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Amenidades

Cuentos y descuentos del sábado (22-06-2024).–Luis Díez

Aquella mañana las nubes descargaban sus buches sobre la ciudad cuando Marisa y Fiol coincidieron en la boca del metro. Cerraron sus paraguas, se dieron los buenos días (por darse algo) y ella le preguntó a qué dedicaba la jornada de hoy, pues es sabido que el amigo y otrora compañero de estudios era rico de familia y carecía de ocupación fija.

–A conocer personas amenas y divertidas del pasado –le contestó él.

Ella dibujó una mueca de extrañeza.

–¿Del pasado? No me explico cómo vas a conocerlas si están muertas.

–Por referencias de otras vivas –le aclaró Fiol.

–¿Por ejemplo?

–Pues mira, hoy toca vascos; he quedado con dos ancianos, el primero, don Enrique Herreros (hijo), amigo del donostiarra Álvaro de Laiglesia, uno de los escritores más divertidos del siglo del átomo…

–No he leído nada suyo –le interrumpió Marisa.

–Eso es porque sus novelas no han sido reeditadas; probablemente los especialistas de Planeta entienden que el surrealismo humorístico pasó a la historia y no vende. Pero una buena selección de relatos como Se busca rey en buen estado (1968) y muchos otros mantienen su vigencia y tendrían éxito.

–Me lo apunto por si en las librerías de lance y ocasión encuentro algo.

–Escribió muchas, muchísimas novelas, a dos por año en los cincuenta y sesenta. Tenían tanto éxito que hasta los frailes las leían, como pude comprobar cuando me metieron interno en el colegio de los carmelitas. Para mí fue todo un descubrimiento.

–¿Ah, sí? Cuéntame –se interesó Marisa.

–Los frailes convocaban cada año unos ejercicios espirituales. Eran tres días terribles de silencio obligado. A cambio nos abrían su biblioteca, unos aparadores enormes entre los ventanales de la segunda planta del claustro, para que cogiéramos libros de vidas de santos. Entonces encontré uno titulado Caca nene que, por el apellido del autor, Álvaro de Laiglesia, supuse que era de un beato bueno. Resulta que era buenísimo, el libro. Me lo pasé bomba desde la primera página. Pero claro, se ve que un chaval con el semblante alegre y sonriente llamaba la atención entre aquel grupo de escolares de menos de catorce años que se aburrían como ostras vagando por aquellos patios con sus libros izados a la altura de la cara mientras con la mirada buscaban alguna piedra, algún trozo de ladrillo o de cemento al que pegar patadas. Y entonces el fraile celador me descubrió, examinó el libro y me lo quitó. A pesar de eso, el divertimento me duró dos días.

Bajaron despacio la escalera y apuraron la conversación en una orilla de la encrucijada de pasillos que conducían a los andenes inferiores de las distintas líneas del metro. Marisa consideró lógico el deseo de Fiol de obtener referencias de quien le proporcionó en su infancia unas horas de amenidad en aquel piélago de aburrimiento de los ejercicios espirituales.

–¿Y quién es la segunda persona? –preguntó a Fiol.

–La segunda es don José Prat; quiero que me hable del que fuera su jefe y amigo en el Ministerio de Guerra, Indalecio Prieto, al que, por abreviar llamaban don Inda.

La conversación quedó ahí, ya que, de pronto, llamaron su atención las protestas e imprecaciones de los ciudadanos contra el señor alcalde y la señora presidenta regional.

–¿Qué está pasando? –se dirigió Fiol a un señor muy enfadado.

–¡Que venga el enano a inaugurar ese pantano! –respondió el hombre a voz en grito.

El metro se había inundado, el agua embalsada amenazaba con llegar a los andenes y, lógicamente, los trenes no funcionaban. El hombre que les informaba tenía, como muchos usuarios, un enfado de bigotes.

–En vez de dedicarse a proferir chorradas contra el presidente del Gobierno –les dijo en lo que subían la escalera–, el enano de Cibeles y la hija de la fruta deberían ocuparse del funcionamiento de los servicios públicos, que para eso cobran tanto o más que el presidente.

Estimó Marisa que un punto de razón llevaba el hombre enfadado, pues las inundaciones del metro eran recurrentes, sin que a lo largo de los años sus titulares y gestores hubieran hecho cosa alguna para evitarlas. Abrieron sus paraguas y se despidieron en busca de otros medios de transporte.

Unos días después, Fiol refirió a Marisa una anécdota de Álvaro de Laiglesia, según la cual la censura rechazó una portada de la revista humorística La Codorniz que él dirigía y en la que el pintor Herreros (padre) había puesto la Venus de Milo con un campamento militar a sus pies. “¿Qué tiene de malo o censurable?”, preguntó el humorista. Los censores contestaron que la Venus aludía a Muñoz Grandes imponiendo su poder en el Ejército. Ellos también se creían graciosos.

Y sobre el dirigente socialista Indalecio Prieto le contó numerosas anécdotas, entre ellas, la vez que pidió a sus colegas diputados que se callaran mientras hablaba el filósofo José Ortega y Gasset: “¡Silencio, habla la masa encefálica”. O a propósito de iglesias, la vez que en campaña electoral visitó un convento de monjas y nada más entrar en la capilla olfateó unas flores que allí había y afirmó: “¡Qué aroma tan delicioso!” Las flores eran de tela, pero el esmero de don Inda en agradar le llevaba a esos extremos.