De INTRODUCCIÓN AL ABUELO
Como enviado especial (aunque nada tuviera de especial), el Abuelo viajó a Angola (otra Navidad fuera de casa) para informar (por telégrafo) de la retirada de las tropas cubanas reclutadas por Fidel Castro y sufragadas por Moscú para apoyar al régimen popular del presidente dizque comunista José Eduardo dos Santos frente al poderoso ejército de su oponente capitalista Jonás Savimbi, respaldado por mercenarios y especialistas en armamento, financiados por los Estados Unidos de América. El belicoso Savimbi controlaba el sur del país, un área muy rica en minería metálica y diamantes, y recibía el armamento, la munición y personal necesario para mantener aquella guerra interminable a través de Namibia, que, a su vez luchaba para independizarse de Sudáfrica y liberarse del dogal racista y el régimen de apartheid impuesto por Pretoria a mediados del siglo XX. De pronto la larga guerra de Angola registraba un alto el fuego más firme que las treguas anteriores. El diálogo norte-sur entre las potencias que manejaban sus piezas sobre el tablero mundial daba una oportunidad a la paz en aquella esquina del torturado continente africano. La tensión entre los bloques capitalista y comunista aflojaba. Tras la experiencia de Vietnam, los mandatarios estadounidenses y soviéticos admitían la conveniencia de avanzar hacia la distensión e ir dejando al mundo en paz antes de que las fuerzas de la indignación, visible en EUA e invisible en la URSS, estallaban como huevos podridos en las respectivas metrópolis y liquidaran a aquellos pollos imperiales. La Guerra Fría tocaba a su fin. Los cubanos que luchaban en Angola para mantener el régimen comunista de Dos Santos, que había logrado la independencia de Portugal en 1975, abandonaban el país. Era una buena señal. Volvían a casa. Se iban jodidos. Muchos, con el virus del Sida en el cuerpo. T habló con varios, los retrató en fila india, subiendo las escalerillas de los aviones con dos banderitas de papel en la mano, la angoleña y la cubana, y las mochilas vacías. Los convalecientes, enfermos y mutilados eran llevados a Moscú para que se repusieran y disfrutaran de vacaciones. La población de Luanda sobrevivía míseramente. La escasez de alimentos era terrible. Faltaba de todo. No había leche para los niños pequeños, agua potable, medicamentos… Con mucha suerte se podía conseguir algún huevo, una batata, un trozo de mandioca, bananas o un puñado de gramíneas. En ocasiones llegaban al mercado algunos peces de la hermosa bahía inundada de porquería. La supervivencia de los centenares de miles de personas de aquella ciudad era una incógnita. La gente deambulaba por aquellas calles terrosas de infraviviendas en busca de algo que llevarse a la boca. Algunos caían rendidos, agotados, en cualquier lugar. Impresionaba la cantidad de niños que corrían detrás de los coches pidiendo algo de comer. El agua era lo más valioso. Hileras de mujeres y niños esperaban seis y ocho horas para conseguir un litro del liquido elemento de alguno de los camiones cuba que aparecían una vez al día en determinadas zonas comerciales de aquel mar de chabolas. La mayoría de los angoleños desconocían la paz. Los más viejos habían nacido cuando, en los años sesenta, Portugal combatía a los independentistas de la rica provincia de Cabinda, al norte del río Congo; otros habían llegado a este cochino mundo cuando se libraba la guerra por la independencia, finalmente conseguida en 1975; otros, en plena guerra civil entre los ejércitos del MPLA y UNITA. Nacían en la guerra, vivían para la guerra y morían a causa de la guerra; a unos los mataban las bombas y a otros el hambre crónica. Aunque el país era rico en minería, hidrocarburos y recursos naturales, las conflagraciones habían arruinado la agricultura, eliminado las pesquerías, destruido las pocas factorías existentes y desplazado a la población campesina a lugares supuestamente seguros como la capital del Estado, donde la mortandad infantil había alcanzado la mayor cota del mundo. Si a T le encogían el alma los niños desnutridos, aquellas criaturas a las que no llegaban los alimentos importados por el régimen ni los procedentes del socorro internacional, también le impresionaba la gran cantidad de personas mutiladas que poblaban las calles. En su mayoría eran niños y jóvenes de ambos sexos a los que les faltaba una pierna, un brazo, una mano… Algunos se valían de rudimentarias prótesis de palo atadas a la cintura, otros se movían con la ayuda de dos muletas bajo los sobacos, y otros, a los que faltaban las dos piernas, rulaban con la fuerza de sus brazos en los más variados carros artesanales y sillas rodantes o se desplazaban a pulso a ras de suelo, con el tronco y los muñones protegidos por trapos y trozos de neumáticos, y las manos empuñando tacos y asideros de madera a modo de zuecos protectores. Los contendientes de uno y otro bando habían infestado de minas anti personas las tierras de cultivo, los caminos y los perímetros de los poblados. Millones de bombas dormidas constituían la gran amenaza y la ruina del país. Estallaban en cualquier lugar, cualquier día y a cualquier hora. Las consecuencias fatales, cuando no mortales, eran visibles en la población. A T le dolían los ojos. Desde que aterrizó en Luanda sentía ganas de llorar. Aquellos odiosos artefactos prolongaban las desgracias de la guerra, hacían impracticable la agricultura en las tierras fértiles sobre la franja costera y garantizaban el desabastecimiento y el hambre para los tiempos venideros. La limpieza de aquella siembra mortal, realizada desde aviones y helicópteros, requeriría lustros de arriesgada labor por parte de especialistas militares y civiles. Miles de aquellas pequeñas bombas durmientes que prolongaban las desgracias más allá del alto e fuego llevaban marca española: habían sido fabricadas y vendidas por España. T recabó datos y testimonios sobre los fabricantes y vendedores patrios de aquellas armas odiosas. Se habían puesto las botas. Con información obtenida entre algunos compatriotas pudo localizar y conversar con dos agentes comerciales encubiertos. Ya no realizaban operaciones triangulares de suministro de armamento y munición; ahora importaban prótesis y ortopedia, una manera de seguir forrándose. T abandonó la calurosa capital angoleña para informar de lo que estaba pasando en la vecina Namibia, donde Naciones Unidas había desplegado una misión de observadores militares (España les aportaba el transporte en Aviocar) para verificar las dos condiciones del proceso de paz: la salida de combatientes de Angola y el corte de suministros bélicos a la guerrilla de Savimbi. La capital del futuro Estado independiente de Sudáfrica, Windhoek, era la más cruda representación del apartheid. La ciudad de los blancos, moderna, limpia, con grandes edificios, mercados, estaciones, centros comerciales, calles asfaltadas, bien trazadas, alcantarillado y todo tipo de servicios parecía una localidad europea que hubiera sido trasplantada a los confines de África. Sus cuarenta mil habitantes descendían de los colonos alemanes y holandeses que habían ocupado aquellas tierras hacía unos doscientos años, explotaban las minas de oro y diamantes, recorrían sus grandes fincas en avionetas, practicaban la caza desde helicópteros, regentaban lujosos hoteles, administraban la inmensa región de acuerdo con Pretoria, residían en magníficas villas, parecían felices y disfrutaban de la vida. A pocos kilómetros de las entradas y salidas de la ciudad, fuertemente custodiadas por policías con armas largas, se extendía Katutura, la urbe de los negros, la bidonville (casas con latas de bidones, maderas y plásticos) donde desvivían más de quinientas mil personas. Los negros realizaban todos los trabajos manuales de la pulcra ciudad de los blancos. Al rayar el alba caminaban los cuatro o cinco kilómetros que separaban su piélago de chabolas de la capital de los blancos. Hacía su labor por unos sueldos ínfimos y al atardecer emprendían el camino de vuelta. T se aventuró a ir con ellos y se incrustó en una hilera de caminantes que discurrían por los arcenes de la carretera hasta Katutura. Le habían dicho que los negros odiaban a los blancos y le podían agredir, robar, secuestrar y matar. O sea, igual que los blancos. Lo que en realidad odiaban era la dominación y los instrumentos de superioridad, entre ellos, los coches. Pero si te situabas a su nivel, con humildad y sin ostentación, si llegabas andando como ellos a su barriada, eras uno más, ni más ni menos. Quiere decirse que no te robaban la matrícula del coche ni el volante, los asientos y las ruedas. Tampoco el reloj ni la camisa ni las gafas. Por el contrario, se mostraban amables, amigables y encantados de tenerte entre ellos. Lo comprobó T aquella calurosa noche de finales de enero en una taberna a la que llegó atraído por el sonido rítmico de djembes y atabaques. Tres bombillas de colores señalaban la entrada. Un joven le invitó a pasar al fondo de la chabola, abierta a una campa trasera, apenas iluminada por más bombillas de colores conectadas a unos cables atados a los árboles, donde danzaban hombres y mujeres a pecho descubierto. Hacía un calor del demonio. Se sentó en el extremo de un tronco liso y largo que servía de banco tras unas tablas horizontales a modo de mesa. El joven que le animó a entrar y le hizo sitio, obligando a los demás a juntar sus traseros, le ofreció Coca-cola o champagne, las únicas bebidas del lugar. Mejor champagne. Le sirvió una botella de litro, demasiado grande para una sola persona, y comoquiera que muchas chicas y chicos allí sentados le miraban con curiosidad, pidió unos vasos de papel y compartió con ellos aquella botella de espumoso, marca Lerroux, cosechando sus sonrisas. Y lo que es mejor: su simpatía. De pronto se vio rodeado de chicas y algunos chicos. No sé bailar, les decía. Pero no era eso: solo querían tocarme. Allí fue donde me palparon decenas de mujeres, más mujeres de las que uno puede imaginar. Y también algunos hombres, jóvenes que nunca habían tocado a un blanco y querían saber si tenía la piel tan fina y caliente como la suya. Puesto que me estaba convirtiendo en el centro de atención de la fiesta, me quité la camisa y extendí los brazos para que saciaran su curiosidad sin empujarse unos a otros. Las chicas se reían. Tal vez el vello del pecho y los pelos de los sobacos les hacían gracia. Dos días después, añadía T, volví a Katutura para asistir a un mitin del líder independentista Sam Nujoma. El presidente del SWAPO (siglas en inglés de la Organización Popular del África Suroccidental) y comandante de la guerrilla que había luchado contra la ocupación del país por parte de Sudáfrica y la aplicación del férreo apartheid, era un hombre de mediana estatura, fuerte, enérgico, barba blanca, sienes nevadas, semblante agradable, ademanes tranquilos y voz aterciopelada, con breves y rotundas inflexiones de gran orador. El estadio de fútbol donde se celebraba el mitin se llenó a rebosar. Miles de personas que, desde unas horas antes cantaban, bailaban, agitaban banderas y coreaban consignas de socialismo y libertad, escucharon el larguísimo discurso de Nujoma en un silencio absoluto, disciplinado, emotivo, conmovedor. Una masa humana mayor de la que cabía en el recinto deportivo lo oyó desde fuera. Nadie se quería perder el mensaje del futuro presidente del país anunciando la inminente independencia de Sudafrica, el final del apartheid, la reforma agraria y muchas otras. El acto duró cuatro horas. Y los asistentes experimentaban tal ensueño que se resistían a despertar y abandonar el lugar. T echó de menos a una Lola Flores que los espoleara con su famoso grito: “¡Si me queréis, irse!” Al día siguiente compró un puñado de turmalinas por un dólar, hizo la maleta y abandonó aquel país naciente en cuyos caladeros pescaban los barcos de la empresa española Pescanova. La historia siguió su curso, Namibia consiguió su independencia, el belicoso angoleño Jonás Savimbi rechazó el acuerdo de paz y reanudó las hostilidades hasta que lo mataron, dos años después, y el presidente de Angola, Eduardo dos Santos, aceptó la democracia occidental, giró hacia el capitalismo, se garantizó el triunfo en las urnas, elección tras elección, empezó a explotar los ingentes recursos petroleros en la costa del norte del país, junto al delta del Congo, se forró, enriqueció a su familia, a los amigos y allegados de su tribu y se dio la vida padre mientras los angoleños siguieron en la miseria. Entre otros bienes, compró una mansión en Pedralbes, el barrio rico de Barcelona, a la evasora familia del señor Pujol, gobernante en Cataluña y significado corrupto.