Cuentos y descuentos del sábado (29-07-2023).–Luis Díez
Los oretanos eran gente pacífica y acogedora. Preferían mezclarse a guerrear. Se llevaban bien con los vetones, los carpetanos, los lobetanos y las demás tribus vecinas. Procreaban sin mayor reparo con sus semejantes de otras tierras y otros valles hasta el punto de tejer estrechos lazos de sangre con los bastetanos y los contestanos del sudeste peninsular. Solían extraer de la tierra algunos minerales y arcillas para realizar utensilios, conocían el valor alimenticio de algunas frutas y vegetales, y en vez de matar a los animales intentaban domesticarlos. Pero entonces llegaron a la costa mediterránea unos tipos armados en unas embarcaciones toscas que nada tenían que ver con las naves de los fenicios, que se dedicaban al comercio de la sal y de otros minerales y metales útiles, y tampoco se parecían a los barcos de pesca de los bastetanos ni de sus hermanos contestanos y edetanos.
Los recién llegados eran gente feroz y mal encarada. Asaltaban, saqueaban y arrasaban los poblados. Su crueldad carecía de límite. Mataban, apresaban y esclavizaban a los aborígenes, de cuyas despensas y tierras se apropiaban a sangre y fuego. Se hacían llamar cartagineses y estaban en guerra contra los romanos. Gran parte de ellos eran nubios del norte de África. Su cabecilla jefe respondía al nombre de Amilcar Barca.
Los estragos de los despiadados invasores llegaron enseguida a oídos de los oretanos. Y también las peticiones de ayuda de sus hermanos de la costa. Pero qué socorro podían prestarles si ellos eran gente de paz, carente de otras armas que no fueran las herramientas de labor, machucas, estacas y piedras. Según documentó el párroco de Montoro, Fernando José López de Cárdenas, en la primavera de 1783, cuando recorría las sierras sobre el valle de Alcudia recogiendo minerales por encargo del conde de Floridablanca, aquellos iberos oretanos dejaron huellas de su pacifismo en los palotes que halló aquel cura en la Peña Escrita, a unos pocos kilómetros de la actual Fuencaliente (Ciudad Real): figurillas bailando en parejas, gente gozosa, encantada de la vida. Las cuevas y roquedales con vestigios ancestrales revelan su carácter pacífico. Ni espadas ni arcos ni flechas ni hachas siquiera. Se celtificaron e incluso se mezclaron con los lusitanos, pero no guerrearon.
Sin embargo, las peticiones de socorro y los avisos de que venían aquellos guerreros sanguinarios (los cartagineses), arrasándolo y quemándolo todo, les colocó en la tesitura de defenderse. Entonces un mozo llamado Orisón tuvo una idea que luego se llamó “estratagema”. Consistía en echar el lazo a algunos animales que no se dejaban domesticar (toros bravos), atarles las patas, cargarlos en carretas empalizadas y llevarlos como donativo, en son de paz, al campamento de los cartagineses. Orisón y los oretanos más fuertes se pusieron manos a la obra. No dudaban de que Amilcar Barca aceptaría el regalo y de que sus guerreros se pondrían muy contentos con tanta y tan buena materia prima para sus festines y cuchipandas.
Guiados por sus amigos y aliados de las tribus ribereñas, Orisón y sus hermanos emplearon varios días en recorrer con sus carretas cargadas con media docena de toros bravos la distancia que los separaba del campamento de Amilcar y sus feroces guerreros. El lugar se llamaba Heliké (después Elche). Además de procurar que los toros no flojearan, los oretanos adornaron sus cuernos con juncos y retamas embadurnadas con sebo y aceite. Cuando llegaron al campamento salió Amilcar en su caballo a recibir el regalo. Entonces prendieron fuego a las testuces de los morlacos y abrieron las jaulas de los carros. Los toros saltaron, azuzados por el fuego, y los guerreros huyeron despavoridos, perseguidos por aquellos animales enfurecidos que los corneaban y desgraciaban a los caballos. Tal fue el pasmo y el pánico de los cartagineses que el propio Amilcar salió huyendo hacia el río, perseguido por un toro embolado, cayo del caballo y murió. No se sabe si se desnucó o se ahogó, pero apareció muerto.
La estratagema había funcionado. Los feroces cartagineses se quedaron sin jefe. Desde Cartago, en la orilla del sur del Mediterráneo, nombraron a Asdrubal hasta que llegó Anibal, que era hijo de Amilcar Barca y había jurado odio eterno a los romanos. Anibal se parecía mucho a su padre, pero era más astuto que él. Viendo cómo las gastaban los celtíberos, procuró hacerse amigo de ellos. ¿Cómo? Primero parlamentando y luego pidiendo la mano (y el resto del cuerpo) de una moza de la que se había enamorado en la colina de Auringis (ahora Jaén). La joven se llamaba Himilce y era hija de un jefe local llamado Mucro, quien aceptó el pacto de sangre y protegió así a las gentes de su tribu. Anibal e Himilce se casaron en Cartagena, donde los de Cartago tenían sus navíos atracados y un gran campamento. Su enlace constituyó una alianza que perduró hasta la invasión romana de lo que llamaron Hispania. Previamente, Anibal compuso un gran ejército que incluía toros bravos y elefantes y marchó contra Roma. Himilce murió mientras su belicoso marido cruzaba los Alpes para guerrear contra los romanos.
La historia jamás se detiene; de aquellos oretanos y demás tribus que habitaron la Península Ibérica en la edad del cobre y sufrieron las invasiones cartaginesa y romana, ochocientos años antes de nuestra era, quedaron muchos vestigios que nos permiten una interpretación cabal de la evolución humana. Hoy, por ejemplo, nadie utilizaría los toros bravos, con teas o sin ellas en la testuz, para combatir, ahuyentar o dar estopa a los enemigos. Pero eso no quiere decir que los Amilcar no sigan cayendo como moscas. Miles han muerto desde entonces. Sin ir más lejos, el verano pasado (2022) murieron ocho personas en los correbous o bous al carrer (suelta de toros por las calles) de las distintas localidades de la Comunidad Valenciana y más de trescientas resultaron heridas. ¿Cuántos más tendrán que sufrir y morir para poner coto a la barbaridad? Las derechas políticas se niegan por sistema a abrir un debate. Que cada ayuntamiento se las averigüe, dicen. Y ahora, con un torero de vicepresidente y consejero de Cultura del gobierno autonómico, sólo se admitirá un argumento: “¡Eh, bou!” «¡Eh, toro!»