C14.-De cómo Gabriela identificó a los canallas

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

La torre de la catedral se asomaba a la ventana de la sala donde hablaban.

Gabriela hablaba como si los agentes Merche y Tilo tuvieran información previa y las mentiras no le reportaran ventaja alguna.

–Teníamos poco tiempo, pero decidimos dedicar los fines de semana a investigar el atropello y abandono de Juanín hasta identificar y localizar al autor. No sabíamos por donde empezar. En la primera reunión prometimos no parar hasta conseguir el objetivo. En segundo lugar, acordamos reunirnos cada sábado a las diez de la mañana en el patio de la venta donde quedábamos con Juanín para hacer rutas ciclistas. Ya no se trataba de echarnos a rodar, sino de recabar testimonios, buscar indicios, confirmar o descartar hipótesis, sentir corazonadas… Lo tercero fue formar parejas en función de las localizaciones, afinidades y disponibilidades de cada cual. Éramos seis, aunque en realidad nos quedamos cinco porque la hermana de Juanín se fue a Barcelona, donde vivía, nada más pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo.

–Deduzco, amiga Gabriela, que te dejaron sola –dijo Merche.

–Unas veces me tocaba Masa y otras Jodas de compañero. Como yo era la única que tenía coche, en ocasiones se nos sumaba el Criatura. A decir verdad ni siquiera en Madrid me dejaron sola.

–¿Cuál fue vuestro plan de trabajo?

–No teníamos nada, no sabíamos nada, así que el único plan inicial fue rastrear a partir del punto de la carretera donde arrollaron a Juanín, un tramo conocido como el camino de los arrieros. Él había dicho varias veces a los guardias que serían las 7:30 cuando le golpearon por detrás y le pasaron por encima. Era todo lo que recordaba antes de quedar inconsciente. Sin poder precisar qué tipo de vehículo le había dado, descartaba que fuese un camión, pues habría oído el ruido del motor y se habría orillado más. De su fugaz recuerdo dedujimos que era probable que le hubiera atropellado un todo-terreno, uno de esos coches silentes y semipesados que tanto abundan ahora en los pueblos y las ciudades. Desde el lugar del accidente nos repartimos el rastreo. Buscábamos a alguien que hubiera visto pasar un coche grande, alguien que pudiera darnos alguna pista, algún hilo del que tirar. Pero a aquella temprana hora de aquel domingo, 27 de octubre, nadie, ni en las majadas ni en un camping cercano ni en los contados garitos abiertos encontramos respuesta de la que tirar. Las pesquisas en la zona fueron inútiles. El primer día de búsqueda fijamos un radio de unos diez kilómetros. El segundo lo ampliamos a quince y tampoco conseguimos testimonios útiles. El siguiente fin de semana volvimos a distribuirnos la tarea. Era difícil, lo sabíamos. Tanto más difícil como que habían pasado casi tres meses del suceso. Ampliamos el radio inquisitivo a veinte y veinticinco kilómetros del accidente, preguntamos en El Espinoso, Los Lucillos y otras localidades cercanas. Algunas personas sabían del atropello del ciclista por los periódicos, pero nada más. La mayoría de los interrogados coincidían en que los autores del atropello y abandono de Juanín seguramente serían cazadores con prisa para llegar a tiempo al reparto de los puestos de tiradores en los cotos. Desde luego no eran gente de allí porque nadie, absolutamente nadie del lugar era tan despiadado como para abandonar y dejar morir en la cuneta a una persona como si fuera un perro.

–¿Se os ocurrió pensar que vuestro trabajo ya habría sido realizado por la Guardia Civil? ¿Preguntasteis a la Benemérita qué datos tenía? –Inquirió Merche.

–Aparte el atestado del suceso, en diciembre llevaron al juzgado un escrito reconociendo la falta de resultados en la búsqueda de huellas y testimonios. Tengo la impresión de que sólo se esmeraron en interrogar a Juanín, así que no, ni se nos ocurrió preguntar a esos señores.

La rubia de glaucos ojos pidió una pausa para ir al lavabo. Después prosiguió:

–Era difícil encontrar alguna pista, pero como dice el dicho, con paciencia y con saliva un elefante se la metió a una hormiga. Y mira: al tercer fin de semana encontramos algo que podía ser valioso. En una gasolinera, a la salida de Navahermosa, preguntamos al encargado de guardia si recordaba haber visto repostar a un todo-terreno pasadas las 7:30 de la mañana del día que atropellaron al ciclista, y aunque contestó que no se podía acordar porque entonces no trabajaba en la gasolinera, nos dio el teléfono y la dirección de su tío Miguel, el Ruso, que entonces hacía las guardias del fin de semana. “Seguramente él os pueda decir algo, aunque no creo que sirva de gran cosa porque aquí paran bastantes coches a echar gasolina”. Nos explicó que el tío estaba medio jubilado y había agarrado la jubilación completa a final de año, y nos facilitó su número de teléfono. Vivía allí en el pueblo, a quince minutos andando, y puesto que nos dijo que solía madrugar, le llamamos desde allí mismo a micrófono abierto. El sobrino le dio los buenos días y le introdujo el asunto que queríamos tratar con él. El hombre aceptó entrevistarse con nosotros y contarnos lo que recordaba de aquel domingo que atropellaron a Juanín. “Estoy haciendo café, si os apetece podéis acercaros a casa y si no podemos vernos en la Venta de la Chana sobre las diez”, dijo antes de explicarnos que “la parienta” y él solían hacer “la ruta del colesterol” hasta aquel establecimiento campero que servía además de punto de encuentro de ciclistas amateurs de los cuatro puntos cardinales. “Entonces le esperamos en la Chana”, decidió Masa antes de pedirle que fuera recordando todos los detalles que pudiera sobre aquel maldito amanecer del 27 de octubre del año pasado. El Ruso prometió hacer todos los esfuerzos que fueran menester para ayudar a localizar a los canallas que desgraciaron a Juanín. Su simpatía hacia el joven ciclista parecía sincera. Agradecimos la ayuda al gasolinero, recogimos a Jodas y Criatura, que buscaban testimonios entre los empleados de una discoteca en la otra punta de la localidad, y nos dirigimos por el camino entre viñedos y olivos hacia el lugar de la cita.

En este punto Gabriela quiso ser tan precisa que reprodujo de memoria la escena con las diferentes voces de los interlocutores.

–He intentado recordar, pero ¿sabéis qué? –Dijo el Ruso.

–¿Qué, Miguel?

–Que esta memoria mía no da más de sí y sólo alcanzo a contaros lo que ya le dije en su día a los picoletos.

–¡Jodas! De algo más te acordarás.

–Ya me gustaría, pero soy viejo y se me olvidan muchas cosas.

–¿Qué le contaste a los de la Benemérita? –Le pregunté.

–Les dije que los fines de semana paran bastantes cazadores a repostar en la gasolinera y que no había visto nada especial, nada que me llamara la atención. Di tú que entre servir a uno, cobrar a otro…

–¿Cuántos coches de esos pararon a repostar entre las siete y las ocho de la mañana?

–Así, a bote pronto, puede que cuatro o seis.

–¿Y crees que alguno de ellos pudo atropellar a Juanín? –Incidí.

–Pues mira, no te diría que sí ni que no. Os repito lo mismo que les dije a los picoletos.

–Haz memoria, tío, no es lo mismo cuatro que seis –instó Masa.

–Cuatro más bien –dijo el jubilado–. ¿Sabéis qué pasa? Antes, cuando hacía arreglos mecánicos y andaba bien de la vista y el oído, me fijaba en todo y tenía memoria fotográfica, pero cuando me fui haciendo viejo dejé de mirar los coches y las caras de esos gachós, gente de mucha ciruela que vienen al monte a dar gusto al gatillo. Nunca entendí eso de matar por placer. Asesinos.

–¡Jodas, viejo! ¿Le dijiste eso a la Guardia Civil?

–Lo de asesinos no, claro. Lo que uno piensa de los demás no se suele decir, pero entre nosotros vale preguntarse qué pueden ser unos mendas que pagan un dineral por cultivar el instinto asesino y se realizan matando jabalís, ciervos, muflones, lo que salga. Es lo que yo pienso.

Según la rubia de los cloaqueros, las explicaciones de Miguel daban poco de sí. El hombre se enrollo sobre personajes famosos a los que, a lo largo de los años, había servido combustible cuando iban o venían de cazar. “Nos habló del envoltorio sociológico –machismo, prostitución, juergas, drogas, alcohol, amantes o queridas– de esa industria de la caza y nos invitó a reflexionar sobre cuán diferentes son las personas que cazan para poder comer y las que matan por diversión y placer”.

–En un momento de la conversación –prosiguió la rubia–, la compañera de Miguel se refirió a la modalidad de caza con arco, como si el dolor infligido a los rebecos con las balas de los rifles fuera escaso. Al parecer, el arco obliga a acercarse mucho más a la pieza y el cazador experimenta un subidón de adrenalina. Las palabras de la mujer estimularon el recuerdo de nuestro hombre, quien dijo haber visto los arcos y carcaj de los cazadores el interior de uno de los cuatro o cinco coches de alta cilindrada que pararon a repostar a primera hora de la mañana de aquel domingo.

–¿Cómo fue eso, si acaba de decirnos que ya no se fijaba en nada? –Quise saber.

–La verdad es que ni me fijaba ni tenía mayor interés en ver las fauces de aquellos gachós, pero mira tú por donde, uno de aquellos jichos (eran dos), volvió a la caja después de pagar y me preguntó por qué diantres no salía agua por la manguera de limpiar el parabrisas. La cortábamos porque había muchos descuidados que dejaban el grifo abierto. Salí, les abrí la llave de paso y entonces me fijé en las herramientas que llevaban en el asiento trasero del impresionante Mercedes todo-terreno. Y no sólo eso. También me llamó la atención que el tipo, que había aparcado el coche en el corner del aire y el agua, orientara la manguera hacia los bajos y las ruedas del coche en vez de a la luna delantera. Estuve a punto de llamarle la atención porque el agua era para el limpiaparabrisas y el radiador, no para lavar el coche, pero me volví a las dependencias. Dos minutos después, el tipo apareció otra vez y me preguntó si tenía bayetas. Se llevó un paquete con dos. Salí a servir a otro cliente y le vi inclinado con el culo en pompa, limpiando los guardabarros y reposapíes del vehículo. Cuando levanté la vista del surtidor ya se habían largado.

Gabriela dio otro tiento al gintonic y prosiguió:

–Me pregunté por qué unos tipos que van al monte a cazar se preocupan de lavar los bajos de su coche si en el campo se volverán a manchar. Y Jodas, el Congui, Criatura y Masa también se extrañaron.

–¿Le contaste eso a los guardias?

–Coño, claro. No con detalle, pero sí les dije que había unos que limpiaron los bajos, el frontal y los laterales de un Mercedes.

–¿Tomaron nota o apuntaron algo?

–Qué va. Creo que al decirles que era un Mercedes… Creo que se acojonaron pensando que era una autoridad, ya me entendéis.

–¿A qué te refieres?

–Para esos lo único que cuenta es la jerarquía y la disciplina; lo demás, turris burris, no se complican la vida ni se la complican a los jefes –afirmó nuestro hombre.

La subinspectora animó a la rubia a seguir hablando.

–¿Qué pasó después?

–Bueno, sabíamos la hora del atropello, las 7:26, minuto más o menos, y también la de la parada de aquellos cazadores en la gasolinera, así que pregunté al señor Miguel y a su compañera si podían acompañarnos hasta el punto kilométrico donde abandonaron a Juanín malherido. Aceptaron encantados y subieron al coche. Jodas, el Congui y Criatura quedaron en dirigirse a la gasolinera. Nuestro propósito era recorrer el trayecto entre el lugar del accidente y la estación de servicio con el fin de saber cuánto se tardaba en llegar. Fue un recorrido bastante rápido y el resultado nos pareció alentador. La duración del trayecto fue de doce minutos y coincidía con el tiempo transcurrido desde que atropellaron a Juanín hasta que pararon en la gasolinera.

–También podía ser una casualidad –opuso Merche.

–Si, por supuesto, pero al menos teníamos un hilo del que tirar. En la gasolinera repasamos los hechos con el señor Miguel, vimos la manguera, el lugar donde el tipo limpió el coche, teníamos además el dato de los arcos de caza para preguntar en los cotos. Pero conseguimos algo más y mejor. Resulta que la mujer que limpiaba la gasolinera todos los días por la mañana se sorprendió de encontrar unas bayetas nuevas, casi sin usar, en el cesto de los residuos, situado junto a la manguera y las recogió y las guardó en una bolsa para usarlas cuando se gastaran las que utilizaba. Allí podía haber restos de sangre de Juanín.

–¿Cómo os enterasteis de eso?

–Nos lo dijo ella. Para ser exactos, salió de limpiar los lavabos y vio a Jodas y Criatura curioseando por allí. Les preguntó si buscaban algo y ellos le explicaron que andaban tras la pista de unos cazadores que habían atropellado a un ciclista y pararon aquí a lavar el coche. La mujer, una rumana alta, fuerte y gruesa, que se llamaba Alina, recordó sin mucho esfuerzo el asunto de las bayetas y tras proferir unas palabras ininteligibles sobre la sociedad del desperdicio les pidió que la siguieran y les entregó las gamuzas esponjosas por si les servían de algo.

–Eso si que es llegar y besar el santo, menuda chiripa –comentó Merche.

–Pues sí, se lo agradecimos mucho, pues era posible que en las fibras internas de aquellas bayetas se pudieran encontrar restos sanguíneos de los que obtener el ADN.

Tilo oía el testimonio de Gabriela Cabello en un duermevela nada profesional. Aprovechaba el sillón para relajarse y descansar antes de emprender el viaje de vuelta a Madrid para cumplir el compromiso de sustituir a la comisaria Sáez en la reunión de observadores de la delincuencia.

–Doy por supuesto que el señor Miguel no se acordaba del número de la matrícula del coche de los arqueros –dijo la subinspectora, animando a la rubia de glaucos ojos a continuar con el relato de su investigación.

–Nada, chica; el Ruso sólo se fijó en lo nuevo que era aquel Mercedes con estribos.

–¿No había cámaras en la gasolinera?

–Sí, pero eran de atrezo.

–Jodeeer.

–Como los clientes han de pagar antes de servirse el combustible ya no hay riesgo de robo, así que con cámaras de pega se ahorran una pasta en seguridad y toda esa burocracia sobre el tratamiento de datos.

Al oír la palabra “estribos”, Tilo se incorporó, agarró el teléfono de la mesa baja, buscó la fotografía del Mercedes del señor Perrote y se la mostró.

–Sí, era este coche –afirmó Gabriela.

–Me pregunto cómo conseguisteis localizar el arma homicida –le preguntó Merche.

–Bueno, teníamos las bayetas, los testimonios del Ruso sobre el comportamiento raro de los cazadores del Mercedes y el hecho de que cazaran con flechas en vez de balas. Así que nuestro plan de trabajo fue bastante simple. En el hospital realicé algunas gestiones con los responsables de medicina legar para que examinaran a fondo las fibras de las bayetas a ver si con algún resto de sangre podían obtener un ADN coincidente con el de Juanín. No esperábamos gran cosa, pero había que intentarlo, aunque tardaran meses en dar el resultado, ya que siempre estaban hasta arriba de trabajo. En cuanto al coche y las flechas y los arcos estuvimos de acuerdo en seguir buscando. Hicimos un barrido de los cotos de caza mayor de la zona.

–¿En qué consistió?

–Bueno, lo primero fue obtener la relación de cotos registrados en la consejería de Agricultura y Medio Ambiente del gobierno autonómico. El registro es público y los burócratas no tuvieron más remedio que dejarnos acceder. Además, algunos cotos privados se anuncian en las revistas especializadas. Desde primeros de octubre hasta finales de febrero, principio y fin de la temporada de caza mayor, ofrecen monterías y puestos de tiro a los cochinos, venados, ciervos. La matanza de corzos es más tardía, del 1 de diciembre al 21 de febrero. Y la caza menor, más amplia: de mediados de septiembre a finales de marzo. La realidad es que el barrido fue laborioso porque los cotos municipales que, en principio son para los cazadores locales, tienen bastantes escopeteros de fuera que compran los permisos a los paisanos y si alguien les pregunta –nadie suele preguntar– siempre son primos, cuñados y demás familia. Del primer barrido telefónico concluimos que la caza con arco es rara en los montes públicos, pero en los tres cotos privados más cercanos hay puestos de tiro para esa modalidad. Sobre el terreno nos distribuimos los objetivos y a las siete de la mañana del domingo siguiente ya estábamos al acecho de las entradas de esos los tres cotos. Dejamos a Congui y Jodas en el camino de entrada al coto más cercano, llevamos a Criatura al más alejado y Masa y yo montamos guardia en la desviación hacia la tercera finca señalada. No creo en la suerte y me tocan mucho los pies los refranes, pero tengo que reconocer que el madrugón dio resultado. Poco antes de las nueve de la mañana nos llamó Criatura muy excitado para decirnos que había visto el coche sospechoso. Y no sólo eso; desde su puesto de vigilancia entre unos piornos cercanos a la entrada a una finca vallada que llamaban La Montesa había conseguido hacer unas fotografías nítidas, muy precisas, del automóvil y del tipo que se apeó a subir la barrera y bajarla después de que el coche pasara. Noté que le temblaba la voz, no sé si de frío, porque el tempero estaba helado, o de la emoción de haber cazado el vehículo.

–Vale, ya teníais la matrícula…

–La matrícula por delante y por detrás y las caras de los dos ocupantes del coche. La cámara de Criatura llevaba montado un teleobjetivo formidable.

–Quiero decir –precisó Merche– que con la matrícula ya podíais conocer la filiación del titular del coche, pero eso es insuficiente para probar que eran los autores del delito.

–Desde luego, aunque era un buen avance. Miguel el Ruso reconoció el coche y al conductor en cuanto vio las fotografías. Además, tuvo la idea de llevarnos a ver a un taxidermista local que nos dio buena información sobre aquellos señores.

En este punto, Merche propuso un descanso. La rubia y ella se levantaron a estirar las piernas, salieron de la sala. Tilo se desperezó, miró a la calle desde la ventana, pasaban turistas, un charlatán vendía peines, gigas y abanicos cerca de la catedral. Se volvió a sentar y apuró la tónica que quedaba en un frasco. Unos minutos después, cuando Merche y Gabriela regresaron, seguidas de un camarero que les sirvió agua y café, Tilo pensó en emprender el repliegue. Eran las seis y media de la tarde y le esperaban más de cinco horas de carretera hasta Madrid.

–Fuimos a ver al taxidermista –prosiguió Gabriela cuando se sentaron de nuevo– y si, conocía a aquellos señores, nos mostró la cabeza de ciervo con una cuerna de veinte puntas que le habían dejado para los fines específicos de limpieza, disecado y conservación. A petición del señor Miguel, nos facilitó los nombres completos, los teléfonos y la dirección en Madrid del que le había hecho el encargo. Ya lo teníamos casi todo sobre los sospechosos, aunque nos faltaba la prueba principal, el resultado del ADN de las bayetas.

Tilo dio por hecho que la rubia de los cloaqueros no se había equivocado de objetivo, se incorporó, se fue al lavabo, se refrescó las manos, la cara y los sobacos. Apenas había sudado. Se limpió con papel higiénico, se colocó bien la camisa y volvió a la salita. Se puso la chaqueta y se despidió de la sospechosa y de su compañera, explicándole con la mirada y el teléfono en la mano que se mantendrían en contacto. A continuación pagó las cuentas y salió en busca del Botones. Las sombras se alargaban, eran las siete de la tarde, pronto empezaría a oscurecer.

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