Archivo por meses: octubre 2022

3.-Pulsa la calle

De INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Si T no estaba en casa, valía preguntar a la abuela para enterarse de que nueve de cada diez veces había salido a tomar el pulso de la calle. Él no salía a andar por andar ni a caminar para hacer ejercicio físico, como Goyi y otras personas de su edad, sino a ejercitar el músculo de la observación, el tendón de la curiosidad y las articulaciones del razonamiento. Siempre había algo que llamaba su atención y casi siempre regresaba con alguna historia nueva e interesante que contar. Algunas veces se demoraba horas y horas. Lógico. “Las historias no suceden, transcurren”, solía decir cuando la abuela le reprochaba su tardanza. En ocasiones invocaba “la curiosidad” para disculparse, y ya se sabe que la curiosidad es esa fuerza que te impide moverte del lugar donde ocurre algo interesante. Para él, “tomar el pulso de la calle” equivalía a hacer lo que había hecho desde sus años mozos, cuando empezó a estudiar periodismo y a escribir y vender reportajes a semanarios de gran difusión. Eran los últimos años de la dictadura franquista, tiempos de gran agitación política e ideológica. La calle era el elemento de la juventud. «Un día pasaba yo –me dijo– por la plaza de España, vi unos coches negros estacionados ante la sede central de Sanidad Nacional (entonces todo era “nacional”), me acerqué y me colé sin acreditación previa en un acto organizado por las autoridades para presentar el nuevo hospital que iban a construir en el norte de la ciudad, cerca de un sanatorio de tuberculosos y al lado de otro hospital. Tamaña concentración de establecimientos sanitarios estimuló mi atención. Tomé buena nota mental de las explicaciones de aquellos prebostes. Un médico que era yerno del dictador llevaba la voz cantante. Me fijé bien en las maquetas del nuevo edificio, similar a aquellos botes de pastillas contra el dolor de cabeza que llamaban Piramidón, llegué a casa y esbocé un reportaje que completé con algunos detalles urbanísticos, pasándome por el lugar de la edificación, y con varios datos económicos, obtenidos por comparación. El texto fue aceptado por un semanario crítico y comedido. Y aquel hospital, construido al gusto del yerno del dictador generalísimo y bautizado como Centro Nacional de Especialidades Quirúrgicas ‘Ramón y Cajal’, empezó a ser conocido como El Piramidón.» Cierto es que luego al dictador lo ingresaron en el hospital vecino, La Paz, donde le practicaron una escabechina, le mantuvieron entubado y prolongaron su agonía por motivos políticos hasta que anunciaron su muerte el 20 de noviembre de 1975. Por cierto que el ‘yernísimo’, doctor y grande de España, que se llamaba Cristobal, sacó unas fotografías de su suegro desahuciado, rodeado de tubos y cables por todas partes, hecho una mierda. Y nueve años después aquellas instantáneas fueron vendidas a una ‘revista del corazón’ por una cantidad millonaria. Con razón decía el yerno que era cardiólogo. Pero no un cardiólogo cualquiera, sino un cirujano terrible, cuyas operaciones quirúrgicas a vida o muerte sobrecargaban la barca de Caronte. La sobrecarga de gas licuado (propileno) de un camión-cisterna procedente de la refinería de Enpetrol en Tarragona provocó su estallido cuando pasaba junto al camping Los Alfaques, a la salida de la localidad de la localidad de San Carlos de la Rápita y ocasionó una masacre terrible: 243 fallecidos. Era la segunda semana de julio de 1978 y el campamento estaba lleno de veraneantes españoles y de varios países europeos. La explosión mató al instante a 158 personas e hirió con quemaduras muy graves a más de trescientas que en aquel momento, las 2:35 de la tarde, se hallaban en el campamento. Los heridos fueron evacuados a los hospitales que disponían de unidades de quemados en Barcelona, Valencia y también en Madrid, al Piramidón, el centro de especialidades quirúrgicas más moderno y mejor dotado del país, con toda una planta dedicada a curar a los heridos por fuego. Una semana después de la tremenda explosión seguían muriendo heridos. La cifra oficial fue de 85 fallecidos en los hospitales. Pero ninguno en el Piramidón. ¿Por qué? Para buscar la respuesta convenía darse una vuelta por allí, así que realicé unas llamadas telefónicas y tuve suerte. El día y a la hora convenida me personé en el despacho del doctor Yuste. “Ponte esto”. Me entregó una bata verde y unas calzas blancas con suelas de corcho. Tras comprobar que la pequeña cámara fotográfica quedaba convenientemente disimulada bajo mi atuendo de médico salimos hacia los ascensores y me condujo por varias plantas de aquel enorme edificio, incluidos los sótanos. El doctor Yuste conocía bien el hospital, pues no en vano era el jefe de medicina interna de tan moderno, valioso y costoso establecimiento, sufragado con las cuotas salariales de los trabajadores. La síntesis de aquella mañana de viaje a la situación se podía resumir con una palabra: “Desolación”. El relato, apoyado con pruebas gráficas, reflejaba la incuria, la corrupción y sus progenitores: doña prevaricación y don abuso de poder. Instrumental quirúrgico costosísimo perfectamente arrumbado, máquinas de anestesia, importadas de Estados Unidos, abandonadas y cubiertas de polvo; monitores y computadoras nuevas, amontonados de cualquier manera en un sótano húmedo; quirófanos bien montados, abandonados antes de ser estrenados; decenas de habitaciones con todo el aparataje instalado, cerradas a cal y canto. Dispendio y abuso, inversiones mil millonarias inútiles, alas y plantas completas de aquel moderno edificio infrautilizadas o sencillamente cedidas a las ratas. La corrupción objetiva y subjetiva reinante en aquel centro de especialidades quirúrgicas, aquel Piramidón construido y equipado según las directrices del yerno del dictador, saltaba a la vista aunque en aquel caso, como en casi todos, estuviera oculta. Se comprenderá por qué no hubo muertos entre los heridos más graves que desde el camping de Los Alfaques fueron llevados a ese hospital: porque al llegar se encontraron cerrada la flamante unidad de quemados y tuvieron que ser trasladados a otros centros sanitarios. La sorpresa y el escándalo dieron paso al anuncio gubernamental de una investigación interna cuyos resultados nunca fueron conocidos. Las “investigaciones internas” eran y siguen siendo, como los “casos aislados”, el recurso más frecuente y socorrido de los responsables públicos. Luego hacían eso que se llama “nada”. Y puesto que cuando hacían algo era investigar la “filtración” y ordenar represalias contra los periodistas, él agradecía la inacción por el bien de sus fuentes y para no verse obligado a defender el secreto profesional frente a las presiones más burdas y a las más sutiles indagaciones.

2.–Inventa palabras

INTRODUCCIÓN AL ABUELO

Si el Abuelo no hubiera sido como es, tampoco yo sería como soy, es decir que no habría inventado palabras como malincuente y otras. Pero él se inventaba palabras, conjugaba sustantivos como si fueran verbos y sostenía que toda mujer y todo hombre que se precien han de tener una palabra propia, un término genuino, ideado por su magín. Yo entonces contaba cinco años y hacía poco tiempo que había roto a leer y a escribir con letras mayúsculas. Puesto que ya antes llamaba a las cosas como mejor me sonaban, descubrí que poseía una colección de palabras como puchi, archibolín, bolichinil, el mencionado malincuente y otras inventadas por mí. También verbos. Si alguna vez oyen o leen vocablos derivados de la conjugación de escalumbrar y escaboñar, sepan que esos verbos son de mi invención, aunque se los regalé a T, quien tenía una palabra singular: ciribicundio. La utilizaba de vez en cuando en algún reportaje, alguna crónica. Cuando parecía que la había olvidado, la dejaba caer en algún texto. “¿Qué significa?”, le pregunté. “Si ponemos la tercera sílaba delante de la segunda, quiere decir lo mismo que cibiricundio”, me contestó. O sea, nada; la palabreja carecía de significado. Y si lo tenía, él lo desconocía. Me pareció un recurso literario poco honrado, pero enseguida me aclaró que el ciribicundio quería decir lo que a cada lector le diera la gana y que a él le servía para salir del paso. Estupendo –le dije–, pero me parece poco honrado». El reproche sobre la falta de honradez le llegó al alma. Y para darme a entender los ardides de los periodistas literarios (así les llamaban) en su lucha contra el tiempo y otros elementos, incluido su propio cerebro, me refirió el caso de un colega, maestro y buen amigo, llamado Federico Abascal Gasset, quien estando de corresponsal de un gran periódico catalán en Alemania Federal, llegó a utilizar el nombre de un jugador de fútbol como si fuera un miembro del Gobierno. Sabía lo que había dicho, reprodujo sus argumentos, entrecomilló su palabras, pero, en plena redacción contrarreloj, no consiguió recordar el nombre de aquel preboste y le calcó el primero que le vino a la mente: el de un futbolista. Di tu que entonces no había Internet y nadie se percató de la chapuza o si se enteró no protestó. La honradez del texto periodístico es la verdad, con independencia de que el libro de estilo te obligue a poner el nombre y la función o el cargo de la persona que hace una declaración noticiosa. Deduje que la precisión de los hechos y los dichos es la regla de oro del buen periodismo. Y también deduje que un poco de granujería bien administrada podía sacar de muchos apuros a los plumillas. Puestos a deducir, caí en la cuenta de que si toda mujer y todo hombre que se precien han de inventar una palabra propia, esto iba a ser un sin dios lingüístico y lenguaraz, un ciribicundio mayor que la Torre de Babel. T abrió mucho los ojos y soltó un jijí. ¿Tú crees? Claro que lo creo; nada más tienes que ver la cantidad de palabras del diccionario de la lengua española, unas noventa mil, y pensar lo que ocurriría si cada persona que habla español aportase una nueva palabra. Se volvió a reír, supongo que de mi ingenuidad, y me echó la historia de Curro. El onubense Francisco López del Real era dirigente y activista local de las Juventudes Socialistas, le capturaron y encarcelaron al final de la Guerra Civil, en 1939. Su destino era el paredón de fusilamiento pero, mientras tanto, le sometieron a trabajos forzados junto a otros presos políticos. Todas las mañanas les mandaban formar y los sacaban en dos filas indias a arreglar caminos y construir represas. Curro era bajito e iba de los últimos. Un día, al poco de salir por el portón de la cárcel, preguntó al compañero que iba a su lado si llevaba el ilurio imantado, a lo que éste, según el acuerdo previo, contestó que no. “¡Joder, Fulgencio, otra vez has olvidado el ilurio imantado!”, le gritó, irritado, para que lo oyera el guardia que iba detrás. Y acto seguido se volvió corriendo hacia la entrada de la prisión a buscarlo. Habían caminado treinta o cuarenta metros, una distancia suficiente para que el guardia, si se le ocurría disparar, no acertara a darle, y en vez de cruzar el portón, bordeó el caserón y desapareció. A saber lo que aquél guardián pensaría que era el ilurio imantado. Ya ves cómo una palabra inventada te puede salvar la vida, dijo. Asentí. Y él añadió que aquel Curro llegó a una estación ferroviaria y se sentó a esperar el tren, cualquier tren que le alejara de allí. En esas apareció una pareja de la Guardia Civil, se acercaron a él, le miraron con detalle y cara de mala leche. Él les dio los buenos días tengan ustedes y se mostró más sereno que un cuatro sentado en una silla. Entonces uno de los agentes le preguntó: “¿Tú te has escapado, verdad?” A lo que él contestó que sí. El guardia se sorprendido y se interesó: “¿Cómo lo has conseguido?” Él respondió: “Con mucho valor”. Los guardias se lo tomaron a broma, vieron que era inofensivo y le dejaron en paz. Curro consiguió llegar a Francia, resistió al nazismo y sobrevivió en el exilio en Bélgica hasta que acabó la dictadura en España y decidió regresar. T sostenía que era uno de los socialistas más buenos, ocurrentes, fundados en razón y con más gracia que había conocido.

Introducción al Abuelo

Esta crónica de un viejo periodista a los ojos de un joven consta de 36 entregas o episodios que se irán desgranando cada domingo en este blog. Gracias por leer.

1.–El Abuelo fuma

El Abuelo olía a tabaco. Escribía y fumaba o fumaba y escribía. Mi abuela decía que en otro tiempo también olía a tinta de imprenta, un aroma que a ella le gustaba. Pero con los avances tecnológicos dejó de oler a periódico impreso y sólo olía a tabaco, razón por la cual empecé a llamarle T. Él creía que me refería a uno de sus seudónimos: Tilo, Tilo Dátil, convertido después en personaje de novela, y se sentía halagado por mi decisión nominal, ya que casi todos los protagonistas de sus relatos, y en particular de aquél, eran buena gente. Desconocía que con T le quería llamar “tabacoso”. Si me quedaba en la primera letra era porque para proferir adjetivos sobre su asquerosa adicción se sobraba mi abuela Goyi, con G de “guapa” y “gustosa”, pues a su belleza espiritual y física añadía el buen gusto en vestir, calzar, cocinar. Y poseía un gran talento pictórico. Ella me confesó que sentía uno de sus mayores placeres cuando el Abuelo llegaba a las tantas de la madrugada oliendo a periódico impreso y la despertaba a besos. Él terminaba la jornada laboral entre la una y las dos de la noche, cuando las rotativas empezaban a escupir ejemplares de la edición de provincias a una velocidad endiablada y las hileras de furgonetas que esperaban, unas potentes Mercedes, comenzaban a cargar palieres con torres de paquetes de periódicos y salían zumbando hacia las ciudades de los cuatro puntos cardinales. Algunas no volvían: se estrellaban. En el periodismo todo era urgente y veloz, y aquellos jichos con sus jacas de carga rendían tributo a una industria derivada de lo que Gabriel García Márquez definió como “el oficio más bello del mundo”. Luego, los avances tecnológicos simplificaron mucho el proceso productivo, eliminaron el transporte físico a larga distancia, suprimieron los teclistas, correctores, montadores y otros eslabones de la cadena hasta que, finalmente, una crisis económica provocada por una especulación financiera e inmobiliaria desaforada sumió al país en la depresión, la prensa se fue a la mierda, cerraron cientos de imprentas, la Galaxia de Gutemberg desapareció en los confines de la Vía Láctea y el kilo de periodista se pagaba menos que el cuarto y mitad de pollo. El siglo del átomo quedó atrás y dio paso a la era del bite. El Abuelo se digitalizó y ya sólo olía a tabaco. Maldecía la voracidad del capitalismo globalizado. Pero, además del refrán castellano –“La avaricia rompe el saco”–, conocía el adagio ruso: “Añorar el pasado es correr detrás del viento”, y se negaba a decir si aquellos tiempos fueron mejores. “Para nosotros, la clase obrera y laboral, jornaleros de la pluma, todos los tiempos fueron complicados”. Eso decía.