C7.-La buena pista

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Busto de Pablo Iglesias, obra de Emiliano Barral, desenterrado en El Retiro después de la dictadura

Después de la pausa matinal en la cafetería de Luci Bombón, Tilo Dátil sentía la necesidad de orearse y se quedó en la parada del autobús cercana a la sede policial.

–Ve tu, yo no subo –le dijo a Merche.

Ella no se extrañó; conocía las rarezas del colega.

–¿Dónde vas a estar?

–No lo sé, rulando por ahí.

–Vale, voy catalogando y ordenando las pruebas.

–Ah, sería bueno que comentaras con tu fuente esa reacción airada del tesorero Poterna cuando le mencioné la posibilidad de que algún gran donante contrariado sea el autor del ataque a su sobrino.

–Vale, a ver cómo respira.

En cuanto Tilo puso el pie en el estribo del autobús vibró el inoportuno en su bolsillo. Ocurría siempre. Miró la pantalla y leyó el mensaje: la jefa quería hablar con él. A esa hora intermedia de la mañana los transportes colectivos van medio vacíos. Para no molestar a los cuatro jubilados de mirada cansada y a los turistas de ávidos ojos, avanzó hasta la trasera del autobús y llamó a la comisaria.

–Buenos días, Emilia, usted dirá.

–Buen día Dátil, ¿por dónde andas?

–En el autobús; voy a visitar a un cliente –era su modo de hablar.

–¿Cómo llevamos el caso de ese chico, Perrote?

–Algunas zancadas hemos dado. Merche le contará –dijo Tilo antes de preguntarle si había alguna novedad por su parte.

–Nada, sólo preocupación en las altas esferas, ya lo sabes.

–Sí, creen que puede ser terrorismo.

–¿Tú que crees?

–Se equivocan.

–Bueno, nos vemos. Pásate por mi despacho cuando vuelvas –zanjó la comisaria.

–¿Es urgente? –Se interesó.

–No, es un tema personal, me tienes que hacer un favor, ya te contaré –dijo la comisaria.

Nada más colgar, el inspector marcó el número de su inquilina. Amali contestó al tercer timbrazo y aceptó la propuesta de comer juntos en los arribes del Retiro.

–Agarras el Golf y te traes a Mingus. Os espero en la terraza de La Parisienne, en Mariano de Cavia, sobre las dos de la tarde –propuso Tilo.

Tilo hizo trasbordo en Atocha a otro autobús de la línea 47, se apeó en la vía Lusitana, a un paso de la plaza Elíptica, examinó el poste telefónico desde el que los malos avisaron al servicio de emergencias del alcantarillazo al ejecutivo Perrote. Se hizo una composición, recorrió con la mirada al por menor las fachadas y farolas en busca de alguna cámara de video-vigilancia, pero no vio chivato alguno. Tampoco tuvo suerte con un camarero de la cafetería Yakarta, situada en frente de la cabina, quien aseguró no haber visto a ningún joven con casco de ciclista bajar de una furgoneta y hablar por teléfono. Después se asomó a la calle de la Vía, preguntó en vano en una tienda de alquiler de bicicletas situada en la esquina, volvió a repasar con la mirada la puerta del colegio San Viator en busca de alguna cámara de seguridad, cruzó la avenida de Oporto y la vía Lusitana hasta el intercambiador de transportes al que llegaban los autobuses interurbanos procedentes de Toledo y cogió el Metro de regreso al centro.

En lo que Tilo se oreaba a su manera, elucubrando dentro del estrepitoso vagón si aquellos pájaros habrían volado hacia los Carabancheles o hacia las ciudades de aluvión del sudoeste, Merche realizaba su trabajo con el confidente Santiago Bellotas en las cercanías del Senado.

–No van por ahí los tiros –afirmó Bellotas ante la hipótesis de algún contratista desairado.

–¿Por qué no? –Insistió Merche.

–En primer lugar porque acabaría siendo descubierto. En segundo lugar porque ningún ejecutivo de esas grandes empresas aceptaría un encargo criminal. Y en tercer lugar porque los grandes donantes nunca se van con las manos vacías.

–¿Ah, no?

–Aunque no obtengan las contratas, reciben compensaciones fiscales. En fin, no lo veo.

En respuesta a Merche el confidente aseguró que su correligionario y amigo Poterna y su sobrino Juanpe eran gente seria, de palabra y de una lealtad inquebrantable al partido. Aunque manejaban cifras tentadoras, de seis y siete números, en la contabilidad B, mantenían una vigilancia muy estricta sobre los miembros del Gore para evitar desviaciones o contribuciones particulares de los donantes.

–¿El Gore, como ese cine sanguinario?

–Son las siglas del Grupo de Operaciones Rentables Extraordinarias –aclaró Bellotas, quien se apresuró a calificar de “secreto” al mencionado comité, compuesto por media docena de tesoreros y dirigentes regionales, además de Álvaro, el presidente del partido y el jefe de organización. Ni siquiera algunos miembros de la dirección del partido conocen la existencia de ese grupo. Todos se limitan a aprobar el presupuesto formal de cada año en el Consejo Nacional y nadie osa preguntar sobre los ingresos y la contabilidad paralela. Los líderes autonómicos saben de donde sale el dinero para las campañas electorales y los sobresueldos –ninguno cobra menos del millón anual, incluido el sueldo oficial–, pero como buenos políticos prefieren no preguntar.

–¿Pero nuestro hombre…?

–El administrador Seña Ruiz-Platero y su equipo de burócratas conocen la contabilidad, lo que entra, lo que sale, las empresas… digamos que “familiares”, los holding amigos, las sociedades decorativas. Álvaro no le traga, pero el nuevo presidente tiene buen trato con él.

–¿De verdad crees que sería capaz de eliminar físicamente a su contrincante para despejar el camino de su nombramiento como tesorero?

–Algunas cosas he visto. Estamos hablando de un sinvergüeza, un tipo sin escrúpulos, capaz de hacer la peineta a María Santísima. Yo en tu lugar me centraría en ese sujeto.

–¿Por qué crees que Álvaro se irritó tanto cuando mi compañero mencionó la tangentópolis?

–Bueno, Álvaro nunca ha sido muy dialéctico. Tiene sangre de jabalí, pero es buena persona y Juanpe también, así que dile a tu compañero que no se preocupe por lo que le hayan podido decir. De algún modo tenían que defender la honorabilidad, ¿verdad? Y no sólo eso, sino también la profesionalidad en sus cometidos. El Gore no comete fallos, no incumple la palabra dada ni burla a ningún pagano. ¿No sé si me entiendes?

–Claro que te entiendo, y te lo agradezco, Santiago.

Tilo salió del Metro en la estación de Atocha, subió despacio la Cuesta de Moyano, entreteniéndose en la lectura, al paso, de los títulos de algunos libros de lance y ocasión colocados o amontonados en los mostradores de las casetas de la verja del Botánico. No vio a su amigo Nemesio Quintana. La joven que lo sustituía le informó de que se hallaba compareciente de una operación intestinal por comer poco y mal.

–Vaya, espero que se mejore; dele recuerdos de mi parte.

–¿De quién?

–Dátil, Tilo Dátil.

Nequin era un buen tipo, siempre se las ingeniaba para conseguirle el libro que le pedía aunque fuese un tomo técnico-jurídico. Sólo tenía un defecto: muchos años.

Ya junto al monumento al Ángel Caído le formuló la pregunta de rigor: “¿Por qué carajo has caído en Madrid y no en Los Ángeles como tu nombre indica?” Y la respuesta, también de broma, fue que de haber caído en aquella ciudad del Pacífico habría sido arrestado por el detective Harri Bosch y enviado al corredor de la muerte por un jurado. A continuación le pidió ayuda para identificar y detener a sus taimados colegas.

Miró el reloj: las 13:30. Le quedaba media hora para reunirse con Amali. Se acercó a un kiosko de helados y compró uno de cucurucho con crema y chocolate para aliviar el calor y la sequedad en la boca. Luego siguió caminando despacio bajo los grandes pinos, acacias y castaños de indias. Le gustaba esta parte del Retiro. Le parecía solitaria, amorosa, de izquierdas, en contraste con los senderos centrales y las inmediaciones del lago, siempre llenas de gente. Su subconsciente consideraba de izquierdas esa parte del parque acaso por la rebeldía del ángel caído, la situación geográfica (el sudeste) y, sin duda, porque allí, en los jardines de Cecilio Rodríguez, los socialistas habían descubierto y desenterrado la cabeza del Abuelo.

Le parecía una síntesis simbólica y una historia emotiva del final de los cuarenta años de criminal dictadura. Lo primero que hicieron los fascistas tras la sublevación militar de 1936 contra el orden democrático de la II República fue destruir el monumento al Abuelo, Pablo Iglesias Pose, fundador del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. El escultor Emilio Barral, muerto en el frente de Usera por la esquirla de una bomba enemiga, había cincelado en granito la figura del gran dirigente de los trabajadores españoles. Plantaron el monumento en el Parque del Oeste, como un homenaje permanente del pueblo de Madrid a la figura del Abuelo. Los facciosos lo dinamitaron, pero no consiguieron romperle la cabeza, así que, ya de noche, unos obreros municipales la cargaron en un camión y la trasladaron al Retiro para ocultarla bajo un metro de tierra. De ahí la sacaron una mañana Máximo Rodríguez Valverde y otros veteranos socialistas cuando murió el dictador.

Tilo terminó el helado, miró la hora, llamó a Merche.

–¿Qué está pasando?

–Nada especial: he estado con el confidente e insiste en su tesis. ¿Vienes hacia acá?

–Iré después de comer.

–Vale, sobre las cuatro nos vemos.

A pocos metros de la Parisienne, Mingus se lanzó a la carrera hacia él, arrastrando la silla de plástico de la terraza a la que le había atado Amali. Ella se incorporó, corrió y alcanzó una pata de la silla. Forcejearon. El personal se rio. El cocker estaba en forma. Tilo se inclinó, se dejó lamer, zarandeó al canelo, lo acarició y, ya sosegado, ocuparon la mesa. El veterano camarero, un hombre amigable, les tendió las cartas plastificadas. Amali pidió ensalada y bistec con patatas fritas y Tilo optó por los macarrones con tomate y pollo asado, mas un plato vacío para compartir su menú con Mingus.

–¿Cómo va el caso? –Se interesó Amali.

–Algo hemos avanzado; he localizado un video de la agresión, aunque sólo se ve la cara de una mujer que se acerca a la víctima con un cigarrillo en la mano para pedirle fuego. El tipo busca el mechero en el bolsillo y en ese momento dos individuos altos y fuertes le inmovilizan por los brazos y un tercero le mete una bolsa en la cabeza y le ata las muñecas por detrás con cinta aislante. Los malos iban disfrazados de ciclistas, con cascos, gafas y camisetas lisas. La secuencia dura muy poco. En menos de dos minutos, esos marcianos tiraron al hombre por la boca de la alcantarilla.

–¡Hay que tener mala leche!

–Y buena planificación.

–Al menos tienes una cara –dijo Amali.

–Si, una de esas jóvenes de cara ovalada y cabellos rubios de bote como hay miles.

–¿Y los otros?

–Se protegían con cascos y gafas de ciclistas. Poco podremos sacar de ahí.

–Al menos servirá como prueba –dijo la futura juez.

–Más bien creo que irá al archivo de casos pendientes –auguró el inspector.

La conversación derivó hacia asuntos de actualidad política y social. Los arañazos de la crisis bancaria sobre el empleo eran sangrantes, el desempleo y los desahucios entristecían el alma. Al mencionar las chabolas de los arribes del Manzanares y la Cañada como residencia forzosa de cientos de familias trabajadoras que habían quedado en paro y no podían pagar las hipotecas de sus viviendas, Amali se refirió al aumento de furgonetas estacionadas en el alfoz del barrio (Villaverde Bajo), junto al río maloliente, como “solución residencial” de decenas de familias con niños.

–A propósito de furgonetas, al final del video sobre los malos se ve un trozo de la puerta trasera de un furgón paquetero con una inscripción de la que solo se leen dos sílabas finales de dos palabras superpuestas y dos números de la terminación de lo que debe ser un teléfono. Llevo toda la mañana dándole vueltas…

–¿Qué sílabas? –Se interesó Amali.

–Una es “toste”.

Su mnemotécnica agilidad de opositora la empujó a prorrumpir:

–Capitoste, pegatoste, papatoste, armatoste, picatoste…

Guardó silencio.

–No se me ocurren más –añadió.

–Es “picatoste” –afirmó Tilo.

–¿Cómo lo sabes?

–Nadie pondría “capitoste” en la puerta de su furgón, ni mucho menos “pegatoste” ni “papatoste” o papanatas. Y tampoco veo yo “armatoste” ahí, en letras de molde. En cambio, “pica” en una puerta y “toste” a continuación, en la otra, osease “Picatoste” me parece más probable.

–Si, podría ser un apellido –dijo Amali– ¿Y la otra?

–La otra terminación es “ería”.

–Uf… albañilería, zapatería, frutería… hay muchísimas –dijo Amali–. Apuesto cualquier cosa a que con ese apellido es “panadería” –añadió con una sonrisa.

Tilo aceptó la apuesta:

–Una comida en un estrella Michelín –dijo.

Pagaron, pasearon con Mingus, tomaron un café con hielo en un kiosko del Retiro, Tilo contó a Amali la historia de la cabeza de Pablo Iglesias que el abuelo Venancio le había contado a él y regresaron a sus quehaceres.

Ya en las dependencias, la comisaria Sáez llamó a Tilo a su despacho.

–Buenas tardes, jefa.

–Buenas, Dátil, quiero pedirte algo –disparó Sáenz, a quien por detrás llamaban Gordimer.

–Soy todo oídos doña Emilia.

–Necesito que me sustituyas en una reunión del Observatorio de la Delincuencia que han convocado para el sábado a las diez de la mañana en el Ministerio. Ya sé que es una faena, pero viene mi hija de Estados Unidos y quiero ir a esperarla y estar con ella; hace dos años que no la veo.

–La entiendo.

–¿No te importa, verdad?

–Lo que es importar… Pero lo haré con mucho gusto.

La comisaria le entregó una carpeta con un dossier grapado y le instruyó sobre el tono y el contenido de las reuniones del órgano consultivo.

–Recibido, jefa –afirmó Tilo– ¿Alguna cosa más?

El inspector esperaba una admonición, por no decir bronca, ante la queja anunciada por el señor Perrote, pero la superiora no dijo nada al respecto, de lo que dedujo que la víctima se habría dirigido a instancias más elevadas y su reclamación no había llegado a la jefa inmediata.

Poco después, Merche le trasladó el mensaje de su confidente Bellotas: “Dile que no se preocupe de la queja de Álvaro” y le comentó el detalle de la “sangre de jabalí”. Le explicó a continuación la insistencia del veterano empleado senatorial y amigo del tesorero y su sobrino en que mantuvieran la lupa sobre el administrador, señor Seña Ruiz-Platero, al que definió como “un sinverguenza sin escrúpulos”.

–Demasiado concreto, ¿no crees? –desconfió Tilo.

–Y demasiado cruel; liquidar físicamente a un tipo por un cargo…

–Tengo la impresión de ese confidente está jugando al despiste por alguna razón poderosa. ¿Ha salido algo de la escucha?

–Nada, ni mu. Oliveras dice que ese teléfono está muerto: desconectado y sin batería.

Tilo tuvo una intuición, llamó al partido y pidió que le pasaran con administración, donde una voz femenina le informó de que el señor Seña se hallaba de viaje fuera de España y no regresaría hasta el jueves o viernes de la semana entrante. El inspector le preguntó cuándo y dónde había ido, y la amable interlocutora le dijo que había volado a Canadá el lunes pasado. “Eso es encargar el crimen y poner agua de por medio”, se dijo Tilo agradeciendo la información.

–Ya lo has oído. ¿Se puede ir más lejos a esperar el resultado de un encargo?

Merche aceptó la pregunta.

–No parece –respondió.

–Bueno, dejemos las sospechas ajenas y vayamos a nuestros datos.

Merche asumió la afirmación de Tilo sobre el “toste” de la puerta de la furgoneta y uno y otra se entregaron a buscar Picatostes reseñados en Internet. Compartían mesa. Merche buscaba en las redes sociales con su iPad y Tilo utilizaba el ordenador de la oficina. La sociedad del conocimiento, ese barrendero global que llamamos Google, emitió suficientes datos de interés para mantenerlos entretenidos más de media hora hasta que, reduciendo el ámbito de la búsqueda y descartando apellidos Picatoste correspondientes a personas ajenas a la actividad comercial y a residentes en zonas distintas a la ruta seguida por la furgoneta, encontraron a un panadero con ese apellido en una localidad de la provincia de Toledo.

Merche constató que el número de teléfono de la Panadería Picatoste, en La Nava, terminaba en catorce, los mismos números que aparecían impresos en la portañuela de la furgoneta. Sin pensarlo dos veces empuñó el auricular y marcó. Le respondió una voz masculina.

–¿Don Juan Picatoste?

–Si, ese soy yo, ¿qué se le ofrece?

–Desearía hablar con usted en persona si no tiene inconveniente.

–Por supuesto que no, siempre y cuando sea antes de las diez de la mañana o después de que termine el reparto del pan con la furgoneta por los pueblos y el camping de la zona, sobre la una del mediodía.

La mención de la furgoneta ahorró a Merche la pregunta consiguiente.

–Entonces iré a verle a primera hora; no le entretendré más de quince minutos –dijo la subinspectora antes de agradecer la amabilidad del panadero y despedirse.

–¡Hecho! –Exclamó satisfecha.

En el autobús, de vuelta a casa, Tilo envió un mensaje a Amali: “Te debo una comida”. La opositora respondió: “Increíble”. Ya en el domicilio, urgido por Mingus, se enfundó el chándal y volvió a la calle. Vio al amigo Fiol en la terraza del Dulce, soltó al cocker y se sentó con él a tomar la cerveza de costumbre. Aunque casi nunca hablaban del trabajo, Tilo sentía la nube de la frustración ante la eventual pérdida del caso Perrote cuando ya tenía medio encarrilada la investigación. El amigo le repitió lo que había oído en las alturas sobre la sospecha de que la agresión al joven ejecutivo fuera obra de yihadistas.

–De terrorismo nasti de plasti –afirmó Tilo.

–Será lo que ellos digan y punto. Ya sabes que cuando los cerdos se suben a los árboles es mejor apartarse.

Tilo aceptó el consejo del arabista injubilable y le informó de que el domingo tenía que sustituir a su jefa en una reunión del Observatorio de la Delincuencia, lo que les obligaba a aplazar la excursión prevista a la Peña Escrita.

–Qué le vamos a hacer… Primero la obligación y después la devoción –se resignó Fiol. Luego, como buen estudioso de la historia hacia atrás (prehistoria) comenzó a relatar las hazañas bélicas de los oretanos en la defensa de sus tierras contra los salvajes invasores cartagineses.

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