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‘Viaje a la situación’ (XXVII): «Bravo por Bravo»

Bravo escoltó el avión de Stalin en su viaje a Teherán para reunirse con Roosevelt y Churchill, una conferencia decisiva para derrotar al nazi-fascismo
Bravo escoltó el avión de Stalin en su viaje a Teherán para reunirse con Roosevelt y Churchill, una conferencia decisiva para derrotar al nazi-fascismo.

Por KEY GOOD

Los días que siguieron, Montilla contó su vida allá en México, donde se ganó el condumio realizando tareas tan variadas como arrastradas. Vendió lencería a domicilio, fue barrendero, vendió periódicos, consiguió un empleo de aviador, pero tuvo mala suerte: realizaba vuelos nocturnos transportando pescado en un avión de carga entre la costa del Pacífico y la capital federal; todo iba bien hasta que la compañía quebró y, para cobrar el seguro, el propietario prendió fuego al avión. Nunca volvió a pilotar.

En cambio, su jefe de escuadrilla, José María Bravo, siguió volando y mantuvo a raya a los nazis en Ucrania durante la Gran Guerra Patria, como llamaban los rusos a la Segunda Guerra Mundial. Del arenal de Gurs guardaba un recuerdo pésimo. Pero aguantó con sus compañeros y ahora se sentía orgulloso de haber contribuido a derrotar a los nazis.

–Yo también pude ir a México –contó Bravo–; un día recibí en Gurs la visita de un pariente lejano de mi padre al que no conocía, que me propuso que le acompañara a América, donde había estado anteriormente. Tenía el proyecto de montar una churrería en México y estaba dispuesto a corromper a quien fuera para sacarme de aquel campo. Yo le agradecí de todo corazón el esfuerzo y la magnífica oferta que me hacía en unas circunstancias tan penosas, pero renuncié a ir con él. Al paso de los años me enteré de que había prosperado, poseía una cadena de establecimientos de hostelería y era millonario. ¡Está visto que no he nacido para churrero ni para millonario!

La Rubia dijo que el de churrero era un oficio tan digno y honorable como cualquier otro, y Montilla, que había trabajado de barrendero, la respaldó sin dudar.

–Lo que pasa –aclaró Bravo– es que pasar de los loopings a los churros me pareció un poco demasiado y, por otro lado, nos había llegado una oferta de la embajada rusa para ir a la URSS, y aquello me pareció una salida mejor.

–¿Aceptaron combatir con los rusos en vez de con los gabachos? –Le preguntó Lucas.

–Pues sí. Formamos una comisión para informar y preguntar quiénes querían ir a Rusia, y la mayoría de los pilotos aceptamos encantados. En julio de 1939 salimos de Gurs. En la última expedición nos incluyeron a Arias y a mí. Dicho sea de paso, los franceses seguían poniendo dificultades para dejarnos salir, y el gran jefe Lacalle estaba demasiado preocupado por su familia –tenía a su madre y a sus hermanas prácticamente solas y sin ayuda en España– para ayudarnos y hacer valer nuestra demanda de que nos dejaran salir. Él no aceptaba ir a Rusia; se fue a México y tiempo después logró reunir allí a su familia.

–¿Y qué pasó después? –Preguntó Lucas.

–Lo que tenía que pasar: los franceses se rindieron a la evidencia de que nunca podrían contar con nosotros y acabaron cediendo. Nos reunimos en París, donde los sindicatos nos recibieron afectuosamente, nos dieron ropa nueva, nos mostraron las maravillas de la ciudad, nos facilitaron una residencia y no se separaron de nosotros ni un instante hasta que partimos hacia El Havre y embarcamos rumbo a Leningrado en el barco María Uliánova. Fueron unos días de navegación tranquila y feliz. San Petersburgo bien valía dos días de admiración, al cabo de los cuales emprendimos viaje hacia Moscú siguiendo las vías por las que poco después circularía uno de los trenes más famosos de Europa, el velocísimo Estrella Roja que uniría en pocas horas las dos ciudades. Atravesamos el impresionante Volga y luego el Moskova a la altura del puerto fluvial de Jimki, una zona de la capital repleta de izbás o casitas de madera habitadas por millares de obreros. Finalmente llegamos a la estación, situada en la plaza de Komsomólskaia, en cuyos alrededores se hallaban los parques de recreo Timiriásevo, Ostánkino, Krasnogorsk y Sokólniki, con sus antiguos palacios de la época zarista, magníficamente conservados.

Bravo admiraba a los rusos. Con sólo escuchar sus esmeradas descripciones sobre el magnífico y ordenado país, con su papito Stalin, borracho de sangre y poder, todos podían constatar su orientación ideológica y el amor sin par que sentía hacia el llamado “paraíso comunista” que, a decir verdad ni era paraíso ni era comunista, sino un sistema cruel y dictatorial de partido único cuyas camarillas de dirigentes se despellejaban unas a otras y todas dominaban a la población civil mediante la vigilancia y el terror, lo que no restaba una micra de verdad al relato del entusiasta y valiente aviador.

Bravo siguió contando que cuando llegaron a Moscú fueron recibidos por las autoridades y los dirigentes del Partido Comunista de España (PCE) allí refugiados. “Los recién llegados que habían ocupado puestos de responsabilidad en el Ejército republicano se quedaron en la ciudad y los demás nos fuimos a Járkov, a una enorme residencia para los mineros del Dombás, que era la cuenca minera del Don. Allí, en aquella casa de reposo, situada en el pueblo de Zanki, a unos treinta kilómetros de Járkov, estuvimos Zarauza, Arias, Lario y algunos otros estupendamente. Nos daban clase de ruso y nos trataban de maravilla. Nos visitaron algunos técnicos para preguntarnos qué queríamos hacer. Nuestra respuesta era siempre la misma: queríamos volar. Nos respondían con una negativa. Los que estaban más débiles fueron llevados a Crimea, cerca de un grupo de niños españoles. Cuando se repusieron, los trasladaron también a Járkov. Al final nos asignaron un destino relacionado con nuestra formación y ocupación en España antes de la guerra. Los que habían estudiado en las Academias Militares españolas, como era el caso de Francisco Ciutat, Antonio Cordón, Manuel Márquez, Pedro Prado y algunos otros militares de carrera, fueron destinados a la Academia de Estado Mayor de Voroschílov. A los mandos milicianos los mandaron a la Academia de Frunze para jefes y oficiales. Allí fueron Valentín González el Campesino, Francisco Romero Marín, Ramón Soliva, Artemio Precioso, Juan Modesto, Manuel Tagüeña, Enrique Líster, José Bobadilla, Carrasco, Jerónimo Casado, José Vela Díaz, Rafael Menchaca… En fin, todos aquellos que habían sido mandos del Ejército Popular de la República. Y luego, la mayoría de los cuadros dirigentes del partido fueron enviados a escuelas del PCUS. Algunos aviadores sin calificación profesional en la vida civil acabaron de profesores de los niños españoles –Tuñón, Sánchez Calvo, Allende y algún otro”.

La memoria de Bravo era prodigiosa. Montilla le preguntaba qué había sido de fulano o de zutano y él le proporcionaba cumplida información sobre su destino. Si apretaba los labios y cerraba los ojos, malo: señal de que habían fallecido.

“A los que habíamos sido estudiantes en España nos destinaron al Instituto Mecánico de Construcción de Maquinaria de Járkov, semejante a la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Éramos un grupo pequeño, de siete u ocho, Pachín, Fierro, Flórez, Gisbert, Ráfales, Molina, Talón… Talón fue incluido erróneamente, pues ya había terminado la carrera de Derecho en España, así que subsanaron el error enviándole a trabajar a Radio Moscú, donde se ocupaba de las emisiones en español. Nos pusieron en primer curso, pero teníamos unos conocimientos y una experiencia muy superior a la media, así que nos sobraba tiempo para todo. Claro, nosotros teníamos 21 o 22 años y los rusos con los que nos pusieron, dos o tres menos”.

–¿Entonces se puede decir que en vez de obligarles a ganarse la vida como el diablo les diera a entender, del mismo modo que tuvieron que hacer los evacuados hacia México y otros países de América, a ustedes les enviaron a la Universidad?

–Así fue.

–¡Qué tíos, los rusos! –exclamó Lucas.

–Una gente extraordinaria. Nos instalaron en una residencia estudiantil enorme, que se llamaba “Guigant”. Éramos más de tres mil alumnos de ambos sexos. Aquel complejo era una auténtica ciudad, con tiendas, cines, comedores, gimnasios… Teníamos una habitación para cuatro. De primeras, estuvimos dos españoles y dos rusos, pero luego yo me mudé para estar sólo con rusos y obligarme a hablar en su idioma. El uno de septiembre empezaron las clases. Estábamos incluidos en un grupo de quince alumnos en la Facultad de Automóviles y Tractores y recibíamos clases prácticas, una especie de seminario, siempre precedidas de una lección magistral que versaba sobre asignaturas comunes a las distintas especialidades. Nunca olvidaré la primera lección magistral. Fue de Matemáticas. Un profesor que se llamaba Brzhechka la dedicó a explicar el concepto “envolvente”. Anque todavía no comprendía muy bien el ruso, me di cuenta de aquel hombre repetía los mismos conceptos una y otra vez y dejé de prestar atención. Al finalizar la clase, que duró una hora, vi que algunos alumnos enviaban al profesor unos papelitos con preguntas. Yo también hice el mío. Escribí en francés “los estudiantes no somos…” y pinté un burro.

–Tu siempre dando la nota, José María.

–Nada más leer el papel, aquel profesor lo alzó y, mostrándolo a los estudiantes, preguntó de quién era. Yo me levanté y dije que era el autor de la nota. El hombre no me hizo ninguna observación y dio por finalizada la clase. Pero al poco tiempo nos llamaron a todos los españoles del comité del Partido y, mediante un intérprete, nos preguntaron quién había enviado la nota ofensiva a aquel profesor. Yo dije que no tenía intención de ofender a nadie, sino que, como no sabía ruso, había utilizado aquella forma para transmitirle la idea de que los estudiantes no éramos seres sin raciocinio y pensaba que puesto que la Unión Soviética estaba construyendo el socialismo y había creado el stajanovismo en la producción, carecía de sentido que repitiera tantas veces la explicación del mismo concepto. Creo que mi argumentación fue convincente, pues el secretario del Partido se salió por la tangente diciendo que los latinos teníamos la mente más rápida, pero a los rusos había que repetirles las ideas más veces. Después supe que esa misma teoría ya la había expresado el mariscal Suvórov en su obra La ciencia de vencer. La repetición es la madre de la enseñanza en Rusia. Ahí terminó todo. Pero hay que reconocer que los rusos tienen una gran cualidad: no son rencorosos. Durante los exámenes, aquel profesor Brzhechka quiso corregir el mío expresamente y… ¡Me dio sobresaliente!

Aunque Bravo era muy reservado sobre sus relaciones con las mujeres, Montilla comenzó a tirarle de la lengua como había hecho él sobre sus relaciones con las chicas, y Bravo terminó confesando que gracias a los rudimentos de alemán que había adquirido durante un verano, cuando era estudiante, se entendió muy bien con una alumna de su grupo llamada Iria Ledvig, una hebrea que hablaba muy bien alemán, y al poco se convirtieron en novios. “Nuestra relación se mantuvo hasta el comienzo de la guerra, en que salió a flote su espíritu antisoviético. Su padre era un abogado que había muerto en las terribles purgas de Stalin y ella comenzó a colaborar como intérprete de los alemanes hasta que… uno de ellos la mató”.

El aviador guardó un minuto de silencio y se quedó con la mirada perdida en la atmósfera de un óleo con trigales, amapolas y alcornoques, colgado entre dos alacenas. Después acercó la copa a los labios, se pasó la mano por la frente y prosiguió: “No era mala vida, aquella de estudiante. Los comunistas te instruían, te daban una paga, hacías deporte, paseabas, bailabas y hacías otras cosas agradables con tu novia, la preciosa Iria. ¿Qué más podías pedir? Los malos recuerdos quedaban atrás. Los domingos nos reuníamos con otros compañeros rusos en sus “repúblicas” y cocinábamos y comíamos a costa suya, pues la paga no nos llegaba a fin de mes, debido a esa costumbre tan española de gastar más de la cuenta los primeros días. Entonces hicimos un descubrimiento estupendo: las lentejas. Los rusos no comían aquella gramínea: se la daban a los cerdos. Cocinábamos perolas de lentejas con cebollas, tomates, pimientos y tocino y nos dábamos unos banquetes de padre y muy señor mío. Ellos se acabaron acostumbrando. Otras veces, visitábamos la escuela de niños españoles de Pomierki, en las afueras de la ciudad, donde estaba de profesora la madre de nuestro compañero Ráfales. Además de comer de gorra todos los domingos, yo me sacaba un sobresueldo dando clase de matemáticas y dibujo lineal a los compañeros españoles de una fábrica para que pudiesen interpretar los planos de las piezas que tenían que fabricar. También me inscribí en el círculo de natación; nos entrenábamos a las diez de la noche en la piscina de la fábrica Serp y Mólot tres días por semana y me convertí en campeón del Instituto y de las competiciones estudiantiles de Járkov en la modalidad de braza”.

–Siendo un nadador famoso, alguna sirenita pescarías, ¿no?

–Ya tenía a mi Iria, ¿para qué más? Ya sabes Manolo que no soy promiscuo.

–Las rusas suelen serlo –terció la Rubia.

–Sí, y además son muy bonitas, pero yo me limitaba a mirarlas. Además, estábamos muy preocupados por la situación internacional. Alemania había emprendido su ofensiva hacia el Oeste, había ocupado Bélgica, Holanda y Francia sin resistencia. El Gobierno de Petain había pedido el armisticio. La guerra contra la Unión Soviética nos parecía inminente y nos resultaba extraño que ni el pueblo ni el ejército ruso advirtieran el peligro y se dejaran sorprender. Hicimos el segundo curso en aquel Instituto de Construcción de Maquinaria –al que, por cierto, se incorporaron Gullón, Estrela y García Lloret, procedentes de una fábrica de los Urales que ellos mismos habían elegido, y Castillo y Antonio Ballesteros de otras fábricas cercanas, así como Manuel Belda, que pasó al vecino Instituto Electrónico–, y estábamos ya de vacaciones, es decir, “en paro”, cuando el 22 de junio de 1941, a las 3:30 de la madrugada, la guerra despertó a todo el pueblo ruso con su secuela de calamidades y sufrimientos. Ciento treinta y cinco divisiones alemanas, finlandesas y rumanas comenzaron a avanzar en todo el vasto frente, desde el mar Báltico hasta el Negro, en una extensión de más de 2.500 kilómetros. Estaban divididos en tres grandes ejércitos: el primero se dirigía hacia Moscú a las órdenes de Hedor von Bock, el segundo hacia Leningrado al mando de Wilhelm von Leeb y el tercero marchaba contra el Cáucaso con Kart von Runsted a la cabeza. Lo primero que se nos ocurrió fue enviar telegramas al PCE, al PCUS, al Ministerio de Defensa, a la Komintern, a los sindicatos y a otros organismos, manifestando nuestro deseo de incorporarnos a la lucha contra el enemigo común, ya que considerábamos que aquella guerra era la continuación de la que habíamos mantenido en España. Sólo recibimos respuesta del PCE. ¡Y qué respuesta! Nos decían que nuestra misión era seguir estudiando y cumplir las instrucciones de la dirección del Instituto. En vista de que no contábamos para aquellos tipos, decidimos apuntarnos como operarios en la fábrica experimental del propio Instituto, donde nos destinaron al departamento de control que verificaba la calidad de las piezas fabricadas para la industria de guerra. Dado que nuestra residencia de Guigant  se había convertido en hospital militar, nos alojamos en un pabellón adjunto al propio instituto.

–¿Tenían la guerra en la puerta y no les dejaban luchar? –Se extrañó Lucas.

–Así era. Mis tres compañeros de habitación, unos muchachos excelentes, Alexander Koliésnikov, que era secretario del Komsomol del Instituto; Segismund Yesionovski y Liev Guindin se fueron voluntarios al frente. Murieron heroicamente en la defensa de Kiev. Y nosotros allí quietos, revisando piezas, practicando en el torno y… mordiéndonos las uñas de rabia. Y todo eso mientras los nazis metían su zarpa en Ucrania, masacraban a la gente de Kiev, ocupaban Poltava –la otra ciudad importante– y seguían avanzando hacia Járkov. Entonces las autoridades decidieron la evacuación inmediata y el traslado al Este de toda la industria y los centros de enseñanza, así como todo el material ferroviario, de vital importancia para un país que carecía de carreteras transitables durante el gélido invierno. Aquello nos afectaba también a nosotros, pero los españoles no estábamos dispuestos a abandonar Járkov de ninguna manera. No, sin luchar. Decidimos hacer una sentada delante del edificio del Comité Central del PC de Ucrania, que estaba en la Plaza de Dhezhinsk, probablemente la mayor de la URSS. Éramos veinte estudiantes y algunos compañeros de las fábricas que se nos habían unido. Muy pocos, una gota de agua en el mar. Pero una gota española tan persistente como la malaya que acaba horadando la piedra. Estuvimos varios días en aquella plaza. La gente nos miraba con curiosidad. Allí estábamos Alberto Alberca, Antonio Ballesteros, Manuel Belda, Herminio Cano, José Cañas, Luis Castillo, Mariano Chico, Rafael Estrela, Joaquín Ferreira, Andrés Fierro, José María Flórez, Enrique García Canet, Juan García Puertas, Francisco Gaspar, Francisco Gullón, Manuel Herrera, Hipólito Nogués, José Biescas, Domingo Ungría y yo. Nuestro decano era Ungría, teniente coronel del Ejército de la República y jefe de una agrupación de guerrilleros. Después de unos días, los mandos del Partido no pudieron seguir ignorando nuestra presencia y, por fin, del edificio salió un oficial que, dirigiéndose a Ungría, le dio un fuerte abrazo. Era el coronel Ilia Griegórovich Stárinov, que había sido consejero suyo en nuestra guerra y conservaba su recuerdo y amistad. Enterado de lo que nos sucedía, nos dijo que no nos moviéramos, volvió a entrar en el edificio y salió al poco rato para indicar a un oficial que nos condujese en un camión, que acababa de detenerse, a una casa, una especie de cuartel, donde nos dieron de comer, nos entregaron uniformes militares y nos alojaron. Así ingresamos en el Ejército Rojo.

El relato de Bravo cautivaba a los reunidos. No era para menos; combatir en la Gran Guerra Patria y derrotar a los nazis que tanta muerte y desolación habían causado en España, elevaba en el imaginario de los veteranos compañeros la estatura de aquel jefe de escudrilla, por lo demás no muy sobresaliente en términos físicos. No era poca paradoja –pensaba Lucas– que los franceses, que trataron a aquellos españoles como deshechos humanos, quisieran alistarles para combatir, y que los rusos, que les acogieron con respeto y bondad, no les permitieran arriesgar sus vidas para defender su patria. ¡Qué diferencia de trato y de sensibilidad entre unas autoridades que se decían democráticas y otras que eran vistas como campeonas del dogma y la crueldad! ¡Qué diferencia de calidad humana entre uno y otro personal!

Bravo siguió contando que cuando se enteraron de que el coronel Stárinov, que pasaba por ser la primera autoridad del país en materia de minas, mandaba una unidad de ingenieros que se encargaba de colocar aquellos artefactos en determinadas zonas para frenar el avance enemigo sobre la ciudad, se apresuraron a solicitar destino como guerrilleros y su petición fue atendida.

“Después de un rápido aprendizaje, comenzamos nuestra labor de minadores. Actuábamos de noche y nos escondíamos de día en los cementerios, donde los alemanes nunca entraban. Las explosiones de las minas dañaban los carros de los nazis, pero por sí solas no servían para frenar su avance. A los pocos días, recibimos la orden de retirarnos y nos fuimos en camiones y coches ligeros que nosotros mismos conducíamos hacia la zona del Este. Llovía. Los caminos estaban intransitables. Cuando un coche no podía seguir, lo abandonábamos con una bomba trampa para los alemanes. El barro y aquellas bombas frenaron casi por completo el avance enemigo. En Chugúev, un importante centro ferroviario, próximo a Járkov, nuestro grupo se dividió: Ungría y otros se dirigieron en tren a Stalingrado, a donde habían ido a parar algunos amigos de las fábricas, y el resto fuimos a Vorónezh, donde pasamos unos días fabricando minas y fuimos nombrados instructores. Como la situación en Moscú era delicada, debido al avance de los nazis desde el Oeste, el coronel y un grupo se trasladó allá y el resto fuimos enviados al ejército del Sur, a Rostov del Don.

Nunca se me olvidará que allí, en Rostov, nos instalamos en el sótano de un edificio de varias plantas para protegernos de los bombardeos y que cuando estábamos preparando las minas, al manipular una antitanque, realicé un contacto erróneo y estalló el detonador. Por suerte no explotaron las pastillas de trilita que había alrededor, lo que habría causado la voladura del edificio entero y la muerte de todos nosotros. El incidente se quedó en una herida en mis manos y nos permitió celebrar allí el Año Nuevo y salir poco después a minar el campo enemigo. Fuimos en tren hasta Azov y a pie unos veinte kilómetros hasta las aldeas del Mar de Azov, donde nos distribuimos en varios grupos. Yo iba con Gullón, Belda, Nogués y varios rusos. En unos trineos con caballos cubiertos con gualdrapas blancas y nosotros con atuendo de camuflaje del mismo color, emprendimos una marcha de 40 kilómetros a través de los hielos que cubrían la superficie del mar, a treinta grados bajo cero y con un viento huracanado…”

El guerrillero acercó la copa a sus labios, bebió un sorbo de coñac, otro de agua de limón… Después prosiguió: “En un momento se me desataron los condenados crampones que llevábamos en los pies y me encontré sentado en el hielo sin poder levantarme. El viento me arrastraba hacia el mar abierto, alejándome de los míos. Me sentí tan impotente que llegué a pensar –la única vez en mi vida, os lo aseguro– en pegarme un tiro. Menos mal que se dieron cuenta y volvieron a buscarme. Cuando estábamos a unos tres kilómetros del enemigo, dejamos los trineos y los caballos y comenzamos a realizar nuestra misión de minar todos los caminos que conducían a Taganrog y los cobertizos próximos al emplazamiento de los puntos de vigilancia que tenían establecidos, donde probablemente guardaban armamento y pertrechos. Todo ello, de madrugada y en absoluto silencio, en grupos de dos o tres. Colocamos minas de retardo y también minas trampa para que estallaran si nos descubrían y perseguían”.

–¿La operación salió bien? –inquirió la Rubia.

–Sí, dejamos el terreno sembrado y causamos un daño enorme a los enemigos nazis. Regresamos hacia los trineos, que localizamos mediante señales luminosas previamente establecidas, pero en el camino de regreso perdimos de vista a Belda y al oficial ruso que le acompañaba. Volvimos a buscarlos, pero no logramos dar con ellos. Pensando que se habrían desviado, pero que seguían el camino de regreso, que ya no era muy largo, reanudamos la marcha y llegamos a Shabelsk completamente agotados y con quemaduras a causa del hielo. Nuestras patronas, las josiaki en ruso, nos curaron con grasa de ganso y salimos a buscar a nuestros compañeros, que seguían sin aparecer. Al final los descubrimos, cubiertos de nieve, en una hondonada en la que se habían quedado dormidos a consecuencia de la fatiga… Estaban muertos.

En este punto, Bravo interrumpió su relato y, como en el caso de Iria, todos guardaron un minuto de silencio a la memoria de Belda, al cabo del cuál, la Rubia rellenó las copas y Montilla alzó la suya por el compañero muerto. Brindaron por su recuerdo. Lucas animó a Bravo a proseguir su relato y éste dijo que los guerrilleros minadores siguieron actuando en aquella zona hasta el mes de abril, cuando el deshielo les impedía ya atravesar en trineo el lago, y se trasladaron al sur, a Tiemriuk, frente a la costa de Crimea, donde utilizaron lanchas torpederas para minar la línea ferroviaria de aquella región. Un mes después abandonaron el Sur y les llevaron a Moscú. Desde la capital le enviaron con Fierro y un pequeño grupo de oficiales recién salidos de la Academia a un aeródromo llamado Naro-Fominsk y situado a unos sesenta kilómetros de la capital. Iban a saltar en paracaídas sobre territorio enemigo en el oeste del Don para volar el mando nazi y facilitar la ofensiva que se preparaba en aquella región. “Menos mal que la operación fue suspendida, pues no habríamos sobrevivido o habríamos tardado meses en pisar terreno propio”.

Los destinos y cometidos se sucedieron. Bravo fue enviado con cinco o seis guerrilleros al frente de Kalinin, donde el enemigo tenía cercado a un cuerpo de caballería ruso. “Aterrizamos de noche en un par de avionetas PO-2, pertrechados con unas pesadas minas que comenzamos a colocar en la retaguardia de los sitiados. Cuando el mando dio la orden de atacar y romper el cerco nos pidió que fuéramos con ellos, pero nos negamos diciéndole que saldríamos por nuestra cuenta”. Cuando los nazis retrocedieron para realizar una operación que les permitiese atacar por la retaguardia, sufrieron unos destrozos mayúsculos, provocados por las minas de los guerrilleros de Bravo, y quedaron atascados, a merced de los soviéticos. “Por mi participación, conseguida con muy pocas bajas, fui condecorado con la Orden de la Bandera Roja. Fue la segunda que me pusieron en la pechera; después me pusieron más. Entonces me desplacé con Fierro al sector de Demídov, en la región de Smoliensk, y estuvimos minando casas, carreteras, caminos y puentes de una franja que el ejército se proponía abandonar para simplificar la línea del frente. Después nos trasladamos al Norte, a Stáraia Toropa, acompañados por varios guardafronteras. Allí se quedaron Fierro, Otero, Fina y alguno más, adiestrando a los guerrilleros que operaban en aquel sector y acompañándoles en las primeras operaciones en territorio enemigo para minar las carreteras y vías férreas. Yo tuve que regresar a Moscú porque me llamaron para participar, como representante de los españoles, en un Congreso Internacional de la Juventud Comunista”.

–¿Cuántos compañeros aviadores cayeron en aquellas operaciones guerrilleras? –preguntó Montilla.

–Que yo recuerde, además de Belda, murieron José Badía, Alfredo Fernández Villalón, Hipólito Nogués, Antonio Blanco, Antonio Blanch, José García Otero y… algunos más.

Se hizo el silencio. Lucas quiso pedirle que realizara la cuenta inversa, ¿cuántos sobrevivieron?, pero Amaro, gran estudioso de los congresos obreros internacionales, se interesó por aquel cónclave de la juventud internacionalista, y Bravo, más que hablar de la reunión, contó aquella estancia en Moscú que a punto estuvo de cambiar su vida y cambió su destino militar.

–Si prometéis no decir nada, os contaré algo que hasta este momento sólo sabemos dos.

–Pues claro que lo prometemos, faltaría más –dijo Montilla.

–Iba un día con Zarauza por la calle Gorki y cuando nos dimos cuenta resulta que estábamos siguiendo a una señora elegantísima, tan  guapa que los rusos, que no suelen prestar atención a las mujeres en la calle, se volvían a mirarla. Nosotros íbamos preguntándonos en voz alta quién podía ser. Era tan morena que no parecía rusa ni caucásica. A la altura del hotel Lux, donde sabíamos que se alojaban los representantes de los partidos comunistas extranjeros, refugiados a causa de la guerra, la mujer se volvió hacia nosotros y nos dijo en español: “Vivo aquí; si me quieren ver ya saben dónde encontrarme”. Nos quedamos de piedra.

“La cosa no acabó ahí –siguió contando–; al día siguiente teníamos una entrevista con el dirigente del PCE Jesús Hernández, que vivía en aquel hotel y trataba de atraernos hacia su causa. Cuando nos presentamos en la recepción y solicitamos verle, se puso al telefonillo una mujer. Me sonó su voz y le dije a Zarauza, sin saberlo, que era la del día anterior. Él era muy tímido y se negó a subir, así que tuve que hacerlo yo solo. En efecto, era la belleza que habíamos visto. Me presentó a su marido, al que conté el encuentro casual del día anterior –ella no le había dicho nada– y puesto que el tema carecía de importancia, nos pusimos a hablar del papel del partido en la guerra y de la situación en España. Cuando me despedía, ella aprovechó un momento para decirme que la llamase, lo que hice al día siguiente desde el apartamento de mi amigo Luis Abollado, uno de nuestros dirigentes. Al decirle que estaba sólo, pues mi amigo y su compañera se habían ido a trabajar, vino a verme. Y así comenzó un romance que duró los pocos días que permanecí en Moscú. Pero, ¿qué podía a hacer yo, un simple capitán piloto, con una mujer como ella, de una gran belleza e inteligencia, que estaba acostumbrada, aun en circunstancias de guerra, a la buena vida y alternaba con altos personajes, incluida Pasionaria? No tardó mucho en salir para México con Hernández, del que se separó poco tiempo después”.

–Eso sí es una aventura de altura, no como las mías –dijo Montilla.

–Las de altura vinieron enseguida. Un día de aquel verano de 1942, cuando salía del hotel Intúrist, en el que me habían alojado mientras se celebraba el congreso, me llamó un coronel. Yo iba vestido de capitán de ingenieros y le pregunté si había cometido alguna infracción, pues viniendo del frente, no estaba acostumbrado a las estrictas exigencias de uniformidad. Él se echó a reír. Mi cara de susto le debió hacer mucha gracia. Me dijo que un general que estaba en el coche, junto a la acera, me llamaba. Me acerqué. Era Osipenko.

–¿El jefe de la escuadrilla de Chatos con el que coincidimos en el aeródromo de Sarión durante la ofensiva de Teruel? –Preguntó Montilla.

–El mismo –asintió Bravo.

–¿Stalin no le había fusilado? –Preguntó con fingida sorpresa.

–A este no, todavía. Me había reconoció, pero yo tardé un poco en reconocerle a él porque estaba más grueso y no podía imaginar que fuese ya general mayor de aviación. Pero así era. Y en aquel momento ocupaba la jefatura de la Aviación de Caza de la Defensa Antiaérea de la URSS. Hizo que le acompañara a su Estado Mayor, en la Plaza Roja, y le relaté toda nuestra trayectoria y las razones por las que no volábamos. El coronel Stárinov, nuestro jefe, no quería soltar a ningún ingeniero minador a menos que nos dieran un cargo similar al que teníamos. Era un buen argumento para retenernos, pues sabía que no iban a nombrarnos jefes de escuadrilla de la noche a la mañana. No obstante, Osipenko me pidió una relación de los pilotos españoles que nos encontrábamos en la URSS, con los datos, graduaciones y horas de vuelo de cada uno. A continuación habló con Voroshílov y éste ordenó nuestra incorporación inmediata a la aviación. Por desgracia, me olvidé de alguno que durante muchos años no ha hecho más que reprochármelo. “A lo mejor te he salvado la vida”, suelo contestarle yo.

–¿Te homologaron el grado? –Se interesó Montilla.

–Sí, capitán de aviación. Nosotros queríamos formar nuestro propio regimiento, el de los españoles, como hicieron los franceses, a los que permitieron crear el Nomandie-Niemen, que voló en los Yak-7 con los colores rusos y franceses. Pero ni siquiera nos permitieron estar juntos porque se opuso el PCE, ni combatir contra las escuadrillas expedicionarias españolas enviadas por el dictador con las tropas alemanas, aquella carne de cañón de la División Azul. A Zarauza, Joaquín Díaz Santos, Carbonell, Pallarés y a mí nos mandaron a Mozdok, al lado de Grozni, en Chechenia, pero la zona ya estaba en manos de los alemanes y marchamos a Bakú en Azerbayán, donde nos entrenamos en los Moscas tipo 17, más modernos que los que habíamos tenido en España. Nos encuadraron en dos regimientos distintos. La defensa antiaérea de aquella zona contaba con cinco regimientos de cuarenta aviones cada uno y estaba al mando del mayor general Yevsiéev, que había obtenido el galardón de Héroe de la Unión Soviética por su comportamiento en nuestra Guerra Civil.

Estaba claro que para seguir a Bravo iba haciendo falta un mapa. Lucas salió a buscar uno de carreteras que tenía en la guantera de su R-5, estacionado ante el Ateneo de la calle del Prado, uno de carreteras en el que venía la URSS. Cuando regresó y lo extendió en una esquina de las mesas en torno a las cuales se hallaban, el aviador estaba contando una experiencia aterradora. Resulta que antes de entrar en acción realizaron un entrenamiento de una semana con los nuevos Moscas en el aeródromo de Aliaty, en el sur de Bakú, a orilla del mar Caspio. Como hacía mucho calor, volaban muy temprano, pero antes se daban un chapuzón en las cálidas aguas del mar. “Como ya os he dicho, yo había sido campeón de natación y me mantenía en forma. Una mañana me fui a un islote situado a un kilómetro de la costa. Al llegar me encontré rodeado… Había serpientes, muchas serpientes por todos lados… No tenía donde poner el pie. Ni que decir tiene que me lié a dar brazas y salí zumbando… Llegué a la playa completamente agotado. Los cabrones de los rusos se estaban riendo de mí. ¿A quién se le ocurre ir a la Isla de las Serpientes?, decían. Pero lo más gracioso es que aquellas serpientes ni siquiera eran venenosas, añadían sin dejar de reirse a mandíbula batienete de mi ignorancia”.

Lucas iba señalando las rutas y destinos de Bravo sobre el mapa. De Aliaty, Zarauza fue enviado como capitán y jefe de escuadrilla a la defensa antiaérea de Baku, y Bravo, también como jefe de escuadrilla, con Díaz Santos, a Shijikai, lejos del mar, en una zona montañosa que le recordaba el aeródromo de Caspe, en el Levante español. Aquella ciudad no venía en el mapa, pero Bravo puso un punto en el lugar donde debía estar. “Volábamos sobre todo de noche y las alarmas no dejaban de sonar. El mayor Yevdokímenko, que no había participado en ninguna guerra y desconocía lo que era un combate aéreo de verdad, desaprobaba mi manera brusca de volar –para él lo más importante era mantener siempre la bolita en el centro del inclinómetro en las evoluciones acrobáticas–, así que en vez de darme el mando de una escuadrilla, como tenía ordenado, me puso de segundo del teniente mayor Yugánov, quien falleció poco después en un desgraciado accidente”.

–Mala suerte. ¿Seguíais volando en el Mosca? –Preguntó Montilla.

–Sí, en los I-16, pero muy mejorados; ahora eran I-17, con dos cañones sincronizados con la hélice en el morro, dos ametralladoras en los planos y seis cohetes antiaéreos. El avión pesaba mucho más, pero también tenía mayor potencia. Aterrizábamos a 160 kilómetros por hora y tenía flaps hidráulicos y muy buenos frenos. Nada que ver con nuestros frágiles Moscas de España.

Bravo se explayó sobre la defensa aérea de la zona petrolera del Caúcaso, que era vital para la Unión Soviética, pero también para los nazis. Los alemanes habían prolongado su avance a través del istmo caucásico y querían apoderarse a toda costa de los campos petroleros de Bakú y sus alrededores. Mandaban aviones de reconocimiento para conocer lo referente a las defensas y realizar bombardeos selectivos, pero los rusos organizaron una red de defensa diurna y nocturna, dividida en cuadrículas, y los mantuvieron a raya en todo momento. “Si un avión enemigo entraba, cosa difícil, no salía vivo”, aseguraba Bravo.

–¿Cuántos derribó? –Le preguntó Lucas.

El aviador miró al trigal del cuadro, como haciendo memoria, y dijo: “Alguno; muy pocos consiguieron entrar en un sector tan protegido, y los pocos que lo lograron no encontraron la forma de salir”. Y mientras decía eso, abrío y cerró varias veces el puño: treinta buitres de acero inoxidable derribados no era mala cosecha, dedujo Lucas.

“Volábamos día y noche, con despegues programados o provocados por las alarmas. Durante el día, y para entrenarnos en el vuelo por instrumentos, volábamos en los aviones ingleses de los tipos Hurricane y Spitfire. El frente estaba cerca y las alarmas eran constantes. Pero los alemanes nunca quisieron bombardear los pozos petrolíferos porque esperaban conquistarlos intactos para utilizar el combustible que tanto necesitaban. No lo consiguieron”.

Las operaciones nocturnas le apasionaban y se explayó en detalles sobre las señales de pistola, las bengalas para indicar al piloto si llevaba la altura necesaria para aterrizar, la obligación de los mecánicos de esperarles cuando aterrizaban para guiarles con sus linternas hacia el lugar donde debían ocultar los aviones, en unas caponeras camufladas y dispersas junto a los límites del campo… Aquellos detalles técnicos interesaban a Montilla y a Borrajo, pero aburrían a Amaro, Nequin y los demás. Sin embargo, nada de cuanto decía era gratuito, pues desembocaba en algún episodio que helaba la sangre.

“Una noche oscura, como todas las del Sur, el mecánico de mi avión se quedó dormido y no me hizo la señal con la linterna, con lo cual tuve que rodar sin ver absolutamente nada, pues lo impedía el morro del aeroplano, orientándome como pude por las estrellas, hasta que me harté de rodar y detuve el avión, dejándolo allí mismo. Cansado como estaba, sabía que me iba a tocar ir andando hasta la residencia lo menos tres kilómetros y con el paracaídas a cuestas, ya que no se podía abandonar, y vestido además con el pesado mono de vuelo y las botas de piel, pero no había otra solución. Por la mañana me despertó el comandante y me llevó al lugar donde había dejado el avión. Estaba al borde de un precipicio. Me preguntó por qué lo había dejado allí y le contesté que me había hartado de rodar sin ver la señal del mecánico. Todavía no logro explicarme la decisión que tomé”.

–El ángel de la guarda pisaría el freno  –dijo la Rubia.

–No lo creo; mi religión carece de esos bichos.

–¿Qué religión es la suya?

–Ninguna.

El mapa de Lucas se iba llenando de rayas entre el Mar Negro y el Caspio, entre Cala, cerca de Bakú, y Majachkalá, un puerto del Mar Caspio, capital de la república autónoma de Daguestán, que limita al Oeste con Chechenia, y entre esa ciudad, Bakú y Tbilisi en el Caspio. “Una de nuestras misiones fue volar día y noche por encima de una serie de cuadrículas del mapa a lo largo de la vía férrea que unía Tbilisi con Bakú para proteger de los bombardeos cierto número de minisubmarinos que debían ser evacuados en plataformas ferroviarias desde el Mar Negro al Caspio. Posteriormente supimos que aquella operación era una manobra de distracción para encubrir otra de mayor envergadura”.

En Bakú dibujó Lucas una cruz por Zarauza, que se estrelló en diciembre de 1942 cuando participaba en un simulacro de combate de entrenamiento entre dos escuadrillas. Cayeron él y un sargento ruso llamado Riápishev junto a un cementerio próximo al campo de aviación, en el que fueron enterrados. También dibujó un mosquito como señal de la malaria que atacó a Bravo.

“En Majachkalá teníamos el aeródromo entre una factoría de conservas de pescado –caviar, arenques, salmón…– y una destilería de alcohol, o sea, entre los aperitivos. Como ambas tenían gran necesidad de gasolina, que a nosotros nos sobraba, les cedíamos de vez en cuando una cantidad, y luego, cuando venía algún jefazo a inspeccionar el cuerpo de ejército, le agasajábamos convenientemente. De nuestro trato dependía en gran parte su informe sobre la unidad. Pero uno de ellos se empeñó en volar cuando estaba completamente cogorza y aunque hicimos todo lo posible por evitarlo, no lo conseguimos, y se estrelló con el avión.

Como los alemanes –prosiguió– ya no estaban en condiciones de realizar incursiones, se decidió dar por finalizada nuestra misión. Por cierto, que los de intendencia estaban empeñados en hacerse millonarios con el tráfico fraudulento de alcohol, en el que querían involucrarme, ya que no podían hacerlo sin mi intervención, y para evitar llevarles a los tribunales por intento de soborno, no me quedó más remedio que pedir al general varias sustituciones de aquellos tipejos”.

Otro filamento del bolígrafo de Lucas conducía al Mar de Aral, en la llamada estepa del hambre, donde Bravo y su escuadrilla, que ya habían pasado a pilotar los famosos Kittyhawk norteamericanos, tenían la misión de evitar las incursiones de aviones alemanes a través de Afganistán. “El calor era insoportable; por el día llegábamos a 70 grados y de noche no bajábamos de 40. Freíamos los huevos en una pala sobre la arena. Como todo lo expulsábamos a través del sudor, teníamos que tomar unas pastillas especiales para evitar dolencias renales, y más de un piloto no aguantó y tuve que retirarle antes de tiempo. Estuvimos allí un mes sin que aparecieran los aviones enemigos. El peligro era otro: la malaria. El doctor Babaián nos suministraba grandes dosis de quinina para combatirla, lo que aparte de dejarnos sordos, nos obligaba a mantenernos varios días apartados del vuelo. Aquel Babaián controlaba estrictamente las fechas en que debíamos sufrir los ataques de fiebre, pero no supo señalármelas a mí. No le culpo porque me habían picado tres clases de mosquitos anofeles y no era fácil establecerlas. Una noche, volando en mi Kittiyhawk, sufrí el ataque y, sin darme cuenta de lo que hacía, tomé tierra, inflingiendo todas las normas, entre un enjambre de pozos de petróleo. Por la mañana me encontraron tumbado bajo el avión, que estaba intacto, con más de 40 grados de fiebre. Me evacuaron inmediatamente a un hospital y, en cuanto al aparato, tuvieron que desmontarlo”.

Una nueva raya sobre el mapa conducía a Stalingrado. Bravo quería combatir, pero no le dejaban. Aquel viaje a la maravillosa ciudad que albergaba algún cuadro español evacuado del Museo del Prado durante la Guerra Civil en su famoso museo del Hermitage era para llevar una escuadrilla de Moscas y entregarlos. Corría el mes de octubre de 1942 y la batalla de Stalingrado estaba en pleno apogeo. Cuando aterrizaron, se dio de bruces con el coronel Újov, un antiguo amigo de Caspe. Se abrazaron y, recordando tiempos pasados, salió a relucir lo de las “mandavoshka”. “El muy cabrón se acordaba y lo contó allí en público”, dijo Bravo mirando a Montilla, quien no pudo disimular una risilla. “De resultas de aquello –añadió Bravo–, me quedó el apodo de mayor Mandavoshka y hasta el hijo de Stalin, con el que coincidí al cabo de varios años en la Academia Superior del Aire, lo conocía”.

–¿Qué significa el mote? –preguntó la Rubia.

–Que se lo cuente el amigo Montilla, que tantas ganas tenía de que fuéramos a putas.

Montilla soltó otra risita, pero no dijo ni mu. Bravo siguió contando que el muy cabrón de Újov se negó a reclamarle para combatir en la defensa de Stalingrado, como le había pedido. “De vuelta del Caspio, una madrugada, estando de guardia con la escuadrilla reforzada por dos patrullas, se iluminó el cielo con la bengala roja de despegue inmediato. Ya en el aire, recibimos por radio la orden de aterrizar en Kishlí. Me dirigí allá con los pilotos que me seguían y, nada más tomar tierra, se me ordenó verbalmente proteger dos bimotores Li2, similares a nuestro Douglas, acompañándolos a donde se dirigieran e interceptando cualquier avión propio o enemigo que se acercara. El despegue fue tan inmediato que algunos de mi escuadrilla tuvieron que retrasar el aterrizaje, ya que la pista la ocupábamos los que emprendíamos vuelo. No sabíamos a quién acompañábamos ni a donde nos dirigíamos, pero ya en vuelo, los Li2 se orientaron hacia el sur, lo que para nosotros, que conocíamos bien el sector, significaba que íbamos a Persia. Los aviones de pasajeros se adentraron en el mar a gran distancia de la costa, volando a cincuenta metros del agua para evitar ser localizados por los radares. Íbamos doce cazas de protección a los lados, arriba y detrás. Al llegar a la desembocadura del río Kurá, que separa la Unión Soviética del territorio persa, los Li2 tomaron altura y di orden de modificar la protección para evitar ataques desde tierra, pues en aquella época las diferentes tribus campaban por sus respetos y actuaban por su cuenta, sin control alguno del gobierno central, e incluso disponían de aviones propios.

Llevábamos algo más de dos horas de vuelo cuando los Li2 comenzaron a descender para tomar tierra en un aeródromo dispuesto sobre un terreno pantanoso con una pista muy estrecha, de 25 metros de ancho, construida con unas mallas de hierro extendidas sobre el suelo –era el sistema que se empleaba para instalar los aeródromos de campaña–. Ya estaba a punto de tocar tierra cuando vi de refilón unas sombras verticales junto a los planos del aparato y algo debajo de ellos a personas que, al disminuir la velocidad, me di cuenta de que eran soldados en posición de firme a lo largo de la pista. Ni que decir tiene que el susto fue morrocotudo. Sólo con pensar en la catástrofe que podía haber ocurrido si alguno de los doce aviones no tomaba tierra por el centro mismo de la pista todavía me asusto. Menos mal que los pilotos eran muy experimentados. Pero me figuro el pánico de los pobres soldaditos al ver pasar delante de sus narices aquellas moles metálicas a 200 kilómetros por hora. Los pasajeros de los dos aviones de transporte montaron en varios coches y abandonaron el aeródromo sin que supiéramos quiénes eran. Un oficial de enlace nos informó de que estábamos cerca de Teherán, como habíamos supuesto al ver desde el aire una gran ciudad y conocer el rumbo que llevábamos.

Todo era allí imprevisible y sorprendente; nos alojan en un barracón y cuando nos disponíamos a comer, nos llevamos otra sorpresa: el encargado del servicio de intendencia nos pidió nuestras libretas de aprovisionamiento. Al saber que no las teníamos, pues habíamos despegado a toda prisa, con una señal de alarma, nos dijo tranquilamente que, sintiéndolo mucho, no podía hacer nada por nosotros. Le explique que teníamos que volar durante todo el día y que no era posible hacerlo sin comer. También le dije que los aviones eran alimentados con gasolina sin necesidad de documento alguno… Pero ni por esas; no hubo forma de que entrara en razón. El formalismo es una desgracia abundante en todas las latitudes y muy difícil de combatir.

–¿Cómo se las apañó el mayor mandavoshka para comunicar a sus hombres que allí no se comía? –Se interesó Lucas.

–No fue difícil. Por suerte, en aquel aeródromo se hallaba un grupo de pilotos norteamericanos que volaban en aviones Aircobra y enseguida entablamos relaciones amistosas con ellos, y como había un teniente que hablaba francés, aunque me dio vergüenza decirle que no nos daban de comer, pues a ninguna persona con dos dedos de frente le cabía en la cabeza que en un aeródromo con personal soviético se negara de comer a unos pilotos en acto de servicio, le pregunté si disponían de alguna bebida. Me dijo que sólo tenían el alcohol tipo glicol del sistema de refrigeración de los aparatos, pero era venenoso. En efecto, aquellas garrafas de galón y medio –unos seis litros– llevaban una etiqueta con una calavera y una tibia y un peroné cruzados. Le dije que trajeran una y, de paso, también algo de aperitivo. Al poco rato aparecieron con una garrafa y unas riquísimas latas de conservas y galletas. Echamos el alcohol en los vasos, brindamos por la amistad entre los aviadores de ambos países y nos bebimos el primer traguito. Yo les había dicho que llevábamos toda la guerra bebiendo ese mismo alcohol y allí estábamos, vivitos y coleando, pero aquellos americanos no se lo creían y nos miraban como a seres de otro planeta. Luego nos dijeron que esperaban vernos envenenados de un momento a otro, pero al convencerse de que no nos sucedía nada, comenzaron a participar en la fiesta y trajeron más productos. Mientras ellos bebían, nosotros nos dedicábamos, sobre todo, a comer. Su intérprete, ya eufórico por el líquido ingerido, me abrazó y me dijo, creo que en broma, que gracias a nosotros se iba a hacer millonario, pues pensaba comercializar en secreto el glicol entre sus compañeros.

–¡Joer, Bravo! Tu siempre haciendo millonarios a los demás –dijo Borrajo.

–Si te contara las picarescas de aquella guerra… Pero claro, el anticongelante no resolvía nuestro problema, así que decidimos actuar por nuestra cuenta y trasladarnos a la ciudad. El mayor Jafizulin, también jefe de escuadrilla, un tártaro que había estado anteriormente en Teherán trasladando aviones norteamericanos desde el puerto de Abadán, en el Golfo Pérsico, a la URSS, sabía que los envases de cristal eran muy apreciados, así que nos dedicamos a reunir el mayor número de botellas que encontramos en el aeródromo y llenamos una maleta. Salimos a una carretera e hicimos auto stop. Paró un camión y nos llevó hasta una calle del centro de la ciudad. Acostumbrados a la oscuridad de nuestras ciudades en guerra, ya os podéis imaginar nuestra sensación al vernos rodeados de luces, con escaparates llenos de toda clase de mercancías y de productos alimenticios de todo tipo. Sin pensarlo dos veces, Jafizulin, que se entendía bien con los iraníes porque su lengua materna tenía mucho en común con el persa, entró en uno de aquellos bazares y abrió la maleta. A mí me daba vergüenza el enjuague y me quedé fuera. El dueño se hizo cargo de las botellas vacías y empezó a colocar en la maleta otras llenas de vodka. Uno salió a decirme: “Camarada capitán, esto es jauja, dan botellas llenas a cambio de vacías”. Jauja, ya, ya. Cuando el dueño pidió a Jafizulin el importe de la mercancía, éste respondió que no teníamos dinero, y el dueño, sin enfadarse lo más mínimo, empezó a sacar de la maleta las botellas llenas, pero dejó alguna. Jafizulin y él se dieron la mano y los pilotos salieron la mar de contentos.

–Mejor vodka que glicol –dijo Montilla.

–Pero verás. Entonces ocurrió lo que uno no puede ni imaginar. Preguntamos donde estaba la embajada rusa, y cuando nos dirigíamos andando hacia allí, vemos un letrero que pone “Café Bravo”. “¡Joder, unos parientes suyos, capitán!”, exclamó uno. Entramos. Los dueños se llevaron una gran alegría al encontrar en tan lejano país a una persona con el mismo apellido. Nos agasajaron y charlamos un buen rato con ellos. No creo que fuésemos parientes porque eran franceses, pero como si lo fuesen.

–Los famosos parientes lejanos… –dijo Lucas.

Bravo sonrió y la Rubia prometió que compraría vodka para el encuentro del sábado próximo.

–Se bebe muy frío y con refresco o cerveza detrás –le indicó Bravo, recomendándole guardar la botella en la nevera. Luego siguió diciendo que en la embajada fueron recibidos por un coronel que no podía dar crédito a lo que le contaban. Les dio unos sándwiches riquísimos y ordenó que les preparasen unos paquetes con comida, conservas y bebida y les aseguró que su situación quedaría resuelta de inmediato, como así fue. “Al preguntarle a quién habían acompañado y con qué fin, aquel coronel nos habló de la famosa Conferencia de Teherán, nos dijo quiénes participaban en ella y nos rogó que guardásemos el secreto y no lo comunicáramos a los compañeros que habían quedado en el aeródromo, al que regresamos en un coche que puso a nuestra disposición. Al día siguiente todo eran facilidades y el encargado de intendencia nos comunicó que había decidido darnos de comer”.

–¿O sea que eras el jefe de la escuadrilla que protegía al mismísimo Stalin, que acudía a reunirse con el megalómano Churchill y el orgulloso Franklin Delano Roosevelt? –se quiso cerciorar Nequin.

–Así fue, en efecto. Y lo más gracioso fue que yo aterricé el primero porque mi avión sufrió una avería y había gastado casi todo el combustible. Mis hombres aterrizaron detrás y los Li2 tuvieron que dar una vuelta. Al tercer día nos avisaron que estuviéramos listos para emprender el regreso. Mi avión ya había sido reparado. Se había quemado el regulador eléctrico. Formamos ante los aviones, y cuando llegaron los pasajeros de los Li2, el camarada Stalin nos dio la mano uno a uno. Al llegar a mí, que era el último, me preguntó si era georgiano. Le respondí que era español. “¿Conque español? Muy bien, muy bien. Pero explíqueme, ¿por qué sus pilotos visten calzoncillos largos?” Le contesté que eran los pantalones del uniforme de faena, que habían perdido el color a consecuencia del tórrido sol de Bakú. Al oír esto, allí mismo ordenó a uno de sus ayudantes que en el plazo más breve se vistiese al personal volante del ejército del Cáucaso con uniformes que no destiñeran.  La orden fue cumplimentada con una rapidez meteórica, pues tres días después recibimos unos uniformes nuevos de un color verde grisáceo, confeccionados con un material a prueba de los rayos del sol, del fuego y de todos los lavados posibles. Unos uniformes cojonudos. Realizamos el viaje de regreso sin novedad y, ya en Bakú, el jefe Stalin prefirió ir a Moscú en tren, pues ahí donde le ven, tenía miedo a la altura y no le gustaba nada volar.

–Sólo matar –dijo Nequin.

–Sobre todo a los amigos –afirmó Montilla.

Puesto que Montilla había susurrado al oído a la Rubia que “mandavoshka” significaba “ladilla”, ella aprovechó el dato sobre el envío de aquellos uniformes “cojonudos” de parte del gran líder para saber si le protegían adecuadamente las partes bajas de… “usted me entiende”. Y entonces Bravo, sin negar que hubiese ido a putas con los rusos cuando combatía en España, contó una aventura que demostraba su cura de la lujuria y la promiscuidad. “Una de las misiones que me asignaron consistía en traer aviones desde Kamchatka, en el lejano Oriente. Eran aparatos que los aliados se habían comprometido a prestar a la URSS de acuerdo con la Lend and Lease o ley de préstamo y arriendo. Desde aquel remoto lugar realicé dos misiones en vuelo. Teníamos que atravesar Siberia siguiendo la ruta del ferrocarril hasta Moscú. En el segundo viaje se me averió el motor del Kittyhawk y tuve que aterrizar en una gran llanura de Mongolia Exterior, que constituía un verdadero campo de aviación. Pasé allí una semana hasta que vinieron a rescatarme. Los lugareños eran pastores trashumantes que se dedicaban a la cría de corceles. Enseguida vinieron a mi encuentro y trataron de llevarme a su poblado, en las cercanías. Eran gente amabilísima y acogedora que estaba sometida a una perpetua endogamia y favorecían el contacto con los extranjeros para mejorar su raza. Pero me negué a intimar con aquellas mujeres y no me separé del avión. Entonces me armaron una tienda de campaña o “yurta” y me suministraron pieles para que me cubriera durante las frías noches. Me llevaban comida: carne de caballo salada y seca (tasajo) y una sopa de tocino y leche agria. Era lo que tenían y lo compartían conmigo. Ellas insistían en ofrecerme sus encantos, pero me mantuve firme aunque no era fácil renunciar al contacto físico. No lo hice por castidad ni nada parecido, sino porque el mando nos había advertido que padecían enfermedades congénitas como sífilis y tracoma. Si era verdad o sólo se trataba de una manifestación racista, preferí no averiguarlo. Y así aguanté día y noche las amables visitas de casi todas las jóvenes y no tan jóvenes –también los niños venían a jugar en el avión– de aquella tribu durante una semana interminable, hasta que llegaron los mecánicos”.