C10.-Viaje al Norte, sueño al Sureste

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Tilo Dátil pulsó el timbre del departamento de Merche y volvió a meterse en el coche, aparcado en doble fila, con el motor encendido. Había hecho un termo de café antes de salir de su casa y llenado el depósito de gasolina antes de recoger a su compañera. Pasaban unos minutos de la hora acordada, las cuatro de la madrugada, cuando ella apareció enfundada en un chándal con sudadera de capucha y ojos de sueño. Llevaba una pequeña maleta rodante y un bolso grande. Tilo le abrió el portón trasero para que depositara el equipaje.

–Buenos días.

–Buenas noches.

–Si quieres seguir durmiendo, atrás tienes una almohada y una manta aviónica –le dijo Tilo.

Merche prefirió el asiento delantero. Puesto que no deseaba dormir, él señaló el termo con café recién hecho y ella se sirvió cuatro dedos en la taza enroscable que cubría el cilindro. Cinco minutos después, ya despabilada, observó el cuadro de mandos de Botones y se ofreció a conducir.

–Por mí, encantado –dijo Tilo antes de explicarle las dos aplicaciones del coche que no figuraban en el cuadro de mandos.

–Si quieres que ponga música, sólo tienes que decirle: “Botones, pon música” y cuando te pregunte le contestas a tu gusto, Bruce Springsteen, Mozart, Dilan… La otra aplicación está aquí, pulsas, la sacas y te las pones –dijo invitándola a ponerse las gafas de visión nocturna.

–¡Joder, qué maravilla! –Exclamó Merche.

–Llevan una pequeña batería como los teléfonos móviles. Sólo tienes que tener cuidado de volverlas a colocar en su sitio para que se recarguen.

–Botones, pon música –probó ella.

–Qué música deseas.

–Algo de Serrat.

Comenzó a sonar Mediterráneo.

Gracias, Botones, eres muy obediente.

Pararon un instante, Merche se colocó a volante y Tilo ocupó los asientos traseros. Antes de tenderse boca arriba sobre la manta volvió a comprobar con el localizador geográfico de su teléfono que el objetivo seguía en el mismo sitio y, a continuación envió un mensaje a la comisaria doña Emilia Sáez haciéndole saber que salían por carretera en busca de la interfecta. Se refería a la médico Gabriela Cabello, la rubia de los cloaqueros. Merche mantenía la música a poco volumen y en lo que Tilo deploraba el compromiso de sustituir a la jefa en la reunión del Observatorio de la Delincuencia Emergente y en detrimento de la excursión programada con Fiol a los vestigios de la prehistoria, se fue quedando dormido.

***

Los sueños son caprichosos. Tilo va subiendo por un sendero en compañía del amigo Fiol y de Mingus. Van hacia la Peña Escrita. Mingus se siente feliz, suelto, a su bola, oliendo las piedras, dejando su huella urinaria aquí y allá, persiguiendo a los gorriones. Es incansable. Fiol y él caminan despacio. Tampoco hay prisa. Ya en lo alto del cerro, las pinturas rupestres del murallón de paredes quebradas le parecen palotes hechos por niños que hubieran mojado los dedos en barro de arcilla roja y óxido de hierro. Son pictogramas de la Edad del Bronce (entre 2.500 y 800 años antes de Cristo, según los especialistas), dibujos muy simples, protegidos por unas verjas metálicas. Fiol identifica osos lanudos y cabras. Él ve toros, parejas de figuras humanas con una bolita por cabeza y cuatro rayas por tronco y extremidades. Siguiendo las estribaciones de la montaña hay más paneles. Fiol dice que los descubrió el cura párroco de Montoro Fernando José López de Cárdenas en la primavera de 1783, cuando recorría estas sierras recogiendo minerales por encargo del conde de Floridablanca. Fueron las primeras pinturas rupestres esquemáticas conocidas en la Península Ibérica y en el continente europeo. Y su difusión estimuló la búsqueda de vestigios ancestrales, hallando otras cuevas y roquedales con pinturas similares en toda esta comarca encumbrada sobre el valle de Alcudia, refugio invernal de churras y merinas de la Mesta. Se advierte en estos mensajes el talante pacífico de los tatarabuelos de aquellos iberos oretanos que poblaron estos campos. Se ve que en vez de cazar animales salvajes para alimentarse y cubrirse el cuerpo con sus pieles preferían hacerse amigos de ellos, domesticarlos, aprovechar su fuerza, su leche y sus huevos y, sólo en último último extremo, en el caso de los más bravos y de los ya viejos y gastados, cortar por lo sano y aprovechar sus carnes y pellejos. Se nota que eran listos. Fiol busca en los dibujos una lanza, un arpón, un hacha, un cuchillo, una flecha arrojadiza, pero no encuentra nada que se parezca, de lo que colige el pacifismo rampante de aquellos oretanos. Interpreta la disposición de algunas figurillas como si bailaran en parejas, de lo que deduce el carácter amoroso, gozoso, de aquellas gente encantada de la vida. No tienen duda de que ese carácter pacífico y amable llevó a aquellos aborígenes a mezclarse con otras tribus en vez de guerrear contra ellas. Osease que se celtificaron, se fusionaron y convivieron en amor y compaña no solo con los celtas, sino también con los túrdulos, bastetanos, vetones, lusitanos, carpetanos y otras tribus que por allí andaban pastoreando, pescando, cazando, cultivando la tierra y comerciando.

El toro bravo con teas en las astas fue idea de Orisón como arma de defensa contra los despiadados invasores cartagineses

Pero las buenas maneras no duran siempre. De pronto, llegan unos elementos hostiles a joderte la vida y te obligan a emplear la fuerza. En este caso fueron los guerreros cartagineses los que intentaron romperles las pelotas y acabaron quebrando el buen talante de aquellas gentes. Llegaron los norteafricanos en unas naves entamadas con troncos sin sangrar y se entregaron al vandalismo, es decir, a matar, saquear, aterrorizar, apresar y esclavizar a las gentes, comenzando por las más cercanas a la costa. Cundió la alarma. Al frente de aquellos hijos de Cartago andaba un cabecilla que llamaba Amilcar Barca, cuyo comportamiento cruel reclamaba una respuesta. A Oretania acudieron emisarios de otras tribus hermanas pidiendo ayuda. ¿Pero qué socorro podían prestar ellos si eran gente de paz, carente de otras armas que no fueran las herramientas de labor, machucas, estacas y piedras? Con todo, comprendieron que Amilcar y sus huestes invasoras eran el principio del fin, el ser o no ser, y maldita la gracia que les hacía someterse al yugo de aquel desalmado (sin alma). Eso de ninguna manera: había que pararlo, plantarle cara y luchar. ¿Cómo, a pedradas? Muerte segura. ¿A estacazos? Lo mismo. No eran gente preparada para la guerra. ¿Qué hacer? Entonces un mozo llamado Orisón tuvo una idea que luego se llamó estratagema. Consistía en agarrar algunos de aquellos animales bravíos que no se dejaban domesticar, atarlos, cargarlos en carretas empalizadas y llevarlos en son de paz al taimado Amilcar como regalo suculento para que él y sus tropas se dieran un festín. A todos les pareció estupendo. Se pusieron manos a la obra. Orisón y su cuadrilla atraparon a lazo a media docena de toros bravos, les amanearon, los subieron en las carretas enjauladas y emprendieron la marcha. Después de varias jornadas llegaron a Heliké (hoy Elche), donde Amilcar y sus guerreros se hallaban acampados. En lo que los cartagineses se acercaban a las carretas y el propio Amilcar acudía a caballo a recibir el presente, Orisón y los suyos prendieron fuego a la paja embadurnada en sebo y aceite con la que habían adornado los cuernos de los toros bravos, los desataron, abrieron las jaulas… Los morlacos saltaron de las carretas y, nerviosos y enfurecidos por el fuego de sus astas, se lanzaron contra el campamento de los cartagineses, corneando, incendiando y persiguiendo a cuanto bicho viviente encontraban a su paso. El pasmo y el pánico de los hijos de Cartago fue tal que el propio Amilcar salió huyendo hacia el río, perseguido por un novillo embolado, se cayó del caballo y no se sabe si se desnucó al caer o se ahogó en el agua del río, pero murió. Tampoco se sabe si era el río Vinalopó o el Segura. Entonces Asdrubal se puso al frente de los guerreros cartagineses hasta que llegó Anibal, hijo de Amilcar Barca, de gran parecido físico y más astuto que su padre. Puesto que estaban en guerra contra los romanos por el dominio del Mediterráneo, aquel Anibal, al ver cómo las gastaban los celtíberos, procuró hacerse amigo de ellos. ¿Cómo? Primero parlamentando y luego pidiendo la mano (y el resto del cuerpo) de una moza de la que se había enamorado en la colina de Auringis (ahora Jaén). La joven se llamaba Himilce y era hija de un jerarca local llamado Mucro, quien aceptó el pacto de sangre y protegió así a las gentes de su tribu, con capital en Cástulo (ahora Linares). Anibal e Himilce se casaron en Cartagena (Cartago Nova), donde los cartagineses tenían su puerto principal y su campamento militar. Aquella boda equivalía a una alianza en toda regla entre Oretania y Cartago. Para los cástulos era una garantía de paz y para el astuto Anibal constituía una fuente de hombres, provisiones y armas para seguir la lucha contra Roma, a la que había jurado odio eterno. La bella Himilce quedó preñada, dio a luz un hijo al que pusieron el nombre de Aspar. El poeta Silio Itálico narra en el capítulo tercero de su libro Púnica la boda de Himilce con Aníbal, dice que ella quiso evitar la guerra con Roma y, una vez declarada, quiso acompañar a su marido a Italia, pero Aníbal se negó y la dejó en Cartago, donde murió, víctima de una epidemia. Tito Livio se refiere a ella, aunque no menciona su nombre, al relatar cómo Cástulo (hoy Linares), fuerte y célebre ciudad de Hispania, se alinea con los romanos tras la derrota de Anibal. Los restos de Himilce fueron trasladados a Cástulo, donde le erigieron la estatua funeraria que, según la creencia más arraigada es la que hoy se erige en la plaza del Pópulo de Baeza, aunque no faltan quienes dicen que representa a la Virgen María. Fiol la considera una especie de Dama de Elche e insiste en darse una vuelta por allí para verla…

***

Tilo oye la voz de Merche. Se despierta.

–¿Qué está pasando?

–Estabas estabas silbando –dice ella.

El inspector hace una composición de lugar, se incorpora.

–¿Hemos pasado Benavente?

–¡Ja, Benavente! Acabamos de dejar Oviedo a la derecha.

“Esta mujer va como un tiro”.

–Estaba soñando, creo que silbaba a Mingus –aclara él mientras estira los músculos.

–¿Hablas en sueños?

–No sé, aunque si silbo puede que sí.

–Para espía no vales –dice ella.

La oscuridad va dejando paso a la luz lechosa del amanecer. El reloj del coche marca las 7:20 horas, lo que significa que Merche lleva tres horas al volante, de modo que en vez de servirse café del termo, Tilo le pide que pare donde vea un bar abierto, con gasolinera o sin ella. Acto seguido comprueba si el objetivo se ha movido. El teléfono móvil tarda en conectar más de lo habitual, el buscador geográfico está renuente, pasa medio minuto y no encuentra el punto rojo. ¿Qué está pasando? Tilo descubre que la cobertura telefónica no es buena en esa zona. Circulan por una carretera general hacia las verdes montañas del noroeste de Asturias.

–Merche, ¿y si nuestra excursión fuera infructuosa?

–Ya lo he pensado, pero tampoco pasa nada. Si quieres que te diga la verdad, solo me fastidiaría no encontrar a la doctora Gabriela por una cosa.

–¿Qué cosa?

–Me gustaría conocer cómo averiguaron quién fue el autor del atropello de Juanín Picatoste y como idearon la venganza.

–Los autores –la corrigió Tilo.

–¿Qué..?

–En el coche iban dos personas, el señor Perrote y otro individuo.

–¿Cómo lo sabes?

–Te lo dijo a ti la vecina de la rubia de los cloaqueros.

–No me consta.

–Quizá no prestaste atención porque ya te estabas despidiendo, pero hacia el final de la grabación ella dice que Gabriela es una mujer fuerte y sabe defenderse, y si no que le pregunten al tío que tiró al subsuelo en la procesión del Corpus.

–No lo recuerdo.

Tilo busca el audio y se lo pone.

–Joder, es verdad, dijo “subsuelo” y no caí.

Tilo se ríe.

–Si te caes, te estróncias. ¿Y qué haría yo sin ti? –Bromea.

Poco después paran a desayunar en bar restaurante. La mujer que regenta el establecimiento les orienta:

–Monteovo queda a unos veinte kilómetros de Pola, todo hacia arriba, por encima de los nublos.

–Vamos a Montoso, no a Monteovo –aclara Merche.

–Ye igual, le llaman de las dos maneras, pero es la misma aldea. ¿Tienen familia allí o van al oteo del osu?

–Lo segundo –afirma Merche.

–Lleven cuidado, que la carretera es pindia y serpentea como una culebra.

Agradecieron el consejo.

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