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7.–No quiere ser jefe, sino libre

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Se entenderá que el Abuelo no quisiese permanecer mucho tiempo en el zoológico, a pesar de la cantidad de intrigas, anécdotas, chismes, chismorreos y sucedidos en boca de la fauna del lugar. Las redacciones se caracterizaban por el ruido y la variedad de animales de la misma especie. Ruido de máquinas de escribir, teletipos, receptores de radio, monitores de televisión, individuos que hablaban en voz alta y blasfemaban a voz en grito. Los periódicos se hacían con decibelios. Con razón una cabecera de los tiempos anteriores a Rafael Cansinos Asens fue rotulada El Ruido. Y otra, también anterior al siglo del átomo, se llamó El Infierno. Este periódico salía por la noche y tenía la redacción en una casa de lenocinio. Eso no quita para que en 1843 diera la primicia de la muerte del VII conde de Toreno, José María Queipo de Llano y Ruiz de Saravia, personaje culto, afrancesado, contradictorio y fugaz sucesor de Mendizabal en la jefatura del Gobierno. Los redactores de El Infierno practicaban la rima: “Ha llegado el conde de Toreno, se le está poniendo el rabo; se espera con impaciencia a don Juan González Bravo”. Y firmaban como Mefistófeles, Lucifer, Ángel Caído, Diablo y otros nombres del Demonio. Eran poco fiables, confundían la realidad y el deseo y, por ejemplo, en este caso, la llegada del político violinista González Bravo se demoró catorce años. Fuera por el ruido, por el ambiente infernal o por otras razones, T rehuía las redacciones. Prefería tomar el pulso de la calle y chafardear en el Parlamento a cumplir su jornada en aquellas salas pobladas de megalómanos, presumidos, presuntuosos e importantes. Más de una vez y de dos le ofrecieron puestos de mando. Pero él los rechazaba diciendo: “No quiero ser jefe, sino libre”. Cierto es que nunca comentó con la abuela aquellas ofertas ni las mejoras salariales que conllevaban. De este modo G veía cómo algunos amigos y compañeros de promoción de T subían en la tabla de mando de distintos medios de comunicación social, alcanzaban jefaturas, se convertían en directores, eran nombrados directivos e, incluso uno, llegaba a director general del monstruoso ente público Radiotelevisión Española (RTVE) mientras él permanecía estancado de periodista raso año tras año. Aunque ganaba un salario suficiente para mantener a la familia (esposa y dos hijos) en un escalón aceptable de la pirámide de Maslow (“el mediano pasar”, le llamaban), G suponía que era un “mediocre” y una vez se lo dijo con todas las letras, a lo que él respondió: “mediocre no, ocre del todo”. Otras veces G comentaba con tono de reproche: “Contigo nunca saldremos de pobres”, a lo él, que había sido un niño pobre y conocido la pobreza en varios países del mundo, solía contestar: “No te quejes, cariño, que no nos falta de nada”.

6.–Labora en casa de fieras

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

En días como aquellos, el Abuelo salía del establo más lánguido que un burro apaleado. También empleaba la palabra “zoo” para referirse a la redacción del periódico, un lugar malsano por el que pululaban una variedad de fieras a cual más asquerosa y peligrosa. Algunas reptaban. Las de las jaulas (despachos) eran temibles por sus garras y venenos. Si te echaban mal de ojo o te cogían ojeriza estabas jodido. Se trataba de jefes de sección, redactores jefes, coordinadores, adjuntos a la dirección y, en general, gente con mando y control. Más valía evitar la discusión con ellos y esperar el momento oportuno para mostrar sus errores. En su conjunto formaban una malla cuadriculada que impedía la comunicación de la base con la altura. Se esmeraban en sonreír a los de arriba, los reyes y reinas de la casa de fieras, y escupir a los de abajo, la puta base plebeya que los alimentaba. Controlaban la información, valoraban si convenía o no publicarla, decidían cómo y cuando se publicaba o si acababa en el cesto de los papeles. Algunos se entretenían en mejorar (casi siempre a peor) los títulos de las gacetillas, crónicas y reportajes. Otros, más aplicados todavía, masajeaban los textos, cambiando verbos y alterando el orden de los párrafos. Era la forma de demostrar su autoridad y de justificar los grandes emolumentos que recibían. Manejaban claves políticas, empresariales, financieras y hasta deportivas. Y si no las manejaban, simulaban estar en el ministerio. Una serpiente pitón, a la sazón jefa de la sección de política nacional, se quejó al oso de tener que “limpiar el culo” a algunos redactores. Alguien se enteró del comentario y unas semanas después, coincidiendo con su cumpleaños, le envió un regalo, un voluminoso paquete envuelto en papel de colores. El recadero se lo llevó a la jaula, ella agradeció el presente con una sonrisa de oreja a oreja. Lo abrió y sufrió un pasmo. Lógico. Nunca sonrías antes de tiempo. El paquete contenía una docena de rollos de papel higiénico y una explicación con letras versales en un folio blanco: “Que usted se limpie bien”. La serpiente se enojó. Reptó hasta el despacho acristalado del oso y allí se les vio, ella intentando empitonarle y él riendo a carcajadas la ocurrencia. Desde aquel día, los redactores se tomaron la libertad de advertir a García, que así se apellidaba, aunque la motejaron lady Higiénica, que no era menester que les cambiara los títulos y limpiara los textos, pues ya se atenían por sí mismos al Libro de Estilo. En alguna ocasión T le dijo: “No me cortes, que sangro”, pues también gustaba eliminar párrafos completos de las crónicas para “dar aire” a las páginas, ampliando las fotografías. Más de una vez le ordenó, sin explicación alguna, reducir su crónica a “un breve”. En esos casos T evitaba mostrar su contrariedad y se limitaba a pedirle que el breve tuviera, al menos, siete líneas, lo que equivalía a tres renglones mecanografiados a sesenta espacios. “¿Qué más te da siete que cinco?”, le recriminó ella una vez, a lo que T respondió: «Ya sabes como empieza El Génesis». “¿Eso qué tiene que ver?”, dijo ella. Él le contestó: “Si lo has leído sabrás que la primera noticia escrita sobre la creación del mundo tiene siete líneas, y que en la séptima el Creador descansó”. La pitón replicó con voz pedregosa: “Pues mira, va a ser que no”. Y le asignó cinco líneas.

5.–Bordea el peligro

DE INTRODUCCIÓN AL ABUELO

El Abuelo bordeaba el peligro. Su sentido crítico se acentuaba ante las chapuzas, los abusos de poder y la corrupción visible o soterrada. La primera, por ser evidente y estar muy extendida, carecía de relieve noticioso. Él le llamaba “corrupción objetiva”. Brotaba del vientre del volcán como esa lava incandescente que todo lo calcina y arrasa. Eran abusos institucionales, corporativos, asociativos, sobresueldos públicos exagerados, privilegios sin tasa, disposiciones arbitrarias y, sobre todo, leyes injustas, invariablemente desequilibradas a favor del norte (los ricos, los opulentos, los tronos y patronos, el capital) y en contra del sur (los pobres, los necesitados, la clase obrera y laboral). Hubo un tiempo, me decía, en que algún gobierno menos indecente o más pudoroso que los anteriores reconoció la existencia de una “corrupción sistémica” y procedió a una limpieza de cutis más teórica que práctica para ofrecer al mundo buena cara. Pero el magma de la corrupción siguió fluyendo por los canales subterráneos horadados al efecto. La falta de honradez de los titulares del poder en cualquier nivel territorial (local, provincial, regional y estatal) y en los negociados administrativos provistos de recursos públicos ocasionaba fuertes presiones y frecuentes rupturas de las canalizaciones, con las consiguientes humedades (filtraciones) que emborronaban el “buen nombre” y arruinaban la credibilidad de los gobernantes. El papel impreso cumplía su función de crítica y control. Lo que decía el periódico iba a misa. Y T, que jamás pisaba iglesia, mezquita ni sinagoga, consideraba el primer deber de todo buen periodista la denuncia de los abusos y las desviaciones de los poderosos en perjuicio y detrimento de los ciudadanos, a los que llamaban “masa”, “pueblo”, “público”, “clientela” y despreciaban olímpicamente salvo cuando, una vez cada cuatro años, había que hacer elecciones; entonces eran “queridas amigas y amigos”, “estimados compañeros”, “dilectos camaradas”, “apreciados compatriotas” y así. Puesto que el sistema poseía un mecanismo esponjoso capaz de absorber rápidamente cuanta “corrupción subjetiva” afectaba a los gestores públicos y políticos granujas que vendían su ética (los más astutos la alquilaban), había que mantenerse atentos, muy atentos, a las humedades y filtraciones de arriba. Algunas veces se producían de oficio. Un ejemplo: T recibía en la redacción del periódico una nota de prensa sobre un acto oficial como la entrega de despachos a unos militares de alta graduación, procedentes de terceros países, que habían realizado estudios superiores en la Escuela de Guerra del Ejército español. En principio aquello carecía de relieve noticioso, pues sólo interesaba a los protagonistas y a sus familiares. En estos casos la noticia “se publicaba en la papelera”. Sin embargo, si te fijabas bien enseguida veías que aquella nota contenía varios apellidos de origen británico, alemán, holandés… entre una veintena de latinos de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, en la que España impulsaba una vigorosa cooperación. Y entonces surgía la pregunta de qué rayos podía enseñar un ejército como el español a los anglosajones contra los que había perdido todas las guerras en los últimos quinientos años. T guardó la nota en su bolsillo y en cuanto pudo salió a tomar el pulso de la calle en dirección a la mencionada escuela militar, ubicada en el céntrico distrito del liberal Argüelles. Realizó sus pesquisas, preguntó, consultó el programa de estudios de aquellos oficiales superiores. Ninguno de los recién diplomados era británico, estadounidense ni “alemán occidental”, como se decía entonces al referirse a los de este lado del Muro de Berlín. Tampoco holandés, danés ni escandinavo. Luego, durante el fin de semana, la información de que España formaba coroneles de la República de Sudáfrica, según publicaba el periódico, abría los boletines informativos y los noticiarios más importantes de radio y televisión. Lógico. Téngase en cuenta que la dictadura racista sudafricana, con el sanguinario Pieter Willem Botha (“el gran cocodrilo”) al frente, era una de las peores del mundo y que España, una democracia emergente, emborronaba su buen nombre con aquella cooperación repugnante incluso a la Organización de Naciones Unidas. Entraba, no obstante, el adiestramiento de los militares sudafricanos del régimen del apartheid en la lógica de unos mandos castrenses muy experimentados en el control y la represión de la población civil como eran los españoles. Cuarenta años de dictadura daban mucho de sí y, como se decía entonces, la antigüedad era un grado. La oposición parlamentaria lanzó sus críticas al ministro de Defensa, un tipo sagaz y florentino, al que suponían débil frente al estamento armado, pero en este caso, como en tantos otros, aquel hombre optó por el silencio y atemperó las críticas con cenas exquisitas con los oponentes en la quinta planta del ministerio. Sobre el asunto, el ministro de Asuntos Exteriores, un reformador con gran prestigio, comentó a T: “Ya le advertí (al colega de Defensa) que no trajera más gente de esa, pero no me hizo caso”. Las sinceras palabras del jefe de la diplomacia no eran para publicar, sino para guardar, por más que revelaran trifulca noticiosa en el Ejecutivo. Quiere decirse que las buenas historias solían tener segundas y terceras partes, y aquella las tenía. Pero en vez de seguir adelante, T optó por referirme otro ejemplo. El estímulo noticioso no era en este caso una insulsa nota de prensa, sino una filtración pura y dura sobre un político conservador, millonario de familia, con prósperos negocios y concesiones públicas en el sector de la seguridad privada. Este hombre ejercía una oposición firme, implacable, contra el gobierno progresista en materia de orden público. Adquirió notoriedad por su rechazo frontal a la regularización de inmigrantes decretada por el gobierno. Más de ochocientas mil personas habían logrado entrar en nuestro país sin permisos ni visados en los últimos años. Eran gente que venía huyendo de la pobreza, el hambre y las enfermedades. También de las guerras y de la represión de de los sátrapas que infectaban el norte de África. Gente trabajadora, hombres y mujeres jóvenes en su mayoría, algunos con niños, que se habían jugado la vida y sufrido abusos y penalidades sin fin hasta llegar aquí, donde, al carecer documentación en regla, permiso de residencia y de trabajo (“ilegales” les llamaban), sufrían la más cruel explotación laboral en las tareas más duras, incluida la prostitución, para poder sobrevivir. Era lógico que aquel político de derechas se opusiera con todo el énfasis de su vigorosa dialéctica a la regularización de aquella gente invisible y arrastrara a su partido a una campaña contra el plan del gobierno de reconocer su existencia y sus derechos sociales y civiles como ciudadanos. Lógico, pues se les acababa el chollo. Como quedaba un poco feo admitir que la legalización de los inmigrantes iba a perjudicar a los explotadores, desde la señora bien que pagaba una mierda a la doméstica dominicana, hasta el terrateniente que hacía lo propio en sus campos al descubierto o cubiertos de plástico con los braceros magrebíes, pasando por los llamados “empresarios” con talleres clandestinos, sin olvidar a los subcontratistas de la construcción, ni a las mafias del sector recreativo nocturno, aquel político encontró el argumento adecuado y perfectamente falaz: “La regularización –decía una y otra vez– es una medida pésima, catastrófica, que va a producir un efecto llamada muy difícil de evitar, contener y soportar”. El “efecto llamada” metía miedo. Repetido machaconamente, un día tras otro, y amplificado por los medios de comunicación durante meses (el tiempo que duró la regularización), proyectaba la impresión de que los inmigrantes de la ribera sur del Mediterráneo y los que venían de América central y del sur te quitaban el trabajo y se iban a apoderar del país. Cuando la derecha por fin ganó las elecciones, aquel hombre, el del “efecto llamada”, fue nombrado ministro del Interior. Ni que decir tiene que siguieron entrando inmigrantes sin permiso, como siempre. Una mañana T recibió una llamada telefónica. El interlocutor, un guardia civil con galones, le sugirió que se enterara de unas detenciones recién practicadas por patrulleros de la Casa-Cuartel de Pozuelo-Aravaca, una zona muy cotizada del norte de Madrid, en la que se asentaban mansiones y urbanizaciones de lujo. Él agradeció el mensaje y, sin perder tiempo, emprendió las pesquisas convenientes. A través del Colegio de Abogados localizó al letrado de oficio que debía asistir a los detenidos y emprendió viaje a la situación, es decir, a la puerta de aquel cuartelillo, con el siguiente resultado: los arrestados eran cuatro inmigrantes indocumentados que trabajaban en la finca del señor ministro. ¡Por Júpiter! Aquel atestado era la bomba, y no las que colocaban los asesinos de la banda terrorista ETA, precisamente. T agradeció la información del abogado y salió zumbando hacia el periódico. La noticia le quemaba en las manos. El político recio, intolerante, campanudo, del “efecto llamada” utilizaba una cuadrilla de inmigrantes sin papeles en las obras y reparaciones de la valla perimetral de su mansión. La Guardia Civil los había detenido y ahora pasaban a disposición judicial, con un resultado cantado: su expulsión, y unas consecuencias previsibles: la dimisión del ministro. Redactó la información con la mayor precisión y austeridad posible, cursó la llamada de rigor al jefe de prensa, amigo y hombre de confianza del señor ministro, con el fin de añadir la explicación del preboste. Esperó una hora, dos. La respuesta no llegó. Lógico. La mayoría de los sinvergüenzas optan por el silencio. Y aquel era un falsario de marca mayor. Ya con la hora encima, T cursó la información y esperó al cierre de la primera edición del periódico. De pronto sonó el teléfono: era el jefe de prensa del ministro. Le llamaba para hacerle saber que su señorito ya había hablado con un mando del periódico y le había aclarado el episodio. No podía negar la presencia de unos inmigrantes “ilegales” en la finca, pero había que tener en cuenta varios elementos que, sin duda, el redactor desconocía. En primer lugar, aquellos terrenos no eran solo suyos, sino también de sus padres y de su hermano. Compartían el espacio común, jardines y demás, de la gran parcela en la que sus padres tenían la antigua mansión y él y su hermano habían construido una casa cada uno. En segundo lugar, el ministro era ajeno a la contratación de aquellos operarios. La decisión era cosa de su hermano, que había pedido a un contratista de Brunete que le arreglara la valla, los setos y el jardín para celebrar la primera comunión de la niña. Y ¡oh fatalidad! Aquel tipo apareció con unos obreros “ilegales”. En tercer y último lugar, el señor ministro agradecía que la información no se publicara. Bastantes tarea tenía con luchar contra el terrorismo para ocuparse de los asuntos domésticos de su hermano y perder el tiempo, además, en explicarlas públicamente. De ahí que agradeciese muy sinceramente que aquella historia, “una simple anécdota”, dijo, no se difundiera. Se publicó en la papelera.

4.–Imparte Filosofía

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Cuando el Abuelo comenzó a tomar el pulso de la calle había dos o tres semanarios que pagaban bien los reportajes. Si le aceptaban uno o dos al mes, podía sentirse satisfecho. Pero aquella forma precaria de ganarse la vida le colocaba al albur de los humores de directores y redactores jefes, razón por la cual aceptó un trabajo de ayudante de secretaría en una academia privada de enseñanza general básica para adultos, bachillerato y curso de orientación universitaria, con horario de 17:00 a 22:15 horas. El director de la Academia Fontano, un buen tipo que hacía honor a su nombre –se llamaba Santos–, sudaba tinta al empezar el curso para encajar la afluencia de estudiantes, los distintos niveles y las variadas asignaturas con las pocas aulas y profesores disponibles. Tenía que organizar además dos turnos pedagógicos: uno de cinco a ocho de la tarde y otro de ocho a diez y cuarto de la noche. Después de mucho barajar, conseguía optimizar los recursos y distribuir a los alumnos inscritos en Graduado Escolar, Quinto y Sexto de Bachillerato y Curso de Orientación Universitaria (COU) en las seis habitaciones con tarima y pupitres con las que contaba en dos pisos (primero y el tercero) de aquel edificio de la Corredera Baja de San Pablo, propiedad del señor Perrote. En cambio, por la razón que fuera (ahorro salarial, mayormente) aquel don Santos no lograba cuadrar las asignaturas de ciencias y de letras con el número de profesores que tenía y se desesperaba al no poder dotarles de ubicuidad para que impartieran clase a dos grupos distintos al mismo tiempo. ¿Qué hacer? Después de dos horas encerrado en su despacho, rellenando y rompiendo pliegos cuadriculados con horarios, aulas, cursos, asignaturas y profesores, encendía otro cigarrillo de la novedosa marca Fortuna, tomaba resuello y volvía a la carga. En uno de esos ejercicios, miró al techo buscando inspiración y se topó con la realidad: una humareda espesa, insoportable. Se incorporó, dio unos pasos hacia la puerta, la abrió para que saliera el humo –el despacho carecía de ventana y respiradero– y entonces se fijó en T, que detrás del mostrador ayudaba a un alumno a cumplimentar los documentos de inscripción, y le pidió que pasara a su despacho. Él obedeció al instante, penetró en nube y escuchó la oferta del señor Fontano: “Puesto que vas a empezar tercero de Periodismo te supongo capacitado para impartir las asignaturas de letras a los alumnos de Graduado Escolar y Filosofía de Sexto de Bachiller en el turno de noche. ¿Qué te parece?” A T le pareció estupendo. Por el mismo horario iba a ingresar un suplemento de mil pesetas. Pero, sobre todo, iba a aprender mucho de sus alumnos y a practicar su filosofía: “Hacer el bien mirando a quien”. Eso me dijo. Las asignaturas de Graduado Escolar eran sencillas: Geografía, Historia Contemporánea, Política y Religión. Les llamaban ‘las marías’. Al carecer de licencia (todavía no era licenciado) se limitaba a poner las calificaciones de los exámenes trimestrales y luego los profesores titulares firmaban las actas. Casi todos los estudiantes del turno de noche eran mayores que él, mozas y mozos que se habían puesto a trabajar a los catorce años para ganarse la vida y ahora, después del servicio miliar en el caso de los varones, querían seguir estudiando u obtener al menos el Bachillerato Elemental y si era posible el Superior para mejorar en su empleo o cambiar de trabajo. Una aspiración humana, justa y comprensible. La mayoría de ellos, sobre todo las chicas, eran sirvientas o empleados de tiendas y comercios. Los chicos laboraban en almacenes, de repartidores, en la limpieza, la construcción o en los talleres y fábricas del alfoz de la capital. Un alumno, Víctor, era profesor de autoescuela y adiestró a T gratis et amore con un Seat 600 para que obtuviera el permiso de conducir. El Graduado Escolar duraba un año lectivo, equivalía al Bachillerato Elemental y estimulaba el deseo de estudiar, de modo que algunos cursaban a continuación los dos años de Bachiller Superior y T se los encontraba en Filosofía de Sexto, una asignatura configurada a retazos, con una sucinta historia del pensamiento occidental, algo de sociología, un poco de teodicea, algunos conceptos de política y, sobre todo, la Lógica de Aristóteles en versión tomista, es decir, silogismos a troche y moche. Para los constructores de aquel engendro, aquellos razonamientos de dos premisas (la mayor y la menor) y una conclusión eran la parte mollar de la asignatura, así que T la explicaba con mucho detalle, pedía a los alumnos que aprendieran de memoria las palabras mnemotécnicas (bárbara, celare, darii, ferio…) para recordar la variedad de silogismos y los entrenaba en aquella forma de razonar que sirvió durante siglos para encandilar ingenuos y relanzó Tomás de Aquino para intentar demostrar la existencia del dios creador del mundo. T disfrutaba con aquella didáctica. Decía, por ejemplo: “Todas las mujeres son buenas, Anita es mujer, luego Anita es buena”. Y los estudiantes debían analizar las dos premisas y la conclusión para determinar la clase de silogismo. Cada premisa tenía su letra: A igual a “universal afirmativo”, E igual a “universal negativo”, I igual a “particular afirmativo” y O igual a “particular negativo”. De este modo si la premisa mayor –“Todas las mujeres son buenas”– era A (universal afirmativo) y la premisa menor –“Anita es mujer”– era I (particular afirmativo) y la conclusión –“luego Anita es buena”– también era I, teníamos un silogismo “darii”. Si tenemos en cuenta los términos de las dos premisas y la conclusión nos salen cuatro figuras silogísticas. Puesto que los juicios pueden de cuatro (A,E,I,O) en cada uno de los tres elementos (las dos premisas y la conclusión), nos salen hasta 64 combinaciones posibles, si bien, las reglas silogísticas las reducen a 19 modos válidos. Una regla básica es que el silogismo no tenga más de tres términos, pues el razonamiento consiste en comparar dos con un tercero. Si introducimos una cuarta pata incurriremos en una falacia. Es muy socorrido este ejemplo: “Todos los hombres son libres, las mujeres no son hombres, luego las mujeres no son libres”. El término “hombres” de la premisa mayor se refiere al género humano, a la gente, pero en la premisa menor se utiliza como ‘varón’, introduciendo la cuarta pata que da lugar a la falacia. Otra regla de oro para no incurrir en falacia es comparar el término medio en su totalidad, sin tomar la parte por el todo como ocurre en el siguiente ejemplo: “Todos los aragoneses son españoles, algunos españoles son andaluces, luego algunos andaluces son aragoneses”. A ver, Ramón, haga usted un silogismo en “bárbara”. Y Ramón dice: “Todos los hombres necesitan alimentos, los alimentos tienen proteínas, luego todos los hombres necesitan proteínas”. Correcto. T me enseñó aquel juego. Pero me contó más. Me dijo que elaboraba y reproducía a ciclostil (no había fotocopiadoras) dos folios de apuntes con todas las fórmulas silogísticas y los repartía entre los alumnos para que los entendieran y los empollaran mejor, pues, básicamente, el aprobado de la asignatura dependía del buen manejo de aquella garambaina. Si lo sabría él, que se preocupaba de visitar y consultar a los profesores de los institutos Beatriz Galindo (femenino) y Ramiro de Maeztu (masculino), donde sus alumnas y alumnos, respectivamente, debían de realizar los exámenes. Y lógicamente, iban bien preparados y casi todos aprobaban. Tamaño porcentaje de aprobados con excelentes calificaciones sumía al bueno de don Santos en un dilema: no sabía si felicitarle por la docencia o regañarle por la falta de alumnos en las clases de recuperación del verano.