C15.-El terrorismo da votos

Novela de primavera por entregas (1ª parte: Corre, huye, desaparece)

Y si un día vuelves, llamamé, le dijo Tilo.

Al volante del Golf superconectado, Tilo llamó a su inquilina. Estaba estudiando y agradeció la pausa mental. Él le comentó que llegaría esa noche. Oyó ladrar a Mingus cerca del auricular y le dirigió unas palabras a modo de caricia. El cocker gimoteó. Les informó de que llegaría entre las doce y la una de la noche. A continuación llamó a la comisaria Sáez, pero la cadena montañosa astur-leonesa interfería la señal, y aplazó el breve informe verbal sobre la investigación del caso Perrote para mejor ocasión. Le parecía muy extraño que el interés y la urgencia de los jefes para que identificaran y detuvieran a los autores del alcantarillazo al sobrino del poderoso político conservador se hubieran evaporado de pronto. Esperaba que su superior inmediata le dijese algo al respecto.

–Botones, pon música –dijo en voz alta.

–¿Qué música quieres? –respondió el aparato con voz metálica.

–Clásica, la Novena Sinfonía de Beethoven.

Ordenó los hechos. Sobre el desinterés de los mandos y del juez instructor se dijo: “tanto mejor para Gabriela”. Todavía conservaba en su retina la sonrisa que ella le dedicó al despedirse. Él no correspondió, lógico, pues habría perdido autoridad y, por otra parte, la sospechosa escamoteó una pregunta esencial al negarse a desvelar los nombres de los amigos de Juanín. “Hay que ser ingenua para pensar que los motes sirven de escondite”. A pesar de todo, sentía una simpatía cada vez mayor por aquella mujer. “¿Si no detuvieron a Perrote y a su colega cazador después de destrozar y abandonar al ciclista por qué he de arrestar yo a esa mujer que entrega su vida, conocimientos y esfuerzos a ayudar a los demás?”

Llevaba un rato conduciendo en silencio, la Novena había terminado. Pidió a Botones que pusiera algo de Pink Floyd y siguió pensando si los datos aportados por el correligionario del partido de Poterna y su sobrino sobre la disputa sucesoria al frente de la tesorería del partido no eran más que un burdo intento de desviar la investigación sobre el origen del alcantarillazo. “Si lo eran, no consiguieron su objetivo”, se dijo recordando el abrupto encuentro con el veterano político de piel de elefante. “¿Cómo diablos se me ocurrió irritarle con la verdad?” Recordó la actitud displicente del menda hacia la inspectora Merche Tascón, su retraso, el guardaespaldas que envió por delante a examinarles, su escasa por no decir nula voluntad de colaborar en la investigación de la agresión a su sobrino y colaborador. “Además nos mintieron como bellacos. ¡Joder qué pájaros!”

Apenas había enfilado la mal llamada “meseta castellana” (algunos de la Generación del 98 erraron al definir el territorio), esa anchura precedida de las frescas riberas del Órbigo y el Esla y surcada por el Duero, cuando Botones se quejó con voz metálica de que se le agotaba el combustible y le recordó que ya llevaba más de doscientos kilómetros rodando sin interrupción. Tilo le obedeció. Paró a repostar. Mientras tomaba un café le sobrevino la sospecha de que el juez instructor podía obedecer la consigna de dejar correr el caso. “¿Habrían designado un juez propicio para evitar que la investigación de la agresión al sobrino del tesorero les llevara a averiguar la causa del alcantarillazo? A saber.”

De nuevo en marcha, recordó la frase de la joven cirujana: “Cuando te cierran todas las puertas solo te queda el agujero del váter”. Se refería al rechazo judicial de las pruebas conseguidas sobre la identidad de los autores del atropello y abandono de Juanín. Gabriela completó su explicación con otra frase que se le había quedado grabada: “Entonces pensamos que la mierda debía volver a la mierda y decidimos actuar”.

Tilo Dátil realizó el viaje según lo previsto. Al día siguiente madrugó, sacó a pasear a Mingus, tomó un café en el Dulce, se acicaló, envió un mensaje a Merche para saber qué tal había pasado la noche. Leyó su respuesta en el autobús: “Sin novedad, espero instrucciones”. Llegó puntual a la sede ministerial, un palacete protegido por la Guardia Civil, donde un veterano bedel le condujo a un salón que llamaban de porcelanas, acaso porque sobre los alfeizares de las ventanas descansaban cuatro grandes jarrones chinos. Entró y saludó a los presentes.

Sentados ante una mesa larga de madera de nogal adornada con rombos de marfil incrustados y una cestita de porcelana blanca con flores de papel en el centro, dos mujeres y tres hombres esperaban el comienzo de la reunión. Buscó la cartulina con el nombre de la comisaria Sáiz y se sentó. Una de las dos mujeres se interesó por la titular y él explicó que se hallaba indispuesta y se identificó como sustituto. La otra mujer ocupaba una de las tres sillas presidenciales. Debía de ser la secretaria general del llamado Observatorio de la Delincuencia porque consultó un papel y le dijo: “Bienvenido, inspector Dátil”. Su cara de cervatillo le sonaba, acaso de verla en televisión.

A continuación entraron dos tipos. Uno era José Manuel García, comisario de la zona centro de Barcelona, un buen elemento al que conocía desde los tiempos en que se jugaban empleo y sueldo por denunciar palizas y torturas en las comisarías. Se levantó a saludarlo.

–¿De qué va esto? –Le preguntó.

–Política –dijo.

Enseguida la mujer con cara de cervatillo anunció que el secretario de Estado de Seguridad abriría la sesión con una intervención breve de “altísimo interés”. El hombre de pelo entrecano y cara de aspirina que había ocupado el sillón presidencial, tomó la palabra y después de agradecer la presencia de los reunidos prorrumpió en un monólogo a media voz sobre el “nuevo terrorismo” o “terrorismo emergente”, una criminalidad sin armas ni explosivos definidos que constituía, dijo, la máxima preocupación de los responsables ministeriales debido a su capacidad de extenderse por toda la geografía urbana.

Tilo también había visto a ese hombre por televisión. De hecho, le pareció maquillado como si fuera a salir en antena. Llevaba ocho meses en el cargo, pero más de un lustro de «fontanero» ministerial. Por si alguno de los presentes desconocía sus méritos y capacidad, se refirió entre líneas al número uno de la oposición al cuerpo de abogados del Estado tras haberse licenciado en Derecho y Economía en la Universidad Pontificia Romana. Con la sucinta reseña académica en tan reconocido centro católico parecía subrayar su identificación no solo ideológica y técnica, sino también espiritual con el señor ministro, cuyo acendrado catolicismo era bien conocido.

El inspector prestó mucha atención a la exposición de aquel jefazo que hablaba un lenguaje jurídico bien articulado y se esmeraba en transmitir un mensaje más técnico que político, como si las normas fueran neutras o carecieran de orientación social o como si su enorme preocupación por el terrorismo urbano de baja intensidad fuera real. “Con estos personajes tan técnicos y abundantes en formulismos y anglicismos nunca sabe uno si sienten lo que dicen, dicen lo que sienten o ninguna de las dos cosas. Reciben tan altos emolumentos que elevan la ocupación al nivel de preocupación y lo dicen para que parezca que se desviven por el bien común y el interés general. Es como si vivieran sin vivir en sí (Teresa de Jesús dixit). Pobre gente, siempre ocupada y preocupada por la seguridad de los demás”.

El secretario de Estado se refirió al mobiliario urbano como “arma del delito” y elevó el tono de voz al mencionar las alcantarillas, señalando que si antes los terroristas robaban las tapas para colocarlas sobre los explosivos en los maleteros de los coches con el fin de orientar las deflagraciones, ahora no se complican la vida y han comenzado a tirar a “personas de bien” a las cloacas.

Tilo se fijó en el gesto de horror de la mujer de cabello negro, aleonado, que se había interesado por la comisaría Sáez, y constató en los rostros de otros asistentes el impacto de las sorprendentes afirmaciones de cara de aspirina. El jurista neutral les había impresionado. Las asechanzas de las nuevas formas de criminalidad y terrorismo emergente eran sobrecogedoras. Las herramientas de aquellos fanáticos sanguinarios desbordaban los límites de lo imaginable; lo mismo utilizaban una soga que una furgoneta para liquidar a gente inocente y tanto les da matar con el estallido de unas bombonas de gas doméstico que con un cuchillo de cocina que arrojando a las personas a las alcantarillas.

Estos últimos actos exigían una respuesta inmediata, inequívoca, contundente. Y para empezar, el alto cargo propuso la ampliación de los supuestos punitivos a los atentados terroristas sin armas ni explosivos con el fin de aplicarles la máxima pena: la cadena perpetua. Su propuesta mereció gestos afirmativos de varios asistentes que más tarde, en la rueda de intervenciones, se pronunciaron a favor de la reforma urgente y en lectura única del Código Penal. El jefazo apreció los gestos y terminó su intervención con un mensaje categórico a los malos: “¡Desde este Observatorio os decimos alto y claro que la democracia es más fuerte que vuestras pretensiones, que vamos a acabar con vosotros y que os vais a pudrir en la cárcel!”

La secretaria de aquel invento abrió un turno de palabra de cinco minutos y allí hablaron, de izquierda a derecha, un hombre grueso, de boca muy pequeña y frente emparedada entre dos mechones de cabello embetunado que era magistrado; un hombre joven, B Bermudez, según la cartulina, que era profesor y tertuliano de una televisora y que además de manifestar su “pleno acuerdo” con el secretario de Seguridad, abogó por “implementar” partidas presupuestarias específicas para la prevención de los alcantarillazos; un ejecutivo de la industria de la seguridad que pidió “pasos más firmes” en la colaboración “público-privada”; el comisario García, que abogó por una mayor implicación de la policía local y una mejor coordinación con la nacional. También habló la mujer de cabello aleonado poniendo de relieve la importancia del “diálogo de las civilizaciones” en la prevención y persecución del terrorismo de raíz religiosa mahometana y, finalmente, lo hizo un hombre con perilla blanca y peluquín rubio desvaído, quien además de mostrarse completamente de acuerdo con cara de píldora, reclamó manos libres de los servicios de inteligencia para interceptar las comunicaciones y los tráficos de dinero para alimentar a las “células durmientes”. Cuando le llegó el turno de palabra lo dejó pasar. ¿Qué podía aportar él? Le parecía bien que el Observatorio observara y mal que se prestara al politiqueo.

Tras las intervenciones, cara de cervatillo anunció un receso y salió con el secretario de Estado a cumplimentar a las televisiones y demás medios de comunicación que esperaban el jarabe de pico. Tilo aprovechó la pausa, conectó el teléfono, salió al lavabo y llamó a Merche, quien le informó de que la doctora Gabriela acababa de firmar los contratos de los molinos de viento y regresaban al hotel.

–Estupendo, pues que recoja su equipaje y se vaya –le dijo.

–¿Estás seguro?

–Si no lo estuviera no te lo diría. Ya te contaré.

Merche se mantuvo en silencio como si paladeara la decisión del inspector.

–¿A qué hora sale su avión a París? –Le preguntó.

–A las 14:30 –dijo Merche.

–¿Tienes vuelos a Madrid?

–Supongo, pero prefiero el tren. ¿Quieres despedirte de ella?

–Luego la llamo.

Cuando regresó al salón de porcelanas encontró un sobre alargado junto a la cartulina de la comisaria Emilia Sáez. Era uno de esos sobres amarillentos que solo contienen facturas y avisos administrativos. Estaba cerrado. Alguien había escrito a bolígrafo el nombre de la comisaria. Vio que algunos observadores se guardaban los sobres similares en cuanto el ujier los depositaba junto a las cartulinas correspondientes, así que lo agarró, lo palpó, le pareció que contenía dinero, billetes de papel, y se lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. La reunión prosiguió sobre la estadística delictiva. Disminuían los atracos a las oficinas bancarias, en contraste con el aumento del paro y la pobreza. “Eso es porque los atracadores están dentro”, pensó. Subían los robos en el campo y bajaban en los grandes almacenes. “Eso se debe a que los mozos de la seguridad privada pegan palizas en los cuartos oscuros de los sótanos”. Lo que no paraba de crecer eran los crímenes machistas. ¿Qué hacer? En este punto se acordó de Gabriela y manifestó en voz alta: “Programas de enseñanza práctica de defensa personal para las chicas serían menester”. Nadie le apoyó. El incremento de los suicidios era alarmante, pero importaba poco porque no se publicaban.

–Tenías razón, era política –comentó Tilo al comisario García cuando acabó la reunión.

–Ya te digo… Vienen elecciones y necesitan alimentar el miedo de la gente porque esa supuesta firmeza contra el terrorismo les da votos.

–Pero ni siquiera las han convocado todavía –opuso Tilo.

–Lo que yo te diga –afirmó García ante la portañuela del taxi.

Tilo le deseó buen viaje y se encaminó hacia la parada del autobús. Mientras esperaba se le fue la mirada al monumental frontón de la Biblioteca Nacional, obra del catalán Agustín Querol, quien instaló la Paz en el centro del triángulo: un esplendoroso cuerpo femenino con ramas de olivo en las manos que pisoteaba y quebraba la espada de la Guerra. “Así debería ser”, se dijo antes de empuñar el teléfono y marcar el número de Gabriela.

–Quería despedirme de ti y desearte buena suerte –le dijo.

Ella se mantuvo en silencio, sorprendida.

–Gracias, señor Dátil –dijo por fin.

¿Qué otra cosa podía decir?

–Quiero que sepas que te deseo lo mejor y también quiero informarte de que en las altas esferas han decidido que arrojar físicamente a la mierda o tirar a un canalla a las cloacas es un acto terrorista y será castigado con la máxima pena. Así que corre, huye, desaparece. Y si un día vuelves, llamame.

FIN

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