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‘La verán mis ojos’ (IV)

Vista de la calle del Príncipe, donde se ubicaba la taberna del Portugués, desde la plaza de Canalejas.
Vista de la calle del Príncipe, donde se ubicaba la taberna del Portugués, desde la plaza de Canalejas.

Por KEY GOOD

4.—Mujeres

 

Los comercios cerraban a las veinte horas en Ursaría y algunas noches Lucas estaba atento al reloj y se asomaba a la entrada del estadero para ayudar a la chica de la tienda de enfrente a correr la mampara de rejillas que protegía el escaparate y la gruesa puerta de vidrio de la entrada. La chica forcejeaba con el artilugio. Primero desenganchaba una especie de riel que sujetaba la mampara en la parte derecha del escaparate y lo tendía en el suelo. Después empujaba las varillas de hierro por aquel riel, produciendo un ruido chirriante. Pero cuando realizaba la misma operación con la parte izquierda de la mampara de rejas, la derecha retrocedía y no conseguía juntarlas. Entonces él cruzaba la calle de cuatro zancadas y la ayudaba a unir las dos mitades y asegurarlas con varios candados.

–Tienes que engrasar el cierre –le recomendó la primera vez que la ayudó.

–Vale –dijo ella agradeciéndole la ayuda.

–Yo me llamo Lucas, ¿y tú?

–Inés

–Como la amante de don Juan, un nombre muy lindo –contestó él sin poder disimular una breve risa porque Manolo Elimpia y los parroquianos de La Campana le llamaban Ratita.

–A mi me gusta –repuso ella.

Puesto que aquella Inés no siguió su consejo de engrasar el cierre, Lucas supuso que le agradaba que la ayudase a realizar la operación. Una vez la invitó a que pasara a La Campana y se tomara un refresco, pero ella hizo un gesto de desagrado. Para animarla a que aceptara la invitación le aseguró que el cerillero, el libidinoso Elimpia, ya se había ido.

–No puedo, tengo prisa –se disculpó ella sin mirarle siquiera.

Cuando las manecillas del reloj de pared, colgado sobre el armario del cerillero Manolo Elimpia llegaban a las veintiuna cuarenta y cinco, Lucas transfería los bártulos y los débitos a Manolo Bolo, bajaba a la cueva, se desprendía de la corbata y la chaquetilla y se despedía hasta mañana. En la taberna del Portugués, que estaba situada cerca de la desembocadura de la calle del Príncipe en la plaza de Canalejas, cenaba un vaso de leche con un par de sobaditos pasiegos y realizaba desde el teléfono público alguna llamada a los Martínez con aspa. La Rubia del Portugués hacía que no oía, pero no perdía detalle, la muy bruja, hasta que una noche estalló:

–Debe de ser un pendón, la Charo esa.

–¿Por qué lo dice?

–Porque nunca está en casa.

Él se encogió de hombros y La Rubia sonrió, disculpándose por su intromisión. Después, cada noche, se repetía la misma conversación:

–¿Hoy tampoco está?

–Parece que no.

–Si es lo que yo digo: un pendón.

–Bueno, hasta mañana.

–Hasta mañana, y olvídala, muchacho.

–¡Ojala pudiera!

Puesto que las tejas de arcilla sobre la habitación abuhardillada de la pensión seguían desprendiendo calor hasta altas horas y convertían el habitáculo en un horno sin otra salida de los rayos ultravioleta que la puerta y un ventanuco lateral existente a los pies de la cama, en el que se posaban los gorriones, algunas noches Lucas se daba una ducha para desprenderse del sudor y el olor del día y salía a pasear por la ciudad, se llegaba a la Puerta del Sol y recorría la calle Mayor hasta desembocar en el Puente de Segovia, desde el que le gustaba contemplar las serpentinas de luces de los coches que iban y venían por las carreteras del oeste. Era un mirador agradable que recibía la brisa fresca de los campos y en el que uno podía imaginar el mar a sus pies. El principal inconveniente eran los suicidas. Una mujer se paró una noche a dos metros de él, y antes de que se diera cuenta de la maniobra, se había encaramado a la balaustrada de granito y lanzado al vacío con los brazos en cruz. Del fondo oscuro subió el sonido del golpe de un fardo contra el suelo.

Desde aquella noche orientaba sus pasos por la calle del Arenal hasta la plaza de la Ópera y el Palacio Real. En Ursaría había calles, a cual más sucia, que parecían siamesas. Por ejemplo, Mayor y Arenal, Hortaleza y Fuencarral… En ocasiones, al salir de Príncipe torcía hacia la derecha y bajaba por la Carrera de San Jerónimo hasta un pequeño parque de pinos frondosos situado frente al Palacio de las Cortes, y se sentaba en el bode inferior del elevado pedestal de estatua de Cervantes y a la luz de la farola, más potente que otras, que iluminaba el monumento, leía algún libro de los que le prestaba Nequin.

Algunas noches, al pasar ante la taberna del Portugués, La Rubia le veía y le saludaba con un gesto detrás de los vidrios de su establecimiento. Él le correspondía con una ligera inclinación de cabeza, como los chinos. Una noche la Rubia se asomó y le dijo:

–¡Qué! ¿Con tu Charo?

–No, de paseo por la fresca.

–Por ahí no hay más que borrachos; anda pasa, te invito a una leche merengada fresquita.

Lucas entró, se sentó y La Rubia se sentó con él ante un vaso de limón granizado. El  local estaba vacío y hablaron de asuntos intrascendentes hasta que entró una pareja y la Rubia se aprestó a atenderles. Entonces Lucas abrió el libro que siempre llevaba bajo el brazo y leyó hasta que La Rubia volvió. Ella, en vez de sentarse, apoyó medio trasero sobre la mesa, se inclinó hacia él y le arrebató el libro.

–¿Qué es lo que lees?

–Te sorprendería saber lo que hay dentro.

–Letras, ¿qué va a haber?

–Dámelo y verás.

La Rubia seguía con su medio trasero apoyado en la mesa. Con la familiaridad de trato ya no le parecía tan alejada de edad ni tan ajada de cara como los primeros días. Por el contrario, su rostro, surcado por finas hendiduras verticales, le parecía ameno, y su talle fino, con los pechos erguidos, le resultaba perfectamente abrazable.

La Rubia le devolvió el libro mirándole atentamente. Él buscó una determinada página que no encontró. Ella se alejó a servir a un cliente que acababa de entrar. Después entraron otras personas, gentes que salían de la función de un teatro cercano. Cuando la Rubia regresó a la mesa había transcurrido media hora y él se hallaba embebido en la lectura. Ella le acarició la cabeza y le revolvió el pelo. Después, con gesto de cansancio, se sentó frente a él. Su vaso de limón granizado se había aguado.

Entonces Lucas buscó la página y le entregó el libro abierto. Ella leyó y abrió los los ojos con gran sorpresa. Alzó la cabeza, le miró y siguió leyendo. Lucas, que suponía que el interés de aquella mujer por los libros equivalía al que sentía él por los lapones, sonreía para sus adentros sin dejar de observar la cara que ponía. Después de pasar una página, La Rubia cerró el libro y lo estrechó contra su pecho.

–¿Es para mí, verdad?

–Claro que sí.

Ella se inclinó y depositó un beso fraternal en la mejilla izquierda del joven camarero.

–Lástima que mi madre ya no rija… Le haría tanta ilusión…

–¿Qué le pasa? –Se interesó Lucas.

–Está gaga, la criatura, en un asilo residencial.

–¡Vaya!

La Rubia se alejó a atender a un cliente que acababa de entrar y, sin poder contenerse, abrió el libro y le dijo: “Mire”. Era un hombre elegante, con traje de tergal, camisa azul y corbata de margaritas blancas y amarillas. Parecía un detective. El tipo leyó la línea que La Rubia le indicó con el dedo y exclamó: “¡Vaya!” La Rubia le sirvió la consumición habitual, una copa de brandy con un terrón de hielo. El hombre le advirtió: “No se te vaya a subir el libro a la cabeza ni se te ocurra subir el precio del coñac, eh”.

–Veo que te ha gustado –le dijo Lucas al despedirse.

–Muchísimo; de haberlo sabido, lo habría comprado –dijo la Rubia.

–Lo dudo –repuso Lucas.

–¡Oye guapo! –Protestó ella.

–No es lo que te imaginas, es que aquí esa novela está prohibida y es difícil de encontrar; si te fijas verás que está editada en América –aclaró Lucas.

La Rubia le sonrió y Lucas se alegró de que Arturo Barea hubiese recogido en las primeras páginas de La forja de un rebelde aquel recuerdo de infancia, cuando acudía los domingos con su abuela a la Taberna del Portugués y la tabernera, la madre de La Rubia, una buena mujer que ahora estaba gaga, le regalaba los rabos de churros y recuelo de café para que el niño y la abuela convirtieran en una fiesta su desayuno dominical.

Algunas noches, cuando tenía poco ajetreo, la Rubia se sentaba frente a él a tirarle de la lengua, pues le gustaba oír “cosas bonitas”. Y él, qué remedio, le leía Poeta en Nueva York o le echaba un cuento de Mark Twain o, sencillamente, le decía: “Nada nuevo, mujer, es el mismo libro de ayer”. A lo que ella, mirándole fijamente, con zalameros ojos, le rogaba: “Entonces dime otra vez aquella poesía”. Y él, a ver, qué remedio, prorrumpía: “Vientos del pueblo me llevan,/ vientos del pueblo me arrastran,/ me esparcen el corazón/ y me avientan la garganta…” Y a la que terminaba: “Si me muero que me muera/ con la cabeza muy alta…” Y “cantando espero a la muerte,/ que hay ruiseñores que cantan/ encima de los fusiles/ y en medio de las batallas”, ella le decía: “Ahora aquél otro”. Y él: “No, Rubia, que estoy cansado”. Y ella: “Dime esos versos, anda”. Y él: “Bueno, mujer: Pastores los que fuerdes allá por las majadas al otero/ si por ventura vierdes a aquel que yo más quiero,/ decidle que adolezco, peno y muero”. Y entonces ella se incorporaba un poco de la silla y, doblando su torso sobre la mesa, alargaba los labios y le depositaba un beso en cualquier parte de la cara. Una vez le acertó en los labios y le supo a carne ahumada: fumaba bastante, la Rubia.

‘La verán mis ojos’ (III)

 

Plaza Santa Ana, en Madrid. Foto de Ángel Martínez
Plaza Santa Ana, en Madrid. Foto de Ángel Martínez

Por KEY GOOD

Reservados todos los derechos.Se autoriza las citas con la mención expresa del autor y de este soporte en blog. Esta novela inédita en castellano consta de XXXl capítulos y una coda.

 

 

3.–Apuesta, muchacho

 

Sobre las tres de la tarde decaía la bulla en el establecimiento y comenzaban para Lucas las horas muertas. Se desprendía de la chaquetilla y de la corbata, confeccionaba un bocadillo, lo colocaba en el pliegue de un periódico de la mañana, lo ponía bajo el brazo y salía a la plaza de Santa Ana a alimentarse y descansar en un banco de granito ante la atenta mirada con los ojos sin niñas de la estatua de don Pedro Calderón de la Barca. Cuando terminaba la ingesta se dirigía a una cabina telefónica situada en una esquina de la plaza y realizaba varias llamadas.

Aunque era consciente de la dificultad de encontrar a Chin mediante aquel procedimiento, se decía, como en La Biblia en Verso de Carulla, que si Jesucristo nació en un pesebre, donde menos se piensa salta la liebre. Y día tras día sacaba del bolsillo aquellas páginas que había arrancado de la guía telefónica e insistía en marcar los números correspondientes a los Martínez. Preguntaba: “¿Está Rosario?”, y solía recibir la misma respuesta: “No es aquí”. En ocasiones no descolgaban el teléfono y entonces, en vez de tachar el apellido, anteponía un aspa para llamar por la noche desde la Taberna del Portugués. En Ursaría había Martínez para aburrir: más de cinco mil, de modo que si no la encontraba pronto se le iban a ir unas cuantas pesetas del bote por la ranura del negro teléfono.

De la cabina regresaba al banco de piedra y empleaba las horas muertas, hasta las cinco y media de la tarde, en la lectura de las áridas crónicas que empedraban las páginas del periódico, siempre ilustradas con fotos de personajes oscuros, feos, serios, seráficos…, los mandones. Cuando se aburría, cerraba los ojos y se dormía hasta que el agitado arrullo de las zuranas le despertaba. El sol se arqueaba hacia el oeste, la sombra avanzaba, las palomas se posaban en la estatua de Calderón de la Barca y le escarchaban la cabeza, el libro y la capa. En ocasiones, Lucas sacaba de su cartera un espejito y un peine de bolsillo y se arreglaba el pelo y la raya, pues le gustaba ir bien peinado a todas partes. Algunas veces se entretenía en espantar a las palomas de la testa de la estatua del dramaturgo mediante el procedimiento de proyectarles a los ojos y al pico un rayo de sol con el espejito. Ellas se tambaleaban y salían volando hacia los aleros de los tejados cercanos.

En una de esas descubrió la testa monda y lironda de un tipo recostado en una tumbona tras un ventanal de la primera planta del hotel Victoria y le orientó el rayo a ver qué pasaba. Medio minuto después, el propietario de aquella testa sentía el incordio solar y se arreaba un manotazo como si quisiera aplastar a un mosquito contra su calva. El asunto tenía gracia. Puesto que la cabeza del tipo que sesteaba aparecía cada tarde en el mismo lugar, Lucas repetía el juego, cronometrando por su Longines de pulsera el tiempo que tardaría el hombre en arrearse el manotazo. El juego era entretenido. Lo fue hasta que el tipo descubrió el origen del incordio y en vez de cerrar la cortina se asomó a la ventana y comenzó a gritarle imbécil. Él se guardó el espejo y le pidió disculpas, pero el sesteador se alteró más y más y le insultó con mayor fuerza. Algunos transeúntes se paraban a ver qué pasaba. Lucas se acercó a la ventana y, extendiendo los brazos, le dijo: “Usted es un majadero, pero tiene razón, soy un imbécil, del latín, sin báculo, y a la vista está que no llevo bastón”. Y se largó a paso ligero por el callejón del Gato.

No volvió a ver la cabeza del hombre que sesteaba hasta un tiempo después, cuando reconoció su cara asomada a la pantalla de la televisión. Era el celebrado dramaturgo don Joaquín Calvo Sotelo. Su sensible cabeza había resistido la proyección de un rayo solar durante un minuto antes de pegarse un palmetazo, pero eso él no lo sabía y es probable que no le importara. La profundidad del sueño o de los sueños poco importaba a los dramaturgos del régimen, cuya noble función consistía en adormecer al personal con enredos baratos.

Cuando refirió la anécdota a Leonardo Rabadán o Raba, éste le dijo que el mejor sitio para descansar y pasar las horas muertas era El Retiro. Y puesto que Lucas evitaba subir a la habitación abuhardillada de la pensión, ya que acumulaba más calor que el sótano del infierno, siguió la recomendación del veterano camarero y después de comer el bocata y de realizar algunas llamadas en busca de Chin, orientaba sus pasos por la calle de las Huertas hasta el Paseo del Prado y después subía despacio por la cuesta de Claudio Moyano, que fue ministro de Instrucción Pública, y se paraba ante los tableros de las casetas de libros que allí había para leer los títulos y hojear los que atraían su atención. En una de esas se le acercó, girando como un tornillo, un hombre fornido y pequeño con un guardapolvo gris y una boina en la cabeza.

–¿Te interesa, muchacho?

–¿Cuánto cuesta? –Le preguntó él, devolviendo el libro al montoncito del que lo había tomado.

–Diez años –dijo el librero.

La respuesta le pareció extraña.

–¿Cuánto dice?

–Diez años digo.

–Me refiero al precio –aclaró Lucas.

El librero inclinó la cabeza de un modo oblicuo y miró fijamente la mano de Lucas, cuyo dedo índice permanecía posado sobre el término “República” que campaba en la portada de aquel libro.

–¡Ya caigo! –Exclamó Lucas.

El libro se titulaba Madrid, el adveniment de la República.

–Yo de política no entiendo –dijo–, pero me creo que la República costará más de una década.

–En diez años la tenemos –dijo el librero.

–No lo creo; para eso hará falta que la dictadura se termine y que la gente rechace al nieto del rey Borbón que echó en votación el 14 de abril de 1931, si no estoy mal enterado. Y no se ven signos de que eso vaya ocurrir.

El librero permaneció en silencio, mirándole fijamente como si contemplase un lienzo. No era frecuente que un mozalbete con pantalón negro, serrín en los zapatos y pelo sudado supiera algo de la reciente historia de España. Al cabo de unos segundos, le retó:

–¿Qué apostamos a que en diez años la tenemos?

–No apuesto; si no tengo dinero para libros comprenderá usted que tampoco lo tengo para apostar.

–Algo tendrás. ¡Apuesta algo, muchacho!

–No, no apuesto. Ya me gustaría apostar y perder con tal de que viniese la República, pero a la vista está que viene un Borbón como una catedral. Dos veces echamos a los Borbones y las dos han vuelto. Y como dice el refrán, no hay dos sin tres.

–También dice que a la tercera va la vencida –afirmó el librero, volviendo a girar sobre sí mismo para controlar el negocio.

–La vencida en la historia siempre fue la Republica, según tengo entendido.

El librero volvió observarle con admiración y luego agarró el libro.

–Llévatelo, te lo regalo; me has caído bien, muchacho. ¿Cómo te llamas?

–Lucas Ubiese, señor.

–Nemesio Quintana, Nequin para los amigos –dijo el librero tendiéndole la mano. Se estrecharon las palmas y Lucas aceptó el libro. Como estaba escrito en catalán, aquel Nequin tuvo la amabilidad de regalarle un diccionario para las dudas.

–Se lo agradezco –dijo Lucas–; acepto el libro y el diccionario en préstamo, lo leo ahí arriba y a la que bajo se lo devuelvo.

–De acuerdo –dijo el librero.

Lucas despachó varios capítulos de aquellas crónicas amenas del periodista Josep Pla sobre la proclamación de la II República. Sentado en la hierba, con la espalda apoyada en un pino piñonero, se deleitó con el desagrado del autor por la existencia de un lugar llamado Madrid, se entero de los detalles de la expulsión pacífica del rey Alfonso XIII y se admiró de los codazos de los chaqueteros por entrar en el nuevo Gobierno. También se deleitó con la entronización popular del presidente Alcalá Zamora, al que llamaban El Botas y, en fin, se enteró de que el Rey depuesto por el pueblo en votación secreta, libre, universal y directa, más que abdicar dijera que se ausentaba.

Cuando desanduvo Moyano abajo, devolvió el libro y el diccionario al amable librero, señor Nequin, quien le preguntó si le había interesado. “Mucho, don Nequin, aunque sólo he podido leer la primera parte”.

Los días que siguieron, en cuanto el librero le veía aparecer, se apresuraba a buscar el libro y el diccionario y salía a su encuentro para entregárselos, al tiempo que le guiñaba un ojo en señal de complicidad y le retaba:

–¿Qué apostamos, amigo Lucas?

–Que no, don Nequin, no apuesto nada.

–¡Cobarde!

–Usted sabe que no tengo dinero y, además, me daría mucha pena verle perder.

–¡Que te crees tu eso! ¡En diez años la tenemos!

–Ni en veinte.

–Eso creo yo también, Nemesio –terció un hombre canoso, con corbata negra y traje azul raído que acompañaba al librero.

–Lo que tu crees ya lo sé, Yebra; tu crees hasta en Dios, al que no has visto, pero no crees en la República que verás a no tardar.

–Yo creo lo que me da la gana y pienso que el muchacho tiene razón.

Se organizó un pequeño rifirrafe entre el librero y el que parecía su amigo y oponente, que se zanjó cuando éste aconsejó a Lucas:

–No tengas piedad, muchacho; apuesta algo bueno, que seguro que ganas a este carcamal.

Lucas se quedó dudando. Sólo una vez en su vida había apostado y de aquello hacía muchos años. El padre dijo: “Vamos a la fiesta de los mineros” y les subió a Richard y a él en la bicicleta y les llevó a la campa donde se celebraba la romería. Era temprano. Lucía el sol de los últimos días del verano. Las familias mineras se distribuían con sus cestas de viandas por un cerro a la sombra de un pinar. En el valle se alineaban puestos de churreros, carameleros, maleteros que vendían bisutería, navajas y llaveros; lenceros que mercaban hilos de colores, medias de nailon y sedería fina; estañadores y hojalateros que ofrecían calderos, cazos y perolas; caceroleros y alfareros que exponían botijos, tazas, jarras y otros utensilios de barro cocido… Por el altavoz del escenario de la música se anunciaban competiciones, carreras de sacos, títeres para los niños, cucaña para los mozos y una demostración de perros adiestrados para rescatar a los mineros sepultados por los derrabes. Varios hombres se alinearon en dos grupos para tirar de la soga, unos hacia un lado y otros hacia el otro. Estuvieron forcejeando hasta que unos se pasaron de la raya y perdieron. Después, aquellos descamisados, formaron parejas delante de un montón de troncos de árboles y se prepararon para la siguiente competición, provistos de paquetes de clavos, hachas, escoplos, martillos y serruchos. Eran entibadores. El padre dijo: “Miradlos bien”. Pasaron por delante de ellos. “¿Los habéis visto?”, preguntó el padre. Richard y él asintieron. “Pues ahora, elegid una pareja”. Lucas señaló a dos forzudos muy feos. Richard estuvo de acuerdo. “Vamos a apostar por ellos”, dijo el padre, y se acercaron a una mesa plegable donde un hombre cerúleo, de respirar fatigoso, registraba las apuestas. “Treinta leandras por los de la mina Catalina”, dijo padre. El hombre cerúleo se guardó el dinero, puso un aspa en el papel y gritó con toda su fuerza: “¡Treinta más por Eolo y El Piloto!” El padre dijo: “Elegisteis bien: esos vuelan”. Poco después, el hombre cerúleo tocó un silbato y comenzó la competición. Los forzudos trabajaban duro y muy deprisa. Tomaban medidas, serraban los troncos, los ajustaban y los clavaban formando arquetas. Confeccionaron una arqueta y otra y otra más hasta que el hombre cerúleo tocó un silbato y gritó: “¡Tiempooo!”. El Piloto y su compadre habían trabajado deprisa, pero otra pareja de entibadores que no parecían ni tan forzudos ni tan feos fue más rápida. “Perdimos”, dijo el padre, y, en vez de comprarles una carterita para que guardaran la ganancia, les compró churros y un tazón de chocolate.

–No sé qué puedo apostar si no tengo nada –dijo Lucas.

–Lo que se te ocurra, seguro que ganas –le animó aquel Yebra.

–Bueno, pongamos el valor de esos tomos que tiene ahí arriba.

–Eso es muy poco –contestó el librero.

–¿La  Riqueza de las Naciones, poco..?

–Desde luego –repuso el librero.

–Pues usted dirá.

–Yo me apuesto la librería entera.

–Usted puede apostar lo que quiera, pero yo no puedo hacer frente…

–Claro que puedes –dijo el librero.

Y acto seguido le invitó a pasar a la caseta de madera, atestada de libros, quitó de la pequeña mesa el tablero de ajedrez en el que disputaba una partida con Yebra, entregó a éste un bolígrafo y le ordenó levantar acta del siguiente acuerdo:

“Mediante el presente escrito, Nemesio Quintana, Nequin, librero, y Lucas Ubiese, camarero, vecinos de esta villa, acuerdan apostar y apuestan por la República en términos tales que si fuere proclamada en una década o en menos tiempo a partir de los corrientes, ganará Nequin y si no fuese proclamada en dicho plazo ganará Ubiese. Ambos contendientes se juegan el valor de la caseta de libros de lance y ocasión de la que es titular Nequin, siendo aceptable para éste su contravalor en fuerza laboral”.

A continuación, y pese a la renuencia de Lucas, que si perdía se convertiría en esclavo de aquel tornillo, firmaron el documento y se estrecharon la mano.

–No te preocupes, muchacho, esto está ganado –le animó Yebra doblando el documento y guardándolo en el bolsillo interior de su chaqueta.

Aunque Lucas supuso que aquellos viejos guasones sólo deseaban politizarlo y reírse de él –lo que le importaba un pito, con tal de que aquel don Nequin le siguiera prestando libros–, con el paso de los días descubrió que el librero se tomaba la apuesta tan en serio que en cualquier asunto veía signos del final de la dictadura y del advenimiento de la República.

Así, en las noticias censuradas sobre lo que estaba sucediendo en la provincia del Sahara; en las breves notas, también censuradas, sobre la enfermedad de los naranjos valencianos (la tristeza) o sobre los brotes de cólera en Galicia o sobre los desprendimientos de piedras de los pórticos de las catedrales, víctimas de la desidia, veía muchas señales del acabose del régimen. Y también en las huelgas de los estudiantes y de los trabajadores de la construcción, la industria, la minería, la siderurgia, el transporte.

Un día le mostró a Lucas una noticia que anunciaba el paso del cometa Kohoutek y le dijo que iba a traer novedades positivas.

–¿Cuáles, don Nequin?

–Posiblemente, el final de la dictadura –dijo el librero, y a continuación le explicó que aquel era un buen cometa, no como Halley que pasó en 1910 y sólo trajo catástrofes, calamidades, nacimientos de quintillizos y de seres rarísimos como el Centauro Flores del que habó Antoniorrobles, que fue llevado a Alemania por el doctor judío Samuel Mausken y después rodó por medio mundo.

–¿No conoces la historia de Centauro Flores?

–No la he escuchado nunca.

–Pues nació en un pueblo de Valladolid a consecuencia de un desarreglo amoroso provocado por el Halley. Tenía, como su nombre indica, cabeza de niño y cuerpo de potrillo. La madre no sabía qué hacer con él. Una hija lo quería para jugar. El marido lo quería matar… Ya se disponía a tirarlo al río, metido en un saco para que se ahogara, cuando acertó a pasar por allí aquel doctor Mausken, que andaba de vacaciones recorriendo España, y se lo compró por 58 pesetas. El doctor se lo llevó a Alemania y lo entregó al Instituto Etnológico de Berlín para que lo estudiasen. El doctor murió al cabo de un tiempo y el Centauro, que había aprendido alemán y también hablaba la lengua natal, sintió la llamada de la sangre y se acercó a la embajada de España, donde el embajador Zulueta le permitió quedarse a vivir en el jardín y lo trató muy bien y le construyó un establo con escritorio, pues el Centauro Flores alimentó su instinto observador y se desenvolvió como escritor. Azorín lo admiró mucho por sus crónicas con personalidad hípica, que publicó el diario Claridades de Madrid. Pero quien le conoció de verdad fue Antoniorrobles, que me tiene escrito que cuando pase el Kohoutek y se lleve al ignominioso de una vez, vuelve de México a su casa de El Escorial y entonces, cuando eso ocurra, le iremos a visitar y él te contará las andanzas y aventuras del Centauro Flores.

Lucas se admiraba de que Nequin mantuviera una fluida correspondencia con exiliados republicanos que vivían en México, en Moscú, en Francia, en Bélgica, en Argelia y en otros lugares. A medida que fue intimando con él comenzó a descubrir la existencia de una España republicana, silenciosa y silenciada. Y aunque consideraba remoto que aquella gente pudiese reponer la Republica, reconoció que el librero no era un hipócrita en sus deseos y esperanzas. La apuesta no era una broma sino algo muy serio para el amigo Nequin.

‘La verán mis ojos’ (II)

Por KEY GOOD

Reservados todos los derechos.Se autoriza las citas con la mención expresa del autor y de este soporte en blog. Esta novela inédita en castellano consta de XXXl capítulos y una coda.

Placa de la calle madrileña en honor al poeta y ministro de ultramar
Placa de la calle madrileña en honor al poeta y ministro de ultramar

2.–Mundología

 

De esa guisa (capítulo anterior) se convirtió Lucas Ubiese en camarero de La Campana, taberna grande y famosa, situada hacia la mitad de la calle de Gaspar Núñez de Arce, que fue poeta y ministro de ultramar, en la acera derecha, según se baja desde la plaza de Santa Ana hacia la calle de la Cruz, nada más pasar el Guetaria, donde un vasco grande y calvo vendía chacolí y consomé de huesos y berzas desde las doce del mediodía hasta que se le acababa el género. Debajo de La Campana había un bar moderno y vulgar, con la barra de chapa de acero inoxidable que daba café con leche, churros, tostadas, raciones de calamares, zarajos, oreja frita, gambas a la gabardina…, de todo, y se llamaba La Oficina. Y en la acera de enfrente estaba El Gayango, que simulaba una cueva trasplantada del Sacromonte, con ristras de ajos rojos de las Pedroñeras y guindillas de la Vera colgadas del techo. A la izquierda del Gayango había una pequeña tienda con un escaparate repleto de llaveros con escudos de los más nombrados clubes de fútbol, insignias de las ciudades de España, baldosas con monumentos impresos, giraldas, acueductos de Segovia de escayola pintada, soldados de plomo, mecheros de colores y otros objetos de recuerdo para turistas, tales como virgencitas, toros negros aterciopelados con banderillas rojas clavadas encima, muñecas con trajes de faraleaes, navajas, postales y lencería fina. En aquella tienda, rotulada Recuerdos y lencería, trabajaba una chica de poca estatura, como de dieciocho años, que salía cada mañana a limpiar el vidrio del escaparate. Manolo Elimpia, cerillero y limpiabotas de La Campana, hombre vago, vulgar y con ataques de lumbalgia, le silbaba desde la puerta y a su señal se asomaban varios parroquianos para ver a la chica. Le llamaban la Ratita. Ella gastaba minifalda y se subía a una escalera de mano a limpiar la parte alta del vidrio del escaparate. Elimpia y los parroquianos se relamía con la visión de sus piernas y se agachaban y torcían la cabeza para verle las braguitas. Ella hacía como que no se enteraba, pero los veía por el reflejo del escaparate y algunas veces se volvía y les sacaba la lengua. Ellos se reían y ella les llamaba guarros, libidinosos y asquerosos. Era muy linda y muy desenvuelta la Ratita.

Rabadán cumplió su promesa y le instruyó en el arte de servir a los demás, que no es arte, sino “toda una ciencia”, sostenía. Sus lecciones fueron prácticas y teóricas, o si se prefiere, manuales e intelectuales. Las primeras incluyeron conceptos técnicos sobre el precio de los productos, el modo de llevar la bandeja sin que el peso venza al brazo, la forma de cortar el queso en aceite sin desmigarlo, el arte de extraer virutas de jamón, la técnica de abrir con una sola mano los frascos de refresco chapados con lata de lapa, el esmero en descorchar botellas de vino de reserva y de crianza sin que las briznas de corcho caigan al caldo, la suerte de abrir las ostras con puntilla y otras habilidades demostrativas de que el oficio de dar placer al paladar del prójimo exige conocimiento y sabiduría. Las enseñanzas teóricas fueron consejos. “La gente cree que para este oficio vale cualquiera, pero no es cierto, chico; este oficio requiere mucho aguante y mucha paciencia. Aquí nada es lo que parece y lo que parece no es. Aquí hay que conocer a la gente y tratar al ignorante como si fuera un sabio, al insolente como si fuera un señor educado y al señor, equilicual. Aquí hay que poner el don por delante, que es muy bueno para el bote, y dar siempre las gracias, que al cliente siempre le gusta que le den algo, aunque sea las gracias”.

Entre los consejos que Raba le dio figuraba la conveniencia de mantener la distancia con los clientes, pues tarde o temprano aprovechaban en beneficio propio la confianza que se les diese. Tenía razón Raba. Lo comprobó Lucas cuando un parroquiano habitual, llamado capitán Orejas, le dio conversación y él correspondió educadamente. En un momento, aquel capitán, que era grueso como un tonel, le preguntó si amaba a España. Él respondió que claro que la amaba, pues, como dijo don Miguel de Unamuno, “amamos a España porque no nos gusta” y, además, porque por algo es nuestra patria. Entonces el capitán proclamó alborozado ante el general Ferrari y los demás milicos de la tertulia que aquí, el muchacho, es un patriota y va a colaborar en la misión de echar el guante al Agitador.

Lucas supuso que el capitán le estaba gastando una broma, pues además de buen bebedor, le pareció algo guasón. Pero se equivocó. El Agitador existía de verdad. Era un tipo anónimo que aparecía por La Campana cuando le daba la gana y soltaba un puñado de octavillas en el mingitorio. Eran panfletos llamando a la huelga general en solidaridad con los metalúrgicos, los mineros, los ferroviarios o con los trabajadores de la edificación que reclamaban mayores salarios. Los pasquines siempre llevaban impreso el símbolo comunista de la hoz y el martillo y la leyenda: “¡Abajo el dictador!”

El capitán Orejas se descomponía cuando iba a orinar y encontraba aquellos panfletos. Y el general Ferrari, un hombre pequeño, al que Rabadán llamaba “general milagro” porque no daba la talla ni para ser soldado, bufaba: “¡Recogilondrios!, esos comunistas, hijos de puta, se ríen de nosotros delante de nuestras narices!”, y se quejaba al encargado Raba, quien se encogía de hombros y sostenía que no podía impedir que cada cual soltara su mierda en el retrete, pues la entrada era libre por orden y ordenanza del excelentísimo Ayuntamiento. “Arréglenlo ustedes, que son gente armada”, les decía.

Lucas desconocía las intenciones de los milicos cuando picó el anzuelo que le lanzó el capitán Orejas. Tampoco conocía sus feroces antecedentes. Por lo visto, el capitán Orejas y el general Ferrari, ambos de intendencia, habían depositado en la arrugada y temblorosa mano del anciano Toledo un billete de mil pesetas para que descubriera al Agitador. Toledo era un hombre muy pobre. Por no tener, ni nombre propio tenía, y le llamaban así, Toledo, por la provincia de origen, en la que trabajó de arreador de ganado hasta que se gastó y envejeció y lo despidieron. Llegaba cada tarde a La Campana con su andar inseguro, apoyado en una garrota, y se sentaba a una mesa del fondo del estadero, junto a la puerta del mingitorio, que visitaba con regular frecuencia, pues padecía de la próstata. Los milicos supusieron que colaboraría de buen grado en identificar al Agitador y le dieron aquel billete. Pero el viejo lo apretó con su mano, hizo una bola y se la lanzó diciendo: “Yo no soy un chivato, oiga”. El capitán Orejas tuvo que doblarse a recogerlo y le amenazó: “Esta la pagas, cabrón”. Y entonces el viejo le contestó con una coplilla: “Yo soy pobre y no me bajo a un arroyo a beber aunque me muera de sed”.

Aquellos antecedentes se los contó Raba la tarde que el capitán y otro contertulio de gran tonelaje, al que llamaban Marino, detuvieron a un tipo rubiasco cuando tomaba una cerveza. El hombre llevaba una chaqueta de pana abrochada –algo muy extraño en verano– y se había colocado al final de la barra, pidió una cerveza y sin probarla siquiera se encaminó hacia el retrete. Cuando regresó, los dos gruesos oficiales, Marino y Orejas, se acercaron a él por la espalda y el capitán le encañonó en el cogote. “¡Quieto, rojo, hijo de puta, o te frío de un tiro!” Del susto, el rubiasco tiró el vaso y, aunque supuestamente acababa de orinar, se meó el pantalón. El Marino agregó: “Ahora vas a saber lo que vale un peine, cabrón”, y le retorció un brazo hacia atrás. “¿No pensarás que eso de ir dejando propaganda por ahí sale gratis, verdad, hijoputa?”, le dijo Marino metiéndole el puño en el costado. El general Ferrari llamó a una patrulla policial desde el teléfono público del recodo del fondo del estadero y a los tres minutos aparecieron dos policías armados, esposaron al rubiasco, escucharon las explicaciones del capitán y se lo llevaron. Cuando salían, el general Ferrari le asestó una patada en el trasero. “¡Recogilondrios, el muy cabrón!”, dijo mirando al tendido y esperando el aplauso de la concurrencia.

–¿Qué harán con él, Raba? –Quiso saber Lucas.

–De momento, ya lo has visto, chico: ahostiarlo.

–¿Y después?

–Ahostiarlo otra vez y soltarlo. ¿Qué otra cosa pueden hacer si es un ginecólogo que deja papelitos en los lavabos con el teléfono de la consulta que ha puesto en Lavapiés para tratar a los tíos con sífilis, gonorreas y venéreas?

–¿Un médico?

–Si, chico, un ginecólogo.

–Pues lo han jodido. Les podías haber dicho que era un error, que ese no era el Agitador y evitar que lo hostiaran, ¿no? –Le reprochó Lucas.

–¡Quía, chico!

–¡Joer, Raba!

–Tú considera la situación: el Agitador acaba de dejar un puñado de panfletos cuando aparece ese pardillo… Nunca te pongas delante de un jabalí. Y esos milicos son perores que los jabalís, chico –le susurró Raba.

–Tal vez tengas razón –admitió Lucas.

–¡Nos ha jodido! Esos jabalís son peligrosos. Mira lo que le hicieron a Toledo…

–¿Qué le hicieron?

–Parece que se cruzó con el capitán Orejas y que se cayó por el bordillo de la acera y lo atropelló un taxi ahí en la calle de Atocha. ¿Lo entiendes, chico?

Lucas asintió sin poder disimular su impresión; ahora sabía que aquellos milicos eran parte de la mala gente que va infestando la tierra. Lo que hicieron al médico de venéreas le pareció cruel y ruin, y lo que aquel Orejas hizo al viejo Toledo, un asesinato.

Después de un lustro rezando, estudiando, leyendo, escribiendo poemas y jugando al balón en el internado, estaba claro que conocía poco y mal a la gente y que debía ser más cauteloso en el trato con los clientes. Tenía que medir sus palabras, aprender a oír sin escuchar y a ver sin fijar la mirada o, como le recomendó Raba, disimular su interés por las conversaciones de los parroquianos, sin que ello quisiera decir que no se enterara de lo que hablaban. También le dijo que no mirase fijamente a nadie, pues a la mayoría de la gente no le gusta que la miren. “Sólo hay una clase de personas que no soporta que no la miren: son las mujeres. Con discreción y mano izquierda, aquí vas a aprender mundología para aburrir, chico”. Eso le dijo.

Tenía razón Raba; la variedad de personajes que pasaban por La Campana y el hecho de poder observar sus circunstancias le animaba a abandonar la pensión cada mañana como si se en vez de salir a trabajar acudiese a una biblioteca a leer algún relato de aventuras. Su jornada era larga. Comenzaba a las nueve con la llegaba del jefazo Marzo y la cocinera Tinina. El jefazo le entregaba las llaves y él quitaba el candado, abría la mampara metálica y ayudaba a Tinina a descargar la mercancía que traían del mercado en el maletero del Seat 124 gris del jefazo. Eran patatas, huevos, hortalizas, leche, pan, pecado, chicharrones, salchichas, huevas curadas, mojama, jamones, fiambres selectos y marisco si el mes tenía erre.

Después bajaba las sillas de encima de las mesas, fregaba los mármoles con un estropajo de esparto y cuando llegaba el vinatero, bajaba a la cueva las garrafas de diez litros que éste dejaba junto a la barra. En una pila que había en aquella cueva de techo arqueado, con negros ladrillos carcomidos por la humedad, enjuagaba las botellas y las rellenaba de vino con una goma conectada a la boca de las garrafas. Se bebía mucho vino de Valdepeñas en Ursaría. Cuando terminaba esta tarea, subía las botellas rellenas y las distribuía en tres capachos de madera, depositados a lo largo del mostrador. Cuando llegaba el repartidor del hielo, Rabadán, que ahora entraba a las once, picaba los lingotes y depositaba unos terrones en los redondos capachos para enfriar el vino.

El hielo era importantísimo. Sólo había que ver la preocupación del jefazo cuando el repartidor se retrasaba. Si el vino y el berbiquí por el que pasaba la cerveza hasta el grifo no se enfriaban, no había cristiano que los bebiera en aquellos calurosos días del mes de julio. El tipo del hielo era un mozancón con camiseta de tirantes y pantalón vaquero que cargaba dos y tres barras heladas al hombro. Un día que se retrasó bastante, el jefazo le llamó al orden y él replicó con una estrofa cantada sobre las dentelladas de aquellos baches feroces de la carretera de Vallecas a las ruedas de su pobre furgoneta. “No somos ella ni yo, sino el puto ayuntamiento el que nos trastorna a tos y a usted le causa dolor”. Otro día que se retrasó también y el jefazo le soflamó, le contestó con el himno anarquista Hijos del pueblo que oprimen cadenas… Y a la que volvió con los sifones y las gaseosas, Raba le invitó a una cerveza. Y otro que se retrasó más todavía, coincidió en la puerta con el camarero Manolo Bolo, que entraba a las trece horas, y ambos se pusieron a cantar.

Manolo Bolo no se apellidaba así, sino Morata, pero le decían Bolo porque era redondo, calvo y bajito. Se había enamorado de la estanquera del portal de al lado, una flaca, toda huesos, y le cantaba por Angelillo, Molina, Farina… Se entrenaba para participar en un programa de televisión que ofrecía un millón al mejor. Y aquella mañana, en plena competición cantarina con el mozancón del hielo, jalonada por el ruido de los claxon de los coches que esperaban a que el mozancón moviera la camioneta para poder pasar, le retó a que se presentara con él a aquel concurso de televisión. El del hielo tomó nota y se presentó. Bolo salió airoso de la selección, pero cuando le tocó cantar en directo ante la cámara, sufrió un ataque de pánico y abandonó corriendo el escenario. En cambio, el del hielo aguantó y llegó a semifinales.

–¿Qué te pasó, chico? –Preguntó Raba a Bolo.

–Fueron los nervios.

–Pues el del hielo, ya ves.

–Es que es un tío frío.

–¡Nos ha jodido!

–Si es que yo para la televisión no valgo; para la radio sí, pero para la televisión no basta con la voz: se necesita un pelo, una estatura… Vamos, que para la televisión no valgo –decía Bolo, resuelto a poner fin a su carrera artística.

A eso de las doce del mediodía comenzaban a entrar parroquianos. Eran oficinistas, gentes del toro, jubilados, algunos de la secreta, milicos de intendencia, jefes de comercio, empleados del Tesoro y pueblerinos acomodados que acudían a las corridas de toros en las Ventas y deseaban conocer de cerca el ambiente de aquellas calles taurinas, de vino y tapeo. La bulla alcanzaba su apogeo entre las dos y las tres de la tarde. Con todos los parroquianos, pero especialmente con los reventas, aficionados a la fiesta, carteristas y taurinos había que tener especial cuidado, pues abundaban los caraduras y sisavinos. Entre la gente del toro, además de los arrimados, Rabadán tenía identificados a un par o tres de críticos sobrecogedores. “Fíjate bien y verás como agarran sobres por debajo”, le dijo a Lucas. Era verdad. Además, los sobrecogedores se dejaban invitar a vino fino, jamón, pescadillas enroscadas y otras viandas exquisitas. “Verás mañana la buena faena que ha hecho fulano”, observaba Raba. Y al día siguiente aparecía en el periódico el elogio del diestro si era el apoderado quien engrasaba o la glosa del trapío si era el ganadero el que untaba.

–Aquí nada es lo que parece, y lo que parece no es –decía Raba.

–Ya lo veo, ya –asentía Lucas.

Los señores taurinos poseían un apalancamiento fijo en las mesas siete y ocho de La Campana. El tertuliano jefe era el diestro Marcial Lalanda, ex matador de reses bravas, con pasodoble y renombre a la espalda. Ya jubilado, aquel Lalanda se ocupaba del progreso de una ganadería que había fundado en una finca de los Montes de Toledo que llamaba La Salceda y de promocionar a un sobrino que se llamaba Gregorio y era un cagueta, un torero de lo peor. Con el diestro se sentaban don Julián Lago, jefe de la clínica de toreros del coso de Las Ventas; don Juan, que no pasó de novillero y regentaba una sastrería de vestidos de torear; su compadre y amigo Molina, un banderillero jubilado, siempre lampando y más tieso que la mojama; don Pipo, hombre elegante y dicharachero, que apoderaba toreros; el cronista radiofónico Manolito Alarcón, sabio y de aire cansado, y, entre otros, el poeta y crítico taurino Medrano.

El más ameno era Molina. Entre otras habilidades, poseía la de haber nacido donde le daba la gana. Cuando algún pueblerino reconocía al diestro Lalanda y se acercaba a la tertulia a saludarle, enseguida se hacía cargo de él y prendía una conversación intrascendente con el aficionado que invariablemente conducía a la pregunta: “¿De donde es usted?” Y cuando el visitante pronunciaba el nombre de su pueblo, Molina se sorprendía y después de exclamar: “¡Hombreee!”, decía con admiración: “¡¿No me diga que usted es de…?” El visitante afirmaba. Y Molina, sin desdibujar su sorpresa, exclamaba: “¡Si ahí nací yo!”, y abrazaba al interlocutor que, ahora era el sorprendido.

Como más de uno y más de dos observaran que, por el acento, no parecía de la tierra, pues Molina no podía disimular su bética entonación, enseguida aclaraba: “Es que mi madre me llevó a Sevilla muy chico”. Y sin dar respiro al visitante manifestaba su alegría: “¡Qué casualidad, compadre! ¡Esto hay que celebrarlo!”. Y batiendo palmas, gritaba: “¡Niño, pon aquí una rondita y unas virutitas de jamón a la salud de mi compadre de su parte!” Y como entonces lo mejor que se podía ser en Ursaría era “paisano” y lo mejor que se podía encontrar era un “compadre”, el visitante pagaba la invitación de buen grado.

–¿Raba, dónde dirás que nació hoy Molina?

–Qué se yo, chico.

–En dos sitios: primero en Calasparra y luego en Cuba.

El nacimiento cubano del banderillero se produjo la tarde que el cronista José Antonio Medrano, poeta muy dotado para los tocones o adjetivos, llegó acompañado de su colega Manuel Alcántara, comentarista de combates de boxeo, y del negro José Legrá, campeón del mundo de los pesos ligeros. Nada más saludar y sentarse con los señores taurinos, Molina contó al oído de Legrá el secreto de su fortuito nacimiento en La Habana. El negro le miró con admiración, como si le creyera, pero no le creyó. Mientras Molina trataba de convencerlo, Legrá no hacía más que mirar los zapatos destartalados del banderillero retirado. Media hora después, el boxeador y sus acompañantes se despidieron sin pagar la ronda, pero antes de irse Legrá echó mano a una gran bolsa que llevaba y extrajo una caja con un par de zapatos y se los regaló a Molina. “¡Bravo!”, exclamó Alcántara. “Por más que le digo que no se preocupe, que ya ha triunfado y que no volverá a andar descalzo por las calles de La Habana ni de ningún sitio, este Pepe no hace más que comprar zapatos; tres pares de mocasines ha mercado esta mañana”. Molina se los probó. Le sentaban bien.

–¿Donde nació este Molina en realidad?

–Lo que es nacer, en Sevilla –dijo Raba.

Y a continuación le contó la historia de aquel banderillero que había salido de Triana con su compadre don Juan. Rodaron juntos por tentaderos, encierros y capeas hasta que un día a don Juan le entró el miedo. Se lo metió de un puntazo un novillo en la zona interior del muslo durante un festival en Las Virtudes, un pueblo de las estribaciones de Despeñaperros que tiene la única plaza de toros cuadrada del mundo conocido. Le cosieron y vendaron la herida, pero se ve que el miedo se le quedó dentro porque a los pocos días llegaron a Madrid y Juan le dijo a Molina que él no seguía. Cierto es que para no volver a ponerse delante de un toro bravo tuvo que lidiar a la dueña de una sastrería de toreros, mujer madura y necesitada de cariño, veinte años mayor que él. Aquella mujer se prendó, le adoptó como querido y le dio una vida regalada hasta que, unos meses después, falleció su marido, un hombre muy enfermo, y le exigió que se casara con ella. Don Juan, que no era tonto, aceptó y le siguió adulando el trapío y alegrando el cuerpo a cambio de la mitad del negocio. Pasó el tiempo, ella se murió y él se convirtió en propietario de las tiendas y talleres de la mejor y más nombrada sastrería de vestidos de torear de toda España y también de América. Y ahora, ahí le tienes, ¡millonario, chico!, viviendo a cuerpo de rey, muy bien atendido por las modistillas. Y en cambio, el pobre Molina, después de rodar de banderillero por todos los cosos de España y de América, no tiene más que la mísera paga del montepío de toreros y anda lampando y naciendo donde puede y cuando puede. En fin, la vida chico, cuestión de suerte y de… bragretazos.

Entre el abundante personerío que se posaba a mesa fija en La Campana, atraía la atención de Lucas un pájaro con gafas de montura de pasta y cristales gruesos que parecía un catedrático aunque, en realidad, era un crítico de teatro bastante sordo y menguado de facultades sensoriales. Se llamaba don Alfredo y solía platicar con un amigo, sordo también, al que llamaban como la batalla: Lepanto. Según Raba, el señor Lepanto era propietario de un horno industrial y se había hecho millonario fabricando tortas de aceite con harina, semillas y plantas aromáticas –ajonjolí, matalahúga, anises…– que exportaba envueltas en papel vegetal y debidamente empaquetadas a los países árabes. “¡Tortas de aceite, tu considera, chico, qué tontería!”, exclamaba Raba. En ocasiones, cuando les servía o se colocaba cerca de su mesa, escuchaba sin necesidad de aguzar el oído sus curiosas e hilarantes porfías sobre el circo.

–¿Te acuerdas de Eduardini? –Decía don Alfredo a Lepanto.

–¿Cómo?

–¡Eduardini, el del Circo de Estambul! –Gritaba don Alfredo.

–¡Coño, claro!

–Bueno, pues una noche, estando ahí, en Casa Madueño, en la calle de Hortaleza, con el boticario, el Madriles… ¿Te acuerdas del Madriles?

El industrial Lepanto se encogía de hombros.

–Si, hombre, el Madriles, el último calesero que quedaba… ¿Cómo no te vas a acordar del Madriles si fue el último taxista de coche de caballos que hubo en Madrid y mantuvo el negocio hasta hace bien poco, hasta que el Babieca se le murió? ¿Cómo no se le iba a morir si lo alimentaba con torrijas? –Aclaraba el crítico don Alfredo.

–Ya, ya, el Madriles –asentía Lepanto.

–Bueno, pues estando ahí en el Madueño con el boticario, el Madriles…, entró Eduardini muy apurado, con su queja sempiterna: “Si es que lo que me pasa a mi no le pasa a nadie”. ¿Pues qué te pasa hombre? “Que los payasos son un desastre, la gente no se ríe y esta noche por poco los apedrean. Tienes que hacer algo, Alfredo, tienes que hacer algo”. Bueno, veré lo que puedo hacer, le decía yo. “¿Cómo que verás?, tiene que ser ahora mismo”. Y allí mismo me ponía a elaborar un número para los payasos de Eduardini. Recuerdo uno que consistía en que el payaso listo seleccionaba entre el público al hombre más elegante y le pedía prestado el sombrero como si fuera a realizar un número de magia. Cuando volvía a la pista con la prenda de cabeza, los otros payasos se la arrebataban y comenzaban a jugar con ella. El payaso listo les rogaba que le devolvieran el sombrero, pero ellos no le hacían puñetero caso y se lo lanzaban al aíre unos a otros como un platillo volante y cuando se les caía al suelo, se lo lanzaban a patadas como si fuera un balón. El payaso listo se desesperaba y los perseguía hasta caer exhausto sobre la lona. Los payasos tontos lo reanimaban, le ofrecían el sombrero, y cuando el payaso listo se ponía en pie, seguían jugando a quítanoslo si puedes. El sombrero, claro está, iba quedado como una piltrafa. Cuando ya estaba lo suficientemente deteriorado y sucio, el payaso listo conseguía por fin cazarlo al vuelo y se lo devolvía al propietario que, entre asombrado y furioso, lo miraba, lo sacudía. Entonces el payaso listo se lo arrebataba, intentaba ahormarlo y se lo colocaba en la cabeza. La deformación era tal que el hombre elegante, alumbrado por el potente foco, parecía un tonto de capirote, lo que provocaba enormes carcajadas del público. Si es lo que yo digo, que en España hay mala, pero que muy mala leche: la gente se ríe más de la desgracia que de la gracia. ¿Tengo o no tengo razón?

–¡Coño, claro!

–¡Pues dámela!

Lepanto pedía otra rondita con unos taquitos de mojama y don Alfredo pasaba al capítulo de los enanos, “la verdadera ruina del empresario circense Eduardini”, decía.

–Eran listos, los pequeños.

–¡Coño, claro! –Afirmaba Lepanto.

–Me acuerdo una noche, ahí donde Madueño… Llega Eduardini desesperado. “Si es que lo que me pasa a mí, no le pasa a nadie”. ¿Pues qué te pasa, hombre? “¿Que qué me pasa?, que se me independizan los enanos, que me he quedado con Blancanieves y sin enanos… Esos cabrónides se me han independizado…” ¿Recuerdas que Eduardini recogía enanos en toda España, los alojaba en su casa, los alimentaba, los formaba, les pagaba algo, muy poco, y cuando estaban hechos unos acróbatas venían de otros circos, incluso de Francia, y se los llevaban a trabajar en el cine, incluso con Bergman?

El industrial Lepanto asentía y el crítico don Alfredo proseguía a todo volumen, gesticulando por Eduardini: “¡Si es que esto es un desastre, un desastre! Tienes que hacer algo”, me decía. El hombre estaba desolado porque el Bombero Torero se había independizado y se llevaba consigo a los pequeños. “¿Qué puedo hacer yo?” “Algo, tienes que hacer algo”, decía Eduardini, desolado. “¿Te queda alguno?”, le preguntaba yo. “Uno cojo, lesionado, el pobrecillo”. Bueno, pues lo transformas en Garbancito y le calzas unas botas de siete leguas, o sea que le atas con unas tanzas y que vuele con poleas bajo la carpa. Y así iba trampeando hasta que…

–¡Ya está bien, no sigas! –Exclamaba el industrial Lepanto, golpeando el mármol de la mesa con el puño.

Entonces el crítico de circo y de teatro don Alfredo agachaba la cabeza, acercaba parsimoniosamente el vaso de vino a los labios, mascaba un taquito de mojama y se quedaba pensativo.

–Una gran trapecista, Upita –exclamaba en voz baja.

Lepanto hacía que no oía, pero algo oía. Y don Alfredo insistía en hablar de la acróbata Upita.

–¡Y vuelta la burra al trigo! –Protestaba el industrial Lepanto.

–No debiste cortar su carrera –le reprochaba el crítico don Alfredo.

Entonces el industrial se enfurecía y, elevando, la voz le recriminaba:

–Tu lo que querías era que se estrellara contra el suelo para dar la noticia.

–Sabes que eso no podía ocurrir: ella volaba.

–Cierto, pero voló hacia mis brazos y no hacia los tuyos. Yo la saqué de esos andurriales y le ofrecí una vida apacible y feliz, y eso todavía te escuece.

–Una gran mujer, Upita –suspiraba don Alfredo.

–¡Coño, claro! Y eligió a un gran hombre, como corresponde –replicaba Lepanto levantándose de la silla y pagando las consumiciones. El crítico se levantaba a continuación y le seguía diciendo: “Vamos a tomar la espuela”.

Mundología se podía aprender bastante en La Campana. Bastaba con observar y prestar atención a algunas conversaciones para captar formas, expresiones, andares y andanzas. Era difícil recoger las temáticas en su extensión porque el vino tomaba la palabra de un modo confuso y deshilachado y los parroquianos se interrumpían unos a otros, cambiaban de tercio, los de la barra hablaban a gritos de toros y de fútbol, todos hacían demasiado ruido y nadie escuchaba al prójimo. Pero el tiempo y la costumbre adiestraban el oído y eso permitía a Lucas captar muchas conversas. Las de los señores milicos atraían singularmente su interés, pues abrigaba la esperanza de plantear a alguno de ellos, quizá a un alférez que le parecía menos venal, el asunto del expediente del Viejo y que le pudiera ayudar a obtener la sentencia y la liquidación de la pena. Cierto es que a medida que iba escuchando sus conversaciones, su esperanza se enfriaba.

Los milicos solían hablar por sobre entendidos y sus conversaciones giraban en torno a pilinguis, quinielas, jolgorios y apuestas. En ocasiones describían con cierto detalle a las pelotaris del Frontón de Madrid, al que acudían a apostar y a deleitarse con la visión de sus elásticos cuerpos en minifalda, y pronunciaban sus nombres ponderando sus resultados, posturas y composturas. Algunas veces mencionaban asuntos incomprensibles y proyectos tan extraños como la extracción de petróleo en los montes Pirineos.

Una o dos tardes por mes, aquellos milicos recibían la visita de dos alemanes musculosos y entrados en años, uno con el pelo al cero cual bola molondrónica, y otro, más alto, con el cabello cano, cortado a cepillo. El general Ferrari y el comandante Laurel se alegraban mucho de verles y hablaban con ellos sobre energía nuclear, obras militares, radares, armamento y… sobre el petróleo de los montes Pirineos. Lucas oía sin querer escuchar y aquellos asuntos le sonaban a sánscrito o a chino, aunque el del oro negro lo captó enseguida y lo comentó con Raba.

–¿Petróleo en los Pirineos..? ¡Habráse visto! –se sorprendió Raba.

–Pues aseguran que hay en abundancia.

–Cualquier barbaridad les vale para trincar, chico.

–¿Trincar?

–Si es que roban, chico. Son los amos de las arcas públicas y con una excusa u otra se lo llevan crudo. ¡Petróleo en los Pirineos..! ¡Menudos pájaros!

Algo de razón llevaba Raba, si no ¿a qué se debía el juego del maletín que se traía el alemán de la cabeza de bola con el general Ferrari? Se trataba de un juego físico, un cambio de posición. Cuando llegaban los germanos, el capitán Orejas se apresuraba a dejar su sitio, frente al general Ferrari, al del pelo al cero, que depositaba en el suelo, junto al friso, su maletín de cuero negro y a continuación lo empujaba con el pie hasta que el general Ferrari lo alcanzaba y estrechaba entre sus zapatos.

Los señores alemanes pedían cervezas y raciones de viandas. Les gustaba el jamón ibérico, la mojama de Cádiz, el queso manchego en aceite, las almendritas tostadas de Alicante, las albondiguillas que cocinaba la señora Tinina, las gambas de Huelva… Comían mucho, los señores alemanes. Y bebían cerveza, una copa detrás de otra, a un ritmo endiablado para los celtíberos, que soplaban vino. Cuando, al cabo de una hora, abandonaban el establecimiento después de pagar las rondas y de dejar una buena propina para el bote, el del pelo al cero salía sin su cartapacio y, poco después, el general Ferrari, aquel birria de militar que vestía de paisano y se adornaba el pecho con unas corbatas de colores chillones que daban grima, salía del estadero arrastrando los pies sobre el serrín para que no se le notara el tambaleo, empuñando el asa del maletín negro. ¿Cuánta pasta llevará allí dentro a cuenta de la búsqueda del petróleo en los montes Pirineos?, se preguntaba el joven camarero.

Aunque servía con presteza y se mantenía atento a las demandas de los clientes, que eran constantes, captaba fragmentos de las conversaciones de otras mesas; las de los señores galguitas solían terminar en discusión, con mediación y arreglo antes de llegar a las manos. Los galguitas eran dos hombres muy delgados, de edad mediana, ambos con traje oscuro, corbata fina y camisa blanca. Parecían hermanos. Uno se llamaba don Arcadio y el otro don Efrén. Les gustaba el vino con sifón y la mojama. Por lo general no hablaban entre sí, como si se hubiesen dicho todo de antemano, pero cuando llegaba un hombre grueso de calva brillante al que llamaban el señor Maestro Amado, que bebía whisky de cebada con agua y daba signos de desprecio hacia quienes tomaban fermentados, aquellos galguistas emprendían una alocada carrera de explicaciones en la que se atropellaban uno a otro y viceversa. El señor Maestro Amado les escuchaba y movía su cabezota de apóstol de lado a lado. Los galguistas discrepaban entre sí hasta que, en un momento determinado, don Arcadio concedía la razón a don Efrén y viceversa. Pero el señor Maestro Amado volvía a negar con la cabeza, dando a entender que la lección estaba mal explicada y puntualizaba, muy enfadado. Los galguistas contrarreplicaban con aspavientos. El tono de la porfía se elevaba.

En un momento determinado, un galguista llamaba a Lucas y le rogaba que invitase al jefazo a compartir un trago con ellos. El jefazo solía pasear por el establecimiento, saludando a unos y otros, o se estaba sentado en el sillón de su oficina fumando un habano. Habitualmente aceptaba la invitación y se sentaba con los galguistas y el señor Maestro Amado. Lucas le servía un vino con sifón y el jefazo escuchaba los argumentos de los galguitas y de Maestro Amado durante un buen rato, al cabo del cual decía: “sea”, y se levantaba sin haber bebido el trago. Mediante una seña indicaba a Lucas que las consumiciones de los señores corrían por cuenta de la casa. Entonces, un galguista extraía del bolsillo interior de su chaqueta una cartera y una pluma, sacaba de la cartera un talonario y, poniendo la mano de forma que nadie viera lo que escribía, realizaba un movimiento rápido de pendolista, cortaba el talón y se lo entregaba al señor Maestro Amado por un lateral de la mesa. A continuación, aquel hombre exclamaba: “¡Niño, pon aquí otro festival!” El niño era Lucas.

–¿A qué se dedica ese hombre, el señor Maestro Amado? –Preguntó Lucas a Raba.

–Ese es un tío muy importante, chico. Es concejal del ayuntamiento y tiene mucho, pero que mucho poder; manda en todo lo que se mueve.

–¿También en las carreras de galgos?

–¡Nos ha jodido! Como que es el jefe de los guardias municipales.

–No parece un tipo limpio –aventuró Lucas.

–Como todos los del untamiento, chico.

Lucas recordó un artículo que había leído en un libro de un tipo bastante gracioso, por nombre Julio Camba. Se titulaba Sobre los concejales corruptos y el autor concluía que concejal y corrupto eran sinónimos. A continuación venía otro sobre Los concejales honrados en el que aquel Camba decía que la honradez les obligaba a parecer pobres, de resultas de lo cual constituían un peligro, pues si te los encontrabas en un bar, acababas impresionado por su austeridad e invitándoles a café, copa y puro, por lo que salían tan caros como los corruptos. De todo lo cual se deducía que Raba llevaba razón al referirse a los del ayuntamiento como “el untamiento”.

Una tarde, los señores galguistas manifestaron un humor de perros ante el señor Maestro Amado. Lucas supuso que el edil les había elevado la tangente, pero no era eso. Al parecer, el excelentísimo Ayuntamiento, ante la presión al alza del índice de difuntos, había decidido la expropiación forzosa de los terrenos del galgódromo madrileño para ampliar el cementerio de Carabanchel. La discusión entre el concejal y los galguistas terminó momentáneamente con la mediación del jefazo, quien, talón mediante de los propietarios del canódromo al orondo e importante munícipe, obtuvo un arreglo consistente en el aplazamiento de la ejecución expropiadora. Tiempo después, en vez de ampliar el cementerio, construyeron torres de pisos.

‘La verán mis ojos’, gran novela en exclusiva del norteamericano Key Good, ambientada en Madrid

 

Sello de la república en la portada de la novela de Key Good
Sello de la república en la portada de la novela de Key Good

La obra

Dos anhelos, dos incógnitas y dos pasiones recorren la novela La verán mis ojos. Una intriga es política y amorosa la otra. La trama política tiene origen en la apuesta del joven Lucas Ubiese con el librero republicano Nemesio Quintana, señor Nequin, sobre si llegará o no la República. La segunda intriga trae causa del primer amor, un amor temprano que llevará a Lucas Ubiese a una incesante búsqueda de aquella joven ya convertida en mujer. El relato transcurre en el Madrid de los años setenta del siglo XX y posee una abundancia y variedad de personajes, reales e imaginarios, que le confiere la triple dimensión de novela histórica, social y romántica. Desde el primer momento de la narración y a lo largo de los veloces episodios que jalonan el relato vamos descubriendo la decisiva influencia de la política despiadada sobre la vida de las gentes. La extraordinaria combinación de acción y observación permite disfrutar de la lectura de esta novela y enriquecerse con su amplio aporte histórico y documental.

El autor

Key Good nació en Palm Springs, California (EEUU), en 1945 y estudio Ingeniería Aeronáutica e Industrial en la prestigiosa Escuela Superior de Ciencias Aplicadas (Seac) de Los Ángeles. De antepasados españoles –su bisabuelo Manuel Álvarez era originario de Abelgas (León) y recibió el apellido de Good, El Bueno, por su mediación en la guerra de anexión de Nuevo México, lo que le convirtió en alcalde de Santa Fé, donde dieron su nombre a un parque nacional y le erigieron una estatua–, Key viajó a Madrid en 1972 como especialista de una empresa aeronáutica contratada por el gobierno español para desarrollar y fabricar pequeños aviones de gran versatilidad en usos logísticos, de transporte y observación, destinados a las fuerzas armadas españolas y de terceros países. Good residió en la capital española durante la década de los grandes cambios y regresó a Los Ángeles, donde desarrolla su carrera literaria como novelista y guionista. Es autor de las novelas de éxito  Oceanside y The hunter of beams y de varios relatos publicados en The Angeles Times, donde ha realizado análisis sobre la transición española a la democracia. Gran conocedor de la historia y admirador de la cultura y el arte español, es padre de dos hijos, el de mayor edad, Daniel D Carpintero, reside en México, donde se desempeña como narrador y promotor de Ideas de Tierra. Su hijo menor, el licenciado en Bellas Artes, profesor y pintor Alejandro Carpintero, conserva la nacionalidad española y ha ganado merecido renombre y varios premios en España. Posee dos cuadros en la exposición permanente del Museo Europeo de Arte Moderno (MEAM) de Barcelona. El escritor Good labora en la actualidad en un relato sobre las fuerzas científicas de la indignación, en gran parte inspirado en el movimiento de los jóvenes indignados españoles.

LA VERAN MIS OJOS

Reservados todos los derechos.Se autoriza las citas con la mención expresa del autor y de este soporte en blog. Esta novela inédita en castellano consta de XXXl capítulos y una coda.

Por Key Good

1.–Lucas en Ursaría

El jefazo le miró como quien examina un burro en el mercado del ganado y le preguntó de dónde había sacado esa cara de boñiga. Él estuvo a punto de devolverle la coz, pero se hallaba impecune y necesitaba el empleo, de modo que se mordió los labios y se encogió de hombros pensando dame pan y llámame lo que te de la gana, tío hijoputa.

Cuando el jefazo hubo comprobado su docilidad, extrajo un cigarro habano de larga distancia del cajón de su mesa, lo olió, le cortó la boquilla con un capa puros y le prendió fuego con una cerilla de astilla. A continuación, le dijo soltando humo:

–Muy bien, chaval, ¿cuánto quieres ganar?

–Lo suficiente, señor; vivir se ha puesto al rojo vivo –contestó con un verso de Blas de Otero.

–Te pagaré algo; mañana a las nueve empiezas –repuso el jefazo levantando sus posaderas del sillón y tendiéndole la mano para rubricar el trato. Su movimiento dejó al descubierto en el costado izquierdo, bajo la americana, una pistola Astra de la fábrica Gabirondo y CIA. Era un tipo enjuto y pálido, de mediana edad y nariz historiada de boxeador, un hombre armado, el jefazo.

La escena tuvo lugar el 2 de junio del año 1973, doce días después de que Lucas hubiese llagado a la antigua Ursaría procedente del Norte. Los frailes del internado carmelitano donde estudiaba bachillerato superior y gozaba de buena fama como poeta y de mala como religioso por no creer en los misterios, se disponían a decretar el final del periodo lectivo y a enviarle de veraneo con los demás internos a una granja donde debía ayudar a los hermanos legos a limpiar las cubiles de los cerdos y a segar y majar el cereal y las gramíneas de unos predios y curatos.

Pero antes de que eso ocurriese, la tía Zulaica, hermana de su padre, llamó por teléfono a los frailes y les comunicó que el Viejo estaba en las últimas. Fray Octavio tomó  el recado, movió sus ciento cincuenta kilos de humanidad,  le llevó a la estación ferroviaria en el Dos Caballos y le pagó el viaje en el correo de las tres de la tarde, gracias a lo cual, llegó a tiempo de ver al Viejo todavía con vida.

Lo encontró, al Viejo, pálido y desmejorado, con la respiración asistida por un tubo conectado a un agujero que le habían hecho en la tráquea. Tenía los ojos hundidos y una expresión de infinito aburrimiento. Le acarició la frente y el pelo y mantuvo su cara apretada contra la del Viejo como cuando era niño y él le picaba con la barba. Tenía la piel fría, el Viejo. Introdujo el brazo por detrás de su espalda y le incorporó sobre la almohada. Entonces el Viejo abrió algo más los ojos e hizo un esfuerzo para mirarle. Su pecho sonaba como un sonajero. Lucas le dijo que se pondría bien, pero el Viejo le apretó la mano y negó con la cabeza. Lucas le llevó la contraria, afirmando con la cabeza y le dijo que Richard estaba en camino y que llegaría pronto. Al oír el nombre del hijo mayor, que se había marchado de casa hacía algunos años, el Viejo abrió un poco más los ojos y esbozó una mueca que quería ser una sonrisa. Lucas le acarició la frente y le dijo: “No te mueras, padre”.

Estuvieron así un buen rato hasta que el Viejo le fue aflojando la mano, y aunque Lucas le repitió que Richard llegaría pronto y le animó que se mantuviera despierto, el Viejo,  turris burris, se fue quedando sin fuerza y cerró los ojos. Se notaba que tenía ganas de morirse. Media hora después se quedó más frío que un témpano.

Un médico llamado doctor Rubiñán certificó el deceso en un papel con membrete oficial y póliza de sesenta céntimos y cuando Richard llegó de aquella isla del Mediterráneo en la que trabajaba cocinando cosas ricas para los ricos, otro médico les invitó a pasar a un higiénico despacho y les informó con gran amabilidad sobre las causas de la muerte del Viejo, que ni viejo era siquiera. Han sido varias, les dijo. La primera y principal corresponde a un envenenamiento silicótico irreversible y progresivo, complicado con una bronquitis de caballo, agravada por un proceso de inflamación de la pleura que ha dado lugar a un cuadro clínico de insuficiencia respiratoria aguda, sin retroceso ni remisión ante la ventilación, la medicación y la respiración asistida, de modo y manera que en las últimas horas se le ha inyectado morfina para evitarle el tránsito con sufrimiento. En pocas palabras, que el Viejo era un leño, un árbol seco, sin hojas para respirar.

Al oír la explicación del doctor, los sollozos de la tía Zulaica arreciaron y estalló en lágrimas, sujetándose la cabeza con ambas manos. Lucas empuñó el historial con los padecimientos del Viejo que le entregó el doctor y con la ayuda de Richard, que también se puso a llorar, incorporaron a la tía y la sacaron del despacho del amable médico. Nada más cruzar la puerta, la tía Zulaica empezó a maldecir a “esos”.

–¿Qué esos, tía?

–Esos canallas que le condenaron y le tuvieron en el batallón penitenciario trabajando en la mina tantos años… –alcanzó a decir entre sollozos.

Era la primera vez que Richard y Lucas oían que el Viejo había estado sometido a trabajos forzados, picando antracita, de resultas de lo cual había contraído la enfermedad irreversible y se había muerto antes de tiempo, es decir, mucho antes de lo que correspondía al promedio de duración de la vida.

Volvieron junto al cuerpo inerme del Viejo y Lucas y Richard miraron su rostro apacible y enjuto como si quisieran pedirle perdón por su ignorancia. La tía Zulaica lloraba como una Magdalena. Richard, que ya era un hombre hecho y derecho, la abrazaba, tratando de consolarla, y también lloraba. Lloró mucho Richard.

–¿Cuánto tiempo estuvo castigado en la antracita? –Le preguntó Lucas.

–Más de diez años, mi niño –dijo la tía Zulaica.

Richard miró a Lucas y ambos volvieron a mirar la cara del Viejo; ahora comprendían aquel ajetreo y la alegría de madre el domingo mensual, cuando les cepillaba las uñas, les ponía guapos, les peinaba con la raya bien recta a un lado, les vestía con la ropa nueva –la ropa del domingo– y les lleva en el coche de línea a ver a papá a Los Negrillos. Le tenían allí castigado, es decir, preso, con otros mineros y no le dejaban salir de aquel recinto de casuchas de madera podrida, situadas en la ladera del monte, a un lado y otro de una larga calle asfaltada con carbonilla prensada. Comían la tortilla y el picadillo de verduras que mamá preparaba la noche anterior y después salían a jugar al balón y al escondite con otros chicos y chicas mientras los padres y madres cerraban las puertas de las casuchas y hablaban y se hacían el amor. Luego, antes de que oscureciera, corrían hasta la carretera para no perder el autobús de línea de regreso.

El Viejo, ya dormido para siempre, nunca les reveló su condición de presidiario ni les explicó la causa de su confinamiento. Sólo sabían que padre estaba trabajando en la mina y que gracias al dinero que le daba a madre, ella les compraba ropa y comida y pagaba la escuela particular del maestro don José. Tampoco ella mencionó la palabra maldita. Estar “preso” era una vergüenza y significaba que algo muy malo habías hecho. Pero padre no estaba preso, sólo trabajaba en la mina para que la gente tuviera luz y los trenes y las máquinas y la industria funcionaran. Y como la luz no se podía parar ningún día y los trenes y las máquinas tampoco, por eso padre no tenía tiempo de venir a casa por la noche como los demás padres. Además, era por la noche cuando más falta hacía la luz.

Lucas no podría precisar cuanto tiempo permanecieron en aquella habitación acariciando la frente y el pelo rubio entrecano del Viejo y consolando a la tía Zulaica, que seguía llorando. Sólo recordaba que al atardecer se lo llevaron unos hombres y que poco después lo instalaron en un ataúd con olor a formol sobre dos sillas en una capilla que había en el sótano del sanatorio, junto a otros dos muertos, y que llegó un cura y rezó un pater noster para todos. Pasaron la noche dormitando junto al Viejo y por la mañana apareció otro cura y dijo una misa de réquiem y les echó gotas de agua con un hisopo, y luego vinieron los hombres de la funeraria y cerraron la tapa del féretro y lo cargaron con los otros dos en una camioneta y ellos subieron con el Viejo y llegaron al cementerio, donde otro cura le echó un requiescat in pace, y después dos enterradores colocaron el féretro con el Viejo en la misma tumba familiar en la que reposaban los restos de madre y sellaron de nuevo la losa con yeso, y un hombre de traje y corbata negra ajustó con la tía Zulaica el precio de la inscripción en la lápida y le preguntó si quería epitafio. “Un hombre bueno”, dijo la tía entre lágrimas.

Aunque Richard no lloró tanto como la tía, lloró bastante. En cambio, Lucas no soltó ni una lágrima, ni un sollozo siquiera, lo que le valió algunas miradas de reproche de tía Zulaica. No es no sintiera una gran pena por la muerte del Viejo, es que la mañana que le llevó al internado de los frailes carmelitas, cuando tenía once años, él comenzó a llorar, pues no se quería quedar en aquel lugar, y el Viejo le cogió en brazos y le convenció de que los tipos duros no lloran y él ya había llorado bastante cuando mamá se murió y ahora debía portarse bien y obedecer a aquellos señores frailes, que eran muy buenos, y estudiar mucho para convertirse en un hombre de provecho y no tener que obedecer a los ricos. Entonces él dejó de llorar. Y el Viejo le acarició, y antes de posarle en el suelo, le dijo muy serio:

–¿Verdad que no vas a llorar nunca?

–No, padre.

–¿Me lo prometes?

–Si, padre.

–Así me gusta.

Richard se quedó con el reloj y unos anteojos del Viejo y él se guardó el libro de familia con la fotografía en la que aparecían Richard y él entre madre y padre, y también se quedó con la maquinilla de afeitar del Viejo. Quitando el poco dinero que guardaba en una caja de carne de membrillo y la antigua casa con el huerto trasero en el que tía Zulaica y el Viejo apacentaban dos cabras, madre e hija, y cultivaban patatas, coles y tomates y cuidaban unas gallinas ponedoras y engordaban unas camadas de conejos para llevarlos a vender al mercado de la plaza mayor, no había más herencia que repartir. Así que una vez sellado el trato por el que la tía Zulaica, que tanto había querido y cuidado al Viejo, se quedaba con la casa, Lucas acompañó a Richard a la estación ferroviaria y cuando el tren partió, casi sin sentir, como suelen hacerlo todos los trenes, le prometió escribirle y salió de la estación y echó a andar por una larga avenida y siguió caminando por una carretera hasta el borde del cansancio.

Anochecía y se sentó en un mojón kilométrico. Le dolían los pies. La desolación y el vacío ocupaban su interior y anulaban su fuerza de voluntad. Aunque se sentía cansado, su pensamiento no dejaba de dar vueltas a aquella condena a trabajos forzados del Viejo que le condujo a la muerte a los 45 años, mucho antes de tiempo. ¿Era justo eso? ¿Quiénes eran los “canallas” que le habían provocado la enfermedad y la muerte? No lo sabía. La tía Zulaica sólo había pronunciado un pronombre genérico, pero tampoco sabía quiénes eran “esos”. Fue entonces cuando se prometió a sí mismo averiguar la identidad de los acusadores y explotadores, y juró propinarles su merecido.

Había otros asuntos que tampoco entendía. Si en verdad Dios premiaba a los buenos y castigaba a los malos, ¿por qué había hecho lo contrario con el Viejo en vez de con los canallas que lo encarcelaron y explotaron hasta que enfermó? No tenía duda de que Dios era un invento. Y si no lo era, le parecía tan inmisericorde que no creía que fuera el Dios que interesaba a los hombres.

Recordó las palabras del Viejo: “Estudia hijo, estudia, que sólo mediante el conocimiento podemos los pobres igualar a los ricos y librarnos de sus injusticias”. No le dijo “reza” ni “sé temeroso de Dios” ni toda esa letanía que repetían los frailes. No. Sólo le dijo: “Estudia, aprovecha las enseñanzas que estos frailes te van a dar y pórtate bien”. Y él deseaba que el Viejo se sintiera orgulloso y que un día pudiera decir: “Veis ese maestro que enseña a los niños pobres de ese pobre país, pues ese es mi hijo”. Era consciente del esfuerzo económico del Viejo para que él llegase a ser un hombre de provecho. Y sin embargo, ya no podría ver el resultado ni sentirse orgulloso de él. Siempre tuvo mala suerte, el Viejo.

Dudaba sobre el camino a seguir. Sentado en el mojón kilométrico se preguntaba qué sentido tenía regresar al internado, pasar un verano más en la granja de los legos, limpiando y cebando a los cerdos y majando y aventando el trigo. Al atardecer jugaban al fútbol en una campa con los chicos del pueblo, y los domingos iban a bañarse al río. La corriente era fuerte y los arrastraba kilómetros abajo hasta una cascada. Para evitar que los chavales se despeñaran por la Cola del Caballo, Alarico y él caminaban por una orilla y el lego Longinos iba por la otra a lomos de su borrica, la Catedrática, y les lanzaba una soga que ellos ataban al tronco de un chopo. Tensaban la gruesa maroma a ras del agua, y los chavales que se lanzaban desde un puente y bajaban braceando sobre la corriente, se agarraban a ella para no precipitarse a la Poza de las Truchas.

Las chicas iban a verles jugar al fútbol y algunas participaban en sus carreras de velocidad río abajo. Una que era muy linda y le gustaba mucho, aunque no se atrevía a mirarla, se arrancó una tarde hacia él y le preguntó si quería acompañarla a ver pájaros. Él contestó que sí, y se perdieron por un sendero entre los mimbrales. Ella iba diciendo nombres de pájaros: jilguero, calandria, pardal, mirlo, urraca, abubilla, avefría… Era flacucha y delicada y tenía una voz muy dulce.

–¿Sabes cómo se besan los pájaros? –Le preguntó.

–Ni idea –dijo él.

–Pues así –contestó ella alargando sus labios como si fuera a silbar y depositando un beso rapidísimo en los de él.

–Es un piquito –dijo riéndose.

El afirmó que los pájaros sólo se besan así cuando van en vuelo, pero cuando se posan en una rama se besan más despacio, “tal que así”, añadió acariciando la cara de la chica con ambas manos y depositando un beso pausado en sus labios.

–Y en el nido se besan mejor todavía mejor –replicó ella, agarrándole del brazo para que se agachara y se tendiera a su lado sobre unos hierbajos.

Él dijo que eso no era de pájaros sino de novios y ella se rió y estuvo de acuerdo, y permanecieron allí recostados, besándose hasta que se sintieron un poco mareados. Su nombre era Rosario, pero le decían Charo, y él le llamó Charín y luego, para abreviar, Chin.

Desde aquel día, cada domingo, cuando iban al río después de jugar fútbol, los dos desaparecían por unos senderos entre los mimbrales y, con la excusa de identificar pájaros para un trabajo escolar que ella estaba realizando, pasaban más de una hora juntos, mirándose y acariciándose y besándose, hasta que el lego Longinos tocaba el silbato ordenando el regreso. Se querían mucho, Lucas y Chin. Y se prometieron quererse siempre y siempre.

Pero ella no era de aquel pueblo, sino de la capital, y después de dos veranos no apareció por el Burgo para pasar las vacaciones con aquellos familiares que habitaban en una casa con un escudo de piedra sobre el portón principal, un caserón solariego que se asentaba en la prolongación de la calle mayor.

Ahora los recuerdos se mezclaban en la testa de Lucas con las dudas sobre el camino a seguir. Se preguntaba qué sentido tenía continuar la carrera clerical y hacerse fraile e ir de misionero a Ecuador a enseñar a los niños a leer y a escribir y a creer en Dios. Él creía en la justicia y en el amor, no en un ser supuesto y todopoderoso que infundía temor y amargaba la vida al personal, premiando a los malos y castigando a los buenos, a los que prometía mejor trato después de muertos.

De pronto, en la noche cerrada, paró un camión a pocos metros de donde permanecía sentado. Se apartó del chorro de luz de los focos. El vehículo transportaba vigas de hierro. El conductor se bajó, agarró un caldero de zinc, lo lleno de agua de una acequia cercana y a través de un embudo de lata conectado al tubo del radiador dio de beber a la máquina. Repitió la operación varias veces como si aquel dromedario fuera insaciable. Cuando acabó la operación, se dirigió a él y le preguntó si iba a alguna parte. Lucas recordó el aforismo de José Bergamín –“Cuándo te vas a enterar que vayas a donde vayas, estás dejado de ir”– y se encogió de hombros. Dudaba. El hombre dijo:

–Si te va bien, te llevo.

–¿Adónde va usted?

–A Madrid bajo.

En un instante pensó que en Madrid podía localizar a Chin y se dijo que la capital era también el lugar donde podría averiguar el delito del Viejo y la identidad de los canallas que lo acusaron y condenaron a trabajar en la mina, arruinando su salud y lucrándose de su sudor.

–¡Voy con usted!

–Está lejos Madrid, eh –le advirtió el camionero, que se llamaba Centeno.

–Cuanto más lejos, mejor.

–¿De qué pueblo eres?

–De ninguno ya; ni padre ni madre ni perro.., nada, no me queda nada, sólo una tía solterona y aburrida.

–¡Carajo! –Dijo el camionero.

El camión comenzó a rodar y Lucas sintió el alivio de haber dejado en la cuneta aquella duda que le pesaba como un saco de cincuenta kilos de mierda en la espalda. Ya no volvería al internado, ya era un hombre con pelo en pecho, un hombre de ninguna parte que en aquel instante inauguraba el futuro. Si localizaba a Chin en la antigua Ursaría, donde la suponía residenciada, y ella le seguía queriendo como cuando eran niños, sería de Ursaría, pues como escribió J. Sender, “el hombre no es de donde nace ni de donde pace, sino de donde yace con hembra placentera”, y si no la encontraba, sería del lugar que le diera la gana.

El camionero se puso a contar chistes de vascos, cojos, putas, gangosos, curas, catalanes, cornudos…, muchos chistes. Era un hombre gracioso y rudo. En cambio, él no sabía un triste chiste e intentó corresponder con algunas palabras capicúas como “anilina” y con frases capicúas como “atinar a la ranita” y con términos con una sola vocal como “odontólogo” o “efervescente” y con otras palabras con las cinco vocales como “paupérrimo” o “republicano”, y le explicó algunos fenómenos físicos extraídos de los libros, como la imposibilidad de que una fuerza irresistible pueda chocar contra un objeto inamovible o como la licuación de la sangre de San Pantaleón…, pero se dio cuenta de que sus palabras no le hacían ninguna gracia y desistió de mejorar el silencio.

Llevaban muchos kilómetros rodando por tierras castellanas cuando atisbaron a lo lejos una luz de color verde que parecía una luciérnaga colgada de un árbol. A medida que se acercaban, la luz se hizo más visible: era el letrero luminoso de un club nocturno. El camionero se desvió por un ramal de la carretera que llevaba hacia la luz. Los frenos del camión resoplaron como potros cansados. Centeno dijo: “Vamos a tomar algo y a dar de beber a Briones”. Se apearon. El aire olía a cerdo y a pescado. Varios camiones allí apartados, cargados con productos para el estómago de la gran urbe, goteaban agua del deshielo de las cajas con la pesca y orín de las reses que llevaban al matadero.

Centeno examinó el entorno, se acercó a la caja del camión, dio tres golpes con la mano abierta y gritó: “¡Egonaldi ostatu!” (Parada y fonda). Una voz le contestó desde dentro: “¡Goacen!” (Vamos).

Entraron en el bar-club y se acercaron a un mostrador de tabla barnizada, al fondo del cual se veía a una anciana haciendo migas en una sartén negra sobre la chapa de una cocina de hierro. En un extremo de la barra, una mujer rolliza y escotada se descolgó de un taburete y vino hacia ellos. Les preguntó qué deseaban tomar y por donde. Pidieron dos cervezas y una cazuela de “eso que huele tan bien”, dijo Centeno señalando a la anciana.

–Tienen mucho ajo –advirtió la moza, guiñándole un ojo.

–El ajo es bueno desde el punto de vista moral –dijo Lucas.

–¡Anda éste! –Exclamó la moza.

–¿Entonces…? –Dijo la moza mirando a Centeno.

–Hoy llevamos prisa.

–¿Ni una mamadiña?

–Vamos apurados de hora, hermosa.

Del fondo del bar-club, apenas iluminado por una lámpara de neón ensombrecida por una nube de mosquitos, llegaban risas femeninas y sonidos guturales.

Bebieron un trago de cerveza y comenzaron a aplicar la cuchara a la cazuela de migas. Sonó la puerta como un gato malherido y entró un tipo joven con barba negra de varios meses que mantuvo sujeto el portón hasta que entró una muleta de palo y después el palo de otra muleta y entre ambas, una pierna con un anciano encima.

–Egun gaur –saludó el de barba.

–Kaixo –le correspondió Centeno.

El barbudo ayudó al viejo a sentarse a una mesa junto a una ventana y después se acercó a la barra a ver lo que había de alimento. Pidió vino y migas e intercambió unas palabras con Centeno. El camionero le presentó a Lucas y el barbas le miró detenidamente. “Es de confianza”, dijo Centeno. “Salió de los frailes y va hacia Madrid”, añadió. El barbado le tendió la mano y Lucas se la estrechó. Se llamaba Argala y tenía la cara alargada como los caballos.

–Eta gizon zaharra? (¿Y el viejo?) –Dijo Centeno.

–Hementxe pilatze (Aquí mismo se queda).

–Hementxe? (¿Aquí?) –Dijo Centeno.

Argala asintió con la cabeza y se sentó a la mesa con el anciano, que se había quitado la chapela y se acariciaba la pelusa cana.

Centeno pidió otra cerveza fría, pagó las consumiciones y dijo en voz alta, para que le oyeran: “En marcha pues”. Salieron, dio de beber a Briones unos calderos de agua que extrajo de un pozo cercano, se acercó al bar-club, golpeó el cristal de la ventana y, acto seguido, salió Argala y se encaramó a la caja del camión.

–¿No viene el señor mutilado? –Preguntó Lucas.

–Se queda ahí a putas; lo recogeré a la vuelta –dijo Centeno.

El camionero puso la radio y escucharon noticias insustanciales y jotas y cante flamenco rayado de interferencias, y después de otra parada para dar de beber a Briones, comenzaron a subir muy despacio la cordillera central hasta que una hora después llegaron a la cima de un puerto y desde lo alto se asomaron a un valle, al fondo del cual se oteaba la gran ciudad a lo lejos como un enorme cetáceo tumbado entre la bruma lechosa del amanecer. Aquello era Madrid, la antigua Ursaría, tierra de osos.

Antes de entrar en la trama urbana, que comenzaba en la plaza de Castilla, Centeno arrimó el camión a la orilla de la calzada y Lucas se bajó y le agradeció el transporte. El camionero le deseó suerte. El hombre con barba se apeó también. Llevaba un macuto grande de lona militar con varias capas de roña y una gran bolsa deportiva de Munich-72. Golpeó la chapa del camión y gritó: “¡Agur!” Luego se volvió hacia Lucas e hizo un ejercicio de estirar las costillas antes de inclinarse y echar el macuto al hombro. Lucas observó el esfuerzo y se aprestó a ayudarle, agarrando a su vez la bolsa. Pesaba bastante, como si llevara plomo.

Mientras caminaban hacia una hilera de casas donde se veía un café-bar, Lucas le preguntó por qué no había viajado en la cabina, donde había sitio suficiente y habría ido más cómodo, y aquel Argala le contestó que toda precaución es poca y que solía viajar de incógnito. De hecho, era un viajero clandestino. Entraron al café-bar y el barbudo le preguntó si conocía la ciudad, a lo que Lucas respondió que no, que nunca había estado en ella. El viajero clandestino se interesó:

–¿No tienes familia, pues?

–No conozco a nadie.

El viajero clandestino le hizo otras preguntas y Lucas le contó su circunstancia, después de lo cual, aquel Argala se quedó en silencio, como pensando algo importante. A continuación sacó un bolígrafo, escribió algo en una servilleta de papel y se la entregó.

–Guárdatela –le dijo.

Lucas leyó lo que había escrito. Era una dirección urbana. Introdujo la servilleta en el bolsillo trasero de su pantalón de tergal. Pero, instantes después, Argala abrió la boca masticando la pasta de un churro y le preguntó qué ponía en la servilleta. Lucas repitió la dirección.

–Bien, pues ahora dame ese papel.

Lucas se llevó la mano al trasero y le entregó la servilleta. El barbudo hizo una bola con ella y se la comió. Era un tío raro.

–Si quieres hacer algo útil o ir al monte, ya sabes.

–¿Útil como qué?

–¡Joderlos, lahostia! ¿Qué va a ser?

–Claro, claro –respondió Lucas.

–Si te decides, te acercas a esa dirección y metes una carta por debajo de la puerta diciendo donde podemos contactar contigo, ¿de acuerdo? Si no, olvídala, ¿estamos?

–Claro.

–Y no lo comentes a nadie, ¿estamos?

–A nadie, claro.

El barbudo le estrechó la mano, apuró el vaso de café con leche, se puso en pie, cargó el macuto al hombro, empuñó la bolsa, dijo “agur” y se largó sin pagar. Parecía un desertor del frente de batalla. Sin duda llevaba el fusil y las granadas en aquella bolsa deportiva que pesaba demasiado, se dijo Lucas mientras pagaba las consumiciones. Cuando salió del café-bar, alcanzó a ver a aquel Argala que se perdía a lo lejos por una boca del metro.

Caminó hacia el centro de la ciudad y al mediodía llegó a la famosa Puerta del Sol, kilómetro cero de España, y recorrió la extensión de la plaza tratando de adivinar el balcón al que se asomaba Rubén Darío. Leyó el rótulo del hostal París en el que, según sus lecturas, se había alojado el poeta, y entró a preguntar si estaba en lo cierto. Una mujer de pocas palabras y guardapolvos azul le señaló una foto muy antigua del poeta de las libélulas. El precio del hospedaje era muy alto y puesto que la mujer afirmó que no había rebaja hasta octubre, se despidió en busca de una hospedería más barata. Encontró una casa de huéspedes situada en una calle cercana que se llamaba del Príncipe. Una mujer que olía a gato le asignó una habitación abuhardillada con derecho a cuarto de baño compartido, le cobró una semana por adelantado y le entregó las llaves.

Díez días pasó Lucas callejeando de un lado a otro de la antigua Ursaría. Tal como le había indicado aquel Argala, entró en el primer edificio con bandera, donde un ujier muy amable le indicó que el asunto de la muerte de un minero enfermo correspondía a los sindicatos. A partir de aquel momento todo fueron dificultades. Preguntó a varios viandantes y localizó la sede de los llamados sindicatos. Allí, un tipo con gorra de general y bigote de mosca, situado detrás de un mostrador de despachar pólizas e impresos, le indicó que hiciera el favor de esperar a que llegaran los de información. Pasó dos horas sentado en una silla de plástico amarillo que se alineaba en una esquina de aquel hall, junto a unas plantas verdes, también de plástico, sin que los de información dieran señales de vida. Hombres de vientre abultado y camisa azul con yugos y flechas bordados en la pechera entraban y salían hablando en voz alta de salarios y convenios. Algunos fumaban puros del color de mierda de perro y dejaban tras de sí un olor apestoso. Ninguno de los que entraban era de información.

–¿No han venido los de información? –Preguntó por tres veces al hombre de gorra y el bigote de mosca.

–Pues no, y no creo que aparezcan ya –dijo mirando su reloj de pulsera.

–¿Y usted no me podría indicar…?

–Pues no; las consultas, en información.

–¿Entonces…?

–Entonces, a joderse, ¿verdad? Vuelve mañana si quieres.

Al día siguiente se encaminó directamente hacia la ventanilla de información, donde una mujer gruesa con cara de botijo y ojos diminutos, protegidos por unas gafas de culo de vaso, examinó con desgana el certificado de defunción del Viejo e hizo un gesto de asco cuando Lucas le preguntó si tenía derecho a pensión de huérfano por los años de trabajo penitenciario del Viejo.

–¿Tú qué crees? –Le respondió la mujer en tono desafiante.

–No sé, señora, por eso vengo a preguntar.

–¡Habráse visto, estos rojos de mierda! –Gritó la mujer.

Lucas recogió los papeles del Viejo y se alejó. Pero el hombre del bigote de mosca, que había oído la expresión de la mujer, le ordenó con voz enérgica: “¡Alto ahí, joven!” Él se quedó paralizado y el hombre se acercó con torpe paso de sapo.

–¿Qué le has dicho a doña Margarita?

–Nada, señor.

–¡Cómo que nada, chaval! ¿La has insultado, verdad?

Lucas negó convincentemente y le explicó que sólo le había preguntado si como hijo de un minero fallecido a causa de la silicosis contraída en los años de trabajo penitenciario tenía derecho a recibir una pensión de orfandad. Eso era todo.

–¿Y no le has dicho algo más?

–Nada, se lo aseguro, señor.

El hombre giró torpemente la cabeza hacia la ventanilla, ocupada por la gruesa cara redonda de la mujer de ojos diminutos, y luego, volviéndose hacia Lucas, le dijo en voz baja:

–Está mal follá.

Y tras aconsejarle que realizara la consulta en un organismo llamado instituto nacional de previsión o algo por el estilo, añadió alzando de nuevo la voz: “¡Lárgate y no vuelvas a pisar por aquí!”

En la sede de aquel llamado instituto nacional de previsión consiguió al tercer día hablar con el responsable del negociado pertinente, un hombre de mediana edad, con el pelo pajizo, que no hacía más que olerse las uñas y se llamaba don Enric. Después de escuchar su consulta, el hombre le dijo con voz oscura, sin dejar de olerse las uñas, que existía una posibilidad, si bien, remota, de obtener algún derecho, para lo cual debería satisfacer el consiguiente porcentaje de tramitación a través de una gestoría con letrados expertos en tramitaciones difíciles, cuya dirección le anotó en un trozo de papel, de lo que dedujo Lucas que aquel funcionario de previsión proveía para algún socio.

Acudió, no obstante, al negociado o agencia certificadora y gestora de trámites, una oficina con un cuadro del jefe del Estado con el brazo derecho muy estirado y la palma de la mano extendida, donde una mujer muy amable le envió al Ministerio de Justicia a obtener un certificado de penales al tiempo que le ordenó presentar otros certificados: de nacimiento, de bautismo y de buena conducta, así como una fotocopia compulsada del libro familiar, otra fotocopia del documento nacional de identidad y varias fotografías. Todo eso en lo atinente a su persona en calidad de solicitante. Y en lo referente al finando, es decir, al Viejo, debía aportar documento judicial de condena, certificación del organismo de redención de penas, certificación contractual de la sociedad o empresa a la que el recluso había sido asignado, certificación o extracto de emolumentos percibidos, certificación de aseguramiento, certificación episcopal de buen comportamiento, certificación gubernativa de buena conducta social posterior y certificación, por último, de defunción.

Una semana llevaba callejeando de un negociado a otro de la antigua Ursaría cuando un teniente militar con bigote reglamentario le recibió en una oscura oficina de secretario judicial y le puso al corriente de que su señoría el excelentísimo señor presidente del Tribunal Militar Central tardaría no menos de dos años en expedir la certificación de condena a trabajos forzados del Viejo con la consiguiente redención de la pena, siempre y cuando hubiese quedado constancia de la resolución judicial de la condena, lo cual requería que hubiese sido archivada por la junta judicial de zona y fuese hallada en aceptable estado de conservación, lo que resultaba altamente improbable habida cuenta de la precariedad archivística y del mucho tiempo transcurrido desde la proclamación del Glorioso Alzamiento Nacional.

No obstante, Lucas escribió allí mismo una solicitud al ilustrísimo presidente del Tribunal Militar Central recabando una copia del expediente de condena del Viejo y la consiguiente redención de pena. Tras añadir la fórmula al uso: “Es gracia que solicita a usted, a quien Dios guarde muchos años”, firmó la hoja holandesa y se la entregó a aquel secretario judicial, cuya desgana y escepticismo le dieron a entender que no lograría su propósito hasta que dieran peras los olmos.

El laberinto de trámites y certificaciones en el que aquellos tipos escondían los vestigios de sus injusticias, crueldades y arbitrariedades, le parecía interminable. Llegar al conocimiento de la verdad era como buscar la momia de Tutankamon, sólo que más complicado, debido a la tenaz resistencia de aquel ejército de burócratas vagos y malintencionados, algunos de los cuales iban armados. Algo había leído de Kafka al respecto.

Mientras caminaba de un negociado a otro, o hacia la abuhardillada habitación de la pensión, no dejaba de observar las caras de las muchachas con las que se cruzaba por si alguna era Chin. No creía en la casualidad, pero la casualidad existe. Algunas muchachas le miraban a su vez, aunque la mayoría esquivaba su mirada y sólo las menos agraciadas esbozaban una sonrisilla maliciosa.

Enseguida descubrió que el dinero es líquido, los líquidos se secan y el dinero se acaba. Su liquidez iba menguando deprisa. Aunque decidió alimentarse con bocadillos de calamares y gastar suelas en vez de dinero en el metro y los autobuses, se le iba acabando la magra herencia del Viejo. Según sus cálculos, sólo podría sobrevivir y sufragar la pensión una semana más.

Fue entonces cuando recordó la dirección del viajero clandestino y le escribió una carta exponiéndole su apurada situación y pidiéndole alojamiento por el morro. Llevó la misiva personalmente a aquella casa de vecindad, situada en una zona industrial del populoso barrio de Vallecas, y la introdujo por debajo de la puerta del tercero B. Supuso que aquel Argala le recordaría y tendría a bien contestarle positivamente, pero al cabo de cuatro días no había obtenido respuesta, de modo que escribió otra carta en un tono más apremiante, en la que, además de solicitar cobijo hasta que encontrara un trabajo remunerado, se ofrecía a realizar cualquier encomienda para “joderlos”, y sugería incluso con detalle los organismos civiles y militares que había visitado y que, por el trato que le habían dado, merecían un escarmiento.

La verdad es que el barbudo compañero de viaje no tuvo a bien contestarle ni para darle alojamiento ni, mucho menos, para requerir su colaboración, lo que, dada su penuria económica, le obligó a sortear a la patrona aquel domingo, levantándose temprano y saliendo a la calle antes de que llamara a su puerta para exigirle el pago de la semana por adelantado, lo que invariablemente hacía antes de acudir a misa de diez a una iglesia de la calle de Atocha. Tuvo, eso sí, el esmero de dejar una nota en la puerta diciéndole que regresaría y pidiéndole que guardara sus cosas hasta más ver. En realidad sólo tenía unos calzoncillos y una chupa de cuero negro que le quedaba pequeña.

Fue entonces cuando, a los pocos minutos de salir a caminar por la sucia ciudad en busca de Chin, vio en una calle cercana a la pensión un letrero escrito a tiza sobre el vidrio del escaparate de una taberna que decía: “Se precisa camarero”. Sin pensarlo dos veces ni contar hasta diez, entró a interesarse por el empleo. El establecimiento estaba vacío. Batió palmas y emergió un hombre desde una cueva situada detrás de la barra.

–¿Qué va a ser?

–Me interesa el trabajo que anuncian.

El hombre le miró de arriba abajo, como buscando algún defecto de hechura.

–¿Cómo dices que te llamas?

–Lucas Ubiese, ¿y usted?

–Leonardo.

–¡Ostras!, como el gran pintor, el genial inventor del Renacimiento…

–Oye chico, yo de pintura no sé, pero lo que es inventar, algo he inventado.

–¿Qué ha inventado señor Leonardo?

–Un cepo –dijo el hombre.

Se trataba de un camarero rollizo, de mediana edad y estatura, mal afeitado, de pelo negro, aplastado y alisado hacia atrás, rostro sanguíneo y voz gangosa. Su camisa blanca aparecía adornada con dos grandes manchas de sudor bajo los sobacos.

–¿Un cepo? –Se sorprendió Lucas.

–Si, chico, un cepo superior para cazar garduñas, liebres, conejos y otros bichos, ya sabes –explicó el hombre.

–¿Lo patentó y eso?

–Yo del gobierno nunca he querido saber nada… Entonces andaba de pastor y la caza a cepo estaba prohibida.

–Pero se cazaba.

–Nos ha jodido…

–¿Y se ganaba dinero?

–La piel de zorro y de conejo se pagaba. ¿De qué si no habría ido yo a América?

–¡Ostras! ¿Estuvo en América?

–Sí, chico, en América.

–¿Y allí inventó más cosas?

–¡Quía! Allá está todo inventado.

–Pero cuando uno tiene ingenio y se llama Leonardo, digo yo que donde menos se espera salta la idea.

–¿La idea..? ¡Menuda cosa! Lo que obliga a discurrir es el hambre, chico.

–Lleva razón.

–¡Nos ha jodido!

Entró un joven en camiseta con dos barras de hielo al hombro y las soltó sobre el mármol oscuro de la barra. El camarero le dio unas monedas y colocó el hielo en una cámara de zinc. Después agarró dos vasos y los llenó de cerveza rubia espumosa.

–Echa un trago –le dijo tendiéndole un vidrio.

–Muchas gracias, señor Leonardo.

–Llámame Raba.

–¿Eso que quiere decir…?

–Raba quiere decir Rabadán.

–¡Ah, claro! Como anduvo usted de pastor…

–Con el grado de rabadán, chico.

Lucas bebió un sorbo de cerveza. Estaba caliente. El camarero bebió a su vez y después le preguntó por qué le interesaba el trabajo. Él dijo que por el dinero.

–Esto es muy esclavo, chico –le advirtió Raba.

–Ya, pero necesito ganarme la vida.

–¿Ganar la vida..? ¡Menuda cosa…! La vida siempre se pierde, chico.

–Ya, pero mientras tanto…

–¿Qué experiencia tienes?

–Ninguna.

–¿Ninguna?

–Ninguna, señor Rabadán.

–¡Pues estamos jodidos!

Apuró el vaso de cerveza, carraspeó, le miró fijamente con sus ojos saltones y resolvió:

–¡Claro que tienes experiencia, chico! Si yo no he entendido mal, tú has trabajado en el Danubio. Es más, vienes de parte del teniente Piedrafita…, conque andando, vamos a ver al jefazo.

Se notaba la premiosa necesidad de un camarero y Lucas siguió a aquel hombre por el pasillo entre las mesas de mármol hasta el final del establecimiento. Era un local largo, con un recodo en el fondo y una ventana que daba a un patio de luces. Una placa dorada sobre una portañuela ponía: “Mingitorio”, y otra: “Privado”. Entraron por ésta hasta la cocina. Una mujer gruesa que dijo llamarse Tinina freía albondiguillas. Olía bien allí dentro. Rabadán subió unos escalones y llamó a otra puerta. Era la oficina del jefazo. Se oyó un “adelante” y Raba abrió la puerta e invitó a Lucas a presentarse ante el jefazo. Se trataba de un hombre de edad mediana, de rostro anguloso y pálido. Llevaba una corbata de color limón sobre una camisa azul y vestía una americana beige con un clavel rojo en la solapa.

–Marzo, aquí te traigo otro aspirante; creo que este vale; ha trabajado en el Danubio y conoce al teniente Piedrafita.

El hombre se apeó las gafas de la punta de la nariz y se puso a mirar de arriba abajo al muchacho como se mira a un troteras, hizo una mueca de desagrado, le pidió que se diera la vuelta, que se colocara de perfil y que le mostrara las manos.

–¿Así que del Danubio, eh?

Lucas puso cara de circunstancias.

–¿Cuánto mides?

–Uno sesenta, señor.

–¿Cuánto pesas?

–Cuarenta y ocho kilos.

–¿Cuánto corres?

–Bastante, señor.

–¿Y en zapatos?

–Menos, señor.

–¿Cómo te llamas?

–Lucas Ubiese, señor.

–¿Y de cuentas cómo andas?

–Creo que bien, señor; estudié aritmética hasta que me pasé a letras.

–¿De escritura bien?

–Creo que sí, señor.

–¿De donde eres?

–Del Norte.

–Así que mides uno sesenta, pesas poco, corres bastante, sabes aritmética, lees y escribes correctamente, te llamas Lucas, eres del norte, crees en Dios…

–Tengo mis dudas.

–¡No me interrumpas!

–No me interrumpa usted cuando le estoy interrumpiendo.

–¡Joder…! ¿Y estás dispuesto a trabajar de nueve a tres y de cinco a diez?

–Sí señor.

A continuación, como quedó dicho, aquel jefazo le llamó cara de boñiga y Lucas se aguantó, lo que fue interpretado como un signo positivo, es decir, de docilidad, por el jefazo, que decidió contratarle mediante el método del apretón de manos.

Cuando salió del despacho y regresó sobre sus pasos, Leonardo Rabadán o Raba, que había vuelto a su labor detrás de la barra, le preguntó qué tal.

–Bien; no me ha disparado.

–Es un fanfarrón, pero buena gente –dijo el veterano camarero.

–¿Por qué va armado?

–Por si acaso.

–¿Qué acaso?

–A saber, chico… Cuentas pendientes. Lo importante es que te ha contratado.

Acto seguido, el veterano camarero agarró una bayeta y borró el letrero del vidrio del escaparate, en el que había colocado una variedad de frascos de cerveza de importación y una merluza con la boca abierta, con un limón entre los dientes, tendida al sol como una sirena sobre un lecho de helechos. Luego se volvió hacia Lucas y dijo:

–Pues ya eres camarero, chico.

–Pero no tengo ni idea de esto.

–¡Claro que la tienes!

–Usted sabe que no.

–Yo sólo sé que has trabajado en el Danubio, ¿o no?

–¿Ese río largo y caudaloso que nace en Alemania, cruza media Europa y desembocaba en el Mar Negro, por debajo de la antigua Tulcea, casi tan vieja como Roma?

–No hombre, no, el Danubio de La Castellana.

–De acuerdo. Pero usted sabe, señor Raba, que no tengo experiencia en esto.

–No importa; tú mañana te traes unos zapatos oscuros, un pantalón de tergal negro, una chaquetilla blanca, la camisa blanca y la corbata negra, y ya verás como el hábito hace al monje.

–Supongo que usted me enseñará.

–Desde luego, chico; de momento ya has aprendido la primera lección.

–¿Cuál, señor Raba?

–Nunca digas la verdad, salvo en peligro de muerte.