comprendo.

–Por eso digo que no llegarán lejos.

–¿Hasta dónde? –Quiso saber el cocinero.

–Lo que dé de sí el combustible de los conductos y el carburador, unos pocos kilómetros hasta quedar colgados en la autovía de Andalucía.

Lagar miró el reloj. La piadosa limpiadora depositó sobre la frente del durmiente una bolsa con terrones de hielo y le curó con un algodón empapado en alcohol.

–Ya debería estar de vuelta –dijo Lagar en alusión a Santi Muelles.

–Con cuidado, no le despiertes –advirtió la gobernanta a la limpiadora.

–Tranquila, que este no despabila en dos o tres horas, lleva anestesia de fieras –dijo Lagar.

–¿Qué va a hacer cuando despierte? –Le preguntó la gobernanta.

–Él sabrá, pero tranqui, que éste no vuelve a aparecer por aquí –afirmó Lagar.

–Dios te oiga –dijo la mujer.

–Dios no oye –dijo Lagar.

Lo que oyeron en ese instante fueron los acordes del himno nacional que emitía el teléfono inalámbrico del durmiente. Fabiola se apresuró a sacárselo del bolsillo del pantalón y se lo entregó a Lagar, quien oyó una voz femenina: “Le paso al jefe”. Y luego una masculina: “¡Recogilondrios, Florez! ¿Qué coño ha pasado?”

–Se ha equivocado, capullo –respondió Lagar y cerró la conexión.

El hombre de la azada soltó una carcajada. Él desconectó el teléfono, lo desarmó y se guardó las partes. Era el último modelo de una conocida marca de calidad y costaba una pasta gansa.

–Otro para la colección –se justificó, buscando la mirada de la Larga.

–¿No se lo devuelve usted? –Le instó el hombre de la azada.

–Me lo quedo de recuerdo –dijo Lagar.

–¡Qué jodío! –Exclamó el hombre.

La gobernanta le preguntó quién había llamado al agente.

–Un tal recogilondrios, un capullo con voz de jefazo –dijo Lagar.

–¿Por qué le has dicho que se ha equivocado en vez de pedirle una ambulancia?

–Le llamó Florez y aquí, el prenda, se llama Liborio, según dice su carné.

La mujer apretó los puños, dio unos pasos hacia el espía, le escupió en la cara y le habría pateado los testículos si la larga, al quite, no la hubiera sujetado. Lagar no entendió aquel ataque de la jefa a toro pasado. Alibombos pidió a la limpiadora que le volviera a pasar el algodón o una bayeta para evitar restos de ADN que pudieran comprometer a la superiora, pero fue inútil porque ésta le alcanzó en la barbilla con otro escupitajo.

Unos minutos después empaquetaron al agente en el automóvil de Santi Muelles, que acababa de regresar después de permanecer un tiempo oculto en un recoveco cercano.

–Tiren a ese cabrón al río –dijo la gobernanta.

–No señora, no ahogamos gente –contestó Muelles.

–Es un sucio pederasta, un canalla que se folla a las niñas –adujo la gobernanta.

–¿Cómo lo sabe?

–Lo sé, he visto las pruebas, no merece vivir –afirmó la gobernanta.

–Hay demasiados de esos, pero descuide, parecerá un accidente –zanjó Lagar.

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Vega del Jarama desde Titulcia.

Pusieron rumbo a la vega del Jarama por la carretera de Titulcia, seguidos de Alibombos, que conducía el coche de su señorita, la funcionaria Lafun, acompañado del fornido cocinero. Pararon antes de llegar al río, instalaron al durmiente en el asiento del conductor, Santi giró el volante hacia la derecha, limpió las huellas y dirigió la maniobra para que el vehículo trasero empujara al del agente hacia la cuneta, un terraplén bastante inclinado bajo el que se veía el muro de cemento de una acequia con agua estancada. La operación fue indolora y breve. El coche se deslizó por la pendiente y quedó como un animal sediento, amorrado en el canal.

De regreso al manicomio recibieron la llamada de Mala comunicándoles que iba para allá. Santi Muelles bromeó sobre el refuerzo del maestro gordo y fondón, incapaz ya de salir corriendo.

Estarvos atentos que ese Felonio es el mismísimo Belcebú y volverá a atacar –les advirtió.

–Pierde cuidado, nos queda medicina y pirotecnia –dijo Lagar.

–Menuda cosa, voy para allá –dijo Mala.

El personal del centro permanecía movilizado, dispuesto a defender con uñas y dientes (y otros apósitos) a la gobernanta, a la que se ve que querían tanto como al bondadoso fray Cayo que en gloria esté. Los últimos rayos del sol desaparecieron en un instante. Cayó la noche. Apenas eran las siete de la tarde, pero los gobiernos trataban a la gente lo mismo que a las gallinas y acortaban el atardecer por decreto horario. Cerraron la puerta corredera del aparcamiento y dispusieron la primera línea de defensa tras el muro de hormigón, de un metro de alto, del que salían los barrotes metálicos de color rojo de la verja que rodeaba el lugar. La línea de defensa podía parecer irrisoria frente a un enemigo provisto de armas de fuego, pero Malalata, convertido en jefe de operaciones, convenció a la gobernanta de que era suficiente para resistir mientras llegaba la Guardia Civil. Las herramientas consistían en unos montones de piedras pequeñas o chinas y algunas de mayor tamaño que el cocinero, el jardinero, la celadora y los cuatro elementos protectores acumularon junto a la valla. Al material básico para contener al enemigos aportó Lagar varias bolas de petardos y los dos botes de humo tóxico que le quedaban en la mochila.

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Cóctel Molotov.

Y añadió Mala una caja con varios botellines de cerveza de los que consumían en la Tabernilla, terciados de gasolina y cerrados con papel de periódico a modo de mecha. Los cócteles molotov entusiasmaron al cocinero, que enseguida lanzó uno contra la carretera para probar. Funcionaba. Mala entregó mecheros de gas a los que carecían de ellos y dispuso el orden del uso de la munición: primero los botes de humo, a continuación las bolas de petardos, seguidas de los frascos incendiarios. Había que lanzarlos con mucha fuerza para que rompieran y estallaran en una llamarada potente y concentrada. Detrás, las pedradas. Y si fuera necesario, él y Alibombos, que tenía más envergadura, se ocuparían de lanzar dos recipientes de pintura plástica de a kilo que sacó del maletero de su coche.

–¡No pasarán! –Proclamó.

–Es la guerra, una guerra primitiva –le secundó la larga, contemplando el material.

–De primitiva, nada monada –la contradijo Santi Muelles, extrayendo del bolsillo interior de la sudadera unos cilindros muy finos y una caja de alfileres. Era su último invento de mago, una cerbatana que no mataba pero dolía. Alargó los cilindros y colocó un alfiler. La larga se rió.

–Eso no es primitivo, jeje.

–Tecnología punta, hermosa –sostuvo Muelles.

–Si, de punta en blanco, jeje, de cuando cagabas en el orinal.

–Cuida tu culo, que va –replicó Muelles, caminando hacia atrás con el artefacto en la boca.

–¡Ni se te ocurra! –Exclamó la celadora, llevando una mano al trasero, que lucía recauchutado por el chándal adherido a los glúteos, más cómodo que el traje reglamentario de pantalón y chaqueta azul con el nombre en la pechera.

El mago Muelles aceptó la advertencia, pero quiso demostrarle su pericia y puntería en el manejo del invento. Sacó su cajetilla de tabaco, extrajo un cigarrillo, lo colocó en posición vertical sobre el muro, delante de un barrote de la valla, se alejó diez pasos hacia atrás sin perderlo de vista (había luna llena) y preguntó a la moza:

–¿Dónde quieres que le clave el alfiler?

–En el centro, jeje.

Muelles hinchó los carrillos y disparó. El alfiler quedó clavado en la mitad del pitillo. La larga le aplaudió, agarró el cigarrillo, le quitó el alfiler y se lo fumó. El cocinero, que se llamaba Pablo y parecía más incrédulo que el de Tarso, colocó otro pitillo y Santi lo clavó.

–¿Cómo lo consigues?

–Con mucho entrenamiento.

–Para eso hay que tener tiempo.

–En la cárcel sobra tiempo.

–¡Atentos! –Exclamó Mala al ver venir tres coches seguidos. Pasaron sin detenerse.

30.– Láser

Mientras esperaban a los atacantes, que esta vez serían el doble o el triple, según sospechaban, divisaron una luz en el cielo que parecía competir con la luna en la iluminación del suelo. Procedía del Cerro de los Ángeles y se movía sin prisa y sin pausa hacia Ciempozuelos.

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…vienen en helicóptero, alertó Malalata.

–Esos cabrónides vienen en helicóptero –alertó Mala por teléfono a Terricabras.

Poco podía hacer el coronel salvo recomendarles que se pusieran a cubierto aguantaran el tirón mientras llegaban los refuerzos.

–¿Refuerzos… Qué refuerzos? –Preguntó Mala extrañado.

–Un efectivo –dijo Terri.

–¿Qué defectivo?

–Yo mismo con mi mecanismo –contestó Terri.

–Cojo…nudo –dijo Mala torciendo el morro.

No fue uno, sino dos, los efectivos, pues el sabio Compendio, que parecía que no se enteraba de nada pero lo entendía todo, comprendió lo apurado de la situación, pidió disculpas a Lafun y suspendió la partida de ajedrez. Ella se mostró comprensiva. En lo que Terri telefoneaba al taxista Delfín para que viniera a recogerlos, el sabio recogió la bufanda y la cazadora del maletero del coronel así como su abrigo, su gorro ruso y el arma secreta. Era la oportunidad de probar la eficacia de su invento en los humanes. En los gatos funcionaba. En los perros, también. Hasta en los caballos surtía un efecto extraordinario. Pero se había jurado no emplearla contra el semoviente humano, salvo peligro de muerte, como era el caso.

Terri tenía buenos reflejos, pensaba rápido y actuaba deprisa. Las situaciones límite le aportaban claridad y decisión. Un pelotón de tipos armados que se traslada en helicóptero sólo puede hacerlo si el aparato es grande, un Super Puma, se dijo, una aeronave operativa en el ejército de tierra y al servicio de algunos cuerpos policiales, sanitarios y la jefatura del gobierno. Probablemente Felonio había pedido el cacharro a un colega militar para una misión secreta. Aunque el Centro de Inteligencia contaba con pilotos, una aeronave de hélice con capacidad para veinte personas, un peso muerto de cinco toneladas y hasta cuatro de carga y una velocidad de crucero de algo más de doscientos kilómetros por hora necesita suelo sólido, una pista firme y amplia y sin cables en la que posarse. La orografía de la vega era propicia para aterrizar en cualquier parte, pero el terreno estaba embarrado por las lluvias de los últimos días, de modo que los pilotos tendrían que buscar un lugar seguro donde posarse, soltar la carga y esperar. Por suerte, el arbolado era abundante en el pueblo y en torno al manicomio. La parte trasera del edificio tenía, según recordaba, una larga hilera de árboles de gran ramaje, añoso y duro, que la hacía impracticable. Solo la zona delantera del internado, con el firme de asfalto, parecía el lugar propicio para aterrizar. Eso o el patio de un colegio. Pero los colegios estaban cerrados a esa hora.

Cuando llamó al taxista ya se había hecho una composición de lugar.

–Delfín, ¿dónde te encuentras?

–Voy por la calle Antracita, cerca de Legazpi.

–¿De vacío?

–Si, de regreso al centro.

–Estupendo –dijo Terri–; sigue hacia Embajadores y en cuanto dobles verás el escaparate de una tienda de electrónica. Para un momento y compra un puntero láser de la marca Delta Tactis de alta intensidad. Si no tienen esa, vale otra siempre y cuando sea de alta intensidad y largo alcance. Que te lo den con la batería cargada. Cuesta unos cincuenta euros, ahora te los pago. Vente para acá a toda máquina, tienes que llevarme a Ciempozuelos.

–Eso está hecho –dijo el taxista.

Malalata por su parte mantenía informado al coronel sobre las evoluciones del pájaro de hierro: “Viene despacio, como si estuviera siguiendo el concurso del río. Anda, mira, parece que se ha parado, no, está torciendo…, si, tuerce…, tuerce a la izquierda, ya no le veo la luz delantera, sesvía hacia San Martín de la Vega. Sólo distingo el centelleo rojo del piloto trasero. Sí, ese va pa San Martín de la Vega… ¡Anda ya y que os den! ¡Falsa alarma, compañero!”

–Puede que si puede que no.

–Va a ser que si –dijo Mala.

–Ojalá tengas razón, pero estad atentos –dijo Terri.

–Empieza a hacer frío –se quejó Mala.

–Pues recogeos y deja a uno de guardia –dijo Terri,

–Sí, va a ser lo mejor –aceptó Mala.

–¿Qué pasa con el helicóptero?

–Allí sigue centelleando, va muy despacio, como parado –dijo Mala.

–¿Ha cogido altura?

–No parece. Igual se ha despistado y está buscando la carretera, ¿no crees?

–Aristóteles dijo que un burro voló…

–Puede que sí, puede que no –añadió Mala–. Anda mira, parece que está bajando. Igual son esos ejecutivos americanos del Parque Warner que pusieron ahí o vaya usted a saber. Pues sí, está descendiendo, se ve que va a aterrizar.

Medio minuto después, el maestro carterista informó al coronel de la desaparición de las señales luminosas del puñetero helicóptero. “Falsa alarma –repitió–, puedes ahorrarte el esfuerzo, tengo hombres suficientes… También mujeres. Y si fuese menesteroso pongo en pie de guerra a los locos… Para tirar piedras y arrear mamporros creo que valen”.

–He llamado a Delfín y voy con Compendio para allá. Estoy seguro de que el enemigo volverá a intentar el asalto para capturar a la señora Benilde (la gobernanta) y a esos locos cuyos nombres le comprometen –dijo Terri.

–¿Compendio…? No es por minusvalorizarle, pero ya me contarás qué pinta aquí ese viejo escuálido como no sea agarrar una plomonía.

–Pues no lo minusvalores; le dejáis pasar y si es menester –no menesteroso, Mala– le asignas la protección de esos dos locos con su arma secreta. Yo intervendré desde fuera.

–¿Para cortarles la retirada?

–Más o menos –dijo Terri.

–Déjate de bromas, que hace un frío que corta la respiración y congela los huevos.

Terri evitó responder, se despidió con un “hasta ahora” y siguió caminando por el recodo de Pez, precedido del sabio por si había moros en la costa. Doblaron la esquina de la calle de San Bernardo, donde el tránsito humano era abundante y proporcionaba una cierta seguridad a Terri. Por sus piernas bullía el cosquilleo de la prisa, contenida a duras penas por los cálculos de su cerebro, según los cuales, Felonio también necesitaba su tiempo para reunir a un pelotón de ocho o diez hombres capaces de ejecutar la misión con garantías de éxito. Si los cuatro enviados habían mordido el polvo y sufrido una humillación equivalente a su prepotencia, la lógica de las cosas aconsejaba al capitán al frente de la operación un notable aumento de los efectivos. Generalmente actuaban a pares o en trío. Cada célula operativa realizaba sus cometidos: vigilancias, seguimientos, entradas en domicilios y oficinas, registros clandestinos, colocación de micrófonos y cámaras ocultas. También interrogatorios por las buenas o por las malas, es decir, con palizas. Las escuchas e indagaciones eran, con todo, las tareas principales de aquellas tipas y tipos duros. La orden de suspender sus misiones durante unas horas para ejecutar un asalto con detenciones les sacaría de la rutina y les molestaría bastante. Terri se imaginaba su mal humor, máxime cuando la mayor parte de las ocupaciones de los agentes operativos consistían en calentar un cómodo sofá, remover un gintonic en alguna boite o jugar a los novios dentro de un coche. Y no te cuento –se decía– si estaban fuera de servicio con su familia. Reunir a deshora a aquellos individuos en un punto de encuentro, llevaría su tiempo. ¿En qué punto?

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Instalaciones militares de La Marañosa, rodeadas de pinares.

Delfín hizo sonar el claxon. Parecía contento. Venía escuchando rancheras. Le entregó con aire triunfal el puntero láser. Lo de triunfal se debía al apreciable descuento que había conseguido. Terri le agradeció la honradez, una cualidad rara entre los de su gremio y le metió prisa. Compendio acariciaba su arma secreta con la mano en el bolsillo del abrigo.

“En la Marañosa”, se dijo Terri de pronto. Sí, ese era el punto, pensó. ¿Qué mejor lugar para reunir a los agentes de operaciones especiales que aquella instalación militar, situada entre los pinares de San Martín de la Vega? El helicóptero no había aterrizado en el parque recreativo Warner, como suponía Malalata, sino en el poblado militar de la Marañosa, también conocida como la Fábrica del Rey porque en aquel paraje se construyó por iniciativa de Alfonso XIII de Borbón una factoría militar para cargar bombas con gases asfixiantes. Aquellas armas químicas sirvieron para bombardear con cañones y desde aviones a la población civil del norte de Marruecos, los bereberes del Rif. Una manera sucia, criminal y muy cruel de vengar la derrota de las tropas imperiales en Annual, en julio de 1921. La mezcla de chulería, corrupción e incompetencia de los mandos de aquel ejército mal equipado y peor alimentado, compuesto por legionarios y oriundos contratados por cuatro reales (regulares les llamaban), facilitó el triunfo de los guerreros rifeños que defendían su territorio y su independencia. El rey, el gobierno, el ministro de la guerra, un tal Marichalar, y los generalotes se debieron sentir malheridos en su orgullo al aparecer en la escena nacional e internacional como unos majaderos (trágicos, pero majaderos) y se entregaron a la venganza sin reparar en gastos. El rey, un germanófilo obtuso y errático, decidió la compra de grandes cantidades de iperita o gas mostaza a los alemanes, que habían utilizado aquella mierda venenosa y mortal contra las tropas francesas en la primera guerra mundial. Aunque el tratado de Versalles les obligaba a destruir los arsenales químicos, los alemanes incumplieron la orden y escondieron la mercancía, de modo que al gobierno de su graciosa majestad, impresionada por la eficacia de los gases asfixiantes, les resultó fácil localizar al jefe químico del emperador de capa caída, un tal Hugo Stolzenberg, concederle la nacionalidad y conseguir a precio superlativo el suministro de la mercancía tóxica y de los consiguientes equipos (aviones y cañones) para distribuirla en forma de bombas contra los pueblos y aldeas (casas, zocos, fuentes, campos, ríos) del Rif. El tal Stoltzenberg dirigió la instalación de esa Fábrica del Rey para armar proyectiles de gran tamaño (de cincuenta a doscientos kilos) con materiales químicos perfectamente estudiados para destruir las mucosas de cuantos seres vivos se vieran expuestos a ellos durante varios minutos. Los rifeños cayeron como moscas. Algunas décadas después todavía sufrían alteraciones celulares malignas (cáncer), dolencias y enfermedades inexplicables. La venganza fue terrible. Y costosa. Pero la agitación patriótica mantuvo a los súbditos ignorantes de la canallada y les cargó la factura (como siempre). En torno a la factoría se construyó un poblado cercado y vallado para los operarios. Era una instalación secreta en mitad de un bosque de pinos carrascos, de la que entraban y salían algunos militares, y a la que dieron el nombre de “cuartel”.

Terri no tenía duda de que el moscón nocturno se había posado en la plaza de aquel poblado, cuya fábrica había sido objeto de cuantiosas y sucesivas inversiones y figuraba como un centro de referencia de la Alianza Atlántica en materia de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. Convendría darse una vuelta por allí. Indicó al taxista que tomara la avenida de Andalucía y se desviara por la barriada de Villaverde Bajo hacia la carreterucha que conducía a Perales del Río. Entre esta localidad y San Martín se hallaba La Marañosa. El ahora coronel en la reserva había estado allí una vez, hacía muchos años, recibiendo instrucción sobre las armas de destrucción masiva, y creía conocer el terreno. En un momento determinado pidió a Delfín que condujera despacio y le expuso el plan de desviarse por el camino de tierra para husmear el corazón el bosque. El taxista condujo hasta una barrera de barra. Tocó el claxon. Un empleado de seguridad abrió desde la garita. Estaban automatizados. Tras ellos llegaban dos coches más. Delfín seguía las indicaciones de Terri, siguió la calle ancha y recta, con varias casas blancas de planta baja a los lados, hasta el centro del poblado, donde se advertía trasiego de individuos y automóviles y, en efecto, estaba el helicóptero. Circularon despacio, sin detenerse ni siquiera cuando Terri abrió la portañuela y saltó del coche a la cuneta. Era un país de cunetas. Pocos kilómetros más allá, el taxista con el sabio compendio a bordo volvió a tocar el claxon y el vigilante de seguridad del otro lado elevó la barrera y abandonaron aquellas instalaciones por el camino de tierra que desembocaba en la estrecha carretera que les llevaría a Ciempozuelos.

Terri confiaba en sus piernas. También en los puños, claro. Subió por el cerro entre los pinos y, ya con el ruido del rotor del helicóptero en los tímpanos, telefoneó a Mala para que le preparara un buen recibimiento si él no alcanzaba a pararlo. Mala sabía como actuar contra el moscón con piedras y botellines incendiarios. El Super Puma despegó. Terri vio su potente foco delantero y distinguió la oscura silueta en el aire. Había subido cincuenta metros y ponía rumbo hacia el sur cuando le apuntó y activó el rayo láser. La dispersión de la luz y el rebote de la fúlgura en todos los vidrios del aparato, incluidas las lentes de visión nocturna del piloto, provocaron un giro repentino, como si quisiera zafarse de una tela de araña. Terri movió el puntero y le mantuvo enfocado. Desde la elevada terraza entre los pinos dominaba el campo de batalla. El abejorro giró hacia el norte, pero Terri modificó su posición y le siguió con el láser hasta tocarle de lleno en el lateral izquierdo. El coronel manejaba bien el puntero. Cambió el color del rayo del verde al rojo, de modo que los pasajeros no solo alucinaron en colores con los miles de puntos de luz rebotando en todos los vidrios, lo que impedía la visión, sino que además creyeron que era el principio del fin (el suyo), pues el láser rojo alcanza el objetivo unos segundos antes que el proyectil trazador. El piloto reaccionó al instante, el aparato cayó, Terri lo vio desaparecer entre los árboles, se encogió de temor a la colisión y a la segura explosión. Pero no se produjo. Respiró hondo y siguió oyendo el sonido de los rotores, señal de que el moscón había podido sobrevolar la factoría y el pabellón que allí había y aterrizar en la zona trasera de la fábrica. Entonces se apresuró a subir las terrazas onduladas en las que crecían piornos e hileras de pinos tan juntos que parecían marineros desfilando en la cubierta de un buque. Llegó a la valla que rodeaba la instalación como si fuera un cortijo. Se hallaba coronada por una espiral de alambre acerada con cuchillas. Iba a sacar de la suela izquierda de zapato la herramienta cortante para abrir un costurón en la malla y cruzar al otro lado, pero el agua había hecho su trabajo y pudo pasar reptando por el hueco de una cárcava. La carretera estaba a pocos pasos. El barranco arcilloso del otro lado le pareció un muro infranqueable para seguir monte arriba entre los pinos, de modo que corrió por carretera en curva hasta una ondulación del terreno, más propicia para cruzar y ocultarse entre los pinos. Después subió monte arriba y encontró algunas trincheras de la Guerra Civil. Por lo que sabía, aquel cerro había sido un enclave de la batalla del Jarama. Plantaron pinos, pero se mantenía las ondulaciones de las antiguas trincheras, ahora cubiertas de ramas secas, piñas y hojarasca punzante de los carrascos. Ya no oía el rotor del helicóptero, pero sí los ladridos de unos perros. Supuso que rastreaban la zona en busca del individuo del láser. Bajó hasta la orilla del barranco a comprobar si la búsqueda le afectaba. Entre los árboles del otro lado de la carretera vislumbró luces que se movían. Eran rastreadores con linternas. Camuflado tras el tronco de un árbol vio a un perro lobo que salía de la cuneta. Seguramente había pasado la valla por la misma cárcava que él. Tenía buen olfato el canelo. Husmeó la carretera de un lado a otro. Un coche todo terreno a mucha velocidad se lo encontró de pronto y, sin tiempo para esquivarlo, le arreó un trastazo de refilón. El can aulló de dolor y se arrastró hasta la cuneta. Sus gemidos atrajeron la luz de una linterna tras la que Terri vio la negra silueta de un tipo que alumbró al animal y le descerrajó un tiro en la cabeza desde el otro lado de la valla.

Se encumbró y regresó a las trincheras. Después de todo, se dijo, era un buen observatorio, aunque más lejano e impreciso para sabotear al helicóptero si volvía a despegar. Se mantuvo quince o veinte minutos de pie, a la espera. Después acomodó sus posaderas sobre el mullido forestal, atento a los sonidos. De vez en cuando oía pasar algún camión. La luna llena hacía su recorrido nocturno, exagerando las sombras. Ya no se oía a los perros ladrar. El ruido de una moto a sus espaldas le puso en guardia. Se tranquilizó al comprobar que circulaba por un camino o sendero forestal y se alejaba. Del rotor del helicóptero no oía señal. Con todo, decidió esperar, pues suponía que tras el rastreo, los agentes operativos del general Felonio reanudarían su misión y, por otra parte, siendo como eran expertos redomados en operaciones especiales de alto riesgo, no admitían el fracaso ni muertos.

Después de una hora sin señales del moscón metálico, Terri comenzaba a sospechar que el enemigo había decidido prescindir de la aeronave o aplazar la misión hasta el amanecer. Envió un mensaje a Mala. En el manicomio no había novedad. Se sacudió las agujas de los pinos y echó a andar. Una hora después saludó a Alibombos, que le esperaba en el coche, acompañado de la larga Fabiola. Se habían orillado en el camino de Górquez, donde terminaba el bosque, y se abrocharon y recompusieron a toda prisa.

El manicomio estaba tranquilo, las internas e internos dormían, la gobernanta compartía su aposento con las cuidadoras que habían decidido permanecer en el centro. El cocinero, el hombre de la azada y el sabio Compendio dormitaban en los sillones descoloridos y agrietados de la salita de espera. Lagar y Mala veían la tele en el salón comedor, apenas iluminado por las luces mortecinas de un aparador con las puertas de vidrio que contenía medallas y trofeos. En el patio de entrada, Santi Muelles les había abierto la cancela corredera y realizaba su turno de guardia. Fabiola, seguida de Alibombos a pocos centímetros, fue a la cocina y preparó carajillos para todos. La noche iba a ser larga, dijo. Pero no muy larga, repuso Terri. Habían acordado los turnos de centinela y enseguida el egipcio se dispuso a relevar a Muelles.

–Te acompaño –dijo Fabiola la larga.

–Y yo que pensaba que era lesbiana –susurró Lagar.

–Fíate de la virgen y no corras –dijo Mala.

–A correrse tocan –repuso Lagar–; éste Alibombos no para.

–Naturaca: rabo negro, buena fama –dijo Mala.

Hablaron de los sucesos de las últimas horas y Lagar entregó a Terri el teléfono del agente durmiente, una prueba muy valiosa de la implicación del jefe de los servicios secretos en el intento de secuestro de la gobernanta y los locos. Terri agradeció el detalle del saltimbanqui con cara de pillo y le aseguró que pondría el cacharro en manos del juez. Examinaron la situación. Buscaron salidas por arriba, por abajo, por detrás, por delate, por los lados. Si Felonio atacaba por tierra y aire destrozaría el enroque. Y Terri estaba seguro de que el general, burlado y furioso, se lanzaría a por la presa en cuando asomara el sol. Miró el reloj, pulsó una tecla del impertinente y se lo llevó a la oreja izquierda.

–Ya sé que es una gran faena, Delfín, pero necesitamos un autocar y lo necesitamos ya. ¿Puedes conseguir uno de más de cincuenta plazas?

El taxista contestó con voz adormilada:

–No son horas de conseguir nada, y menos un autobús ¡Maldita sea!

El coronel le doró la píldora:

–Ya sé que son las tres de la madrugada, pero quiero que sepas que he decidido llamarte a esta hora tan intempestiva porque confío en ti. De otro modo no lo habría hecho. A decir verdad, quedan pocos hombres tan honrados como tú y sé que harías cualquier cosa por un amigo.

–¿De dónde saco yo un autobús, coronel? Claro que haría cualquier cosa, pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible a las tres de la noche.

–Para ti no hay nada imposible, Delfín. Conoces al dedillo el sector del transporte.

–Tampoco hay que exagerar.

–Tienes contactos, tienes amigos. ¿Correcto? Diles que es una emergencia.

–¡Jo…der! Me van a dar con la emergencia en las narices… Bueno, veré lo que puedo hacer. ¿Hay dinero?

–Si, hay dinero para pagar lo que pidan, horas extras, nocturnidad, alevosía, lo que sea menester, ¿vale?

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Embarcaron a los internos.

A las seis de la mañana, antes de que amaneciera, más de cuarenta personas, algunas adormiladas y otras locas de contentas; algunas deformes, con muletas, en sillas de ruedas, y otras tiesas como cirios de cuaresma; algunas con muchos años desvividos y otras con muchos por desvivir, pero todas ajenas al mundo de los supuestos cuerdos, emprendían una excursión a bordo de un autocar de gran lujo de la marca Irizar como los que utilizan los principales equipos de fútbol del mundo. Eso les dijo Delfín, que iba de copiloto. La gobernanta, las cuidadoras, las limpiadoras, el cocinero, el hombre de la azada, la celadora, Lagar y Santi Muelles en calidad de magos animadores, embarcaron con ellos. Por su parte, Alibombos y el sabio Compendio emprendieron el regreso a casa en el auto de la señorita Lafun. El manicomio quedó vacío en menos de una hora, nada que ver con la evacuación del Museo del Prado. Lógico. Terri no era María Teresa León, pero también tenía el mérito de convencer a la gobernanta de que despertara a aquella recua de locos y los llevara a visitar El Pilar de Zaragoza y a almorzar y disfrutar de un balneario de aguas termales.

31.– Fuego

La caza contemporánea extendía su acepción a la actividad fílmica y gráfica. A ella se entregaban Terri y Mala a un lado y otro del manicomio cuando Tilo telefoneó al antiguo espía Diagu Bandiera para alegrarle el día con el amplio tratamiento de los periódicos del norte a la denuncia judicial presentada por el el patrón pesquero que parecía un violinista y a las iniciativas políticas del Gran Simpático.

La descripción del reportero le sonó, a Terri, como si fuera el penúltimo bombazo de la batalla final contra Felonio. “Sus horas están contadas”, le dijo. Tilo dio algunos brochazos sobre el contexto político. “Habrá que confiar en el temor de ese señor tan importante –dijo en referencia al jefe del gobierno– a un golpe mortífero en un órgano tan sensible como el servicio de inteligencia; ya parece bastante noqueado por los púgiles de la oposición a cuenta de la corrupción en su partido y no aguanta un escándalo más, y menos tan superlativo como éste”.

Terri dudó de que el jefe del gobierno fuera a fulminar al general jefe operativo de los servicios de inteligencia del reino, como sostenía Tilo. Téngase en cuenta la naturaleza antediluviana del bicho. En cualquier caso sostuvo que era el momento de poner toda la mierda en el asador. No dijo “mierda” ni “asador”, sino “piezas” y “tablero”, pero tanto daba a los efectos de hacer rodar cabezas. Luego, en un instante, interrumpió a Tilo: “¡Escucha, ya vienen!”

–No oigo nada.

–Pues vienen, entre la niebla vienen; es la guerra, luego hablamos.

–Si sales vivo –dijo Tilo, pero el coronel ya había cortado la comunicación.

Tal como habían previsto, los agentes de Felonio sobrevolaron varias veces el manicomio a baja altura como si quisieran despertar a los locos. Terri filmó sus evoluciones con la nitidez que le permitía el meteoro luminoso, que era bastante. Después de varias pasadas, el Super Puma descendió sobre la nave rectangular del edificio hasta tocar la techumbre con las ruedas. Pero en vez de soltar a los asaltantes para que se descolgaran con cuerdas e irrumpieran a patadas por las ventanas, hizo sonar una voz estridente por un altavoz: “¡Atención, atención! ¡Les habla la autoridad! ¡Atención todos los internos y el personal del centro! ¡Salgan del edificio por la puerta principal! ¡Abandonen el edificio en diez minutos!”

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Descendieron por unas cuerdas.

El helicóptero se elevó unos metros y se separó del inmueble hasta situarse sobre la carretera paralela a la verja, desde la que iluminaba las ventanas y repetía el mensaje. Bordeó las instalaciones con la misma cantinela. Terri filmaba y Mala hacía lo propio encaramado a un árbol del jardín trasero. En el manicomio nadie se movía. Lógico. El pajarraco dio otra vuelta al complejo con la misma monserga. Iluminaba el suelo con dos potentes focos. Descendió a la altura de los árboles de la parte posterior del edificio y soltó unas maromas por las que bajaron dos individuos con artefactos a la espalda. Eran lanzallamas. Corrieron hacia las ventanas de la gran sala dividida por mamparas que servía de salón comedor y zona de recreo de los internos e internas, respectivamente, rompieron las ventanas y lanzaron varias llamaradas consecutivas en todas las direcciones. Después volvieron sobre sus pasos, se agarraron a las cuerdas, el helicóptero se movió y fue a posarse finalmente en el patio que servía de aparcamiento de automóviles ante la fachada del edificio. “¡Atención, atención! ¡Hay fuego! ¡Desalojen deprisa el inmueble!” El locutor repitió la orden varias veces. Acentuaba la palabra “fuego”, enfatizaba “el edificio está ardiendo”, gritaba “salgan, salgan cuanto antes”. Pero nadie salía.

Los del lanzallamas permanecieron junto al aparato mientras seis sujetos con ropa deportiva y armas largas ponían pie en tierra y corrían hacia la puerta de entrada. La abrieron sin dificultad, pues sus colegas ya habían inutilizado a tiros la cerradura unas horas antes, y desaparecieron en el interior. A lo lejos, por la autovía, se oía un ulular de sirenas de bomberos y ambulancias que se acercaban. Terri reconoció la buena coordinación de los asaltantes con los servicios públicos de emergencias. Era evidente que solo querían asustar a los locos y al personal, sin causar desgracias inevitables ni provocar un estropicio mayor del necesario.

Las luces interiores fueron iluminando progresivamente el edificio. Los ventanales con barrotes de la planta baja adquirieron una tonalidad anaranjada. Las ventanas del piso superior, con enrejados y persianas a media asta, pasaban una a una de la oscuridad a la luz, señal de que los asaltantes inspeccionaban todas las estancias. Unos minutos después Terri los vio salir (y los filmó). Le habría gustado ver sus caras de decepción. La niebla se lo impidió. En cambio oyó y grabó algunos insultos contra “estos hijos de punta” y la orden de retirada: “¡Vamos, vamos coño! ¡Arriba, arriba joder!” El helicóptero despegó y puso rumbo a la vega. Terri contuvo la tentación de despedir con el rayo láser al pelotón de garrulos. Echó a andar por la orilla de la carretera hasta el final de la larga nave manicomial. Malalata le silbó.

Mientras caminaban hacia la localidad cercana en busca de un bar donde tomar un café con churros se cruzaron con el estruendoso camión de los bomberos, seguido de dos ambulancias, un coche con guardias civiles y otro con policías locales. Algunos vecinos de unas torres de pisos cercanas se asomaban a las ventanas y comentaban el percance a gritos: “Arde el manicomio, ha venido un helicóptero y se ha ido a la carrera, mira, mira, ya llegan los bomberos, una ambulancia, seguro que hay muertos”.

32.– Tancredo

El coronel Terri y el maestro Malalata examinaron sus grabaciones del moscardón y los pirómanos, hicieron copias de las secuencias filmadas por uno y otro desde las distintas posiciones entre la niebla, las cargaron en varios lapiceros electrónicos junto con una explicación somera de los intentos de asalto al manicomio para secuestrar a la gobernanta y a los dos locos cuyas firmas e identidades eran utilizadas por el general Felonio en sus oscuros negocios ilegales de tráfico de armamento y las aportaron al juez a través del letrado del armador pesquero. Además las hicieron llegar al Gran Simpático mediante el reportero Tilo Dátil.

Las evidencias delictivas resultaban abrumadoras o, al menos, así lo creían en la Tabernilla. Por si los indicios fuesen pocos, su señoría judicial recibió el teléfono perdido (no convenía decir sustraído) por el agente operativo que comandó el primer intento de asalto. En la memoria del aparato figuraban los contactos y las últimas llamadas del general Felonio. Como si no supiera que el olmo no da peras ni siquiera buena leña, el letrado reforzó la ampliación de la denuncia con un escrito solicitando el arresto y la prisión preventiva del acusado para evitar más y mayores males. “Tome su señoría en consideración la condición de elementos armados del interfecto y los sujetos a sus órdenes y adopte las oportunas medidas para prevenir otros daños”, decía con una confianza encomiable en la función del magistrado.

Por su parte, el Gran Simpático actuó con rapidez. Apenas vio la grabación, la remitió al jefe del gobierno por el conducto electrónico oficial y convocó una conferencia de prensa para entregar a los informadores los documentos que probaban la implicación directa de la jefatura de los servicios secretos en la exportación de material bélico prohibido, con las consecuencias desastrosas ya conocidas para los pescadores vascos que faenaban en el Índico. Los papeles causaron sensación entre los plumillas parlamentarios. Las cifras millonarias de los suministros no suministrados, los pagos por anticipado de los compradores en una cuenta numerada en Suiza y, sobre todo, las fotografías del general y sus agentes con el jefe pirata en Seychelles imprimieron fuste y consistencia a las explicaciones de su señoría legislativa a los periodistas.

Habituados como estaban al “periodismo de rebote” (fulano dijo y zutano replicó) los informadores estimaron que el asunto tenía chicha. Cierto es que para las televisoras o terminales del poder cualquier razonamiento era de difícil transmisión. Hasta un silogismo en bárbara resultaba algebraico y complicado. Funcionaban con la consigna de esquivar los asuntos que perjudicaran a los titulares del poder. Lógico. Pero eran inteligentes (a su modo) y manejaban el sacrosanto principio de la pluralidad política, exhibiendo a la oposición como un obstáculo mal plantado y sin argumentos con el que había que contar. “A mí me sacas del dos y dos son cuatro y estoy vendida, o sea, no vendo nada”, resumía una señorita maquillada, canuto en mano. “Yo le pongo la alcachofa y usted resume en treinta segundos”, añadía. Di tú que el Gran Simpático era cordial, paciente y comprensivo con los tontos que se hacían los listos y con los listos que se hacían los tontos. Le sobraba oficio.

No había acabado de distribuir las explicaciones a los informadores más supeditados a los mandos y ya registraba algunas llamadas telefónicas de los altos prebostes gubernamentales.

–¿Por dónde empiezo? –Preguntó a Tilo, mostrándole la pantalla del insolente.

–¡La hostia, tío! Por el más alto.

–De acuerdo, te espero en el Manolo –repuso el Gran Simpático.

Como si le quemara la noticia en las manos, el veterano reportero se apresuró hacia la sala de prensa, entró en la cabina del periódico, redactó un mensaje telegráfico sobre las novedades del asunto y lo envió al director, con copia al redactor jefe y al Máster. Luego, para que Eloso viera cómo las gastaba el amigo Felonio, le remitió las imágenes del asalto al manicomio.

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Trasiego en el Manolo.

Ya en Casa Manolo, el Gran Simpatico, don José y los contertulios habituales de la grey periodística de la antepenúltima cosecha arreglaban el mundo a martillazos. Las palabras más o menos sensatas retrocedían ante el humor de cada cual. Tilo saludó a los presentes con una inclinación de cabeza, solicitó un vino blanco de Rueda, acercó una silla y ocupó un lugar en el espacio. Buscó la mirada del Gran Simpático y la encontró tras el tiento de éste al vaso de vermú de Reus. Interpretó su gesto como un signo positivo y dedujo que la conversación con el más alto, es decir, el jefe del gobierno, había ido bien para los intereses de la decencia y la probidad. Los demás plumillas sabían que el diputado vasco era el hombre del día, pero se mantenían ajenos como si la temática no encajara en la agenda de dimes y diretes del día o como si esperaran que el diputado introdujera el asunto por su cuenta. Finalmente, el amargo Bitter le preguntó si cabía esperar alguna dimisión en las próximas horas.

–Don Tancredo no la ve.

–¿Has hablado con él?

–Acabo de hacerlo –dijo el Gran Simpático.

–¿Y qué?

–Sólo perplejidad, está perplejo. Y los perplejos no reaccionan.

–La clave es asustarles –afirmó, categórico, Clavicordio.

–Los tancredos son de sangre fría –le corrigió don José, quien, leído y culto como era, le instó a enterarse de la evolución y muerte de los tancredos leyendo a Hemingway.

La conversación se fraccionó y embarulló. El Gran Simpático apuró el vermú, hizo un gesto a Tilo para hablar después y se despidió, pues había quedado a almorzar (y demás) con una alta funcionaria de las cárceles estatales. Alguien debía de ocuparse de las condiciones de vida de los malos que acababan entre rejas para que no les zurraran demasiado o los liquidaran con drogas y enfermedades contagiosas.

Luego resultó que el diálogo entre el Gran Simpático y el jefe del gobierno había rebasado el intercambio de perplejidades (perplejo estoy, perplejo me dejas) para adentrarse por la conocida senda de los cínicos, canelos o perrunos que tratan de cubrir sus excrementos soltando cuatro patadas de tierra sobre ellos con las extremidades traseras. El gobernante esparció unas briznas de maleza sobre el marrón, cuya deposición atribuyó a los enemigos de este país, que no eran pocos, sino bastantes y con muchas ganas de enredar y desestabilizar al gobierno. Osease, que algún servicio secreto extranjero, nada amistoso, se dedicaba a soltar mierda sobre la cúpula de nuestros servicios de inteligencia, lo cual, en vez de llevarle (al Gran Simpático) a pedir cuentas y aclaraciones, debería suscitar su prudencia, motivar una reflexión sensata sobre el extraordinario acierto y valor de la dirección de los servicios de inteligencia frente a las acechanzas de los enemigos, el terrorismo y la criminalidad organizada. “Les atacan porque actúan con acierto y los mantienen a raya (a los enemigos), si no, no les atacarían; sólo te pido que no bailes al compás de su música”. Eso le dijo. Pero el Gran Simpático era un tipo analítico, riguroso, poco impresionable. ¿Qué tendrían que ver los armadores vascos que sufrían los secuestros de sus barcos de pesca en represalia por las trampas de los mercaderes de la muerte con los enredos de los espías extranjeros para desestabilizar supuestamente a su gobierno? “No, amigo, no, esta mierda es de marca nacional”, le contestó.

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Don Tancredo en el ruedo.

El jefe de gobierno hizo honor a don Tancredo y mantuvo su firmeza con un aplomo que contrastaba con la debilidad de sus argumentos. El Gran Simpático apeló a las pruebas. “Los documentos,  fotos, filmaciones, y testimonios son apabullantes”, dijo. El gobernante le replicó: “Si yo te contara de lo que son capaces (los enemigos) te caerías de espaldas; esos tíos falsifican lo que haga falta con tal de jodernos”. El Gran Simpático le preguntó si también falsificaban los registros de aduanas sobre la exportación de armamento, si empleaban presos en la fabricación de artefactos mortíferos prohibidos y si, no conformes con esto, utilizaban documentación personal de los locos encerrados en un determinado manicomio. Se notaba que había leído despacio el non nato reportaje de Tilo. “No, amigo, no, este marrón sale de un culo nacional cercano al tuyo; entiendo que quieras protegerlo, pero no me des excusas de mal pagador”, le dijo. La cal del don Tancredo empezaba a cuartearse. Lo advirtió el Gran Simpático por el tono cada vez más irritado de su voz. Quizá la palabra culo no le gustara y la repetición del término “mierda” no le agradara. Con todo, el tío no se movió del sitio.

–¿Quieres decir que va a defender al general Felonio? –Le preguntó Tilo.

–Esa impresión me dio, aunque ni embadurnado de cal se va a librar de que le arree el toro. El tema es muy fuerte y esta vez no tiene escapatoria –afirmó el Gran Simpático.

De la referencia de aquel diálogo entre el diputado y el jefe de gobierno compartió Tilo con los amigos de la Tabernilla la conclusión de que la destitución del general Felonio no iba a ser tan fulminante como había supuesto. Tenía razón Terri al poner entre paréntesis la euforia del reportero.

–Bicho malo nunca muere –dijo Mala.

–Y menos si no lo matan –dijo Lafun.

–¡Joder con el mediocre! –Exclamó Terri.

–Ocre del todo –le corrigió Mala.

Lafun soltó una carcajada, Tilo se rió, el sabio Compendio se contagió de hilaridad sin que supiera por qué, Terri soltó un pedo y renunció a seguir la frase. En teoría el jaque mate parecía fácil, pero en la práctica no. Más allá del acierto cromático de Mala era evidente la protección del amarillento jefe del gobierno (lucía bronceado del ejercicio al aire libre) al taimado Felonio. Los cínicos carecían de vergüenza (y escrúpulos). Y aquel don Tancredo se hallaba entrenado en el ejercicio de la ocultación del ludibrio y la corrupción. Tenía razón don José cuando afirmaba que los tancredos eran de sangre fría. Curados de espantos ante el morlaco, no se asustaban por nada.

Al magín de Tilo acudió una frase: “El hombre no está hecho para la derrota”. La tecleó y la envió a Lafun, que, tras la risa, se había vuelto a concentrar en el tablero frente a Compendio. Los inoportunos de la pareja de ajedrecistas sonaron al mismo tiempo. Ella leyó el mensaje, alzó la cabeza, enfocó al reportero con su mirada, sonrió y escribió: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. Y a continuación: “El ególatra Hemingway en su discurso del Nobel”. Cierto y verdad, se dijo Tilo al recibir la frase. Luego elevó las posaderas del taburete para ver cómo iba la lucha entre Lafun y Compendio. Le pareció que el sabio llevaba ventaja, aunque Lafun mantenía varias piezas peligrosas y era más lista que las ardillas. Estiró el pantalón y se volvió a sentar sin dejar de escuchar las consideraciones de Terri sobre los pros y los contras de una nueva andanada contra el poderoso general Felonio y sus protectores, y sin desentenderse tampoco del choque de aquellos dos cerebros sobre la repisa de la ventana. Hicieron tablas.

Tilo dejó pasar uno o dos minutos antes de incorporarse y, como si sintiera la necesidad de estirar las piernas (y el pantalón), avanzó los pasos que le separaban de Lafun. Aquella mujer le gustaba, le atraía, le desgobernaba los ojos. Ella lo sabía.

–¿Recuerdas si el muy taurino Hemingway escribió algo sobre los tancredos? –Le preguntó.

–Creo que sí –dijo Lafun.

–¿Sabes qué decía?

La funcionaria apretó los labios como si tratara de retener las dudas dentro de su boca y prefiriese masticarlas y digerirlas a expulsarlas como un desatinado escupitajo. Más que mirarla, Tilo la olía como un perro en celo. Le encantaba aquella mujer. Ella siguió colocando las piezas dentro del estuche de ajedrez.

–Bueno, no tiene importancia, déjalo –la alivió Tilo.

–Creo que en Fiesta o en algún otro sitio hablaba de que ganaban mucho dinero o algo así. Si quieres te lo miro.

–No te molestes, no tiene importancia.

–No es molestia; sube conmigo y lo miramos –dijo Lafun.

Vivía en la primera planta y tenía una biblioteca que recorría todo el pasillo con estanterías que llegaban hasta el techo.

–¡Por Júpiter, cuántos libros! –Exclamó Tilo.

–La mayor parte eran de mi abuelo.

La hache del orden alfabético estaba alta, ella se subió a una escalerilla, él colocó la mano en su espalda para afianzarla, ella extrajo dos volúmenes, uno con tapas de cartón y otro en edición de bolsillo y bajó el brazo para que él los agarrara. Luego descendió un peldaño, hizo un giro y se dejó caer a cámara lenta sobre él, que la rodeó con el brazo y la sujetó con su pecho. Era alta y algo desgarbada, pero no pesaba mucho y le pareció blandita y suave. En ese momento no pudo contener el impulso de besarla en el aire y le rozó con los labios la barbilla. Ella correspondió buscando su boca. Fue un beso rápido, fugaz, un piquito de adolescentes como los que se dan los jilgueros. Los dos sonrieron. El mayordomo Alibombos se hallaba desactivado, en la cama durmiendo, pero como si se entendieran sin palabras, los dos renunciaron a seguir el juego.

–Miro los libros y te los dejo en la Tabernilla –dijo Tilo, retrocediendo hacia la puerta que había dejado entreabierta.

La crisis, muerte y desaparición de don Tancredo se había producido, según un artículo de Hemingway para la prensa canadiense, en los años veinte del siglo XX y fue atribuida a la irrupción de las mujeres en aquel oficio de alto riesgo. Don Tancredo era una novedad extraordinaria en la tauromaquia. Saltaba al ruedo antes que el toro y se quedaba quieto parado en el centro del albero. La fiera salía lanzada como si fuera a atropellarle, algunas veces le rozaba, pero casi nunca lo veía y corneaba. El público chillaba de terror, el suspense se mantenía, el animal se desfogaba, trotaba por el redondel, golpeaba las tablas buscando una salida. De pronto, descubría la presencia del tancredo, se acercaba, se paraba, lo olía. El público contenía la respiración. Don Tancredo tampoco respiraba, permanecía inmóvil como una estatua hasta que el toro resoplaba y se largaba a la cita con el capote. Don Tancredo provocaba el delirio en los ruedos. Ganaba tanto dinero que pronto comenzaron a aparecer decenas de don tancredos en toda la geografía ibérica, con el descenso consiguiente de la cotización. Pero la crisis no la atribuyó Hemingway a la inflación de aquellos valerosos personajes, sino al horror que sintieron las autoridades al descubrir que un don tancredo atropellado, corneado, perforado, pateado, desangrado y muerto por la res era una mujer. En ese momento prohibieron para siempre jamás la presencia de tancredos en los ruedos.

Para Tilo, la conclusión era clara: solo una mujer podía acabar con la inmovilidad del jefe del gobierno respecto al mando operativo de los servicios de inteligencia.

Terri se mostró escéptico. De hecho, era un escéptico.

–¿Qué mujer?

–Se me ocurren tres –dijo Tilo.

–¿Como quiénes?

–La gobernanta, la madre de Liborio y Lola.

–No se me alcanza qué podrían hacer; la gobernanta ya ha actuado como le pedimos y más vale no menealla; a la madre del loco no la conocemos, y no veo yo qué puede aportar Lola como no sea el recibo de la entrega de la pasta al jefe de los piratas, algo posiblemente ilegal.

–Lo legal sería que mataran a los pescadores, no te jode…–Replicó Tilo.

–No lo veo, periodista.

–Dale la vuelta y no lo agarres por donde quema –dijo Tilo.

33.– Defensa

Las declaraciones del Gran Simpático desencadenaron una reacción digna de estudio a la luz de la física nuclear. El calentamiento del núcleo del poder fue creciente, sorprendió a los ajenos al fenómeno y suscitó esa mezcla de atención y curiosidad social que reclama un desenlace, sea por explosión o por explicación y enfriamiento. Tilo comprobó sus efectos: “El director quiere –le ordenó el Máster– que sigas el lío de los atuneros y la exportación de armas”.

–¡Es…tupendo! Me alegro de que interese el tema.

–Parece una intoxicación de caballo, un montaje de servicios secretos exteriores.

–¿Quién dice eso?

–Fuentes del gobierno –respondió el Máster.

esquife somalí
… el amigo americano no tiene intereses en el Índico ni vende armas…

–Puede ser obra de los insurrectos cubanos o de los malvados venezolanos porque el amigo americano nunca haría eso, no tiene intereses pesqueros en el Índico ni vende armas a las guerrillas africanas –dijo Tilo, siguiéndole el juego.

–No te olvides de los chinos: las matan callando –añadió el Máster.

–¡Por Júpiter! ¿Cómo no se me había ocurrido? Esos sí que tienen intereses en África.

La consigna era clara. Tendría que utilizar el estilo indirecto, una forma de contar más frecuente cada día que, sin embargo, permitía complacer a los de arriba y enojar a los de abajo. Reconocer la autoridad y hacerse el tonto un rato, incluso, a tiempo completo, evitaba muchos problemas y proporcionaba el mismo sueldo con menor esfuerzo, lo cual indicaba el nivel de domesticidad, futilidad y postración alcanzado el periodismo contemporáneo, algo que lamentarían otros, pues a él no le quedaba tiempo.

El ministro de Estado, al que ahora llamaban jefe de la diplomacia o titular de Asuntos Exteriores, consideraba “desacertadas” las acusaciones de exportación incontrolada de armamento y material de defensa y se sorprendía de que ciertos parlamentarios a los que tenía en alta estima prestaran oídos a los dicterios e invenciones para desacreditar a nuestro país que, como todo el mundo sabía, se hallaba entre los más respetuosos del mundo en la preservación de los derechos humanos. Se refería, naturalmente, a las denuncias formuladas por el Gran Simpático, según las cuales… Aquí soltaba Tilo la carga.

Al ministro del Interior no le costaban aquellas operaciones y se remitía a las cumplidas explicaciones que pudiera dar su colega de Defensa quien, por su parte, aseguraba el cumplimiento más estricto de la legalidad nacional e internacional a la hora de aplicar los embargos de suministro de armamento y material de doble uso a países sometidos a restricción por decisión de las Naciones Unidas. Esto sin contar la plena disposición de nuestras fuerzas armadas a defender los intereses nacionales por tierra, mar y aire donde hiciera falta. Y, por supuesto, a los atuneros.

Tampoco a los titulares de Economía, Industria, Turismo y Comercio les constaban las autorizaciones para exportar armas y, menos aún, aquellas minas anti personas y bombas de racimo que “ya no se fabrican”, decían. La comisión interministerial que se encargaba de conceder las licencias de exportación de armamento era estricta y rigurosa, aseguraban. Tan estricta que casi nunca denegaba permisos y tan rigurosa que concedía las autorizaciones para periodos largos, plurianuales, de medio plazo. Pero comoquiera que la comisión estaba compuesta por altos cargos de varios ministerios (Defensa, Exteriores, Interior, Economía, Industria y Comercio), su pluralidad quedaba garantizada. ¿Acaso el militar, el diplomático, el técnico comercial del Estado, el economista, el policía, el letrado del servicio jurídico, el economista y el ingeniero industrial iban a ponerse de acuerdo para burlar la ley? ¿Quién en su sano juicio podía pensar y sostener tal cosa? Y quien dice altos representantes, dice ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, directores generales.

A las reacciones de extrañeza siguieron las afirmaciones en contrario, las negaciones y los desmentidos oficiales. Pero el Gran Simpático no se arrugaba. Solicitó las comparecencias parlamentarias de algunos ministros para entrar en el fondo del asunto. Unos decían estar dispuestos a acudir por petición propia para responder a cuantas preguntas quisieran formular sus señorías. Otros se mostraron renuentes y proferían expresiones como “hasta donde yo sé”, “hasta donde puedo contar”, “hasta donde tengo constancia”… El hecho de que, además, la materia fuera objeto de tratamiento judicial, les ayudó mucho, pues el sub júdice ofrecía muchos clavos a los que agarrarse. El titular de Justicia, un tipo con cara de listo que lucía la expresión de satisfacción superior de quien ha amasado la fortuna para resolver su vida y la de varias generaciones de descendientes, exigía respeto a los muy sensibles y perturbables órganos judiciales, proclamaba que no iba a tolerar interferencias ni presiones a los jueces ni fiscales y reclamaba confianza en su labor.

El Gran Simpático, respetuoso como era de los procedimientos judiciales, del secreto del sumario y de los demás artilugios orientados a mantener en vigor el aserto de Rafael Barret: “Cuanto más grave es el asunto, más lo tapan”, sacó a relucir los datos del servicio de aduanas sobre la exportación de armas, algo que no figuraba en el sumario. En esta materia obtuvo el apoyo del colega Limones y cosechó el respaldo verbal de grupos y organizaciones sociales que se reclamaban pacifistas. La evidencia, en fin, de que los gobernantes habían aplicado al Parlamento la famosa política del champiñón (mantenerlo a oscuras y darle mierda) soliviantó a sus señorías legislativas. Lógico. A nadie le gusta que se burlen de él, y menos con aparatosos informes convenientemente mutilados y falseados.

incendio en hacienda
Incendio en Hacienda.

Entonces los ministros afectados dijeron que el Gran Simpático era un mentiroso redomado, un fabulador en clave nacionalista e independentista. ¿Cómo iba el Gobierno a engañar al Parlamento? ¿En qué cabeza cabe que los gobernantes se burlaran de los representantes directos del soberano? Menuda tontería.

–Veamos los archivos de aduanas –propuso el Gran Simpático, secundado por otros.

–Son datos reservados –dijo un ministro.

–Levanten el secreto –dijo el Gran Simpático.

–Aunque accediésemos, resultaría inconsútil. ¿Sabe por qué? Si, seguro que lo sabe, pero se lo voy a decir: porque esos datos no existen –replicó el ministro del ramo.

La afirmación de aquel hombre fue rotunda. “¡No existen, señoría!” Su contundencia añadía credibilidad a la afirmación y se alejaba de la tonalidad gris, enrevesada y plagada de siglas y anglicismos de otras intervenciones de aquel pájaro de cuerda. Quería hacerse entender, pronunciar la última palabra, machacar con el mazo al Gran Simpático. Al oírle, Tilo dudó: ¿Se había colado en los archivos aduaneros o habría sufrido la pesadilla del sueño de una noche de verano? Buscó en el almacén fotográfico de su teléfono móvil las instantáneas que había tomado de las resmas de papel impreso y se las envió a la velocidad de la luz al Gran Simpático y a su colega Limones. El primero pidió un turno de palabra de quince segundos. No se lo dieron. El segundo no había intervenido todavía y pudo mostrar la pantalla minúscula de su inoportuno como prueba de que el ministro mentía más que los Lehman y Madoff juntos. “El Pinocho es usted”, le espetó. El ministro se irritó bastante. “Guárdese sus fotos, ya sabemos que su novia es guapa”, le asestó con el mazo de la ironía. El diputado quiso replicar, pero quedó con su deseo sin destino. “Su turno ha terminado, señoría”, le hizo saber el presidente de la cámara.

Puesto que una cosa no puede existir y no existir al mismo tiempo, el reportero se apresuró a darse una vuelta por allí. Cuando llegó al edificio de aduanas se topó en la puerta principal con unos obreros con chalecos amarillos que sacaban grandes bolsas negras al hombro.

–¿Qué hacen?

–Desescombrando –dijo uno.

–¿Más obras?

–Un incendio.

–¡No fastidie! ¿Dónde ha sido?

–En el archivo –dijo el chaleco amarillo.

–¿Algún muerto?

–Un ujier intoxicado.

Preguntó al guardia de seguridad privada, pero el pistolerín acababa de entrar de servicio y desconocía lo ocurrido. Siguió preguntando. Finalmente un funcionario atribuyó el incendio a la negligencia de un operario de la limpieza que, el muy imbécil, olvidó un cigarrillo encendido y mira. “Ponga usted que no ha ardido todo el edificio de milagro”, aseguró el interino, quien utilizó su prerrogativa de representante sindical para conducirle al lugar del incendio y permitirle tomar varias fotografías con el inoportuno. Sin perder tiempo, reportó el suceso y las instantáneas a Limones y al Gran Simpático. También a la edición del periódico en Internet.

La destrucción de pruebas visibles se había convertido en la actividad prioritaria del general Felonio y su comando operativo de confianza. La vieja técnica de saber para vencer se completaba en este caso con la limpieza de indicios y vestigios para esquivar la acción política y la indagación judicial a velocidad caracol. Al mismo tiempo, el eco de los medios de comunicación impulsaba al general a ofrecer al Parlamento explicaciones sobre las misiones de los servicios de inteligencia referidas al control de la fabricación y exportación de armamento, así como las intervenciones de alto riesgo para preservar a la ciudadanía de la amenaza terrorista, en las que se incluían los ataques a nuestros pesqueros en las remotas costas africanas plagadas de bandidos. Si, el jefe de los servicios de inteligencia comparecería a calzón quitado si fuere necesario en la comisión de secretos oficiales para desarmar lo que indudablemente era un burdo montaje para desacreditar al gobierno.

La operación limpieza merecía un broche de bronce, dado que el de plata estaba reservado al presidente del Gobierno y el de oro al jefe del Estado. “Miren mi broche”, dijo una sola vez Madelaine Albright, la primera mujer que llegó a secretaria de Estado de Estados Unidos, a los periodistas que informaban de sus viajes por el mundo. Poseía una variada colección de broches de animales domésticos, salvajes, pacíficos, agresivos, venenosos, inofensivos, lentos, veloces, tontos y hasta divertidos que le servían para informar sin palabras del resultado de sus encuentros con los mandatarios con los que se reunía. El animal preferido del general Felonio era el águila de san Juan (la gallina, le llamaban) del escudo nacional del régimen militar dictatorial, instaurado a sangre y fuego por mandato divino para salvar a la patria de la perversión de la democracia y la maldición del judaísmo, la masonería y el comunismo, pero aquel escudo había sido derogado y, a falta de broche visible en el ojal de la solapa, llevaba uno inscrito en la cara: “Ustedes pueden mirar lo que quieran, aunque sólo verán lo que yo quiera que vean”.

De la comparecencia a puerta cerrada del superespía K en la comisión de secretos oficiales se filtraron unos centilitros de jarabe de pico para satisfacer a los plumillas. De este modo, los distintos medios de comunicación hicieron saber a los ciudadanos que los servicios de inteligencia manejaban fondos reservados (dinero público sin control de uso) en Suiza. Eso era cierto, pero no ilegal. Además, a nadie podía extrañar la existencia de cuentas en el extranjero, depósitos secretos en el país helvético, transferencias dinerarias y operaciones tan diversas como inconfesables por razón del servicio y siempre, siempre destinadas a prevenir las amenazas y velar por la seguridad de la patria. La seguridad era lo primero. Sin seguridad no había libertad. Y ya sabemos lo cara que es la libertad. Naturalmente, las cuentas secretas se ajustaban a la legalidad; una orden de la presidencia autorizaba a la dirección de los servicios de inteligencia a manejar en Suiza los recursos que el tesoro público ponía a su disposición. Luego ya, si en la denodada lucha contra el terrorismo y la criminalidad organizada, los espías entraban en tratos o trababan negocios con los enemigos, convenía tener en cuenta que siempre, siempre, aquellas operaciones encubiertas se orientaban a preservar nuestros intereses allí donde se vieran amenazados.

la 'paradeplatz' en zúrich
La ‘Paradeplatz’ en Zúrich.

La alaraca de los medios de comunicación social sobre las cuentas opacas en Suiza se extinguió enseguida, dando paso a la reflexión serena sobre la corrección de los procedimientos secretos. Sin duda eran tan correctos como convenientes. Incluso si se trataba de fabricar y vender armas, ya fueran prohibidas o autorizadas, tanto daba. Lo único relevante era que aquellos salvajes fanáticos se mataran entre ellos y nos dejasen en paz. Personajes sesudos reflexionaron mucho sobre el asunto. La intensidad de sus reflexiones guardaba una proporción directa con la densidad de los lípidos recibidos para engrasar su intelecto. Los más y mejor engrasados atacaban sin piedad a los pacifistas, gente utópica y descerebrada. Otros se limitaban a lo elemental: si nosotros no vendemos armas, otros lo harán. El mercado es el mercado, si hay demanda habrá oferta. Unos y otros coincidían en que este país no se podía permitir el lujo de prescindir de la boyante industria del armamento que tanto empleo directo e indirecto proporcionaba.

Aquellos tipos pasaban de lo particular a lo general y viceversa, a conveniencia de los engrasadores. “El que paga los violines elige la música”, dijo Lafun después de leer las reflexiones de un ínclito en un periódico conservador (casi todos lo eran). Tilo esperaba alguna opinión distinta, algún escrito que discrepase de la producción y exportación de artefactos para matar. No se produjo. Mala señal.

–¿Es que no quedaban intelectuales honrados?

–Puede que hayan perdido la voz a causa del capital –aventuró Lafun.

–Me resulta muy extraño –dijo Tilo.

–Los silenciosos también comen –repuso Lafun.

En medio de las divagaciones sobre si unos consideraban el capitalismo un sistema del que ya nadie podía escapar y otros también, y lo colocaban en la cúpula celeste, por encima de las ideas y las ideologías, el sabio Compendio volvió al caso y se preguntó quién custodia al custodio. De antemano conocía la respuesta. Su origen ucraniano se la proporcionaba a zarpazos.

–Basta de teorética, algo habrá que hacer –protestó Mala, buscando con la mirada el acuerdo de Terri, que por algo era un hombre de acción. Sin embargo, el coronel permaneció mudo. Entonces Tilo sugirió un jaque mate con las piezas libres de marca. Se refería implícitamente a Lola y a la mamá del loco Liborio, con las que el enemigo custodio no contaba. Sus testimonios públicos y los que podía aportar la gobernanta del manicomio resultarían demoledores para Felonio. Las tres juntas, solas o acompañadas del Gran Simpático y de varios dirigentes de organizaciones humanitarias y pacifistas eran capaces de armar un gran escándalo.

Pero el coronel era partidario de esperar. ¿Por qué causa o razón? Algún signo atisbaba él de que don tancredo podía mover una ceja, o sea, que el jefe del gobierno que dormía la siesta acabaría moviendo ficha para poner broche de plata al asunto.

34.– Broche

Con aquellas secuencias en la mente y un nudo en el rabo para acordarse de que debía pulir la entrega definitiva sobre las averías del general Felonio, Tilo llegó por fin el día de Navidad a la redacción, soltó la mochila, se desprendió de la cazadora forrada con lana de oveja y se puso a actualizar la edición en Internet. Aparte la desgracia aviónica, las noticias del día tan señalado eran las mismas de todos los años. A partir de las diez de la mañana se desperezaban los líderes y portavoces de los distintos partidos políticos y emitían sus comunicados sobre el discurso de Nochebuena del rey. A unos les parecía bien y a otros menos bien. El ejercicio rutinario de poner título y trufar los textos con los consabidos “dijo” y “añadió” y los socorridos “valoró” y “criticó” exigía ningún esfuerzo intelectual y algo de gimnasia dactilar. La monserga siempre era igual a sí misma: el rey de turno seguido pronunciaba su discurso navideño y doce horas después los representantes políticos del pueblo que a todos soportaba interpretaban el fondo y la forma del mensaje regio y emitían su parecer. Ni en Nochebuena ni en Navidad dejaban de dar la barrila.

Anda y que os jodan, se decía el veterano periodista, que, visto el cariz que iba tomando la crisis económica provocada por la gran bola financiera del capitalismo salvaje y sin bozal, ya no dudaba en solicitar la jubilación anticipada. Este va a ser el último año que me amargáis la fiesta, pensaba mientras tecleaba titulares, ladillos, pies de fotos. “¡A la mierda!”, repetía como su admirado José Antonio Labordeta cada vez que pulsaba el nihil obstat a la publicación, que ahora se llamaba “ok”.

No es que le importaran las fiestas navideñas, es que no las había podido disfrutar en casa cuando sus hijos eran pequeños. Y ahora que la cosa no tenía remedio, sentía el remordimiento de los capullos que lo dan todo por el oficio en beneficio de la empresa. Lo suyo, sin embargo, parecía pasable en comparación con la frustración que debían de sentir las dos mozas viejas de la sección de política que habían renunciado a la maternidad por el periodismo (y por no perder el empleo). Las dos se habían vuelto ácidas como la mala leche. Pero la más fea, que era flaca y cetrina y hacía información judicial, soltaba ácido sulfhídrico.

La niebla se iba diluyendo bajo el tibio sol matinal. El día iba lucir hermoso. Los ojos de Tilo pasaban de la pantalla del ordenador al cristal ahumado del ventanal. Su mirada saltaba por la ventana a la acera de enfrente. Le agradaban las siluetas deportivas de las mujeres con suéter fosforescente y mallas elásticas que pasaban corriendo hacia el parque grande. Las iluminaba con su radar como si disfrutara de su anatomía. Quizá llevaba camino de convertirse en un asqueroso viejo verde. Volvía a la pantalla. La corresponsal en Moscú seguía sin dar señales de vida. Iban llegando las primeras columnas de opinión. Las leía, corregía alguna errata y las colocaba enseguida en el lugar habitual de la edición digital. Era una tarea mecánica sin mayor complicación. El Vips de la esquina le tentaba a bajar a tomar un café. Examinó los teletipos, editó la penúltima reacción al monólogo del monarca y bajó.

Se entretuvo algo más de la cuenta, fumando un cigarro al sol, expectorando, probando puntería contra el poste de una señal de la calleja de la vuelta y charlando con una pareja de papanoeles que buscaban donantes de riñones. Cuando regresó a la amplia sala vacía y destemplada de la redacción piaban dos o tres teléfonos a la vez. Empuñó el que sonaba más cercano a la puerta, en una mesa de la sección de fotografía, y colgaron en ese momento. Con el “diga” sin destino encendió el televisor encastrado en la columna más cercana: el concierto de Navidad de la orquesta de Viena. Zapeó: dibujos animados, saltos de esquiadores desde un pico alpino para romperse la crisma. Allá ellos. Una televisora noticiosa de habla inglesa se refería al avión ruso: no había supervivientes. En otra, la felicitación navideña del Papa de Roma desde el balcón palatino del Vaticano. El día estaba tranquilo. Revisó los teletipos: a falta de noticias ofrecían estadísticas. Los periodistas descansaban el día de Navidad sin que la falta de notas y crónicas de actualidad torciera el curso del mundo, señal de que eran al tiempo lo que la chica del tiempo.

Un teléfono volvió a sonar en el fondo de la sala. Que le den. En la redacción central no llegaban hasta las dos de la tarde y si alguien quería algo, que llamara a su extensión, que para eso está activada la señal luminosa. Revisó el correo electrónico por si entraban nuevos comunicados de los parleros de los partidos y sindicatos sobre el mensaje real: nada nuevo. Inspeccionaba las webs de la competencia cuando vibró el impertinente en su bolsillo. Era el Máster:

–¡Oye tú! ¿Qué ha pasado con mi columna?

–Feliz Navidad, jefe. ¿La has enviado ya?

–Hace una hora.

–Sí, aquí está, voy con ella.

–¡Joder! –Gruñó y colgó.

Era un texto jabonoso sobre la soltura y claridad del nuevo monarca, en contraste con el torpe estilo pastoso de su antecesor, al que hasta ayer mismo reverenciaban. Ahora que pinta menos que el poste de una farola sin farola lo trataban como al felpudo y describían cual golfo, putero, cleptómano y vividor. Se notaba que eran críticos, valientes, sin pelos en la lengua ni lenguas en el pelo. Democracia avanzada y libertad de expresión, le llamaban.

En días tan festivos como este de Navidad las horas pasaban lentas, daban mucho de sí. Tilo sintió ganas de mear y enseguida se acordó del texto sobre las andanzas y negocios del jefe de los servicios de inteligencia. Introdujo el lapicero electrónico en el ordenador y se lanzó a la corriente de un relato gélido, cortante, desapasionado sobre el uso y abuso de los locos por parte del general Felonio. El texto comenzaba con el incendio y asalto del manicomio, un acto cruel, carente de trascendencia mediática, cuyo objetivo consistía en hacer salir a los internos y echar mano a los dos señalados como titulares de la cuenta secreta en Suiza y a la gobernanta o directora en funciones, con fines que solo el promotor de la operación podía explicar y se esperaba que aclarase en su momento ante los tribunales de justicia. A aquel exceso añadía la repentina muerte del director del psiquiátrico, fray Cayo Dueño, cuya identidad había sido utilizada también por el general para blanquear la recaudación de sus negocios asquerosos y encubrir sus múltiples propiedades e inversiones como si fuesen de la orden mendicante de San Juan de Dios. El tipo quedaba definido como el “custodio” más peligroso, ladrón, ambicioso y asqueroso que podía tener este país.

Prosiguió el relato con la operación del vaciado del manicomio y el salvamento de los locos, protagonizada por el coronel Terri y sus amigos. A partir de ahí contaba la persecución, traiciones y vicisitudes que había sufrido el agente Diagu Bandiera (en árabe) o Diego Bandera (en castellano), es decir, el propio coronel Laureano Terricabras, ultimado por K, dado por muerto y, sin embargo, resucitado y vuelto a condenar.

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La Caleta gaditana.

La penúltima aportación al relato fue el deceso a cuchilladas de un hombre de edad y características físicas similares a las de Terri. El suceso tuvo lugar en la Caleta gaditana y habría pasado desapercibido para él y el propio Terri si la víctima D.E. no hubiera respondido al nombre de Diego Bandera. El finando estaba soltero y tenía una hermana, una mujer desconsolada. Hasta en esto coincidía con el coronel. Tilo localizó y habló con aquella mujer. Al dolor por la pérdida del hermano mayor con el que vivía bajo el mismo techo sumaba la indignación que le producía la versión policial del móvil del crimen (un ajuste de cuentas entre narcotraficantes), pues su hermano era un honrado pescador que no había probado una droga en su vida y jamás de los jamases, decía, se había mezclado con los del chocolate y toda esa mierda.

La tercera muerte de Diagu Bandiera colmó la paciencia de Terri. El asesinato de una persona inocente, degollada por aquellos fanáticos terroristas argelinos que sin duda querían liquidarlo a él, le empujó a empuñar el bolígrafo y escribir duro y a la cabeza. Envió la carta al jefe del gobierno por correo certificado, con remite desde el domicilio de su hermana. Aunque leyó el texto a Tilo para que eliminara alguna palabra de más o añadiera alguna de menos y le diera su opinión, el periodista ni aprobó ni desaprobó la misiva. Sencillamente era inútil. Un presidente de gobierno que duerme la siesta no lee cartas de desconocidos. Eso pensaba, aunque no se lo dijo. Después de todo, que el presidente se enterara (si quería) de que la sangre había llegado a la Caleta no era un dato menor, sino de mucho interés para el reportaje. Lo añadió con el frío esmero que imponía el rigor. Entrecomilló la frase en la que Terri imputaba la responsabilidad al general Felonio y también la que reclamaba atención y compensación a la desconsolada hermana de aquel pescador pescado a traición.

Tilo no esperaba respuesta. Lógico. El que no lee es como el que no oye y el que no oye no contesta. Tampoco Terri confiaba en obtenerla. Sin embargo, algunos indicios vio él que le indujeron a abstenerse de quemar las naves y achicharrar a Felonio con los testimonios de Lola, la gobernanta y la mamá del loco Liborio, como por dos veces le había propuesto Tilo.

La primera señal de movimiento en las alturas la coligió Terri del hecho de que el general no hubiera vuelto a la carga contra el manicomio. Los pupilos del maestro Malalata se mantuvieron varios días en sus puestos de vigilancia y protección. Lo hicieron con mucho gusto y esmero, pues a la remuneración a cuenta de los fondos de la gobernanta, una buena mujer, añadió Santi Muelles la conquista amorosa de la celadora Fabiola, que tenía cara de alubia pinta alargada y alucinaba con los pequeños inventos del mago. Del bajito Lágar hasta los locos admiraban sus brincos, acrobacias, paseos sobre la soga atada a los troncos de los plátanos y andancias a la inversa (cabeza abajo). Dejaron muy buen recuerdo. Lógico.

El segundo indicio lo atisbó en los titulares de los periódicos sobre la comparecencia del general Felonio en la comisión parlamentaria de secretos oficiales. Con la ayuda del sabio Compendio exploró los archivos gubernativos y descubrió la orden ministerial de la presidencia autorizando al jefe de los servicios de inteligencia a abrir una cuenta numerada (anónima para terceros) en la banca Suiza y transferir desde el Tesoro público los fondos reservados hasta una cantidad de veinte millones de euros, ampliables a diez más en función de las necesidades y obligaciones de los servicios. La disposición de marras llevaba fecha de ayer, o sea, del día anterior a las explicaciones del general a sus señorías. Para Terri, que había sufrido el funcionamiento cicatero de la administración de los servicios de inteligencia, aquella novedad revelaba la existencia de un arreglo entre Felonio y el jefe del gobierno. Hábil, escurridizo y cínico, el general mencionó los depósitos en el exterior como algo añejo y normal, una forma habitual de operar con todos los gobiernos desde los lejanos tiempos de la apertura del país al mundo. A nadie debía extrañar que los servicios secretos tuvieran fondos secretos en Suiza. También la cúpula militar había mantenido durante décadas sus fondos extra, al margen del presupuesto público, en el Banco Federal de Estados Unidos para comprar armamento. Si la prensa se hacía eco, sin duda era debido a la fuga de capitales provocada por la crisis financiera y económica, una evasión masiva que había convertido el castellano en la lengua más hablada en Ginebra, sin contar el dicho popular: “España, capital Suiza”. Claro que Terri veía las cosas al detalle, con lupa de espía y, al contrario que sus señorías, siempre con prisa y siempre preocupadas por su elocuencia, no dejaba pasar una coma por debajo ni por arriba (acento).

El tercer elemento que le llevó a sospechar que don Tancredo había arrugado el entrecejo se lo proporcionó el propio Tilo. El periodista telefoneó varias veces a la desconsolada hermana del pescador gaditano asesinado. Se interesaba por su estado y le preguntaba cómo iban las pesquisas policiales de lo que a su humilde entender era un atentado terrorista. En una de esas, la mujer se refirió a un señor llegado de Madrid. Suponía que había ido a investigar el crimen. Habló con ella y ella le contó la vida de su hermano, sin añadir ni quitar nada de lo que había contado a los demás maderos. Cuando el tipo acabó el interrogatorio tuvo la deferencia de acompañarla hasta la puerta de salida de la comisaría, donde un lotero tuerto ofrecía el número de la suerte para el próximo sorteo de la lotería nacional. Ni corto ni perezoso, el agente compró cuatro décimos al del parche y le regaló dos. Ella se negó a aceptarlos, pero el hombre insistió: “Tenga, que seguro que toca; guárdeselo; nos vemos mañana por la mañana cobrando el gordo en la sucursal del Banco de España de la avenida Cayetano del Toro”. Oye, y tocó. Mil euros al euro, total, cuarenta mil. El propio policía secreto se personó en su domicilio a las ocho de la mañana y la llevó al banco en su coche a cobrar el premio.

Para Terri fue el signo definitivo de un movimiento en las alturas que, a su modo de ver, equivalía al despido de Felonio. Daba por hecho que el jefe del gobierno estaba hasta los cojones de las fechorías de aquel preboste, pero en vez de fulminarle como se merecía, había sopesado la situación y optado por un acuerdo pacífico que permitía al ladino general que lo sabía todo de todos retirarse con la faltriquera llena, la fortuna repuesta en Suiza y alejarse a desvivir lo que le restase de vida donde pluguiese a su patriótica voluntad, a poder ser, lo más lejos posible de la patria. La sustitución se anunciaría en el acto de la Pascua Militar. Su majestad el rey impondría a aquel cabrón la mayor condecoración en tiempo de paz, broche de oro a sus incontables e impagables servicios a la nación.

35.–Caraculiambros

Sobre las tres de la tarde el veterano periodista fue relevado de sus obligaciones editoriales por los colegas de guardia en la redacción central, pero, maniatado al texto, aún se mantuvo hora y media haciendo correcciones, intercalando testimonios, plasmando contextos, colocando ladillos y pensando titulares. Colocó varios títulos, a gusto del consumidor (el redactor jefe, que siempre los cambiaba), despachó el texto al correo electrónico del director y se largó a la calle con el deseo de zamparse un sándwich de vegetal con patatas fritas y una cerveza en el Vips de la esquina.

Ya con el estómago lleno dudó entre irse a casa a dormir un rato o deambular por la ciudad. La tarde soleada y breve invitaba a lo segundo, de modo que compró un par de botellas de cava y unas bolsas de almendras y avellanas tostadas y echó a andar tras los gorjeos de una pandilla de adolescentes. ¿Qué sería de nosotros sin la risa? Juraría que el genial Gila sigue prolongando la vida de millones de congéneres con su humor como un espejo a lo largo del camino. Por eso vivimos tanto, aunque los japoneses duran algo más, según acababa de leer en un teletipo.

En distracciones visuales y mentales de corto alcance llegó al kilómetro cero, muy adornado con altos conos de luces blancas y verdes como si fueran abetos nevados. Se deleitó con la visión de los rosetones navideños con bombillas de colores en lo alto de las rúas siamesas que confluían en la Puerta del Sol y siguió paseando sin prisa hacia la calle Mayor. La transitó de cabo a rabo hasta el Puente de Segovia, cuya barandilla de granito oscuro se hallaba protegida por altas mamparas de metacrilato lechoso para obstaculizar el salto de los suicidas y evitar que cayeran sobre los humanes que pasaban por debajo, por la calle de Toledo, a una profundidad de doscientos metros. La barrera del tradicional suicidadero matritense, con ser una buena instalación, impedía solazarse, asomado a la baranda, contemplando el atardecer. De modo que Tilo pasó el puente y se acomodó en una terraza de las Vistillas a disfrutar de los últimos rayos del sol en compañía de un cilindro de cerveza.

No hacer nada era una forma de hacer muy agradable. Lástima que el astro traspusiera tan deprisa. Retomó el paseo en dirección a la Tabernilla. De camino armó y conectó el impertinente por si tenía algún aviso. Contestó al “feliz Navidad” de Lafun, que se había ido a El Cairo en compañía de su mayordomo Alibombos, con un emoticono y una frase de la famosa novela de Mika Waltari: “Yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí”.  

La ventana de la Tabernilla, tenuamente iluminada, indicaba vida interior. Los habitantes eran Terri y Compendio. Los saludó con la fórmula navideña al uso, puso el cava a enfriar, alejó la catalítica y se sentó a observar la refriega sobre el tablero. El sabio estaba arreando una paliza de campeonato al coronel, que solo soltaba el cartílago de la oreja derecha bajo la boina para mover ficha. Cuando se rindió, Tilo le entregó la copia de la penúltima entrega (definitiva, suponían) sobre el enemigo. Brindaron, se desearon salud y bebieron. Después brindaron otra y otra vez (incluso por la ciencia) y volvieron a beber. Tilo aprovechó una pausa del relato de Compendio sobre aquellos tiempos en la antigua Unión Soviética donde un joven investigador como él podía cambiar más de chica que de pantalón para sacar de la nevera la segunda botella de cava y, de paso, armar y conectar el teléfono: esperaba el mensaje de Lola con la hora aproximada de llegada.

En ese instante recibió una llamada.

–Buenas noches, Máster, ¿ha ocurrido algo?

–Oye tú, ¿puedes explicarme por qué cojones no ha salido mi columna? –Le preguntó el delegado con cajas destempladas.

–¡Por Júpiter! ¿Qué me dices?

–Eres un maldito inepto, hijo de puta –profirió a voz en grito.

–La leí, la metí en caja… Si no pulsé el énter debió de ser porque me distraje con alguna llamada, no sé muy bien qué paso.

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El arma secreta del sabio Compendio tenía forma cilíndrica de linterna.

La explicación y el mea culpa de poco sirvieron; para sorpresa de Terri y del científico Compendio, el Máster abundó en insultos a grito pelado como si el despiste de Tilo le hubiera ocasionado un daño irreparable. Se diría que el muy emberrechinado esperaba alguna recompensa de aquel texto jabonoso sobre el discurso del nuevo monarca, al que llamaban El Preparado.

–Mira, Máster, estas cosas ocurren en los mejores periódicos –dijo finalmente– y no tienen mayor trascendencia. Fue un despiste, una omisión involuntaria, así que en vez de seguir insultándome, llama al compañero de guardia en Barcelona y dile que pulse la tecla de publicación.

–O sea que me quedo sin poder ir a esquiar el día de Navidad y un tonto de los cojones como tú se dedica a joderme… ¡Esta me la pagas, mamón!

–Parece mentira que un columnista tan elegante utilice tan mal los calificativos –dijo Tilo.

–¡Serás cabrón! ¡Te voy a arrancar la cabeza de una hostia!

–No lo creo.

–¡Vente para acá y verás!

–De acuerdo, en media hora estoy en la puerta de tu casa.

Terri rellenó las copas y le recomendó que pasara de ese capullo. Brindaron por las mujeres, lo mejor de la vida. A continuación Tilo se enfundó la cazadora.

–Voy a pegarme con ese, enseguida vuelvo –dijo.

–Pasa de ese gaznápiro –insistió Terri.

–Soy un tipo de palabra.

–Correcto, entonces voy contigo –dijo Terri.

–Y yo también –añadió Compendio.

–Para arreglarle la boca me basto solo –afirmó Tilo.

–Perfecto, no nos metemos, pero te acompañamos –incidió Terri.

Compendio subió, agarró ropa de abrigo y se pusieron en marcha en el bien entendido de que el coronel y el científico permanecerían en el taxi mientras él se pegaba con el Máster. Ordenaron a Delfín que parase en la esquina de la calle, a pocos metros de la casa donde vivía el individuo. Tilo se apeó y pulsó el timbre del piso del sujeto.

–¿Quién es?

–El odontólogo, colega.

Poco después se iluminó el portal y Tilo vio cómo Terri y Compendio bajaban del taxi y se colocaban discretamente junto a la pared. Él se mantuvo frente al vidrio enrejado, dispuesto a recibir a la fiera a puerta gayola. Guardaba en la boca un espeso gargajo bien elaborado y confiaba en la fuerza cegadora de aquel potente argumento, seguido de un guantazo de izquierda al mentón desde abajo y de un directo a las narpias con los nudillos del puño reforzados con la punta de las llaves. El adversario salió del ascensor y avanzó hacia la puerta. Calzaba zapatillas deportivas y guardaba la mano derecha en el bolsillo abultado de la chaqueta de un chándal bien abrochado, como si empuñara un arma corta, un martillo u otro utensilio de ferretería. Abrió la puerta, dio un paso, elevó el brazo con el bulto en el bolsillo.

–Te voy a pegar…

Tilo le estrelló el lapo la frente antes de que terminara la frase y retrocedió a protegerse tras el tronco rugoso de un plátano.

–¡Suelta el arma, cobarde! –Le gritó.

En lo que el Máster maldecía y se limpiaba la mucosidad, el sabio Compendio se hizo visible como paseante, tropezó con él, se disculpó, le preguntó algo en inglés. “¡Lárguese, viejo!” El sabio inclinó la cabeza en señal de reverencia y prosiguió su camino.

El Máster sacó la pipa del bolsillo y avanzó los tres pasos que le separaban del árbol, pero Tilo se había escurrido detrás de un coche de los que allí había estacionados en batería. El Máster se inclinó a un lado y otro a ver si lo veía. Luego, en un instante, pasó a toda prisa entre dos coches, pero en vez de intentar dispararle se quedó inmóvil, hizo un movimiento epiléptico como si le hubieran clavado una estaca en el culo, dio dos o tres botes y echó a correr calle abajo hasta perderse a lo lejos bajo las sombras oscuras de los plátanos.

Tilo aseguraría que le gritó: “¡Cobarde gallina, capitán de las sardinas!”

–Asunto resuelto, vamos –dijo Terri.

–Se ha cagado al verte –dijo Tilo.

–Inexacto, no creo que me haya visto –respondió Terri.

El sabio Compendio volvió sobre sus pasos, mascullando algo en su idioma y riéndose del Máster en fuga. Golpeó el hombro de Tilo y le levantó el brazo en señal de triunfo. Subieron al taxi y Tilo dijo que tenía mucho gusto en invitarles a cenar donde les apeteciera. El taxista Delfín dijo que conocía una sidrería por Cuatro Caminos donde ponían carne y marisco a la parrilla sin subirse a la parra con los precios. Aprobaron su elección.

Ya en la mesa alzaron sus copas de sidra espumosa por las batallas ganadas contra Felonio y contra aquel birria anécdotico, cuya huida no se explicaba sin la presencia intimidatoria del tío de la boina. Terri volvió a negar su influencia en la aceleración del Máster.

–Explícaselo tú –indicó al sabio.

Compendio se desabrochó el botón del cuello de la camisa y adoptó un tonillo profesoral. Resulta –dijo– que el sabio Ruthenford descubrió el paso en línea recta de la mayor parte de las partículas alfa de los rayos a través de la materia. Con anterioridad se sabía que la electricidad existe en forma de partículas, a las que el sabio Stoney dio el nombre de electrones. Después se descubrió que el paso de la electricidad a través de determinados gases no sólo confirma su composición corpuscular, sino que permite estudiar la estructura del átomo. A continuación, las investigaciones dirigidas por Thomson se orientaron a medir la velocidad de los electrones y a obtener algunas aplicaciones prácticas con su manejo.

Delfín y Tilo se miraban sorprendidos. El científico seguía acumulando antecedentes físicos y químicos en un castellano trabajoso, plagado de anglicismos, como quien va cortando flores de aquí y de allá para formar un ramo. Terri estaba en el misterio y prestaba más atención al camarero que al sabio, pero el periodista y el taxista le escuchaban con el afán de quien quiere oír y entender. Compendio proseguía su perorata. “Ahora –dijo al cabo de varios minutos y veinte citas didácticas– los investigadores de física molecular sabemos que las partículas eléctricas o electrones pueden cargar y transportar bites de ultrasonidos, y los investigadores químicos conocemos los efectos sensacionales de dichos ultrasonidos al expandirse en determinados gases, de modo que hoy podemos desarrollar determinadas aplicaciones fenomenales”. Parecía el final de su explicación teórica. Lo era. Miró a Terri, que escanciaba y le hizo un gesto afirmativo con la testa.

Entonces el sabio extrajo de un bolsillo lateral de la chaqueta una especie de linterna cilíndrica y se la mostró.

–Esta es –dijo– mi arma secreta, un percutor de fotones cargados con bites de ultrasonidos; yo le llamo el Percutor de Culiambros.

–¿De culi… qué?

–Culiambros –repitió el sabio con una sonrisa de satisfacción.

–Dinos cómo funciona –le animó Terri.

Mientras el científico hacía espacio en la mesa y colocaba el artefacto sobre una servilleta como si se tratara de un bicho a diseccionar, Tilo escarbaba en su cerebro intentando averiguar donde diantres había oído o leído él aquel “culiambros” que parecía más castellano que ruso y más ruso que inglés.

–El Percutor de Culiambros –dijo el sabio– consta de dos pilas de Volta, una pequeña placa de resina vitrificada con un circuito impreso en oro, gran transmisor. A continuación tenemos un puerto o conexión a un lector de sonido que, para entendernos, no es muy diferente de los que utilizamos en los teléfonos móviles, aunque su complejidad y perfección resulta muy superior. En este puerto insertaremos el pendrive cargado con sesenta y cuatro gigas de ultrasonidos. Aunque podemos cuadruplicar la capacidad y percutir más bites, la carga ha de ser proporcional a los fotones que vamos a lanzar. Esta es el área más compleja del percutor –añadió, delimitando con el dedo índice la zona de la carcasa–. Ahora colocaremos la carga de ultrasonidos –prosiguió, conectando el lapicero electrónico en la ranura del cilindro de aluminio, a modo de gatillo.

–¿De dónde sacas esos ultrasonidos, profesor? –Se interesó Terri.

–Los obtenemos del éter y los sintetizamos mediante una aplicación informática especial que nos permite identificarlos y manejarlos como un documento. Aunque los ultrasonidos son impercetibles al oído humano, miles de especies animales funcionan y actúan gracias a ellos.

–La biología es una fuente inagotable de conocimientos –dijo Delfín.

–Cierto, un gran nutriente de la neurociencia. Bien. Con este botón activamos el paso de los bites de ultrasonidos al circuito impreso que los va a transferir a una micro cápsula al vacío. Si os fijáis, esta rayita roja indica que ya han pasado. Ahora pulsamos este botón y transmitimos la corriente eléctrica de las pilas a la misma cápsula. Si lo hacemos, debemos lanzar el rayo percutor en menos de diez segundos, ya que, de lo contrario, si no liberamos la carga, nos arriesgamos a que se caliente y estalle la cápsula de vacío. ¿Correcto? De modo que una vez colocado el dispositivo y abierto el puerto, si queremos percutir hemos de activar la energía eléctrica y, a continuación lanzar las partículas fotoeléctricas cargadas de ultrasonidos contra el objetivo, para lo cual pulsaremos este botón y lo mantendremos cinco segundos. A partir de ahí cortamos la conexión eléctrica y listo, a comprobar el efecto.

–¿Qué efecto, profesor? –Le preguntó Terri.

–Antes de nada hemos de completar el manejo del Percutor. Como sabemos, la velocidad de la luz y la del sonido son distintas; el sonido es muy cansino, va más lento. Por esta razón y porque la transmisión del sonido es ondular y se pierde con gran facilidad en un soporte unidireccional de fotones, manejaremos el percutor en contacto físico con el objetivo o, en todo caso, a una distancia no superior a diez centímetros. En cuanto al efecto ya habéis visto como corría ese –dijo en referencia al Máster–; sentir andancio, moverse, salir corriendo son las manifestaciones más comunes de los percutidos, aunque hay otras.

–¿Por qué pasa eso, señor Compendio? –Se interesó Delfín.

–El Percutor de Culiambros ha sido configurado para actuar sobre recipientes vulgares de gas metano. Si lanzamos una corriente constante de electrones y protones ultrasónicos contra un recipiente no blindado de gas metano enseguida observamos que los bites de ultrasonidos se desprenden y expanden en el gas en tanto la energía sigue su camino. ¿De qué recipiente hablamos? De la barriga, amigos míos. Sabemos que el intestino grueso produce, contiene y retiene una determinada cantidad de gas metano que se deriva de la transformación del almidón y sus derivados en la glucosa que es absorbida por el organismo. Si percutimos en la zona derecha del bajo vientre, donde tenemos el colon que baja hacia el recto, es decir, el culo, los ultrasonidos agitan el metano, el gas CH4, de una manera hostil e inesperada, lo que produce una punción repentina, seguida de un agudo picor de culo por segundos más intenso y duradero que provoca gestos ridículos en cara y ojos y ese irrefrenable deseo de dar botes y salir corriendo.

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La finalidad del arma secreta era provocar picor anal y suscitar la hilaridad.

Las exclamaciones de admiración de Delfín, Tilo y Terri no desviaron la explicación del sabio en el sentido de que el arma secreta ni era arma, ni causaba daños ni dejaba secuelas. De hecho, el agudo picor de ano duraba lo que tardaba el percutido en soltar la materia fecal. La finalidad original del Percutor de Culiambros consistía, según Compendio, en provocar la hilaridad, manejándolo a diestro y siniestro en recepciones, besamanos y celebraciones televisadas de los poderosos. Si los caraduras de todos los regímenes y países del mundo se reían de los pueblos, iba siendo hora de hacerles saber que la risa es ingobernable y de emplear aquella herramienta para que los pueblos se rieran de ellos.

–La risa no derrota pero desanima –dijo Terri.

–Justicia biológica –apostilló Delfín.

–Me pregunto, amigo Compendio, si ha leído usted El Quijote –dijo Tilo inopinadamente, creyendo haber encontrado el origen del nombre del percutor.

–En inglés y ahora en castellano –dijo el sabio.

–Entonces sabrá…

–Lo sé, amigo periodista: Caraculiambro era el gigante de la ínsula Malindrania que tenía encantada y convertida a la infanta Antonomasia en una mona de bronce. El valeroso caballero lo acometió y lo partió en dos, liberando a la muchacha.

–¿Os imagináis la cara que pondría un necio tan presumido como el señor Trump al sentir de repente un agudo y prolongado picor de ano? –Terció Terri.

–Cara de culo –dijo Delfín.

–Correcto: caraculiambro –ratificó Terri.

FIN

Madrid, enero de 2019