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23.–Describe al ‘molt honorable’

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Por cierto, me contó el Abuelo que en una ocasión tuvo la mala ocurrencia de escribir sobre aquel Pujol. Había entonces en el periódico una columna que se publicaba en las páginas de opinión y se llamaba “La rueda”. Le tocó La rueda un día que “el molt honorable” –trato que daban al president de la Generalitat de Catalunya– madrugó, subió al avión y se plantó en Madrid para desayunar con el presidente del Gobierno. Las visitas de aquel hombre pequeño, arbitrario y casi siempre de mal humor, se anunciaban cuando ya estaba en marcha. Sus ayudantes nunca sabían a dónde tendrían que ir hasta que el tipo, que nunca se estaba quieto, decidía desplazarse a visitar un pueblo de Tarragona, un museo en Girona, al gobernador del Banco de España en Madrid, al de Quebec en Canadá o al comisario de Agricultura en Bruselas. Cuando viajaba a la capital del Reino de España solía citar a los periodistas en el hotel Palace, les contaba lo que quería y ellos confeccionaban las crónicas con el motivo y alcance de sus visitas. En aquella ocasión, el motivo era curioso. “¿No tomarán nada, verdad?”, preguntó a los informadores. “Si, yo quiero un café con leche”, le contrarió T. El honorable les contó que se había desplazado a Madrid para mostrar una fotografía al presidente del Gobierno. “A ver, Pedrós, acérqueme ese sobre”, ordenó a su jefe de prensa, un poeta enrevesado que se llamaba Ramón. Los informadores tuvieron la impresión de que el honorable les tomaba el pelo, pues para que una persona viera aquella fotografía del tamaño de un folio había medios técnicos de transmisión instantánea sin necesidad de recorrer los mil kilómetros de ida y vuelta que separan Barcelona de Madrid. “Miren, esto es Europa de noche”, les dijo, exhibiendo la foto como un trofeo. A continuación señaló las zonas iluminadas como las más prósperas, industriales y desarrolladas, destacando gran parte de Alemania, Países Bajos, la península de Escandinavia, el Mar del Norte, el centro y sudeste de Francia, el norte de Italia, el sur de Inglaterra… España era una mancha negra con luces en Cataluña, Euskadi, algunas en el centro y en la costa mediterránea. La instantánea, tomada por el satélite de la Agencia Espacial Europea en una noche sin nubes era, según aquel hombre, la evidencia del atraso y le servía de argumento para pedir al Gobierno estatal que destinara más recursos públicos a Cataluña como motor principal de la economía española. A partir de esa explicación, el honorable dio la misma respuesta a varios periodistas que querían saber si había negociado con el jefe del Gobierno alguna aportación superior para algún sector concreto. Y la respuesta fue: “Hoy no toca” y “no, mire, hoy no toca”. T redactó la reseña, la envió y se olvidó de la materia hasta que, ya al atardecer, le comunicaron que le tocaba «La rueda». Entonces aprovechó dos detalles de la ocurrente visita y contó que los “movimientos repentinos, de cine cómico”, del molt honorable le habían llevado a tomar por factorías industriales las plataformas petroleras del Mar del Norte y a interpretar la oscuridad nocturna de la mayor parte de la Península Ibérica como la evidencia de un atraso del que solo se libraban los laboriosos catalanes y los férreos vascos. Todo ello a ojo de satélite y sin tener en cuenta que en España no se iluminan las autovías como ocurre en Francia, Cataluña, Reino Unido y Alemania con las autopistas. T nunca supo si aquel gobernante que amasó una fortuna en el poder se sintió maltratado y protestó a las instancias superiores del periódico, pero lo cierto es que nunca más volvió a atropellarle «La rueda». Dicho sea sin demérito de otros, la gran compañera Margarita Sáenz-Díez, persona amable y comedida, dominaba ese difícil género de cuarto y mitad de opinión, cuyo maestro, según el Abuelo, era su también muy querido Josep Pernau. Tiempo después, un opaco redactor jefe al que llamaban Eltriste le reprochó, al Abuelo, que se hubiera burlado de los tics nerviosos del president, atribuyéndole movimientos de cine cómico.

22.–Viaja a la paz

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Como enviado especial (aunque nada tuviera de especial), el Abuelo viajó a Angola (otra Navidad fuera de casa) para informar (por telégrafo) de la retirada de las tropas cubanas reclutadas por Fidel Castro y sufragadas por Moscú para apoyar al régimen popular del presidente dizque comunista José Eduardo dos Santos frente al poderoso ejército de su oponente capitalista Jonás Savimbi, respaldado por mercenarios y especialistas en armamento, financiados por los Estados Unidos de América. El belicoso Savimbi controlaba el sur del país, un área muy rica en minería metálica y diamantes, y recibía el armamento, la munición y personal necesario para mantener aquella guerra interminable a través de Namibia, que, a su vez luchaba para independizarse de Sudáfrica y liberarse del dogal racista y el régimen de apartheid impuesto por Pretoria a mediados del siglo XX. De pronto la larga guerra de Angola registraba un alto el fuego más firme que las treguas anteriores. El diálogo norte-sur entre las potencias que manejaban sus piezas sobre el tablero mundial daba una oportunidad a la paz en aquella esquina del torturado continente africano. La tensión entre los bloques capitalista y comunista aflojaba. Tras la experiencia de Vietnam, los mandatarios estadounidenses y soviéticos admitían la conveniencia de avanzar hacia la distensión e ir dejando al mundo en paz antes de que las fuerzas de la indignación, visible en EUA e invisible en la URSS, estallaban como huevos podridos en las respectivas metrópolis y liquidaran a aquellos pollos imperiales. La Guerra Fría tocaba a su fin. Los cubanos que luchaban en Angola para mantener el régimen comunista de Dos Santos, que había logrado la independencia de Portugal en 1975, abandonaban el país. Era una buena señal. Volvían a casa. Se iban jodidos. Muchos, con el virus del Sida en el cuerpo. T habló con varios, los retrató en fila india, subiendo las escalerillas de los aviones con dos banderitas de papel en la mano, la angoleña y la cubana, y las mochilas vacías. Los convalecientes, enfermos y mutilados eran llevados a Moscú para que se repusieran y disfrutaran de vacaciones. La población de Luanda sobrevivía míseramente. La escasez de alimentos era terrible. Faltaba de todo. No había leche para los niños pequeños, agua potable, medicamentos… Con mucha suerte se podía conseguir algún huevo, una batata, un trozo de mandioca, bananas o un puñado de gramíneas. En ocasiones llegaban al mercado algunos peces de la hermosa bahía inundada de porquería. La supervivencia de los centenares de miles de personas de aquella ciudad era una incógnita. La gente deambulaba por aquellas calles terrosas de infraviviendas en busca de algo que llevarse a la boca. Algunos caían rendidos, agotados, en cualquier lugar. Impresionaba la cantidad de niños que corrían detrás de los coches pidiendo algo de comer. El agua era lo más valioso. Hileras de mujeres y niños esperaban seis y ocho horas para conseguir un litro del liquido elemento de alguno de los camiones cuba que aparecían una vez al día en determinadas zonas comerciales de aquel mar de chabolas. La mayoría de los angoleños desconocían la paz. Los más viejos habían nacido cuando, en los años sesenta, Portugal combatía a los independentistas de la rica provincia de Cabinda, al norte del río Congo; otros habían llegado a este cochino mundo cuando se libraba la guerra por la independencia, finalmente conseguida en 1975; otros, en plena guerra civil entre los ejércitos del MPLA y UNITA. Nacían en la guerra, vivían para la guerra y morían a causa de la guerra; a unos los mataban las bombas y a otros el hambre crónica. Aunque el país era rico en minería, hidrocarburos y recursos naturales, las conflagraciones habían arruinado la agricultura, eliminado las pesquerías, destruido las pocas factorías existentes y desplazado a la población campesina a lugares supuestamente seguros como la capital del Estado, donde la mortandad infantil había alcanzado la mayor cota del mundo. Si a T le encogían el alma los niños desnutridos, aquellas criaturas a las que no llegaban los alimentos importados por el régimen ni los procedentes del socorro internacional, también le impresionaba la gran cantidad de personas mutiladas que poblaban las calles. En su mayoría eran niños y jóvenes de ambos sexos a los que les faltaba una pierna, un brazo, una mano… Algunos se valían de rudimentarias prótesis de palo atadas a la cintura, otros se movían con la ayuda de dos muletas bajo los sobacos, y otros, a los que faltaban las dos piernas, rulaban con la fuerza de sus brazos en los más variados carros artesanales y sillas rodantes o se desplazaban a pulso a ras de suelo, con el tronco y los muñones protegidos por trapos y trozos de neumáticos, y las manos empuñando tacos y asideros de madera a modo de zuecos protectores. Los contendientes de uno y otro bando habían infestado de minas anti personas las tierras de cultivo, los caminos y los perímetros de los poblados. Millones de bombas dormidas constituían la gran amenaza y la ruina del país. Estallaban en cualquier lugar, cualquier día y a cualquier hora. Las consecuencias fatales, cuando no mortales, eran visibles en la población. A T le dolían los ojos. Desde que aterrizó en Luanda sentía ganas de llorar. Aquellos odiosos artefactos prolongaban las desgracias de la guerra, hacían impracticable la agricultura en las tierras fértiles sobre la franja costera y garantizaban el desabastecimiento y el hambre para los tiempos venideros. La limpieza de aquella siembra mortal, realizada desde aviones y helicópteros, requeriría lustros de arriesgada labor por parte de especialistas militares y civiles. Miles de aquellas pequeñas bombas durmientes que prolongaban las desgracias más allá del alto e fuego llevaban marca española: habían sido fabricadas y vendidas por España. T recabó datos y testimonios sobre los fabricantes y vendedores patrios de aquellas armas odiosas. Se habían puesto las botas. Con información obtenida entre algunos compatriotas pudo localizar y conversar con dos agentes comerciales encubiertos. Ya no realizaban operaciones triangulares de suministro de armamento y munición; ahora importaban prótesis y ortopedia, una manera de seguir forrándose. T abandonó la calurosa capital angoleña para informar de lo que estaba pasando en la vecina Namibia, donde Naciones Unidas había desplegado una misión de observadores militares (España les aportaba el transporte en Aviocar) para verificar las dos condiciones del proceso de paz: la salida de combatientes de Angola y el corte de suministros bélicos a la guerrilla de Savimbi. La capital del futuro Estado independiente de Sudáfrica, Windhoek, era la más cruda representación del apartheid. La ciudad de los blancos, moderna, limpia, con grandes edificios, mercados, estaciones, centros comerciales, calles asfaltadas, bien trazadas, alcantarillado y todo tipo de servicios parecía una localidad europea que hubiera sido trasplantada a los confines de África. Sus cuarenta mil habitantes descendían de los colonos alemanes y holandeses que habían ocupado aquellas tierras hacía unos doscientos años, explotaban las minas de oro y diamantes, recorrían sus grandes fincas en avionetas, practicaban la caza desde helicópteros, regentaban lujosos hoteles, administraban la inmensa región de acuerdo con Pretoria, residían en magníficas villas, parecían felices y disfrutaban de la vida. A pocos kilómetros de las entradas y salidas de la ciudad, fuertemente custodiadas por policías con armas largas, se extendía Katutura, la urbe de los negros, la bidonville (casas con latas de bidones, maderas y plásticos) donde desvivían más de quinientas mil personas. Los negros realizaban todos los trabajos manuales de la pulcra ciudad de los blancos. Al rayar el alba caminaban los cuatro o cinco kilómetros que separaban su piélago de chabolas de la capital de los blancos. Hacía su labor por unos sueldos ínfimos y al atardecer emprendían el camino de vuelta. T se aventuró a ir con ellos y se incrustó en una hilera de caminantes que discurrían por los arcenes de la carretera hasta Katutura. Le habían dicho que los negros odiaban a los blancos y le podían agredir, robar, secuestrar y matar. O sea, igual que los blancos. Lo que en realidad odiaban era la dominación y los instrumentos de superioridad, entre ellos, los coches. Pero si te situabas a su nivel, con humildad y sin ostentación, si llegabas andando como ellos a su barriada, eras uno más, ni más ni menos. Quiere decirse que no te robaban la matrícula del coche ni el volante, los asientos y las ruedas. Tampoco el reloj ni la camisa ni las gafas. Por el contrario, se mostraban amables, amigables y encantados de tenerte entre ellos. Lo comprobó T aquella calurosa noche de finales de enero en una taberna a la que llegó atraído por el sonido rítmico de djembes y atabaques. Tres bombillas de colores señalaban la entrada. Un joven le invitó a pasar al fondo de la chabola, abierta a una campa trasera, apenas iluminada por más bombillas de colores conectadas a unos cables atados a los árboles, donde danzaban hombres y mujeres a pecho descubierto. Hacía un calor del demonio. Se sentó en el extremo de un tronco liso y largo que servía de banco tras unas tablas horizontales a modo de mesa. El joven que le animó a entrar y le hizo sitio, obligando a los demás a juntar sus traseros, le ofreció Coca-cola o champagne, las únicas bebidas del lugar. Mejor champagne. Le sirvió una botella de litro, demasiado grande para una sola persona, y comoquiera que muchas chicas y chicos allí sentados le miraban con curiosidad, pidió unos vasos de papel y compartió con ellos aquella botella de espumoso, marca Lerroux, cosechando sus sonrisas. Y lo que es mejor: su simpatía. De pronto se vio rodeado de chicas y algunos chicos. No sé bailar, les decía. Pero no era eso: solo querían tocarme. Allí fue donde me palparon decenas de mujeres, más mujeres de las que uno puede imaginar. Y también algunos hombres, jóvenes que nunca habían tocado a un blanco y querían saber si tenía la piel tan fina y caliente como la suya. Puesto que me estaba convirtiendo en el centro de atención de la fiesta, me quité la camisa y extendí los brazos para que saciaran su curiosidad sin empujarse unos a otros. Las chicas se reían. Tal vez el vello del pecho y los pelos de los sobacos les hacían gracia. Dos días después, añadía T, volví a Katutura para asistir a un mitin del líder independentista Sam Nujoma. El presidente del SWAPO (siglas en inglés de la Organización Popular del África Suroccidental) y comandante de la guerrilla que había luchado contra la ocupación del país por parte de Sudáfrica y la aplicación del férreo apartheid, era un hombre de mediana estatura, fuerte, enérgico, barba blanca, sienes nevadas, semblante agradable, ademanes tranquilos y voz aterciopelada, con breves y rotundas inflexiones de gran orador. El estadio de fútbol donde se celebraba el mitin se llenó a rebosar. Miles de personas que, desde unas horas antes cantaban, bailaban, agitaban banderas y coreaban consignas de socialismo y libertad, escucharon el larguísimo discurso de Nujoma en un silencio absoluto, disciplinado, emotivo, conmovedor. Una masa humana mayor de la que cabía en el recinto deportivo lo oyó desde fuera. Nadie se quería perder el mensaje del futuro presidente del país anunciando la inminente independencia de Sudafrica, el final del apartheid, la reforma agraria y muchas otras. El acto duró cuatro horas. Y los asistentes experimentaban tal ensueño que se resistían a despertar y abandonar el lugar. T echó de menos a una Lola Flores que los espoleara con su famoso grito: “¡Si me queréis, irse!” Al día siguiente compró un puñado de turmalinas por un dólar, hizo la maleta y abandonó aquel país naciente en cuyos caladeros pescaban los barcos de la empresa española Pescanova. La historia siguió su curso, Namibia consiguió su independencia, el belicoso angoleño Jonás Savimbi rechazó el acuerdo de paz y reanudó las hostilidades hasta que lo mataron, dos años después, y el presidente de Angola, Eduardo dos Santos, aceptó la democracia occidental, giró hacia el capitalismo, se garantizó el triunfo en las urnas, elección tras elección, empezó a explotar los ingentes recursos petroleros en la costa del norte del país, junto al delta del Congo, se forró, enriqueció a su familia, a los amigos y allegados de su tribu y se dio la vida padre mientras los angoleños siguieron en la miseria. Entre otros bienes, compró una mansión en Pedralbes, el barrio rico de Barcelona, a la evasora familia del señor Pujol, gobernante en Cataluña y significado corrupto.

21.–Trabaja con los buenos

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo nunca se creyó que los catalanes desquisieran a España, que era la forma de querer más acentuada de los nacionalistas catalanes para reafirmar su ideología. Fijate tú, decía, que los más prósperos de ellos, los de derechas, han aceptado a los Borbones como si tal cosa. Lo que ellos desearían es “catalanizar España”, añadía. Y preguntaba si es que no habían ejercido un papel ejemplar, equilibrado y moderador en las últimas décadas y, especialmente, en el tránsito sin ruptura de la dictadura a la democracia. Al margen de que hubiese zorrocotrocos en todas partes, el Abuelo se sentía como si jugase en Primera División, trabajando con los mejores en la redacción (delegación) de Madrid de El Periódico de Cataluña. Allí compartía tarea con la trigueña Merche (Mercedes Jansa), una mujer bien plantada, dura, dialéctica, con buenos reflejos, criterio propio y visión crítica. Sus razonamientos, casi siempre acertados, le permitían llevar a sus crónicas unas conclusiones difíciles de refutar. Era buena periodista y T se sentía feliz de trabajar con ella para la sección política. Le agradaba la firmeza, las convicciones y hasta la mala leche de aquella mujer. Además fungía junto a otro buen periodista y compañero en la pequeña redacción: Miguel Cifuentes, Cifu, cuatro o cinco años mayor que él, irónico, ocurrente, tranquilo, educado, elegante y, sobre todo, sabio. De Economía lo sabía todo. Jamás se saciaba de leer y manejaba una erudición muy superior al común. Buen conversador, atesoraba una montaña de anécdotas que administraba con singular prudencia y esmero. Se desanimaba de vez en cuando y si T le notaba alicaído le invitaba a café o cerveza, según la hora, y le pinchaba con los alfileres de Adam Smith. La campeona de la prudencia y la discreción era, sin embargo, Natalia del Pozo o Nati, la secretaria de redacción. Era la compañera del ya ilustre periodista político Raúl del Pozo y descendía de una familia de la aristocracia italiana, aunque muy pocos lo sabían, y los que se enteraban se extrañaban de que simpatizara con el Partido Comunista. Era delgada, pero su presencia llenaba la oficina y su ausencia se notaba más que cualquier otra. De voz suave y ademanes cadenciosos, poseía el don de la armonía, la capacidad de comprensión del prójimo y una cercanía que junto con una intuición prodigiosa y una curiosidad sin límites la convertía en balsámica, querida, imprescindible. Nati ayudaba a todos, resolvía problemas, facilitaba la vida. Y jamás olvidaba algún recado, aunque fuese una llamada familiar sin importancia. Su edad era una incógnita: parecía una mujer con tendencia a ser mayor, siempre con faldas largas y oscuras y blusas ocres y blancas. Pero se movía con la flexibilidad juvenil de una gacela. Nadie se atrevía a aventurar su edad. Sólo sabían que sus padres vivían en Italia porque se ausentaba una semana cada dos o tres meses para ir a visitarlos. Después de todo era una italiana que se había enamorado en España y apreciaba este país o una española a la que habían nacido en la península de al lado. La pequeña redacción se completaba con el compañero Soria, al que apenas conoció, pues enseguida cedió los trastos a Carlos Marcote, que no era tan grande como sugiere su apellido, lo que no quita para que fuese buen deportista, agradable y silencioso. Él se ocupaba del fútbol y su colega Antonio Merino, envolvente y grandote, cubría el espacio de los partidos de básquet como colaborador y le ayudaba los fines de semana con las reseñas de los choques de los equipos madrileños de fútbol de primera. Cuando el Barça jugaba en Madrid, Merino quedaba al margen, ya que la ayuda llegaba de Barcelona en forma de dos redactores literarios y uno gráfico. Por algo decían que el Barça era más que un club. La ciudad tenía otro equipo en primera división, pero acaso por llevar el nombre que llevaba, merecía menos atención; al llamarse “Real Club Deportivo Español”, el amigo y colega de La Vanguardia José María Orta y algunos más añadían: “Ese equipo catalán de fútbol, como su nombre indica”. El reportero gráfico procedente de la redacción central solía ponerse a las órdenes del veterano fotógrafo de la delegación Antonio Jiménez, especialista en el Real Madrid y en la Casa Real. Se distinguía por su elegancia y pulcritud hasta el punto de trabajar con traje y corbata y de no utilizar tejanos sin raya al medio. Le daba un aire a Humphrey Bogart, aunque era más alto y más guapo. Contaba con un laborante, Juan Manuel Prat, voluntarioso y con tal empeño en aprender el oficio que en poco más de dos años se convirtió en buen fotógrafo. Su hermana Marisa, mujer compacta, pequeña, taxonómica y rigurosa, se ocupaba de la cartería, las transacciones bancarias y la administración de la delegación. Luego ya, con mesa y máquina de escribir en la redacción, el colaborador Manuel Montero ejercía la crítica de las novedades teatrales y cinematográficas. Tenía buena pluma, había publicado una novela sin éxito, era bondadoso y, pese a su rabiosa juventud, prefería ahorrar el comentario de un estreno si la obra era mediocre a despellejarla como con tanto gusto (y regodeo) hacían otros. Se parecía en eso al bondadoso don José Prat, quien realizó la crítica teatral en el principal periódico de Bogotá (Colombia) durante más de treinta de sus cuarenta años de exilio y siempre halló algún motivo para no poner mal una obra. Por cierto, T me contó la crítica teatral más breve aparecida en un periódico de Madrid. Decía: “Don Jacinto Benavente ha estrenado Una señora, ya era hora”. El crítico disparaba con bala, pues entonces ya se sabía que el dramaturgo, premiado con el Nobel dos años después (1922), era homosexual. Anécdotas aparte, el Abuelo decía que los buenos periódicos estaban hechos por buenas personas. Había leído cuanto de Ryszard Kapuscinski publicaba la editorial Anagrama en castellano y coincidía con el gran periodista polaco en que “para ser buen periodista hay que ser buena persona”. Su experiencia entre aquella gente de la delegación del periódico no sólo demostraba la verdad del aserto de Kapuscinski, sino también la diferencia cualitativa con otros diarios que retorcían y administraban las informaciones según convenía a los amos, casi todos conservadores y de derechas. La pluralidad política, credibilidad y calidad literaria, adaptada al lenguaje inteligible y popular, permitía al Periódico ganar mayor aceptación cada día y registrar una creciente demanda de ejemplares, con la consiguiente repercusión en la cuenta de resultados y la contratación de más y mejores profesionales. Consolidó la ventaja respecto a la competencia cuando, a comienzo de los años noventa del siglo pasado, se convirtió en el primer periódico del país en introducir fotografías a todo color en la primera página. Durante muchos años ocupó la segunda y tercera plaza de la tabla de venta y difusión del país, aunque solo se distribuía en Cataluña. Creo que entonces el Abuelo era feliz y estaba contento con su trabajo. Y eso que en un oficio plagado de granujas y falsarios de obediencia ciega a los poderosos, en el que las desgracias, los atentados terroristas, las diatribas y las calamidades eran el menú informativo de cada día, había poco margen para eso que hemos dado en llamar “felicidad”. Las exigencias informativas (y empresariales) eran tan intensas que transcurrían los años sin que, por ejemplo, disfrutara de una Navidad tranquila en casa con su familia. Él decía que se puede querer mucho pero es muy difícil disfrutar de todo a la vez. Amaba a su familia y para que nada le faltase aceptaba sin rechistar los sacrificios que le imponía una profesión que también amaba.