Archivo por meses: febrero 2024

Urgencias

Cuentos y descuentos del sábado (24-02-2024).–Luis Díez

“Uno gritaba: ¡Sacadme de aquí! Otro vociferaba: ¡Enfermero, socorro! Una mujer lanzaba un ay cada veinte segundos. Otra clamaba: ¡Hacedme las uñas! Otra pedía a gritos que le dieran de comer… Sobre la una de la noche, cuando me dejaron aparcada, aquello se parecía más a la casa de los orates que al Servicio de Urgencias de un hospital”.

Tía Inés era dulce, buena, entrañable, pero en cuanto te descuidabas te echaba unas parrafadas a lo Marcelino Camacho que te obligaban a acordarte de Séneca y aceptar el estoicismo a tiempo parcial para no desairarla. Le gustaba contar cosas y hablaba a su ritmo tranquilo, lento, pausado, sin desaprovechar minucias descriptivas ni dejar de mirarte a intervalos.

“Lo más curioso –siguió contando– era que los vocingleros de aquella sala donde se contaban diez o doce muertos vivos o vivos moribundos respetaban el turno de palabra como si lo hubieran acordado de antemano. No se solapaban ni pisaban. Uno tras otro soltaban su discurso… bueno, su lema, que por algo es la síntesis del discurso, y esperaban a que les tocara el turno para repetirlo, repetirlo, repetirlo”.

“Puesto que no les hacían caso, algún vocinglero decidía modificar su lema y entonces los otros –menos la mujer que decía ay— también lo cambiaban. Así, la anciana que pedía que le hicieran las uñas reclamaba ahora que le pusieran la cuña; el tipo que pedía que lo sacaran de allí y aullaba como si fuera el presidente en funciones del Consejo del Poder Judicial, clamaba de pronto: ¡Dejadme libre, me quiero ir! El que llamaba al enfermero ya no pedía socorro, ahora gritaba: ¡Mozo, me he cagado!”

Con tía Inés había que tener paciencia, que por algo es la palabra favorita de los pacíficos y los científicos, pero algunas veces sus pláticas adolecían de pasajes interesantes y otras veces, por no decir casi siempre, se esforzaba en ponerles semillas de incertidumbre a ver si brotaba el suspense.

“Para entonces ya me habían sacado sangre para los análisis, conectado a las máquinas que miden las constantes vitales, implantado una vía para meterme fármacos líquidos en vena, insuflado aerosoles y aplicado un respirador de oxígeno. Me sentía mejor, deseaba dormir. Le pregunté a una auxiliar de enfermería si toda la noche era así y me contestó que sí. Pues hagan algo, atiendan a esos quejosos, le dije. No me respondió. Pero unos minutos después se acercó una enfermera a hacerme saber que les ponían calmantes, sedantes y estaban bien atendidos, y me preguntó quién coño era yo para afirmar que aquello era peor que Gaza. Perpleja me dejó. Y como jamás se me habría ocurrido tan desatinada y cruel comparación, evité mejorar el silencio”.

“Di tu que al paso de las horas te ibas acostumbrando a las quejas y lamentos del que clamaba al fondo de la sala: ¡Socorro, enfermera, me he tragado la polla! (Quizá se refería a la ampolla), del que llamaba: ¡Mamá ven! De la que emitía a tu lado un ay cada veinte segundos y, desde luego, del que reclamaba su liberación como si fuera rehén del consejo del poder judicial. Éste, por cierto, iba bajando el volumen de sus bramidos, señal de que las ínfulas también se agotan».

«Hubo un momento en que estuve a pique de agarrar el sueño, pero entonces sonaron las alarmas del techo y el personal sanitario se apresuró a atender a los heridos o enfermos graves que llegaban. Al mismo tiempo los auxiliares, camilleros, celadores… llevaban y traían máquinas, movían a los pacientes de un lado a otro, trasladaban a planta a algunos que parecían vegetales… Un sindiós. Como para pegar ojo…”

«De pronto, sobre las cinco o las seis de la madrugada, enmudecieron los orates. Era como si los corticoides les hubieran cortado la voz. Sólo la mujer que decía ay seguía con su rítmico lamento de baja intensidad. Los demás ni mu. ¿Qué esta pasando? Le pregunté a la enfermera que se acercó a retirar el frasco del goteo y, en respuesta, me subió la camilla unos centímetros y señaló a un paciente alineado allí enfrente. Me fijé en él, pálido como la cera, y dije: parece muerto, a lo que la enfermera asintió: sí, ha muerto. ¿Por eso los vocingleros..? Sí, por eso se han callado”.

–Joer tita, cuánto me alegro de ya estés bien –dije sin prever su siguiente plática sobre el excelente trato sanitario recibido.

–Si hijo sí, sigo viva, qué remedio.

¡Más sandeces, es la guerra!

Cuentos y descuentos del sábado (10-02-2024).–Luis Díez

Fiol encontró al profesor Meodias bastante decepcionado. El docente, un tipo ameno, buen conversador, iba hacia el Madueño, taberna con historia, en la que jugaba ajedrez a media tarde con otros colegas jubilados.

–Voy con usted y le invito a un gin-tonic –le dijo Fiol.

–Mejor un mosto; a determinada edad conviene tener cuidado con los destilados.

Echaron unos párrafos sobre la actualidad política y enseguida el profesor manifestó su disgusto “con ese líder que tenemos”.

–Lo tendrá usted, yo no –se apresuró Fiol antes de interesarse por la queja–: ¿Qué ha hecho ahora?

–Mira que confundir los pedos y el estiércol del ganado (gas metano) con el metanol, un disolvente combustible…

–Bueno, eso no tiene mayor importancia; también dijo que Pablo Picasso era catalán y todos sabemos que era andaluz de Málaga.

–Ya, pero esos errores fastidian, deterioran el discurso. De un dirigente de derechas esperábamos mayor nivel cultural.

–No se amargue, profesor; acuérdese del tautológico seguidor de la señora Merkel o, sin ir tan lejos, de la lideresa Aguirre sobre la “gran pintora Sara Mago”.

–De la Guarri ni me hables. Pero me da pena que a nivel de nivel sigamos bajando de nivel.

–Pierda cuidado, profesor; verá usted como enseguida cambian al líder; la de los coches de carreras viene pisando fuerte, respaldada por ese señor Ánsar, que diría su amigo Bush Jr, que, al menos, hablaba catalán en la intimidad y leía poesía.

–Si nos ponen a la Abuso estamos aviados.

–No se yo, profesor; tenga en cuenta que la sandez cotiza al alza en la bolsa electoral.

–Cierto y verdad, amigo Fiol. Toda la vida desasnando muchachos ¿y para qué? Para llegar a este teatrillo de morcilleros y algún que otro chorizo –musitó Meodias.

–Si hubiera hecho caso de Unamuno, quien dejó escrito: “Ignorancia, cantidad positiva”, no agarraría estos berrinches.

–Eso lo dejo para aquel ministro franquista que se tomó en serio la ironía de don Miguel y llegó a proclamar: “¡Más balón y menos Latín!”

Ya ante la barra de Casa Madueño, Fiol se interesó por otros asuntos de la vida y su viejo profesor de lengua y literatura maldijo las guerras y a los que las provocan y, bajando al terreno de la carestía, se sintió atracado por las facturas de Ibertrola, a lo que en vez de aconsejarle que cambiase de compañía de suministro energético, a Endosa, por ejemplo, Fiol le dijo: “Pues cambie de líder, profesor. ¿No ve usted que ese defiende el latrocinio de los oligopolios y rechaza los impuestos suplementarios a los beneficios espurios de las eléctricas y la banca?” Se quedó pensando el profesor y respondió: “Si, algo habrá que hacer”.


La puta y el líder

Cuentos y descuentos del sábado (3-02-2024).– Luis Díez

Algunas –¿a qué negarlo?– le parecían hermosas, saludables, atractivas. Y si por el instinto fuese, perfectamente abrochables. No olvidemos que somos animales y que ya Epicuro dejó escrito en De rerum naturae (Sobre la naturaleza de las cosas) que todos los animales tienden al placer y rechazan el dolor. Aquellas mujeres tenían su negocio entre las piernas y mercaban placer sexual a tanto el rato. Su filiación y procedencia tanto daban, pues como en la rumba de Manu Chao, se llamaban “calle”. Calle Peligros, calle Ballesta, calle Valverde, Red de San Luis…

Muchas noches, cuando el líder pasaba por allí camino de casa, algunas le alargaban una pierna como si fueran a ponerle la zancadila, otras le decían “vente”, otras le susurraban sus tarifas. Él sonreía y les contestaba moviendo la cabeza a derecha e izquierda. En ocasiones, alguna insistía y él la disuadía: “No, guapa, no gasto”.

El líder era un hombre peripatético, le gustaba pasear y meditar por la noche. Solía trabar la reglamentaria en el cinto por si los fachas o algún indeseable intentaban atacarle, y salir a caminar después de cenar, cuando la ciudad se sosegaba. Téngase en cuenta que el líder era carismático, había salido por televisión casi tantas veces como días tienen los años y predicado en cientos de pueblos y ciudades: desenvainaba la mayeútica de Platón y a fuer de preguntas intentaba enseñar a la gente a pensar.

Una de aquellas noches en que el líder del “movimiento político y social transformador de la realidad” pasaba por allí se vio sorprendido por una mujer tan ligerita de ropa que daba frío. Ella no le alargó la pierna ni le susurró la tarifa, sino que se enganchó a su brazo como un candado.

–Que no, hermosa, que no gasto –le dijo.

Pero turris burris, la mujer no le soltaba.

–Tiene que ayudarme –decía.

–No llevo dinero –respondía él.

–No es eso, tiene que subir conmigo a ayudarme –imploraba ella.

–Bueno, bueno –aceptó él un poco intrigado.

Entraron en el portal del viejo edificio sin ascensor y él la siguió escalera arriba hasta la tercera planta. Ella abrió la puerta del piso y le condujo hasta una habitación donde había un hombre tendido en la cama.

–Tiene que ayudarme a bajarlo –le pidió ella al tiempo que le recomponía el pantalón y le ponía los zapatos.

–Bueno, pues vamos allá –dijo el líder, agarrando el brazo izquierdo del hombre y metiéndole el otro brazo por la entrepierna para cargarlo al hombro como a un herido en el campo de batalla. Pero no estaba herido ni sufría daño ni trastorno alguno; simplemente era un anciano que había quedado tan satisfecho y se hallaba tan a gusto que se negaba a moverse.

El líder carismático lo evacuó con toda la delicadeza de que fue capaz y lo depositó en la puerta de la calle después de mirar a un lado y otro para no ser visto por algún mirón noctivago dispuesto a infligir mala fama. La mujer bajó detrás y le agradeció el favor que le permitía seguir trabajando o como se diga. Y pues se hizo lenguas entre sus compañeras de oficio, aquella noche, sin necesidad de prédicas ni garambainas, el líder ganó un buen puñado de votos.