C11.-Gabriela amenazada

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

(En los capítulos anteriores, los investigadores del homicidio (en grado de tentativa) que ha sufrido el adinerado ejecutivo Juan Pedro Perrote Poterna, habían localizado a la rubia que encabezó el grupo de vengadores del atropello y abandono del ciclista Juanín. Ahora llegan a la aldea sobre las nubes y se van a llevar varias sorpresas)

Molinos de viento para generar energía eléctrica

Cincuenta minutos después de desayunar, el inspector Tilo Dátil y su colega Merche llegaron a Monteovo, una treintena de casas, algunos corrales y dos hórreos. Tilo estaciona al pie de un tejo, junto al pilón de una fuente de piedra con un caño que vierte un hilo de agua. Se apean, estiran las piernas, se deleitan con la visión del mar de nubes a sus pies, respiran el aire puro del monte con alguna veta de olor prehistórico del ganado. El pueblo está silencioso. Todavía no se ha desperezado. Merche se adentra por una calle y Tilo prefiere caminar por la carretera, observando las verjas y los muros musgosos de las casas. Ladra un perro, le secunda otro.

Merche llega a la plaza, lee el único letrero visible sobre la entrada de una casa de piedra con un gran corredor de madera en el primer piso y un patio empedrado y protegido por una pétrea pared de dos metros. Supone que en esa “Fonda la Casona” se aloja la joven Gabriela Cabello, pues ha visto un Seat Ibiza aparcado en un camino lateral a la casa con la pegatina de una agencia de alquiler de coches.

Mientras la subinspectora callejea, su compañero sigue carretera arriba hasta la última casa de la aldea. Nada ha llamado su atención por el momento. Gira ciento ochenta grados y vuelve por la otra orilla de la carretera con la mirada en la ladera de prados salpicados de bosque, retamas de escoba, brezos, zarzas, acebos, matabueys… Si afina el oído escucha el rumor de un arroyo que fluye en la garganta bajo las nubes. Un sonido de esquilas le saca del ensimismamiento. Son cabras que salen de una calleja entre las casas, seguidas de un borrico cano, dos perros de carea y un hombre con boina negra, mono azul de labor, un cayado en una mano y un turullo en la otra. Es un tipo musculoso, barbado, de mediana edad. Nada más pisar el asfalto vuelve la cabeza hacia las casas, acerca el cuerno a la barba y emite un sonido oscuro y prolongado que recuerda el claxon de un viejo camión. Se oyen goznes, golpes de portones. Bajan más cabras y algunas ovejas y carneros. Los perros las encauzan hacia arriba. Un canelo se acerca a él y le huele el pantalón. Ha debido de olfatear las feromonas de Mingus y le mira con ojos de interrogación. El agente lo acaricia. El hombre se acerca.

–Buenos días –le saluda Tilo.

–Santos y buenos –responde el cabrero– ¿Ye usté el veterinariu nuevo?

–No señor.

–Ah, ¿visitante u esu?

–No señor, soy inspector.

–Muchu ha madrugao.

–Un poco, aunque aquí amanece antes.

–¡Nosajodido mayo con las flores¡ ¡Eso ye questemos la hostie de’altes!

El hombre se inclina, agarra una piedra pequeña, la da a oler al perro y la lanza al tiempo que exclama: “¡Tibiii, dale a las cabras!” El perrillo arrea a las que han quedado paradas, triscando en la orilla de la carretera.

–¿Así que inspector, eh..? Entós va saber que anduvieron pequí unos colegas suyos va faer cosa d’un añu, esaminaron tou, papeles, ganado… Sacaron fotografíes y está por ver si no quiten las cuatro perres que dan a la montaña. Dixeron que non, que solo inspeccionaban el pasto, pero el vicín, que tien vacas de lleiti, anda l’home esmolecíu (preocupado). Dígole yo tranquil, Onorio. Pero quia, nun se fía; esos de la UE son peores que un nuberu (nublado).

Las cabras, cabritillos, ovejas, corderos, carneros y el borriquillo se desvían por un camino entre las paredes de piedra de la cerca de los prados y se van perdiendo de vista.

–Se le va a escapar el rebaño –le dice Tilo.

–Quia, esas ya conocen el camín –responde el pastor. Luego golpea el asfalto con el cayado y señala a los de arriba, los de las brañas, indicando que “ye a esos a los que tienen que meter mano por tramposos, yá que declaren munches más cabeces de ganáu de les que tienen, con el fin de atropar más dineru de subvenciones”.

Tilo le sigue el juego. El hombre tiene ganas de hablar y le explica que las vacas y los caballos de carne andan sueltos por el monte y resulta imposible saber si hay ciento cincuenta, doscientas o más cabezas. Eso permite a los cuatro o cinco ganaderos de la zona hacer trampas y cobrar más subvención por las reses y los pastos de la que les corresponde. Claro que en viendo el dineral que se llevan el duque de Alba y otros terratenientes facciosos y asquerosos tampoco va a hacer él de abogado del diablo.

–A los que-yos salió un granu nel culu ye a los carniceros de Belmontexu –añade.

–¿Eso qué significa?

–Coñu, que mira’l to por onde apaeció la dueña del caserón del texu y d’unos cuantos praos na Guariza que los carniceros consideraben sos. Resulta que les Cabellu yeren trés hermanos: una moza vieya y dos varones; el menor metióse fraile misionero y coló para América y el mayor quedose aquí col ganáu, casóse y tuvo dos fíos. Al morrer quedó tou para los dos fíos, pero nun cuntaben con que’l tío fraile tuvo una fía y agora vieno inscribir el so parte nel rexistru. Asina que yá ve, se va armar la de San Quintín.

–¿Hija de un fraile? –Simula Tilo su extrañeza.

–Pos sí señor, fía habida y reconocida. Y bien guapa que ye; roxa (rubia), bona moza y heredera d’una bona estensión del pandu (meseta) y del caserón onde los sos primos tienen el matadero.

Luego el cabrero guiñó un ojo y adoptó un tono de complicidad.

–Nun sé de que s’estraña usté si los flaires y cures han fornicáu tola vida. Lo que pasa ye qu’equí nun reconocen a los fíos y, polo visto, n’América sí.

En ese momento, Merche salió a la carretera, se acercó y saludó al cabrero.

–Tienen un pueblo muy bonito –le dijo.

–Ye guapu sí, y bien duru cuando nieva –respondió el lugareño, que dijo llamarse Regino, como su padre y su abuelo, productores del mejor queso curado de cabra en muchos kilómetros a la redonda.

–¿Vienen turistas por aquí? –Se interesó Merche.

–Entre los que xuben a ensugase y alendar (secarse y respirar), los que s’asomen a ver les aves que branien (veranean) nos llagos del monte, los qu’anden a ver osus y los que van a la peña a escalar nunca falten visitantes.

–Desde luego, el paisaje es impresionante –abunda la subinspectora.

–Si siguen carretera enriba van ver a pocu más d’un kilómetru’l el mirador qu’equí llamamos del coño.

–¿Del coño…?

–Con perdón… Eso ye que cuando s’asomen dicen: “¡Coño, si que ta alto!” Desde ahí van poder contemplar los valles, la Peña Cortada y los escobios (desfiladeros). En díes claros pueden vese los osus, families enteres.

Tilo retoma el asunto de la hija del fraile, y el cabrero les cuenta que llegó ayer, se aloja en la fonda y, al parecer, ha convocado a sus primos esta mañana, “supongo que para conocelos ya informa-yos de les propiedaes qu’heredó del so padre”.

–Menuda sorpresa se habrán llevado –supone Tilo.

–Nos ha jodido; toda vida pensando que’l monte yera so y resulta qu’un terciu ye de la moza recién llegada. Yá lo dixo Carulla na Biblia en Versu: “Xesucristo nació nun preselbe y onde menos se espera salta la llebre”.

Con el fin de que Merche se haga una idea de dónde se han metido, Tilo le pregunta si de verdad cree que los primos van a venir en son de guerra, y el cabrero responde que sí, que esa moza es la “prima de riesgu” y que más le valdría salir cuanto antes para “Uviéu” y dejar las cosas como están. Al parecer, la conversación por radio con los del monte no fue muy amistosa. “Tengo entendíu que la amenaciaron y eso dame malu escayu (espina)”.

–¿Diría usted que se masca la tragedia?

–Nada bueno endeluego.

El aldeano califica de “brutos, egoístas y ambiciosos” a los grandes ganaderos de las brañas con residencia en Belmontexus y sostiene que los más incultos y fanfarrones, los más capaces de cometer cualquier barbaridad son los primos de la hija del fraile. Son pendencieros y padecen “acemilitis”, una variante de la “burricie” que les impide razonar como es debido. Eso dice. Merche mira a Tilo y se lleva una mano a la boca para contener la carcajada. El cabrero advierte:

–Con esos solu vale la fuerza. Capaces son de secuestrar y estazar (descuartizar) a la moza y faela sumir (hacerla desaparecer). Yo, por si acasu, güei d’equí nun muevo.

Se despidieron del cabrero Regino. Ahora sabían que la rubia de los cloaqueros se hallaba hospedada en los fonda y se encaminaron hacia allá. Deseaban conocerla, que les contara cómo había averiguado que el tal Perrote Poterna había atropellado a Juanín y cómo habían ideado la venganza. Entonces Tilo cayó en la cuenta de que ni siquiera habían preparado el interrogatorio. Ni él ni su compañera tenían la menor gana de detenerla. Si ella admitía haber cooperado en el alcantarillazo a Perrote sería asunto suyo.

Merche sabía que a Tilo no le hacía pizca de gracia tener que regresar a Madrid en el primer vuelo disponible con la rubia esposada a su muñeca izquierda. Con todo, le sorprendió que le preguntase si llevaba la herramienta. Ella le respondió que la había dejado en el coche y él le ordenó que fuera a recogerla.

–No creo que haga falta –dijo Merche.

–Nunca se sabe; si esa mujer está amenazada por los cafres de sus primos más vale prevenir que lamentar. Agarra también los grilletes.

–Sí, jefe.

Subieron calle arriba hasta la fonda. Encontraron abierta la cancela del patio, pasaron, saludaron a un hombre de edad mediana, que ponía grano en los comederos de lata de un pelotón de gallinas confinadas en una cerca de alambre. Empujaron la puerta de entrada al establecimiento, situada bajo el artesonado de madera del corredor, oyeron la esquila colgante que avisaba de las entradas y salidas. Un pequeño recibidor con un espejo al fondo, una estantería con libros y revistas y una mesa alta y estrecha a modo de mostrador daba paso a una escalera a la derecha y a una puerta abierta a la izquierda sobre la que se leía: “Taberna-comedor”. Pasaron. Una mujer joven se asomó al ventanal sin cristales que comunicaba el amplio salón alargado y poblado de mesas y sillas de madera con el culo de esparto con lo que debía de ser la cocina.

–Buenos días, enseguida estoy con ustedes –les dijo.

Esperaron junto a la barra de madera oscura, archibarnizada. Olía bien allí dentro, a tortilla de patatas con cebolla. Dos minutos después, la mujer se situó detrás del mostrador y se presentó:

–Soy Amandi, ¿en qué puedo servirles?

–La verdad es que ya hemos desayunado, pero dos cafés con leche nos vendrían bien.

–Siéntense donde les parezca, enseguida se los llevo.

Eligieron una mesa al pie del ventanal. Amandi, pelo castaño, cara redonda, nariz fina y ojos de avellana les sirvió y les preguntó si deseaban tortilla de patatas recién hecha, a lo que ambos respondieron afirmativamente. Luego Tilo le preguntó si la señorita Cabello se encontraba allí alojada, a lo que respondió afirmativamente.

–Han llegado muy temprano –añadió antes de afirmar que la señorita no se había incorporado todavía. A continuación comentó soriendo:

–Hay que ver cómo cambian los tiempos: antes tenías que ir tú a la notaría y siempre te tocaba esperar, y ahora viene el notario y le toca a él esperar.

Merche miró a Tilo con la burlesca seriedad de los payasos hacia las autoridades (autoridad fiduciaria en este caso) y dejó correr la creencia de la patrona sin abrir la boca más que para meter un trozo de tortilla y elogiar su sabor.

En ese instante, un niño y una niña de entre ocho y diez años asomaron a la puerta con sus mochilas al hombro. La mujer les acompañó hasta la cancela del corral, sonó el claxon del microbús escolar, les besó y salieron corriendo hacia la carretera junto con otros chavales del vecindario.

–Vaya si hay niños en la aldea –le dijo Merche cuando regresó.

–Monteovo aporta siete guajes a la unidad escolar de Pola –respondió Amali.

–Señal de que el pueblo tiene futuro –terció Tilo antes de preguntarle cuántos vecinos son. –En activo somos cinco familias con hijos.

–¿Y en pasivo?

–Algunos más; están Elcano…

–¿Canoso?

–Eso también, pero le llamamos Elcano porque ha dado la vuelta al mundo. Y no una ni dos, sino muchas veces.

–¡Carajo!

–Fue marino mercante –aclaró Amandi–. Tenemos también al ingeniero Ramón, Juanón el papa, la Farrina y su primo Paco, Regino el cabrero, Onorino… Todos jubilados.

–¿Como es que tienen papa si no hay iglesia? –Se interesó Merche.

–Ni falta que hace; a Juanón le llamamos el papa porque solo dice mentiras. Si están un rato por aquí los irán viendo subir; enseguida van cayendo por el café y el lingotazo de orujo. No les extrañe si el cabrero quiere venderles queso o el Onorio les ofrece varas para el camino o madreñas cinceladas; es muy mañoso con la madera.

–Vaya si tienen un pueblo interesante –repuso Merche.

–Pues si, paz y concordia no faltan y lo esencial, tampoco. Tenemos luz del salto de Riomalo y agua corriente del depósito de allí arriba. Lo que más falta nos hace es la antena para los teléfonos móviles y el acceso a Internet para no tener que bajar a Pola. A lo mejor ahora, con eso de los molinos, se acuerdan de nosotros. Por cierto, se me olvidaba el Ina, un esquilador de primera y un internauta superior, se anuncia en la Internet y lo llaman de todos los lados para esquilar. Después de todo los pueblos son los conocimientos y las habilidades de sus gentes. Y de aquí, de este Monteovo tan pequeño, ha salido mucha, pero mucha materia gris.

Se notaba que aquella Amandi tenía ganas de hablar, así que Merche no dudó en darle cuerda:

–¡Ah, sí!

–Claro que sí. A bote pronto, que yo recuerde, de aquí salió uno que llegó a ser catedrático en Salamanca, una ingeniera nuclear de mucha nombradía, un aviador, otro que conduce trenes de alta velocidad. Y eso sin contar a don Manuel Álvarez, que dicen que allá a primeros del siglo pasado fue mediador entre los estadounidenses y los mexicanos en la guerra de anexión de Nuevo México y se ganó el respeto de las dos partes, imponiendo la paz.

–¡Jobar… eso si que es!

–Pues ya lo ven. Y era un simple pastor, un conductor de ovejas a California. Aquí nadie se acuerda de él, pero allí le pusieron una estatua en San José y dieron su nombre a parque nacional. Bueno, y aunque no nació aquí, ahí tienen a la hija del fraile, una cirujana hecha y derecha –añadió Amandi, señalando con el pulgar hacia el techo–. Si les parece, le doy un toque, que ya casi van siendo las diez.

–Déjela estar, que ya bajará –dijo Tilo–. Por cierto, ¿qué es eso de los molinos?

–Que van a poner molinos de viento en lo alto del monte.

–Pues habrá lío.

–Ya lo ha habido, pero al final los ecologistas han admitido que no afecta a los patos de las lagunas ni a los osos ni al ganado y han dado el brazo a torcer. Aunque afean el paisaje, no dañan la fauna ni la flora y además los de las eléctricas se han comprometido a entonar las aspas para no dañar a las aves migratorias. La gente está mayormente de acuerdo porque no es solo luz, sino ingresos por el uso del terreno. La mayor parte del altiplano es de los brañeros, que tienen ganado suelto, vacas y caballos por ahí arriba, y van a recibir un buen dinero por el parque eólico.

–¿Como cuánto? –Inquirió Merche.

–Dicen que en Galicia pagan el alquiler del terreno a tres mil euros anuales por cada mil megawatios, con que si tenemos en cuenta que cada aerogenerador rinde un promedio de dos mil megawatios, aunque luego saquen el triple, es un dinero. Aquí los más beneficiados van a ser los belmontexus, pero también a algunos de Monteovo les va a caer un pellizco. Sin ir más lejos, la señorita Gabriela va a tener media docena de molinos en los pastos de allí arriba.

–Una buena renta –dijo Merche.

–De no conocer el pueblo siquiera a recibir la herencia de su padre, una braña, un chozo, pastos y peñascos…, nada que valga la pena para una mujer de ciudad, bien situada y con carrera…, ya les digo.

Las explicaciones de Amandi, sumadas a la opinión del cabrero Alipio sobre la brutalidad de los primos montaraces de Gabriela, acaban por poner en guardia a Merche y a Tilo. Se miran, se entienden con la mirada. Merche tuerce los ojos hacia un lado, confirmando el acierto de llevar la reglamentaria en la sobaquera bajo la cazadora. Saben que Gabriela está en peligro, que el viento trae el dinero y el dinero puede nublar la razón de esos bestias.

Unos minutos después oyen sonido de suelas sobre las escaleras de madera. Es la rubia de los cloaqueros que baja y entra en el salón. Saluda a Amandi, que trajina tras la barra, les mira fugazmente y les da los buenos días. Los agentes responden al unísono y Tilo añade:

–¿Es usted Gabriela Cabello?

–La misma que viste y calza –dice ella.

–La estábamos esperando –dice Tilo.

La mujer asiente y pide a Amali café con leche y una rebanada de pan tostado con aceite. Se acerca a la mesa y Tilo y Merche se incorporan para saludarla. El inspector se deja imantar por los glaucos ojos de la rubia. Es guapa, muy guapa, se dice. Medirá uno sesenta, frisará los treinta años de edad y no debe pesar más de cincuenta kilos. La percepción formal de Tilo se completa con el aroma fresco del pelo húmedo de la joven y la ojeada a su atuendo consistente en una camisa arremangada con cuadros rojos y blancos, un pantalón vaquero de color azul desteñido y unas alpargatas deportivas de tela negra y goma blanca. El contenido requiere más tiempo. Tilo la invita a sentarse a la mesa. Ella acepta y deposita en una silla la gruesa carpeta que trae bajo el brazo. Sabe que no son el notario y su ayudante porque ha quedado con ellos una hora más tarde, a las once de la mañana.

–Ustedes dirán.

–Vamos a tutearnos si te parece –propone Merche.

–Perfecto –repone Gabriela.

–Si no estoy equivocada tú eres la doctora Cabello, del Hospital General de Toledo, y has dejado tu puesto para alistarte en una misión de Médicos Sin Fronteras en algún lugar de África, un campo de refugiados o donde te envíen, ¿verdad?

–Es cierto. ¿Cómo lo sabes?

–Me lo ha dicho tu vecina, una mujer encantadora. Te cuento: somos policías y estamos investigando un homicidio en grado de tentativa de un tipo digamos que importante en términos políticos y económicos, un hombre rico, con propiedades inmobiliarias y rurales en Madrid y La Rioja y con un tío carnal que le considera su hijo y es nada menos que diputado y tesorero del partido conservador. Y tiene muy malas pugas, por cierto. El caso es que a ese hombre, el señor Perrote Poterna, lo arrojaron a las cloacas por la boca de una alcantarilla y estuvo a punto de perecer. Además parece ser que no fue el único que sufrió una agresión tan grave, ya que tres días antes, en plena procesión del Corpus Chisti se registró en Toledo un hecho muy similar.

Merche guardó silencio mientas Amandi se acercaba con el café con leche y la tostada y la aceitera y la sal para Gabriela. Tilo aprovechó y le solicitó otro café y un vaso de agua. Cuando la patrona se alejó, la agente retomó su relato y le contó las pesquisas que los empujaron a viajar desde Madrid para interceptarla antes de que se fuera de España.

–¿Cuándo tenías previsto viajar a Suiza? –Le preguntó Merche.

–Tengo un vuelo el sábado a París y otro el lunes a primera hora a Ginebra.

–No estés tan segura.

La rubia sonrió.

Tenía una sonrisa preciosa, o al menos eso le pareció a Tilo, que terció después de que Amandi le sirviera el café:

–Merche dice eso porque tus primos del monte son capaces de secuestrarte y despeñarte por un desfiladero si no dejas las propiedades como están. No sé si eres consciente del riego.

–Yo pensé que veníais a detenerme –dijo Gabriela.

Tilo se acordó de que la última vez que miró su teléfono todavía no había recibido el correo electrónico de aquel juez tan “competente” con la orden de detención de la sospechosa Gabriela Cabello. Y ya no la podía recibir por falta de cobertura.

–Luego hablaremos de eso –dijo–; lo preocupante ahora es la amenaza de esos montaraces.

–Bueno, anoche hablé por radio con uno de ellos, Laureano, el pequeño, y si, se llevó una gran sorpresa al saber que tiene una prima y que he heredado la braña y un tercio de los terrenos del monte. Le noté un poco extraño. Yo esperaba que se alegrara de mi existencia, pero tengo la impresión de que fue incapaz de digerir la sorpresa.

–Lógico: los frailes no suelen tener hijos reconocidos –dijo Tilo.

–¿Te dijo algo que sonara a amenaza? –Inquirió Merche.

–Masculló algunas frases que no entendí muy bien, habla muy cerrado. Supongo que no le gustó que le dijera que había venido a conocer e inscribir mis posesiones. Traigo aquí el mapa de la partición de mis abuelo y la escritura de la herencia de mi padre ante un notario de San Juan de Puerto Rico, debidamente compulsada por el secretario de la embajada española allá y estoy dispuesta a hacerla valer, que para eso he quedado con el notario, y a consignarla en el registro de la propiedad y en el catastro de Oviedo.

–Pues cuanto antes lo hagas, tanto mejor –afirmó Merche.

–Bueno, tampoco creo que puedan hacerme nada malo y si van por la tremenda, no les tengo ningún miedo. Manejo técnicas de defensa personal y poseo suficiente preparación física para dejarlos fuera de combate a las primeras de cambio. Un poco oscos puede que sean, pero Amandi dice que van a lo suyo y no se meten con nadie. Incluso pagaron el arreglo de la ermita del Cristu del Ovo y la construcción de un refugio en Peñaoscura para los escaladores.

La irrupción del hombre que daba de comer a las gallinas y que resultó ser el marido de Amandi, un vaquero llamado Arcadio, dejó en suspenso la conversación.

–Buenos días, señores –saludó– ¿Ha descansado bien la señorita? –Añadió en referencia a Gabriela.

–Estupendamente –dijo ella.

Tilo vio la oportunidad de salir airoso de la situación. No quería arrestar, de momento, a la rubia de glaucos ojos, pero necesitaba mantenerla bajo control, y la mejor forma de hacerlo, pensó, era hacerla sentir la necesidad de protección.

–Señor Arcadio –dijo alzando la voz–, tómese un café con nosotros, quiero preguntarle algo.

–Mejor un chupito de pacharán –dijo el hombre desprendiéndose de los guantes de latex que prolongaban el azul de su buzo de trabajo hasta las extremidades superiores.

–Bueno, pues usted dirá –añadió tras acercar una silla y sentarse junto a la rubia.

–Vamos a tutearnos si te parece. Quería preguntarte: ¿sabes si los primos de Gabriela tienen armas de fuego?

–Escopetas si, desde luego; casi todo el mundo las tiene y ahí en la braña, con mayor motivo. Date cuenta de que en invierno nieva bastante allí arriba y no siempre tienen despojos para echar de comer a los lobos, así que tienen que ahuyentarlos a tiros hasta que trasponen para el otro lado, para la parte de León.

–¿Y los osos?

–Esos solo tienen peligroso hacia finales de marzo o primeros de abril, cuando salen del letargo invernal y bajan hambrientos de entre las peñas y los árboles hasta los prados en busca de comida. Algunos ganaderos de Belmontexu tienen reses sueltas por ahí arriba y, especialmente los Cabello, que disponen de matadero y secadero de cecina en el monte, así que procuran dejarles comida y mantenerlos contentos para evitar que ataquen al ganado. Así vamos. Desde la hospedería también contribuimos, no creáis que no, con una buena cuota dineraria al mantenimiento de la especie, una riqueza natural única y preciosa que atrae mucho turismo.

–¿Les afectarán los molinos?

–Los expertos aseguran que el sonido de las aspas y los generadores, al estar tan altos, ni les asusta ni los espanta, así que habrá que fiarse. Ya veremos.

–Pero volviendo a las armas…

–Por cierto, tus primos –dijo Arcadio, tocando el brazo de Gabriela–, dejaron recado anoche por radio de que vendrán esta misma mañana a conocerte.

El cascabel de la puerta atrae la atención de los reunidos. Entran dos hombres, uno mayor y otro joven. Amandi sale de la cocina, se coloca detrás de la barra, les da los buenos días y les pregunta qué desean tomar. El tipo de más edad, pelo entrecano, nariz gruesa y cintura de obispo le pregunta a su vez por la señora Gabriela Cabello, a lo que Amandi señala la mesa junto al ventanal. “Allí la tiene usted”, le indica. El hombre, que viste un traje oscuro con rayas blancas, se acerca a la mesa y Gabriela se incorpora a saludarlo. Es el notario que estaba esperando.

El joven larguilucho que le acompaña ha solicitados dos cafés con leche y se dirige con un maletín negro al fondo del establecimiento, donde toma posesión de una mesa para que puedan trabajar sin ser molestados. Gabriela coge su carpeta y Tilo, preocupado por la supuesta amenaza de los primos de riesgo, pregunta al fornido notario si van a tardar mucho, a lo que el fiduciario responde: “Media hora a lo sumo”, y se desplaza, seguido de la clienta, a la mesa del larguilucho.

Tilo aprovecha la pausa para pagar las consumiciones. Luego sigue a Merche a la calle. El cielo está limpio y azul, el sol reina en lo alto y la temperatura, ya por encima de los veinte grados, invita a desprenderse de la cazadora. Cruzan el corral. En la calle, el inspector se fija en el pulcro Mercedes Benz todo-terreno estacionado junto al muro de la fonda. Se acerca, lo observa, se inclina sobre el posa pies exterior del lado del conductor, da la vuelta, mira el otro reposa pies, saca el teléfono del bolsillo del pantalón y toma unas instantáneas. El coche del notario es un modelo idéntico al del señor Perrote Poterna que vio en el parking subterráneo de Ortega y Gasset, aunque con una diferencia: sin la muesca o arruga en el reposapie lateral derecho de aquel.

El señor Arcadio ha ido a asomarse a ver sus vacas, que pastan las lindes de un prado recién segado detrás de la hospedería. El cabrero debería hacer lo propio con sus chivas, pero le ven conversando con dos aldeanos en la bajera de la calle, junto a la carretera. Merche y Tilo bajan hacia ellos, les saludan.

–Buen día para los pájaros –dice Tilo.

–Y las lagartijas –repone el hombre canoso que debe de ser Elcano y apoya el trasero en uno de los cuatro cántaros metálicos vacíos que ha dejado el furgón de la recogida de la leche.

Contemplan las nubes del valle, que se van deshilachando, evaporando. El cabrero pregunta al inspector qué dice la jefatura de Bruselas sobre esos molinotes de viento que van a plantar en las cumbres. Tilo no sabe qué responder y se encoje de hombros. El señor Elcano mira a Merche con mucho interés. Más que mirar se diría que la está examinando por partes con una expresión entre la admiración y el deseo. Merche es linda, un poco huesuda, de piernas largas y culo alto. Representa menos edad de la que tiene. El cabrero insiste en la materia de los molinacos, no le gustan, afirma que tarde o temprano afectarán al ganado y sostiene que los mandos de la Unión Europea, que se meten en todo y lo regulan todo, tendrían que prohibir esas plantaciones en montes como este, porque no es solo el ganado, sino también los osos y los patos migratorios los que van a verse afectados.

El tercer hombre, Ramón, que debe de ser el ingeniero jubilado del que habló Amandi, sale en defensa de los avances tecnológicos y las energías limpias. Aclara al cabrero Regino, al parecer, por enésima vez, que no, que la UE no tiene competencias sobre los parque eólicos, que eso es un asunto propio de cada Estado miembro. Y en lo atinente al ruido, las vibraciones y todas esas garambainas que afectan a los animales, hay mucho de leyenda, dice, y muy poco de verdad. Alipio mueve la cabeza en señal de incredulidad y el ingeniero se esmera en explicarle que el ruido de los molinos resulta imperceptible para los osos, los burros, las cabras y el ganado suelto por el monte y el altiplano.

Sobre si las aspas afectan a los patos, los charranes, las espátulas, grullas y otras avefrías migratorias de las lagunas, afirma lo elemental: “Ninguna es ciega” y añade lo visible: “Las aspas se mueven despacio y las pueden sortear con facilidad”. El ingeniero se esmera en demostrar su honradez frente a la testarudez del cabrero, y en tal sentido explica que él tampoco cree que las compañías eléctricas ralenticen el giro de las aspas por preservar la avifauna, sino por que no necesitan más velocidad.

–¿Y si sopla mucho viento? –Inquiere Merche.

–Tanto da –responde el ingeniero Ramón–; los aerogeneradores llevan un eje rápido que multiplica por mil las vueltas del eje lento de las aspas, llegando a alcanzar mil quinientas revoluciones por minuto y produciendo un sonido similar al ruido del motor de un coche, aunque con la ventaja de que está alto y no afecta a los animales.

–Y al girar despacio no matan a los pájaros.

–Correcto –ratifica el ingeniero.

–Bueno, bueno…, pero atraen los rayos de las tormentas –aduce el cabrero.

El ingeniero evita afirmar o negar.

–Eso habrá que estudiarlo todavía –dice.

–Hombre, yo supongo que lo tendrán bien estudiado –razona Elcano al tiempo que levanta el trasero del cántaro de zinc–; no van a colocar esos armatostes tan altos para que les caigan rayos y los fundan a las primeras de cambio. ¿O sí?

El cabrero Regino masculla algo ininteligible, dando a entender que no le convencen y se aleja del grupo para asomarse a la orilla de la carretera y otear las cabras que pastan donde terminan las paredes de los prados. Unos minutos después llega Arcadio a recoger las cántaras de la leche. Elcano le ayuda agarrando dos. El ingeniero dice: “Vamos a ver qué menú nos está preparando Amandi hoy”. Ella les da de comer y los jubilados le pagan. Merche y Tilo ven salir al notario y su ayudante y se encaminan hacia la casona. El fiduciario hace sonar el claxon de su magnífico vehículo en señal de despedida. Los paisanos les dicen adiós alzando la barbilla.

Apenas han recorrido los cincuenta metros que les separan de la fonda cuando el cabrero les silva desde la carretera. Vuelven la cabeza y Regino les grita: “¡Los montunos!” Se refiere a los primos de Gabriela. Tilo y Merche se apresuran a entrar al estadero e instan a la doctora a recoger sus papeles y acompañarles a la planta superior.

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