De INTRODUCCIÓN AL ABUELO
Si T no estaba en casa, valía preguntar a la abuela para enterarse de que nueve de cada diez veces había salido a tomar el pulso de la calle. Él no salía a andar por andar ni a caminar para hacer ejercicio físico, como Goyi y otras personas de su edad, sino a ejercitar el músculo de la observación, el tendón de la curiosidad y las articulaciones del razonamiento. Siempre había algo que llamaba su atención y casi siempre regresaba con alguna historia nueva e interesante que contar. Algunas veces se demoraba horas y horas. Lógico. “Las historias no suceden, transcurren”, solía decir cuando la abuela le reprochaba su tardanza. En ocasiones invocaba “la curiosidad” para disculparse, y ya se sabe que la curiosidad es esa fuerza que te impide moverte del lugar donde ocurre algo interesante. Para él, “tomar el pulso de la calle” equivalía a hacer lo que había hecho desde sus años mozos, cuando empezó a estudiar periodismo y a escribir y vender reportajes a semanarios de gran difusión. Eran los últimos años de la dictadura franquista, tiempos de gran agitación política e ideológica. La calle era el elemento de la juventud. «Un día pasaba yo –me dijo– por la plaza de España, vi unos coches negros estacionados ante la sede central de Sanidad Nacional (entonces todo era “nacional”), me acerqué y me colé sin acreditación previa en un acto organizado por las autoridades para presentar el nuevo hospital que iban a construir en el norte de la ciudad, cerca de un sanatorio de tuberculosos y al lado de otro hospital. Tamaña concentración de establecimientos sanitarios estimuló mi atención. Tomé buena nota mental de las explicaciones de aquellos prebostes. Un médico que era yerno del dictador llevaba la voz cantante. Me fijé bien en las maquetas del nuevo edificio, similar a aquellos botes de pastillas contra el dolor de cabeza que llamaban Piramidón, llegué a casa y esbocé un reportaje que completé con algunos detalles urbanísticos, pasándome por el lugar de la edificación, y con varios datos económicos, obtenidos por comparación. El texto fue aceptado por un semanario crítico y comedido. Y aquel hospital, construido al gusto del yerno del dictador generalísimo y bautizado como Centro Nacional de Especialidades Quirúrgicas ‘Ramón y Cajal’, empezó a ser conocido como El Piramidón.» Cierto es que luego al dictador lo ingresaron en el hospital vecino, La Paz, donde le practicaron una escabechina, le mantuvieron entubado y prolongaron su agonía por motivos políticos hasta que anunciaron su muerte el 20 de noviembre de 1975. Por cierto que el ‘yernísimo’, doctor y grande de España, que se llamaba Cristobal, sacó unas fotografías de su suegro desahuciado, rodeado de tubos y cables por todas partes, hecho una mierda. Y nueve años después aquellas instantáneas fueron vendidas a una ‘revista del corazón’ por una cantidad millonaria. Con razón decía el yerno que era cardiólogo. Pero no un cardiólogo cualquiera, sino un cirujano terrible, cuyas operaciones quirúrgicas a vida o muerte sobrecargaban la barca de Caronte. La sobrecarga de gas licuado (propileno) de un camión-cisterna procedente de la refinería de Enpetrol en Tarragona provocó su estallido cuando pasaba junto al camping Los Alfaques, a la salida de la localidad de la localidad de San Carlos de la Rápita y ocasionó una masacre terrible: 243 fallecidos. Era la segunda semana de julio de 1978 y el campamento estaba lleno de veraneantes españoles y de varios países europeos. La explosión mató al instante a 158 personas e hirió con quemaduras muy graves a más de trescientas que en aquel momento, las 2:35 de la tarde, se hallaban en el campamento. Los heridos fueron evacuados a los hospitales que disponían de unidades de quemados en Barcelona, Valencia y también en Madrid, al Piramidón, el centro de especialidades quirúrgicas más moderno y mejor dotado del país, con toda una planta dedicada a curar a los heridos por fuego. Una semana después de la tremenda explosión seguían muriendo heridos. La cifra oficial fue de 85 fallecidos en los hospitales. Pero ninguno en el Piramidón. ¿Por qué? Para buscar la respuesta convenía darse una vuelta por allí, así que realicé unas llamadas telefónicas y tuve suerte. El día y a la hora convenida me personé en el despacho del doctor Yuste. “Ponte esto”. Me entregó una bata verde y unas calzas blancas con suelas de corcho. Tras comprobar que la pequeña cámara fotográfica quedaba convenientemente disimulada bajo mi atuendo de médico salimos hacia los ascensores y me condujo por varias plantas de aquel enorme edificio, incluidos los sótanos. El doctor Yuste conocía bien el hospital, pues no en vano era el jefe de medicina interna de tan moderno, valioso y costoso establecimiento, sufragado con las cuotas salariales de los trabajadores. La síntesis de aquella mañana de viaje a la situación se podía resumir con una palabra: “Desolación”. El relato, apoyado con pruebas gráficas, reflejaba la incuria, la corrupción y sus progenitores: doña prevaricación y don abuso de poder. Instrumental quirúrgico costosísimo perfectamente arrumbado, máquinas de anestesia, importadas de Estados Unidos, abandonadas y cubiertas de polvo; monitores y computadoras nuevas, amontonados de cualquier manera en un sótano húmedo; quirófanos bien montados, abandonados antes de ser estrenados; decenas de habitaciones con todo el aparataje instalado, cerradas a cal y canto. Dispendio y abuso, inversiones mil millonarias inútiles, alas y plantas completas de aquel moderno edificio infrautilizadas o sencillamente cedidas a las ratas. La corrupción objetiva y subjetiva reinante en aquel centro de especialidades quirúrgicas, aquel Piramidón construido y equipado según las directrices del yerno del dictador, saltaba a la vista aunque en aquel caso, como en casi todos, estuviera oculta. Se comprenderá por qué no hubo muertos entre los heridos más graves que desde el camping de Los Alfaques fueron llevados a ese hospital: porque al llegar se encontraron cerrada la flamante unidad de quemados y tuvieron que ser trasladados a otros centros sanitarios. La sorpresa y el escándalo dieron paso al anuncio gubernamental de una investigación interna cuyos resultados nunca fueron conocidos. Las “investigaciones internas” eran y siguen siendo, como los “casos aislados”, el recurso más frecuente y socorrido de los responsables públicos. Luego hacían eso que se llama “nada”. Y puesto que cuando hacían algo era investigar la “filtración” y ordenar represalias contra los periodistas, él agradecía la inacción por el bien de sus fuentes y para no verse obligado a defender el secreto profesional frente a las presiones más burdas y a las más sutiles indagaciones.