La casa del fin del mundo

Cuentos y descuentos del sábado (15-06-2024).–Luis Díez

Robert Bau solía poner nombre propio a las cosas. Llamaba Botones a su flamante coche eléctrico que ya pensaba cambiar por otro de hidrógeno, más moderno. Su frigorífico era don Pepito, el pequeño robot-escoba que circulaba limpiando la casa se llamaba Liborio, al sistema de aire acondicionado le decía Propicio y a la calefacción de gas, Ramona. Entre otras designaciones había bautizado a la cocina con el nombre de Gargantúa, el horno, Pantagruel; el tostador, don Muelles; el microondas, Milésimo. Paulina era la lavadora, Furia la televisión, Estrella el lavavajillas, Dioni el sistema de vigilancia y alarma antirrobo y, en fin, Helio la instalación eléctrica que iluminaba la casa.

El teléfono móvil de última generación tenía dos nombres, pues Bau le llamaba unas veces Pertinente y otras lo contrario. Con el Pertinente en la mano, Bau manejaba con un solo dedo los distintos sistemas y aparatos interconectados de su moderno chalet situado en Spider Valley (el Valle de la Araña), una zona tranquila, arbolada, alejada del mundanal ruido urbano, donde la burguesía media y alta había ido a plantar sus viviendas.

A Bau le gustaba alardear del poder y la conectividad. Si, por ejemplo, invitaba a amigos o amigas a tomar unas copas al atardecer, se cercioraba de que don Pepito tuviera suficientes refrescos, destilados y fermentados a la temperatura adecuada. Si iban a llegar de noche, pedía a Helio que encendiera las luces del porche un poco antes de arribar para evitar tropiezos. Y, por supuesto, no olvidaba ordenar a Ramona o a Propicio, según los casos, que proporcionaran una temperatura agradable al hogar.

Realizaba esas y otras operaciones a través de Tronk, sin complicarse la vida. Tronk era el control central, una especie de capataz que transmitía las órdenes a los aparatos. Su nombre (del castellano, “tronco”) se inspiraba en la forma de árbol ramificado de la conexión con los aparatos y sistemas digitalizados, a su vez conectados entre sí. Ni que decir tiene que si el frigorífico don Pepito advertía falta de fruta, huevos, leche y otros alimentos, informaba a Tronk y éste se lo hacía saber a Bau con el fin de que encargara la compra si quería.

Ah, se me olvidaba decir que en contraste con las tendencias zoológicas de muchos semejantes, Robert Bau era un tipo pulcro, ordenado, taxonómico, de los de cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Sostenía que la limpieza y el orden son los mejores amigos del hombre, y, para evitar enemigos, carecía de servicio doméstico. Aunque le sobraran posibles para pagar sirvientes, pues era un ingeniero aeroespacial muy cotizado por las empresas de armamento, prefería la domótica a la doméstica.

Al confort de tener la iluminación y la temperatura deseada al llegar a casa, añadía el gusto de mantenerla perfumada y con la humedad relativa del aire adecuada, así como la ropa lavada y seca en la bandeja de Paulina y, por supuesto, gracias a Dioni, que siempre estaba ojo avizor, tenía la certidumbre de que ni ocupas ni cacos irrumpían en su domicilio. Cuando, por razones profesionales, viajaba al extranjero, transmitía las órdenes pertinentes a Tronk para evitar la creencia de que no estaba en casa. Y entonces Tronk se ocupaba de poner música a los decibelios necesarios para hacer saber que había habitantes en el chalet. Si era de noche, Tronk también activaba la televisión y encendía una lamparita de la sala y algunas más de bajo consumo, estratégicamente colocadas para proporcionar seguridad. Téngase en cuenta que las cámaras de Helio adolecían de visión nocturna de precisión.

De este modo, con asomarse a la pantalla de Pertinente y echar una ojeada a Tronk, tenía la certeza de que su casa estaba en orden aunque él se hallara en el norte de Europa, la Costa Éste estadounidense, Oriente Medio, Nigeria, Sudán u otro lugar a larguísima distancia. Tronk era estupendo, eficaz, obediente. Le contaba las novedades y cumplía sus órdenes, fueran verbales o escritas, con rapidez extraordinaria.

Ni que decir tiene que el ingeniero Bau se sentía orgulloso de su capataz o sistema de control de sus aparatos domésticos y elogiaba su comportamiento ante los colegas, sobre todo femeninos. Dicho sea de paso, en más de una ocasión alguna mujer le sorprendía hablando con Paulina para ajustar el gasto de agua y jabón o con Ramona para verificar temperatura.

–¿Esa Paulina es tu esposa? –le preguntó más de una vez su acompañante. Y quien dice Paulina, dice Ramona o dice Estrella (el lavavajillas). Tanto daba. Entonces él soltaba una carcajada y a continuación decía:

–¿Acaso crees que estando contigo iba a llamar a mi mujer, en el supuesto de que estuviera casado?

Y para sorpresa de su interlocutora añadía:

–Hablo con la lavadora (o con la calefacción o con el lavavajillas).

Luego se solía explayar sobre la domótica y el sistema de mando y control de su “chabola”, pues le gustaba sentirse admirado más que amado.

Un plomizo atardecer, las nubes grises se acumularon y chocaron sobre Spider Valley. Los rayos y truenos precedieron al granizo y la lluvia gruesa. Tronk bajó las persianas en cuanto los sensores del vidrio de las ventanas recibieron el picoteo del granizo y las primeras gotas de agua. A continuación cerró el riego del jardín para ahorrar agua. La oscuridad incidió en el eficiente capataz, que como buen controlador central encendió el televisor, puso música y realizó otras conexiones propias de su programación flexible, adaptada a las circunstancias. Dotado de eso que ahora llaman “inteligencia artificial” (y artificiosa), Tronk envió una señal al mando, es decir a Bau, quien la recibió en su Impertinente, pero estaba ocupado.

Una hora después el ingeniero aeroespacial de la industria del armamento constató el aviso de Tronk en la pantalla de su teléfono y pulsó su icono para saber qué tripa se le había roto. Pero el controlador no se dio por aludido. Entonces marcó la clave del control, pero Tronk tampoco respondió: estaba muerto, sin conexión, más tieso que Tutankamón. Bau se empezó a enfadar. ¿Qué burla es esta, capataz? Decidió hablar directamente con el barredor Liborio: imposible. Intentó conectar con Ramona: nada. Marcó la clave de conexión con don Pepito: lo mismo. Ni siquiera el vigilante Dioni daba señales de vida. ¿Qué rayos estaba pasando?

El ingeniero Bau había pasado del cabreo a la preocupación cuando la policía local le informó de que su casa estaba en llamas y los bomberos no habían podido hacer nada para evitar la destrucción casi total, debido a que nadie les avisó a tiempo. ¿Qué había pasado? Control poseía las instrucciones concretas y había actuado correctamente, pero, según parece, los rayos de la tormenta provocaron una sobrecarga en el televisor, haciéndolo estallar y generando el fuego que devoró muebles, ropas, puertas, camas, armarios y cuantos enseres y estructuras carbonizables tenía la casa.

Ni que decir tiene que Robert Bau se hallaba desolado. Su pequeña joya tecnológica se había calcinado en menos de una hora. Destrucción era la palabra. Fue entonces cuando un colega que leía informes secretos le habló de Stanislav Petrov. Pero antes le contó que en 1983 el Reloj del Apocalipsis del planeta se había colocado a tres minutos de la medianoche. La Administración Reagan lanzó unas maniobras militares bautizadas con el nombre de Arquero Capaz. Se trataba de simular ataques a la Unión Soviética para comprobar sus sistemas de defensa. Según escribió el analista de asuntos rusos de la época y jefe de división de la CIA Melvin Goodman, el Kremlin estaba verdaderamente alarmado y preparado para responder, lo cual hubiera significado el final.

La alarma rusa era cuando menos proporcional a la osadía del Pentágono, entre cuyas arriesgadas operaciones estuvo el envío de bombarderos nucleares sobre el Polo Norte para probar el radar soviético y la presencia de buques de guerra en lugares donde no habían entrado con anterioridad, simulando ataques a objetivos soviéticos. Según los informes secretos, el mundo estuvo al borde de la destrucción nuclear. Si se salvó fue gracias a que el oficial ruso que estaba al frente de los sistemas automáticos de detección y control decidió no transmitir a sus superiores la información que situaba a la antigua Unión Soviética bajo un ataque con misiles nucleares estadounidenses. Por suerte, el sistema de control, una máquina programada e interconectada, se hallaba bajo la supervisión del controlador, una persona programada para vivir. Se llamaba Stanislav Petrov.

Agradeció Bau la plática de su compañero y se quedó pensando.

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