C4.-Un confidente de parte

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Edificio del Senado, aparcamiento de lujo para políticos en desuso

El sol de junio caldeaba los adoquines cuando Tilo Dátil entró en las dependencias policiales. Agradeció el ingenio del inventor del aire acondicionado, fuera quien fuese, saludó a Merche, se instaló en su pecera y se puso a redactar el escueto informe de los hechos para su señoría judicial. Una hora después conectó el tubo oficial. Le tocó el juzgado de instrucción número siete. Cargó el texto, activó la firma electrónica y lo envió automáticamente. A continuación remitió una copia a la comisaria Sáez. Después llamó por teléfono a la secretaría del juzgado y pidió que le pasaran con su señoría. Se sorprendió al reconocer su voz: era doña Goyita, a la que conocía de algunas causas anteriores.

–En el documento de reparto me ha tocado el siete –le dijo después de identificarse y saludarla respetuosamente–; si mal no recuerdo, usted está en el catorce.

–Y sigo estando, pero no se preocupe, no hay ningún error. Con los recortes y la falta de personal me toca ocuparme también del siete.

–¡Por Júpiter, doña Goyi, no va a dar abasto!

–Pues no, pero a los que mandan les importa un rábano. Ya ve que están jibarizando los servicios públicos y sólo cubren el diez por ciento de las plazas vacantes por jubilación. En fin, usted dirá.

Tilo le explicó sucintamente el caso y le solicitó verbalmente un mandamiento para poder acceder a las grabaciones de las cámaras de la sucursal bancaria del 33 de Ortega y Gasset. La magistrada no puso objeción. Era una buena instructora y siempre facilitaba la labor. Aunque mantenía un tono de voz neutro, Tilo advirtió un toque de enojo contra los autores del alcantarillazo.

–¡No me diga que han hecho eso!

–Se lo detallo en el informe.

Merche le observaba de reojo desde el otro lado de la mampara de cristal del despacho y entró en cuanto colgó el teléfono. Había realizado algunas pesquisas, tenía varias hipótesis y había conseguido un contacto. También a ella le había metido prisa la comisaria. Lógico. No todos los días tiran a una persona por una alcantarilla. Y al parecer, una persona influyente.

–Permíteme un minuto –pidió a Merche.

Redactó la petición formal de los videos y la envió a su señoría. Acto seguido llamó a Amali para darle ánimos y recordarle que sacara a Mingus antes del almuerzo. Definitivamente no iría a comer con ella.

–Soy todo oídos.

–Mejor salimos a tomar un café –propuso Merche.

Se encaminaron hacia el Luzi Bombón. La avalancha de oficinistas de las once de la mañana había pasado y el local se hallaba despejado. Se sentaron en su mesa preferida y Luzi les sirvió café con leche y una galleta grande de chocolate para Merche. Le manchaba los dientes, pero no estaba obligada a sonreír y sostenía que el cacao le activaba el cerebro.

Entraron en la materia. La subinspectora valoró el parentesco de la víctima con don Álvaro Poterna, diputado por Logroño y tesorero desde hacía quince años del partido liberal-conservador en el poder. El veterano político era considerado una pieza esencial de la formación conservadora. Manejaba los caudales (subvenciones y donaciones) y ya se sabe que el dinero es la leche materna de la política. Hombre silente y discreto (apenas intervenía en el Parlamento), poseía fama de recaudador eficaz. Mantenía saneadas las finanzas del partido y acumulaba superávit, año tras año, como correspondía al partido de los ricos. Tilo lo había visto alguna vez por televisión: un tipo voluminoso, un poco atorado, de nariz ancha y aire cansado… Un factotum de confianza del presidente del partido al que ningún coordinador, secretario general ni vicesecretario se atrevía a cuestionar.

–Quince años de tesorero es una buena temporada.

–El tal Álvaro Poterna atesora los secretos de los dirigentes y ahí sigue, cónclave tras cónclave, sin que le muevan la silla –añadió Merche antes de desgranar una parte de la espiga familiar del tesorero y tío carnal de la víctima. Resulta que el padre de don Álvaro y doña Constanza Poterna amasó una fortuna durante la dictadura con la compra-venta de petróleo. El dictador generalísimo lo nombró presidente de la Campsa en pago de los servicios prestados en la guerra, lo que le permitió forrarse, comprar más tierras de viñedo y, sobre todo, parcelas rústicas que pasaron a ser urbanizables, con gran provecho del viejo Poterna, quien adquirió y relanzó el periódico provincial, una herramienta propagandística del régimen y publicitaria de sus negocios inmobiliarios que puso en manos del hijo. Su hija Constanza casó con un Perrote navarro de buena familia, también dedicada a la construcción. Sin embargo, el marido murió en un accidente de avión en Perú. Entonces el hermano de la viuda prohijó al niño pequeño, nuestro Juan Pedro Perrote Poterna. Y desde entonces, el tesorero don Álvaro, soltero y sin descendencia, ha actuado como si fuera su padre. Y como tal le asigna misiones muy provechosas para sí, relacionadas con la financiación del partido. Misiones discretas e inconfesables, se entiende, precisó Merche.

Aunque conocía la eficacia de la subinspectora, Tilo se sintió impresionado: en dos horas había obtenido más pistas sobre el ojo del huracán de la venganza de las que conseguir él hablando con la víctima y pateando el lugar de los hechos. Por si fuera poco, Merche había realizado un contacto del que esperaba buen resultado.

–Es un tipo que conoce los intríngulis del partido –dijo sin que le preguntase de quién se trataba–, un antiguo jefe de prensa al que orillaron en el Senado.

Tilo era escéptico por naturaleza y por experiencia. Sabía que nada es lo que parece y lo que parece no es hasta que se demuestra. Pero Merche llevaba en la sangre la cultura del esfuerzo y poseía una intuición superlativa. Su punto de vista solía ser certero y, en este caso, la hipótesis del daño al sobrino para vengarse del tío, el tesorero del partido, le pareció del todo aceptable.

–He quedado con esa fuente a las doce en su despacho del Senado. ¿Te vienes?

Tilo asintió.

Pagaron las consumiciones y se pusieron en marcha.

El exjefe de prensa les esperaba en la puerta del Palacio de la Marina Española, la zona noble del Senado. Era un hombre de unos sesenta años, con cabello cano en retirada hasta la mitad del cráneo y caída libre sobre el cuello. Les saludó con un apretón de manos y los condujo por un laberinto de escaleras hasta la zona moderna, compuesta por un edificio semicircular que albergaba un hemiciclo grande y otro más pequeño debajo y por un enorme bloque de hormigón, forrado con baldosas de granito rosa y gris, donde se hallaban los despachos de sus señorías y los servicios administrativos. Don Santiago Bellotas quiso dejar claro la confidencialidad del encuentro. Se hallaba bien informado de lo ocurrido al sobrino del señor Poterna y se prestaba a colaborar en la investigación porque apreciaba a Juanpe y profesaba un gran afecto hacia su tío. Eso les dijo.

–Tanto Álvaro como yo pertenecemos al núcleo de “viejos roqueros” del partido –precisó.

Aunque el confidente era más joven que el tesorero, los dos habían trabajado intensamente por el partido desde la extinción de la dictadura. Siempre leales al presidente fundador, habían superado las fugas y deserciones de ultras y franquistas y predicado la civilización democrática hasta convertir al partido en la gran formación política de los conservadores, liberales y democrata-cristianos que ahora era.

–Corren malos tiempos de puertas adentro –dijo en un momento de su breve exposición–. A Álvaro se lo quieren cargar.

–La cuestión –inquirió Merche– es por qué quieren acabar con él si su gestión mantiene al partido en una situación boyante, en contraste con los socialistas (socialdemócratas), que acumulan mucha deuda.

–El dinero crea tantos amigos como enemigos –respondió Bellotas–, pero, en este caso, le consideran un elemento de la vieja guardia afecto al expresidente y, por consiguiente, indeseable.

–Si no entiendo mal –terció Tilo–, la nueva guardia o como se diga ha adoptado los métodos estalinistas de amenazar a la familia… ¡Qué nivel!

–No seré yo quien te contradiga –afirmó Bellotas.

A Tilo empezaba a caerle bien aquel tipo. Lanzó un señuelo para medir su credibilidad:

–Don Álvaro debería de haber tomado más en serio el aviso mortal de esos… llamémosles mafiosos.

–Álvaro es confiado por naturaleza o, dicho de otra manera, la naturaleza que lo configuró un tiarrón como un castillo inexpugnable, lo hizo también confiado. Y si, algunos manejan la cultura de la mafia, del clan para saltar al poder –admitió Bellotas.

–Al parecer, también manejan los procedimientos –añadió Merche.

–Los procedimientos son cultura –afirmó Bellotas.

Tilo empuñó uno de los botellines de agua fresca que el interlocutor había sacado de un pequeño frigorífico incrustado en un armario, la destapó y dio un trago largo. A continuación dijo:

–Amigo Santiago, la cuestión es a quién beneficia el crimen.

El veterano periodista y publicista sonrió. La pregunta, ya formulada por Merche, era bien sencilla, pero el hombre quería hacerse entender y emprendiendo una larga explicación sobre la forma de hacer las cosas en el partido desde los tiempos del presidente fundador. Describió con mucho detalle y varios ejemplos el estilo de mando del patrón, sus métodos unipersonales de decidir y su juego de dedos para nombrar y destituir a los cargos orgánicos. El gran jefe perseveró durante años en su ejercicio dactilar, conocido como “dedazo”, hasta que las deserciones y los fracasos electorales le obligaron a admitir los procedimientos democráticos y se echó a un lado. Entonces el partido eligió a su sucesor en un congreso donde los delegados escucharon a los candidatos y votaron al de más florida oratoria. Pero enseguida se alborotó el gallinero: el elegido era demasiado avanzado en derechos individuales y sociales para una formación conservadora apegada a la santa tradición. El descontento de los jichos y gerentes provinciales era superlativo. Alcaldes y dirigentes regionales elevaban su voz contra el líder nacional. El riesgo de banderías amenazaba la unidad del partido. Y eso sí que no. El patrón dio un puñetazo sobre la mesa, obligó a su sucesor a dimitir y desaparecer de la escena política al tiempo que, dedazo en mano, señaló al sucesor. Era éste un joven de poca estatura, bigote negro, cabello negro y largo cual cantante de orquestina, de apariencia enérgica, afirmaciones rotundas y voz tonitronante, como le gustaba al gran patrón, quien lo entronizó en un cónclave que bautizaron “de refundación”. El nuevo líder ya había acreditado con anterioridad su valía pactando con a algunas oligarquías provinciales y atrayendo hacia su causa a un mandarín tribal con el fin de ocupar la presidencia de la autonomía con mayor extensión territorial del Reino. Lo interesante del caso era que el nuevo dirigente conocía y apreciaba a Álvaro Poterna, pues le había acogido en Logroño, a donde fue destinado después de aprobar las oposiciones de inspector de Hacienda. Don Álvaro le abrió de par en par las puertas del partido, del que era gerente y dirigente provincial, le promocionó entre la militancia, le confió el secreto mejor guardado, es decir, la lista de grandes donantes de dinero para financiar la extensión, el sostenimiento y las campañas de la formación política y, en fin, puso a su disposición las páginas de su periódico para que se prodigara en cuantas materias considerase oportuno. Era como si el señor Poterna hubiese adivinado que aquel joven valor llegaría lejos. Y mira, acertó. En cuanto el patrón lo designó presidente del partido, el nuevo líder recordó la eficacia recaudadora de Álvaro y lo nombró tesorero nacional. Esto ocurrió hacía más de tres lustros, concretamente dieciséis años, tiempo más que suficiente para que su sobrino Juanpe, que reside en el mismo edificio que él en Madrid, acabara los estudios de Derecho y Economía y él comenzara a asignarle tareas relacionadas con la financiación del partido.

Aprovechando una pausa del señor Bellotas para beber agua, Tilo y Merche se miraron de reojo y entendieron que no era momento de interrumpirle ni desviar su exposición con preguntas sobre las tareas del sobrino, quien ya había mencionado ante el inspector su profesión de asesor financiero y administrador de capitales. Bellotas pasó la lengua por los labios y prosiguió. Dos minutos después se acercó al desenlace: “Álvaro está dispuesto a renunciar al cargo antes del congreso nacional, pero quiere nombrar a su sucesor, un hombre leal al partido, conocedor de los intríngulis financieros y, sobre todo, de plena confianza suya, no vaya a ser que lo empapelen y lo cuelguen de las horcas caudinas”.

–Y el sucesor sería su sobrino –dedujo Merche.

–Correcto. De ahí viene el conflicto con el administrador, un hombre ambicioso, de la cuerda del actual presidente del partido, y que, lógicamente, quiere ascender al cargo de tesorero.

–¿Le cree tan desalmado como para liquidar al sobrino? –Inquirió Tilo.

–El poder y el dinero no tienen alma, amigo.

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